Narración del sheriff Grant:
Hubo críticas de que había levantado el patíbulo a pesar de todo, con el fugado suelto todavía, pero la horca puso una nota grave en la cabeza de mucha gente que pensaba armar líos, y yo esperaba que, en cuanto se enterase, Johnny saldría pitando del Territorio. Mientras, el gobernador me enviaba cartas y telegramas en los que me pedía explicaciones sobre lo que estaba haciendo para volver a capturarlo, porque una noche se llevó un buen susto al ver a Johnny mirándolo por la ventana. Y es que no se había portado bien con él, y lo sabía.
Podría contestar al gobernador diciéndole que, al menos, había quitado de en medio a Graves y Bateson y tenía preso a Tuttle, que sólo era cuestión de tiempo, etcétera, etcétera. Probablemente Johnny se largaría cuando hubiera juntado algún dinero, robando ganado. Andaba en compañía de los hermanos Walker y algunos otros que no contribuían en nada a su reputación, y tenía noticia de que a menudo se le veía en Arioso, porque le interesaba una joven de allí. No veía forma de hablar con él a las claras, tal como Callie me había recomendado, porque ahora estaba echada la cerradura de la puerta, ya no éramos Jota Mayúscula y Jota Minúscula, sino el sheriff y el forajido, y sabía que me guardaba rencor por lo del brazo de Pard Graves. Antes o después tendría que ir a Arioso a buscarlo, a menos que alguien lo hiciera entrar en razón y se largara.
Entretanto la señora Maginnis había vuelto a la ciudad con el hermano de Martin Turnbull y un abogado de elevados honorarios. Fui a verla al hotel Bird Cage, donde paraban todos, y logré apartarla de sus acompañantes lo suficiente para charlar con ella. Iba vestida con su ropa elegante, con una pluma violeta en el sombrerito que, cuando hablaba, oscilaba sobre su frente como el tocado de un indio. Parecía cansada, como si hubiera estado asustada durante mucho tiempo y no hubiese dormido bien, con una serie de finas arrugas en torno a los ojos que yo no había advertido la última vez que la vi, en la reunión en el despacho del gobernador. Nos sentamos frente a frente en la sala del hotel, con el inglés observándonos desde el fondo de la estancia.
Le dije:
—Tiene que decirle que se marche antes de que sea demasiado tarde.
Y ella, proyectando hacia delante la barbillita, contestó:
—¿Pretende decir que sigue siendo amigo suyo, sheriff Grant?
Le dije que no estaba pretendiendo nada, sólo diciéndole eso, porque estaba al corriente de que ella sabía cómo ponerse en contacto con él.
—¡Le aseguro que no lo sé!
—Señora Maginnis, no quiero que Johnny sea capturado para que lo ahorquen. Me da igual que se lo crea o no. Pero voy a hacerlo, capturarlo y ahorcarlo.
—¡No lo cogerá vivo!
—O eso. Así que le estoy pidiendo su ayuda.
Sus ojos se nublaron. No sé por qué se me había ocurrido que fuese a hacer algo así con sólo pedírselo. Pero puso su mano sobre la mía y, con la pluma morada oscilando, dijo:
—Le creo. Sí, debe marcharse. Lo intentaré. Ya he enviado a alguien… —Puede que la mirase con demasiada fijeza, porque se interrumpió. Pero rió brevemente y continuó—: ¡Y pensar que he encontrado simpatía en un sheriff del condado de Madison! Habrá quienes no se lo crean.
—Sí, señora. —El hermano de Martin Turnbull no dejaba de observarnos desde el fondo de la sala, con el ceño fruncido como un águila gigante, y entonces le dije—: No la molestaré más, señora, porque veo que estoy poniendo nervioso al señor Turnbull.
—Es que ha oído muchas historias sobre las tremendas enemistades de esta ciudad, ¿comprende, sheriff?
