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Narración del sheriff Grant:

Mientras el gobernador, los viejos combatientes contra los indios, los exploradores navajos y algunos ciudadanos de Madison se encaminaban al este de la Sierra Verde en busca de Joklinney, me dirigí con Ben Gibson al gran baile de máscaras del Día de los Muertos, en el que la señorita de las tres flores me señalaría a Johnny-A. Se trataba de una fiesta anunciada con carteles en todas las placitas del sur, así como en Madison, y también habría vaqueros norteamericanos de los ranchos del condado. No había tenido noticia de que Johnny hubiera salido del Territorio, así que esta vez seguro que lo cogíamos.

Sé que Ben y yo a veces hacemos que la gente sonría nada más vernos, porque yo mido uno noventa y dos, y él uno sesenta y siete con botas de tacón alto, además de ser algo rechoncho, pero es buen hombre y digno de confianza en un apuro. Adquirimos máscaras en la tienda de González, en Madison, para la ocasión, la suya de moro, rostro moreno con una corona de oro pintada, y la mía de ermitaño, de cara pálida, nariz de patata y madejas de cuerda deshecha por pelo.

Entramos en Arioso media hora después de ponerse el sol, según lo planeado, porque no quería que me reconociesen por la estatura si era de día. Después de estar muy desanimado durante todo el día, me sentía asqueado, porque parecía que el Todopoderoso había dispuesto las cosas para que Johnny y yo nos enfrentáramos por fin, y recordaba que una vez le dije que nunca trabajaría para nadie que me pusiera en contra de él.

Nadie se fijó especialmente en Ben y en mí en Arioso, porque llevábamos puestas las máscaras y por las atestadas calles todo el mundo iba con la suya, jóvenes mexicanos con sus señoritas endomingadas o vestidas de largo, gente mayor también, y vaqueros que se abrían paso entre ellos, unos enmascarados y otros no, y bastantes ya con unas copas de más. Recordé cuando iba a las placitas con Johnny en los viejos tiempos, con la profunda emoción de no saber si aquello acabaría en un lance amoroso o una pelea, y me habría gustado estar allí aquella noche con Jota Minúscula en vez de con mi ayudante.

Tocaban tres bandas diferentes, una en la plaza y las otras dos en esquinas tan cercanas que su música chocaba y las notas se mezclaban. Debía de haber una docena de personas con la misma máscara que llevaba Johnny cuando se rió del gobernador y de mí con su astilla disfrazada de cartucho de dinamita, y había máscaras de diablo, de cabra, rostros amortajados, máscaras de dama pálida y antifaces con flecos que oscilaban sobre tostadas mejillas. Varias señoritas fumaban cigarrillos, los blancos cilindros haciendo un bonito contraste con sus caras morenas.

Ben y yo nos abrimos camino entre el gentío de la plaza y las calles adyacentes. Me dolían los hombros de llevarlos caídos. Pasaban señoritas en grupos de dos y tres, rompiendo a veces la cáscara de un huevo rellena de confeti en la cabeza de algún joven favorecido. Un vaquero tambaleante por el exceso de whisky y animación pellizcaba a las chicas al pasar, pero ellas se escabullían riendo. Un mexicano yacía boca abajo en un charco de vómito. Pero en general era una fiesta espléndida, flores por todas partes, altarcitos a la Virgen iluminados con velas en hornacinas, y esqueletos de cartón, calaveras y demonios merodeando por todas partes.

Ben estaba con los nervios en tensión, preocupado por si teníamos un enfrentamiento con Johnny-A y hubiera vaqueros y muchachos que se pusieran de su parte, así que paramos en la cantina a tomar un whisky que le devolviera el valor. El local estaba atestado de hombres, muchos de ellos conocidos míos de la época del PM, las máscaras alzadas para beber con comodidad. Si se fijaron especialmente en mí, no me di cuenta. Hombres mayores jugaban al monte en una mesa, voces roncas y cartas arrojadas con fuerza. En la cantina había tanto ruido que parecía un corral, y en la calle atronaba la música.

Había baile en la plaza mayor, vaqueros dando patadas en el suelo, señoritas bailando juntas, muchas parejas evolucionando, y mujeres mayores contemplando el espectáculo. Hacía calor aquella noche, con el olor de pueblo mexicano mezclado con el de flores, perfume y sudor. Correteaban perros entre las parejas que bailaban. La música resonaba contra el cielo plagado de esas grandes estrellas del desierto, canciones del sur de la frontera con cuerdas y finos y melancólicos metales que llegaban al corazón: «La Golondrina», «La Paloma» y todas ésas. Ben se congració con una dama ya no muy joven con figura de tamal, y se pusieron a bailar, riendo y moviendo los brazos arriba y abajo. Yo no dejaba de circular entre las parejas buscando a la señorita de las tres flores.

