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Rancho Fire Creek

26 de octubre de 1883

Querida Cissie:

Te agradezco mucho tu extensa carta, con noticias sobre mi chiquitín y de todos vosotros. Es espantoso saber que ha estado tan enfermo sin yo saberlo, pero doy gracias de que se haya puesto bien y esté otra vez tan sano y alegre como siempre.

Espero con gran impaciencia la llegada de mi rebaño de Iowa. Entretanto hago bosquejos en acuarela de los paisajes de alrededor, leo a la sombra a mediodía y monto a caballo por mi parcela con la primera luz de la mañana o a última hora de la tarde. Estoy tan moreno como una nuez. Por el día hace calor; las noches son frías. En un momento se forman masas de nubes, que producen breves y violentos chaparrones.

Tengo un nuevo amigo, a quien he llamado Rufus en honor a un político conocido mío, un caballero igualmente osado y evasivo. Rufus es un antilocapra, de magníficas rayas. Es un entendido en arte, porque cuando saco el caballete de casa el muchacho tiende a acercarse cada vez más, hasta que no le falta sino mirar por encima de mi hombro. Un movimiento brusco por mi parte y se aleja brincando, para detenerse a observarme desde una loma a ochocientos metros de distancia.

En estos días grandes aves surcan el cielo como una flecha en dirección sur, pero en los matorrales cerca de la cabaña y en la arboleda de las orillas del arroyo sigue oyéndose música de pájaros. He reconocido sinsontes, zorzales, alondras, petirrojos, azulejos y gorriones. Por la noche oigo el ominoso trino del chotacabras y las pequeñas lechuzas que se llaman unas a otras con trémulas voces.

La mayoría de las noches me acuesto fuera de la cabaña, arropado con mi abrigo de piel de búfalo, mirando las estrellas y el vaho de mi aliento en el aire glacial, oyendo a las aves nocturnas, el bufido y pataleo de un ciervo y, más lejos, el aullido de los coyotes. Me regodeo en mi soledad entre esos sonidos que una vez fueron extraños y aterradores, y ahora resultan tan familiares.

Tengo, sin embargo, vecinos con los que no deseo estar en buenos términos. Ayer, cabalgando cerca de la cabecera de Grassy Creek, tuve una experiencia que me producirá algunas pesadillas.

Había desmontado y llevaba a Brownie de las riendas por un estrecho sendero salpicado de grandes montones de arcilla azulada que se habían derrumbado de un cerro, cuando empezó a oírse un zumbido. El inquietante ruido subió de tono y volumen como si una ingente cantidad de líquido llenara con rapidez un recipiente. Me había metido en un nido de serpientes de cascabel.

Los ofidios estaban enroscados en todas las superficies planas a la vista, las cabezas erguidas y apuntando todas hacia mí, las colas levantadas y vibrando. Las cabezas eran como manos achatadas que salían de unos brazos escamosos, cubiertos de rombos parduzcos. Me quedé allí, paralizado, con las riendas que tiraban de mis manos. Aquel sonido me inundaba la cabeza, y a la vez que atraído por una horrenda fascinación me sentía tan repelido que era como si agua helada corriese por mis venas. En aquel momento Brownie empezó a dar violentas sacudidas, y me alejé retrocediendo de aquel venenoso lugar con el corazón latiéndome como un martillo pilón.

Creo que aquella ciudad de sierpes era un recordatorio de que también en las Bad Lands hay «serpientes» humanas, con dos de las cuales ya me he encontrado…

* * *

En aquellos días en que el rebaño avanzaba lentamente en dirección norte, Andrew concluía su paseo vespertino a caballo en la cima del cerro más alto de los alrededores para atisbar hacia el sur en busca de señales de su llegada, entornando los ojos hacia la distancia empañada por la calima, sin ver ni rastro. Pero un domingo por la mañana distinguió una parda nubecilla de polvo, muy tenue, semejante a una cascara de nuez, y aulló de entusiasmo.

Fue galopando al encuentro de Joe y Chally, y trató de prestar ayuda en el cruce del río, describiendo estrechos arcos para dirigir a los mugientes animales marrones y blancos, que daban tercos bandazos y estaban gordos como bolas de sebo: su rebaño. Lograron canalizar las reses hacia un angosto paso entre traicioneras zonas de lodo, y las hicieron vadear la escasa corriente por un sólido banco de arena.