Pronto se vio que aquel abogado de la señora Maginnis estaba dando más de un disgusto al juez y al fiscal. MacLennon se encogía en su presencia como una yegua ante una cascabel; sabía de qué pie cojeaba. Pettit lo atacaba en presencia del juez Arthur, y era como si cada vez diera un hachazo a uno de los postes que sostienen el porche. A cada golpe la estructura se vencía un poco más, y muy pronto se derrumbaría por completo. Si MacLennon no presentaba esto o aquello ante el juez, Pettit elevaba quejas ante el tribunal federal de Santa Fe, que Jake Weber ya no dirigía como un vagón privado del ferrocarril. ¡Y Pettit disponía del teléfono para hablar al momento con su gente de Santa Fe! Todo aquello me hacía cierta gracia, a mí y a muchos otros. Como decía mi padre, cuando consigues cerrar la puerta, se te cuelan por la ventana. ¡Una vez que tenemos cercado a Johnny-A, aparecen apaches! Dos franjas coloradas que mandaron a la cárcel a Florida se escaparon del tren. Durante un tiempo apenas se oyó hablar de ellos, y todo el mundo supuso que se habían dirigido a su territorio de la Sierra Verde. Mataron a algunas personas, pastores en su mayor parte, dispararon a dos soldados que guardaban una manada de caballos y se marcharon con veinte.
Yo había anunciado que ejecutaría las órdenes de detención según fueran llegando a mi oficina, pero las incursiones de apaches salvajes tenían precedencia. Todo el mundo sabía que sus acciones se irían haciendo más crueles con el tiempo y lo más probable era que cada correría fuese peor que la anterior. Así que empecé a recibir telegramas del gobernador sobre Joklinney en vez de sobre Johnny-A, porque algunos periódicos lo llamaban «Gobernador Gandul».
Y entonces vino un mexicano del sur del condado montado en un caballo cubierto de espuma para decir que Joklinney había atacado un rancho mexicano por aquella parte, cometiendo atrocidades y matando a todos sus ocupantes. Era buena ocasión para demostrar a los mexicanos que era su amigo a pesar de andar sobre la pista de Johnny, así que salí de la ciudad a toda prisa con una numerosa partida en dirección sur. Se trataba ya de un asunto grave, puesto que estaban atacando muy cerca. La incursión de Nana se había extendido a lo largo de mil quinientos kilómetros y en ella murieron más de cincuenta blancos y mexicanos, en la de Chato al menos la mitad de ese número, y en la de Josanie alrededor de treinta y ocho a lo largo de mil ochocientos kilómetros. En la otra incursión de Joklinney, por la que lo mandaron a Alcatraz, se había contado un par de docenas de víctimas, aparte de los que Caballito había asesinado en su fuga de San Marcos, y ahora ésta también empezaba a ser una carnicería. Cuando los apaches emprendían el sendero de la venganza mataban a placer, ya nada de ojo por ojo, para ellos era cuestión de diez ojos por uno.
El rancho de adobe de Willow Meadows estaba cerca de un recodo del río, con el sol rielando en la hierba seca, y desagradables trechos negros, incendiados. Una leve brisa rizaba la hierba, y con ella venía un repugnante hedor a carne descompuesta.
Cuando ves uno de esos llamados saqueos, te dan ganas de arrancar la piel a esos congresistas y periodistas del Este que defienden la bondad de los apaches, considerándolos personas sencillas a quienes los blancos han impulsado al salvajismo tras robarles la tierra y exterminar los búfalos. Yo les digo que vengan a ver una cosa así, y que la huelan, también. Ninguna persona decente sería capaz de imaginar siquiera lo que han hecho a la pobre familia que vivía en ese rancho, cosas que ni siquiera mencionaré en esta narración. Dos miembros de ella eran mujeres, o lo que habían sido mujeres, y un niño de cuatro años: torturados hasta la muerte y sus restos mutilados. No creo que ningún hombre blanco pueda sentir un odio tan brutal.
No hacíamos más que vomitar mientras cavábamos un hoyo y amontonábamos cadáveres en su interior, tanto enteros como desmembrados, para luego echar tierra encima con el olor de una nueva vomitona superpuesto al anterior.
