Con las primeras luces el búfalo muerto parecía desinflado, como si se estuviera hundiendo en la tierra, fundiéndose con ella. El viejo asaba más tajadas de lengua mientras Andrew dibujaba al animal con más detalle, los malignos cuernecillos medio ocultos entre la áspera lana, los nudos de garrapatas en las delgadas ancas, las pezuñas sorprendentemente delicadas. Llenó muchas hojas antes de darse por satisfecho, y la mañana estaba muy avanzada cuando, tras agotadora labor, acabaron de desollar al animal.
Por la tarde, el calor desprendía oleadas de neblina por los angulosos riscos y los pálidos flancos de los cerros. Entre la calima se materializó un jinete, un vaquero que, tras cabalgar en línea recta hacia ellos, se detuvo en medio de una polvareda fina como el humo. Se levantó el ala del sombrero a guisa de saludo, descubriendo un rostro bronceado y cubierto de polvo.
—A juzgar por su aspecto, señor, es usted del Este —dijo a Andrew—. ¿Sabe boxear?
Perplejo, Andrew contestó que estaba familiarizado con el boxeo; ¿por qué?
—El lord montará un espectáculo para nosotros si le encontramos contrincantes, ¿sabe?
—¿El lord?
—Lord Machray —especificó el vaquero con un gesto amplio, indicando a la vez anchura y altura—. Le llevamos a un inglés, un cazador que, según él, sabía boxear, pero el lord lo tiró al suelo así —chasqueó los dedos—. Luego nos enteramos de que había cazadores por aquí. Bueno, vendrá a boxear con el lord, ¿verdad?
—De acuerdo —dijo Andrew. Vio que el viejo fruncía ferozmente el ceño; Joe exhibía su habitual expresión de leve sorpresa.
—¡Ah, estupendo! —exclamó el vaquero. Volvió bruscamente la cabeza hacia los cargados mulos—. Veo que ha conseguido algunos trofeos. ¡Si derriba al lord, a lo mejor se puede llevar su falda escocesa! —concluyó con una carcajada.
Joe le preguntó dónde estaba el rodeo.
—Estamos al otro lado del valle, arriba, por los Black Buttes.
Se dirigieron al norte y a última hora de la tarde llegaron a una amplia hondonada, con achatados cerros semejantes a enormes y calcinados troncos de árbol rodeando la parte septentrional. El terreno estaba plagado de ganado pastando, en su mayor parte cornilargos que llevaban la marca del Ring-cross. Entre ellos había algunos animales de pelo largo y estilizada apariencia.
—Arruinando el territorio —oyó Andrew murmurar al viejo.
—Parece que ese búfalo suyo se dedicó un poco a semental, señor Livingston —observó Joe.
—Son del lord, traídos de las Tierras Altas de Escocia —explicó el vaquero—. Tienen pinta de poder aguantar la dureza del invierno, ¿eh?
Andrew distinguió jinetes entre las aglomeraciones de ganado. Chillidos y gritos tiroleses resonaban en el aire polvoriento. Se acercaron a un pequeño asentamiento de carros y tiendas de campaña, y pasaron frente a un corral de caballos de monta, una maraña de cabezas curiosas inclinadas para examinarlos. Más allá, se procedía a marcar el ganado: becerros chillando, un hedor a carne y pelo quemados, gritos de hombres, convulsiones de furioso movimiento. Andrew sentía la animación como una descarga galvánica.
Un hombre gigantesco se apartó de una de las hogueras para ir a su encuentro a largas zancadas. Iba con las piernas desnudas, vestido con una falda escocesa de color rojo, una sucia camisa caqui y gruesos calcetines de lana enrollados en torno a las polvorientas pantorrillas. Bien afeitado, tenía el rostro sudoroso bajo una mata de pelo rubio.
Su mano engulló la de Andrew en un tórrido apretón.
—Machray —anunció. Sus ojos eran verdes como esmeraldas—. Has encontrado un interesado, ¿verdad, Ben? —A Andrew, que ya se había presentado, le dijo por la comisura de la boca—: Estos chicos tan trabajadores están locos por divertirse, y nada entretiene más que ver a los miembros de las clases superiores liándose a mamporros unos con otros. ¿Ha practicado algo el boxeo, señor Livingston?
—En la universidad —contestó él. No se creía capaz de aguantar mucho frente a aquel escocés descomunal.
