12

Una semana después de despedir a Machray en el Carolla, con rumbo a Southampton, en un luminoso y fresco día de finales de diciembre, paseaba del brazo con su hermana por la colina que ascendía sobre Prester Head, por el camino de grava que serpenteaba entre los oscuros troncos de las acacias. A veces surgía fragmentariamente a la vista la «casa de la colina» entre los árboles: la alta chimenea, ventanas condenadas con tablas grisáceas, amplios porches. Abajo, entre las copas de los árboles, se veían las chimeneas de la casa vieja, donde habían nacido su hermana y él, y su padre y su tío antes que ellos. Más allá, las aguas del Sound brillaban bajo el radiante sol.

Ya habían convenido varias veces en que era un día precioso, el de su vuelta a Prester Head. Ahora subían en silencio por el sinuoso camino. Pronto avistarían el estanque.

Escuchó el latir de su corazón al doblar una curva y allí lo encontraron, a sus pies, redondo como un ojo y destellando con las doradas monedas del sol, el desvencijado embarcadero con los pilotes llenos de musgo igual que siempre, los botes amarrados para el invierno. En la orilla de hierba parduzca, donde habían yacido los empapados cuerpos, se sentaba la rolliza señorita Connell en una silla plegable de lona a rayas. Los tres niños, todos de blanco, jugaban a su alrededor, los dos primos haciendo rabiar al rojizo spaniel; Lee estaba en cuclillas, atento a algo que tenía entre los pies.

El corazón le dio un dulce vuelco cuando la pequeña figura, de cabellos tan rubios que parecían blancos, se puso en pie y correteó con sus rechonchas piernas para enseñar algo que llevaba en el hueco de la mano a la niñera, acercando su menudo y reluciente rostro al de ella. Echándose a un lado, sacudiendo las orejas, el spaniel ladró tenuemente al aire claro. Lee alzó la cabeza hacia donde estaban su padre y su tía y los saludó con la mano. Él agitó el brazo a su vez.

—Nunca podré agradecértelo lo suficiente —declaró a su hermana.

—Es un niño feliz —repuso ella.

—Dentro de dos o tres años, cuando sea lo bastante mayor para tener un poni, me lo llevaré conmigo a las Bad Lands. Me fascinará verlo crecer allí.

Cuando echaron de nuevo a andar, Cissie le dijo:

—Así que estás realmente decidido a vivir allí.

—¡Ya te lo he dicho!

—¡Le ha sentado tan mal a James! —dijo ella, riendo—. ¡Creo que se lo toma como el reverso de la monótona vida que llevamos aquí, Andy! Lo saca a relucir en las ocasiones más extrañas, de manera que sé lo mucho que piensa en eso. Siempre con desaprobación, desde luego.

—Cuando lo invité a venir a cazar el próximo otoño fue muy vehemente. «¡Antes haría un viaje a la Cochinchina!»

—Bueno, Andy, tú hablas de eso con cierto tono de superioridad moral, ya sabes. ¡«El aire sucio de la ciudad»; el cielo de hierro y hojalata y todo eso!

—Intentaré disimular mi superioridad moral —prometió él, dándole una palmadita en la mano.

Una vez, a Elizabeth y a él les había encantado pasear por aquel camino al atardecer. Ahora se consideró frívolo por sentir tan poca emoción, al recordarlo.

—Sin embargo —prosiguió—, creo que he encontrado mi verdadero sitio. Allí hay la sensación de que todos los hombres tienen la misma oportunidad, que nadie es mejor que otro. Quizá siempre debamos ir a la frontera a encontrar la fraternidad a que aspiraban los Fundadores de la nación.

—¿Puede existir tal Edén? —preguntó Cissie con voz queda.

—Por supuesto que no. Hay competencia y he tenido mucho miedo. Pero quizá también lo tuvieron nuestros primeros ancestros. —Entonces rió—. Ah, ya veo por dónde vas. Piensas que atribuyo demasiadas cualidades. Sitios. Gente. Las Bad Lands, un Edén. Elizabeth, una santa.

Siguieron con su lenta caminata.

—Verdaderamente me lees el pensamiento, querido Andy.

