Al día siguiente de haber cruzado la frontera, por la tarde, en un porche espacioso y aireado de Fort Cummings, relató ante un auditorio militar la persecución de Caballito, la incursión en México, la muerte de Bunch, y la masacre del Pueblo de la Franja Colorada. Ese tribunal informal lo presidía el general Yeager, con quien Cutler no había tenido oportunidad de hablar antes de que se convocase. Se componía de cinco coroneles, seis comandantes, cuatro capitanes y un teniente escribiente. El capitán Robinson también tomaba notas. Todos estaban sentados en bancos o sillas de campaña, salvo el general, que se balanceaba suavemente en una mecedora mientras fumaba su pipa. Cutler se habría sentido más tranquilo contestando de pie a sus interrogadores, porque tenía que estar continuamente inclinándose hacia atrás o hacia delante, o volviendo la cabeza hacia un lado u otro. La expresión de la mayoría de los oficiales era poco amistosa, recelosa en cualquier caso; una de las cuestiones era el empleo de exploradores apaches.
Un coronel, Brewster, con un irritante acento y unos ojos que no miraban directamente a Cutler, era el interrogador más persistente. El propio Yeager rara vez hablaba, aunque de cuando en cuando hacía una especie de mohín sacando el labio inferior o se pasaba los dedos por las largas patillas.
—¿A qué distancia se encontraban las unidades de caballería cuando ustedes cruzaron la frontera? —inquirió Brewster. Iba perfectamente afeitado, llevaba el pelo corto y no era mucho mayor que Cutler: era motivo de rencor el hecho de que los oficiales de estado mayor ascendieran con mayor facilidad.
—Eso no lo sé, señor.
—¿No diría usted que la función normal de los exploradores es informar a las unidades regulares de los movimientos del enemigo?
Cutler miró al general en busca de ayuda, pero Yeager estaba concentrado en rellenar y encender de nuevo la pipa.
—Sí, señor —contestó—. Pero no nos encontrábamos en una situación normal.
—¿Cuál era su misión exactamente, según usted? —inquirió un comandante.
Percy Robinson alzó la vista enarcando una ceja. Cutler contestó con cautela.
—Una vez que los sierraverdes se fugaron de la reserva estaban sujetos a una operación de castigo, y nuestra misión consistía en aniquilarlos. Sin embargo, cabía la posibilidad de ganar la partida a Caballito de tal modo que no tuviera más remedio que rendirse. Teníamos fuerzas suficientes para enfrentarnos con él. Al final contábamos con el mismo número de hombres que él, y estábamos mejor armados y abastecidos.
Yeager soltó una considerable nube de humo al tiempo que se guardaba la bolsa de tabaco en uno de los múltiples bolsillos de su guerrera. Dirigió a Cutler una vaga sonrisa por el lado de la boca que no tenía ocupado.
—Así que no hizo esfuerzo alguno —dijo Brewster— para mantener el contacto con las fuerzas regulares en esa situación que usted no consideraba normal.
—No, señor, no era habitual en ningún sentido.
—¿Y por qué no, señor? —soltó otro coronel.
—¡Dah-koo-gah! —dijo con cuidado—. Las habíamos dejado muy atrás. Avanzábamos mucho más deprisa que ellas. Se ven abocados a ir principalmente por territorio llano, porque deben transportar los suministros en material móvil. Nosotros llevamos a cuestas nuestro propio avituallamiento.
Un comandante con marcado acento sureño dijo:
—Su equipo de rastreadores, según tengo entendido, teniente, son apaches del oeste, no amigos de los sierraverdes. Pero en la compañía del capitán Bunch eran todos sierraverdes, ¿no es así?
—Sí, señor.
Comprendió que no iba a recibir ayuda alguna del general Yeager ni del capitán Robinson.
—¿No tenían sospechas ni usted ni el capitán Bunch de que a esos exploradores les faltara resolución para dar caza a sus familiares y amigos?
Otro oficial puntualizó:
—Usted mismo nos ha dicho que el rastro se perdió el primer día, y que fueron sus propios exploradores quienes descubrieron la artimaña.
—Estábamos convencidos de su resolución en atrapar a miembros de su propia tribu, porque los renegados se convierten en bandoleros y ladrones y causan problemas a los demás apaches. A Caballito lo consideraban un «mal» apache. Ellos eran «buenos» apaches, y además estaban en nómina. Por otra parte, Caballito había secuestrado a algunas de sus squaws.
—Eso no contesta a mi pregunta, teniente.
—Muy bien, señor. Por supuesto que se me ocurrió esa posibilidad. No puedo hablar por el capitán Bunch. Eso no lo hablamos. —La respuesta pareció satisfacer al comandante sureño, de modo que Cutler añadió—: El caso es que descubrimos a Caballito siguiendo el consejo de los exploradores del capitán Bunch, que conocían aquella parte de la Sierra Madre.
—Ustedes lo descubrieron, pero fueron los irregulares mexicanos quienes acabaron con él —masculló otro coronel.
Cutler ya había sentido la corriente de frustración de que unos irregulares mexicanos hubieran llevado a cabo lo que los norteamericanos no habían logrado hacer. El comandante sureño insistió:
—Sin embargo, la traición no era algo desconocido entre los exploradores. Uno de los suyos, según tengo entendido, fue ahorcado, ¿verdad?
Aceptamos nuestras bajas, no las justificamos, había dicho Yeager.
—Sí, señor.
—Por consiguiente, me sorprende el grado de confianza que tanto usted como el capitán Bunch parecen haber manifestado, teniente.
—Sí, señor.
—Así que quiere usted convencernos de que el capitán Bunch fue asesinado por esos irregulares mexicanos y no por sus propios exploradores —dijo el coronel Brewster.
—A mi modo de ver, no cabe la menor duda, señor.
—Su modo de ver, según nos ha dicho, es de absoluta confianza en lo que se refiere a los apaches. —Brewster, mirando sonriente alrededor, parecía haber dicho una agudeza.
Cutler esperó a que se le calmara el pulso antes de decir:
—Los mexicanos insistieron en que admitiera la posibilidad de que el capitán Bunch disparase primero. No me cabe duda de que lo asesinaron ni de que fueron ellos quienes dispararon primero. También a ellos les hubiera complacido culpar de su crimen a los sierraverdes.
Vio que Yeager fruncía el ceño al oír aquello. Ten cuidado.
—A los oficiales de los exploradores se les permite cierta relajación en el uniforme —observó un comandante con gafas—. ¿Podrían los mexicanos haber confundido al capitán Bunch con un apache?
—Más que de apache, el capitán Bunch tenía aspecto de vikingo, señor.
—Es curioso que disparasen al vikingo y no a usted —dijo otro.
Cutler pensó en pasar por alto aquella observación, pero Brewster no estaba dispuesto a ello.
—Tengo entendido que está casado con una nacional mexicana, teniente.
Aquello causó cierta conmoción, como si aquel hecho debiera suscitar sospechas sobre los motivos de que fueran mexicanos y no norteamericanos quienes aniquilaran a Caballito.
—Sí, señor.
El general Yeager se quitó la pipa de la boca y dijo:
—El abuelo de la mujer del teniente Cutler es un ciudadano muy influyente de Sonora. Por su intermediación celebramos un acuerdo informal de persecución transfronteriza con el general Ordaz. Su influencia fue también lo que permitió al teniente Cutler evitar la cárcel en México y muy posiblemente el pelotón de ejecución. Cuando me informaron de que habían capturado a Cutler, me puse inmediatamente en contacto con el coronel Kandinsky, de los rurales de Sonora, que llevó a cabo su liberación. Pat, cuenta a los aquí congregados algo sobre los irregulares de Chihuahua.
