27

Cutler se encontraba de nuevo con la viuda de un oficial de caballería vestida de luto riguroso, la esposa a la que Sam Bunch había dicho que odiaba, en el Alojamiento de Oficiales n.° 1, que el coronel había desocupado mientras durase la estancia en Fort McLain de la viuda de Sam, que ahora estaba rígidamente sentada en el sofá frente a la mecedora donde se había acomodado Cutler, al otro lado de una ancha franja de sol matinal que atravesaba una mesa con un pañito de encaje y un florero de geranios. La señora Bunch lo miraba con fijeza, las manos juntas en el regazo, mientras él describía la última campaña de su marido.

Tenía unos treinta años, con un pelo incoloro recogido en un moño severo y un rostro cetrino y tirante, como embestido por un fuerte viento. El cutis, el pelo, los ojos, los pálidos labios daban una impresión de monocromía, y también de intensidad, como si el viento que encaraba proviniese de un fuego. Una de sus manos iba adornada con una alianza de oro.

—Así que murió como un héroe —dijo ella—. A mi padre también lo condecoraron postumamente. —Proyectó la barbilla hacia delante y, con aire agresivo, preguntó—: ¿Habló alguna vez de mí?

—Pues, sí —contestó Cutler, incómodo—. Claro que sí, señora Bunch.

—¿Dijo que me odiaba?

Dejó escapar el aliento entre los labios antes de responder:

—Sí, lo dijo.

—¿Y que yo lo odiaba a él? Eso le dije la última vez que nos vimos. Le dije que me iba a contagiar alguna asquerosa enfermedad si continuaba con sus… malos hábitos.

Se interrumpió para mirarlo con aire retador. Él no quería saber nada de aquello.

—Le dije que podía infectar al niño. Los niños pueden nacer ciegos, ya sabe.

Bunch nunca había dicho nada de un hijo. Y en México, ahora, ya debía de tener un hermanastro más moreno.

—No sabía que Sam tuviera un hijo.

—Daniel —confirmó ella con aquel empuje de la barbilla—. Por mi padre. Sam nunca le puso la vista encima. —Se miró las manos sobre el regazo. El rayo de sol le avivó la falda negra y la punta de los prácticos zapatos negros que le asomaban por debajo—. Escribí a Sam para decirle que no lo vería jamás.

—Entiendo —dijo él.

—En Fort Belvoir, donde estaba destinado, era famoso por buscar la compañía de mujeres malas y vulgares. Mujeres de color, en realidad, teniente Cutler. Lo hacía por malicia, desde luego. Entonces yo estaba embarazada de Daniel. Le dije que iba a dejar ciego a Daniel con su vileza. Lo eché de casa. Entonces lo trasladaron a Territorio de Dakota.

A Cutler le dolían los hombros, como si los hubiera tenido encogidos a la defensiva durante demasiado tiempo.

—Era amigo mío —declaró.

—Así que me juzgará con dureza, supongo. —Tenía las pestañas del mismo color que el cutis, lo que daba a sus ojos un aspecto extraño, descarnado—. Lamento mucho que Daniel no haya llegado a conocer a su padre.

El otro hijo de Bunch tampoco conocería nunca a su padre. Si Bunch odiaba a aquella mujer, había amado a otra de color, Boca Bonita, Junie, cuya liberación podría arreglarse, junto con la de su hijo. Pero quizá estuvieran mejor en México que en una cárcel de Florida con los demás sierraverdes. Pero estaba Las Golondrinas. Era algo que debía a Sam.

—Tendrá una medalla con la que recordar a su padre —dijo él—. Y un nombre que reconocerá como suyo. En ese sentido no será huérfano, y tendrá una madre que le transmita los mejores recuerdos que guarde de su marido. Habrá un documento para demostrarle que su padre murió como un héroe.

—Sí, lo mismo que yo tuve de mi padre —dijo Olive Bunch, y sus labios se contrajeron en lo que debió de ser un esbozo de sonrisa.

Él pensó que, antes que a ella, Bunch habría empezado odiando a su padre. ¿Tenía un acento sureño más marcado que el de Bunch, con sus prolongadas vocales de Maryland? Le preguntó si su padre había sido Confederado.

—¡Sí, lo era! Yo tenía doce años cuando lo mataron.

—¿Dónde se conocieron Sam y usted?

Se suavizó su expresión, y por un momento casi pareció bonita.

—En un baile de la Academia. Mi primo era compañero de clase suyo. A Sam le encantaba bailar. ¡Bailaba espléndidamente para ser tan grande! Sencillamente volábamos por la pista. Pero cuando descubrí la bestia que había en él ya era demasiado tarde.

