9

Al día siguiente cerró la cabaña con la cadena y el candado que le había prestado Hardy, y, con un mulo de carga, emprendió la marcha a Pyramid Flat para comprar provisiones y recoger el correo. Tomó dirección norte por el barranco por donde había desaparecido Boutelle.

Aunque sabía que debía toparse con la cerca de Machray, se llevó una buena impresión al encontrarla, tres relucientes filamentos de alambre enroscado que iban zigzagueando de un árbol a otro por la vertiente norte de una hondonada pantanosa. Más allá habían clavado postes.

Cabalgó siguiendo la alambrada, fijándose en los puntos por donde la habían cortado y remendado. Sintió un hormigueo en la nuca y alzando la cabeza vio a un jinete que lo estaba observando desde lo alto de una loma. Le pareció importante no hacer caso del vigía mientras seguía cabalgando en dirección este hacia el apagado destello del río. Notó que su cólera era desproporcionada, y la sentía físicamente, como un resfriado; comprendió que eso era lo que Driggs y Hardy le habían tratado de explicar. Había sido incapaz de comprender por qué odiaban tanto al escocés, pero la cerca y su vigilante quebrantaban algún oculto y sagrado sentimiento que ni siquiera conocía hasta tropezar con la arrogancia de la alambrada de Machray.

El río iba muy bajo y vadearlo fue bastante fácil, el agua legamosa escurriéndose por los espolones de las caballerías. Siguió su camino hacia el norte por la orilla oriental.

Aunque esperaba ver la mansión de Machray, también se llevó una sorpresa. De pronto apareció sobre un acantilado en la margen occidental del río erguida como un buque de guerra, con porches amplios como cubiertas, chimeneas como mástiles. La mansión, al igual que la cerca, parecía agresiva y arrogante; hubo de recordarse que le gustó el Machray que había conocido en el rodeo.

Volvió a cruzar el río por el puente del ferrocarril, con piso de tablones, siguiendo a una carreta con una sucia lona blanca tendida sobre unos aros altos, y una vaca con manchas blancas y negras que iba detrás avanzando casi a rastras con las patas tiesas. Una bañera galvanizada golpeaba rítmicamente contra el costado de la carreta, y de cuando en cuando chirriaba una de las ruedas traseras. Al adelantar al carro y a su tiro de mulas saludó con la cabeza a los granjeros, un hombre delgado con la cara requemada por el sol, una mujer con las mejillas cubiertas por las alas de un bonete, y unos niños que lo miraban con ojos escrutadores. El hombre le devolvió el saludo con un brusco movimiento de cabeza. Un muchacho, descalzo y con el pelo rubio enmarañado, cabalgaba sobre una de las mulas del tiro.

Pyramid Flat se extendía a lo largo de la vía férrea, con el centro en la estación, un edificio de madera entre parduzco y amarillento con una cúpula y una mustia bandera colgando del mástil. Casas de madera de una y dos plantas se alineaban en calles en forma de T. El fino polvo de la calle principal le picaba con el sudor de la cara. A la sombra de tejadillos de madera los vecinos de la ciudad lo veían pasar. Un tendero en mangas de camisa se sentaba en una silla echada hacia atrás, dos ciudadanos con traje paseaban cogidos del brazo, y un grupo de hombres toscamente vestidos reían a carcajadas en una esquina, el objeto de su buen humor una mujer con atuendo de mal gusto y un parasol de color rosa paseando ostentosamente frente a ellos.

Preguntó por Fat Jenny y siguió las indicaciones hasta una cabaña cubierta con cartón alquitranado al extremo de la ciudad, donde una india descomunal se disculpó diciendo que la piel de búfalo que Joe Reuter le había dejado aún no estaba curtida, y tras pedirle dinero a cuenta, le prometió una prenda de incomparable suavidad para dentro de una semana.