—Bueno, pues vamos a ello mientras aún hay luz —propuso Machray cuando él desmontaba—. Espero que nos disculpe si nos comportamos con cierta brusquedad.
Acudían hombres corriendo, llamando a los demás. Estalló un estrépito de metal golpeando sobre metal. Se escucharon gritos de júbilo. La cálida mano de Machray permanecía amistosamente en su hombro mientras avanzaban juntos. Animadamente, los sudorosos hombres de las cuadrillas dedicadas a enlazar y marcar las reses empezaron a seguirlos. De la tienda del cocinero salía un suculento y vaporoso olor a estofado. Cerca de allí había un ring de boxeo, con cuerdas amarradas a tres postes y a un cedro desmochado. De una rama colgaban guantes almohadillados.
—Me he traído unos juegos de guantes para animar un poco las cosas —explicó Machray—. Lástima que no me diera cuenta de que yo sería el actor principal.
Mantuvo la cuerda en alto para que Andrew pasara por debajo.
Con la familiar agitación de la adrenalina bullendo en sus venas, Andrew se quitó la camisa y se puso primero un guante y luego el otro. Olían a sudor y a mantequilla de cacao, y le dieron una sensación fresca y húmeda en las manos. Los extendió hacia Joe Reuter, al otro lado de la cuerda, que se quedó mirándolos sin comprender hasta que empezó a apretárselos y hacerle unas lazadas. Machray se despojó a su vez de la camisa para descubrir un torso blanco como la tiza, semejante al de una estatua de mármol; Andrew hizo una mueca al ver una espeluznante cicatriz escarlata, como una quemadura del sol, en su hombro izquierdo.
Los vaqueros se apiñaron de dos en fondo por la parte del ring más cercana a la tienda del cocinero, y luego empezaron a llegar otros, que se fueron colocando por los demás lados del cuadrilátero. Había cesado el estrépito de las tapaderas de cacerolas, y ahora apareció el cocinero frente al ring, con un trapo blanco anudado en torno a la cabeza como la pañoleta de un gitano, las dos tapaderas alzadas como platillos.
Con los guantes puestos, Machray adoptó una postura anticuada con los puños bajos. Empezó a dar vueltas con la espalda echada hacia atrás, lanzando golpes con la derecha y la izquierda, mientras los vaqueros lanzaban vítores. Andrew también amagó con algunas fintas de práctica. El volumen de los vítores aumentó. Encorvando los omoplatos metió la barbilla entre el hombro derecho y rió entre dientes ante los misterios de las Bad Lands. Lanzando golpes cortos, se sentía ebrio de excitación.
El cocinero hizo resonar las tapaderas, y Andrew y Machray avanzaron al centro del ring para tocar guantes. Una vez más, el rostro del escocés se retorció en una amplia mueca. Le sacaba la cabeza a Andrew.
Lanzando un golpe corto al mentón de Machray, se hizo a un lado. Inmediatamente tuvo que bloquear un derechazo tan fuerte que el guante le rebotó en la cara. Resonaron vítores en sus oídos. Atacó con otro golpe corto y retrocedió. Por fin encontró un hueco y se regocijó al ver cómo la cabeza rubia se tambaleaba por el impacto. Con los codos bloqueó otro potente swing a su estómago. Lanzó un golpe corto y retrocedió. Acechándolo, el reluciente torso del escocés oscilaba de un lado a otro, la cicatriz coléricamente enrojecida contra la piel blanca. La nariz también se le estaba coloreando. Con uno de los puños alcanzó a Andrew en las costillas justo cuando las tapaderas resonaban de nuevo para señalar el final del asalto.
En su esquina, donde Joe lo aclamaba con una goteante esponja en la mano, se apoyó en el poste presionándose con el codo las doloridas costillas. Los vítores proseguían de forma irregular, intercalados con gritos y carcajadas.
—¡Lo está haciendo muy bien, señor Livingston! —exclamó Joe con entusiasmo, pasándole la esponja por la cara—. ¡Le ha puesto las narices como un capullo de rosa!
—¡Oiga, señor Livingston, boxea usted estupendamente! —dijo el viejo.
Era la primera vez que oía una aprobación por su parte, y sonrió mientras cerraba los ojos ante la esponja. Sólo parecieron transcurrir unos segundos antes de que resonara de nuevo el estruendo metálico, y Machray y él se levantaron de sus esquinas.