—Ha sufrido usted dos tragedias en su vida —resumió Cutler.

Aquello pareció complacerla, a juzgar por la expresión casi sonriente en sus labios apretados, un tanto petulante, en realidad, aunque brillaban lágrimas entre sus pestañas incoloras. Cutler sintió mucha pena por el niño, Daniel Bunch, y resolvió salvar al otro hijo y a su madre. Parecía que todo estaba relacionado, entretejido de modo inextricable, todo formaba parte de un conjunto integral, de un continuo que desafiaba su capacidad de comprensión. Porque desde luego su propio hijo era parte de ello, el niño cuya paternidad se había convertido en algo mucho más importante que la vacía mortaja de la suya.

Cuando se levantó para marcharse, la señora Bunch le agradeció el relato de la muerte de su marido y el consuelo que le había brindado.

* * *

Formadas con uniforme de gala, las tropas que no habían salido en busca de los depredadores apaches formaban en posición de firmes frente a la bandera, mirando al coronel Dougal, el comandante Symonds, el asistente, alférez Hotchkiss, y el capitán Robinson, que había venido de Fort Blodgett en calidad de emisario del general Yeager. Cutler y la señora Bunch, una figura esbelta y erguida, vestida de luto, con sombrero y velo negro, estaban a siete metros de distancia, de espalda a las tropas y de cara al coronel. Cutler dio un paso al frente cuando dijeron su nombre.

El asistente se adelantó a su vez. Carraspeó ruidosamente y anunció:

—Concedida: por el presidente de Estados Unidos, al capitán Patrick Cutler, por su valor en combate demostrado en la campaña contra apaches hostiles en el Territorio de Nuevo México y en el estado de Chihuahua, en México.

Hotchkiss leyó la distinción con voz entrecortada, haciendo una pausa antes de las ampulosas palabras como un caballo alzándose de patas frente a un obstáculo. Habían formulado las recomendaciones el general Yeager, jefe del Departamento, y el coronel Burke, comandante en jefe del Sexto de Caballería. Había una recomendación suplementaria del gobernador Molino, del estado de Chihuahua.

La distinción se concedía por el valor en combate demostrado en la persecución del jefe de la tribu sierraverde, Caballito. En una serie de batallas campales, en una de las cuales rescataron a miembros del Sexto Regimiento de Caballería de una muerte casi segura, e interviniendo como avanzadilla de otros elementos que podrían haber acudido en su auxilio de no haber estado tan lejos, el teniente Cutler y el capitán Bunch hostigaron, presionaron y debilitaron a las fuerzas hostiles. Al emprender la persecución al otro lado de la frontera, cercaron a la tribu en estrecha cooperación con tropas mexicanas al mando del coronel Pascual Molino. Los hostiles fueron aniquilados. La colaboración entre ambas naciones fue ejemplar y se llevó a cabo de acuerdo con las mejores tradiciones de la Caballería de Estados Unidos.

Unas risitas nerviosas, elevándose sobre las capas de furia e indignación, subían a la garganta de Cutler como burbujas de champaña. El capitán Robinson, jadeando por la concentración, con la nariz hinchada por el alcohol como un caracol rojo sobre el bigote gris, le pasó por el cuello una cinta de la que colgaba un pesado trozo de metal. Le prendió otra cinta, un lazo rojo, blanco y azul en el pecho y galones de capitán en las hombreras.

A la intermitente sombra de la bandera, que ondeaba y caía a merced de la tenue brisa, el coronel Dougal sonrió neciamente a Cutler. El Comandante de Hierro estaba junto al coronel, con el ceño fruncido. Más allá de los dos jefes, la plaza de armas, delimitada por los barracones y el corral, titilaba al calor. Cuatro de los hoyas estaban sentados en la cerca, contemplando la ceremonia del ojo pálido. En la distinción no se había mencionado a los exploradores sino como «los que estaban a su mando».

Cutler avanzó entre Hotchkiss y Percy Robinson para que le felicitara el coronel Dougal, al parecer con excesiva efusión. El comandante Symonds lo hizo con circunspección, apretando las mandíbulas como si se estuviera comiendo las uñas.

—Le doy las gracias en nombre del regimiento, muchos de los cuales, lamentablemente, no pueden estar presentes para rendir honores a usted y al capitán Bunch —farfulló el coronel—. ¡Su honor es el nuestro! «¡Valentía más allá del deber!» «¡Contraponer tácticas limpias a las tretas del enemigo!» ¡Estamos orgullosos de usted, capitán Cutler!

—Gracias, coronel.

