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De jovencita, Cora Benbow decía la verdad cuando le preguntaban cómo había llegado a ejercer su profesión. Más tarde contaba a todo hombre que se lo pidiera cualquier historia que pudiera satisfacerlo. Ahora ya no vendía nada de sí misma y no estaba en deuda con nadie.

Era una mujer acaudalada. Le había costado años y bastantes fatigas, pero había conseguido lo que ahora poseía antes de cumplir los treinta. Ése había sido su objetivo. Ya lo tenía todo planeado para que dentro de diez años, antes de cumplir los cuarenta, pudiera retirarse. Había visto una ciudad no lejos de Filadelfia, un sitio simpático de edificios de ladrillo y una plaza con césped y senderos y bancos de hierro ornamentado en donde se sentaba la gente a tomar el sol. Compraría la tienda, y sus tratos con los hombres se limitarían a venderles botas de caucho, camisas de cambray y perfume para regalar a sus mujeres en los cumpleaños. Es probable que tuviera un doguillo.

Procedía de esa parte de Missouri por la que tanto se había combatido en la Guerra de Secesión. Su padre resultó muerto en Vicksburg. Su casa fue incendiada dos veces, y en cada ocasión su hermano, su madre y ella volvieron para ponerse a labrar la granja de nuevo. En una incursión la violaron en grupo a ella y a su madre, y rompieron el brazo a su hermano cuando creyeron que iba a intervenir, aunque lo único que hizo fue quedarse mirando con una sonrisa de idiota. Por entonces tenía diez años y siempre le había gustado pensar que había contagiado la viruela a aquellos ocho yanquis, porque dos días después se le declaró la enfermedad.

A los trece se encargaba de las tripulaciones en las embarcaciones fluviales, donde aprendió a hablar con la boca llena de monedas, porque era el único sitio en donde su dinero estaba seguro, y se las arregló para evitar que su familia pasara hambre en aquella época espantosa. Luego su madre murió de tuberculosis y su hermano se marchó a Texas.

Entró en una casa de Memphis dirigida por un viejo matrimonio alemán y aquéllas fueron las primeras personas que se portaron bien con ella en la vida. Se convirtió en la favorita de la señora Schimmelpfennig y al principio dormía con ella como siempre hacían las chicas nuevas. Fue la señora Schimmelpfennig quien le inculcó la idea de ahorrar el dinero que ganaba. Estaba muy solicitada, a pesar de su tamaño o quizá gracias a él, y se guardaba un tercio de las ganancias, aunque daba dinero a la señora Schimmelpfennig por su mantenimiento y no gastaba en ropa elegante ni colecciones de abotonadores ni lo derrochaba en hombres guapos, whisky ni cocaína. Era ambiciosa incluso entonces, aunque no tenía idea de lo que iba a hacer en el futuro, salvo que estaba resuelta a no ir a la deriva como las demás chicas de la casa. Los Schimmelpfennig le guardaban el dinero porque no sabía en qué sitio seguro depositarlo, y podían haberle robado si hubiesen querido. Pero no lo hicieron, de modo que además de ambiciosa también fue afortunada.

A los dieciocho tuvo un cliente fijo llamado Fred, un individuo de unos cuarenta años, regordete, de mejillas sonrosadas. Era empresario en el comercio fluvial y quiso instalarla en una casa de la calle Aster. Los Schimmelpfennig le dijeron que si Fred no se casaba con ella siempre podría volver con ellos. La señora Schimmelpfennig era una mujer romántica, siempre complacida y orgullosa cuando sus chicas conseguían un buen partido y se marchaban de la casa, porque ella les había enseñado buenas maneras y solían ser mejores esposas que la mayoría de las prostitutas. En su mayor parte, sin embargo, las chicas se aburrían con el tiempo o no tenían suerte en el amor; entonces volvían a la casa o se dedicaban a hacer la calle, lo que en una gran ciudad llevaba al asilo y finalmente al arroyo y la fosa común. No era un camino que Cora pretendiera seguir.

La señora Schimmelpfennig la aconsejó que tomara medicinas contra el estreñimiento y que no bebiera mientras esperaba que Fred volviera a casa. La señora Schimmelpfennig desaprobaba las novelas, pero las tenía en mejor concepto que el whisky.

Descubrió que no debía aparentar interés por los negocios de Fred. Cuando estaban juntos, que solía ser por la tarde, le preguntaba por su trabajo. A él le gustaba alardear, y ella aprendió trucos para comprar barato y vender caro. Fred consideraba sus negocios como una especie de gran partida de póquer, en la que iba de farol y trataba de ver las cartas del contrario además de interpretar con acierto toda clase de señales. Ella empezó a pasar algún tiempo en los muelles, donde para apartar a los hombres debía lanzar sus miradas más glaciales, aun cuando se vestía modestamente y no pretendía exhibirse. Si se encontraba con Fred hacían como si no se conocieran, lo que a él le resultaba excitante, y a ella le gustaba ver los cargamentos de balas de algodón, sacos de semillas, elaboradas cocinas de hierro procedentes de Massachusetts, y tapicerías para los hogares.