—Son fuerzas de seguridad, los llaman seguridades públicos. Son cazadores de cabelleras; México paga una recompensa por cada cabellera apache. En realidad constituyen el ejército privado del gobernador de Chihuahua, que es el mayor terrateniente del estado y ha sufrido grandes pérdidas por las incursiones indias. En su mayor parte, las tropas están compuestas por tarahumaras, viejos enemigos de los apaches. Los oficiales son blancos o mestizos. Los soldados reciben una parte del botín, de la recompensa por las cabelleras y del producto de la venta de mujeres y niños apaches.
—¡Oh, vamos, teniente! —dijo un comandante, alzando la voz—. ¿Insinúa usted que practican la esclavitud?
—Los mexicanos llevan cientos de años haciendo prisioneros a navajos y apaches, señor. Cuando Nuevo México aún formaba parte de México era de buen gusto regalar a las jóvenes de clase alta un jovenzuelo indio como presente de boda. El coronel Molino, de los esepés, me informó de que el precio de una joven bonita puede ascender a seiscientos dólares.
Aunque esa información pareció interesante a muchos, el coronel Brewster no la consideraba así.
—Señor Cutler, creo que si hubiera llevado consigo un par de soldados de caballería cuando Caballito se vio acorralado y aparecieron esos irregulares, todo el asunto se hubiera solucionado sin derramamiento de sangre. Me refiero, por supuesto a la trágica muerte del capitán Bunch.
—Creo que se habría derramado aún más sangre, señor. Y habría habido repercusiones internacionales. Se habría quebrantado el acuerdo con el general si los norteamericanos no se hubieran retirado de inmediato al entrar en contacto con fuerzas mexicanas.
Sintió alivio cuando finalmente el general Yeager tomó la palabra para hablar en su favor. Sosteniendo la pipa a un palmo de los labios, y lanzando una mirada de soslayo para ver si Robinson estaba tomando nota, dijo:
—Creo que el capitán Bunch y el teniente Cutler actuaron con gran energía y sentido común a lo largo de toda la campaña. De no haber sido por la desafortunada coincidencia del encuentro con los irregulares mexicanos, bien podrían haber obligado a Caballito a rendirse o aniquilarlo ellos mismos.
Cutler tuvo la impresión que el resumen del general no había disipado en modo alguno los recelos de los demás oficiales, y recordó la visión de Caballito sobre la pérdida de poder de Nantan Lobo. Persistía el descontento de que hubieran sido mexicanos quienes aniquilaron a Caballito; si los exploradores hubieran esperado la llegada de las unidades regulares de caballería, quizá podría haberse evitado aquella vergüenza. El historial de los enfrentamientos de la caballería con Caballito sólo contenía, casi sin excepción, instancias de derrota y fracaso. Caballito había ido a la muerte invicto con respecto a los norteamericanos, que no lo habían ganado salvo en el ámbito de establecer y romper tratados.
Cutler podría haber puntualizado que los mexicanos combatían a los apaches desde mucho antes de que se crearan los Estados Unidos de América. Pensó también que los oficiales presentes estaban desilusionados porque la guerra contra el apache, la última de las guerras indias, había terminado finalmente. Si querían centrar su decepción en él, perfecto. Él estaba ya con un pie fuera.
Más tarde, en los alojamientos de Yeager, tomando un whisky con Percy Robinson y el general, que estaba frente a él con las piernas separadas, Cutler alcanzaba a ver por la ventana las cuadradas casas encaladas de la ciudad mexicana al otro lado del Río Grande.
—Te las ha arreglado bastante bien, Pat —dijo el general—. Como sin duda te habrás dado cuenta, hay oficiales que no vacilarían en atacarme a través de ti.
—El coronel Nathaniel Brewster para empezar —precisó Robinson, sentado en una llamativa butaca de mimbre. Echando bruscamente la cabeza atrás, apuró el whisky y añadió—: El chico de pelo blanco del general Schofield.
Cutler observó al general; de espaldas a él, Yeager parecía empequeñecido, más viejo. Como dándose cuenta de la mirada de Cutler, irguió los hombros.
—Todos los sierraverdes supervivientes van a bordo de un tren con destino a Florida, Pat.
A Cutler se le atragantó el whisky.
—¿Cómo?
—Los malos han hecho caer a los buenos, como tú señalaste. Esta última fuga de Caballito ha sido el colmo. Me ha puesto en una situación muy incómoda con la administración. —Se volvió, con una sonrisa como una cicatriz.
—¡Todos! —se oyó exclamar Cutler.
—Sí, querido muchacho, todos. ¡Todos!
—¿Por orden suya?
—Fue una orden del presidente, a recomendación mía. La presenté justo antes de que se emitiera la orden, que yo sabía que vendría. Creo que gané por la mano al telégrafo.
—Nantan Lobo, el amigo de los indios —observó Cutler.
—Te aconsejo que no te preocupes demasiado, Pat. —El general sonrió con frialdad—. Ya está hecho. La fuga de Caballito ha sido la gota que colma el vaso. El gobierno está harto de las incursiones apaches. Y yo también. Además estoy harto de que la prensa del Territorio me crucifique y me haga pedazos por ser amigo de los indios, como tú has dicho tan cortésmente. ¡Agrios son los frutos de la adversidad que, semejante al feo y venenoso sapo, se me atraganta en el buche![18] Estoy harto de tanto desprecio y maledicencia.
Yeager se bebió de un trago el resto del whisky, y con la cabeza indicó a Robinson que sirviera otra ronda. Cutler tapó su vaso con la palma de la mano. Estaba temblando.
—Los conducen a Fort Parsons —prosiguió el general—. Es una prisión militar abandonada en la costa del Atlántico. Allí quedarán internados como prisioneros de guerra. Así al menos estarán fuera del alcance de las vengativas autoridades civiles. Y de las turbas dadas al linchamiento. La opinión pública, Pat, está muy en contra de ellos. A punto de estallar, diría yo.
Nantan Lobo.
—¿Incluso los exploradores de Sam Bunch?
—Todos, Pat.
—¿Y Joklinney? —inquirió, alzando una mano en un gesto de impotencia.
—Por lo visto a Pat le resulta difícil comprender la situación, Perce. —Con las facciones enrojecidas dijo a Cutler—: Comprendo que has tenido una tarde agotadora, querido muchacho, pero trata de prestar atención. Todo miembro del Pueblo de la Franja Colorada que aún esté con vida. Si aparece algún otro superviviente de la matanza de Sierra Madre, también acabará en Fort Parsons. Todos.
—Para que mueran de tuberculosis en un clima húmedo.
Yeager hizo un gesto de irritación.
—Morirán algunos, desde luego, pero es gente dura…
—¡Gente dura! —exclamó, casi gritando—. Cuando se les dispara, sangra, esa gente dura. ¡Cuando ahorcan a uno, su mujer se ahorca con sus propias manos porque no soporta su dolor humano! Cuando los traicionan…
—¡No consentiré que me hablen en ese tono intimidante! —replicó el general, gritando a su vez. Con más calma, prosiguió—: Sencillamente, Pat, tienes que entender que sólo son un proceso histórico. Históricamente han sido depredadores, temidos y odiados por sus vecinos. Ha surgido un pueblo superior que ha intentado llegar a un acuerdo con ellos. Tales intentos han fracasado, quizá por mala fe en muchos casos. Y ahora los depredadores serán barridos bajo la alfombra de la historia.
Cutler tenía la cabeza como encerrada en una vibrante campana de calor.
—Demasiadas mentiras —se lamentó.
—¿Qué estás murmurando? —inquirió el general.
Gesticuló con la mano en la que tenía el vaso y se salpicó de whisky la guerrera caqui. Robinson se levantó de un salto para limpiarle la mancha con su pañuelo.
