24

Caballito se escabulló de la reserva de Bosque Alto con la mayor parte de la tribu de los sierraverdes durante la noche del 20 de abril de 188…, después de una tormenta. Su número se calculó en ciento cuarenta miembros del Pueblo de la Franja Colorada, más cuarenta nahuaques y unos cuantos comanches desplazados a la reserva: alrededor de noventa guerreros, a los que se creía bien armados con fusiles de repetición. El resto se componía de mujeres, niños y algunos ancianos; Caballito había tomado la precaución de llevarse a varias squaws de los exploradores sierraverdes. Y conducía con ellos una buena parte del rebaño, además de una caballada de remonta. Era una fuga de importancia.

El capitán Bunch emprendió inmediatamente la persecución con su compañía de exploradores sierraverdes, ninguno de los cuales había desertado al bando de Caballito. Los acompañaban dos rastreadores hoyas del teniente Cutler, y cinco soldados de caballería de Fort McLain cerraban la retaguardia. El general Yeager había dado órdenes a los puestos fronterizos para que enviasen destacamentos a los pozos de agua y los principales pasos de montaña de los caminos que llevaban a México.

Cutler esperó a ponerse en marcha hasta recibir del capitán Robinson las órdenes de realistamiento de sus hoyas. Era consciente de que había empezado el último acto, el rayo de esperanza que existía por la supervivencia de los sierraverdes se había reducido al tenue resplandor de una vela. Al igual que para los hoyas, la caballería y tantos otros en el Territorio, el hecho de que los sierraverdes perpetraran el acto definitivo de su destrucción redundaba en su propio beneficio, porque cuando todo terminara él quedaría libre para proseguir su vida en Sonora, en la Hacienda de las Golondrinas, con su hijo, con su mujer.

La ranchería del Pueblo de la Franja Colorada en Bosque Alto no estaba en absoluto desierta, aunque la mayoría de las wickiups estuviera despojada de su revestimiento. Entre la maleza y la hierba del prado apenas se distinguían las estructuras de ramas. Cutler dejó en el cerro a los hoyas con los animales de carga y bajó cabalgando hasta las chozas. Tenía la aguda sensación de que pasaba el tiempo, un tictac de impaciencia y desgana, de miedo y expectación…, y una irritante falta de concentración, saltando al futuro con el pensamiento cuando aún quedaba por resolver el problema del presente.

Junto a la roca hendida se veía a unas cuantas squaws, pero hoy no había signos de alborozo. Eran mujeres viejas, ancianos que formaban un círculo en cuclillas, espaldas morenas, cabezas con turbante, rostros surcados de arrugas sesgados hacia él. Entre ellos estaba Joklinney, que se levantó. Tenía franjas coloradas en las mejillas, y el pelo le llegaba a los hombros. Cutler acercó a Malcreado.

—¡Te has quedado aquí, Joe King!

—Ya lo ves —repuso Joklinney—. Con estos viejos. Todos los jóvenes y las mujeres se han marchado.

Cutler desmontó de un salto y le estrechó la mano.

—Me sorprende que te permitieran quedarte.

Joklinney se apartó para que no lo oyeran los demás, mirando de soslayo como si dudara en revelar un secreto.

—Joe King dijo que alguien que no fuera ni anciano ni explorador soldado azul debía quedarse aquí para que el Pueblo de la Franja Colorada no caiga en el olvido.

Joklinney se llamaba a sí mismo Joe King cuando pensaba como ojo pálido. De manera que si el Pueblo de la Franja Colorada desaparecía, él se convertiría en su renovación. Cutler comprendió que su propia renovación ya se había producido: Pedrito, en Las Golondrinas.

—¿Habló el trueno con Caballito?

Joklinney se encogió de hombros, dejándolos en alto.

—Fue el .

—¿El búho?

—Sí, Nantan Tata. Toda la noche se oyó el grito del búho. Después habló el trueno.