Siguió lanzando golpes cortos y retirándose. Bloqueó un gancho, desvió otro y se lanzó hacia delante para colocar un derechazo. Echándose atrás, se felicitó a sí mismo al ver parado a Machray, que se llevaba el guante a la cara como un niño que se hubiera dado un golpe en la nariz. Las aclamaciones se convirtieron en un rugido. Cuando se enzarzaron de nuevo, de la nariz de Machray goteaba sangre.
Bloqueó un tremendo derechazo que le hizo ponerse de nuevo a la defensiva, paró otro y otro mientras el escocés lo perseguía, obligándolo a retroceder. Andrew le lanzó a su vez un derechazo, pero esta vez recibió otro golpe en las costillas que le cortó el aliento. Le temblaban las piernas cuando terminó el asalto.
Se apoyó jadeando en el poste de la esquina mientras Joe le pasaba la esponja por la cara y el viejo parloteaba. Por encima del hombro alcanzó a ver a su contrincante en idéntica postura, pero con el rostro alzado mientras su segundo le curaba la nariz.
Cuando volvieron a resonar las tapaderas, le pareció importante llegar al centro del cuadrilátero antes que Machray. Con la mejilla manchada de sangre y trozos de algodón asomando por las ventanas de la nariz, el otro avanzó desde su esquina agitando los guantes. Andrew le lanzó un gancho, lo alcanzó de un directo y lo obligó a retroceder, amagando con golpes cortos, agachándose, bloqueando la derecha que le buscaba las costillas. Llegó de lleno con otro derechazo a la nariz de Machray. Los vítores eran continuos mientras el escocés retrocedía. Sin duda Machray debía de sentir tanto cansancio en las piernas como él.
En el siguiente asalto Machray no lo persiguió sino que permaneció quieto en un sitio con los pies bien separados, balanceando los hombros de un lado a otro, la nariz empezando inmediatamente a sangrar, una expresión terca y desapasionada en el rostro. Hasta su falda escocesa parecía mustia. Andrew lanzó un golpe corto, otro cruzado con la derecha, avanzó, amagando con un gancho, la mano derecha alzada…
De buenas a primeras se encontró tendido de espaldas mirando al preocupado rostro de Machray. Le puso delicadamente un guante sobre la mandíbula y se la movió a un lado y a otro. La cara de Joe Reuter se unió a la del escocés a una gran altura sobre él. Machray se arrodilló para pasarle un guante bajo la nuca y levantarle la cabeza. La sangre del escocés le goteaba sobre el pecho desnudo.
—¿Se encuentra bien, Livingston?
Más rostros se agruparon sobre él.
—Me parece que llevado por su éxito ha bajado un poco la guardia —observó Machray.
Se incorporó. Con Machray sujetándolo por debajo de un brazo y Joe del otro, se puso en pie. Oía vítores desde muy lejos. Vio a vaqueros que agitaban los sombreros. Lo llamaban por su nombre. Quitarle los guantes fue una operación complicada. Joe le limpió el polvo de la espalda y lo ayudó a ponerse la camisa. Machray se apretaba la nariz con el índice y el pulgar.
—¿Tomará un whisky conmigo, Livingston?
Aún seguía aturdido cuando Machray lo acompañó entre las filas de vaqueros, que se iban dispersando. El sol se había puesto y sintió frío.
—¡Oiga, lo ha hecho muy bien, señor Livingston! —le gritó un vaquero de cara sucia y barba de varios días.
—¡Le ha hecho sangre, al menos! —dijo otro.
—Ha aguantado ahí mucho más que yo, mi querido amigo, una eternidad —dijo una voz sumamente cultivada. Era un joven inglés, robusto, con camisa a cuadros y grandes patillas, que acariciaba con gesto afectado—. ¡Ese individuo me tumbó en el primer asalto!
Hicieron pasar a Andrew a una tienda de campaña con la lona recogida por abajo, junto al inglés, que continuaba hablando:
—Sí, sí, ahí estaba yo sembrando el terror entre la fauna del lugar cuando me convocaron aquí para darme una buena paliza. Parece una costumbre de la zona que todo transeúnte haya de ser vapuleado por el Caballero Verde, aquí presente. —Lanzó una ruidosa carcajada, mostrando unos incisivos de conejo.