—Escúchame, Pat —dijo Yeager—. Esta medida era inevitable desde el momento en que se produjo esa última fuga. Se envió inmediatamente a Florida a los que se quedaron, porque a Caballito, en caso de que volviera, también lo iban a mandar allí. Había prometido que no lo enviarían otra vez a San Marcos, y desde luego no se le habría permitido volver a Bosque Alto, donde su descontento ha afectado a los jóvenes nahuaques. Sencillamente no se podía hacer otra cosa. ¡Este territorio estaba harto de Caballito! En consecuencia, Joklinney, las mujeres viejas, los ancianos y cinco squaws que se habían escondido para no dejar la reserva, iban a utilizarse como palanca para inducir a Caballito a que los siguiera pacíficamente a Fort Parsons. Bueno, pues no pudo ser. Sin embargo, cuando volvieron, a los exploradores sierraverdes también se les mandó al Este. Simplemente no tiene sentido, ahora, despotricar contra esas decisiones, aunque sea imposible convencerte de que eran acertadas.
—Y Nantan Lobo se había tomado tantas molestias en convertir a Joklinney en Joe King.
—Considero que tales esfuerzos no han sido en vano, Pat. Joklinney es ahora el jefe de los sierraverdes. Lamentablemente… —Su rostro volvió a enrojecer.
—Joklinney se ha escapado del tren —intervino Robinson.
—¡Me alegro por él!
—Eso es una estupidez, Pat. Habrá que matarlo.
—¿Por qué?
—Pronto habrá informes de robo de caballos, matanza de ganado, asesinatos y, probablemente, torturas y mutilaciones. A esos salvajes se les caza como animales, como bien sabes. Habrá quienes maten a sus enemigos y echen la culpa a Joklinney.
Yeager se volvió hacia la ventana, dando de nuevo la espalda a Cutler.
—Joklinney volverá a los métodos apaches de impartir justicia y venganza. Es lamentable, porque él podría haber conducido fuera de Egipto al resto de sierraverdes. Tendrás que encontrarlo con tus hoyas y darle muerte.
—¡No, señor, no lo haré!
Vio la rigidez en los hombros del general. Tras cierta vacilación, Yeager se volvió bruscamente para mirarlo a la cara.
—¿A qué viene eso, Pat? —preguntó con calma.
—¡Renuncio al servicio!
El general soltó un resoplido, clavándole la mirada. Luego logró esbozar su fría sonrisa.
—No aceptaré tu renuncia hasta que hayas cumplido esta última misión que te encargo.
Cutler sacudió la cabeza. No se atrevía a hablar.
—Este país, este territorio y yo mismo estamos más que hartos de las incursiones apaches, y pronostico que Joklinney va a dejar un rastro de sangre a su paso. Ya lo hizo antes de que lo mandáramos a Alcatraz, por si no te acuerdas. Cuanto antes se le aplaste, menos sangre se derramará, y tus hoyas y tú sois los más indicados para esa tarea.
—Renuncio al ejército y me marcho a Sonora a asumir las responsabilidades que allí me esperan.
—Creo que debes considerar el bienestar de tus rastreadores.
Cutler pensó en lo que eso implicaba mientras Yeager sacaba la bolsa de tabaco y la pipa. La cargó, la encendió y lo miró fijamente a través del humo.
Al parecer los hoyas habían vuelto sanos y salvos, al menos, pero sintió como si un globo ardiente le presionara de nuevo los lados de la cabeza. El capitán Robinson daba nerviosos sorbos a su whisky.
—Volverás a Fort McLain y esperarás comunicaciones de Perce —ordenó Yeager—. Estoy convencido de que Joklinney acabará dirigiéndose a la Sierra Verde. No creo, en vista del final de Caballito, que se encamine a México. Tus rastreadores y tú estaréis preparados. Se te informará por telégrafo.
—Y cuando hayamos realizado esa tarea, usted despachará a los hoyas a Fort Parsons para que se reúnan con los sierraverdes.
—No, Pat, eso no lo haré. Querido muchacho, si los oficiales del Ejército de Estados Unidos no confían en la palabra que se den unos a otros, sencillamente es que nuestro sistema militar ha dejado de funcionar.
—En lo que a mí respecta, ya ha dejado de funcionar.
El rostro de Yeager emitió un brillo rosado a través del humo que lo envolvía.
—He tratado de ser tu amigo, Pat —dijo con voz queda.
—Y también de los apaches. Nantan Lobo. ¡Nantan Mentira!
Pareció que Yeager había recibido una bofetada, y Robinson se levantó a medias de la silla. Yeager balbució:
—Hay un vínculo entre nosotros, Pat.
—¡No hay ninguno!
—Los dos quisimos a la misma mujer.
Cutler esperó, con un nudo que le oprimía en la garganta. ¿Había más? Pero Yeager no dijo más, y con un esfuerzo Cutler se puso en pie. Los ojos de Robinson parecían alargarse para tocarlo.
—Teniente Cutler —gritó Yeager—. ¡Acatará esa orden!
—La acato pero no la obedezco —dijo en español, una de esas grandilocuentes frases mexicanas. Pero Yeager ya había hecho su jugada.
* * *
Cutler iba dos veces al día a la oficina de transmisiones a ver si había habido algún telegrama de Percy Robinson, aunque el sargento le habría enviado un mensajero en caso de que así fuera. En el mes transcurrido desde que Joklinney se escapó con otro sierraverde del tren con destino a Fort Parsons, no se había establecido rastro de sangre alguno. Aquí habían matado un pastor, allí habían atacado un rancho aislado, pero no existía ninguna prueba de que hubiera sido Joklinney. Tales estragos se habían producido en Texas, ninguno en el Territorio hasta el momento. Entretanto, los hoyas se habían establecido en tiendas de campaña detrás de los corrales, en su propia ranchería, recibiendo sus seis dólares al mes y esperando órdenes: todos menos Lucky, cuya cabellera decoraba la plaza mayor de Chihuahua, junto con la de los dos rastreadores sierraverdes también asesinados por los esepés.
Aquella tarde, el sargento de transmisiones le dijo que el coronel Dougal quería verlo. Su vida parecía circunscrita a los coroneles.
—Fíjese en lo que le digo, las guerras del futuro se librarán en el ámbito de las comunicaciones —declaró el coronel en tono amistoso, sentado a su escritorio con Cutler frente a él—. El año que viene será imposible una fuga como la de Caballito. ¡Conoceríamos su paradero en todo momento! El telégrafo, el heliógrafo, el teléfono. El general Yeager consideró oportuno no hacer caso de mi sugerencia de que se estableciera un sistema de vigilancia por aeróstato…, ¡pero no importa! —Se inclinó, acercando aún más la larga perilla al tablero de la mesa—. El sargento de transmisiones me ha dicho que a veces recibe usted informes de Fort Sill y Fort Cummings sobre el paradero de su salvaje apache. Su captura es sólo cuestión de tiempo. Y entonces lo ahorcarán, supongo.
—Dudo que lo capturen vivo, señor.
—Ah, usted conocía a ese individuo, ¿verdad? Protégé del general, según creo.
Cutler no sintió la necesidad de defender al general Yeager ante el coronel Dougal.
—Dígame, Cutler —prosiguió el coronel—, ¿cuál es su impresión sobre el estado de ánimo de los militares en México?
—Temen una invasión del norte —contestó sin demora.
—Estarán preparándose entonces, ¿no?
—No especialmente.
El coronel asintió, como si la respuesta fuese bastante elocuente.
—He llegado a la conclusión —afirmó, irguiéndose— de que el general Yeager no va a estar al mando de la invasión. Ya se han desacreditado demasiadas políticas suyas. ¡Un coronel termina siendo un experto en interpretar las señales! En realidad, corren rumores sobre su inminente retiro. ¿Qué piensa de eso, señor?
Contestó que no había oído tales rumores.