Fue una época agradable de su vida, porque Fred no era un amante exigente y podía disuadirlo fácilmente si ella no sentía inclinación. A veces sus negocios eran más importantes que su necesidad de ella, pero si había tenido pérdidas a consecuencia de la mayor astucia de un rival, parecía como si tuviera que demostrar algo y entonces casi la partía por la mitad o la poseía por la puerta trasera o se acurrucaba contra su pecho como un niño grande de mejillas rosadas y sin pelo en la cabeza.

Un día se presentó en su puerta el negro más enorme que había visto jamás diciendo que traía un recado de la señora Ketchel, que era la mujer de Fred. De un empujón la obligó a entrar en la cocina y le pegó en la cara. Era una mujer fuerte y peleó, pero el negro le dio una buena tunda. Con algunos dientes de menos, incapaz de abrir los ojos por la hinchazón, estaba limpiándose el rostro cuando llegó Fred. Al parecer su mujer había contratado a un detective para que lo siguiera, se enteró de lo de la casa, y contrató al negro para que le diera una paliza. Fred se asustó y lo lamentó tanto que ella volvió a la casa de los Schimmelpfennig con cinco mil dólares. Ahora llevó el dinero directamente al banco, porque ya sabía lo que eran las casas de Banca.

Lo más parecido que tuvo a un hombre guapo fue un jugador llamado High Red, un individuo flaco, de piel muy blanca y voz suave que le prodigaba buen trato. Una noche le llevó un precioso anillo de rubíes que había ganado en una partida de cartas. Nunca le habían regalado algo así, porque el dinero que solía darle Fred Ketchel tenía un significado muy diferente, y respondía a los besos de Fred como nunca lo había hecho antes con ningún hombre.

Pero High Red tuvo problemas con otro jugador, un tipo gordo llamado Carolina Floyd, que llevaba una navaja con la que siempre se estaba arreglando las uñas. High Red apareció un día, tembloroso, tan pálido que casi se le veía la sangre circulando bajo la piel. Se le escapaban lágrimas de los ojos, también, como si tuviera un mal catarro. Dijo que debía dinero a Carolina Floyd.

Le preguntó cuánto. Eran seis mil dólares. Ella le dijo que sería mejor que se marchara de la ciudad.

—No serviría de nada —repuso High Red. Se sacó el pañuelo del bolsillo, se enjugó los ojos y se sonó la nariz.

—Será mejor que te vayas a México —le aconsejó ella.

Él se limitó a sacudir la cabeza y repitió que eso no solucionaba nada.

—¿Me prestas el dinero, Corrie?

—No tengo esa cantidad.

—Corrie, todo el mundo sabe que ahorras todo lo que ganas.

—Quiero decir que no tengo dinero para prestar a jugadores —afirmó ella. Se sentía tan fría como un iceberg; notaba cómo le subía la frialdad hasta los ojos.

—Me clavará la navaja, Corrie —dijo High Red. Entonces empezó a suplicar.

Pero ella le explicó que si no le prestaba el dinero lo perdería a él, pero que si se lo prestaba lo perdería a él y el dinero también. Se quitó el anillo de rubíes y se lo devolvió. Calificándola de mujer sin corazón, se marchó, enjugándose los ojos y sonándose la nariz. Ella lloró por lo que había hecho, y después de eso ya no lo vio nunca más. Pero estaba segura de que lo volvería a hacer. Había visto a muchas chicas perder sus ahorros con jugadores.

Se marchó de Memphis y se dirigió a Leadville, donde le habían dicho que se ganaba dinero rápidamente. Puso parte de sus ahorros en el Merchants’ Bank de Memphis, dejando otra cantidad con los Schimmelpfennig. A veces sentía una inquietud por aquel dinero muy similar a la que le producían sus periodos, la misma desagradable sensación, los mismos nervios, y también ocurría casi cada mes. Le preocupaba tanto que tenía miedo a reclamarlo por si averiguaba que jamás volvería a verlo. De modo que se marchó a Leadville sin él.

En Leadville la regenta era una tal señora Florian, una mujer enfermiza e injusta con las chicas, que de pronto se ponía en contra de sus favoritas, de modo que las chicas iban y venían, y había peleas y resentimientos. Finalmente, el señor Middleton, dueño de la casa, preguntó a Cora si quería hacerse cargo del negocio, y ella aceptó.

Echó a la calle a la señora Florian junto con su sarnoso perrito faldero y puso la casa rápidamente en orden. Antes de que terminara el año se enteró de que el señor Middleton pasaba dificultades por culpa de unas acciones mineras, y se ofreció a comprarle la casa y los muebles, oferta que él aceptó.