Al volver, pasó de nuevo por el edificio más importante de la ciudad, de ladrillo amarillo con intricadas cornisas, y ahora observó un nombre grabado en relieve sobre la doble puerta: MACHRAY. Volvió a pasar junto a la carreta del granjero, su conductor y él saludándose exactamente con la misma actitud distante de antes. Dejó los caballos en el establo, reservó una habitación en el Great Northwest Hotel, y había empezado a cruzar la calle para dirigirse al salón cuando una calesa roja y amarilla tirada por un alazán saltarín se le vino casi encima. En el vehículo iba Machray, con un puro entre los dientes, sombrero de ala blanda en la cabeza, y una corbata larga y estrecha en la que un alfiler de diamantes atrapaba el sol con una pincelada de fuego. Machray lo saludó alzando la fusta mientras tiraba de las riendas hasta detener la calesa. Ofrecía un aspecto colosal, próspero e invulnerable.

—¡Livingston! ¿He oído rumores de que ha dado el paso sin mi consejo?

Andrew admitió que era cierto.

—Traeré un rebaño para que paste al sur de sus tierras.

El rostro de Machray se volvió pétreo.

—¿Será muy grande el rebaño, caballero?

—Quinientas cabezas.

El vigoroso individuo lo miró fijamente, entornando los ojos, con la mandíbula apretada; por un momento se le ocurrió que Machray iba a golpearlo. Entonces pareció que el escocés cambiaba bruscamente de humor.

—Acompáñeme —lo invitó—. Voy al matadero a echar una mirada.

Subió a la calesa, rechazando el puro que le ofrecían. Aún estaba impresionado por el violento desagrado de Machray.

—¡Es un día de celebración para mí! —exclamó Machray—. Mi mujer ha dado a luz un niño de cuatro kilos. ¡Anthony Ernest Balater! Le hemos puesto ese nombre por su abuelo, que está enfermo. ¡La señora Machray ha pasado airosa la dura prueba: es muy poquita cosa para un parto así!

—¡Enhorabuena!

Machray y él se sonrieron, y el escocés sacudió ligeramente con la fusta la grupa del alazán. El animal llevaba la cola trenzada con cintas azules. Vecinos y vaqueros los observaban desde la sombra de la acera entarimada, los ciudadanos saludando con la cabeza o la mano, los vaqueros más reservados, algunos con rostro inexpresivo.

Con el puro y el sombrero en un ángulo desenfadado, un mechón de pelo rubio adornándole la frente, Machray señaló el solar adyacente al edificio de su oficina donde esperaba construir un teatro de ópera.

—Algún día tendremos buena música en Pyramid Flat, fíjese en lo que le digo, Livingston. ¡Divas de espléndido busto! Ah, pero parece que el benefactor público ha de luchar a cada momento con la recelosa naturaleza humana.

—No todo el mundo es partidario del progreso en las Bad Lands, según tengo entendido.

—Ah, una vez que estemos en funcionamiento los desconfiados terratenientes empezarán a ver las ventajas —repuso Machray—. También estamos proyectando mataderos en Miles City y Billings, sabe usted. Oficinas y almacenes en St. Paul, Duluth, Chicago y Portland. ¡Y centros de refrigeración! Crearemos una gran red por todo el noroeste, Livingston.

—Me parece que Swift y Armour[6] se mostrarán menos entusiastas con respecto a su extensa red.

La carcajada de Machray resonó como un trueno mientras el alto fuste de la chimenea del matadero se erguía frente a ellos.

—¡Mientras tenga contentos a esa pandilla de judíos en Glasgow, me parece que no tendré que preocuparme del desagrado del viejo Armour!

La calesa traqueteó por un puente de madera que cruzaba el lecho seco de un torrente, mientras Machray daba suavemente con la fusta en la grupa del alazán.

—Nuestra intención es la de estar en condiciones de comprar todo el ganado vacuno, ovino y porcino que venga por el ferrocarril, sacrificarlo aquí y despachar carne preparada al Este y al Oeste. Si encontramos resistencia por parte de las grandes empresas de productos cárnicos, pensamos establecer nuestras propias tiendas de venta al por menor. ¿Qué le parece, caballero?