Chuck se tapó la nariz con el pañuelo de colores y dijo:
—Prometo que mataré a todos esos demonios, squaws y críos incluidos. ¡La cárcel de Florida es demasiado buena para ellos!
Frank dijo:
—Me han contado lo que en los viejos tiempos hacían allá en el norte…, cogían mantas de alguien que había tenido la viruela y se las daban a los indios. Así acababan con toda una aldea a la vez.
Una docena de mexicanos se había acercado a mirar, rancheros vecinos cuyo moreno rostro había adquirido cierto matiz ceniciento. Tenía la extraña sensación en la nuca de que Johnny-A andaba por allí, porque sabía que aquella gente era amiga suya.
Mandé a Ben a ver si podía hallar algún rastro de Joklinney, para saber hacia dónde se había dirigido. Lo encontró fácilmente y lo siguió durante un trecho, pero empezó a pensar en que los apaches lo estaban esperando y volvió más que a paso; nos encontró en el río, dándonos un buen baño.
De vuelta en Willow Meadows, apareció al trote el teniente Cutler seguido de sus exploradores apaches atrás, algunos de ellos con camisa de caballería, otros con una sucia manta de algodón, las piernas al aire, mocasines altos, el pelo sujeto con una cinta roja sobre la frente. Casi todos permanecieron montados, congregándose en torno a Cutler, pero tres de ellos se dejaron caer del caballo y se agacharon con la vista fija en el suelo. Cutler es un oficial de caballería de aspecto duro y acerados ojos azules. Mascando un cigarro en la comisura de la boca, convino conmigo en que tenía que haber sido Joklinney, mientras los rastreadores transitaban entre el prado y la casa. Luego se marcharon todos, otra vez en fila de a uno, pero con uno de los indios en cabeza, siguiendo el rastro que había explorado Ben.
* * *
Hacía media hora que habíamos vuelto a Madison, y yo estaba sentado en la oficina a la luz de la lámpara, demasiado cansado para ir a ver a Callie o incluso a casa para acostarme —y con el ánimo por los suelos, también—, cuando entró Ben Gibson para decirme que una muchacha deseaba hablar conmigo pero no quería entrar.
Estaba junto a los escalones de la entrada, entre las sombras, donde la tenue luz procedente de la ventana de la oficina sólo mostraba su esbelta figura y el rebozo que le cubría la cabeza. Supe que era joven por la curva de su mejilla. Dijo que había venido por lo del Angelito.
—Ven a Arioso el Día de los Muertos —me dijo.
Ese día los mexicanos honran a sus antepasados fallecidos, llevan meriendas al cementerio, comen esqueletos de caramelo y por la noche celebran un gran baile de máscaras: una especie de Halloween.
—Juanito viene a Arioso el Día de los Muertos. Jack Grant viene a Arioso el Día de los Muertos también. ¡Máscaras! —dijo la chica. A veces se echaba un poco hacia delante, de modo que su cara casi se ponía a la luz, y luego retrocedía. Llevándose las manos a la cara, dentro del rebozo, añadió—: ¡Baile de máscaras!
¡Máscaras! Johnny asistiría al baile del Día de los Muertos, y yo debía ir a Arioso y capturarlo con ayuda de aquella pequeña Judas.
—¿Juanito es tu novio?
Ella sacudió la cabeza, como enfadada. Era bien sabido que el Angelito hacía estragos entre las muchachas del sur del condado, y supuse que había abandonado a aquélla para buscarse otra cuya compañía frecuentaba ahora. En el infierno no había furia semejante a la de una de aquellas chicas, picantes como guindillas, que solían fumar puritos.
—Jack Grant viene al baile de máscaras —repitió. Volvió a taparse la cara con las manos—. Juanito viene. Yo también voy. ¡Flores! —Se dio unos golpes en el pecho y se señaló a cada lado de la cabeza—. Tres flores. Aquí, aquí, aquí.
Lo repetí en inglés.
Así es como van las cosas. Dejas de preocuparte por Johnny-A para preocuparte por Joklinney, y viene una señorita para entregártelo. Ahora ya había fecha para su salida del territorio, y era la noche del Día de los Muertos, a primeros de noviembre.