—¡Eeh! —gritaba junto con los Reuter, agitando el sombrero—. ¡Por ahí!

En la orilla izquierda observó con orgullo cómo el rebaño, envuelto en ruido, polvo y confusión, se desplegaba para pastar en los bancales cubiertos de hierba parduzca entre Fire Creek y el río. Challis se acercó a él con su nervioso y pequeño poni, la cara sucia por encima de la boca y el mentón, por donde había llevado el pañuelo.

—Los hemos traído despacio para que no perdieran carne —le explicó—. No veo que hayan adelgazado mucho.

—Estos animales tienen un aspecto espléndido, Chally —observó él, la cara dolorida por la sonrisa.

Cabalgaron juntos hasta el sitio que había escogido para su casa, Chally aprobando sus planes con movimientos de cabeza. Joe y él se pondrían a trabajar en ella en cuanto empezase la primavera. Ahora tenían muchos preparativos que hacer para el invierno.

Joe traía los caballos de monta adquiridos junto al rebaño, azuzando con el sombrero a los quince animales de limpio trote.

—Fijate en ése —dijo Andrew, oyéndose, como desde lejos, reír excesivamente—. ¡Lo llamaremos Cicero!

Había diseñado una marca, una A y una L con una pata común, y había encargado al herrero de la ciudad que la forjara en hierro. Le decepcionó el resultado, que parecía una N mal hecha. Chally sugirió que lo llamaran «Lazy-N», la N perezosa, igual que la cruz dentro del círculo del Ring-cross de Machray se había convertido en una «O encogida», de modo que ellos bien podrían designarla así desde el principio.

Los cuatro días siguientes se dedicaron de la mañana a la noche a enlazar y marcar, en un infierno de polvo y calor, ampollas y moratones. Al despertarse le dolía tanto el cuerpo que se creía incapaz de levantarse para comer de nuevo las correosas tortitas del cocinero. Pero se levantaba, antes del amanecer, desayunaba, ensillaba a su poni y montaba otra vez. Nunca había aprendido tantas cosas en tan poco tiempo.

* * *

Al día siguiente de terminar de marcar estaba sentado sobre la cerca del corral viendo cómo Joe Reuter domaba a uno de los nuevos caballos cuando Joe movió bruscamente la cabeza para indicarle algo a su espalda.

Machray trotaba hacia ellos sobre un garañón alto de cara blanca. Llevaba un sombrero de ala redonda con banda de cuero, una chaqueta de piel con flecos en las mangas, guantes largos y un pañuelo rojo y amarillo anudado al cuello. Sobre su brazo descansaba una escopeta de largo cañón, sobre su muslo, un revólver enfundado, y la culata de un rifle sobresalía de una funda colgada al cuello de su montura. Su rostro era un antifaz de sombra bajo las anchas alas del sombrero.

Andrew saltó de la cerca y fue a su encuentro.

Machray tiró de las riendas del garañón.

—Me han dicho que ha traído su rebaño, así que he venido a echar un vistazo, ya sabe… —dijo en tono poco amistoso.

—Bienvenido sea —repuso Andrew. Aquél era un hombre muy diferente del afable anfitrión de Widewings, y sintió una punzada de resentimiento frente al estribo de su visitante, la especie de inferioridad histórica que el hombre a pie siente ante el jinete.

—Debo decirle que no reconozco su derecho a pastar libremente en las praderas al sur de mi cerca. Suelo dejar que mi ganado paste por ahí.

—Y yo no acepto su objeción —replicó él, cruzándose de brazos.

Desde su altura, Machray lo miró con gravedad. Joe Reuter, que rehuía cualquier clase de enfrentamiento, se las había arreglado para desaparecer.

—Unos matones contratados vinieron aquí con idea de asustarme para que me marchara de mi parcela —prosiguió Andrew—. Supongo que no habrán sido hombres suyos.

—¡Desde luego que no! —exclamó Machray.

—Debo decirle que de aquí no hay quien me mueva.

Con el rostro enrojecido, el escocés hizo una mueca y se dio una palmada en el muslo con la mano enguantada. Hubo un silencio, dirigió la vista hacia la cabaña y, al cabo, preguntó en tono más suave:

—¿Eso que veo es un caballete, Livingston? Quizá pueda enseñarme algunos de sus trabajos.