Permaneció junto al coronel y el comandante mientras leían la misma distinción, concedida postumamente al capitán Bunch. La sombra de la enseña se mecía sobre sus cabezas, y la banda empezó a tocar cuando el capitán Robinson presentó la medalla a la viuda de Bunch. La señora Bunch lloró mientras los oficiales la felicitaban, y el alférez Hotchkiss, sujetándola, la ayudaba a salir de la plaza.

Cutler se permitió bajar la cabeza para echar una mirada a la medalla que le habían colgado al cuello y, de soslayo, a las dos barras prendidas en el hombro. Cuando ordenaron romper filas, saludó con la mano a los exploradores sentados en la cerca del corral. Percy Robinson lo cogió del brazo.

—Tenemos que hablar un momento a solas, Pat.

Se encaminaron juntos hacia el extremo de la plaza de armas, a la sombra de los árboles, donde Robinson se detuvo y se recostó en un álamo apoyando el pie en el tronco.

—El general ha presentado su renuncia, Pat. El general Schofield tomará el mando del Departamento.

El mundo giró y se derrumbó bajo sus pies, para enderezarse después. Pensó que la noticia explicaba la demencial sonrisa del coronel y sus aduladoras felicitaciones. Sin embargo, parecía que Yeager le había provisto de una línea de defensa.

—Éste ha sido más o menos su último acto oficial —dijo Robinson.

—Apuesto a que lo ha encontrado divertido.

Robinson sacudió la cabeza. Destellos de luz se movían por su arrugado uniforme.

—Pensó que la condecoración podría protegerte cuando él ya no estuviera disponible, en caso de que cambiaras de opinión sobre dimitir de tus funciones.

—No voy a cambiar de parecer —afirmó él.

Pensó que al Comandante de Hierro le gustaría que desapareciera de su vista, y mucho más después de la condecoración. Había escrito a don Fernando para decirle que pronto iría a Las Golondrinas, pero aquellos monótonos días en espera de que Joklinney se dejara ver se hacían muy largos. Ahora recelaba de alguna nueva exigencia de Yeager, porque le resultaba imposible creer que el general fuese capaz de conceder nada que no revirtiera en beneficio suyo.

—Sencillamente, el general no se dio cuenta de las consecuencias que tendría otra fuga sierraverde —prosiguió Robinson—. Por lo visto, el presidente se puso furioso. Cualquier posibilidad de candidatura republicana se ha esfumado por completo.

—Me alegro de que el Pueblo de la Franja Colorada se haya desquitado un poco.

Robinson lo miró con reprobación por su falta de lealtad. Por el sol que le había dado, su ancho rostro parecía un pudín recién salido del horno, y su nariz semejaba una pieza de fruta echada a perder.

—No le debo nada, Perce —aseveró Cutler—. Me ha tratado como a un zopenco. Me ha estado tomando el pelo con falsas esperanzas, lanzándome misteriosas referencias, pretendiendo… Me ha hecho creer que era mi Nantan Lobo. Tengo suerte de que no me haya mandado a Florida con los sierraverdes.

—Lo comprendo, por supuesto, muchas veces he sido testigo de esas cosas —repuso Robinson—. Pero tú también debes tratar de entenderlo. Se guarda cartas y triunfos por si alguna vez le resultan de utilidad. Atesora deudas que puede reclamar. Como sabes, le he servido de amanuense para sus memorias, que lleva años elaborando, recopilando, dictando, incluso pergeñando personalmente, para que yo las redacte. Hace poco he visto algunos de sus diarios y me he topado con cierta información que te interesará.

Cutler sonrió ante el súbito y familiar ritmo de su corazón, que se lanzaba como una trucha hacia el cebo.

—Fue cuando estaba destinado en San Francisco, en el cincuenta y dos. Le entregaron un niño expósito, y pensó que era de una lavandera irlandesa de Presidio. Según sus propias palabras, era uno de los muchos deberes de un oficial sobre los que no se imparte instrucción en la Academia.

—¿Qué hizo con él? —preguntó. Aunque, por supuesto, lo sabía.

—Según escribe, logró convencer a alguien para que se encargara del niño, una mujer de las más altas esferas sociales de San Francisco; esa frase le hizo mucha gracia, Pat. Y aquella mujer estaba enamorada del joven teniente que él era entonces. Es un fanfarrón, como bien sabes.

—Sí —convino Patrick Cutler, hijo de una lavandera irlandesa.

—Yo creo que en realidad el joven teniente estaba perdidamente enamorado de aquella mujer de gran posición —prosiguió Robinson—, y nunca llegó a superarlo, como ya te habrás dado cuenta. Debido a tu relación con esa mujer, creo que casi te echaba la culpa del trato que ella te daba, al tiempo que consideraba tener cierto parentesco contigo. Constituías un vínculo con ella. Eso es lo que él intentaba decirte en El Paso.