Entonces escribió a la señora Schimmelpfennig para reclamarle su dinero, que recibió enseguida, junto con tres chicas alemanas, pues también le había pedido algunas chicas de confianza, si le sobraban. La señora Schimmelpfennig le escribió para felicitarla por haber prosperado, diciendo que había sabido que era diferente desde el momento en que llegó a Memphis, con aquellos ojos grandes, alta, delgada y fuerte, con un apetito que jamás había visto antes en ninguna chica. La señora S. era una mujer honrada; Cora no había conocido a muchas personas, hombres o mujeres, que fueran tan buenas como aquella vieja y regordeta madam alemana.

Llevaba dos años en Leadville cuando tuvo oportunidad de vender su casa por buen precio. Nunca le había gustado aquella ciudad, fría y ajetreada, donde reinaba la competencia y abundaban los ladrones de propiedades mineras. Viajó un poco antes de instalarse en Pyramid Flat, que entonces sólo era un pueblo por donde pasaba el ferrocarril. Alquiló una casa que se incendió al primer mes. De modo que decidió construirse la suya propia.

Poco a poco fue adquiriendo los enseres que siempre había deseado: muebles de teca, roble y caoba; un pequeño órgano de cinco octavas de lo más precioso, con incrustaciones de madreperla; jarrones chinos; tubos de lámparas de cristal de Venecia; litografías para las paredes. Tenía una excelente cocinera, una irlandesa voluminosa con una cara como un bloque de carne en conserva; un ama de llaves en quien podía confiar, una mujer menuda, con chepa, llamada Daisy que con toda seguridad se dejaría matar por ella. Daisy subía muchas veces con hombres a las habitaciones, de manera que ganaba buen dinero, y lo ahorraba, y probablemente tendría su propia casa algún día. Las chicas deformes solían estar bastante solicitadas, otro capricho de los hombres que aceptaba sin comprender. Ella nunca se había resentido de tener el rostro picado de viruelas como una panocha ni de medir casi un metro noventa de estatura. La chica más solicitada en Leadville tenía una pierna arrugada y consumida, aunque lo compensaba con un rostro angelical.

También contrató a un individuo bajito pero con agallas llamado Wax, que tenía fama de rápido con el revólver. Era educado y hablaba con voz queda, aunque una vez al mes el alcohol hacía presa en él y se ponía a echar sapos y culebras por la boca. Por entonces Pyramid Flat había sido un sitio duro, con vaqueros practicando la puntería contra las ventanas, cazadores de búfalos armando camorra, además de cuadrillas de trabajadores del ferrocarril, suecos e irlandeses que disfrutaban emborrachándose y peleándose entre sí. En aquella época Wax no daba abasto.

Estaba orgullosa de su casa. Le encantaba deambular por ella por la mañana temprano, mientras las chicas seguían durmiendo, la calma, la frescura y el olor a polvos de talco, a desinfectante Lysol, colillas de puros, alcohol derramado, orinales llenos y agua jabonosa con que fregaba Daisy, que ya estaba levantada y trabajando. Disfrutaba con el olor a almizcle que reinaba en el ambiente.

No había muchas más cosas que le gustaran por entonces. Ninguna de las chicas, estúpidas todas ellas y destinadas al arroyo, salvo Daisy. Ni hombres, aunque a veces se acordaba de High Red, sobre todo de la piel de su trasero, suave y blanca como guantes de cabritilla, y entonces se estremecía de extraña forma.

Durante un tiempo Jake Boutelle frecuentaba mucho su salón, lanzándole miradas de soslayo, guiñándole el ojo como si compartieran algún espléndido secreto, y haciendo misteriosos comentarios. Por fin le dijo que no quería tener socios en el negocio, por si era eso lo que pretendía. El doctor Micklejohn andaba por allí con la misma actitud, pero se dio cuenta de que lo que le fascinaba era estar rodeado de mujeres. Le encantaba recetar a las chicas Extracto de Hojas de Otoño para Mujeres o Jarabe Amargo Cedrón en cuanto mostraban el menor indicio de palidez, y las escuchaba durante horas mientras ellas devanaban sus mentiras sobre cómo las habían engañado, o habían perdido el único hombre al que de verdad habían querido.

Bill Driggs fue el primer hombre de Pyramid Flat por quien sintió interés. Poseía la talla y la energía suficiente para hacerle saber que era un hombre al que había que respetar, y, aunque de modales toscos, era respetuoso con ella, y amable como sólo un hombre corpulento podría serlo. Era extrañamente orgulloso, sin embargo, y siempre insistía en pagarle, diciendo que de otro modo se sentiría como un chulo, y cuando no tenía dinero, cosa que ocurría a menudo, no aparecía por su casa.