—En cierto momento se pensaba que el general se retiraría con objeto de ser candidato a la vicepresidencia, pero naturalmente el descalabro de Caballito ha acabado con tales aspiraciones. En mi opinión se retirará previa solicitud, ya me entiende, y la invasión de Chihuahua y Sonora se pondrá en manos de otro.
—Sí, señor —repuso él en tono cansino.
—Y ahora, Cutler, quizá ya se haya enterado, teniendo en cuenta lo que son las comunicaciones modernas —prosiguió el coronel—. El caso es que la señora Maginnis acaba de volver a Madison con intención de causar problemas. La acompaña el hermano del infortunado inglés, que parece tener dinero para desperdiciarlo en honorarios de abogados. Han presentado una serie de querellas contra mí. Se trata, sencillamente, de una persecución, en asuntos de los que ya me ha exonerado una junta investigadora del ejército. —Carraspeó y concluyó—: Entre las demandas figura una por difamación.
Así que lo había convocado por eso.
—Soy consciente de que en algunas ocasiones no modero mi lenguaje —continuó el coronel—. Un viejo militar prescinde a veces de las sutilezas. La señora Maginnis afirma que me he referido a ella en términos que ponen en duda su respetabilidad como mujer…, calificándola de vulgar buscona, en realidad. Pretende tener testigos de que he dicho esas cosas de ella. Me he estado preguntando si esos abogados suyos no le habrán pedido que testifique usted.
—No, señor.
—Usted y yo nunca hemos sido buenos amigos, Cutler —reconoció el coronel—. Yo jamás he sido ese viejo tío que un jefe suele ser para sus oficiales subalternos. ¡No es mi estilo, señor! Y además hemos tenido nuestras diferencias. Pero soy un hombre franco y directo y le expondré la cuestión sin rodeos. ¿Se sentiría usted inclinado a prestar testimonio en ese sentido?
Los músculos de las comisuras de su boca se contrajeron en una tentativa de sonrisa. No parecía injustificado pensar que Cutler disfrutara de la inquietud del coronel.
—Dudo que me pidan tal cosa, sabiendo que para un oficial subalterno sería muy grave el hecho de prestar testimonio contra un superior en un tribunal civil.
—Sí, desde luego —repuso el coronel, aliviado—. Cualesquiera que sean sus diferencias, los oficiales deben hacer causa común frente a los ataques civiles.
—Sí, señor.
—Entonces, ¿me asegura que no tengo nada que temer en lo que se refiere a su testimonio?
—Se lo garantizo, al menos mientras siga siendo oficial, coronel.
—Se lo agradezco —dijo Dougal, juntando las manos por las yemas de los dedos—. Es una decisión muy prudente de su parte. Le aseguro que tiene usted muchos enemigos en este puesto, pero me interpondré entre usted y su animadversión, incluso cuando el general Yeager se haya retirado, acontecimiento que, como he dicho, considero inminente.
»Y ahora, Cutler, todo el mundo sabe que la señora Maginnis y usted han sido algo más que amigos. Y que desde entonces ha habido otros que han sido más que amigos. Y se conoce su amistad con la infortunada señora Helms. Pues, bien, como le he dicho, soy un hombre franco y directo. ¿Estaría usted dispuesto a prestar testimonio en mi favor?
A Cutler casi se le cortó la respiración. El error de cálculo, la infamante implicación, el insulto era tan enorme que ni siquiera podía tomarlo en serio.
—Ah, se refiere usted a testificar sobre el hecho de que la señora Maginnis es, realmente, una vulgar buscona, ¿verdad?
El coronel Dougal hizo una mueca al oír esa palabra, su rostro tan oscuro como carne achicharrada.
—Únicamente trato de entender lo que quiere decir, coronel —prosiguió Cutler—. Sólo puedo interpretar que, como no he asistido a la Academia Militar y por tanto no he llegado a conocer la clase de honor que allí se difunde, podría sentirme inclinado a impulsar mi carrera difamando a una mujer con la que he mantenido una buena amistad.
El coronel abrió los labios de golpe para dejar escapar una burbuja de aire y luego volvió a cerrarlos con la misma brusquedad.
—La respuesta es no —zanjó Cutler, que se levantó, saludó y se retiró.
Al volver a los alojamientos de oficiales se detuvo de nuevo en la oficina de telégrafos. Esta vez lo esperaba un telegrama del capitán Robinson. Dos apaches renegados habían matado de un tiro a un ranchero mormón, cuya mujer había resultado herida sin sufrir torturas, cerca del villorrio de Bosworth. Si se trataba de Joklinney, por fin había entrado en territorio de Nuevo México. Un par de expolios más y los rastreadores tendrían ya cierta idea de sus desplazamientos para entrar en acción.
* * *
Pero no volvieron a producirse. Era como si Joklinney y el otro, Nah-kut-le, hubieran desaparecido o pasado a México a pesar de todo. Cutler tenía la impresión de que no habría más apariciones, de que todo había terminado, y podría solicitar que enviaran a los hoyas al oeste, a la reserva de Fort Apache, donde estaba su pueblo, y presentar su renuncia para encaminarse a Las Golondrinas y a cualquier arreglo o reconciliación que allí lo esperase.
En aquel compás de espera en el que sentía que se había lanzado la última jugada de dados, incluso su vida en Fort McLain parecía menos desagradable. Pasaba a ver al sargento de transmisiones dos veces al día, acabó con Tácito y empezó con Plutarco. Habían instalado un piano en el salón de oficiales, y algunas noches tocaba melodías sentimentales de Jimmy Blazer. Bernie Reilly, Jud Farrier y Dick Hotchkiss, el asistente, se reunían a cantar en torno al piano, mientras los demás oficiales miraban. La enemistad del comandante Symonds era firme y palpable, casi reconfortante, pero la admiración del alférez Hotchkiss resultaba inquietante.
Pasó el verano, con el agosto más caluroso que se había conocido en el Territorio. Sus exploradores se morían de aburrimiento, pero vivían con el dólar de soldado azul.
Con frecuencia cenaba en casa de los Reilly. Rose le había perdonado lo de Lily Maginnis debido a la tragedia de María, y en su compañía Cutler estaba libre de la tensión que sentía en el comedor o el salón de oficiales, donde su ofensivo comportamiento sólo lo toleraban Jud Farrier y Dick Hotchkiss, que lo consideraba un héroe y le rendía veneración. Comprendió que se había convertido en un personaje pintoresco a ojos de algunos jóvenes tenientes, un oficial de exploradores que desdeñaba las ordenanzas sobre el porte del uniforme y leía a Plutarco en su alojamiento, famoso por haber desobedecido órdenes directas del coronel y dejado como un cobarde y un idiota al Comandante de Hierro, y cuya mujer mexicana se había fugado con su amante sólo para que los capturasen los apaches y torturasen al amante hasta la muerte. Su mujer perdió el juicio y ahora estaba encerrada en una hacienda feudal en el México profundo.
Bernie Reilly pidió permiso a su mujer para fumar, y sacó cigarros de un humidor de cuero. Encendieron, y la cerilla iluminó el rostro de nariz chata del médico en la penumbra de la habitación. Estaban sentados a la mesa, frente a un mantel blanco y unas copas de vino de color rubí, sudando con el uniforme. La regordeta muchacha mexicana quitó los platos de la cena.
—¿Acaso mejoran las cosas en el mundo? —preguntó filosóficamente Bernie—. Lo dudo. El ferrocarril, el telégrafo, los teléfonos…, ¿has visto la oficina del hotel Bird Cage, Pat? Depósitos de baterías de ácido para que funcione la cosa. Instalados por los abogados de la señora Maginnis. Se acabaron las guerras apaches y la Guerra del Condado de Madison. Caballito muerto y Johnny-A reducido a cuatrero del sur del condado.