Robinson, frunciendo severamente el entrecejo, juntó las manos a la espalda, dio tres pasos más allá de Cutler y volvió atrás.

—Su propio hijo es un repugnante mojigato. Tú has sido como un hijo para él, ¿sabes?

Parecía que aquellas revelaciones por fin le harían volatilizarse en una gran explosión cómica. Ni siquiera era capaz de reír. No quería enterarse de que era hijo de una lavandera de un puesto del ejército y de algún soldado raso sin nombre: Cutler era sin duda el apellido de su madre. Tampoco deseaba haber sido hijo del general Yeager. ¡Había aspirado a algo más! Un hombre debe definir su propia identidad, pensó, pero no lo dijo.

—Bueno, es un alivio no tener que preocuparse más por ese viejo asunto —sentenció—. Gracias, Percy.

—Te estoy rogando un poco de simpatía para el general —dijo Robinson, con la cara encendida.

—Nunca le perdonaré lo que ha hecho a los sierraverdes.

—Una medida desesperada para salvar un frente que se venía abajo, Pat.

—Por fin se le han acabado los ases de la manga —observó Cutler.

Se sentía curiosamente ligero. Querida madre, querida Bridget Cutler o comoquiera que te llamaras. ¿Quién necesita un padre a los treinta y dos años? Peto Cutler necesitaba un padre. Igual que Daniel Bunch, y el hijo de Tze-go-juni.

—Necesita siervos bien dispuestos —dijo Robinson con voz pastosa—. Por eso me ha retenido a mí, desde luego.

—Sé que usted podría haber sido algo más que secretario de un general enloquecido. Podría haberlo sido.

Robinson sonreía como si le dolieran los dientes.

—¡Pero secretario del presidente, Pat! Eso habría estado muy bien, ¿verdad?

* * *

En el salón de oficiales Cutler se dirigió al rincón donde Bernie Reilly, Jud Farrier y Dick Hotchkiss lo esperaban en una mesa erizada de botellas de champaña. La extraña euforia que sentía tras la sesión con Percy Robinson persistió frente a los desafiantes rostros del mostrador, que conseguían mirarlo y no hacerle caso al mismo tiempo. Alguien dijo, para que él lo oyera: «… niños mimados del general».

Jud se levantó con la mano extendida y le felicitó. Cutler estrechó la mano de todos. Sentía que las risitas se le volvían a agolpar en la garganta, junto con la revuelta bilis. No creía que los del mostrador considerasen que los honores rendidos a Pat Cutler fueran también suyos. Bernie le llenó de champaña la copa, y Cutler permaneció en pie para hacer un brindis en voz bastante alta.

—¡Brindo por Sam Bunch, el niño mimado del general!

Bebieron, mientras los del mostrador cerraban filas.

—¡Brindo por ti, Pat! —dijo Dick Hotchkiss.

Los amigos lo miraban con afecto, pero también con preocupación. No tenía muchos amigos en el ejército, Sam Bunch había muerto con los sesos escurriéndosele por el cuello. Además su padre no era general, ni su madre dueña de un burdel. Tras la primera copa de Cordon Rouge se sintió exaltado y relajado. ¡Burbujas!

—Pensé que iba a caerme redondo al suelo ahí fuera —anunció mientras se sentaban.

—Un asunto emotivo —convino Bernie, asintiendo con la cabeza—. La distinción de Sam junto con la tuya, la señora Bunch desmoronándose y todo eso.

—Me refiero a caerme al suelo de la risa —dijo él, aún alzando la voz, y Jud hizo una mueca y miró por encima del hombro a los oficiales del mostrador—. ¡«Persecución implacable»! ¡«Aniquilación de los hostiles»! ¡«Cooperación entre ambas naciones»! Intentábamos convencer a Caballito de que volviera a Bosque Alto. En cambio conseguimos que exterminaran hasta el último joven guerrero de los franjas coloradas, setenta y ocho cabelleras en la plaza mayor de la ciudad de Chihuahua. Mujeres y niños vendidos río abajo, incluida la Junie de Sam. —Se apartó la pesada medalla colgada de la cinta. Al soltarla sintió un golpe en el pecho—: Bueno, ser el niño mimado del general siempre ayuda. ¡Sólo que después de pasar nueve años de teniente!

—¿Por qué no dejas esa cuestión, Pat? —le aconsejó Bernie, inclinándose hacia él.

—El Cutlery de siempre —dijo Jud sonriendo, en tono condescendiente.

Dick sirvió más champaña. El asistente tenía un lunar en un párpado, que daba la impresión de un guiño permanente.