Fue ella la que me encontró a mí, tocándome en el brazo y señalándose los capullos. Llevaba una máscara de dama pálida y un vestido rojo organizado en capas como una pagoda china, con las pequeñas puntas de los dedos de los pies, calzados con unos zapatitos negros, asomando por el borde de la falda. La seguí a través de la plaza, no muy cerca y agachándome todo lo que podía. Se detuvo poco antes de llegar a la esquina del fondo. No tuvo que señalar.

Johnny bailaba reposadamente con una chica tan alta como él, con flores blancas en el pelo y un antifaz dominó. Estaba de espaldas a mí, pero lo reconocí por el chaleco, la camisa a cuadros y el Colt a la cadera. El cordón de la máscara le separaba el pelo rubio en la nuca. Cuando dieron la vuelta vi que llevaba la máscara de la calavera, y me agaché para que no me viera.

Cuando la señorita de las tres flores se aseguró de que lo había localizado, se escabulló.

Aquí la música chirriaba porque venía de dos bandas que estaban demasiado cerca, y decidí ir en busca de Ben cuando vi que Johnny había dejado a su señorita y se encaminaba a la esquina. Nada pude hacer sino maldecir a Ben entre dientes y seguir a la máscara de la calavera. Torció por la esquina, se perdió de vista y me apresuré por la estrecha acera en su persecución, pasando frente a uno de los altares a la Virgen con su tenue luz. Volví a verlo, entrando por un portal donde lucía un farol.

Apreté el paso por la angosta orilla de la calle, torciendo también por el portal, entrando en un patio con un tejadillo. Había zonas de negra sombra entre macetas de flores y faroles colgados de los extremos de las vigas. Pegándome a las sombras, rodeé el patio. Avancé con los brazos extendidos para no tropezar con un banco o alguna carretilla. Removí el Colt en la funda para asegurarme de que salía con facilidad.

Una habitación iluminada daba al patio. En el interior había un anciano en una mecedora, frente a dos niñas pequeñas con trenzas y cintas sentadas con las manos en el regazo y los tobillos cruzados. El abuelo les soltaba un sermón en voz baja y monótona. Ni rastro de Johnny allí dentro.

Entré por una puerta abierta a una habitación oscura como un tizón, esperé durante un largo minuto para que las cosas tomaran forma en la oscuridad: una cama, una cómoda, un espejo como un agujero negro en la pared. Arrastrando los pies, pasé por una puerta a la habitación contigua, con la mano extendida delante de mí.

¿Quién es? —dijo Johnny, porque sin duda era él—. ¿Quién es?

Saqué el Colt hacia él y dije:

—¡Estás detenido, Johnny!

Me dio un empujón que me lanzó trastabillando hacia atrás. Apretamos el gatillo al mismo tiempo: una blanda llama saltando entre los dos. De nuevo me vi precipitado hacia atrás, alcanzado en el brazo por un rayo. Antes de que pudiera enderezarme oí el taconeo de unas botas y vi su silueta recortada en una zona de oscuridad menos densa, la blanca calavera dirigida hacia mí. Antes de que desapareciese vi cómo se inclinaba de extraña manera hacia un lado, de modo que supe que él también estaba herido.

Logré salir de allí, pero sangraba mucho y me estaba desmayando. De pronto había un montón de gente a mi alrededor, gritando y tratando de ayudar; entonces alguien me hizo un torniquete en el brazo. Oí gritar a alguien que Juanito se había escapado, y la chica con él. ¡Pero estaba herido! ¡Juro que le había dado!

* * *

Elizabeth y él iban por territorio de Colorado a lo largo del río Purgatory, al pie de los desfiladeros. Apretaban mucho a los caballos, dejándolo todo atrás, dirigiéndose a aquel pequeño valle entre las colinas que él recordaba tan bien, con el enorme árbol verde inclinándose sobre el emplazamiento de la cabaña como un oso protector. El río no llevaba mucha agua, aunque desde luego todo se secaba en otoño. Caían las hojas, precipitándose sobre ellos como nieve de vivos colores, pero, ah, qué libertad allí, en el norte, fuera del Territorio al fin, aunque empezara a hacer frío. Le caían hojas sobre los párpados, le rozaban los hombros, y Elizabeth lo llamaba a veces a través de los colores de otoño. Tantos, que en ocasiones ni siquiera a ella la veía, y entonces se ponía a tiritar envuelto en una extraña soledad. Pero claro, tan al norte siempre hacía frío, probablemente hasta nieve de verdad habría en las cumbres, más allá. La tarde también caía, se hacía más oscuro, y era apremiante llegar antes de que fuese noche cerrada, para acampar con luz, extender el petate, recoger leña. Así que seguían picando espuelas, llamándose mutuamente entre las hojas que caían, la penumbra y el frío; cada vez más allá, río arriba, sólo un hilillo que se alargaba mientras se iban acercando a las colinas, con las primeras estrellas ya apuntando en el cielo. Ya veía el gran árbol.

