6

La primera vez que vio el Palisades Ranch de Yule Hardy fue desde los acantilados sobre el río, unos edificios bajos en forma de L, troncos cuadrados con blancas franjas horizontales entre las grietas. De los tejados de barro cocido al sol brotaban hierbas secas. La casa del rancho se elevaba a la sombra de unos álamos agrupados en un promontorio que descendía hacia las mansas y parduzcas aguas del río. Más allá estaban los corrales y cobertizos.

Un sendero bajaba serpenteando entre las erosionadas formaciones piramidales del acantilado. En el valle cubierto de hierba los esperaba una calesa de cuatro ruedas y capota de lona, con un único ocupante, el propio Hardy, hombre menudo y robusto, cercano a los cincuenta años, con lentes de montura de acero y una perilla algo canosa. Recibió a Driggs con una sonrisa sorprendentemente afectuosa, que desapareció al saludar a Andrew con un movimiento de cabeza.

Andrew desmontó para estrechar la mano del ranchero, mientras Driggs, apoyado en el pomo de la silla, explicaba su interés en las Bad Lands y contaba el encuentro con Boutelle y Cletus. Hardy lo escuchó con rostro inexpresivo. Invitó a Andrew a ir con él, fustigando a su caballo castrado para que tomara la dirección de la casa del rancho, mientras Driggs, llevando de las riendas el caballo de Andrew junto con su recua de mulos, se encaminaba a los cotrales.

En el porche había varias butacas de cuero sin curtir dispuestas para disfrutar de la vista del río, y Hardy se adelantó hacia ellas con pasos breves y apresurados, como aquejado de reumatismo o viejas heridas. Se sentó en una butaca con un gruñido, e hizo un gesto a Andrew para que se instalara a su lado.

—Así que está decidido a vivir en las Bad Lands, señor Livingston.

—Al menos durante parte del año. Bill Driggs me ha dicho que es usted la persona indicada para aconsejarme sobre las perspectivas del negocio ganadero.

—Es una empresa ardua, señor Livingston —repuso Hardy. Tenía un rastro de acento británico—. Me dedico a esto desde hace muchos años, aquí y en Virginia, antes de trasladarme a estos lugares, y se lo puedo asegurar.

Se llevó el cigarro a los labios y contempló el río.

—Soy un hombre de negocios, caballero —dijo Andrew—. No un aficionado.

Hardy no le caía bien.

—Puede que sí. Sin embargo, si me piden que aconseje a un forastero sobre la cuestión de criar ganado, sólo puedo decir que es una empresa difícil. Han hecho mucha publicidad de que es un negocio sumamente rentable.

Andrew se distrajo al vislumbrar una figura tras el umbral de la puerta, una muchacha esbelta con un vestido azul tan parecida a su mujer en la flor de la vida que por un momento se le cortó la respiración.

Se retrepó en su chirriante butaca.

—Me gustaría saber más sobre los dos hombres que sin duda fueron enviados para hostigarme. Bill Driggs sugiere que la asociación de ganaderos de la región puede ser la responsable.

—¡Si así fuera, yo estaría al tanto! —repuso bruscamente Hardy. La muchacha que había visto en el umbral salió al porche. Llevaba una mano encima de la otra, como guardando algún objeto precioso. Tenía las mejillas encendidas.

—P-padre, ¿os apetecería un té al caballero y a ti?

—Ah, Mary —contestó Hardy, volviéndose hacia ella—. ¡Pues claro que sí! Éste es el señor Livingston. Mi hija.

—Encantado de conocerla, señorita Hardy —dijo Andrew, que se había puesto en pie. La muchacha, inclinando ligeramente la cabeza, dio la impresión de hacer una reverencia. Unos hoyuelos surcaron sus mejillas al sonreír, y su breve labio superior onduló de forma encantadora. No se parecía en absoluto a Elizabeth; sólo que era joven, y esbelta. Se retiró, aún con una mano encerrada en la otra.

—Tiene usted una hija muy bonita, señor Hardy.

—Sin duda se habrá fijado en que está lisiada.

No se había dado cuenta.

—La mano derecha —explicó Hardy. Hizo un gesto brusco con el puro—. Apruebo la Creación en la mayor parte de las cosas, pero no en todas.