Cutler se enjugó el sudor del rostro con un pañuelo.
—Yo no descartaría aún a Johnny-A.
—Me pregunto si es consciente siquiera de su leyenda —dijo Bernie.
—¿Qué hay del apache que se escapó del tren de Florida, Pat? —preguntó Rose Reilly.
Sinuosos surcos de transpiración le estropeaban los polvos de la cara, y cuando pasó las tazas de café se le vieron manchas húmedas bajo los brazos.
—Tampoco creo que hayamos oído hablar de Joklinney por última vez.
—Pat y su patrulla de degolladores están esperando para lanzarse sobre él en cuanto levante un poco de polvo —dijo Bernie, con el cigarro en una mano y la copa de vino en la otra—. ¡Pobre Yeager! Su estrella se ha eclipsado más rápidamente que la de Johnny-A. Sus enemigos se regocijaron cuando se fugó Caballito, y otra vez cuando Joklinney se escapó del tren.
—¡Bueno, pues yo le estoy agradecida al general Yeager por haber pacificado a los indios! —manifestó Rose Reilly—. ¡Fue horroroso cuando nos destinaron aquí! ¡Qué angustia, qué pesadillas! ¡Y lo de la tragedia de tu mujer, Pat, fue hace sólo dos años! Cada vez que un destacamento salía a caballo del fuerte me ponía enferma de inquietud. ¡Muchas veces no volvían todos! ¡Y esas pobres mujeres de los ranchos, con niños que proteger! Vivir así día tras día, sin saber nunca cuándo van a matarte esos salvajes. A secuestrar a tus hijos. ¡Y cosas aún peores!
—Uno de mis exploradores me dijo una vez que ya había crecido del todo antes de comprender que para que los hombres mueran, no hace falta que los maten.
—¡Sólo los que deciden la forma de vivir! ¡Y de morir!
—¿No sientes ninguna simpatía por ellos, querida mía? ¿Ahora que por fin los han dominado y encerrado, o exterminado?
—¡Ninguna! ¡Jamás en la vida!
—Ahora que hemos reducido el número de forajidos a dos apaches y un ojo pálido —dijo Bernie—, repito la pregunta: ¿acaso estamos mejor? A una época de grandes horrores, grandes tragedias…, incluso de grandes comedias…, ha sucedido otra de mercancías y salarios. A mí particularmente me duele ver a Johnny-A convertido en un simple cuatrero que se oculta en las placitas. Incluso Pat Cutler, el famoso teniente chusquero, el erizo bajo la silla de montar del regimiento, se dedica ahora a tocar el piano para sus amigos y admiradores en el salón.
Soltó una carcajada, y Cutler logró sonreír.
—Una vez, sin duda, la sombra de ciertos hombres era más alargada de lo debido, pero quizá las sombras fueran más importantes que la realidad. Para volver a repasar la figura de Platón.
El médico exhaló humo para celebrar su profundidad. Cutler vio cómo Rose miraba con el ceño fruncido a la muchacha, que servía café. Pareció aliviada cuando la operación concluyó sin incidentes.
—Estoy a punto de traicionar un secreto, Pat —anunció Bernie—. Dime, ¿te gustan esas fiestas sorpresa…, en las que los invitados aparecen detrás de un sofá gritando: «Feliz cumpleaños»?
Contestó que no, sacudiendo con cuidado el cigarro en un cenicero. Aún seguía dando vueltas a los «amigos y admiradores» de Bernie.
—Voy a prepararte para una de esas sorpresas. Me lo ha dicho Dick Hotchkiss. Van a otorgarte la Medalla de Honor del Congreso.
—¿Cómo?
—¡Oh, Bernard —exclamó Rose—, no me lo habías dicho! ¡Ah, es maravilloso, Pat!
Cutler se aclaró la garganta para preguntar:
—¿Por qué?
—Actos heroicos en México.
—Yeager —dijo. Debía de ser una trampa, una emboscada como las que a Caballito se le daba tan bien tender. Ante sus ojos danzaron visiones de la consternación que causaría su dimisión. ¡Pero la Medalla del Honor! Era una trampa—. No la aceptaré.
—No harás tal cosa —dijo Bernie—. Va acompañada del grado de capitán.
—¡Oh, Pat, es magnífico!
Se echó a reír. Cuando logró dominarse, aún sentía la agitación de la camisa contra el pecho. Pensaba en el coronel Dougal, el comandante Symonds y el capitán Smithers, cuando recibieran la noticia. En sus amigos y admiradores.
—Renunciaré a ambas cosas.
—Entonces me alegro de haber traicionado esa confidencia, porque hay tiempo para convencerte de que no lo hagas —dijo Bernie en tono serio—. Quizá el hecho de que eso honraría también al regimiento no signifique nada para ti. Pero no creo que quieras deshonrar la memoria de Sam Bunch.
—¿Qué quieres decir?
—A Sam le otorgan la medalla a título póstumo.
Ahora sí podía reírse. Se encontró con la inquieta mirada del médico y asintió, capitulando. Bernie y Rose alzaron sus copas en un brindis.
—Pero ¿por qué has pensado siquiera en no aceptarla, Pat? —inquirió Rose.
—Porque es una artimaña de Yeager. Sam tampoco habría aceptado la suya, de haber podido. El general ha enviado a todos sus rastreadores a pudrirse en una cárcel de Florida. Lo de Joklinney es cosa suya. Considero a Yeager responsable de cada asesinato que Joklinney cometa.
Se contuvo.
—¡Pero tiene que haber otros que también crean que lo mereces! —insistió Rose.
Se limitó a sacudir la cabeza, la ironía socavando la ironía.
Aún con la copa en alto, Bernie dijo:
—He iniciado esta conversación diciendo que ha concluido una época y ha empezado otra. Creo que el condecorado con la Medalla de Honor del Congreso puede despojarse de la ropa pasada de moda.
—¿Qué quieres decir?
—Pat —dijo Bernie, ruborizándose—, Rose y yo te consideramos un caballero sensible, solitario y demasiado orgulloso…, que puede ser bastante encantador. Ante la mayor parte de los oficiales de este puesto, incluidas sus esposas, has mostrado un comportamiento vulgar, grosero y desdeñoso. Con el coronel, puedes hacer que un «¡sí, señor!» suene como una bofetada en pleno rostro. Haces que tus camaradas se sientan estúpidos e incompetentes, y no eres buen ejemplo para los oficiales más jóvenes, que ven en ti algo parecido a un héroe. Ojalá que ese atuendo…, que esa armadura, quizá, pueda cambiarse.
Cutler bajó la vista hacia su copa.
—Un chusquero que se comporta como debe comportarse un chusquero —se oyó decir.
—No eres el único oficial chusquero del ejército, Pat.
—No se lo he dicho a nadie aparte del general —repuso él—. Me retiraré en cuanto nos hayamos librado de Joklinney. Me iré a México.
—¿Piensas que serás feliz en México?
—Pues, sí. —Esbozó una sonrisa forzada—. Allí podré cambiarme de ropa.
* * *
En el solar contiguo al tribunal habían armado el patíbulo, a la espera de que volvieran a capturar a Johnny Angell: una estructura de dos metros y medio de altura coronada por un poste de dos metros y un montante horizontal de igual longitud, sujeto por una viga en diagonal. La madera estaba desteñida de la intemperie, con surcos de herrumbre por debajo de los clavos. No había soga. Cutler detuvo a Malcreado para observar la achaparrada y desagradable estructura. No sintió aquel desapego irónico cuya necesidad había sugerido el general ante los desmanes cometidos por los apaches. Aquello era una máquina de matar, una vergüenza para una sociedad segura de sí misma que dirigía sus intereses al comercio y los salarios, alejándose de los antiguos valores de la frontera. Un artilugio que los hombres empleaban para librarse de los criminales que eran el producto de los crímenes de la sociedad. Benny Dee y Johnny-A; Joklinney, si lo capturaban vivo. Y así el general Yeager no había interferido en la ejecución de Benny Dee por miedo a que lo considerasen indulgente con los apaches, y el gobernador, por motivos políticos, había pospuesto el perdón a Johnny Angell hasta que otras fuerzas sacaron de la cárcel al muchacho, que anotó más crímenes en su cuenta.