Estaban allí por fin, en casa, desmontando, corriendo y ocultándose bajo los montones de hojas en la fría noche, con el costado doliéndole de la risa, y la voz de Elizabeth diciendo su nombre en la oscuridad, como en un juego de niños.

* * *

Dejando que los exploradores siguieran despacio en dirección oeste con el rebaño de Joklinney y las cargadas mulas, Cutler cabalgó a galope sostenido hacia el desfiladero secreto de Johnny-A, con los empinados aposentos de los Antiguos. En Arioso, el señor Soto, a quien Lily le había recomendado como amigo de Johnny, le dijo que el forajido seguramente había resultado herido al escapar. Jack Grant tenía el brazo roto y su ayudante lo había llevado de vuelta a Madison.

Malcreado trotó sobre el suelo arenoso, con el eco de sus cascos resonando por el cañón, y el crujido de los montones de hojas muertas que pisaban bajo los sauces de la angosta entrada del desfiladero. Que luego se ensanchaba, con las paredes estirándose hasta convertirse en acantilados, taladrados por los umbrales de los Antiguos. Dos caballos pastaban en la hierba a la orilla del arroyo, y había una mujer de pie en una de las terrazas a nivel del suelo, como si lo estuviera esperando.

Llevaba un vestido largo de baile y flores marchitas en el pelo. Era esbelta, proporcionada, de pelo castaño, muy joven: mestiza. Habló en inglés, con un acento encantador.

—¿Es usted el señor teniente?

—¿Dónde está? —preguntó él, tras decir que sí, desmontando frente a ella.

—Está muerto —dijo con calma, haciendo un gesto.

Cutler echó a correr en la dirección señalada. Johnny-A yacía entre sol y sombra al pie de una de las erosionadas paredes, la cabeza apoyada en la silla de montar, las manos cruzadas sobre el pecho. Tenía la camisa empapada de sangre ennegrecida. El rostro del muchacho estaba bien afeitado, y en paz; había ido a Casa de su Padre. Sobre las pálidas mejillas, sus pestañas eran tan largas como las de una muchacha.

—No dejaba de perder sangre —dijo la chica detrás de Cutler—. No pudimos detener la hemorragia.

—No se marchó a tiempo.

Ella se puso a su lado.

—No podía irse, señor teniente. No podía huir de Jack Grant, como tampoco podía huir de aquellos hombres de la tienda. Ha muerto como quería morir…, eso es lo que me dijo.

El sol relucía en su pelo claro, con su diadema de capullos agostados. Sus facciones eran alargadas, del color de la miel, serenas y hermosas.

—Decía que el teniente era su amigo —dijo ella.

—Éramos amigos.

Ella asintió con la cabeza, como sellando un pacto.

—Solo lo sabremos usted y yo. Nadie debe saber que Jack Grant lo ha matado.

Cutler casi soltó una sonora carcajada, de no haber sido porque el aliento se le quebró en la garganta.

—De modo que el Angelito no ha muerto —añadió, por si él no lo había entendido.

—¿Y tú?

—Ha prometido volver por mí. Lo esperaré.

En su último encuentro en aquel mismo sitio, Johnny había expresado el deseo de ir justificado a la Casa de su Padre. Si pudiera acabar con él, había dicho Johnny de Joklinney. Es algo que valdría la pena hacer. Cutler casi rió otra vez, de euforia.

Junto al cadáver de Johnny, boca abajo sobre unas piedras, había una máscara de cartón. La cogió y le dio la vuelta. Una calavera con dientes sonrientes lo miraba desdeñosamente a través de unas cuencas vacías.

—¿Qué es esto?

—Su máscara del baile.

Le preguntó cómo se llamaba.

—Elizabeth Fulton. —Estaba erguida frente a él con su belleza luminosa, el puño cerrado y los dedos pálidos—. Dijo que iríamos a Colorado. Conocía un sitio espléndido que había visto allí para un rancho. Sabíamos que nunca llegaríamos. Pero nos seguíamos el juego. Me prometí a él.