Pero un día Daisy la llamó para que fuera a la ventana, por donde las demás chicas estaban mirando y riendo tontamente, y allí, pasando por la calle, estaba el hombre más corpulento que había visto jamás, más grande que Bill, aún más voluminoso que el negro que le había propinado la paliza en Memphis. Montaba un caballo negro, y llevaba un traje beis, una corbata con un alfiler de diamantes casi del tamaño de un bizcocho, y un sombrero flexible también negro con el ala delantera hacia abajo y la otra hacia arriba. El caballo caracoleaba y él las saludó con la mano mientras lo contemplaban desde las ventanas, así como a los vaqueros y ociosos de la calle que lo miraban boquiabiertos como papando moscas. Tras él cabalgaba un individuo bien afeitado, de aspecto marcial, muy derecho en la silla, con chaqueta corta y un extraño objeto bajo el brazo del que sobresalían unos palillos. El hombre corpulento se volvió bruscamente y señaló con el dedo al otro, que se llevó uno de los palillos a los labios y empezó a tocar una melodía aguda y chillona. Los dos siguieron cabalgando por la calle levantando polvo tras ellos, el hombre grande saludando con la mano a un lado y a otro incluso cuando ya no había nadie para hacerlo, y el de aire militar detrás tocando aquella música que parecía sentirse por dentro de los ojos. Las chicas hablaban a voces —quién sería, qué podría ser aquello, nunca habían visto nada igual—, y por la tarde se enteraron de que era un escocés llamado Machray. Y tal vez desde aquel primer vistazo todas ellas supieron que Pyramid Flat, y las Bad Lands, nunca iban a ser las mismas.

Aquella noche acudió solo a la casa. Ella no sabía cómo catalogarlo, aunque todas las chicas se quedaron prendadas de él, con su encantadora forma de hablar, como si fuera algo sin igual. Bebió más whisky de la cuenta, y recitó a voz en cuello versos obscenos con un extraño acento escocés, como si tuviera pegamento en la boca. Estaba pensando en llamar a Wax para ponerlo de patitas en la calle por su indecente lenguaje cuando él se puso en pie, apartó a las chicas apiñadas a su alrededor, y se dirigió hacia donde estaba ella, al pie de las escaleras.

—Deseo una mujer grande, señora —le dijo, mirándola como si hubiera estado sobrio todo el tiempo y su borrachera fuese sólo fingida.

Ella contestó que no tenía costumbre de subir a las habitaciones con los clientes. Él inclinó cortésmente la cabeza.

—Como usted ve, señora, soy un hombre corpulento, y no me satisface sino una compañera de cuerpo grande y espíritu generoso.

Ella dijo que Annie era una chica de buena estatura, si eso era lo que prefería.

Él siguió mirándola de aquella forma suya, como si al hablar con una persona no pensara en nada más que en ella.

—Señora —observó él—, eso es tener peso, no dimensión.

De modo que se lo llevó a su habitación. Tenía una tremenda cicatriz en el hombro que no podía mirar sin que le temblaran las piernas. Se la había hecho en Tel El Kebir, le explicó él; en Egipto, luchando con Wolseley contra el pachá Arabi. Menos Egipto, era la primera vez que oía esos nombres.

Le hizo el amor como si lo que importara fuera el placer de ella, y el suyo careciese de interés. Era algo que nunca había conocido. Más tarde le dijo que se le hacía un delicioso nudo en las pelotas cuando la oía gemir y chillar. No era cuestión de longitud, porque ella había conocido hombres semejantes a garañones que lo único que sabían hacer era embestir y alardear. Pero debido a la forma en que le hizo el amor sintió que se abría como nunca lo había hecho, y en lo más profundo de su ser le tocó algunos resortes que ni ella sabía que estuvieran allí. Aquella primera noche comprendió que Lord Machray sería su dueño con sólo tomar posesión de ella, y, cuando se marchó, empezó a suspirar por él de peor manera que la más estúpida puta novata que creyera en sus propias mentiras sobre amores perdidos. Y Machray la había reclamado como suya, y la poseía ya desde dos años atrás.

A veces le hablaba de su esposa, allá en Escocia, una criaturita menuda, con cabello entre dorado y rojizo, bella como una mañana de las Tierras Altas. En otras ocasiones, sin embargo, parecía odiar a Lady Machray. Una vez le contó que era tan señora que le gustaba pretender que no tenía nada por debajo de la cintura. Le dijo que dormía sentada en la cama porque le habían dicho que era mejor para los órganos. Ella no admitía que tuviera esas cosas, sin embargo; y él mismo no dudaba de que si la abrieran en canal, en su entrañas sólo hallarían algo semejante al interior de un capullo de rosa, salpicado de rocío. Aquel invierno le anunció que debía volver a Escocia a cumplir con su deber. Su viejo padre, el marqués, estaba enfermo, y ya era hora de engendrar un pequeño lord, aunque no sabía cómo iba a realizarse la concepción, ya que en el proceso intervendrían partes que Lady Milly no admitía poseer.

Había una canción que le cantó una vez cuando le frotaba la espalda con el cepillo en la bañera. Tenía mala voz, estridente y desinflada, nada musical:

Mi santa mujer es tan modesta,

A la hora del yantar,

Una pata de alondra, o el ala de un jilguero,

Es más de lo que puede comer:

Pero a las once en nuestra cama

Entre la pared y yo

Es de lo más glotona,

¡Y hasta rabos ha de tragar![15]

Cuando terminó se dio la vuelta hasta ponerse sobre ella, con mucha solemnidad, y le dijo que no debía pensar que la primera parte de la canción se dirigía a ella, ni que la última se refería a su santa Lady Milly.