—¡Unos planes impresionantes! —dijo él, y Machray soltó una sonora carcajada.

—Mi mujer se queja de haber dado a luz al hijo de un carnicero. Pero ya veremos. ¡Ya veremos!

Siguieron por un desvío, hasta que surgió a la vista una serie de edificios en torno a la base de la alta chimenea de ladrillo amarillo. Uno de ellos sólo mostraba los pilares, pero otro tenía paredes y tejado. Se comunicaban mediante una compleja armazón elevada.

—El próximo junio compraré ganado para el matadero —anunció Machray—. Puede que en mayo, si el invierno es suave. ¡Ah, pero cuánto trabajo queda por hacer!

Pasaron bajo una cañería montada sobre caballetes que partía de un risco a espaldas del matadero. Un guarda con un rifle hizo un gesto de saludo, que Machray devolvió.

—Agua a presión —explicó, señalando hacia la cañería—. Se necesita un volumen tremendo. —Indicó hacia delante con la mano—. El corral del ganado está por ahí. También ocupa una enorme cantidad de terreno.

En el edificio más grande resonaban golpes de martillos. Bajaron de la calesa y subieron por una larga rampa para pasar a un vasto interior, invadido de penumbra. Al fondo trabajaban unos hombres, sus voces hacían eco.

—La sala de sacrificio —explicó Machray—. Aquí se tumba a los animales a medida que van entrando. Es más sencillo separar por la fuerza de la gravedad las partes que sirven para comer y las que no, ¿comprende? Las bestias llegan aquí por su propia fuerza motriz.

Siguieron avanzando, y Machray señaló el sitio por donde transitaría el circuito elevado.

—Aquí se las desuella y por esa abertura se deja caer la piel a otra sala por una rampa. A continuación, las partes de las reses que no sirven para comer se cortan y se dejan caer a la sala de transformación. Grasas, jabón, fertilizantes, etcétera. Luego vienen los departamentos de evisceración. Después pasamos a las salas de frío. Hay que eliminar enseguida el calor corporal de las partes comestibles, ¿entiende? Aquí se cuelgan las reses de raíles elevados, y se colocan en bandejas los órganos comestibles.

Machray iba ilustrando los procesos en cada campo de operaciones. Un carpintero con un delantal de cuero estaba escuchando el aluvión de palabras, el martillo paralizado en su mano.

—Conoce usted bien su negocio —observó Andrew, cuando Machray hizo una pausa para tomar aliento.

—He consultado con expertos —dijo Machray—. He tenido los mejores asesores disponibles. Al principio pensamos en una empresa mucho más modesta, pero logré convencer a mis patrocinadores de que sería un error desde el punto de vista económico. Para veinticinco cabezas al día harían falta un ingeniero, un capataz, un contable, un curtidor, un hombre para que tratara el sebo, otro para la sangre, un tonelero, guardas, carreteros. Esa misma cuadrilla puede procesar fácilmente doscientas o trescientas diarias. Sin embargo, el reabastecimiento sería monstruoso. ¡Menudo gasto!

Andrew sintió alivio cuando salieron de nuevo a la luz del día. El abrumador tamaño de aquel lugar resultaba tan opresivo como Machray y su entusiasmo. Se apoyaron contra una baranda de madera verde que aún chorreaba brea.

—¡Y cuántas frustraciones! —prosiguió Machray—. No soy hombre que tolere muchos fracasos, Livingston, y ha sido un duro golpe no poder abrir este otoño. Pero a principios de primavera empezaremos a sacrificar ganado. De eso estoy seguro, porque las excelentes cualidades del pasto de tallo seco de las Bad Lands, hacen que las reses aptas para el mercado puedan sacrificarse en fechas tan tempranas como finales de mayo, ¡cuando el buey tiene un precio excelente!