La gente que pasaba no le prestaba atención, hombres con mono de trabajo y sombrero de paja para protegerse del sol, desarmados, delgados junto a sus rechonchas mujeres, vestidas con anticuados atavíos y tocadas con puntiagudos bonetes, muchas con hijos, un par de chicas de la señora Watson con sus mejores galas. Dos jinetes mexicanos circulaban por el otro lado de la calle, llevando recargados sombreros. Entraban y salían clientes de la tienda Boland y Perkins, ahora con nueva dirección. La otra tienda estaba cerrada con tablas, y habían quitado el letrero de Turnbull y Maginnis; sólo había estado abierta un breve espacio de tiempo, antes de que cerrara por el asesinato de Turnbull. Ató a Malcreado a la baranda del hotel Bird Cage y subió los escalones del porche. Al volver la cabeza para echar otra mirada al patíbulo, enfrente de la calle, vio a Lily.
Cruzaba en medio de dos hombres, uno que la llevaba del brazo: un individuo alto y ancho, con levita y bombín. El otro era más bajo, mayor, y caminaba como si le dolieran los pies. Lily se tiraba de la falda con las manos para no mancharse de polvo. Llevaba un vestido azul oscuro con geométricas vueltas negras. Alzaba el pálido rostro, sin velo, primero hacia uno de sus acompañantes, luego hacia el otro; entonces sus ojos se fijaron en Cutler, en el porche, se le abrieron los labios y levantó una mano en un saludo que transmitió su galvánica carga a lo ancho de los quince metros de la calle principal de Madison.
Le presentaron a James Turnbull, que le desagradó inmediatamente, una versión de su hermano barriguda y de rostro enrojecido, que a su vez lo miró con antipatía y logró interponerse entre Lily y él. El otro era un abogado, el señor Pettit, de rostro ceniciento enmarcado por largas patillas y una mano semejante a la garra de un pavo.
—Qué tal, teniente —dijo Pettit—. Teníamos la esperanza de verlo pronto.
El rostro de Lily brillaba de transpiración, y se enjugó con un pañuelo que se sacó de la manga mientras los cuatro maniobraban para pasar por la puerta del hotel. Cutler alcanzó a ver los aparatos de telefonía, recipientes de grueso cristal semejantes a acuarios, llenos de un líquido transparente, con cables y relucientes piezas de cobre y bronce. Un hombre se sentaba a un escritorio con unos cables en torno a la cabeza. Turnbull los hizo pasar al fondo del vestíbulo, donde casi a la fuerza hizo sentar a Lily. El camarero, flaco y nervioso con un delantal blanco se apresuró a ayudarlos a colocar las sillas. Al arrebatar bruscamente una silla al camarero, a Turnbull se le abrió la levita y Cutler le vio un revólver en una sobaquera.
Cuando todos estuvieron colocados a su satisfacción, Turnbull se sentó y puso una gruesa mano sobre la de Lily, apoyada en el brazo de su silla. Tenía los ojos, fijos en Cutler, muy juntos sobre una nariz gruesa, lo que le daba aspecto de collie sagaz. El menudo abogado se había quitado el sombrero para revelar un cráneo calvo y lleno de protuberancias. Pidió un vaso de agua, sacó un pastillero de plata y contó algunas píldoras. Lily le sonreía, sonreía a Turnbull, sonreía a Cutler. La sonrisa dirigida a él significaba que ambos comprendían que todo aquel alboroto de colocarse era ridículo pero bien intencionado.
Pettit tragó cada píldora con un vaso de agua y un estremecimiento de la nuez. Se limpió los labios con una servilleta.
—Bueno, señor, teniente Cutler —dijo, entornando un ojo—. Estamos tratando de establecer la culpabilidad del coronel Dougal en la trágica muerte del marido de la señora Maginnis y en el incendio de su hogar. ¡Asesinato e incendio provocado, señor! Además, el coronel ha formulado ciertas declaraciones sobre ella. ¿Está dispuesto a ayudarnos?
—Ante el tribunal, no, señor Pettit, aunque tendré mucho gusto en contarle lo que vi aquella tarde.
—¿No va a testificar? —inquirió el pequeño abogado, con los labios apretados en una dura línea.
Turnbull frunció el ceño como un buey. Parecía un John Bull con mal genio.
—Vaya hombre, la señora Maginnis contaba con usted, como buen amigo y testigo de confianza. ¿A qué viene eso?
—No puedo prestar testimonio contra mi superior jerárquico en un juicio civil.
La sonrisa de Lily había desaparecido.
—Si los ciudadanos honrados no hacen lo que tienen que hacer para velar por la causa de la ley, nunca se hará justicia. Seguro que recuerdas a Frank diciendo eso, Pat.
—Sí.
—Frank siempre decía que hay que hacer lo que está bien, no sólo lo que no está mal…, sean cuales sean las consecuencias.
—Lily, creo que las consecuencias han sido demasiado duras. Me temo que Frank veló con demasiado rigor por lo que estaba bien.
—A mí me parece que en ese aspecto no puede pecarse por exceso —repuso Lily. Tenía aspecto de cansada, como nunca la había visto, tracerías de arrugas en las comisuras de la boca y los ojos, un matiz apergaminado en las mejillas. Hizo un gesto con la mano y prosiguió—: Este pequeño grupo se dedica a trabajar por lo que está bien, cueste lo que cueste. Yo me dedico a ello desde dentro de la ley, igual que Johnny ha intentado hacer al margen de ella.
—Acabo de ver ese artefacto de ahí enfrente —dijo Cutler—. Me temo que Johnny va a morir ahí por culpa de los principios de Frank. —Hizo una pausa antes de concluir—: He prometido al coronel Dougal que no testificaré contra él en un tribunal civil.
—Entiendo —dijo Lily, sonriendo.
—Este hombre no es tan amigo tuyo como pensabas, querida mía —afirmó Turnbull.
—¡Oh, sí que lo es, James! Y siempre lo será.
De la calle venía un laborioso ruido de cascos, el crujido del eje de un carro. Entraba un polvo menudo, que picaba la nariz. El abogado estornudó en el pañuelo, que volvió a guardarse en el bolsillo, y sacó un cuadernito rayado.
—Creo que la Guerra del Condado de Madison debe acabar, Lily —declaró Cutler.
—No podrá acabar hasta que se haga justicia. A eso nos dedicamos el señor Turnbull, el señor Pettit y yo, Pat.
—Bueno, teniente —dijo Pettit—. Si tiene la bondad de repasar los acontecimientos de aquella trágica jornada…
Recordó los hechos de la Batalla de Madison lo mejor que pudo, con cuidado de no imputar motivos ni errores de cálculo al coronel Dougal, a quien la junta investigadora había exonerado de toda culpa. Estaba más que harto de las complejas lealtades y la rectitud moral de la Guerra del Condado de Madison. Deseó que todo aquello desapareciera para convertirse en una época histórica pasada, aunque quizá más heroica, tal como entendía Bernie Reilly. Turnbull no dejaba de observarlo con una expresión desdeñosa, mientras que Lily le dirigía su esforzada sonrisa.
Cuando Cutler concluyó su exposición, ella se levantó bruscamente.