La carcajada le dolió a Cutler en el pecho. Así que Caballito también oyó el grito del búho, que era cha-ut-lip-un. Joklinney lo miró fijamente, con burla en los ojos.

—Joe King no quería morir por miedo al . Ése es el regalo de Nantan Lobo.

El regalo de Fort Point, de San Francisco, de un burdel en Nob Hill. ¿Qué era peor, morir de miedo al o a los papeles de ojo pálido?

—¿Se llevaron a las mujeres de los exploradores? —preguntó Cutler.

—Sí, a cinco —contestó Joklinney—. También se llevaron a la mujer de Nantan Bigotes.

—¡A Tze-go-juni!

—Sí, ésa.

—¿Matará a las mujeres si los exploradores lo acosan?

Joklinney se limitó a encogerse de hombros mientras Cutler montaba en Malcreado.

—Así termina esto, Nantan Tata —dijo el indio, sonriendo.

Cutler hizo girar al caballo y se alejó. En el cerro lo esperaban Nochte, Lucky, Jim-jim y Kills-a-Bear. Fuera de la vista estaba Chockaway con los animales de carga. Skinny y Tazzi acompañaban a los exploradores de Bunch. Picó espuelas, poniéndose al trote mientras les indicaba que se pusieran en marcha para dar caza a Caballito.

* * *

Por los mensajeros y las unidades de caballería que encontraban por el camino fueron enterándose del número de bajas, que iba creciendo: tres soldados que montaban guardia en torno a un grupo de caballos, dos mineros, dos carreteros despedazados, pero cuatro que tuvieron ocasión de hacerse fuertes, sanos y salvos con una carreta de municiones salvada de los merodeadores. Sin duda había víctimas de las que no se tenía constancia.

Alcanzaron y sobrepasaron al Escuadrón F en un desierto florecido, altos y pálidos estallidos de flores de yuca, rojos destellos de ocotillo, un tapiz multicolor cubriendo el suelo. El teniente Farrier calculaba que Bunch y sus exploradores llevaban medio día de ventaja, ya estarían cerca de las estribaciones de la cordillera Baldy.

El rastro dejado por el rebaño sierraverde, los exploradores y la caballería era tan ancho como una carretera. Se encontraron con dos pastores, totalmente desnudos, llenos de sangre ennegrecida e hinchados ya bajo el calor: la familiar peste de las depredaciones apaches. Había también restos de ovejas sacrificadas sin motivo, y una vaca muerta. Un caballo sin aliento esperaba con aire de desamparo. Junto a Cutler cabalgaban Nochte y Kills-a-Bear, los otros detrás en fila de a uno, todos con camisas azules de caballería y sus pañuelos rojos en torno a la frente, las piernas desnudas calzadas con altos mocasines. Los exploradores iban muy animados, concluidos ya su largo aburrimiento y su pobreza.

En terreno abrupto la pista iba bordeando el río, que por allí era ancho y poco profundo, y centelleaba al sol. En aquel punto habían abrevado muchos animales: Kills-a-Bear cruzó chapoteando a la otra orilla, donde desmontó, llevando de las riendas al caballo, escudriñando el suelo, a menudo poniéndose en cuclillas para estudiarlo bien; era el mejor rastreador. Se puso en pie y les hizo señas para que se acercaran. Los demás cruzaron y se reunieron con él, Kills-a-Bear sonriendo mientras señalaba unas marcas en la tierra y una ramita desprendida por cuyo extremo asomaba la blanca médula.

Kills-a-Bear se llevó el dedo hacia el ojo, indicó el sur y señaló a Lucky y Jim-jim. Inmediatamente se pusieron los dos en marcha, cabalgando en círculos, encorvados, identificando señales.

—¡Eh, Tazzi! —gruñó sonriente Kills-a-Bear. Por lo visto, Tazzi y los exploradores sierraverdes se habían dejado engañar.