—De acuerdo —convino él, apartándose mientras el voluminoso individuo desmontaba. Sin dejar su armamento, Machray lo siguió a la cabaña.

A la luz polvorienta y dividida en cuatro partes por los cristales de la ventana, Andrew enseñó a su huésped los bosquejos del ciervo, alce, antílope, y carnero de montaña, las numerosas representaciones del búfalo y las acuarelas que había estado haciendo últimamente. Los bocetos del lazado y mareaje en el rodeo del ganado interesaron especialmente a Machray. Apoyó la larga escopeta contra la pared y se apoyó con ambos puños en el tablero de la mesa, examinando un dibujo de él mismo y dos vaqueros en un grupo casi semejante al Laoconte, las piernas separadas con los calcetines enrollados en los tobillos, el tronco en torsión, haciendo señas con un grueso brazo en el aire, gritando una orden con la boca abierta.

—Muy bonito, éste —declaró—. Me gustaría comprarlo.

—Es suyo, se lo regalo.

Sus ojos verdes se entornaron, su mandíbula se alargó rígidamente.

—He dicho que lo compro. Dígame el precio, hombre.

—No está en venta.

—¡Entonces no lo quiero!

—¡Muy bien! —repuso él. Volvió a juntar los dibujos y los guardó de nuevo en la carpeta. Machray dio media vuelta para examinar la acuarela a medio terminar que estaba en el caballete frente a la puerta.

—Los colores son bastante monótonos en esta época —dijo con brusquedad—. En primavera son más vivos, pero los interminables pardos, tostados y grises de ahora acaban hartando. ¡Ah, es un sitio deplorable en muchos aspectos!

—Supongo que le gusta, de otro modo no estaría aquí.

—Oh, sí, me gusta. Pero no parece que a este lugar le guste yo.

Machray se quitó el sombrero, metió un dedo por un agujero en la corona, y lo hizo girar. Andrew silbó.

—¿Hoy?

—No hace una hora. Y van ocho.

—¿Orificios en el sombrero?

Machray soltó una áspera carcajada.

—Balas que pasan silbando. —Siguió moviendo el sombrero con el dedo en el agujero—. Ésta ha sido la que me ha pasado más cerca hasta el momento. Claro que no pretenden herirme. O eso parece. Pero siempre me quedo con la idea de que ese tipo está hilando muy fino.

—¿Quién es?

—Ah, eso no lo sé. Más de uno, sospecho. No soy muy popular entre mis vecinos, ya sabe. Les molesta mi persona, mi tierra, mi cerca, incluso mi matadero, según parece. Es un misterio. Lo normal es que comprendan que lo que sea bueno para las Bad Lands les beneficia a ellos. En fin, ya he desistido de tratar de comprenderlos.

—Tengo entendido que lo que les molesta es su alambrada.

Machray volvió a ponerse el sombrero y lo miró con frialdad.

—¿Sabe una cosa? Será mejor que se acostumbren. Todos seguirán mi ejemplo, fíjese, o no tardarán mucho en tener más granjeros en sus praderas que ladillas en la ingle de un calderero remendón. ¿Cuántas cabezas dice que ha traído?

—Algo más de quinientas.

—Y pensando en aumentar el rebaño, imagino, si he de fiarme de mi propia experiencia. Espere a ver cómo le sienta eso a sus vecinos. —Fulminó a Andrew con la mirada, volvió a entrar en la cabaña y abrió de nuevo la carpeta de los dibujos—. Me gustaría mucho tener este boceto, ¿sabe? Para llevárselo a mi mujer.

—Quédeselo, por favor.

—Bueno, entonces me quedaré con él. Gracias.

Cogió su larga escopeta y, fuera, parpadeando frente al radiante sol, enrolló cuidadosamente el dibujo.

—Por cierto, Livingston, el 15 de diciembre engancharán el Aurora al tren del Este. Le repito que, si le viene bien, es usted bienvenido si quiere acompañarme a Nueva York.

—Me gustaría mucho. Cuente conmigo.

—De acuerdo, entonces.

Machray se despidió, y Andrew se quedó mirando cómo su vecino se alejaba entre los cerros del norte montado en su alto garañón, el rollo del dibujo sujeto con correas detrás de la silla. No dijo a Chally que Machray había discutido sus derechos de pasto en los ribazos de Sloping Bottoms.