Con el sombrero entre las manos, Cutler asintió mientras ella hablaba de su amor por Juanito, de cómo lo quería la gente, de lo que significaba para los mexicano-americanos de las placitas y ranchos del Territorio. El Angelito había sido su caballero errante, aunque fuera angloamericano. Cutler observó que, mientras hablaba, no miraba a su amante muerto. En los dedos cerrados de Johnny había una medalla religiosa, de plata.

El forajido y héroe muerto pesaba sorprendentemente poco cuando Cutler se arrodilló para coger su cadáver en brazos. Sintió cómo la fría humedad de la sangre, aún sin secar, le traspasaba la camisa mientras llevaba en brazos a Johnny al pie de una escalera, volviendo la cabeza para decir a Elizabeth Fulton que le alcanzara una cuerda.

La escalera estaba hecha con travesaños sujetos a los palos verticales con clavijas y correas que se deshacían hasta convertirse en polvo. Empezó a subir, probando cada peldaño antes de confiarle todo su peso, y llegó a la primera terraza. Otra escalera ascendía a la terraza superior. Más desvencijada, ésta tenía roto uno de los montantes, pero aguantó. Elizabeth Fulton lo miraba al pie de la rocosa pared mientras él descendía de nuevo. Tenía en la mano un lazo enrollado.

Con la cuerda izó el cadáver hasta la primera terraza, y de allí a la segunda. La muchacha subió las escaleras detrás del cuerpo.

Cutler depositó a Johnny-A en el suelo de dura tierra de un cubículo excavado en la pared, en un espacio de luz que entraba sesgadamente por el umbral. Elizabeth protestó cuando Cutler quitó a Johnny la cartuchera con el pesado apéndice del revólver enfundado, pero aceptó su promesa de que se lo explicaría después. Le quitó también el chaleco, las botas y los pantalones, dejándole la camisa empapada de sangre.

Juntos, él agachado y ella arrodillada, colocaron a Johnny Angell en el centro mismo de la estancia, con la cabeza hacia el oeste, las delgadas piernas enfundadas en calzoncillos largos bajo los faldones de la camisa, descalzo, los dedos aferrando la medalla de plata con su gastada imagen de la Virgen de Guadalupe. La muchacha alisó con cuidado el pelo rubio dejándole un mechón en la frente. Aún arrodillada, inclinó la frente sobre las manos cruzadas y musitó una plegaria.

Ella llevando la ropa y Cutler las botas y la cartuchera, bajaron a la terraza inferior. Una vez allí, él forcejeó con la escalera hasta llevarla al borde de la terraza, dándole un empujón. Se estrelló contra uno de los muros de adobe, rompiéndose en una docena de astillas saltarinas. Cuando bajaron al suelo y alzaron la vista con los ojos entornados hacia la pared del acantilado, que parecía que iba a derrumbarse sobre ellos, resultaba imposible distinguir el particular rectángulo negro que constituía la última morada de Juanito el Ángel.

Con una piedra, Cutler rompió los travesaños de la escalera inferior. Jadeaba por el esfuerzo cuando se sentó en el muro junto a la ropa y el arma de Johnny Angell. Elizabeth Fulton permaneció en pie frente a él, mirándolo con los ojos ambarinos en su rostro luminoso, mientras él le explicaba lo que debían hacer.

* * *

Hotel Bird Cage

Madison, Territorio de Nuevo México

4 de noviembre de 188…

Querida Clara:

Te escribo a altas horas de la noche desde mi habitación del hotel. He tomado un baño caliente e ingerido un vasito de whisky, pero no me viene el sueño.

La lección más difícil que debe aprender un joven oficial mientras asciende rápidamente en época de guerra es la de delegar el mando. Luego viene la dura prueba de consumirse en algún lejano cuartel general de campaña, esperando informes de sus subordinados que se retrasan o nunca se envían y que, cuando llegan, tanto pueden anunciar un fracaso como un triunfo. Así esperé yo en Shiloh, sólo para enterarme de que el grueso de las fuerzas a mi mando no pudo salir de una carretera inundada para incorporarse a la batalla.