—Tengo que hablar contigo en privado, Pat. Si nos disculpan, señor Pettit, James…
—Creo, mi querida Lily… —dijo Turnbull, poniéndose en pie a su vez.
—No te preocupes por eso ahora, James. ¡Por favor, Pat!
Siguió la estela de su vestido azul entre las sillas, las relucientes escupideras de latón y los hombres que fingían no mirar a su paso. Su habitación era la segunda del pasillo. Había una maleta de piel de cerdo sobre una rejilla portaequipajes, y una colección de vestidos que desfilaban hombro con hombro en el armario. Lily apoyó la espalda en la puerta para cerrarla, exponiendo la suntuosa curva de su pecho, la de sus brazos arqueados hacia atrás, la de su blanca garganta con el rostro alzado hacia él.
—Pat, está bien…, lo que dices que no puedes hacer. La gente tiene diferentes motivos, lo sé. ¡Pero Frank era mi bienamado marido!
Él asintió, observando cómo el color de su garganta le subía a las mejillas.
—Voy a casarme con James Turnbull —anunció ella.
—¡No…! —empezó a decir él, antes de que pudiera contenerse.
—Ya no soy una mujer joven. Estos años han sido duros, Pat.
—Sigues siendo una mujer hermosa.
—Hay trampas que acaban cerrándose sobre toda persona que quiera elevarse sobre los convencionalismos —declaró ella, con una sonrosada sonrisa—. No se trata de las trampas de los hombres, sino de las tendidas por la naturaleza. Son las del tiempo, la edad y la necesidad de sostén económico para vivir de la forma en que se está acostumbrado a vivir.
Su discurso sonaba a ensayado.
—Me he dado cuenta de que el señor Turnbull está muy enamorado de ti.
—Sí, eso espero. —Se encogió de hombros—. Viviremos en Inglaterra. Pero tengo que hablarte de Johnny, Pat. Ese horrible armazón ahí enfrente… Mira, tengo miedo de que lo sacrifiquen si eso contribuye al bien de nuestra causa. ¡Y no puedo tener ese peso sobre mi conciencia, ya sirva para hacer justicia o no! Acabas de hablar de ello como si supieras lo que atormenta mi corazón.
Aspiró largamente su aroma de flores que aún le causaba dolor bastante más abajo del corazón.
—¿Qué puedo hacer, Lily?
—Debe marcharse del Territorio. Seguro que alguna vez el sheriff Grant… Y hay que decirle que no debe confiar en nadie, en nadie que diga que me está ayudando… ¡Pat, si pudieras encontrarlo y decirle que debe salir del Territorio, que lo haga por mí! Hay un tal señor Soto, creo que es el alcalde de Arioso, que sabrá dónde encontrarlo. Hay un sitio en el que se oculta Johnny…
Cutler lo conocía.
—Dile que si lo matan me quedaré destrozada. Dile que Frank no habría querido que…, por una simple cuestión de principios.
—Se lo diré.
Se inclinó hacia él.
—¡Oh, Pat, cuánto nos queríamos los dos! ¡Y ahora… todo esto!
A pesar de sí mismo, ya había extendido los brazos hacia ella cuando llamaron bruscamente a la puerta.
—¿Estás bien, Lily?
Ella suspiró y se retiró.
—Sí, James. Ya salgo. Pat y yo hemos acabado nuestra conversación.
* * *
Recordó que Johnny dijo que las ruinas de los Antiguos se hallaban a unos cuarenta y cinco kilómetros al sur de Corral de Tierra. Dio con el lugar donde Johnny y él se habían encontrado con la partida del sheriff, y luego retrocedió desde allí hasta llegar a una sucesión de desfiladeros que se abrían más allá del lecho de un río por el que corría un hilillo de agua veraniego. Sirviéndose de su experiencia rastreadora, fue hacia un lado y otro de la orilla hasta distinguir huellas de cascos en la arena roja por donde había pasado ganado. Siguió el rastro a lo largo de los acantilados que se erguían a su izquierda, con cuevas que aparecían en donde los diversos estratos se habían separado unos de otros, rojos, pardos y blancos en largas oleadas que marcaban el flujo de los siglos. El rastro de las pezuñas continuaba, las cuevas, más rectangulares, se espaciaban con mayor frecuencia. Se enderezaron las líneas horizontales de los acantilados, con niveles superpuestos, comunicados por escaleras de mano. Olió a humo de leña.
Primero vio el ganado, lomos pardos acorralados por un pequeño muro de adobe rematado por una barrera de ramas: cincuenta cabezas o más. Unos caballos pastaban más allá, en un talud cubierto de hierba frente a un grupo de sauces. Llegó a una amplia zona de terrazas de piedra bordeadas por las erosionadas paredes de los Antiguos. Había cinco hombres congregados en torno a una hoguera, dos de ellos con la espalda apoyada en una pared, otros dos en cuclillas, y el último de pie, observándolo, con el fusil en las manos. Los demás se irguieron. Cutler alzó la mano en son de paz. Uno de ellos se apresuró hacia él: Johnny Angell, con la cabeza descubierta. Cutler desmontó y soltó las riendas sobre unas piedras. Se estrecharon la mano.
—Tienes mejor aspecto que la última vez que pasaste por aquí —dijo Johnny, sonriendo, con una pelusilla parda en las mejillas y el mentón. Tenía el rostro más afilado, como quemado por el viento, los ojos cautelosos sobre la juvenil sonrisa. Llevaba su habitual chaleco sobre una camisa azul, los pantalones remetidos en las gastadas botas, un revólver enfundado. Se sentaron juntos en uno de los muros bajos, mientras sobre ellos se abrían los vacíos ojos de las moradas de los Antiguos. La pared del acantilado se erguía sobre el cielo de septiembre; la maleza, los cactus y los atrofiados árboles de los bordes, inclinados hacia el este por la fuerza del viento.
Transmitió a Johnny el mensaje de Lily Maginnis.
El forajido liaba un cigarrillo con tabaco que había sacado de una pequeña bolsa que llevaba en el bolsillo del chaleco.
—Lárgate ahora, que aún puedes —dijo, asintiendo con la cabeza.
—Me ha dicho que lo hagas por ella, por Martin Turnbull y por Frank Maginnis.
—Motivos poderosos —observó Johnny, aplicando una cerilla al cigarrillo—. Bueno, a la señora Maginnis se le da de maravilla conseguir lo que quiere. Me han dicho que está en la ciudad, muy bien asesorada por un abogado.
—Va a presentar cargos contra el coronel Dougal.
—No quisiera estar en sus botas.
Mejor que en las tuyas, pensó Cutler, que dijo:
—Todo está tranquilo en Madison, a no ser por la agitación de los documentos jurídicos.
—Por aquí, todo tranquilo menos por la agitación del ganado robado —repuso Johnny, riendo—. Vaya, estaba seguro de que Jack Grant no tendría rival como agente del orden. De un modo u otro, todo se ha solucionado menos en lo que a mí se refiere. Y me han dicho que hay pocas posibilidades de que se arregle.
—Por eso quería Lily que viniera.
—Hice un pequeño viaje a Tucson —dijo Johnny en tono serio—. Con malas intenciones. El señor Boland está muy enfermo, reventado como una vaca con cólico, y además huele que apesta. ¡Y yo, que pensaba ir al manantial, me encuentro con el desagüe! En fin, el molino muele despacio pero fino. Un tipo joven se pone nervioso ante esa lentitud, pero creo que la próxima vez dejaré que haga ella la molienda. Más viejo y más sabio, eso me tengo que hacer —prosiguió Johnny—. Es más fácil dejar las cosas como están, pensar que lo pasado, pasado está, pero un joven se vuelve un poco loco pensando que ciertas cosas no deben ocurrir en un país decente. —Se cogió la cabeza con las manos y se balanceó—. Es como cuando se te quita la fiebre. ¡Vaya, Pat, tú sí que sabes de eso! ¡Estaba convencido de que ibas a perder la pierna!
