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Rancho Fire Creek

8 de diciembre de 1883

Querida Cissie:

Las facturas adjuntas son todas correctas y me gustaría mucho que se abonaran, si pueden transferirse al Tío.

Muy pronto os veré a todos, porque me voy el día 15 en el vagón privado de Lord Machray. Ninguno de los grandes rancheros de por aquí pasa el invierno en las Bad Lands si tiene posibilidad de irse a otra parte, y Machray embarca en Nueva York para pasar en Escocia los siguientes meses con su mujer y su hijo recién nacido. Estoy deseando hacer el viaje tanto como llegar a destino, porque Machray es un compañero divertido cuando no está con uno de esos malos humores caledonios. Es una persona variable, desde luego, y él y yo tuvimos lo que podría haber sido una amarga disputa sobre derechos de pasto. Pero por lo visto no me guarda rencor alguno.

Hemos tenido una tormenta, y ha caído la primera nevada. La niebla del veranillo ha ascendido a cotas más altas, de modo que hay una especie de vaporosa cortina entre la tierra y el sol, que le ha despojado de los halos y parhelios a que nos habíamos acostumbrado. Luego el cielo se volvió verde, el viento silbó a lo lejos, y la nieve empezó a caer. El aullido del viento fue acercándose más y más hasta que sopló en torno a nuestra estrecha cabañita, levantando trozos de nieve tan cortantes como el cristal. Hacía mucho frío. Ahora todo está blanco.

De pronto siento unas ansias de marcharme, por si me quedo atrapado aquí, que resultan cómicas por su intensidad. Al fin y al cabo, ya me han advertido repetidas veces que el invierno es duro en las Bad Lands…, refiriéndose a que es duro para los «novatos».

Me parece que dentro de un par de días me iré a Pyramid Flat, para alojarme en el hotel. En esta estación las Bad Lands se convierten en un sitio bastante desagradable…

* * *

El tren del Este, con el vagón privado de Machray, el Aurora, enganchado a la cola, surcaba las llanuras en medio de una lluvia fina y monótona, mezclada con nieve. Machray se sentía muy orgulloso del Aurora.

—Es el único modo decente de viajar, Livingston —le dijo—. Mis patrocinadores lo desaprueban enteramente; ¡mi mujer también! ¡Pero sencillamente un hombre de mi condición debe disponer de ciertas comodidades si no quiere que lo traten mal en muchos aspectos!

Esperaron un tren directo a Nueva York en el húmedo y reluciente laberinto de vías que era el depósito de Chicago, y durante la cena en el interior de caoba y bronce del Aurora se propusieron brindis mientras Dickson tocaba la gaita y servía borgoña.

—¡Por Dios que es una bendición que a un hombre lo estén esperando su mujer y su retoño! —exclamó Machray—. Usted verá a su crío mucho antes que yo, Livingston. Algún día serán buenos amigos, esos dos. ¡Crecerán en medio de grandes espacios!

Machray le confió que se había metido en un «tremendo lío» en una ocasión que pasó por Chicago en el Aurora.

—Por consiguiente me parece mejor celebrarlo aquí mismo, donde estamos. No me encuentro muy a gusto en las ciudades, ya sabe. —Y empezó a declamar—:

¡Veo la Ciudad envuelta en más gruesa nube

De negocios que de humo; donde hombres como Hormigas,

Trabajan sin descanso para evitar imaginarias Miserias![11]

Cuando Dickson salió del vagón para hacer algún recado, Machray dijo a Andrew:

—He tomado la determinación de guardar fidelidad durante este viaje. Es lo menos que puedo hacer.

Se fue temprano a la cama y, al otro extremo del vagón, Andrew permaneció despierto oyendo el traqueteo, el silbido del vapor y los resoplidos de los trenes que iban y venían. Le dolían los huesos del cráneo por el vino tinto que había bebido. Pensaba en su hijo. Se le había pasado el cuarto cumpleaños del niño, y el olvido le parecía imperdonable.

No engancharon el Aurora al expreso del Este hasta la tarde siguiente. Andrew leyó en una butaca ejemplares de revistas con meses de antigüedad mientras avanzaban a través del crepúsculo, después de que Machray desapareciera hacia la parte delantera. De pronto irrumpió en el vagón un grupo parlanchín, mujeres y hombres de baja estatura, morenos, alegres, vestidos de etiqueta, hablando a gritos en un idioma desconocido. Machray iba en la retaguardia, agitando los brazos para hacerlos pasar, sobresaliendo por encima de sus invitados. Ordenó a Dickson que abriera una caja de Monopole.

Los recién llegados, italianos, se aglomeraron en torno a Andrew, llenando el vagón, manoseando sus accesorios y señalándose cosas unos a otros con expresión admirativa. Dos hombres menudos, con muchos lunares, se acercaron a él, sonrientes, reverenciosos, tendiéndole la mano. Un individuo más alto, de vientre prominente y aire de gran dignidad, también se acercó a él. Varias de las mujeres jóvenes eran de apariencia muy atractiva, y una de ellas, preciosa, alta y escultural, con un busto sorprendente. Dickson se apresuró a poner el champán en hielo, mientras Machray, sonriente y distinguido, circulaba entre sus invitados.

—¡Livingston, adivine con lo que me he encontrado! ¡Es la Compañía de Ópera Petrocelli, de Roma!

Se hicieron las presentaciones, con más sonrisas, inclinaciones de cabeza y apretones de manos. El empresario, Petrocelli, era uno de los hombres menudos con lunares y, al parecer, llevaba un anillo en cada dedo. El Signor Vacelli, tenor solista, era el del vientre prominente, y la dama del espléndido busto, Madame Martini-Andrescu. La diva llevaba el pelo negro con largos tirabuzones sobre los blancos hombros, y poseía unos ojos destellantes y un gesto como de águila con el que presentaba alternativamente un perfil y luego el otro. Tenía un lunar en una mejilla untada de colorete.