De pie junto a la butaca, Andrew sintió un malestar extrañamente físico. Hardy miró con fijeza a la pálida extensión del río con los labios fruncidos como una cicatriz.

—No puedo animarlo en su interés —prosiguió, al cabo de un momento—. Es una lástima que no hablara usted con alguien mejor informado antes de dar los pasos que ha dado con Challis Reuter. Estas tierras son públicas. Efectivamente, por supuesto, cualquiera tiene derecho a ellas, y aún no se ha encontrado el medio de impedir una invasión de recién llegados; aunque un solo invierno en las Bad Lands suele bastar para que un granjero abandone la esperanza de explotar su parcela. Únicamente podemos negarnos a colaborar, sin lo cual es imposible la cría de ganado. Sin duda esos hombres con que se encontró usted mostraron una agresividad excesiva hacia quien consideraban un intruso. Pero ésta es una región dura, y la cría de ganado, una empresa difícil. Como ya le he dicho.

La señorita Hardy volvió con una bandeja lacada llena de cosas para el té, y él observó que la sostenía con la mano izquierda, apoyándola sobre la muñeca derecha. Su mano derecha era pálida y perfecta, con dedos largos y elegantes, la izquierda musculosa y enrojecida por el trabajo. Cuando dejó la bandeja volvió a cogerse la mano y se la llevó al pecho, ruborizándose ante su mirada.

Una mujer mayor se unió a ellos. La señora Hardy era tan rechoncha como su marido y también iba provista de unos anteojos con montura de acero. Sentada con la espalda rígida, sirvió el té mientras la muchacha desaparecía una vez más en el interior de la casa. Al cabo resonaron las notas de un piano, tranquilas como un arroyo discurriendo sobre las piedras: Schubert. Hardy contemplaba el río mientras la señora Hardy exhibía una sonrisa fija envuelta en una doble papada.

—La niña toca muy bien, ¿verdad señor Livingston?

—Me pregunto si me permitirían acompañarla al piano, señora Hardy.

—¿Toca usted, señor Livingston?

Dijo que sí y, sin esperar autorización, entró en la casa. En una estancia en penumbra la muchacha se sentaba frente a un piano vertical, la mano izquierda circulando con fluidez sobre el teclado. Ella le lanzó una mirada cuando se sentó a su derecha. Andrew mantuvo la mano abierta sobre las teclas del registro alto mientras ella seguía tocando. Oyó que la muchacha emitía un leve jadeo cuando empezó a acompañarla. Tenía una extraña sensación tocando sólo la parte de la mano derecha, pero pronto llevó la voz cantante. Ella lo siguió como una bailarina. Andrew sintió un doloroso júbilo detrás de los ojos, y en una ocasión la señorita Hardy le dedicó una rápida sonrisa.

Acabaron antes de darse cuenta de que los Hardy habían entrado al salón, y permanecían de pie en actitud curiosamente similar: Hardy tocándose con los dedos el nudo de la corbata, su mujer con la palma de las manos juntas bajo la barbilla. Con ellos estaba Bill Driggs y un melenudo muchacho de unos quince años.

—Ha sido precioso, señor Livingston —observó la señora Hardy—. ¡Antes yo acompañaba a Mary con la derecha, pero hace mucho que no lo hago!

La señorita Hardy estaba inclinada hacia delante, con la mano revoloteando sobre las teclas.

—Se quedará a cenar con nosotros, ¿verdad, señor Livingston? —preguntó la señora Hardy. Hardy le presentó al muchacho, el hermano de Mary, Jefferson, que le estrechó la mano con unos rígidos buenos modales, mientras miraba a su hermana con los ojos en blanco. Bill Driggs sonreía.

Volvió a sentarse.

—Adoro Schubert —dijo la señorita Hardy, en tono apagado. Desgranó un acorde. Empezaron a tocar.