—¿Alcanzan las reses alimentadas con grano tan buen precio como el que ha pastado en la pradera?

—Ése es un inconveniente que hemos considerado —contestó Machray, frunciendo el ceño—. Y tenemos un plan para salvar ese obstáculo. Comprar la cosecha de lúpulo de la costa del Pacífico y vendérsela a los cerveceros de Milwaukee con la condición de que nos devuelvan la malta resultante, que según se sabe es el pienso más concentrado y el que más engorda. ¡Mucho mejor que el grano! —Agitó un brazo—. Construiremos corrales de alimentación individual…, ¡a millares! Entonces podremos tener ganado engordado listo para el mejor mercado, en cualquier época del año si es preciso. Explotar las instalaciones al máximo.

Estaba erguido con las piernas separadas, la barbilla proyectada hacia delante como al timón de un gran navío que surcara un mar traicionero, paseando la mirada por los miles de corrales individuales como si ya existieran por la propia fuerza de su voluntad. Caminando de un lado a otro, las manos a la espalda, prosiguió:

—Un agente en Francia está en conversaciones con unos tipos que pertenecen al alto mando. Hay posibilidad de suministrar sopa de buey al ejército. Se la pondremos allí. Grandes comedores de sopa, los franchutes.

Andrew dijo que todo el mundo sabía que así era, y Machray lo cogió del brazo mientas recorrían los locales.

—Se me da bien tratar con el personal de intendencia —continuó el escocés—. En mi familia ha habido militares desde el principio de los tiempos. Mis dos abuelos en Waterloo. Mi padre sirvió en Afganistán. Pero las guerras ya no son lo que eran, Livingston. Ya nada es lo mismo, lamentablemente.

Cuando volvieron a Pyramid Flat Machray lo guió por el edificio de las oficinas, donde trabajaban sus empleados, a cuyo jefe le presentó, un contable menudo de ojos acerados y perilla llamado Marston. En el despacho de Machray adornaba la pared una cabeza de tigre, los enormes ojos amarillentos lanzando una mirada de odio al desordenado escritorio. Las paredes estaban cubiertas de docenas de fotografías enmarcadas y acristaladas, reflejándose unas en otras, y las librerías repletas de volúmenes tras unas puertas de vidrio.

Machray le indicó que se sentara en una butaca y sacó una botella de whisky. Sirvió dos medidas generosas y, de pie, ofreció un brindis a una fotografía ovalada de gran tamaño: una muchacha en color sepia con el cuello graciosamente inclinado, llevándose una flor a la nariz.

—¡Por Lady Milly! ¡Una mujer diminuta y encantadora con el pelo tan rojo y dorado como Castle Rock, Livingston! ¡Y por el pequeño lord!

Bebieron. Machray lo miró con ojos entornados.

—Livingston, tiene que cenar conmigo esta noche, ver mi casa. ¡Un sitio grande y vacío, como un granero, pero menudo panorama! ¡Diga que sí!

* * *

A las seis de la tarde subió a caballo por el bien despejado camino del acantilado para presentarse en la mansión, entregando Ginger a un vaquero que salió a recibirlo frente a la casa, y deteniéndose a echar una mirada a la pradera violeta que se extendía sin límites a sus pies, antes de subir los escalones de madera hasta el porche. El individuo de aspecto marcial que había visto al final en la tienda de campaña asistiendo a Machray en el rodeo apareció frente a él, el pelo incoloro peinado con una raya en el mismo centro de la cabeza.

—Buenas tardes, señor Livingston. Me llamo Dickson. Creo que será mejor advertirle de que el Capitán tiene también una invitada a cenar. Es la señora Benbow. Quizá conozca ya a la dama, ¿verdad?

Él dijo que no la conocía.

Los ojos de avellana de Dickson miraron tranquilamente los suyos.