—Merecía que le dieran una buena por falsas pretensiones —apostilló Machray. Aún sin camisa, el escocés deambuló por la tienda con aire desorientado, la cabeza inclinada como habituado a techos bajos—. Hay individuos que viajan por el país pretendiendo cazar animales. En realidad tienen los ojos bien abiertos por si surge la ocasión de hacer negocio. ¡Pero ya es tarde! Se han agotado las oportunidades.
Había un arcón de cuero a los pies de un catre con un cobertor tan estirado como la piel de un tambor, un escritorio de campaña de patas cruzadas y dos sillas. Andrew se derrumbó en una de ellas mientras el inglés ocupaba la otra. Machray encontró vasos y sacó una botella marrón de un cajón del escritorio. Cogiendo un vaso a la altura de la vista, escanció una medida de whisky dorado, se lo pasó a Andrew, sirvió otro al inglés y un tercero para él. Con un gruñido se sentó en el catre. Sus prominentes rodillas eran huesudas y estaban enrojecidas.
Justo entonces entró un hombre en la tienda, bien afeitado, con el pelo cortado al cepillo: el segundo de Machray. Llevaba en la mano una camisa caqui con aire de desaprobación.
—Ah, Dickson —dijo Machray.
—Póngase la camisa, Capitán, ahora mismo; va a coger un resfriado —dijo Dickson. Chasqueando la lengua, ayudó a Machray a ponerse la camisa. Abrió el arcón y sacó una chaqueta de lona, doblada, que extendió sobre los hombros de Machray. Luego se agachó a examinar el algodón que taponaba la nariz del escocés.
—Me cuida —dijo Machray cuando el hombre se marchó—. ¡Por los ausentes! —brindó, alzando el vaso. El ardiente alcohol pasó por la garganta de Andrew para inundarle de calor el estómago.
—¡Ah, qué bueno es, caballero! —exclamó el inglés, tirándose de las patillas.
Machray emitió unos suaves sonidos de regocijo, intercalados con un súbito suspiro.
—Quizá sepa usted, Livingston —dijo, mirando a Andrew con los ojos entornados—, que a Eduardo I de Inglaterra se le conocía como «el martillo de los escoceses». ¡Esta tarde me ha dado la impresión de enfrentarme con Eduardo el Sajón! —Y añadió, tocándose la nariz taponada con algodón—: ¡Me ha puesto usted una buena probóscide!
Andrew repuso que le cambiaría la nariz si en la transacción se incluyeran una mandíbula y unas costillas bastante deterioradas.
Machray alzó su vaso para beber otro trago.
—Gracias a la Providencia que ya es de noche, o esos muchachos seguirían por ahí, secuestrando a más contrincantes para boxear. ¿Y cómo se encuentra usted, Sir Charles?
—¡Los dolores van desapareciendo rápidamente, caballero!
—Es usted cazador, además, ¿verdad, señor Livingston? ¿Cómo le están tratando las Bad Lands?
Él contestó que ayer había cazado un búfalo.
—¿En serio? Esos bichos escasean hoy día. —Machray se dirigió a Sir Charles—. ¿Se da cuenta de que no hace tres años que había trescientas mil de esas grandes bestias por esta parte? ¡Exterminadas por la piel, por la lengua, sólo por el placer de matarlas! ¡Les disparaban desde las ventanillas del tren! ¡Una carne excelente desperdiciada!
Andrew sintió que se ruborizaba, como si fuera una crítica personal. Machray dejó su vaso vacío y se puso una manaza en cada rodilla. Con una dura mirada en sus ojos verdes, proyectó hacia delante el labio inferior.
—Me perdonará si le parezco un tanto desdeñoso. He tenido experiencias poco edificantes con cazadores. ¿De dónde es usted, señor Livingston?
Ante el interrogatorio de su anfitrión, contestó que era de Nueva York, hombre de ciudad, aunque nacido en Long Island, producto de la Universidad de Harvard, banquero y republicano, y que su expedición a las Bad Lands tenía el doble motivo de dibujar y llevarse trofeos a casa.
—Ya veremos algunos de esos dibujos después de cenar, si es posible —dijo Machray.
—Horrorosa cicatriz tiene usted ahí —terció Sir Charles, que no compartía el interés de Machray por Andrew.
—Tel El Kebir —explicó Machray, haciendo una mueca al tocarse el hombro—. Los muchachos del pachá se te echaban encima cuatro o cinco a la vez, todo lanzas y túnicas ondeando, de modo que no sabías dónde les dabas, y justo cuando creías haberlos derribado a todos siempre aparecía otro. Ganamos, pero por los pelos. Dickson le levantó la tapa de los sesos a aquel individuo justo a tiempo.