Tres días después el gobernador se presentó en Madison con su milicia, entrenada para dar caza a los apaches.
Lo que yo sabía del general Underwood era que cuando Jubal Early avanzaba por el valle de Shenandoah hacia Washington y las cosas se pusieron feas, Underwood formó un ejército improvisado con veteranos de la milicia estatal y nuevos reclutas, frenando el avance enemigo lo suficiente para que acudieran refuerzos de City Point y hacer que Early retrocediera por el valle. Por esa acción, el gobernador recibió una medalla.
Lo que sería una forma de explicar que me subiera la temperatura nada más verlo aparecer un jueves en Madison con aquella extraña pandilla de Santa Fe. En vanguardia junto al gobernador cabalgaba don Rudolfo Perosa, un soldado veterano de la época mexicana, con un sombrero de ala ancha y plana y una sucia camisa de gamuza, y entre ambas prendas una cara lobuna tan arrugada que apenas se le distinguían los rasgos. Los acompañaba Chester Baskerville, a quien Underwood debía haber despegado del suelo de algún salón, y que ahora se complacía en agitar el sombrero hacia dos de las chicas de la señora Watson, y el viejo explorador Tom Beak, gordo y rico desde que era comerciante en Santa Fe. A continuación venía un par de docenas de exploradores navajos montados en ponis de lunares, con sombreros de paja y mantas de rayas al hombro como caballeros mexicanos. Por último venían los guardias zuavos del gobernador, con su atuendo de payasos, unos treinta en total, montados y bamboleándose en la silla como campesinos.
El gobernador iba más tieso que un palo en su montura, y desde lejos se le veía muy orgulloso. No llevaba su uniforme de la Unión, sino un traje gris que, si acaso, parecía Confederado. Salvo por la barba negra, con el sombrero flexible era igual que las fotografías del general Bobby Lee montado en Traveller.
Avanzaron por la calle hacia el hotel y yo no sabía si armar un follón o tragar saliva. Todo el mundo salía de las tiendas y de los edificios para presenciar el espectáculo. Algún idiota empezó a aplaudir y otros siguieron su ejemplo, aunque nadie habría podido explicar lo que significaba todo aquello. Pero yo sabía que el gobernador tenía otro Pike’s Junction en la cabeza, y que aquella pandilla de empleados de banca, inadaptados, borrachos y navajos habían venido a salvar al Condado de Madison de los depredadores apaches.
Me apresuré por la acera hacia donde el general estaba desmontando. Entregó las riendas a un joven vestido con ropa de ciudad y se sacudió el polvo de sus elegantes ropas con el sombrero. Oí que el viejo Baskerville preguntaba con voz ronca: «¿Dónde está el salón más cercano, chicos?». Y alguien le contestó a voces: «¡Diantre, aquí pasamos mucha sed entre copa y copa!». Todo el mundo se rió, como si fuera un chiste que conocieran bien.
—¿Qué es esto, gobernador? —le pregunté, con más preocupación de la que pretendía, porque todo aquello me parecía un insulto—. ¿Qué son estas fuerzas ilegales que ha traído con usted?
Me dirigió una fría mirada y contestó:
—Algunos de estos hombres ya combatían a los apaches cuando usted llevaba pantalones cortos, sheriff.
Le dije que eso saltaba a la vista. Los zuavos desmontaban, acoplaban la bayoneta a los fusiles y se ponían en formación, mientras un oficial los empujaba y les gruñía como un perro pastor. El gobernador se caló el Bobby Lee en la cabeza, y sacó una cigarrera del bolsillo de la chaqueta. Se tomó su tiempo en elegir uno, le dio unas vueltas bajo la nariz y lo encendió. No se molestó en ofrecerme otro a mí, para que se lo rechazara.
Los exploradores navajos pasaban a caballo por la calle en grupos de dos o tres. Uno de ellos llevaba un considerable ramillete de plumas de águila remetido entre el pelo.