—Regenta una casa en la ciudad, ya sabe, caballero. Debo añadir que no es exactamente una dama, pero sí una gran amiga del Capitán, si entiende lo que quiero decir.

—Entiendo, Dickson.

Dickson lo hizo pasar. Un enorme y cavernoso vestíbulo le recordó a la sala de sacrificio del matadero. Unas paredes decoradas con cabezas astadas se elevaban hasta la alta penumbra del piso superior, y había chimeneas de ladrillo a cada extremo, cada una con su fuego centelleante. Una escalera ascendía a la segunda planta, con una especie de entresuelo en el centro. La casa olía a polvo y serrín. Machray apareció por una puerta lejana, vistiendo falda escocesa, calcetines altos y una especie de casaca de lana con estrellas de capitán en las hombreras.

—¡Ah, Livingston! He invitado a cenar con nosotros a la señora Benbow, un poco de compañía femenina dará más ceremonia a la velada, ¿no le parece? Venga, le enseñaré la casa.

Recorrieron los dormitorios de la mansión, la habitación de los niños, la biblioteca, el despacho; en algunos de los cuartos vacíos había baúles de cuero amontonados. En el comedor ardía otro fuego, y la mesa destellaba con mantelería blanca, plata y cristal.

—Habrá algunos cambios el próximo verano, cuando Lady Milly venga con el niño —dijo Machray—. No quería hacerla venir a las Bad Lands hasta que hubiera aquí cierta apariencia de orden. Apenas puede llamarse a esto vida marital, viendo a tu mujer sólo en invierno. Le he enviado planos de la casa, y tiene intención de hacer una maqueta. Comprará muebles en Nueva York. Le encantan esas cosas. —Soltó una carcajada—. ¡Es un verdadero caso para los caprichos! Ha puesto nombre a la mansión, también, por una fotografía que le envié. «Widewings».[7]

Se quedaron mirándose. Machray sonrió tímidamente.

—No es incorrecto —observó Andrew—. Quizás un poco…

—Sí —lo interrumpió Machray, suspirando—. Para las Bad Lands. Una caprichosa contumaz. ¿Usted no está casado, Livingston?

Él dijo que era viudo. Machray lo miró con tal lástima y consternación que sintió que se le saltaban las lágrimas. Se oyó explicar que su mujer y su hija habían muerto ahogadas mientras daban un paseo en bote.

—¡Vaya, hombre, eso es terrible! —dijo Machray con voz suave.

Una mano enorme le masajeó el hombro.

—Venga, vamos a tomar un vaso de whisky.

De vuelta en el enorme vestíbulo Machray sirvió las bebidas de una licorera, y cogidos del brazo salieron al porche donde contemplaron la pradera, el matadero, y, a dos o tres kilómetros al norte, el grupo de casas en forma de T que era Pyramid Flat. Machray señaló la calesa que subía describiendo curvas por el camino de la ciudad, sus esmaltadas superficies reluciendo al último sol mientras llegaba a la cima del acantilado. Volvieron sobre sus pasos por el porche mientras la calesa se detenía frente a la casa. El conductor ayudó a bajar a la ocupante, una mujer alta, de curvas generosas, toda vestida de negro y tocada con un enorme e híspido sombrero negro.

Machray los presentó.

—El señor Livingston ha reclamado tierras en las Bad Lands, querida. Más aristocracia terrateniente amontonándose por estos pagos y buscándose la ruina.

La señora Benbow tenía el rostro salpicado de viejas cicatrices de viruela que daban un aspecto curiosamente indefinido a sus facciones. Unos ojos negros sometieron a Andrew a una observación exhaustiva.

—¿Va a pasar el invierno en las Bad Lands, señor Livingston?

Él dijo que durante el invierno viviría en Nueva York.

Ella asintió con la cabeza.

—Los inviernos son muy duros por aquí.