—¿Resulta difícil ser héroe, Pat?

—¿Van los héroes justificados a la Casa de su Padre? —preguntó él.

Aquello enmudeció a sus amigos o lo que quiera que fuesen: confusión e irritación en el rostro de nariz chata de Bernie, afecto cargado de preocupación en el de Jud, la veneración hacia el héroe que se veía en el de Dick únicamente soportable por el guiño de aquel párpado. Prefería la franca hostilidad de los que seguían en el mostrador.

—Demasiada tranquilidad aquí dentro —murmuró, poniéndose en pie.

Se dirigió al piano y se puso a tocar con un estilo extravagante, echando la cabeza hacia atrás como Jimmy Blazer y agitando las manos como si sembrara a voleo. ¡Esto va por tus musicales, Lily! Nadie le hizo coro ni pareció prestarle atención, sus amigos apurados por él y tratando de que no sé les notara. De modo que volvió con ellos.

—El único merecedor de la Medalla de Honor que aprendió a tocar el piano en una casa de putas —dijo, sin alzar la voz.

Bebió un buen trago de champaña. Se había puesto triste al recordar las veladas en casa de los Maginnis, y ahora lamentaba la suerte de Sam Bunch, de Caballito, de Johnny-A, hasta la de Joklinney…, incluso, se asombró al descubrir, la del general Yeager. Se le quitaron las ganas de resultar insufrible.

—Cuatro en una noche fue lo máximo que pude —dijo—. Entonces tenía dieciséis años.

Por supuesto, nadie sabía de lo que estaba hablando.

—El gobernador ha venido a Madison con su milicia de empleados de banca y una compañía de exploradores navajos —le informó Dick—. Se proponen dar con el rastro de Joklinney. Al coronel le va a dar un soponcio.

—¡Si dos regimientos de caballería no lo han conseguido, ninguna milicia va a dar con él! —declaró Jud.

—Están perdiendo el tiempo —aseveró Cutler. Sacó despacio el corcho de una botella, apuntando al techo, donde percutió con un ruido satisfactorio.

—¿Qué me dice de sus rastreadores, Cutler? —dijo alguien desde el mostrador—. No vemos que salgan a buscar huellas.

—Esos apaches no dejan rastro —repuso él—. Pero ni dos regimientos de caballería ni la milicia del gobernador darán con Joklinney. Seis exploradores hoyas y un teniente sí podrán. —Se corrigió—: Y un capitán.

Dick Hotchkiss parecía satisfecho. Cutler supuso que debía sentirse halagado.

—¿Quién quiere hacer una apuesta? —inquirió.

Los del mostrador murmuraron entre ellos. Symonds lo fulminaba con la mirada. ¿Nadie se atreve?

—¿Qué me dice, comandante? ¿Cien dólares?

—¡De acuerdo, entonces, Cutler! —gritó Symonds.

—¿Cómo piensas hacerlo, Pat? —preguntó Jud.

—Hay dos sitios. Antes o después aparecerá en uno de ellos. Sólo es cuestión de tiempo.

Demasiado tiempo, pensó.

Con eso todo el mundo se quedó tranquilo durante un rato. Parecía que nadie se había enterado de la renuncia y sustitución del general Yeager, ni siquiera Dick, que estaba en condiciones de abrir bien las orejas en el cuartel general.

Entonces oyó la voz sureña de Smithers:

—… ¡Medalla de Honor del Congreso! ¡Mi padre se va a revolver en la tumba!

—¡Pat! —dijo Bernie cuando Cutler echaba bruscamente su silla hacia atrás y se levantaba con la copa medio vacía en la mano.

—¡Por la Caballería! —Era el brindis obligado, y hasta los del mostrador se volvieron con los vasos de whisky en alto—. ¡Por el padre de Renny Smithers, el general rebelde!

En medio del silencio Smithers se acercó rápidamente para encararse con él desde el otro lado de la mesa: facciones duras y agradables, mandíbulas prominentes, ojos azules electrizados de ira. Jud, tambaleante, se quitó de en medio.

—¡Le agradeceré que deje a mi padre al margen de esto, Cutler!

—Vale, muy bien, no mencionaremos el juramento de lealtad que hizo…

—¡Hijo de puta! —exclamó Smithers.

—De lavandera —repuso él. ¿Por qué había dado un puñetazo a aquel otro capitán en un salón de Deadwood? Intentaba recordarlo mientras arrojaba el contenido de su copa a la cara de Smithers.

—¡Pégale! —gritó el Comandante de Hierro—. ¡Atízale, Renny!