Se puso en pie para servir más whisky en los tres vasos. Brindaron por las Bad Lands.
—Oiga, no entiendo el apelativo de este territorio —dijo Sir Charles, arrastrando las palabras—. Las Bad Lands no son malas tierras, a mí me parecen preciosas. Como un jardín con esculturas.
—Los franceses las denominaron así en sus mapas: «Mauvaises terres pour traverser» —explicó Machray—. Se quedaron con el nombre de «Malas Tierras», aunque algunos extravagantes intentaron ponerles Pyramid Park. Como a nuestra metrópolis, Pyramid Flat.
—Tengo entendido que está construyendo un matadero en Pyramid Flat, Lord Machray.
—Sin duda habrá visto la chimenea al pasar por la ciudad. Va a ser un negocio tremendo, increíble. Desde luego, parece una estupidez transportar ganado a Chicago para que ellos nos manden luego carne preparada. Con grandes beneficios para el ferrocarril.
—¿Le van a vender su ganado los rancheros de la región en vez de enviarlo a Chicago?
—Y a un precio más favorable. Tiene usted delante a un benefactor público, señor Livingston; y sospechoso en todas partes, como siempre resulta esa clase de individuo. ¡Pero haré que las Bad Lands florezcan como un jardín de rosas! ¡Ganado vacuno! ¡Ovejas! ¡Cerdos! ¡Cultivos! Y una ciudad en medio de todo eso. ¡Alegres vaqueros, peones, empleados, todo el mundo trajinando afanosamente mientras su dueño y señor asegura la prosperidad!
Machray soltó otra carcajada, pero en su rostro había una expresión que convenció a Andrew de que no hablaba enteramente en broma. Al cabo de un momento, prosiguió:
—Y ahora ciertas disputas con el ferrocarril me hacen pensar que quizá deba adquirir mis propios vagones refrigerados. ¡Hasta puede que tenga que comprarme mi propio tren! Ah, los gritos de rabia y dolor que se alzarán en Glasgow, en donde residen mis patrocinadores judíos, cuando hagan recuento de su lucro mal habido. ¡Figúrense sus chillidos elevándose por esa ciudad infecta hasta convertirse en la verdadera música de la esfera celeste!
Una vez más estalló en carcajadas, golpeándose la pierna con la mano, mientras Andrew y Sir Charles reían con él.
—¿Lord Machray? —llamó una voz desde fuera.
—Entra, Johnny, pasa.
Apareció un hombre delgado, llevando un libro forrado de lona, que entregó a Lord Machray. El escocés lo presentó como Johnny Goforth, nombre que Andrew reconoció por la conversación de Joe Reuter con el vaquero musical. Como la mayoría de los naturales de las Bad Lands que había conocido, el capataz tenía unas facciones jóvenes bajo una especie de áspera corteza. No parecía haber individuos de mediana edad entre aquella clase de gente, sólo jóvenes o viejos como Sam Reuter. Una mano semejante a un amasijo de tenso alambre estrechó la suya, y unos ojos claros que jamás olvidarían su rostro, pensó Andrew, se fijaron en los suyos. Machray estaba hojeando el libro.
—Libro de cuentas —explicó a Andrew—. Te dice cuántas tienes de menos en relación con las que creías poseer.
Goforth rió cortésmente entre dientes.
—¿Los robos son un problema, entonces? —preguntó Andrew. Sir Charles giraba los pulgares sobre su abultado vientre.
—Sí, señor —contestó Goforth.
—Los grandes rancheros albergan bastantes sospechas de que los pequeños roban terneros sin marcar —explicó Machray—. El procedimiento que siguen es aplicar su propia marca al ganado ajeno sin marcar. O simplemente se lo llevan a casa. Los granjeros, a su vez, disparan a las reses como si fueran caza, una práctica que causa irritación entre los rancheros. Claro que con la compra de tierras y las cercas se ponen lívidos de furia.
—Cada vaca ha de tener su ternero, ¿comprende, señor? —explicó Goforth a Andrew—. En cambio verá por aquí algunos ranchos pequeños en los que una vaca tiene dos o tres terneros, mientras a nosotros no nos salen las cuentas.
—Pero ¿no son terribles los inviernos? —preguntó Sir Charles.