—Debe usted acompañarme en mi vagón privado del ferrocarril, Livingston —lo invitó Machray—. Verá que el Aurora es de lo más confortable. ¿Dentro de un mes? Creo que voy a embarcarme en el Carolla para Inglaterra el veintiséis de diciembre. Le mantendré informado.

A la mesa, con la llama de las velas dibujando trémulos puntos violetas en el mantel a través de las copas de vino que Dickson volvía a llenar con frecuencia, Andrew se sentaba a la izquierda de Machray y la señora Benbow a la derecha. A la luz de las velas su rostro picado de viruela cobraba un aspecto pálido y suave, enmarcado por densos mechones de pelo negro. Un invisible Dickson, que de cuando en cuando reaparecía con una botella de vino, tocaba en la gaita una selección de melodías sentimentales y chillonas.

Andrew felicitó a Machray por el burdeos.

—Ah, a los escoceses les encanta el buen burdeos —afirmó Machray—. En su momento se bebía en Escocia más burdeos que en cualquier otro sitio. Eso era antes de la Unión. A partir de entonces se nos obligó a tomar oporto: el vino del aliado más antiguo de Inglaterra y todo eso.

Alzó la copa frente a él como si fuera un pesado receptáculo y, mirándola con ojos entornados, recitó:

Firme y erguido estaba el Caledonio.

Viejo era su cordero, y su burdeos bueno.

¡Que beba oporto!, el sajón gritó.

Bebió el veneno, y su espíritu feneció.[8]

Sonrió ante sus carcajadas. La señora Benbow preguntó qué era la «Unión».

—¿Como la Guerra entre los Estados, Machray?

—No fue una guerra, sino simplemente un asunto de engaño y amenazas. Una muchacha preciosa arrastrada al matrimonio con un viejo solterón de hábitos asquerosos. ¡Fue un año negro para Escocia, aquél de 1707! Cuentan una historia que la divertirá, querida. —Se inclinó hacia delante, las manos juntas por la punta de los dedos y los ojos verdes fijos en la mujer—. En tiempos antiguos, por cierta razón que no recuerdo, los tratados siempre se referían a los Reinos de Inglaterra y Escocia y a la «Hermosa ciudad de Su Majestad de Berwick-upon-Tweed». Pero en esa fórmula hay un perverso punto débil. Esas palabras se emplearon en la Unión, y también en la declaración de guerra con Rusia. Dejaron de utilizarse, sin embargo, poco antes del tratado de Crimea, de manera que Berwick-upon-Tweed sigue en guerra con Rusia. Y así me siento yo muchas veces.

—¿En guerra con Rusia? —preguntó Andrew.

—Con quienquiera que amenace mis fronteras, digamos —respondió Machray.

Hubo un silencio. Andrew se preguntó si había sido una advertencia dirigida contra él. Observó la mano derecha de la señora Benbow, que alisaba el mantel.

—Vaya, sí que está orgulloso de su país, Machray.

—¡Ah, sí! He combatido mucho por él, sabe usted, como todos los Machray.

—Imagino que un título confiere cierto compromiso —dijo Andrew.

Machray sonrió, asintiendo con la cabeza.

—Mi progenitor es Marqués de Strathgorm y Cairnsporran, Conde de Sorby, y así sucesivamente. Recuerdo que de pequeño trataba de contar los cuarteles de armas en el paño del pescante de nuestra vieja carroza cuando, con horrorosos crujidos, la sacaban de su hibernación en ciertas ocasiones solemnes. Había un mozo de cuadra a quien le encantaba señalármelos. Con tipos como el viejo Joby la nobleza nunca perderá su propio rastro.

—Ni siquiera sé lo que son los cuarteles, Machray —dijo la señora Benbow.

Machray se lo explicó.

—No tiene por qué impresionarla todo esto —le dijo, dándole unas palmaditas en la mano—. No son sino paparruchas. En este país la gente es mucho más sensata.

—Esas cuestiones están rodeadas de misterio en este sensato país —terció Andrew—. ¿Será usted marqués cuando fallezca su padre?