—Que si no la hubiera dotado de santidad, no habría sufrido tanto con su muerte. ¡No habría desdeñado la nueva casa, el banco, la política, mi vida en el Este, mi propia vida! ¡Casi hasta mi país! ¡Menuda atribución de cualidades! —Logró reír de nuevo—. ¡Pobre Elizabeth!

La casa apareció íntegramente ante su vista. Por un momento, la mano de ella lo instó a seguir adelante, luego desistió.

—Creo que no voy a ir más lejos, gracias —dijo él. El brillante resplandor del sol desdibujaba la chimenea.

—Es tan triste verla así —dijo Cissie—. Debes acabarla, Andy.

Le había quitado la mano del brazo y ahora se puso frente a él, sonriendo. Tenía unos rasgos fuertes y angulosos, y Andrew sabía que se parecían a los suyos, aunque ella era una mujer bonita. Lamentó que resultara tan evidente su desagrado hacia James Brewster, cuya vida, aunque era abogado y no banquero, no se diferenciaba mucho de la que él mismo había llevado hasta poco tiempo atrás.

—¿Qué habrías hecho si hubieras descubierto que la pobre Elizabeth no era una santa? —inquirió Cissie—. Porque desde luego no lo era. Nadie lo es, Andy.

Mirando a espaldas de ella al brillante contorno de la casa plantada en lo alto de la colina, él contestó:

—Puede que me diera cuenta de eso. Cuando murió en un accidente tan estúpido.

—Me pregunto si alguna vez se habría convertido en una mujer adulta —dijo Cissie en voz baja.

—¿Para qué iba a madurar, cuando era una criatura tan adorable? ¿Cuándo tanto le gustaba que la trataran como a una niña encantadora?

Sintió que se ahogaba con el nudo que se le había formado en la garganta. Ella volvió a cogerlo del brazo y empezaron a bajar la colina. Cuando él se fió nuevamente de su voz, dijo:

—Supongo que también atribuyo demasiadas cualidades al Partido Republicano. ¡La única esperanza para el progreso y la reforma! ¡Pero antes tenemos que combatir a Tammany,[13] y debemos batallar con los borbones de nuestro propio partido! ¡El dragón del inmovilismo está en todas partes! ¡Supongo que aparecerá hasta en mi Edén!

El estanque surgió de nuevo ante su vista. La señorita Connell y los niños habían vuelto a la casa.

—Herman diGarmo está desesperado porque ya no quieres dedicarte a la política —anunció Cissie.

—Me parece que ni él, ni tú, querida hermana, creéis que voy a vivir habitualmente en las Bad Lands.

—Bueno, supongo que a papá le habría parecido bien. Pero Andy, debes ir a ver al pobre señor Darcy.

—Sé que no debo postergarlo más.

—Me parece que se lo tomó peor que tú. A lo mejor resulta que era una santa. Quizá sea eso lo que siempre me sentaba mal de ella.

—¡No creo que te sentara nada mal de ella, ni de nadie! ¡Tú sí que eres una santa!

—¡Ah, no, no lo soy! ¡Y James será el primero que te lo diga!

Siguieron bajando hacia la casa vieja, invisible tras los castaños, donde los esperaba el almuerzo, riendo y contentos de estar juntos de nuevo.

* * *

En el invernadero de la alta y vieja casa de Washington Square, Kermit Darcy estaba en su silla de ruedas con una manta verde a cuadros tapándole las rodillas en medio del sofocante calor. A su alrededor había plantas exuberantes de tupidas hojas, flores resplandecientes, especies enanas de árboles frutales y, diseminándose a su espalda, pasillos en cuyas estanterías se acumulaban otras combinaciones vegetales. Con mala cara, encorvado, vio cómo Andrew se acercaba por la alfombra de cuerda del corredor, y ocultó las escuálidas manos bajo la bata como dando a entender que un apretón de manos era completamente imposible. Con su amarga y vieja mandíbula recordaba a una morena.

—¿Cómo está usted, señor Darcy?

—Tan bien como parezco —soltó el abuelo de Elizabeth, con una voz semejante al graznido de un pato—. Puedes quitarte la chaqueta. Me han dicho que hace demasiado calor para cualquier bicho viviente.

—Gracias, señor.

Se quitó la chaqueta y la colgó en la percha. Kermit Darcy hizo un gesto con la mano para indicarle la butaca de mimbre blanca, y él se acomodó en ella, enjugándose la frente con un pañuelo.