¿Era una orden? Cutler había prometido al general que no volvería a pegar a un oficial superior. ¡Pero ahora era capitán! Y tampoco debía al general promesa alguna, guardara o no ases en la manga. Pero dudó demasiado tiempo, porque Smithers ya estaba proyectando el brazo. Vio venir el destello dorado del grueso anillo de la Academia, pero parecía que el puño, lanzado por encima de la cabeza, con mucho hombro detrás, tardaba bastante en llegar. La mesa y una considerable cantidad de cristalería cayeron al suelo con él.

Bernie Reilly lo ayudó a volver a su alojamiento, aún borracho, con la mandíbula dolorida y el pañuelo apretado contra la sanguinolenta nariz.

—Ha sido una verdadera estupidez, Pat. ¿Por qué tenías que insultar a todo el mundo? Estábamos bebiendo a tu salud. Y ellos también lo habrían hecho.

—Que se mueran. —Había un tono apagado en su voz.

—Tú sí que te estás matando. ¿Por qué has tenido que provocar a Renny Smithers? ¿Qué sentido tenía?

—Él ha conseguido lo que quería, y yo también; todo el mundo ha salido ganando. Por poco dinero, además.

—Tienes más amigos de los que crees, Pat. Pero no lo pones nada fácil.

—Son tiempos difíciles para mí, Bernie. Esta espera.

—¿Qué espera?

—La de Joklinney.

Al día siguiente todo el mundo estaba enterado de que el general Schofield había sustituido a Yeager, y Cutler tenía la mandíbula dolorida y la nariz tan roja como la de Percy Robinson. Después de almorzar, fue directamente a la oficina de transmisiones, pero en Fort Blodgett ya no había nadie que le enviara órdenes ni informes. ¡Ya no había quien le diera órdenes! Todas las promesas habían caducado, y Yeager ya no lo amenazaba con mandar a los hoyas a Florida con los sierraverdes. Ya no estaba obligado a ver la aniquilación de Joklinney antes de marcharse a Las Golondrinas. Al darse cuenta de su libertad, se puso a temblar.

Vio que Nochte venía al trote en un poni pardo, llevando un sombrero nuevo: de corona chata y ala rígida, negro, muy elegante. En su moreno torso brillaba un collar de monedas mexicanas. Le hizo una señal con el dedo índice levantado. Por fin habían localizado a Joklinney.

* * *

Ya habían ido antes por aquella parte, siguiendo el rastro de los nahuaques que habían torturado a Pedro Carvajal y enloquecido a María Cutler. Era un lugar que Kills-a-Bear conocía, un refugio apache en la cordillera de las Boot. Skinny se había apostado allí para acechar la llegada de Joklinney, y Chockaway en otro sitio, más cerca de la Sierra Verde. Joklinney había llegado con otros dos a las Boot dos noches atrás, con un pequeño rebaño de ganado y una recua de monturas de refresco. Los depredadores iban por fin a pagar las consecuencias de sus actos.

Así que a última hora de la tarde, apresurándose ante la temprana puesta de sol del otoño, con la vista puesta en el pico más alto, llegó el capitán Patrick Cutler con los cinco exploradores hoyas: Nochte, Kills-a-Bear, Tazzi, Skinny y Jim-jim. Chockaway seguía observando el sitio más cercano a la Sierra Verde, Benny Dee había muerto en la horca, y a Lucky lo habían matado en México. Pero la proporción era bastante buena, seis a tres, aunque a uno de los depredadores lo hubieran educado en las costumbres de ojo pálido en Alcatraz, Fort Point y una casa de putas de San Francisco.

Los cinco que cabalgaban con Cutler, a quienes jamás llegaría a entender, constituían un bien muy preciado. Eran sus exploradores, los suyos: Nochte con su sombrero elegante, sus alhajas, su pierna lisiada; Tazzi con su sonrisa de pillo y su burlona forma de hablar; el prudente y cauteloso Kills-a-Bear, con su cara devastada; Skinny, tan menudo como un muchacho de catorce años, piernas como palillos, con las puntas de la cinta del pelo oscilando con el movimiento del caballo; el moreno, adusto, tímido Jim-jim. Cinco salvajes armados con los fusiles de retrocarga que habían hecho a su pueblo lo bastante fuerte y peligroso para enfrentarse al ejército estadounidense y asolar vastos espacios del norte de México. Sus hoyas.

Cuando el sol pendía sobre las crestas occidentales, sus sombras trotaban ante ellos, altas siluetas de caballos y jinetes como flechas lanzadas sobre la roja tierra. A veces los exploradores daban gritos de excitación, inclinados sobre sus monturas al jinete, todos menos Nochte con el turbante rojo que constituía su uniforme, ayudando alegremente al nantan ojo pálido a perseguir a hombres de su propia raza.