Ayer delegué el mando, y hoy llevo esperando todo el día. Don Rudolfo y Tom Beak han conducido a los exploradores navajos al sur y al oeste para tomar posiciones en tres pasos de montaña y en un importante abrevadero, donde, tras una serie de consultas, se consideró más probable que Joklinney apareciera. Desde Fort Apache nos han enviado exploradores apaches del oeste, pero pueden transcurrir varios días antes de que lleguen. Los navajos van acompañados de una serie de hombres de la localidad, además de algunos de los que he traído de Santa Fe. Mis guardias se han quedado aquí, y al menos un viejo luchador contra los indios se ha desmoronado, convirtiéndose en un paria borracho que grita a las rosadas serpientes del delírium trémens. He sido incapaz, hasta el momento, de compadecerme de sus sufrimientos.

Ya veremos si mis esfuerzos en este aspecto no liman las feroces asperezas de las críticas de que he sido objeto durante las últimas semanas. Entretanto, un nuevo milagro ha desviado la atención de los lobos de la prensa, porque el sheriff Grant ha intercambiado disparos de revólver con su presa, Johnny-A. Ha salido con un brazo roto y una grave pérdida de sangre, pero afirma que ha herido gravemente, si no de muerte, al forajido. La cuestión es que ha fracasado en su misión principal, pero Angell ha pasado a ser una molestia menor, un pistolero insignificante de debilitada reputación que deambula por los villorrios mexicanos, «dando la espantada», como suele decirse. Con el tiempo, en caso de que Grant no lo haya herido mortalmente como asegura, Angell será detenido o muerto a tiros por un agente de la ley, un individuo que busque la gloria o algún Judas entre sus admiradores. Su legendaria fama ha decaído, y creo que su final carece de importancia.

De hecho, salvo por el clamor, sin duda pasajero, que acompaña las incursiones de Joklinney, creo haber cumplido ya la misión que me encomendó el ministro del Interior, porque en el condado de Madison reinan la paz y la tranquilidad. Me han dicho que antiguos enemigos de la Guerra del Condado de Madison han salido juntos en busca de Joklinney.

Cuánto deseo que se acabe esta espera, para volver a la paz y tranquilidad del Palacio de los Gobernadores, a trabajar en mi dichosa historia. ¡Escribir la historia desde dentro! Viendo cómo toma forma a mi alrededor, ordenando los acontecimientos en torno a las verdades percibidas, aplicando el análisis minucioso y la amplia generalización del «método alemán», pero sin perder de vista el «método literario» con su plano narrativo y su protagonista: ese proceso es un verdadero placer para mí. Una vez que se disipe este último brote del viejo salvajismo de la frontera, reanudaré mi historia con una venganza…

* * *

Underwood no sabía la hora que era cuando salió de su habitación para ver si había señales de actividad en la oficina del telefonista, y se detuvo un momento a contemplar el cielo nocturno, donde las estrellas seguían su curso. En la oficina del sheriff había luz, y, cruzando la calle polvorienta, dirigió sus pasos al edificio del tribunal donde, probablemente, a Grant le mantendría despierto el dolor y no la angustia de la espera.

El sheriff tenía el brazo derecho en cabestrillo y el rostro marcado por arrugas de ira y dolor. Lo acompañaba el ayudante Gibson, un individuo de corta estatura, facciones enrojecidas y buena disposición. Grant estaba frente a su escritorio, repantigado en la silla, dando sorbos a un frasco marrón de láudano que sacaba del cabestrillo. El ayudante lo observaba con inquietud.

El médico le había extraído cinco centímetros de hueso astillado, y el brazo se le había quedado inútil de por vida. El dolor y el fracaso con Johnny Angell habían convertido a Grant en un hombre amargado.

—Le diré lo que hacen en el infierno —dijo a Underwood—. Esperan noticias que nunca llegan.

—¡Ja! —repuso Gibson.

—Yo también estoy esperando, sheriff —observó Underwood—, aunque creo que esperamos diferentes noticias.

—Yo sólo quiero saber que esa serpiente de cascabel recibió un tiro en el hígado y murió llamando a gritos a su madre —dijo Grant—. Pero no creo que vaya a enterarme porque estamos en el infierno y todavía no lo sabemos. Sólo acabo de decirle a una bonita mujer con la que iba a casarme que todo ha terminado. No le conviene estar casada con un tipo que tiene un brazo inútil.

—No deberías haber hecho eso, Jack —le recriminó el ayudante.

—Sé que tiene usted dolores, sheriff —dijo Underwood—, y lo lamento. Pero trate de dominarse.

Grant lo fulminó con la mirada, apoyando el brazo en cabestrillo en otro sitio de la mesa.

—Le diré lo que he estado pensando, gobernador. Si se hubiera atrevido a otorgar a Johnny el perdón que le prometió, nos habríamos evitado un montón de problemas.