Machray asintió con la cabeza.

—Señor de un ruinoso castillo lleno de corrientes de aire: el castillo de Cairnsporran, un lugar inhabitable; Lady Milly se niega terminantemente a vivir allí. Y también de varios pabellones de caza e incontables casas de campo de mal aspecto vinculadas a pedregosas superficies de sembrados que no rinden nada a menos que se exprima a sus míseros arrendatarios con gravámenes abusivos. Me incumbe la responsabilidad de restaurar la fortuna de la familia, ¿comprenden?

Dickson iba pasando una bandeja de servicio, que al quitarle la tapa frente a la señora Benbow emitió un cálido aroma a carne muy condimentada. Ella lo olfateó con recelo y se sirvió una pequeña porción.

—A pesar de todo, parece bastante orgulloso de su país, Machray —observó—. De éste ya no lo están tanto.

—Algunos sí lo estamos —objetó Andrew—. Quizá se trate de amor más que de orgullo, en estos días.

Vio cómo la señora Benbow miraba a Machray; era como si sus ojos negros no pudieran apartarse de su rostro durante mucho tiempo.

—¡Un brindis! —propuso Machray—. ¡Un brindis por los Estados Unidos de Norteamérica!

—¡Por Estados Unidos! —exclamó Andrew—. ¡Que limitan al Este con el Océano Atlántico, al Norte con Canadá, al Sur con la Doctrina Monroe,[9] y al Oeste con el Destino Manifiesto![10]

Machray rió entre dientes, pero a la señora Benbow no pareció haberle hecho gracia. Con su voz un tanto áspera, declaró:

—Pues yo no conozco por aquí a muchos hombres que amen a su país. Sólo aman el dinero.

—Ésa no es una característica exclusivamente norteamericana, querida mía —observó Machray, sirviéndose en su plato de la bandeja que le sostenía Dickson.

—En Harvard tuve un profesor convencido de que la verdadera búsqueda americana era la búsqueda en sí misma —intervino Andrew—. Que en su peor manifestación se convertía en la burda persecución del dinero, pero que aun así no nos interesa tanto el dinero como el hecho de conseguirlo.

—¡Eso es lo mismo! —aseguró la señora Benbow con vehemencia.

Machray agitó un dedo en su dirección.

—Pero a los hombres les gusta la idea de las cosas, ¿sabe, querida?

—¡Ah, sí, por aquí he oído decir a algunos que les encanta la idea del libre pasto! ¡Tanto jaleo por el hecho de que vengan extranjeros y pongan cercas en sus tierras! —A su vez, agitó el dedo en dirección a Machray—. ¡Lo que les gusta es la idea de su propia tierra, sin el desembolso de comprarla ni las molestias de cercarla!

Machray soltó una carcajada y Andrew observó el tirón de los pequeños músculos en torno a la comisura de la boca de la señora Benbow. Estaba viendo uno de los elementos subyacentes en los orígenes de las familias nobles: la capacidad de exigir lealtad a toda prueba. La contrapartida era la ferocidad de la animadversión que hombres como Machray podían provocar. Rió para sus adentros al pensar que lo que se había suscitado en la señora Benbow no era lealtad a un principio aristocrático, sino amor.

—Le contaré un detalle curioso a propósito de la propiedad de la tierra —le dijo Machray—. Cuando Escocia era un reino independiente, se conocía a su monarca como «rey de los escoceses», no como «rey de Escocia». Era simplemente el jefe de los hombres, y la tierra pertenecía al pueblo.

—En este país aún tenemos una oportunidad —repuso Andrew—. El Congreso está estudiando proyectos de ley en lo que se refiere, por ejemplo, al dominio público, la moción de Powell, por la que se incrementa la extensión del terreno concedido por el Estado a los colonos para las tierras de secano hasta mil treinta y siete hectáreas. Parcelando con arreglo a cuencas topográficas.