—Muy pronto me iré a la hacienda de Sonora. Allí serás bienvenido. Es como una gran fortaleza, con árboles, flores, pájaros, buena caza. Hay trece patios, y sirvientes de librea.
—¡Vaya, vaya! ¿Y chicas bonitas?
—A docenas.
—¿Bailes?
—Todas las semanas.
—Me encanta ir a los bailes —dijo Johnny, mientras por la comisura de su boca subía un hilo de humo del cigarrillo—. Bueno, todo es un gran baile de máscaras, ¿no? —En tono más sobrio prosiguió—: Eres muy amable, Pat, pero no voy a irme a México. Parecería que me doy a la fuga. No, señor, no me escapo de Jack Grant, ni de la milicia que según parece está formando el gobernador en Santa Fe. Ni tampoco de la caballería, si me disculpas. Me marcharé de aquí cuando llegue el momento, y antes de que sea demasiado tarde…, si quieres decírselo a Lily.
—Yo también te lo aconsejo.
Johnny asintió con la cabeza. En torno a la hoguera, uno de los vaqueros estaba contando algo con gestos extravagantes a un auditorio encantado.
—Son buenos tipos —dijo Johnny—. Venderemos este hato al campamento ferroviario que construye la nueva línea. Y yo me iré al norte a hacerme con unas tierras en la vertiente oriental de las Rocosas. Una guapa señorita ha prometido venir conmigo.
Cutler pensaba en Joklinney haciendo nuevas incursiones y Johnny-A convencido de que iba a dejar de robar ganado.
—Es ganado del PM —prosiguió Johnny—. Ya sabes que Jack Grant y yo trabajamos una vez para el señor McFall. Así es como él empezó a juntar su rebaño. Cogiendo terneros sin marcar, reuniendo reses perdidas y robando a las claras. Y apoderándose de tierras, también. Asustaba a los colonos que se asentaban en los valles de esos ríos, a los que él creía tener más derecho. La gente que llegó primero quizá lo robara todo y echara a patadas a los que vinieron después. Y armándose de un elevado tono moral, contrataron a sheriffs para que otros no robaran lo que ellos se apropiaron primero.
»A lo mejor sé lo que sienten esos apaches rebeldes. Todo el mundo acosándolos por todas partes, arrinconándolos cada vez más. Son hombres muertos, pero ahora tienen a mucha gente paralizada de terror…, con lo que han hecho a los Flores. Es difícil entender lo que impulsa a alguien a hacer algo así a un ser humano.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Cutler con la boca seca—. ¿Cuándo?
—Exterminaron a una familia entera de apellido Flores, ayer, al norte de Arioso. Luz, Carlos y un crío de cuatro años cuyo padrino era el señor McFall. Feo asunto —concluyó Johnny, sacudiendo sombríamente la cabeza.
Joklinney había reaparecido. Torturas y mutilaciones, había profetizado Yeager. La otra incursión de Joklinney, cuatro años atrás, había supuesto un mes de horror. Pero para que ésta terminara, aún tenía que empezar.
—¿Cuántos muertos?
—Cinco —contestó Johnny—. Me acerqué por allí. Feo asunto —repitió. Su voz sonaba como si estuviera acatarrado.
Cutler se levantó. Era hora de volver a Fort McLain. Al menos ya tenía algo que hacer.
—Les han hecho aún más ofensas que a ti —se oyó decir—. Los han arrinconado. Traicionado. No saben cómo desquitarse sino matando a todo ojo pálido o mexicano que se encuentren.
—Hay cosas que un hombre no hace si quiere seguir siendo humano —dijo Johnny con su voz apagada.
—Tendremos que eliminarlos —dijo Cutler—. Supongo que seguirán matando antes de que lo consigamos.
—¡Si pudiera acabar con esos salvajes, lo haría! —declaró Johnny—. ¡Eso es algo que valdría la pena hacer!
Bernie Reilly se había preguntado si Johnny-A era consciente de su leyenda. Cuando Johnny hablaba de la pequeña extensión de tierra en la vertiente oriental de las Rocosas, debía ser consciente de que eso nunca sucedería. Y cuando hablaba de realizar un acto de servicio público, ese hacer significaba no marcharse al norte. De modo que, al menos, era consciente de lo que él simbolizaba para los demás.
—Sólo quiero entrar justificado en la Casa de mi Padre, Pat —dijo Johnny, desviando la vista.
Cutler pensó que nunca volvería a ver vivo a Johnny y que no tenía sentido insistir en que se dirigiera a Colorado o a México, donde estaría seguro.
—Puede que lo consigas, Johnny.
Cutler y los hoyas encontraron al sheriff con cuatro o cinco de sus hombres en el prado donde estaba la casa de adobe incendiada: el renegrido techo recortándose contra el verde de los sauces que surgían a este lado del río. Los integrantes de la partida se agruparon en torno a una hoguera y por encima del penetrante olor a quemado y a carne descompuesta se elevaba un aroma a café. Habían limpiado todo y enterrado todos los cadáveres salvo los del ganado y el de un caballo que yacía algo más allá. Mientras los rastreadores se desplegaban en busca de huellas, el sheriff, como una caricatura de sí mismo, descarnado, sin afeitar, de elevada estatura y con sombrero de copa alta, se dirigió arrastrando los pies hacia Cutler, montado en Malcreado.
—Hola, teniente. Me alegro de ver a la caballería aunque sólo sean exploradores.
—Parece que ya lo ha limpiado todo, sheriff.
—Sí, y nos ha producido bastantes vomitonas. Antes se han acercado algunos vecinos. Todos estaban pálidos de miedo.
—No hay duda de que ha sido Joklinney.
—Ninguna.
—Por lo menos tenemos algún rastro que seguir. ¿En qué dirección se han marchado?
—Por donde están esos dos exploradores suyos —dijo Grant—. Uno de mis muchachos los siguió durante algún tiempo, pero de pronto le entró pánico y se volvió. —Se pasó la mano por la sucia cara y añadió—: Perros del infierno.
* * *
En cuclillas, Kills-a-Bear miró a Cutler de soslayo con el ojo bueno y habló rápidamente en apache con Nochte.
—Dice que ya no hay más huellas, Nantan Tata. Joklinney es muy listo.
—¿Pueden seguir escabulléndose?
Nochte interrogó a Kills-a-Bear, Jim-jim y Chockaway, inclinados en sus sillas para escucharle. Kills-a-Bear se encogió de hombros, contrayendo severamente las comisuras de la boca.
—Dice que sí pueden, Nantan Tata. Hay demasiadas huellas…, el sheriff, mexicanos…, pero ni rastro de Joklinney.
Cutler se cruzó de brazos, la impaciencia como una espuela en su costado.
—Tenemos que hacer algo.
Más conversación; Skinny se reunió con ellos, sentándose junto a Kills-a-Bear. Con el ceño fruncido, Kills-a-Bear paseó la mirada de uno a otro, sacudió la cabeza, se dirigió a Nochte.
—Cree que Joklinney se dirige a uno de dos sitios, Nantan Tata. Dice que debes mandar a Chockaway a uno y a Jim-jim al otro, a vigilar. Dice que esperes a saber que Joklinney ha ido a uno de esos dos lugares.
—Muy bien —dijo él.
Nochte lo miró con preocupación.
—Joklinney es muy listo, Nantan Tata.
—Creo que los hoyas son aún más listos.
Cuando se lo tradujeron a Kills-a-Bear, se le relajaron las devastadas facciones. Sonrió, asintiendo una vez con la cabeza.
De manera que no había otra cosa que hacer que enviar a Chockaway y Jim-jim a donde decía Kills-a-Bear, y esperar.