Erguido sobre la pequeña yegua, Andrew veía cómo se iba dilatando el sol, hundiéndose tras un grupo de cerros de redondeadas cimas que irradiaban una blanca incandescencia por el fulgor a su espalda. Nubes de vientre dorado se desplegaban por el horizonte como el esplendor de la gloria en un cuadro del Renacimiento. Una fina columna de humo se elevaba en el bruñido espacio: la hoguera de otra partida de caza en las Bad Lands, o una veta de lignito, encendida por el rayo, que ardía bajo tierra.
El carácter inhóspito de aquella región, que en principio tanto atrajo a su sombrío estado de ánimo, se había transformado, en sólo tres semanas, en un paisaje de cuento de hadas de torreones fantásticos y cúpulas teñidas de colores exóticos, como aquel rojizo de los cerros de poniente, con sus cimas a contraluz.
A sus pies, junto a una charca que brillaba como cobre batido, Joe Reuter, en cuclillas, colocaba ramas secas sobre una trémula llama. El padre del guía, el viejo Sam, estaba agachado junto a él, las manos extendidas hacia el calor. Los había contratado en su nombre el representante en Mandan del Manufacturers and Grain Bank de Nueva York. Habían ido a buscarlo a Pyramid Flat, donde se apeó del tren que iba en dirección oeste. Al principio, según comprobó, no tenían mejor impresión de él que él de ellos, pero durante las tres semanas de caza se habían ido estableciendo ciertos vínculos.
Observó cómo se achataba el disco solar hasta convertirse en una delgada línea en el horizonte, desapareciendo como un líquido brillante que se tragara la tierra. Amarró la yegua junto a las demás caballerías y llevó a la fogata el petate y el rifle, los cuadernos de dibujo, las alforjas y, por último, la silla de montar. Desenrolló el petate al calor de la hoguera, que ya ardía con fuerza.
La cena consistió en tres zarapitos que había cazado Joe Reuter, carne reseca con frágiles huesos que se desmenuzaban al escupirlos al fuego, y galletas duras como piedras que el anciano removía con un gruñido a un lado de la boca en donde, al parecer, se congregaban las pocas muelas que aún le quedaban. El agua de la charca era como gelatina diluida, viscosa incluso ya hervida con café. Comieron en silencio, recostados en las sillas de montar mientras los caballos piafaban y relinchaban fuera del cerco luminoso de la lumbre. Las ranas croaban en torno a la charca, sumiéndose en un tenso silencio cuando, a lo lejos, se oyó la voz del lince. La oscuridad encogía el espacio circundante.
El viejo estaba en cuclillas junto a su hijo, el arrugado rostro en sombra bajo el ala del sombrero, y Andrew cogió el cuaderno de dibujo para plasmar un esbozo de la escena, la luz de la hoguera y la densa oscuridad, las posturas tensas pero en reposo. En las páginas del cuaderno se encontraban los tres alces pastando entre los álamos, uno con la cabeza erguida, en guardia; el lobo en el risco, en penumbra, tres noches atrás; un perro de las praderas echado en el suelo, las patas delanteras cruzadas sobre el vientre, como un haragán regordete y grotesco plantado frente a la tienda de pueblo; el carnero de montaña con aquella asombrosa y robusta cornamenta hendida como el peluquín de un camarero y el ojo amarillo con la oscura franja vertical en la pupila. La luz de la vida apagándose visiblemente en aquel ojo permanecería indeleble en su memoria.
—Se ha propuesto cazar cualquier especie que encuentre en las Bad Lands, ¿verdad, señor Livingston? —preguntó el viejo con su voz áspera.
—Cazarla y dibujarla luego en ese cuaderno —dijo Joe Reuter.
—Desde luego me gustaría cazar un búfalo —repuso él, y observó cómo Joe sacudía la cabeza chasqueando la lengua con pesimismo. En las Bad Lands quedaban pocas de aquellas enormes bestias, aseguraban sus guías: quizá ninguna; a él le gustaba imaginarse tras la pista del último búfalo.
—Por aquí hubo un inglés con unos enormes aparejos queriendo hacer fotografías de todo —prosiguió el viejo—. ¡Menudo montón de trastos, como para andar llevándolo por ahí!
—Tengo entendido que hay muchos europeos asentándose por esta parte.
—¡Más que garrapatas tiene un alce! ¡Ese enorme escocés se ha comprado un municipio entero! ¡Y lo ha cercado! El Ring-cross. Y en los ribazos hay un franchute con una gran extensión de tierra. Ingleses. Y gente del Este. Persiguiendo esas enormes ganancias de que han oído hablar. ¡Ja! Mis hijos y yo llevamos un montón de años conduciendo ganado por estas tierras, y si hay algún beneficio en eso aparte de carne dura para cenar, me gustaría saberlo.