Y entonces, con algunos gritos del oficial zuavo, los Guardias de Santa Fe empezaron a desfilar por la calle formando un pelotón. Iban muy ufanos con sus bombachos abultados y las relucientes polainas amarillas, fusiles al hombro con las bayonetas centelleando por encima de sus cabezas. Emprendieron un paso ligero, dieron media vuelta y, de pronto, se echaron cuerpo a tierra como un solo hombre y empezaron a arrastrarse por el polvo. En un momento estaban de nuevo en pie y desfilando, con la parte delantera de los uniformes cubierta de polvo de Madison. No sé por qué me pusieron tan furioso, aparte de que fueran tan extravagantes: puro teatro. Si querían combatir a los apaches, sería como tratar de matar mosquitos con el codo.
—Joklinney ha atacado de nuevo —anunció tranquilamente el gobernador—. Blancos esta vez, cerca de Crescent Station. Los periódicos del Territorio exigen medidas, sheriff. ¡Y yo también!
* * *
—¡Hay que hacer algo! —urgió Underwood en el despacho de Yeager en Fort Blodgett, el general medio tumbado detrás del escritorio con su guerrera de múltiples bolsillos, alisándose una patilla mientras el gobernador se inclinaba hacia él. El general parecía apático e indiferente, algo que Underwood encontraba en extremo irritante.
—Han masacrado a una familia de mormones —prosiguió—. ¡Atrocidades indescriptibles! ¡Estoy más que harto, general, de que me llamen Gobernador Gandul!
—A mí ya no saben cómo llamarme —repuso Yeager, sonriendo con los labios fruncidos—. Después de asarme con azufre y sumergirme en profundas simas de fuego[19]. ¡Amigo de los Apaches, General Incordio! Sólo puedo aconsejarle que haga oídos sordos y tenga paciencia, gobernador. Las incursiones de Joklinney llegarán a su fin con el tiempo.
Era como oírse hablar a sí mismo últimamente. Hasta Charley Harkins la había emprendido con él, y le había afectado la visita del ranchero McFall, que se presentó en su oficina furioso como una bestia salvaje, para maldecirle histéricamente porque a su ahijado, un niño mexicano, lo habían torturado y quemado los asaltantes.
—Y dígame —inquirió Yeager, juntando desdeñosamente las yemas de los dedos—. ¿Qué nos deja más consternados, los ataques personales o esas horribles matanzas?
Underwood se lo tomó como otro ataque personal.
—La caballería está ciega sin sus exploradores —replicó—. Ahora que han enviado a todos a Florida.
—Los rastreadores apaches del teniente Cutler están en permanente misión de reconocimiento —le informó secamente Yeager—. Espero resultados en cualquier momento. Cada una de esas depredaciones, hace más segura la captura de Joklinney.
—Estoy pensando en emplear exploradores navajos.
Yeager se encogió de hombros.
—Han demostrado ser muy poco eficaces frente a los apaches.
La postura del general Yeager había consistido en reclutar exploradores de la misma tribu e incluso del mismo grupo que aquéllos a quienes debía perseguirse. Pero naturalmente había sufrido un revés, tanto militar como político, por la fuga de los sierraverdes, así como por la de Joklinney del tren de Florida con sus consiguientes asaltos sangrientos. Por su parte, Underwood había comprendido el peligro de que la historia lo calificase efectivamente de Gobernador Gandul. Su principio de dilación calculada había surtido efecto en el caso de Johnny-A, pero con la histeria desatada por aquellas atrocidades apaches, tomar medidas era algo absolutamente necesario. Seguramente los rastreadores del teniente Cutler acabarían dando con Joklinney, pero entretanto el gobernador debía mostrar su firme determinación de hacer algo.
El general le dijo que presentara su lista de necesidades al capitán Robinson y le garantizó la cooperación del sargento de intendencia.
—He sufrido los ataques de la prensa del Territorio durante mucho más tiempo que usted, gobernador —declaró Yeager mientras se levantaba para estrechar la mano a Underwood—, y doy gracias porque ya no tendré que sufrirlos mucho tiempo más.