—Me he enterado de que has ido al Territorio de Dakota para ahogar tus penas cazando animales salvajes.

—Sí, señor, algo así. Yo…

—Prefiero ahogar las mías haciendo que vivan algunas cosas.

—Me he hecho ganadero en las Bad Lands. Yo…

—¿A qué has venido?

—No sé en qué le he ofendido, señor —repuso él, limpiándose de nuevo la sudorosa frente—, pero me gustaría mucho desagraviarlo.

—Prometiste cuidar de mi nieta y la metiste en un bote que hacía agua.

Jadeó como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago.

—¡Eso es injusto!

Darcy se encogió de hombros. En el cuello abierto de la bata, la nuez le brincaba en el esquelético pescuezo. Se frotó un ojo con una mano nudosa.

—Esa niña encantadora. Sus padres muertos, igual que lo está ella ahora. Como yo estaré muy pronto.

—¡Yo también la quería, señor Darcy!

—No he dicho que no. He dicho que no tuviste cuidado. Cuando quieres a una persona, debes ocuparte de ella. Protegerla. Y no zascandilear por ahí con un montón de políticos dejándola sola en aquel enorme caserón.

Con cautela, se retrepó en la butaca de mimbre.

—Creo que lo que desaprueba es mi actividad política, señor Darcy.

—No presto atención a la política —declaró el anciano—. Hombres de poca monta peleándose. Gente tratando de conseguir algo sin dar nada a cambio. Si me dicen que tengo un alborotador en la familia, diré que tú no eres de mi familia. Yo no tengo familia. Ni amigos tampoco. Nadie es amigo de un moribundo, por miedo al contagio. —Y proyectando la mandíbula hacia delante, concluyó—: ¡Bueno, pues ya están contagiados, ya lo han cogido, y no por mí!

Timor mortis conturbat me. La compasión disolvió la ira provocada por la injusta acusación de Darcy.

—Usted tiene una familia, señor, lo quiera o no.

Los enturbiados y viejos ojos, de amarillenta esclerótica, le lanzaron una mirada feroz.

—Es un niño precioso, ya tiene cuatro años. Creo que es inevitable ver a Elizabeth en él. Me gustaría traerlo aquí.

Darcy dio media vuelta a su silla y la impulsó hacia uno de los pasillos del invernadero, luego se detuvo y se volvió de nuevo.

—¿Por qué ibas a traerlo?

—Me gustaría que conociera a un pariente cuyo abuelo firmó la Declaración de Independencia.

—Antes de que sea demasiado tarde, ¿eh? —graznó Darcy.

—Sí, señor. Porque considero importante que sea consciente de la línea de continuidad que nos une a los Fundadores. En una época en que olvidamos lo que somos.

—Me han dicho que tus ideas políticas son irresponsables —objetó el anciano—. Yo ya no me ocupo de política, salvo de la relativa al cielo y el infierno.

—Me gustaría traerlo la semana próxima, señor, para que el niño lo conozca —insistió él.

—Pues tráelo, si eso es lo que quieres, tráetelo —cedió el viejo Darcy—. Procuraré no asustar a la criatura.

* * *

Estaba sentado frente a Herman diGarmo en una cervecería alemana de la Sexta Avenida, en donde lo habían citado.

—Me han dicho que vas a hacerte miembro del Club de Libre Comercio —dijo Herman, frunciendo el ceño. Descubriendo los puños de la camisa, DiGarmo, individuo menudo y elegante con una perpetua sombra de barba en las cetrinas mejillas, alzó la jarra para llenar el vaso de Andrew. Llevaba un traje cortado a la moda y una limpia camisa blanca; tenía el valor de parecer un «petimetre» cuando sus camaradas políticos tendían a ser groseros, ignorantes y no demasiado limpios. Producto de los barrios bajos de Nueva Jersey, había asistido a una pequeña universidad católica de Newark, encontrando su vocación política en una época propicia para tal actividad, aunque no abundaran en ella dirigentes reflexivos ni progresistas.

Andrew contestó que lo que le habían dicho era verdad.

—No debes hacerlo.

—¿Por qué no, si soy partidario de la reducción de impuestos sobre las materias primas?