—Yo diría que más o menos la mitad de los ranchos de por aquí son de extranjeros o están financiados por extranjeros —intervino Joe Reuter—. No digo que el del escocés sea el más extenso, pero su dueño es sin duda el más ambicioso.
—Ha ido construyendo edificios en Pyramid Flat hasta convertirla en una verdadera ciudad —prosiguió el viejo—. ¡Un enorme edificio de ladrillo para oficinas! Y está levantando un matadero que por lo visto podría abastecer a un ejército. Y un castillo de tomo y lomo sobre los acantilados del río. ¡Destrozando el territorio! —concluyó, expectorando copiosamente en el fuego.
Recostándose en la silla de montar con el cuaderno de bocetos sobre las piernas, Andrew dijo:
—Pero deben considerar que es una buena operación comercial. —Se le quedaron mirando los dos, Joe de soslayo, el viejo con el ala del sombrero inclinada sobre los ojos como protegiéndose de la luz de las estrellas. Y añadió—: Lo de criar ganado.
—Puede, si se tienen más de treinta cabezas —apostilló el viejo.
—Por lo que parece, esos grandes ranchos marchan muy bien, pero cuentan entre tres y cinco mil cabezas.
—Las Bad Lands lo tienen embobado, ¿verdad, señor Livingston? —dijo Joe, arrastrando las palabras—. Es el efecto que suelen hacer a la gente.
Hubo un silencio, súbito y total. Los lobos iniciaron después en la lejanía su extraño coro, complejo, como con una partitura. Al principio aquella música lo mantenía despierto, haciéndole empuñar sudoroso el rifle. Ahora nada le turbaba el sueño. En las primeras jornadas sus guías intentaron gastarle novatadas con lo que sin duda eran historias tradicionales de las peligrosas Bad Lands: lobos, serpientes de cascabel y osos pardos, arenas movedizas, ladrones que robaban los caballos dejándolo a uno tirado y muerto de hambre, guerreros cree escapados de la reserva que merodeaban con ánimo de cometer sangrientos desmanes.
Sintió que se le erizaba el vello de la nuca al reconocer una especie de melodía en el aullido de los lobos. Luego se oyó un sonido aparte, más alto: una armónica. Cuando la música se hizo más fuerte, alzó la mirada a la negra bóveda de la noche, traspasada de estrellas. La melodía era tan bella y melancólica que le escocieron los ojos. En aquellos días difícilmente podía contener las lágrimas.
Con un acolchado ruido de cascos y un tintineo de arneses apareció un jinete, erguido contra el cielo. La música cesó.
—¿Qué tal, caballeros?
—Buenas noches —contestó Joe, volviendo a recostarse mientras el recién llegado desmontaba deslizándose por el lomo del caballo y, con un cascabeleo de espuelas, se acercaba al fuego. Era un joven de facciones redondeadas con una pelusilla de bigote rubio.
—Buenas noches —dijo a los guías, repitiendo luego el saludo a Andrew, el vaho de su respiración visible en el aire frío. Se puso en cuclillas frente a la hoguera, extendió las manos y añadió—: Empieza a refrescar.
—Venía haciendo usted un sonido muy agradable.
Con una sonrisa, el muchacho se sacó la armónica del bolsillo y, haciendo florituras, se puso a tocar. Andrew reconoció «Pequeña Mohee». Al acabar, el músico sacudió la saliva del instrumento, golpeándolo contra el canto de la mano.
—Ave nocturna, supongo —aventuró Joe en tono indiferente.
El chico asintió con gesto exagerado.
—¡La armónica hace callar a los lobos! —Su sonrisa, mientras paseaba la mirada de un rostro a otro, era maliciosa pero seductora, con una mella de tunante entre los dientes delanteros. Cuando Andrew se levantó para calentarse las manos al fuego, el chico le dijo—: Oiga, señor, ¿es que tiene a sus muchachos a régimen?
Los guías rieron y Andrew sonrió mirándose los pantalones de montar, de pana con los fondillos de cuero.
—No podemos ofrecerte comida, muchacho —dijo el viejo—; nos hemos quedado sin nada. Pero hay café de sobra.
—Cualquier cosa que pueda tragarse. Mi estómago cree que se me ha perdido la boca.
Hicieron más café mientras el joven vaquero tocaba otro popurrí, el viejo marcando el ritmo con el tenedor en la cafetera. De cuando en cuando, como buscando inspiración, el joven acariciaba un guardapelo dorado en forma de corazón, de mujer, que llevaba colgado al cuello. Andrew tuvo la sensación de palpar la felicidad; le parecía maravilloso que la vida pudiera ser tan sencilla como para que aquel joven, tocando la armónica a la luz de la lumbre, produjera tal placer.
