Llevaba una semana acampando en Fire Creek cuando Mary Hardy y su hermano fueron a hacerle una visita, la muchacha con un vestido de algodón azul y un bonete de alargada visera, a mujeriegas sobre un zaino; su hermano tras ella, con una cesta de mimbre atada a la parte trasera de la silla. A su espalda la calima flotaba sobre las enlodadas orillas del río. Ayudó a bajar a Mary Hardy, tratando de cogerla primero de la mano lisiada pero cambiando rápidamente la trayectoria de la suya propia. Ella se dejó caer al suelo a su lado, con las mejillas encendidas. Jeff le pasó la cesta.
—¡Mi madre pensó que le apetecería pollo frito!
—¡Hemos venido a ver sus dibujos, señor Livingston! —anunció Mary Hardy.
Admiraron la acuarela que había en su caballete, y pasaron las páginas de sus esbozos de animales y el rodeo de Machray. Jeff parecía incómodo, como si considerara el arte como una ocupación impropia de un hombre.
—No habrá dibujado a un oso pardo, supongo —dijo al cabo, pasando la serie de dibujos a su hermana e incorporándose con los pulgares remetidos en la canana.
Andrew dijo que no había visto ninguno.
—Creo que no quedan muchos en las Bad Lands —repuso Jeff—. Odio a los osos. De pequeño soñaba con que me perseguían osos pardos, y me despertaba berreando.
—Yo soñaba con que iba cabalgando por un camino ancho en un robusto caballo negro —dijo Mary Hardy, con una mano, enfundada en un guante de redecilla negra, sujeta en la otra—. Parecía que el animal se estaba escapando conmigo, aunque no llegué a saberlo. Y detrás venía un numeroso grupo de hombres, también al galope. A lo mejor eran soldados: con corazas plateadas y esos yelmos que llevaban los hombres de Cromwell. —Se ruborizó tímidamente y concluyó—: Nunca he sabido si me estaban persiguiendo, o es que yo los capitaneaba.
Comprendió que debía exponer un sueño suyo como una muestra de sinceridad ante las confesiones de aquellos muchachos, pero no se le ocurrió ninguno.
—Pues no sé, pero desde que he venido aquí, no he soñado ni una sola vez.
—¿En serio? —repuso débilmente Mary Hardy.
Jeff había salido a la puerta y estaba contemplando el río con las piernas, revestidas de zahones, bien separadas.
—Espere a ver cómo el hielo se atasca ahí abajo y el río se desborda en primavera.
—Eso me han dicho.
—Dijo una vez que le gustaría hacerme un retrato, señor Livingston —aventuró Mary Hardy, dejando los bocetos y apretándose las manos juntas contra su bien formado pecho.
—E insisto en ello. Sé exactamente la postura en que la pondré: sentada, ligeramente inclinada hacia delante con los brazos cruzados. ¿Conoce La anunciación de Fra Angélico?
Ella sacudió la cabeza.
—¿Qué es «La anunciación»? —preguntó Jeff, dándose la vuelta.
—Cuando el ángel anunció a María que iba a dar a luz a Cristo niño.
—Ésos son cuentos católicos —dijo Jeff, frunciendo el ceño.
Andrew dijo que tenía mucho interés en aquel pollo frito que le mandaba la señora Hardy.
Extendieron la manta en un sitio a la sombra junto al arroyo, y la manta, la cesta, su contenido y la fresca sombra eran como las meriendas campestres junto al estanque de Prester Head, sólo faltaban el pequeño embarcadero torcido y la canoa allí amarrada. Con el bonete echado hacia atrás y el rostro al descubierto, Mary Hardy fue pasando platos llenos de doradas porciones de pollo, ensalada de col, galletas, mantequilla y mermelada de ciruelas silvestres. Jeff hizo una hoguera con trozos de ramas secas, y clavó en el suelo una estaca de hierro con un gancho para el asa de la tetera. Cuando terminó de comer se dirigió a un sitio de la orilla no lo bastante lejos para no oír si lo llamaban, y se recostó contra un árbol con el sombrero sobre los ojos y un sedal oscilando en el agua.
Andrew tuvo ocasión de establecer la edad de Mary Hardy en diecinueve años. Le mencionó que era cuatro años mayor que Jeff, cuya edad ya había averiguado. Su padre estaba preocupado por Jeff, dijo ella en voz baja; no era muy amigo de los libros. Pero ella leía mucho. Él le preguntó por sus lecturas.
—Lorna Doone, Cumbres borrascosas, Jane Eyre… —Su sonrisa destelló—. Precisamente lo que aquí se espera que lea una joven de estos páramos. Y me gusta Harriet Prescott Spofford, aunque mi padre no lo aprueba.