—Esa forma de pensar no le llevará a parte alguna, sheriff —replicó Underwood con firmeza.

—No intento ir a ninguna parte —replicó Grant. Volvió a coger el frasco marrón del interior del cabestrillo y añadió—: ¡Pero le di, se lo aseguro!

* * *

A la grisácea luz del amanecer, gritos y silbidos burlones procedentes de la calle despertaron a Underwood, que inmediatamente sintió una oleada de esperanza pensando que se trataba de un mensajero que venía a informar de la muerte de Joklinney. Se levantó y empezó a vestirse apresuradamente cuando estalló un estrépito de metal percutiendo en metal. El sonido era continuo y molesto.

En la calle se congregaban hombres con la primera luz del día, apresurándose hacia el patíbulo, y él corrió para alcanzarlos. Clavado en el macizo poste del patíbulo, colgaba un sucio saco de arpillera, con el fondo manchado de una sustancia oscura y grasienta. Parecía contener dos grandes sandías. En la plataforma estaba el cocinero del hotel con su delantal lleno de manchas, una cacerola metálica y un largo cazo de servir. Empezó a golpear de nuevo los utensilios uno contra otro. Gibson, el ayudante, también había subido a la plataforma, donde permanecía con las manos cruzadas y una expresión de inquietud mientras miraba el saco manchado.

—¡Basta con ese ruido! —gritó el sheriff Grant, abriéndose paso a empujones entre los hombres congregados al pie de la horca, sacándoles a todos la cabeza.

—¿Qué es eso? —inquirió uno de ellos, alzando la voz.

—¿Qué hay en el saco? —preguntaron otros.

—¿A qué viene este jaleo?

—¡Era Johnny-A! —gritó el cocinero, por encima de las demás voces—. Él y otro tipo, con máscaras. Se subieron aquí y colgaron el saco. ¡Luego dieron unas cuantas vueltas con los caballos, gritando, y salieron de la ciudad como una bala!

—¡No era Johnny! —jadeó Grant, mientras un individuo grueso en mangas de camisa lo ayudaba a subir a la plataforma, donde se quedó parado, como Gibson, frente al saco de arpillera—. ¡Os digo que le di un tiro!

—¡Sí era él, Jack! —insistió el cocinero—. He visto centenares de veces a Johnny-A, y a mí no me engaña aunque se ponga una máscara de calavera.

—Yo también lo he visto —confirmó el ayudante—. Era Johnny, sin duda. Estaba herido, como tú dices; tenía sangre seca por todo el chaleco. ¿Verdad, Bobby?

—Desde luego parecía sangre —dijo el cocinero—. El otro llevaba una máscara de dama pálida.

Daba la impresión que quería seguir sacudiendo la cacerola para incrementar el número de los allí reunidos.

Todos miraban el grasiento saco con sus dos bultos, y Underwood tuvo una premonición de lo que contenía.

—Bájalo, Ben —ordenó Grant, haciendo una mueca de dolor cuando señaló con el brazo en cabestrillo.

El ayudante arrancó el saco del clavo y, gruñendo por el peso, lo dejó en la plataforma. Grant y él se miraron. Gibson se irguió un momento, antes de agacharse para agarrar el fondo del saco y darle la vuelta. Dos objetos negros y peludos salieron rodando; uno de ellos siguió dando vueltas concéntricas hasta casi tocar las botas del sheriff.

—¡Por Dios santo! —musitó alguien.

—¡Santo cielo, son cabezas!

Underwood sabía de quiénes eran las cabezas, las de Joklinney y el otro depredador. Johnny Angell había ganado a la caballería, a la milicia y a los exploradores navajos, así como al sheriff. Grant se agachó por etapas desde su alta estatura para coger por el pelo una de las cabezas. La miró a la cara, luego giró sobre sus talones para enseñarla a todos los congregados: negras facciones, cuello burdamente rebanado con el muñón de un hueso sobresaliendo.

—¡Joklinney! —gritó una voz apagada.

—¡Johnny lo ha cazado!

El sheriff permaneció inmóvil con el brazo derecho en cabestrillo y el izquierdo sujetando la cabeza, inclinada hacia un lado por su propio peso. El rostro de Grant era tan horrible como la cabeza que mostraba, y, en el clamor que lo rodeaba, Underwood tuvo la extraña y sólida visión de un grupo de hombres que lo miraban desde algún Valhalla del cielo. ¿Quiénes eran, aquellas vagas figuras, tan enormes y perturbadoras? Daniel Boone, seguramente, con aquel gorro; Davy Crockett, Paul Bunyan con su hacha, Mike Fink, el de la embarcación fluvial. Tenían los ojos fijos en la apoteosis de Johnny-A, y no en el verdadero historiador con sus hechos comprobados, sus sopesadas conclusiones, su historia desde dentro. Porque Johnny-A era uno de ellos.