El vaquero se estremeció e hizo una mueca al sorber el café de la taza que el viejo le había dado.
—Hace tanto tiempo que no como que me siento como si pesara un kilo menos que un sombrero de paja. —Acarició el guardapelo entre los dedos y, paseando la mirada de uno a otro con una ceja enarcada, añadió—: Cazadores, ¿eh?
—Buscando un búfalo —confirmó Joe.
—He visto huellas —repuso el muchacho, moviendo una mano para indicar la dirección por donde había venido.
—¿Frescas? —preguntó Andrew, inclinándose hacia delante.
—Eso creo.
—¿Para quién has dicho que trabajabas? —inquirió Joe.
—Trabajé una temporada en el Eight-bar, pero no me llevaba bien con ese pretencioso capataz de Lamey. Pensé buscar en el rodeo. ¿Quién lleva la voz cantante, lo sabe alguien?
—Johnny Goforth —contestó Joe—. El capataz del escocés.
La maliciosa sonrisa del muchacho volvió a aparecer como por arte de magia.
—Oiga, ese tiarrón es un as, ¿no?
—¡Está arruinando el territorio! —exclamó el viejo—. ¡Poniendo alambradas! ¡Cercas por todos lados!
—Bueno, no querrá que ningún toro asqueroso se acerque a sus elegantes vacas —dijo Joe Reuter—. No se lo reprocho, pero hay que ver lo que enfurece a la gente.
—Me acuerdo de cómo conducíamos ganado en los viejos tiempos —intervino el viejo con su voz áspera—. Por la Pista Bridger o la Bozeman. En Bozeman teníamos agua y buen pasto por todo el camino, y había peleas con Nube Roja. En Bridger la hierba escaseaba, el agua era mala y los shoshones no estaban en pie de guerra. Así que íbamos por Bozeman. Ahora esos condenados extranjeros vienen en el ferrocarril como si fueran de merienda al campo, trayendo un montón de vacas raras y poniendo alambradas hasta más allá de donde alcanza la vista.
El muchacho tocó otra canción. Sacudiendo la armónica contra la palma de la mano, preguntó a Andrew de dónde era.
—Del estado de Nueva York.
—¿Y qué hace allí, señor?
—Hace dibujos —dijo Joe con su mirada cándida de fingida inocencia—. Caza una pieza de cada especie de por aquí y luego la dibuja. El señor Livingston es artista.
—¿Se gana la vida haciendo dibujos? —inquirió boquiabierto el muchacho.
Andrew contestó que era banquero. Dibujar le servía de pasatiempo.
—Joven para ser banquero —observó el viejo, poniéndose en cuclillas y alzando el rostro, afilado como la hoja de un hacha.
—¿Casado, señor Livingston? —quiso saber el muchacho.
—Viudo.
Los lobos parecían haberse alejado pero sus prolongados aullidos seguían sintiéndose como un hormigueo en la piel.
—Joven para ser viudo —sentenció el viejo—. ¿Quién es esa Alice a quien llamaba a gritos la otra noche? ¿Su mujer?
—No, mi hija pequeña —contestó él, sintiendo el rostro tirante como una calavera.
—Oigan, caballeros —dijo el joven vaquero al cabo de un tiempo—, ¿quieren que les cuente la historia del granjero y la mata de calabaza?
—¡Granjeros! —exclamó el viejo—. ¡Una invasión! ¡Arrasando el territorio!
El vaquero contó su historia:
—Pues éste coge unas semillas de calabaza y las planta, ¿no? Para que su mujer y sus hijos coman pastel de calabaza por Navidades, como en su país de origen. Bueno, pues cuida mucho la pequeña mata que sale, la riega para que crezca como es debido, poniéndose alta y muy verde, con brotes por todos lados. Pero no da calabazas. Así que va su vecino y le explica por qué. Parece que, para que haya cosecha de calabazas, la mata hembra debe tener cerca una mata macho. Las matas de calabaza son así. ¡Y el granjero se pone furioso! «¡Vaya, maldita sea!», grita. «¡Que me ahorquen si voy a hacer de alcahuete para una puñetera mata de calabaza!»
El muchacho estalló en carcajadas, Andrew y los guías rieron tanto del chiste como de la gracia que le hacía contarlo. Luego se puso a tocar de nuevo y Andrew sacó la petaca y repartió su preciosa provisión de whisky, un centímetro en cada una de las cuatro tazas de café.
El joven se puso en pie al cabo de poco, limpiándose la boca con el dorso de la mano, y tras darles las gracias por su hospitalidad dijo que se marchaba.
—Puedes dormir aquí —lo invitó el viejo.
—Me parece que voy a seguir hasta casa de Hardy, se lo agradezco mucho.