* * *

Hardy bendijo la mesa largamente, invocando, según observó Andrew, la Creación, la Divinidad y el Dios de la Naturaleza, mientras los visillos se hinchaban y aflojaban con la brisa que entraba por la ventana abierta, filtrando el sol crepuscular. A la mesa se sentaban los Hardy, Andrew, Driggs y tres vaqueros del Palisades. La señora Hardy sirvió los platos de fuentes humeantes, su hija los distribuyó con la mano buena, y los vaqueros engulleron sus viandas e inmediatamente se excusaron y se marcharon. Andrew mencionó que había conocido a Lord Machray en el rodeo. Era consciente de una tensión que no llegaba a entender, todo el mundo mirándolo con expectación salvo Mary Hardy, que se dedicaba a trocear una zanahoria con el cuchillo y el tenedor.

—¿Es usted amigo de Lord Machray? —preguntó Hardy.

Dijo que le caía muy bien. Driggs puso mala cara, como si hubiera cometido un error social.

—Me parece que es un sentimiento poco extendido —aventuró.

—Sí —confirmó Driggs.

—Quizá podrían informarme de los motivos.

Driggs y Hardy intercambiaron una mirada.

—Creo que esto es cosa mía, Yule —dijo Driggs.

Apoyándose en los codos, se inclinó hacia delante, su rostro lleno de arrugas vuelto hacia Andrew.

—Para empezar, aparece por aquí con un papel llamado cédula, del que nadie ha oído hablar y que le da derecho a adquirir tierras estatales. Donde quiera y cuantas quiera. A continuación, rodea con una cerca un terreno que, a primera vista, constituye la mitad del Territorio, y además reivindica más tierras y otros derechos de pasto. Con la cerca, ha dejado encerrados a algunos, y ha cortado el paso a otros. Como a mí, que llevo veinte años ganándome la vida en estas tierras matando lobos o cazando para suministrar carne a las cuadrillas del ferrocarril. La ha puesto por donde pasa la única ruta que puede seguirse río abajo sin tener que vadear aguas profundas ni luchar con arenas movedizas en primavera. Y puede que aún no haya visto usted lo que ese alambre hace a los antílopes, o a las vacas, que se enredan en él.

»Parece como si toda la ciudad de Pyramid fuera suya. Es descomunal y orgulloso, y sólo con ver cómo se pasea en su reluciente calesa con un puro metido en la boca pone furioso a cualquiera. —Sonrió a la mesa en general y prosiguió—: Os habréis dado cuenta de que no he mencionado el hecho de que se está construyendo un palacio en el acantilado. Ni de que su matadero apestará cuando esté en funcionamiento, si es que llega a estarlo. Ni de esos empleados suyos en el edificio de ladrillo que van con viseras por ahí. Ni siquiera me molesté en mencionarlos.

—Son sentimientos un poco fuertes, Bill —observó la señora Hardy.

—Sé que parezco aborrecible —dijo Driggs a Andrew—. Quizá me lo merezca. Yo andaba cazando por aquí cuando había que llevar doble dosis de estricnina para uso personal y así evitar el poste de la tortura si te atrapaban los diablos pieles rojas. Odio a los sioux. Lo mismo que al oso pardo. ¡Y creo que Lord Much-a-caca es peor que todo eso!

—P-padre… —musitó Mary Hardy.

—Deja que hable yo, cariño, si no te importa —dijo Hardy. Miró a Andrew por encima de los lentes—. Toda la vida he estado enamorado de las instituciones libres —sentenció con gravedad, haciendo una pausa—. Vine aquí desde Inglaterra a temprana edad porque consideraba que la vida que llevaba allí no se diferenciaba mucho de la esclavitud, y conseguí la ciudadanía de este país combatiendo con la Unión en contra de la esclavitud. ¡La libertad me ha obsesionado, señor Livingston! Y el territorio más libre de este país, que es donde más libertad hay en el mundo, se encuentra aquí, en las Bad Lands. Y Lord Machray pretende convertirlo en su feudo personal. ¡Eso va contra todo lo que esta nación se rebeló hace cien años! —Alzó el dedo índice y prosiguió—: Lo considero mi enemigo. Porque es enemigo de la especial libertad de las Bad Lands. De los pastos libres, de la libre colaboración, de las instituciones libres. ¡Con su desprecio hacia los seres inferiores, y sus planes para enriquecerse a su costa!