* * *

Cuando Cutler entró con Malcreado en las cuadras de oficiales en el fuerte, la limpia emanación de estiércol de caballo era un alivio después de respirar durante tanto tiempo el hedor a carne descompuesta. Acababa de desmontar de un salto cuando vio que el sargento Kinsey se apresuraba hacia él como de puntillas, con una de sus manazas en alto en señal de advertencia.

—¡Capitán, señor! ¡El alférez Hotchkiss me ha encargado que le diga que se quede aquí mientras yo voy corriendo a buscarlo!

—¡Dese prisa!

El sargento echó a correr. Cutler empezó a pasear de un lado a otro. Siempre parecía haber algo que retrasaba su marcha, pero sin duda lo único que quedaba ahora por hacer era quitarse el hedor de los apaches muertos, empaquetar unos cuantos libros y efectos personales, firmar su renuncia en el cuartel general, y dirigirse a Tucson para abordar el tren del sur. Malcreado relinchaba y movía la cabeza a uno y otro lado, como compartiendo su impaciencia.

—¡Nos vamos a casa, Malcreado!

El asistente apareció a toda prisa, jadeando.

—Pat, el coronel ha sufrido un derrame cerebral. Ni siquiera puede hablar, lo único que hace es mover los ojos. El comandante está al mando.

Cutler casi soltó una carcajada.

—¡Va a arrestarte por robar propiedad del gobierno! —le advirtió Hotchkiss—. Te llevaste unas pesas de báscula o algo así…, antes de que yo viniera.

Entonces se rió.

—¡Escucha! —le apremió Hotchkiss—. Todo el mundo sabe que vas a presentar la renuncia. La he redactado por ti. —Desdobló un papel y se lo tendió junto con un lápiz de mina de plomo—. ¡Será mejor que lo firmes y te largues, Pat!

Cutler apoyó la carta contra la pared de madera, se llevó a la lengua la punta del lápiz y firmó con rúbrica.

—Hazme un favor —dijo al asistente.

—Desde luego.

—En el cajón de la mesa de mi habitación hay un paquete de cartas. Son de una mujer enloquecida, pero nadie tiene necesidad de leerlas.

—Las quemaré —prometió Dick Hotchkiss con una mueca de complicidad. Cuando volvió a doblar la renuncia y se la guardó en el bolsillo, se puso firmes—. ¡Ha sido un honor servir con usted, capitán!

—En ese cajón también hay unos cuantos billetes metidos entre las hojas de un libro. Cien dólares son para el comandante, por la apuesta de Joklinney. —Sonriendo, añadió—: No me voy a gusto sin despedirme de los amigos. Di al doctor Reilly y a su mujer que les escribiré desde Sonora. ¡Gracias por todo esto, Dick!

—¡Lárgate ya!

Cuando volvió a montar en Malcreado se sentía tan ligero como un pájaro.

—Di a Nochte que se reúnan conmigo al sur de Madison, él sabrá el sitio al que me refiero.

Salió al trote a plena luz del día, con destino, por fin, a Las Golondrinas, su hijo, su mujer, don Fernando, sus tareas, sus responsabilidades y placeres de hacendado. Ya nada podía detenerlo. Cruzó el amplio resplandor de la plaza de armas hacia el mástil central, donde se detuvo a saludar a la bandera nacional, observando con los ojos entornados cómo oscilaban al sol sus blandos pliegues. Tantas veces que había vuelto al fuerte con el ánimo por los suelos, para sentirse reconfortado nada más ver aquel destello de rojo y azul…

Vio al Comandante de Hierro, montando muy a la brida en un caballo gris del ejército, al frente de un pelotón de soldados de caballería con las gorras ladeadas.

—¡Alto! —gritó Symonds—. ¡Queda arrestado, Cutler!

Cutler se apoyó en el pomo de la silla, estremecido de risa, y de algo más, mientras se acercaban al trote. El rostro del comandante resplandecía como un farol rojo. Con los soldados iba Jud Farrier. No parecía prudente discutir con el Comandante de Hierro, diciéndole que acababa de presentar la renuncia.

Saludó una vez con la mano, con indiferencia, y aguijando a Malcreado con la rodilla se alejó de ellos.

¡Vámonos, Malcreado!