—Los animales prosperan en invierno —contestó Machray—. Aunque los lobos se cobran unos cuantos. —Cerró de golpe el libro de cuentas y se lo devolvió a Goforth—. Bueno, para esos tipos de por aquí no hay nada más sagrado que los grandes espacios, el pasto libre, pero yo creo que eso pone de manifiesto las peores cualidades humanas. Codicia, falsedad, resentimiento hacia los recién llegados, recelo de los vecinos. Así que he cercado mis tierras sin perder mi tranquilidad de espíritu.
—Si no recuerdo mal —intervino Sir Charles, cuando el capataz se hubo marchado—, la historia cuenta que aquellos hombres bárbaros, sus ancestros, bajaban gritando de las montañas para dar un susto de muerte a los pacíficos campesinos, los míos, y largarse luego con el ganado.
—No iban detrás de su ganado, sino de sus mujeres —afirmó Machray—. Así que en el fondo todos somos hermanos. —Resonó de nuevo el familiar clamor metálico y, levantándose, anunció—: ¡Ah, el cocinero nos llama!
—¿Es que vamos a cenar con toda esa tropa? —inquirió Sir Charles.
—Es conveniente compartir la mesa con quienes deben realizar un trabajo ímprobo al día siguiente —dijo Machray—. Una lección bien aprendida en las fuerzas expedicionarias de Su Majestad. —Hizo un guiño a Andrew—. ¿Tiene buen apetito, Livingston? Me parece que el menú incluye un manjar de la zona llamado slumgullion, un estofado de carne y verduras.
Mientras esperaba que le sirvieran en la tienda del cocinero, le presentaron a Andrew a una serie de hombres llamados «reps», representantes de otros grandes ranchos de la zona que vigilaban sus marcas. Todos comían en cuclillas o de pie en torno a las fogatas, algunos sentados en la lanza de los carromatos o en piezas del material, llevándose a la boca cucharadas de carne, patatas y zanahorias, y mojando en la salsa trozos de pan de dura corteza. El cocinero circulaba entre ellos con una gran cafetera renegrida. Andrew preguntó a Goforth cuántos ranchos estaban representados en el rodeo.
—Ocho o nueve —contestó el capataz, contando con los dedos—. Están el Three Sevens, el Lazy-K, el Eight-bar… —prosiguió con la lista, que a Andrew no le decía nada.
Preguntó cuántas cabezas poseía Lord Machray.
—Esperamos averiguarlo aquí —contestó Goforth—. Unas ocho mil, en números redondos.
—¿Y sus propiedades son las más extensas de las Bad Lands?
—Hay unos cuantos que tienen casi lo mismo.
—¿Cuántas cabezas necesitaría adquirir alguien que quisiera ser ranchero para que la empresa fuese rentable?
Los fríos ojos de Goforth se fijaron un momento en él.
—Pues, no más de unos cuantos centenares, diría yo. Pero aquí eso no viene al caso. Entre un hombre que posee mil cabezas y otro que tiene un centenar hay una diferencia que no tiene nada ver con la cantidad.
—¿Y cuál es? —quiso saber Andrew.
Goforth esbozó una leve sonrisa, enseñando los dientes bajo el bigote.
—El poderoso piensa que el humilde es un ladrón, y el que tiene menos considera al otro un bravucón.
En torno a ellos, las cucharas arañaban en cuencos vacíos; las conversaciones formaban un denso murmullo.
—¡Recítenos una poesía, lord! —gritó una voz. Otras se alzaron a coro y Machray se puso en pie, introduciéndose en la boca el último trozo de pan y limpiándose los labios con la manga.
—Os recitaré un poema que os hará cambiar esa manera de ser tan despreocupada que tenéis, amigos míos. Incluye algunas palabras en latín para vuestra especial instrucción, pero debo advertiros que se me han olvidado algunos versos y los demás no siempre van en el orden que les corresponde. Se titula «Lamento por los Creadores».
Adoptando una postura afectada, una mano extendida y la otra sobre la cadera cubierta por la falda escocesa, recitó con marcado acento escocés:
Yo que lozano y pletórico vivía
Sufro ahora gran quebranto,
Por los achaques debilitado;
Timor Mortis conturbat me!
—¿Alguno entiende el escocés antiguo? —gritó Machray, agachándose a coger su vaso.
—¡Ni palabra! —le contestó una voz—. ¡Pero suena muy bien!