—El rodeo es por la otra dirección —observó Joe.
—Ese Johnny Goforth es más estricto que un maestro de escuela —repuso el muchacho, acariciando el guardapelo. Y guiñando un ojo, añadió—: Prefiero ver a otra gente.
Cuando se marchó se quedaron los tres escuchando el sonido de la armónica, que poco a poco fue apagándose entre la vasta oscuridad. Aquella música gutural, que tan alegre había sido junto a la hoguera, parecía infinitamente triste ahora. Las ranas reanudaron su conversación.
—Esa gente que prefiere ver será la hija de Hardy, supongo —aventuró Joe Reuter—. No podía dejar de toquetear ese guardapelo suyo, me he fijado.
—Un muchacho simpático —observó Andrew, gruñendo al sacarse una bota.
—Tiene fama de serlo —informó Joe.
—Matty —dijo el viejo—. Matty Gruby; cuando estaba aquí, no he logrado acordarme de cómo se llamaba.
Joe se puso en pie y desapareció, volviendo con su caballo del ronzal, que ató al pomo de la silla de montar. También habían acercado a las demás monturas, como todas las noches, por precaución contra los ladrones de caballos.
Andrew se metió bajo las mantas y, echándose por encima la lona impermeabilizada, se quedó tumbado mirando las estrellas. Oyó a los guías prepararse para pasar la noche, los inquietos movimientos de las caballerías, las ranas, el tenue y lastimero coloquio de los lobos. Fue quedándose dormido con la sensación de deslizarse por un largo tobogán, como resbalando por una boya hacia aguas profundas. Habían pasado muchos días desde que se despertó gritando el nombre de la niña, pero esta noche emergió del profundo pozo del sueño con el mismo horror de siempre, dando un grito de advertencia. Ya despierto, sin embargo, descubrió que no había dicho su nombre en voz alta.
* * *
Estaba en las Bad Lands a causa de Rudolph Duarte. Antiguo profesor de geología en Harvard, Duarte, perteneciente a la aristocracia de Nueva Inglaterra, era de ascendencia en parte portuguesa y en parte italiana, un elegante individuo de barba pelirroja, diminuto, aunque no en espíritu ni experiencia. Las clases de Duarte y sus libros de memorias estaban repletos de entusiasmo por todo lo que abarcaba la naturaleza, por la ciencia y la «aventura de la observación», así como por la poesía, la música y la pintura. Hablaba de la «exaltación de la búsqueda» y le encantaba deleitar a sus admiradores, a Andrew entre ellos, con relatos de toda clase de experiencias inverosímiles con los indios, de exploraciones por las Rocosas, penalidades en «la vieja pista de Yuma» y expediciones de caza en las Bad Lands de Dakota.
Harvard no retuvo mucho tiempo al Profesor Duarte. Se convirtió en asesor geológico de los grandes capitalistas y había ganado y perdido verdaderas fortunas labrando la prosperidad de otros en los yacimientos de cobre de Arizona, las minas de carbón de China y las montañas de plata de México. Pero en Nueva Inglaterra se había burlado del dinero frente a un público joven, que, al término de la Guerra Civil, consideraba al Lejano Oeste como el paradigma de las oportunidades financieras. «¡El dinero carece de importancia!», afirmaba. «¡La aventura lo es todo, y el entusiasmo es el vehículo de la aventura!»
Era el menudo rostro de Duarte, animado y luminoso, con su rojiza y poblada barba, lo que rondaba por la mente de Andrew en aquella larga tarde que siguió al entierro de su esposa e hija cuando, con su hijo confiado a la custodia de su hermana y la casa vacía ya insoportable, se encontraba solo en la habitación de un hotel viendo cómo una tormenta de verano azotaba la ventana. La muerte de su mujer lo había liberado al mismo tiempo de encontrar sentido a una vida de la cual había desaparecido todo entusiasmo, cargándolo al mismo tiempo con la absoluta necesidad de buscarlo.
De modo que había llegado a unas colonizadas y pobladas Bad Lands once años después de la expedición de su mentor, como si volviendo sobre los pasos de Rudolph Duarte pudiera repetir sus aventuras. Disponía de su diario y su cuaderno de bocetos para dejar constancia de sus observaciones, y de su rifle para cobrar piezas de caza, trofeos que, una vez conseguidos, constituirían la prueba de la aventura. Aunque era consciente de que su cuidadosa planificación de banquero probablemente condenaría su búsqueda al fracaso, debía convencerse sin embargo de que andaba detrás de la vida, no huyendo de la muerte, mientras seguía los gallardos pasos del único hombre conocido suyo que vivía la vida no ya temiendo sus exigencias, sino disfrutando de sus posibilidades.