—Ah, el comandante Powell, del Instituto Topográfico. Lo conozco, Livingston. Pero ¿son suficientes mil hectáreas por aquí?

—Son más que las actuales sesenta y cinco, lo que es mejor que nada.

Machray sacudía la cabeza.

—Creo que he hecho lo más conveniente, y volvería a hacer lo mismo. ¡Aunque ha sido caro!

—Precisamente porque es caro no está al alcance de los colonos. Ni de la mayoría de los rancheros.

—Bueno, pues mala suerte para ellos, ¿no? —repuso alegremente Machray—. Sus espléndidos proyectos de ley sobre la tierra nunca se aprobarán, ¿sabe? Las asociaciones de terratenientes los tumbarán. Y los senadores del Oeste, que fingen beneficiar al ciudadano corriente, favorecen en cambio a los especuladores.

Dickson empezó a tocar de nuevo la gaita más allá de la puerta. Machray saludó con la copa a la señora Benbow.

—¡Por la buena compañía, señora! Voy a contarles una historia. Había una pequeña y selecta reunión de escoceses, buen whisky, fuego en la chimenea, a una hora tardía. Aquellos individuos estaban muy contentos juntos, hasta que uno de ellos notó un silencio prolongado. —Continuó hablando con marcado acento escocés—: «¿Cómo es que el lord de Harscadden parece tan triste?» «¡Oh, se ha reunido tranquilamente con su Hacedor hace dos horas, pero no he querido molestar a esta buena compañía mencionándolo!»

Andrew rió más largamente de lo que pretendía hasta que los otros dos lo miraron con curiosidad.

—Debemos brindar por su hijo, Machray —propuso la señora Benbow.

—¡Por el pequeño lord, entonces! —repuso Machray, alzando la copa.

Bebieron. Andrew observó los trémulos puntos rojizos que se reflejaban en la mesa, y la mano de la señora Benbow alisando el mantel.

—También debemos honrar a la madre —dijo Machray, y volvieron a beber.

Hubo un silencio en el que el alegre estado de ánimo pareció perderse. Andrew propuso un brindis por las Bad Lands.

—¡Sí, por las Bad Lands! —aprobó Machray—. ¡Que limitan al Este con el sol naciente, al Norte con la aurora boreal, al Sur con la línea del equinoccio! ¡Y al Oeste por el camino del imperio! —Dio una palmada triunfal mientras reía a carcajadas y, poniéndose en pie, propuso—: ¿Damos un paseíto por el porche mientras Dickson quita la mesa? ¡Hará frío!

Salieron al porche, la señora Benbow con una pesada capa sobre los hombros. Hacía mucho frío, su aliento se transformaba en vapor. Las estrellas eran pequeñas y claras como esquirlas de diamante. Al norte se veían las luces de Pyramid Flat, al este sólo había oscuridad, el continente extendiéndose hacia el océano Atlántico y el sol naciente. Mirando a oriente Andrew se preguntó si, tal como había admitido, aún amaba a su país, del cual ya no se sentía tan orgulloso como quisiera.

—¡Una estrella fugaz! —gritó Machray, señalando con el brazo en alto.

Andrew alcanzó a ver el arco de fuego. Inmediatamente, otro describió una curva por el negro universo.

—Una es dolor —dijo entrecortadamente la señora Benbow, casi con voz infantil—. ¡Y dos, alegría!

Vieron otro destello, y otro más; una tormenta de estrellas fugaces.

—Tres, una boda —continuó ella—. Cuatro, una muerte. Cinco, plata. Seis, plomo. Siete, fuego. Ocho, hielo. Nueve, hijos. Diez…

Su voz se fue apagando.

Al ver cómo inclinaba la cabeza en el hombro de Machray y éste la atraía con el brazo hacia sí, Andrew sintió un nudo en la garganta y un vehemente deseo que hasta entonces había disimulado, fingiendo que se había marchitado en él.