—Me dio la impresión de que sus planes irían en beneficio de todos los ganaderos de las Bad Lands —observó Andrew.

La señora Hardy le lanzó una mirada de soslayo y, aunque no dijo nada, Andrew pensó que estaba de acuerdo con él.

Hardy echaba chispas por los ojos.

—¡Prefiero que se lleven los beneficios de nuestra industria unos comisionados de Chicago de la peor calaña antes que ese tal Lord Machray!

Hubo un silencio. Las manos contra el pecho, Mary Hardy observaba el rostro de su padre. Junto a ella, su hermano se sentaba incómodo, los hombros encogidos, sus protuberantes orejas al rojo vivo.

—¿Qué es esa cédula que consiguió Machray? —preguntó Andrew.

—En parte es lo que se denomina «cédula militar» —contestó Hardy—. Se entregaba a los soldados como recompensa, para que pudieran adquirir tierras públicas. Parte de ellas se entregó a los choctaws a cambio de sus tierras. Y creo que hay otra cédula derivada de la confiscación de las concesiones agrarias de los españoles en California. Todo eso ha caído en manos de los especuladores, desde luego. Que sacan de ello enormes beneficios. —Suspiró y añadió—: Además, Lord Machray ha adquirido gran cantidad de tierras del ferrocarril. Tres mil setecientas hectáreas, tengo entendido.

—En general —rió Driggs—, a nadie se le ocurre comprar tierras cuando pueden utilizarse gratis. ¡Pastos libres!

Hardy volvió a levantar el dedo.

—Aquí, señor Livingston, el pasto de las praderas, al igual que el ancho mundo, fue creado para beneficio de todos. Pero a lo largo de la historia ha habido hombres que, considerándose mejores que el común de los mortales, se han apoderado del territorio para su propio uso. Conquistándolo, comprándolo. A través de oscuras maniobras, da lo mismo. De manera que mientras la mayoría de los hombres queda degradada y privada de derechos, unos pocos refuerzan la alta opinión que tienen de sí mismos. —Hizo una pausa, suspiró y, en tono más bajo, añadió—: Bueno, debo bajarme de mi caballo de batalla, para no disgustar a mi mujer y mi hija.

—Ese caballo iba avanzando a buen ritmo, Yule —observó Driggs, sonriendo, mientras Hardy se limpiaba las comisuras de la boca con la servilleta.

—Lo sé, me dejo llevar. ¡Pero veo tan claramente cómo debería ser este país…, cómo debía haber sido! Hombres libres. En tierras libres. Cada hombre colaborando con el vecino para garantizar las bendiciones de la Naturaleza. Supongo que le pareceré un visionario, señor Livingston.

—Lord Machray también parece un visionario —repuso él.

—De distinta manera. En otro sentido muy diferente —apostilló Hardy mientras se limpiaba los anteojos con la servilleta. Su hijo lo miraba fijamente, como si estuviera escuchando las Sagradas Escrituras. Mary Hardy rompió el silencio.

—¡Toca usted el piano maravillosamente, señor Livingston!

—¡Le devuelvo el cumplido, señorita Hardy!

—Debe de haber estudiado durante muchos años.

—Con una estricta y noble señora llamada Madame Lester —informó él—. Que me pegaba en las manos con una férula cuando no me portaba bien.

Mary Hardy deslizó a su regazo la mano lisiada mientras lanzaba una mirada a su padre, quien, en el acto de volverse a poner los lentes sobre la nariz, fulminó a Andrew con una mirada enmarcada en unas pálidas órbitas. Sintió que se le encendían las mejillas ante su metedura de pata.

Pero la sonrisa de la muchacha destelló de forma tranquilizadora cuando él le preguntó con quién había estudiado ella.

—¡Ah…, con mi madre!

—Debe de ser una espléndida artista usted también, señora Hardy.

Largos hoyuelos, como los de su hija, surcaron las ajadas mejillas de la señora Hardy al sonreír.

—Oh, en cierta época, quizás. Hice carrera una vez, pero vino la guerra y me casé. —Los hoyuelos desaparecieron, sustituidos por su habitual expresión afable. Se levantó bruscamente—. Vamos a quitar la mesa, Mary. —Y explicó a Andrew—: Mi marido no cree en los sirvientes, ¿entiende, señor Livingston? Por tanto son las mujeres de la casa quienes realizan las tareas domésticas.