—¡Alto! —chilló el comandante.

Bajo los muslos de Cutler, empezaron a contraerse los largos músculos de Malcreado. Se inclinó hacia delante, jadeando de placer. ¿De qué otra manera habría querido despedirse del ejército?

—¡Fuego! —gritó el comandante.

Hubo una descarga irregular. Se echó más hacia atrás sobre el lomo de la montura, a galope tendido ahora, más allá de la plaza de armas y los alojamientos de oficiales. Una vez que volvió la cabeza por encima del hombro vio que los soldados se habían desplegado tras él. Jud Farrier, que cabalgaba a espaldas del comandante, alzó una mano enguantada para decirle adiós.

—¡Fuego! —aulló el comandante una vez más.

—¡Las Golondrinas! —dijo Cutler a las orejas del castrado, que con largas zancadas dejó atrás a sus perseguidores.

* * *

Se despidió de sus exploradores en un rojizo afloramiento de piedra arenisca desde el que se veía la gran extensión del desierto mexicano y el destello paralelo, más cercano, de las vías del nuevo ferrocarril, que apuntaba al oeste. A kilómetro y medio de distancia, una locomotora despedía bocanadas de vapor que señalaban el límite de la ruta. Cabalgaría hasta Tucson, en donde cogería el tren del sur hasta Hermosillo. Montando de nuevo en Malcreado, seguiría en dirección este hacia la Hacienda de las Golondrinas. Llevaba ropa de paisano comprada en Corral de Tierra para el viaje, adecuada a su condición de civil: camisa azul, pantalones de lona, un pañuelo rojo en el bolsillo, unas botas Justin. Empaquetadas detrás de la silla llevaba una chaqueta forrada con tela de manta y algunas provisiones. En esta época del año bien podría hacer frío.

Sacó las tres latas de peras de la alforja y se las dio a Jim-jim para que las abriera. Se sentaron los siete formando un círculo dentro del círculo más grande formado por los caballos, trabados al suelo. Los sucios dedos pescaban las pálidas mitades de las peras entre el espeso jugo. Las cabezas asentían de aprobación, el jugo brillaba en las morenas barbillas. ¡Bueno! ¡Bueno!

Cutler se sentía como Washington despidiéndose de su ejército. Dijo en español:

—Diles que nunca os olvidaré. A ninguno de vosotros.

Nochte habló solemnemente. Kills-a-Bear hizo una mueca y agachó la cabeza. Skinny bizqueó. Chockaway también hizo una mueca, Jim-jim otra más severa, manchada de jugo de peras. Tazzi sonrió ampliamente, avergonzado. Kills-a-Bear dijo algo a Nochte, evitando mirar a Cutler a los ojos.

—Dice que también echarán de menos a Nantan Tata. Se morirán de aburrimiento. También echarán en falta el dólar de soldado azul.

—Diles que no deben jugarse el dinero que encontraron donde Joklinney. Nantan Tata se lo prohíbe.

La traducción de aquellas palabras suscitó sonrisas.

—¡Nantan Cabezas! —exclamó Tazzi con su voz burlona.

Cutler repartió las peras que quedaban y pasó las latas para que bebieran el dulce jugo. Se puso en pie.

Una vagoneta avanzaba por los raíles en dirección oeste, con unos obreros agachándose y enderezándose rítmicamente a cada extremo. Hicieron un alto en el trabajo para observar al grupo de indios en el elevado afloramiento. Uno de ellos saludó con el brazo. Descansaron un poco y reanudaron la labor. Cutler montó de un salto en Malcreado.

—¡Adiós, Nochte!

—¡Adiós, Nantan Tata!

—¡Adiós, Skinny, Jim-jim, Chockaway. Tazzi. Kills-a-Bear!

Tazzi se echó a reír, dándose palmadas en los muslos. Soltó una perorata en apache.

Con una sonrisa circunspecta, Nochte explicó:

—¡Dice que los indeh han perseguido al ojo pálido malo hasta echarlo a México!

Todos rieron del espléndido chiste, y Cutler logró sonreír a su vez, alzando una mano para despedirse mientras hacía girar a Malcreado y se alejaba. Cuando miró atrás, algunos seguían riendo y señalándole, otros le decían adiós con la mano, Nochte agitando su elegante sombrero por el cordón. Volvió a mirar una vez más y entonces estaban inmóviles, muy pequeños ahora, muy juntos, aún observando su marcha. Y finalmente desaparecieron, con sólo una parduzca neblina de polvo que indicara su paso sobre el afloramiento rocoso.