—Otra idea de Harvard —se quejó diGarmo con un suspiro—. Eres republicano, Andy, y uno de los principios del partido es el de mantener los aranceles altos.

—Sin embargo…

—Intento evitar que arruines tu futuro. Si deseas trabajar por la reducción de tasas para las materias primas, tu labor no será eficaz a menos que la desarrolles en el marco de un partido. ¿Con cuál trabajarás entonces, con el demócrata?

No contestó.

—¿Qué es lo más importante para ti? —prosiguió diGarmo—. ¿La reducción de aranceles para las materias primas, o la reforma de la función pública? Considero que un hombre no debe dispersar inútilmente sus capacidades.

Irritado, Andrew lanzó una mirada por el bar. El camarero servía una cerveza a un hombre con abrigo negro y un bombín perfectamente colocado sobre la cabeza. Fuera, pasaban coches de caballos por la calle en penumbra.

—Herman —dijo él—, yo no tengo futuro alguno en el Partido Republicano.

—Ah, bien —repuso diGarmo—. Entonces no vas a ser muy eficaz en la causa del libre comercio, ni en la reforma de la función pública ni en nada, ¿verdad?

—A lo mejor se funda algún día un partido nuevo; un partido de principios.

—Pues habrá que ponerse a trabajar para fundarlo, ¿no te parece?

DiGarmo hizo una seña al camarero; les trajeron huevos escabechados en pequeños platos de gruesa loza blanca. Andrew observó cómo diGarmo pelaba su huevo con pulcros dedos, apartando los trozos de cascara con la misma precisión que aplicaba a todos sus propósitos. Quitó la cascara al suyo y mordisqueó la agria textura, acompañándola con tragos de cerveza.

—No entiendo por qué crees que tengo un futuro político en este estado —dijo—. Me rijo por altos ideales, que constituyen un bagaje del que un político con sentido práctico apenas puede servirse. Soy anticuado por naturaleza; me cuesta entenderme con la gente. No aprecio a los políticos católicos de procedencia irlandesa, aunque espero que no se me noten los prejuicios. Yo…

—En el Veintiuno no hay que preocuparse de los políticos católicos de procedencia irlandesa —puntualizó diGarmo.

Se quedó sin habla. El Distrito Veintiuno de la Asamblea era el que podía resultarle más atractivo, a medias «tortuga» —los alrededores de moda de Madison y Quinta Avenida donde se decía que los aristócratas se daban festines con tortugas de agua dulce— y a medias barriada del West Side, más alemana que irlandesa. Así que para eso era para lo que lo habían citado allí.

—Oye, Herman, espera un momento…

Sonriendo como para menospreciar su gratitud, diGarmo explicó:

—Puedes estar al plato y a las tajadas. El mandato de la Asamblea va de enero a finales de primavera, de modo que puedes seguir jugando a ranchero del Lejano Oeste. Bingham tiene las miras puestas en cosas más importantes que la Asamblea.

A Andrew se le atascó en la garganta un trozo de huevo mientras sacudía la cabeza. Adoptando una teatral apariencia de perplejidad, Herman cerró los ojos al tiempo que, a su vez, sacudía la cabeza. Bebió un largo trago de cerveza y, al cabo, dijo:

—Pero hazme el favor de no ingresar en el Club de Libre Cambio. Sería un bagaje muy pesado para cargar con él cuando empezaras a pensar en cosas más importantes que la Asamblea. Y ahora: ¿a quién apoyas como candidato del partido para la presidencia en junio?

—A nadie.

—¡A nadie! —repitió diGarmo, alzando las manos en un gesto de indignación.

—A nadie que pueda serlo. Creo que con el asesinato de Garfield la nación ha sufrido tan gran pérdida como con el de Lincoln. Y el partido. De momento tenemos al General Arthur. Supongo que volverán a nombrarlo candidato.

—No, no lo nombrarán. No porque el público no vaya a votarle, que no lo haría, sino porque ha continuado la política de clientelismo de Garfield. Eso no se le perdona. Aunque no es mala persona, Andy.

—Me temo que lo recordaré como miembro de la banda de Conkling, que fue obligado a dimitir como recaudador de aduanas del Puerto de Nueva York.