Ya era noche cerrada y sin luna cuando, a pie, empezaron a subir a la cumbre. Cutler ascendía con dificultad, jadeando, como arrastrando un cansancio acumulado. Le dolía la nariz. Los exploradores se habían desnudado para el combate, y de vez en cuando, a la tenue luz de las estrellas, veía pieles morenas en movimiento delante de él. A intervalos se detenían a esperarlo. De pronto le daba la impresión de que todo sucedía con mayor rapidez de lo que era capaz de asimilar, su carrera en el ejército casi concluida, una vida nueva en Sonora a punto de comenzar con problemas existenciales y de relación aún más desconcertantes. ¿Crees que serás feliz en México?, le había preguntado Bernie Reilly.

Una vez le musitó Tazzi: «¡No miedo, Nantan Tata! ¡Muchos exploradores, pocos tipos malos!». Sintió una extraña oleada de emoción ante el consuelo de aquel «¡No temas!». El compañerismo de los hombres en la guerra, que nunca había conocido entre sus camaradas oficiales salvo con Sam Bunch, lo había vivido intensamente con aquella sucia y andrajosa banda de aborígenes. Al otro lado de la cumbre, con Nah-kut-le y, por lo visto, otro carnicero más, estaba Joklinney, quien afirmaba que ya no podía pensar como un apache pero que al final había vuelto a practicar la venganza de su pueblo. No le daba pena por Joklinney, pero sentía lástima de los cuatro indios que ascendían por la ladera delante de él, con sus carabinas y cartucheras en bandolera sobre la espalda desnuda. Se detuvieron a esperarlo una vez más.

Esta vez compartieron con él la carne de sus piches, asada en tiras largas como cordones de botas, de fuerte sabor. No le preocupaba de qué parte ni de qué animal era, porque ya había comido carne de rata de agua con su presa. Regó la seca carne con agua de su cantimplora, para luego pasársela a ellos.

Prosiguieron la ascensión, con una pálida media luna remontando a sus espaldas. Se agarró a unos rígidos matorrales para ayudarse a subir aquella parte más empinada, evitando las chumberas y nopales lo mejor que podía. Con frecuencia pedía detenerse a descansar, y los exploradores, impacientes, se quedaban en cuclillas más arriba. Había determinado que buena parte de su cansancio se debía a una agotadora reticencia a culminar la ascensión.

—Ya no está lejos, Nantan Tata —murmuró Nochte en español.

Los otros mantuvieron una conversación en sibilantes susurros. Uno de ellos rió tontamente. Sólo formaban parte de un proceso histórico, pero eran tan humanos como él, y a veces, pensó, aún más. Ya sabían, a través de alguna oficina de transmisiones particular, que Nantan Lobo había perdido su poder y ahora había otro gran nantan soldado azul.

—¿No más exploradores, Nantan Tata? —le preguntó Nochte con elaborada indiferencia.

—Creo que el nuevo gran nantan no va a necesitar exploradores.

—¿Nantan Tata se marchará también?

—A México. Con mi mujer, que está allí.

Nochte transmitió la novedad, y los otros charlaron y gesticularon. Kills-a-Bear habló largamente.

—Dice: ¿qué harán los soldados azules sin Nantan Tata ni los hoyas? Otros nantan son idiotas, cabalgan de acá para allá y no ven nada. Los soldados azules son como niños. Los indeh malos los matarán como pavos.

—Los que perseguimos son los últimos indeh malos —dijo Cutler.

Los exploradores discutieron esa afirmación, negativamente, dedujo él. Les preguntó adónde irían cuando él se fuera a México, en caso de que ya no se necesitaran exploradores.

—Nos da igual, Nantan Tata —dijo Nochte—. Nuestro pueblo está en Fort Apache.

—No puedo deciros que os fieis de los ojos pálidos —repuso él—. Porque sabéis lo que pasa. Ni tampoco de los nantan soldado azul, ni de los agentes de la Oficina de Asuntos Indios.

Tazzi dijo en su horroroso inglés, en tono burlón:

—¡Indeh no confiar en ojo pálido… nunca! ¡Confiar en Nantan Tata muy poco! —Se retorció de risa silenciosa.

—Nantan Tata confía en Tazzi, Kills-a-Bear, Skinny, Nochte y Jim-jim —declaró él.

Cuando Nochte tradujo sus palabras, se hizo un retumbante silencio. Cutler se puso en pie y los otros se apresuraron a levantarse. Prosiguieron la marcha, perfilados ahora por la plateada luz de la luna, ya alta, que proyectaba sus sombras delante de ellos. De pronto, entre una penumbra más pálida, apareció la cumbre.