Aunque Machray poseía muchos conocimientos y había visto tanto mundo, ella llegó a comprender que en diversos ámbitos sabía más que él. Le escuchaba hablar de sus empresas como antes había escuchado a Fred Ketchel, y se daba cuenta de que Machray no valía para hombre de negocios. Tenía un libro, al que daba mucho crédito, titulado El filón del ganado o cómo hacerse rico en las llanuras. El libro estaba plagado de embustes. Quien lo escribió, afirmaba en un sitio u otro que podían realizarse ganancias del once, veintiuno, treinta y tres, y hasta del cuarenta por ciento al año en la cría de ganado en las Grandes Llanuras. Machray se las había arreglado para comprar tierras del Gobierno, así como terreno del ferrocarril, de modo que tenía pastos privados y cercados con alambre, mientras los demás ganaderos de las Bad Lands pregonaban a bombo y platillo sus alabanzas del libre pasto. Machray estaba en lo cierto y ellos no, aunque lo calificaban de saqueador extranjero y le amargaban la vida de cualquier manera imaginable. Si los pastos eran de propiedad pública, cada vez los ocuparía más gente, con sus vacas. Sin embargo, él se había gastado una tonelada de dinero y seguía despilfarrando más y más en lo que a ella le parecía pura insensatez, aunque una vez lo vio coger un berrinche tremendo como un niño mimado cuando uno de sus empleados de aquel edificio de ladrillo le presentó un montón de facturas que había que pagar.

De manera que si bien el rancho Ring-cross de Machray era tan grande, según afirmó él, como un ducado en Escocia, no producía beneficio alguno, nada del once, veintiuno, treinta y tres ni cuarenta por ciento al año. Sin embargo se había lanzado ahora de cabeza a construir una fábrica de productos cárnicos con la que iba a mandar a pique a Phil Armour. Y luego, como estaba teniendo dificultades para poner las cosas en marcha con el ferrocarril, hablaba continuamente de montar una compañía que poseyera sus propios vagones frigoríficos, además de construir fábricas de hielo para asegurar su funcionamiento; en temporada baja utilizaría los vagones para transportar salmón de la costa oeste a los mercados del Este.

Era capaz de dejar pasmada a la gente, hablando con una grandilocuencia que en cierto modo convertía a sus oyentes en parte de sus sueños. Pero al mismo tiempo parecía que él también se quedara fascinado. Se embriagaba dando vueltas a las maravillas que iba a realizar en las Bad Lands, como si no se refiriese únicamente a las hectáreas que poseía, sino al territorio entero, y al Oeste en general.

No podía evitar la idea de que ella dirigiría el Ring-cross mejor que Machray. Sabía redactar contratos, depositar el dinero en el banco al mejor interés, comprar barato y vender caro, y observar los ojos o los dedos de los rivales mientras manejaban las cartas, cosas que, según la opinión general, las mujeres eran incapaces de hacer. Ella sabía hacerlas, y por eso era una madam. Machray no las hacía bien. Consideraba que dedicarse a ganar dinero era una empresa indigna de él. En cierto sentido ella estaba de acuerdo. Debía tener la libertad de perseguir sus sueños sin que unos empleados de mangas recogidas con ligas y viseras verdes le presentaran montones de recibos pendientes de pago. A veces pensaba que le parecía más noble perder dinero que ganarlo.

El capital que había traído a las Bad Lands no era suyo. Ni tampoco de su padre, porque le había dicho que el viejo marqués no tenía un céntimo. Se lo había prestado el padre de Lady Milly y algunos de sus socios, a quienes Machray llamaba «los judíos», aunque según llegó a entender no eran judíos en realidad, sino escoceses de una parte de Escocia distinta de donde procedía Machray.

Si Machray se había casado con Lady Millicent con objeto de conseguir el dinero y venirse a las Bad Lands para realizar su gran proyecto, ¿cómo iba a ser mejor que una puta que subía a las habitaciones para fornicar con un cliente por dos dólares? Y, planteado de otro modo, ¿no era Machray un jugador profesional como High Red, sólo que con apuestas más altas? ¿Y no saldría perdiendo al final frente a aquella pandilla de Carolina Floyds, que él llamaba «los judíos»?

El verano en que Lady Milly estaba embarazada, Machray acababa de empezar a construir la casa del acantilado y seguía viviendo en su vagón de ferrocarril, en la vía muerta. Un día decidió que sería estupendo que ella, Cora, lo acompañase a Chicago.