Así, pues, con determinación, pero con desasosiego por si se estaba embarcando en una nueva River Road, el gobernador convocó a servicio activo a los Guardias de Santa Fe, envió a Perosa a la reserva navaja para reclutar una compañía de exploradores, y formó un cuerpo de ciudadanos con experiencia en la guerra contra los indios o en seguir su rastro. Le satisfizo que la formación y el equipamiento se desarrollara con la misma facilidad con la que había reunido su pequeño ejército para enfrentarse con Jubal Early en Pike’s Junction. Dos días después emprendía camino a Madison, la ciudad más cercana a la zona del Territorio que había sido escenario de las últimas depredaciones de Joklinney.
Contemplando desde un cerro a su variopinta milicia, sintió una oleada de orgullo que no experimentaba desde hacía años. Su sargento llevaba las Barras y Estrellas en el asta, guiando a los guardias con sus uniformes zuavos, aunque no había habido tiempo para hacer la instrucción a caballo y cabalgando no ofrecían su mejor aspecto. Detrás iban los bien montados navajos, con sus mantas de colores y sombreros de paja sobre sus morenos rostros; los seguían desordenadamente los jinetes de paisano, con las seis carretas al final y una nube de polvo parduzco levantándose por el este al paso de la columna.
Los civiles constituían un creciente problema disciplinario, porque habían traído whisky y bajo el ardiente sol sus efectos eran primero audibles y luego visibles. Underwood tuvo que recurrir a un lenguaje enérgico para sacar a Beak y Baskerville de la cantina de San Elizondo, donde parecían haberse instalado para pasar la tarde.
—¿Por qué no acampamos aquí, gobernador? Es un sitio estupendo —sugirió Baskerville.
—¡A lo mejor se presenta Joklinney aquí mismo —añadió Beak—, y entonces caerá en la trampa!
Los guardias estaban doloridos de tanto montar, y les resultaba difícil seguir el paso a don Rudolfo y los exploradores, que iban en cabeza. Los paisanos continuaron rezagándose. Underwood pudo reorganizar la columna con cierto orden antes de entrar en Madison, pero allí se encontró al sheriff Grant en actitud petulante, como si la milicia fuese una reprimenda por su fracaso en capturar a Johnny-A.
Underwood supervisó el montaje de las tiendas de campaña a las afueras de la ciudad, la excavación de letrinas y la instalación del comedor con la carreta de la cocina y los dos cocineros protestones que traía de Santa Fe. Los paisanos se instalaron cómodamente en el hotel Bird Cage, y a la puesta de sol ya estaban en pleno jolgorio de borrachos, como si la expedición fuese una especie de reunión de gentes de la vieja escuela. Para escapar del barullo que armaban en el salón y aplacar al sheriff por las alteraciones que con toda seguridad se producirían más tarde, cogió la cartera de cuero en la que llevaba los mapas y cruzó la calle hacia el tribunal en la oscuridad coronada por las estrellas.
Parecía que a Grant se le había quitado el enfurruñamiento cuando miró con interés el mapa que Underwood había extendido sobre su escritorio. Underwood lo había estudiado con don Rudolfo y Tom Beak, marcando con círculos rojos los puntos en los que Joklinney había atacado y con cruces los pasos de la Sierra Verde, también con círculos rojos en el centro del Territorio.
—Hemos trazado algunos planes —dijo Underwood—. Y para llevarlos a cabo cuento especialmente con usted y con todos los buenos elementos de la ciudad que me pueda recomendar.
—No irá a perseguirlos con esos empleados de mercería vestidos con uniforme de almirante mexicano, ¿verdad? —inquirió Grant.
—Desde luego que no —contestó él con irritación—. Sólo están para impresionar, sheriff. Es imperativo no sólo que se adopten medidas, sino que se vea que soy yo quien las toma. ¿Me comprende? La prensa me está crucificando porque dice que no hago nada, lo mismo que al general Yeager.
Grant emitió un gruñido, quizá de aprobación, aún inclinado sobre el mapa. Tenía los brazos muy largos, las huesudas muñecas le sobresalían quince centímetros de las mangas de la camisa.