—¿Ni el latín tampoco?
—El miedo a la muerte me perturba —dijo Sir Charles.
Machray volvió adoptar su pose.
Aquí, todo nuestro gozo es vanagloria,
Este falso Mundo sólo es transitorio,
La Carne es feble, taimado el Demonio.
Timor Mortis conturbat me!
Entre los muertos acaban todos los Estados,
Príncipes, Potestades y Prelados,
Así como ricos y pobres de todos los grados.
Timor Mortis conturbat me!
La potente voz resonaba en la cabeza de Andrew cuando Machray se interrumpió de nuevo.
—¿Es suficiente? ¡Ésta podrá envenenaros un poco el alma, muchachos!
—¡Suficiente! —respondió alguien.
Pero otros, elevando la voz, pidieron:
—¡Otra! ¡Otra! —pidieron otros, elevando la voz.
—Otra, entonces —dijo Machray, mientras Andrew permanecía inmóvil, dolorido, con los puños apretados. Erguido frente a las llamas, el escocés ofrecía una estampa impresionante con los hombres escuchando a su alrededor.
¡Sin piedad ha devorado
Al noble Chaucer, de los Creadores Flor!
¡Al Monje de Bury y a Gower, a los tres!
Timor Mortis conturbat me!
¡El buen Maestro Walter Kennedy,
Al borde de la muerte verdaderamente está!
¡Gran crueldad es, que eso deba ser!
Timor Mortis conturbat me!
¡Como se ha llevado a todos mis hermanos
No perdonará mi vida sola!
¡Por fuerza, yo seré su próxima presa!
Timor Mortis conturbat me!
Andrew dio gracias a la oscuridad mientras, a través de la humedad que le ardía como ácido en los ojos, observaba la colosal silueta que, por cierta clarividencia de las tierras altas de Escocia, había sabido exactamente las palabras que atravesarían el corazón del turbado ánimo de su invitado, igual que había traspasado su guardia con un derechazo como una maza. Desde luego era demasiada coincidencia que él, Andrew Livingston, recorriera medio continente huyendo del taimado Demonio sólo para verse convocado con mucha ceremonia a un combate de boxeo, quedando sin sentido en el suelo, y luego derrotado de nuevo por aquella expresión: Timor Mortis conturbat me!
La voz gutural prosiguió inexorable:
¡No perdona al Lord poderoso;
Ni al Clérigo por su talento!
¡Nadie escapa a su ataque espantoso!
Timor Mortis conturbat me!
¡En el campo de batalla se lleva a los caballeros,
Con escudo y yelmo armados!
¡Victoriosa es en la refriega!
Timor Mortis conturbat me!
¡Como para los muertos no hay remedio,
Mejor es que ante la muerte nos preparemos,
Por si después vivir podemos!
Timor Mortis conturbat me!
La voz calló. Hubo un momento de silencio, luego, un estruendo de cucharas golpeando cuencos, de endurecidas manos aplaudiendo, gritos de: «¡Otra! ¡Otra!».
—¡Ah, ya no me acuerdo de más, amigos!
El clamor se elevó de nuevo.
—¡La de la cocina y el dormitorio, Lord Machray! —gritó alguien.
Machray caminó impaciente de un lado a otro, agitando la mano por encima de la cabeza para imponer silencio.
—Habrá algunos por aquí que no sepan a qué se refiere ésa. Al parecer, no hace mucho que en la gran ciudad de Edimburgo había tráfico de cadáveres.
—¡Ahí va otra! —gritó una voz—. ¡Que no se escape!
—Oiga, lord, ¿qué es eso de tráfico de cadáveres? —se oyó otra voz entre las carcajadas.
—Profanaban tumbas —explicó Machray—. En la Facultad de Medicina tenían que diseccionar a los muertos para que aprendieran los jóvenes matasanos, pero la obtención de cadáveres era ilegal en aquella época sumida en la ignorancia. Así que el decano de la facultad pagaba a unos ladrones de sepulturas para que le trajeran cuerpos recién enterrados. Burke y Hare se llamaban aquellos hombres, y ahí va la coplilla:
Por el patio y al final de la escalera,
Cocina y dormitorio con Burke y Hare.