Viajaron en el Aurora, con Dickson sirviéndoles la comida, y champán puesto en hielo. Se desnudó y vistió tantas veces en aquellos dos días que se quejó de que se le iban a dar de sí los ojales, pero Machray le contestó que no eran esos orificios los que le interesaban. Además, en Chicago le compraría vestidos preciosos. Debía tirar a la basura sus trapos de Pyramid Flat y ataviarse como una gran dama de Chicago.

Eso fue precisamente lo que hizo, comprando con ella en las tiendas más elegantes que ella hubiera visto jamás, y, en la modista, plantado en una butaca con las piernas separadas, con polainas, un chaleco a cuadros y un clavel en la solapa, habló en francés con la bigotuda francesa que supervisaba las pruebas. Le escogió el vestido y luego se interesó por la ropa interior, tocando la seda y los encajes, y por los guantes. A ella le encantaba probarse guantes, el codo apoyado sobre el cojín de piel de cabritilla mientras la empleada le embutía la prenda en la mano, dedo a dedo, y luego por la palma, y el brazo, para abrochárselo después con los corchetes, mientras Machray sonreía asintiendo con la cabeza. También le compró una espléndida colonia, para que se la echara entre los pechos y en la nuca, donde a él le gustaba acariciarla con la boca y la nariz, y dieron un paseo hasta el sombrerero, en donde se pasó tres horas sentada ante el triple espejo probándose distintos modelos de tocados, con cintas, plumas y pájaros, alfileres de treinta centímetros, velos, y, cuando Machray se decidió finalmente por uno gris perla, tan ampuloso como un pastel de boda, añadió un holgado guardapolvo para ir en carruajes abiertos. Él estuvo todo el tiempo sentado detrás de ella, fumando un puro con aire satisfecho. Dio instrucciones a una empleada para que la maquillase: colorete líquido para las mejillas distribuido con una diminuta esponja, y pomada para los labios. En el espejo se veían claramente las ásperas mejillas y el vello que oscurecía su labio superior. Aunque sabía que sus ojos eran su mayor atractivo, nunca había sentido deseos de examinarse el rostro en el espejo durante horas y horas, como hacían algunas chicas y como ella misma se había visto obligada a hacer hoy. Pero a su espalda estaba Machray en el espejo, con los ojos fijos en ella y no la joven franchute de precioso pecho que le había pintado la cara y le había puesto el diminuto lunar de polvos en forma de mariposa en la mejilla. Al fin comprendió que Machray admiraba su aspecto, y que estaba empleando tiempo y dinero en vestirla para que otros la admirasen también.

En el hotel les sirvieron una espléndida comida en un salón de alta bóveda con querubines pintados que volaban de un lado para otro con clarines en la mano, y la araña de luces más grande que jamás hubiera visto lanzando destellos eléctricos. Después se retiraron a descansar a su habitación, aunque el descanso no duró mucho, porque Machray se puso su ropa de gala y alquiló un coche de un caballo para dar un paseo y ver los sitios de interés: la calle State, los parques, el inmenso lago gris que se perdía de vista en el horizonte, y un barrio de casas elegantes donde las niñeras paseaban con niños vestidos de una forma que nunca había visto en parte alguna.

Machray había llevado una botella de champán y no dejaba de llenar las copas. De vez en cuando la besaba, diciendo cuánto le gustaba la pomada de sus labios, y luego le introdujo la mano bajo la falda, riendo cuando ella contuvo el aliento. Se empeñó en que parasen, diciendo al cochero que echara la capota; pero ella contestó que no era una fornicadora cualquiera —según sus propias palabras— para estropear la preciosa ropa que él le había comprado; de modo que desistió.

Le preguntó si estaba preparada para encontrarse con el mundo elegante, y ella dijo que al menos iba vestida para ello, y él rió ante su contestación. Estaba de un humor extraño, sin embargo; llevaba todo el día bebiendo, y tenía los ojos hinchados y brillantes, surcados de venas enrojecidas. Encendió un puro y permaneció un rato en silencio mirando el lago y las mansiones palaciegas, y por último afirmó que Pyramid sería así algún día, y no muy lejano, además.

Dirigió al cochero hacia un caserón de rugosa piedra entre negra y rojiza, con una verja y un patio adornado con banderas por donde entraban otros carruajes de los que bajaba gente con ropa elegante. Machray la ayudó a bajar y dio una propina al cochero, que le dijo: «¡Gracias, caballerooo!». La cogió del brazo al subir los curvos escalones de piedra. Dentro había una muchedumbre de hombres semejantes a relucientes escarabajos con sus negros fracs y blancos plastrones, y mujeres que iban afanosamente de acá para allá como inflados pichones. Muchas paseaban de un lado para otro en un alto espacio central con paredes tapizadas de cuadros, algunos hombres con anteojos plantados en la nariz inclinándose para observar las pinturas, mientras las mujeres leían en alta voz unos folletos de color sepia.