Desde la cima era exactamente como la otra vez, sólo que ahora no había una mujer cautiva que rescatar. Abajo, en la plataforma rocosa, se veía el pálido resplandor de las brasas de una hoguera. Cutler distinguió más abajo, en el desfiladero, la oscilante mancha del ganado en el corral, oía sus pezuñas y sus movimientos, y la escasa corriente de agua de un arroyo. Delegó en Kills-a-Bear la colocación de los exploradores y se tumbó en el suelo apretando la pesada culata de la carabina. El sueño lo vencía, y una y otra vez se esforzó por mantener los párpados abiertos.

Con las primeras luces vio que dos hombres se movían junto al fuego, y oyó el chasquido de astillas al romperse. Se pusieron en cuclillas cuando saltaron las llamas. Pronto distinguió a Joklinney a la derecha, con sombrero flexible, chaqueta y pantalones. El otro no llevaba sombrero, pero también vestía ropa de ojo pálido. El tercero no estaba a la vista, pero debía encontrarse en la vieja wickiup de la que Cutler había sacado a María. En la ladera, un poco más abajo, estaban los exploradores, agazapados detrás de peñas y arbustos. La luz aún era demasiado tenue para hacer buena puntería. Tiritó con el frío que precede al amanecer.

Mirando a la ladera donde ellos estaban, Joklinney se levantó, se limpió las manos en la pernera de los pantalones y, con aire despreocupado se acercó al borde de la plataforma, que ahora destacaba entre las sombras del desfiladero. El otro seguía en cuclillas junto al fuego.

Cutler se puso en pie para encararse con Joklinney. Le pareció que el forajido sonreía, aunque no podía estar seguro con aquella luz cenicienta. El que estaba junto al fuego se levantó. Aún no había aparecido el tercero.

—¡Eh tú, Joe King! ¡No te muevas!

—Vaya, si es Nantan Tata —dijo Joklinney. Su voz tenía una aguda claridad en el aire frío, a treinta metros de distancia. Joklinney se quitó el sombrero y se sacudió el pelo, que ahora llevaba largo, al estilo apache.

—¿Dónde está el tercero?

Joklinney hizo un gesto hacia la wickiup.

Medio apuntando con la carabina, Cutler gritó:

—Os quiero ver a los tres junto al fuego mientras bajamos. Sin armas.

—Moriremos aquí como indeh, no como coyotes —dijo Joklinney con voz profunda.

—Como salvajes —replicó él.

—Sí, Nantan Tata.

Ahora vio claramente que Joklinney le sonreía con humor apache, sabedor de que era hombre muerto.

¿Ha-tip-e-ca? —dijo Cutler.

Joklinney volvió a ponerse el sombrero y dio un cauteloso paso atrás, en retirada.

¡Doh-koo-gah! —gritó, dando media vuelta y echando a correr.

Cutler acarició el gatillo. Joklinney cayó, despatarrado, el sombrero por los aires. Cinco carabinas rugieron en una descarga cerrada; luego, disparos aislados. Joklinney yacía boca abajo, con las piernas y los brazos abiertos. El otro, de espaldas.

—¡Están muertos, Nantan Tata! —gritó Nochte, alzando la cabeza hacia él.

Cuando los alcanzó, en la plataforma rocosa con los depredadores muertos encontraron al tercero, una mujer, en la wickiup. La misma bala que había acabado con la madre, había matado al niño. Era joven, bonita, con una blanca cicatriz en forma de pequeño dardo bajo el labio inferior: Tze-go-juni, rescatada del cautiverio en México, y su hijo mestizo.

Ordenó a Nochte que se encargara de enterrar a madre e hijo y de quemar la choza.

—¿Cabezas, Nantan Tata? —le preguntó Tazzi.

Asintió, porque los cadáveres se descompondrían muy pronto con el calor del día. Fue a sentarse en el saliente más alto mientras se llevaban a cabo aquellas tareas, llevándose las manos a las mejillas como para sujetarse la cabeza, y tiritando mientras las sombras se retiraban y el sol aparecía. Nochte fue a decirle que acababan de encontrar una bolsa de billetes verdes y monedas. Joklinney había aprendido del ojo pálido el valor del dinero contante y sonante.

Hacia las nueve ya habían bajado de las montañas, con las cabezas de los apaches rebeldes en sacos de arpillera amarrados a uno de los animales de carga, más de quinientos dólares al contado, doce caballos y veinte reses. Así fue como entraron en Arioso para enterarse de que el sheriff había resultado gravemente herido en un tiroteo con Juanito el Angelito.