¡Burke es el carnicero, Hare el ladrón,
Y Knox, el hombre que compra la carne![4]
Entonces tuvo que explicar que «patio», «cocina» y «dormitorio» eran las dependencias de una casa humilde, y luego repetir los versos ante la exigencia general. A continuación, anunció con voz solemne:
—Los ahorcaron por sus crímenes, ya sabéis, a Burke y Hare. Apropiándose de carne que no era suya y vendiéndola a buen precio.
Dio una palmada y dijo que las tres de la madrugada se les echarían encima antes de que se dieran cuenta.
Siguieron más gritos, pidiendo otro poema, hasta que él bramó:
—¡Pero cuándo podrá un hombre admirar la belleza durmiendo!
—¡En invierno, como nosotros! —contestó alguien a gritos, suscitando carcajadas.
Andrew desenrolló el petate junto a los Reuter, padre e hijo, y permaneció despierto contemplando el dibujo de las frías estrellas, que un poema comparaba con el cerebro del firmamento. Escuchó el leve rumor del ganado al moverse y, a lo lejos, la canción de un vaquero en su guardia nocturna. Se acordó de su padre, aquel hombre casi perfecto, con el pie magullado por un accidente de equitación en Central Park, la piel apenas rasgada: alegre y animado frente al horror del tétano. Hora tras hora, mientras sus músculos se tensaban hasta la rigidez, su mente permaneció lúcida. Él, que una vez había instruido a su hijo sobre la muerte, se enfrentó a su propio fin con entereza e incluso contento, entregándose despacio al Demonio, rindiéndose únicamente ante las torturas extremas. Cuando murió, gritando entre convulsiones, ya no se asemejaba a un ser humano, y menos aún a un hombre sabio y valeroso, de gran estilo personal.
Si Andrew había perdido los principios religiosos viendo morir a su padre, casi perdió la razón cuando lo llevaron al verde prado que bordeaba el estanque —con aguas tan poco profundas que en cualquier parte se hacía pie— para ver los dos cadáveres vestidos de blanco. Los había sacado el jornalero, uno muy pequeño; el otro, según la impresión que daba, no mucho mayor, y yacían inmóviles, con el rostro ceniciento y los vestidos mustios.
* * *
Se despertó con el estrépito del metal percutiendo en metal, tan pronto que le pareció no haber dormido nada, en la más negra oscuridad. Pasó la mañana bosquejando movidas escenas, vaqueros cabalgando, obligando a girar al rebaño, echando el lazo, marcando; y plasmó la frenética actividad de su anfitrión en numerosos bocetos. A mediodía, Machray se sentó brevemente con él, para almorzar pan con mermelada a toda prisa. Andrew le preguntó cómo había acabado de ranchero en las Bad Lands.
—De la manera habitual —contestó Machray—. Cazando con un amigo mío de Cambridge, James Freling, que tiene un enorme rancho en la parte oeste de Montana, del tamaño de Bélgica, calculo yo, y allí vive como un señor feudal. Me gustó el territorio, decidí instalarme, volví a casa a conseguir algo de capital, etcétera, etcétera. ¡Triste y repetitiva historia!
Andrew reconoció que él también había ido mirando por allí en ese sentido, y Machray soltó una carcajada, dándose una palmada en la desnuda rodilla, cubierta de polvo.
—¡Una locura! —gritó—. ¡Deudas! ¡Discordias! ¡Deslomarse a trabajar! El espíritu de total y absoluta contradicción del ganado y todo lo relacionado con él. Cuando acabemos el trabajo, venga a verme a la ciudad y hablaremos del asunto mientras bebemos una botella de burdeos. Haré lo posible por disuadirlo de una empresa suicida.
Machray se introdujo en la boca el último trozo de pan con mermelada y volvió trotando a la hoguera donde se ponían los hierros para marcar las reses. Cuando se marcharon del rodeo, Andrew anunció a los Reuter en tono despreocupado que él, también, estaba pensando en dedicarse a la cría de ganado.
Ninguno de sus guías pareció sorprenderse, aunque Joe Reuter quizás enarcara la ceja un centímetro.
—Entonces, le hará falta un capataz para dirigir la cuadrilla, ¿no? —preguntó el viejo.
—Yo no estaría todo el tiempo aquí, desde luego. Sí, necesitaría un administrador.
—Será mejor que hable con Chally —terció Joe.
—¿Quién es Chally?
—Mi otro hijo —le informó el viejo—. Vaya, ése sí que sabe de vacas. Le podrá decir en lo que se va a meter, si quiere dedicarse a la ganadería.