Machray, vociferante y bullicioso, que iba saludando a algunas personas que veía por el salón, estrechó la mano a un anciano caballero de barba blanca, cabeza calva y sonrosada, y vagos ojos azules tras unos lentes. Lo acompañaban una mujer de hombros desnudos y empolvados casi tan ancha como alta, y otra pareja no de menos edad. Ambas damas los saludaron con una reverencia, y la más joven dijo: «¿Cómo está usted, Lady Machray?». Cuando él la presentó como señora Benbow, las dos mujeres se quedaron heladas como los ríos en enero, pero el anciano menudo, que era un tal señor Parsons, le cogió la mano y se la besó, y el otro caballero hizo lo mismo a continuación.

Machray no la soltaba del brazo, que ella apretaba contra el costado para mantenerla allí inmovilizada mientras pasaban entre la multitud de hombres y mujeres, ambos sonriendo, saludando con la cabeza y Machray haciendo breves reverencias y diciendo: «¿Cómo está usted, señora Penfield?», «¡Buenas noches, señorita Wertembacher!», murmurándole que todas comentaban quién sería, consumidas de tal manera por los celos que pronto se convertirían en humo, ante lo cual rió ella nerviosamente. La miraban con descaro, y sin ninguna simpatía. Y Machray dijo que si perseveraban en el intento acabarían encontrando algo de beber en aquel caserón.

Entraron en una estancia con chimenea en donde un mayordomo con chaleco a rayas servía champán en pequeñas copas de cristal alineadas frente a él. Le dio la impresión de que en Chicago se bebía mucho champán, y ya estaba un tanto achispada con el que había bebido en el coche. No estaba acostumbrada a las bebidas fuertes.

Mientras permanecían allí de pie con la copa en la mano se les acercó un hombre acompañado de su mujer. Tenía un pelo incoloro peinado con raya a un lado en un cráneo casi calvo, anteojos sobre la nariz, y una camisa blanca tan tiesa como una teja de madera, mientras que ella era alta, de expresión distante y boca de ciruela pasa, aunque por lo demás presentaba una espléndida figura.

Eran el señor y la señora Guffin. El individuo llamaba «George» a Machray, y él lo llamaba «Harry». La mujer, mirándola como si con una ojeada hubiera traspasado su ropa elegante viéndola tal cual era en realidad, ensanchó la ciruela pasa y desvió la vista.

—¿Y cómo marcha el imperio de las Bad Lands, George? —dijo Guffin, casi en tono de broma pero no del todo.

Machray contestó que muy bien, mucho mejor que en sus expectativas más optimistas, y Harry debía hacer el pequeño viaje en ferrocarril para ver las maravillas que había conseguido; en compañía de la señora Guffin, por supuesto. Ante lo cual la señora Guffin sonrió un poco, como el tiempo en febrero.

Guffin dijo que según le habían dicho se avecinaba en el horizonte un cambio desfavorable en las tarifas de carga ferroviarias. Alzó la mano como un indio atisbando en la distancia.

—Debe ser que esos tipos me tienen miedo, y con razón —aventuró Machray, con una sonrisa burlona. Alzó su copa en homenaje a la señora Guffin.

—Ah, no creo que estén asustados —repuso Guffin. Tenía el hábito de balancearse sobre la punta de los pies mientras hablaba.

—Con que no, ¿eh? —dudó Machray.

—Sólo son prudentes. Desde luego han discutido tus planes, y debo decirte que los han considerado ilusorios.

—Ilusorios, ¿eh? —repitió Machray en voz queda.

—Descabellados —prosiguió Guffin, balanceándose sobre la punta de los pies.

—Bueno, pues yo te aseguro que tus amigos quedarán en ridículo antes de lo que se imaginan.

Las cosas parecían un poco tirantes entre Machray y Guffin, así que ella preguntó a la señora Guffin si vivía cerca de allí.

La señora Guffin hizo como si tuviera gran dificultad para oír bien, torciendo un poco la cabeza para entender la pregunta. Sí, vivía cerca.

Ella comentó que aquella casa era preciosa, y tanto el señor como la señora Guffin la miraron ahora torciendo un poco la cabeza. Machray tenía las manos en los bolsillos. Imitando a Guffin, había empezado a balancearse sobre la punta de los pies, diciendo: «¡Ejem, ejem!» cada vez que se producía un silencio, como ahora.

—¿Y en qué afectarán a tus planes las tarifas de carga sobre la carne preparada si es que cambian efectivamente, George? —preguntó Guffin.

—Pues, en nada —contestó Machray—. A menos que el cambio se limite únicamente al oeste de Chicago.

Guffin dijo que eso no le parecía inverosímil, dada la impresión que había en ciertos sectores. Ella veía las sanguinolentas venillas en los globos oculares de Machray mientras miraba fijamente a Guffin, aunque al hablar parecía bastante tranquilo.

—En realidad —informó él—, he venido a Chicago a hablar de la nueva empresa que pienso establecer, que en mi opinión ya es una necesidad. Crear una compañía de vagones frigoríficos que funcione entre Pyramid Flat y los mercados del Este, transportando también algo de pescado y verduras de la costa oeste.

—Sí, tengo entendido que tienes una cita con los hermanos Kalb, George.