Se inclinó hacia delante para servir té en las tazas. Su clavícula era tan frágil como la de un pájaro. Vio venas azuladas, y el latir de su pulso allí donde la piel tostada por el sol devenía lechosa.
—En realidad, mi padre no aprueba las novelas. Yo le digo que la única forma en que una persona puede aprender a comportarse es leyendo novelas.
—Pero él cree que como se aprende es leyendo a los filósofos, ¿no es así?
—Platón en vez de Pamela —repuso ella, riendo—. Hay un taburete en el pasillo junto a la puerta de mi habitación, donde encuentro los libros que debo leer. ¡Me sublevé contra La república, señor Livingston!
—¡Bien hecho!
Ella se llevó la taza a los labios, y al mirar por encima del borde y encontrarse con los ojos de Andrew, apartó rápidamente los suyos.
—Ahora, por aquí todo es pardo —se quejó ella—. En el valle de Shenandoah todo era verde cuando yo era pequeña. ¡Nunca se me olvidarán aquellos matices de verde, tan diferentes!
—¿Eran felices en Virginia, entonces?
—No, no lo éramos. Estábamos incómodos en muchos aspectos. Consideraban a mi p-padre como un oportunista, ya sabe, aunque él prefería pensar que sus problemas eran los propios de un hombre culto rodeado de zopencos.
—¿Es autodidacta?
—Oh, fue a un excelente colegio privado en Inglaterra, Ruthvens Hall, cerca de Manchester. Aunque debía de ser muy estricto. Sé que ahora está convencido de que era pobre cuando llegó a este país, pero mi madre afirma que tanto él como muchos otros jóvenes ingleses con los que vino aquí poco antes de la guerra, disponían de algunos fondos. Criaron ganado juntos pero se pelearon. Mi madre es de Pensilvania. —Como si con eso hubiera liquidado el tema, le preguntó si el estado de Nueva York era verde. Al ser informada de que así era, dijo—: Sé que es usted viudo, señor Livingston, pero no me he enterado de si tiene hijos.
—Un niño de tres años. Está al cuidado de su tía.
—¿Y lo quiere usted mucho?
Él no dijo que estaba decidido a no volver a querer mucho a nadie, pero le dio una respuesta convencional.
—¡Ahí viene Matty! —gritó Jeff.
Era el joven vaquero que se había presentado en su campamento de caza; acercándose a trote rápido, desmontó, se puso en cuclillas junto a Mary Hardy y aceptó una taza de té. Jeff se acercó a ellos, y los tres muchachos gastaron bromas y rieron con una despreocupada familiaridad de la que Andrew se sintió excluido, dándose al final cuenta de que esa exclusión era un poco forzada. Matty Gruby se alisó el escaso bigote con el pulgar, acarició el guardapelo, y no hizo caso a Andrew, que no sabía cómo asegurar al joven vaquero que no tenía los ojos puestos en su bella dama. Se recostó sobre los codos mientras oía la música de la armónica y la canción que cantaba Mary Hardy con su voz dulce y delicada, y trató de no pensar en las meriendas campestres de Prester Head.
Se marcharon juntos los tres, Mary Hardy insistiendo en que volviera pronto a Palisades. A su padre le encantaba la buena conversación, y a ella sus duetos al piano. Incluso cuando ya desaparecieron a lo largo del río siguió oyendo la tenue y triste música de la armónica.
* * *
Había dicho a Mary y Jeff Hardy que no había soñado en Fire Creek, pero aquella noche soñó, oyendo en su cabeza la lejana y dulce música que no era de armónica. Volvió a la gran mansión palladiana de Newport, con sus columnas blancas, los árboles y rosaledas, la hierba doncella invadiendo el jardín, la enramada, el destartalado cenador, los caminos entrecruzándose; y allí encontró a Elizabeth Darcy, sueño y recuerdo a la vez. ¡Qué pequeños eran sus guantes, qué altos los tacones de sus botines, cuánta electricidad en el aleteo de sus faldas, blancas como la nieve! Cómo hablaron, aquel verano, de arte, de amor, de sus almas. Experimentaron con óxido nitroso y con láudano, y leyeron en voz alta los poemas de Elizabeth Barrett Browning. ¿Cómo podían estar tan mal preparados para la vida… y para la muerte?
Tumbado, con los ojos firmemente cerrados, pensó que debía de ser en junio, con aquella brisa algo fresca que venía del agua. La música sonaba suave, insistente. La luz de colores oscilaba. Cogidos de la mano Elizabeth y él deambulaban por los caminos entre los setos, la música cada vez más lejana. Ahora corrían entre los altos árboles de esbeltos troncos del viejo cementerio cuáquero, donde la Muerte debió de observar su alegría y consultar su reloj.