* * *

Más tarde, Andrew y su anfitrión se encontraron a solas en el porche, al oscurecer. Se permitió expresar la opinión de que su salvador, Driggs, era un hombre de sólidos sentimientos.

—Yo lo considero la sal de esta particular región de la tierra —repuso Hardy.

—Y se fiará más de su buen juicio que del de cualquier aristócrata europeo.

Parecía un reproche.

Hardy empezó a caminar por el porche, las manos cogidas a la espalda. Finalmente preguntó si Andrew se consideraba un hombre cultivado.

Él contestó que era lo bastante culto como para saber que era un inculto.

—¡Eso es cultura! —repuso Hardy, asintiendo con aire de aprobación—. Cuando hablaba de aristocracia hace un momento, no quería insinuar que fuera algo inherente a Europa. La costa oriental de este país posee su propia aristocracia. —Se aclaró la garganta—. Cuénteme algo sobre usted, señor Livingston.

—Supongo que mi familia pertenece a la clase que acaba de mencionar. Siempre nos hemos dedicado a la política en el estado de Nueva York, y hemos sido banqueros durante generaciones, aunque mi padre decidió que yo fuera arquitecto. Estudié en la Universidad de Harvard. Soy viudo. Antes de venir a las Bad Lands, trabajaba en el Manufacturers and Grain Bank de Nueva York, y soy vicepresidente del Club Republicano de esa ciudad.

Pensaba que Hardy podría haberse ofendido por su respuesta, pero su anfitrión se limitó a asentir con la cabeza, contemplando una bandada de pájaros que volaba bajo sobre el río para luego remontarse y, batiendo alas, desaparecer sobre los acantilados.

—Así que es usted un político, señor Livingston.

—Es lo que se espera de los miembros de mi familia.

—¿Y siempre hace lo que se espera de usted?

—Hasta hace un mes, sí.

Hardy le ofreció un cigarro, que él rehusó, y el ranchero encendió uno, sacudiendo luego la cerilla. Exhaló un humo aromático.

—Señor Livingston, reconozco que no he sido tan franco como me gusta considerar. El caso es que tengo mucha fe en la cría de ganado como empresa comercial. Tal como Catón el Viejo dijo en De agri cultura en respuesta a la pregunta de: ¿Cuáles son los usos más sabios de la tierra? En primer lugar, criar ganado de forma provechosa. En segundo lugar, criar ganado de forma medianamente provechosa. En tercer lugar, criar ganado sin beneficios. Por último, arar la tierra. El incremento del propio rebaño adquiere una especie de interés natural, señor Livingston. Además, la hierba es especialmente nutritiva en las Bad Lands, y los animales soportan bien varios inviernos, haciéndose más robustos, si cabe, por las privaciones que sufren.

—Pero según dice usted, las praderas ya están congestionadas.

Se le ocurrió que Chally y él se habían convertido en una especie de Estado tapón entre su anfitrión y Lord Machray.

—Esa sensación tenemos, como usted ha comprobado hoy. Existen muchas posibilidades de que se produzcan roces. Es inevitable que su ganado entre en tierras del vecino, y que alguna de las reses de él se internen en las suyas; por eso hacemos el rodeo en otoño y primavera. La colaboración es una necesidad absoluta en territorio ganadero. Y en cuanto a que los pastos estén congestionados, aún queda pradera suficiente si se observan las sencillas normas que rigen las relaciones humanas.

—Me temo que, según mi experiencia, esas normas sólo se observan en la medida en que conviene a la naturaleza humana.

—Por lo visto, mi experiencia con la naturaleza humana ha sido de calidad superior a la suya —repuso fríamente Hardy.

—La experiencia que he tenido hoy mismo confirma mis peores impresiones —dijo Andrew—. Pero desde que he conocido a Bill Driggs y a la familia Hardy, me he hecho más optimista.

Hardy desplegó una súbita y afectuosa sonrisa.

—¡Señor Livingston —anunció, tendiendo la mano—, seremos amigos además de vecinos!