—¡Voy a contratarlos para la inauguración de mi teatro de ópera en Pyramid Flat! —anunció Machray con gran efusión, y Dickson trajo champán en una bandeja, entre el alborotado entusiasmo de las damas.

Las botellas verdes se acumulaban vacías en el mostrador de caoba mientras se proponían brindis por el teatro de ópera de Machray como si ya existiese, por la Compañía de Ópera Petrocelli, por Roma, por Estados Unidos, por Madame Martini-Andrescu, por Machray, y finalmente hasta por Andrew Livingston. Una joven cantante con enormes ojos negros lo cogió del brazo y le hizo preguntas sobre su vida en un inglés espantoso. Cuando Andrew mencionó que había hecho un viaje por Italia dos años antes y que se había enamorado de Florencia, ella exclamó: «¡Hermosa Florencia!». ¡Era su amado hogar! Ella le entregó su tarjeta de visita, perfumada con aroma de violetas, y él prometió visitarla la próxima vez que fuese a Florencia. Era consciente de que estaba bebiendo más champán de la cuenta.

Machray y Madame Martini-Andrescu conversaban en francés sobre la cuestión de la obra que debía elegirse para la inauguración del teatro, y la decisión parecía oscilar entre Norma y Lucia di Lammermoor, los mejores papeles de Madame Martini-Andrescu. Dickson volvió a llenarles las copas. Relevó a la joven soprano uno de los hombres con lunares, que le interrogó con bastante detenimiento sobre los recursos de Machray. «¿Es el caballero capaz de cumplir todas sus promesas?» ¡Más que capaz! «¿Podía firmarse un contrato con el milord sin correr riesgos?»

—¡Con los mismos que corre todo teatro de la ópera! —repuso él, con un gesto de desdén. Y prosiguió—: ¡El dinero carece de importancia! ¡La aventura lo es todo, y el entusiasmo el vehículo de la aventura!

La máxima del Profesor Duarte no pareció satisfacer al italiano.

Entretanto había aparecido un armonio, y un hombre menudo de cabellos grises se había sentado al teclado alzándose con elegancia los faldones del frac. La música inundó el traqueteante vagón entre gritos de aprobación. La Compañía de Ópera Petrocelli recordó a Andrew a una bandada de aves exóticas.

Tras considerable insistencia, Machray tomo posición junto al armonio. Siguió una discusión, el hombre del pelo gris sacudiendo la cabeza y alzando las manos con un gesto de impotencia.

—¡Livingston! —gritó Machray—. ¿Sabe tocar «Verdes crecen los juncos»?

Sabía; se abrió paso hasta el armonio y, con una inclinación y disculpándose, sustituyó al hombre del pelo gris. Moviéndose vigorosamente, tocó mientras Machray, con voz fuerte y poco melodiosa, cantaba:

Verdes crecen los juncos, oh;

Verdes crecen los juncos, oh;

¡Las horas más dulces que nunca he pasado

Ha sido entre las nenas, oh!

Hubo bravos y aplausos, pero Andrew observó al menos una mirada encubierta de consternación mientras Machray continuaba:

No hay más que preocupaciones,

A cada momento que pasa, oh;

¡Qué significa la vida del hombre,

Si no fuera por las nenas, oh![12]

—¡Cante conmigo, Livingston! —ordenó Machray, de manera que prestó su voz a los coros. Tras varias estrofas, Madame Martini-Andrescu se unió a ellos. Concluyeron en un resonante aplauso y él dejó el armonio al hombre del pelo gris y fue a llenarse la copa de champán. Otra joven se colgó de su brazo. Ésta no hablaba un inglés mínimamente comprensible.

Madame Martini-Andrescu estaba ahora junto al armonio, con sus grandes ojos brillantes, el cuerpo erguido y las manos juntas frente al pecho. Las cuerdas vocales resaltaron en su blanco cuello cuando empezó a cantar:

Regnava nel silenzio

Alta la notte e bruna…

Colpia la fronte

Un paludo raggio di etra luna…

El Signor Vacelli se unió a ella para el siguiente dúo del primer acto de Lucia. Se presentó otra pareja para el cuarteto de Rigoletto, mientras el del vientre prominente entonaba:

Bella figlia dell’amore

Schiavo de’ vezzi tuoi…

Terminaron entre una tempestad de aplausos. Las mejillas de Machray relucían como encarnadas y lustrosas manzanas cuando insistió en que siguieran cantando. Dickson pasó con otra botella de champán…

Andrew se despertó al amanecer entre el vaivén y los chirridos del vagón, con un dolor de cabeza como un taladro de vapor y todo un desierto en la boca. Frente a su cubículo, el revoltijo de copas vacías y medio llenas, botellas de champán y ceniceros rebosantes de colillas de cigarros puros era deprimente en extremo, y por la ropa desperdigada sobre el diván comprendió que Machray no había podido mantener su determinación de guardar fidelidad en aquel viaje. Volvió a acostarse.

Pero las bellas canciones de la noche anterior aún resonaban en su cabeza, y recordó que Machray se había sentado un momento a su lado mientras descansaba en su borrachera en medio de aquel torbellino de vistosas aves, diciendo:

—¿Qué puede hacerse, Livingston? ¿Qué hay que hacer cuando lo mejor de la vida se planta delante de tus ojos, se apodera de ti y te deja temblando? ¿Es posible dejarlo pasar? ¿Puede hacerse? ¡Yo digo que es mejor aceptarlo!