—Su antiguo patrón vino a Santa Fe y sólo le faltó pegarme en mi despacho —dijo Underwood—. Por lo visto, el niño de la familia mexicana que mataron era ahijado suyo.
Grant lo miró, hizo una mueca y asintió, antes de volver a enfrascarse en el mapa.
—El viejo Mac adoraba a ese crío. Iba a verlo con mucha frecuencia a Willow Meadows. ¿Ha venido con ese grupo suyo?
Underwood negó con la cabeza.
—He traído una serie de rastreadores experimentados —anunció, alzando la voz cuando el ruido de borrachos en la calle subió de tono—. En cuanto encontremos el rastro de Joklinney ya no habrá temor de perderlo, pero además apostaré varios destacamentos en diversos puntos donde se le podría interceptar, en algún abrevadero o paso de montaña. Porque es de suponer que acabará dirigiéndose a los terrenos de caza de los sierraverdes. Espero que pueda usted aportar algunas ideas, derivadas de su búsqueda de Johnny-A.
—Creo que podría emplear a los hoyas del teniente Cutler.
—Me parece que podemos prescindir de ellos.
Grant volvió a gruñir, volviéndose bruscamente cuando la puerta se abrió de golpe. Underwood emitió un jadeo. Una aterradora figura llenaba el umbral, el rostro de una calavera muy blanca bajo un sombrero de copa alta, con el cañón de un Colt moviéndose de Grant al gobernador. Una voz apagada ordenó:
—No acerques las manos al revólver, sheriff.
El rostro de calavera era una máscara. Extrañas rayas grises resaltaban los huesos; los ojos y la boca eran huecos recortados, un cigarrillo ardía en la comisura de la boca de la calavera. Los agujeros de los ojos se fijaron en Underwood, y el acerado círculo del cañón del revólver le apuntó. El corazón del gobernador empezó a sufrir convulsiones.
—¿Qué crees que estás haciendo, Johnny? —dijo Grant, con calma.
Así que era Johnny-A, el que estaba detrás de la máscara.
—Demostrártelo —dijo la apagada voz.
El forajido tenía una mano a la espalda. Ahora la descubrió: empuñaba un cartucho rojo de dinamita con una corta mecha gris. Se lo sujetó bajo el brazo para aplicar la brasa del cigarrillo a la mecha.
—¡Y ahora, no os mováis! —ordenó, lanzando el cartucho bajo el escritorio de Grant.
Underwood se agachó para cogerlo, pero la voz se hizo más aguda:
—¡Quieto ahí, he dicho!
Underwood oyó el chisporroteo de la mecha. El sudor le ardía en los ojos. Grant parecía paralizado, con las manos a medio levantar, el rostro ceniciento y la boca muy abierta. Se percibía el destello de los ojos dentro de las cuencas de la máscara.
—Creo que es suficiente —dijo Angell. Agitando el revólver por última vez, saltó hacia atrás y cerró de un portazo. Se oyó un ruido de algo que arrastraban, que empujaban contra la puerta.
Grant se había agachado bajo la mesa. Salió de ella, incorporándose mientras apagaba la mecha con los dedos y echaba el brazo atrás para arrojar el cartucho a través del cristal de la ventana. Entonces interrumpió el movimiento, haciendo una mueca.
—¡Tírelo! —gritó Underwood, pero Grant se limitó a esbozar una sonrisa en su huesudo rostro. Quitó el papel rojo de la dinamita, que resultó ser una astilla para encender fuego. Desde la calle, más fuertes que las carcajadas del salón, se oyeron agudos chillidos rebeldes y zahirientes gritos de júbilo.
Cuando se calmó el alboroto, Underwood se enjugó el sudor de la cara. El pánico que había sentido se tornó en ciega cólera.
—Quiero que me libre de ese individuo, sheriff —dijo entre dientes.
Grant volvió a sonreír, surcos como largos tajos de cuchillo abriéndose en sus mejillas.
—Pero, gobernador, no ha sido más que una broma. ¿No cree que Johnny se ha ganado el derecho de gastar alguna?