Machray no dijo nada. Aún sin mirarla de frente, la señora Guffin le preguntó de dónde era.

Ella contestó que había vivido, por temporadas, en Memphis y Leadville, un campamento minero, pero que ahora había fijado su residencia en Pyramid Flat. La señora Guffin empezó a ruborizarse como si le pasaran una mano manchada de carmín por el cuello y las mejillas. Pareció molesta al darse cuenta de que se ponía colorada.

Machray no la soltó del brazo mientras Guffin exponía sus temores de que el escocés averiguase que los hermanos Kalb no estaban muy interesados en tal empresa. En realidad, ayer mismo había mantenido cierta conversación sobre el asunto con Ed Kalb.

—Ah, con que te lo temías, ¿eh? —repuso alegremente Machray—. ¡Y pensar que te consideraba amigo mío!

Guffin le aseguró que sólo abrigaba los sentimientos más cordiales hacia él, razón por la cual pensaba aconsejarle que buscara capitalización más al Este.

—Me temo que en Chicago no encontrarás capital disponible. Los capitalistas se han vuelto muy precavidos por aquí, ya me entiendes. Son muy cautos a la hora de realizar inversiones, y muy cuidadosos protegiendo las que ya han emprendido… —Hizo una pausa para recobrar el aliento antes de concluir—: Contra la insidiosa intrusión de gitanos y piratas.

Machray se quedó mirándolo como un buey aturdido. Ella dijo a la señora Guffin:

—Vaya a visitarme cuando pase por Pyramid Flat, querida. Supongo que sabrá dónde encontrarme.

—Sí —repuso secamente la señora Guffin—. Creo que sí.

Vio que Guffin también se había puesto colorado, al oír aquel intercambio de palabras con su mujer, o por otra cosa.

—Te aconsejaría además —dijo Guffin, alzando el tono— que redujeras las pérdidas y te fueras por dónde has venido, George. Deja que te diga una cosa. Por aquí hay grupos de presión que sencillamente no van a permitir que una empresa como la que describes se provea de capital. Ni que funcione, en caso de que lo consigas. ¡Ni que transporte carne preparada desde ese matadero tuyo, porque tampoco va a entrar nunca en funcionamiento! —Entonces, enseñando los dientes entre los rígidos labios, añadió con voz queda—: ¿Y puedo preguntarte qué pretendes presentándote aquí con una mujer así?

Machray soltó la mano del brazo de ella, y dijo, también en voz baja:

—Seguro que no pretendes insultar a la mujer con que he venido, ¿verdad, Harry? Porque si tuvieras intención de hacerlo, no me quedaría otro camino que enviarte a mis padrinos, ya sabes. Conducta intolerable y todo eso.

Guffin se quedó paralizado con los dientes al aire. Hubo un extraño silencio. Entonces la señora Guffin soltó un pequeño chillido y se echó hacia atrás con una sacudida.

Ella vio en dónde tenía clavada la mirada la señora Guffin. Machray se había abierto la bragueta y estaba meando a Guffin. El humeante chorro amarillo, describiendo un arco sobre los pantalones de Guffin y dejándolos lacios y brillantes, se iba extendiendo por el suelo en torno a sus pies.

¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! —musitaba la señora Guffin.

—Y eso no te gustaría, ¿verdad, Harry? —dijo Machray.

Guffin se quedó inmóvil, sin hacer nada, sólo perdiendo color en la cara, sin siquiera bajar la vista. Machray terminó y se abrochó. Nadie parecía prestar atención salvo el mayordomo de chaleco a rayas, que miraba fijamente.

—¡Mira lo que acabas de hacer! —exclamó Machray, en el tono más natural del mundo—. Qué asco. Vámonos, cariño.

Volvió a cogerla del brazo y, obligándola a dar media vuelta, se alejaron de allí. No miró atrás una sola vez. Deambularon por la casa, no en la dirección por la que habían venido, sino adentrándose en las distintas habitaciones, en una de las cuales había dos armaduras. Machray se detuvo para describírselas, diciéndole el nombre de todas las partes, aunque ella estaba demasiado nerviosa para enterarse. Le preguntó quién era Guffin.

—El individuo que trabaja de abogado para los judíos de la industria cárnica de aquí.

Le preguntó si era un personaje importante.

—Ningún hombre es tan importante como cree ser, tal como decía mi anciana madre.

Entonces, dándole un apretón en el brazo, le dijo que estaba orgulloso de ella, y por fin se encontraron fuera y bajaron los escalones de piedra hacia el jardín donde los esperaba el coche de punto.

Pero Machray estuvo hosco y silencioso aquella noche, y no mostró interés en ella. Al día siguiente engancharon el Aurora al convoy del Oeste. En el viaje de vuelta Machray intentó enseñarle a jugar al ajedrez y se disgustó al ver que ella estaba tan abatida que no podía entender las pequeñas y extrañas piezas de madera capaces de hacer tantas cosas diferentes.