—Las personas cambian —objetó diGarmo, encogiéndose de hombros—. ¿Ni a James Blaine tampoco, entonces?

—Si el partido está salpicado de corrupción, desde luego Blaine es una de las manchas más negras. Se han publicado cartas que lo demuestran.

—Rechazas a Chester Arthur y James Blaine, pero tus ideales son demasiado elevados para apoyar a nadie más. ¡No te quejes, entonces!

—Ah, sí, tengo muchas quejas —repuso él, sonriendo.

—Quéjate de las vacas entonces. ¿O estás pensando en dedicarte a la política de Dakota cuando se otorgue al Territorio categoría de estado?

—Puede. El aire está más limpio por allí.

—Vienen tiempos apasionantes en Albany, ¿sabes? Los Republicanos Independientes se encuentran en una situación interesante. Un equilibrio de poder. Como bien sabes, ya estamos logrando cosas en cuanto a la reforma de la función pública, utilizando a los «Incondicionales» contra los «Mestizos».[14]

—No, Herman.

DiGarmo lo miró entornando los ojos.

—¿Qué te parecería presentarte para interventor municipal, Andy?

—¡No, Herman!

DiGarmo sacudió la cabeza con pesar.

—Es difícil hacer que ciudadanos serios hagan frente a sus responsabilidades. Muy difícil. A veces creo que no hay remedio. —Siguió moviendo la cabeza. Finalmente preguntó con brusquedad qué pensaba de Edmunds, de Vermont.

—¡El hombre más recto del Senado!

Asintiendo, diGarmo dedicó su atención al plato, colocando los desordenados trocitos de cascara en un cuidadoso montón con hábiles empujones del dedo meñique.

—Creo que los Independientes apoyarán a Edmunds para la candidatura —anunció, poniéndose en pie y tirándose de los picos del chaleco sobre su vientre estrecho y liso. Sacó un puro y lo encendió.

—¿A qué viene todo eso sobre Edmunds? —preguntó Andrew.

—Quizá sea mejor que vengas a la convención de Utica y lo averigües por ti mismo —sugirió diGarmo.

* * *

En el Commercial-Grand Hotel de Utica, Andrew estaba sentado en una habitación cargada de humo de la tercera planta observando a diGarmo en la cama, que con el chaleco abierto y la corbata desaflojada hacia un lado, contemplaba una lista de nombres con expresión sombría. En torno a la mesa, en cuyo centro había una jarra metálica de agua fría cubierta de gotas de condensación, se sentaba el resto de los asistentes. Charley Fletcher, del Condado de Otsego; Cari Schroeder, de Niágara; todos los demás eran miembros de la Asamblea de Nueva York por diversos distritos, menos él, que seguía siendo vicepresidente del Club Republicano de Nueva York. Eran los Independientes, que constituían el equilibrio de poder entre los partidarios de A. Arthur y los de James G. Blaine en la convención estatal.

DiGarmo pasó la lista a Fletcher, que hacía de secretario. Encendió un puro y soltó una bocanada de humo frente a él cuando Andrew dijo:

—Creo que podemos utilizar a los hombres de Arthur para que apoyen a Edmunds amenazándolos con Blaine, pero no a los hombres de Blaine amenazando a Arthur. ¿No es eso una ventaja, de todos modos?

DiGarmo cerró un ojo, pensativo.

Repasa esos puntos, Charley.

Fletcher recorrió la página con la goma del lapicero, hizo una mueca, se encogió de hombros, asintió.

—¿A qué tendremos que renunciar? —preguntó Schroeder.

—Estamos a favor de la Ley de Reforma, de Concejalía, de la Comisión Electoral y del Ejercicio del Cargo —dijo diGarmo, contando los proyectos de ley con los dedos de la mano—. El de la Ley de Reforma puede que esté seguro. El de la Comisión Electoral corre peligro. Conseguiremos el de la Concejalía, pero si el gobernador veta el del Ejercicio del Cargo, cosa que puede hacer si no disponemos de una buena mayoría, la Junta de Concejales se quedará tal como está. No hay duda de que deberemos renunciar a algo para que la Delegación de Nueva York recaiga en Edmunds. Que no irá más lejos, de todos modos.

—Creo que no debemos contar con eso —objetó Cari Schroeder.

—¿Cómo puedes estar tan seguro de que no irá más allá? —inquirió Andrew—. Sin duda el partido comprenderá que Arthur es el candidato más débil que podemos designar, y Blaine el más conocido.

—No subestimes la influencia de ciertos chanchullos bien arraigados —repuso diGarmo, agitando la mano para apartarse el humo de la cara.

Algunos rieron. Simón Dexter dijo:

—¡Yo prefiero subestimar la influencia de los chanchullos bien arraigados a la capacidad del partido para regenerarse!

—Vaya, como lema no está mal —opinó Alexander Ditson—. Pero, Herman, ¿cómo sabemos que nuestra maniobra no enfurecerá a la vieja guardia hasta el punto de que retire toda la legislación reformista que estamos considerando?

—Yo no exagero la tendencia de la vieja guardia a trabajar armoniosamente en favor de sus propios intereses.

De nuevo hubo risas. Andrew respiraba humo de tabaco, sudor e intenso discurso político, mientras soñaba con el azul Tiépolo de las Bad Lands y el roce de los músculos de una yegua poni, llevándolo al trote por sus pastos.

—Bueno —dijo diGarmo—, ¿vamos entonces a la convención nacional como delegados de Edmunds, y nos arriesgamos a las consecuencias?

—La Delegación de Massachusetts también apoyará a Edmunds, recuérdalo —observó Andrew.

—¿O consolidamos nuestra posición en Albany? —prosiguió diGarmo. Con el puro metido en la boca, los fue mirando uno a uno. Nadie dijo nada—. Muy bien. Va por la regeneración sobre el chanchullo, entonces. Charley, examinemos la lista de partidarios de Arthur y decidamos quién es el más adecuado para discutir con quién. Por ejemplo, ¿conoce alguien de algo más que de saludarlo con la cabeza a ese viejo pecador antediluviano, a ese carcamal, miope y cascarrabias de Jeremiah Evans?

Volvió a ponerse el puro en los labios y paseó de nuevo la mirada por el rostro de los presentes. Andrew se removió inquieto en la silla mientras el silencio se adensaba. Se sentía sucio y sudoroso. Finalmente alzó un dedo.

—Es amigo de la familia de mi mujer. Su padrino, en realidad.

—¿Amigo de Kermit Darcy? —preguntó diGarmo.

Asintió con la cabeza.

—¿Hablarás con él?

Volvió a afirmar con la cabeza. Se aflojó la corbata y se desabrochó el botón del cuello de la camisa.

—Quizá sea todo lo que se necesite —aventuró Chester Bliss.

—Será mejor que dejemos en paz a Jennings hasta que descubramos por dónde soplan los vientos con Evans —concluyó diGarmo—. ¿Quién viene a continuación, Charley?

—Rukeyser.

—Me gustaría ir a ver al viejo Ben —dijo Ditson.

—Pero a mí me gustaría esperar hasta que estemos seguros de la reacción de Evans.

—Creo que eso sería lo mejor —dijo diGarmo, entrelazando los dedos sobre el regazo mientras miraba a Andrew parpadeando como un búho.

—Según parece te toca a ti, Andy.

* * *

De modo que concertó una cita para la mañana siguiente con Jeremiah Evans, padrino de Elizabeth y viejo amigo de Kermit Darcy, que, según tenía entendido, lo consideraba un político irresponsable, socialista en muchas cuestiones y «prusiano» en materia de reforma de la función pública. Probablemente lo escucharía con más atención por la influencia del Club Republicano de Nueva York y las peligrosas tendencias que albergaba, que por sus «contactos familiares», pero por lo visto Evans encontró sus argumentos dignos de consideración.

Y así fue como los Independientes de la convención estatal, o, como finalmente llegaron a denominarlos, «los Ocho Grandes», aprovechándose de la desconfianza que inspiraba Blaine, convencieron a los hombres de Arthur de que apoyaran al senador Edmunds, de Vermont, logrando que la convención se pronunciara por él.

El propio Andrew fue elegido como delegado general para la convención nacional de Chicago, que iba a celebrarse en junio, y se le ocurrió que no había sido tan astuto en convencer a Jeremiah Evans como diGarmo lo había sido para inducirlo a que volviera a la escena política de Nueva York.