—Cree —dijo Nochte— que Nantan Bigotes ha seguido al rebaño de ganado. Caballito ha ido por ahí.

Cutler pensó que no cabía duda. Chockaway cruzó el río conduciendo a las mulas, gritando algo en apache. Doscientos metros más adelante Jim-jim blandía el fusil por el cañón y la culata, subiéndolo y bajándolo frente a su cabeza; muchos. Caballito se dirigía a la cordillera Boot, no a las montañas de la Baldy. Lucky recibió instrucciones de alcanzar a Bunch y advertirle de la estratagema de Caballito, si es que aún no la había adivinado. Caballito había renunciado gustosamente a su precioso rebaño, que suponía un obstáculo para la rapidez de su avance. Ya robaría otro en México.

Prosiguieron la marcha en la dirección que marcaban los rastros, los hoyas alegres como Cutler no los veía desde antes de la muerte de Benny Dee, satisfechos consigo mismos porque no se habían dejado engañar, como Tazzi y Skinny. Nochte se había engalanado el sombrero con una cadeneta de flores amarillas. Cabalgaron al trote hacia el sudeste a través del desierto cubierto por un amplio pañuelo de flores.

Cutler decidió acampar temprano, en las estribaciones de las Boot, a orillas de un riachuelo que corría entre una serie de pozas de granito. No quería caer en una emboscada antes de que apareciera Bunch, y ordenó a Jim-jim que volviera sobre sus pasos y condujera hasta allí a los exploradores sierraverdes.

Llegaron justo antes de oscurecer: primero Bunch, el intérprete y el desagradable sargento con los galones en la manga, todos de un humor de perros a juzgar por su expresión. El resto de los exploradores cabalgaba en formación, con un atuendo bastante reglamentario de algodón blanco y cintas rojas en la frente, ninguno con franjas en las mejillas. Tazzi, Skinny, Lucky y Jim-jim cabalgaban aparte.

Los hoyas se recostaron en las peñas, mascando mezcal hervido y cecina de buey. Cuando no tomaban el pelo a Tazzi y Skinny, observaban con indiferencia a los rastreadores sierraverdes, mirando de reojo a Cutler cuando fue a saludar a Bunch. El sargento dio un berrido en apache, y Cutler admiró la maniobra de la compañía para cruzar el riachuelo, donde desmontó y cercó a los caballos en un corral con estacas en grupos de a cuatro. Se preguntó si alguno de los sierraverdes se había dado cuenta de la estratagema de Caballito pero no había dicho nada.

—¡No podían haberlo hecho mejor! —dijo Bunch alzando la voz, mientras Cutler y él paseaban a la penumbra del anochecer—. Bishi-do se dio cuenta de que algo iba mal más o menos cuando lo descubrieron los tuyos. Ya habíamos dado la vuelta.

—Boca Bonita está con Caballito.

Bunch se detuvo y permaneció inmóvil.

—Joder. Desde luego sabíamos que iba a llevarse a algunas squaws, pero eso no se me pasó por la cabeza. Joder. ¿Cómo te has enterado?

—Me lo ha dicho Joklinney.

—Bueno, eso no cambia nada, ¿verdad? El deber es el deber. Llevarlo de vuelta a la reserva o matarlo. Joder. —Se sentó en una peña y se frotó la cara con sus manazas—. Ese jodido cabrón de Joklinney. Me han dicho que aquella incursión suya por la que Yeager lo mandó a Alcatraz fue una verdadera carnicería. Deberían haberlo ahorcado. —Se pasó la mano por la boca—. Si le corta la nariz ya he pensado lo que le voy a hacer. Le cortaré la polla en pequeñas lonchas y se las haré tragar una a una. Le cortaré un trozo de intestino, lo clavaré al poste de una cerca y empezaré a darle latigazos para que eche a correr y se destripe él solo. ¡Fíjate, pienso como un puto apache! Y ahora la tiene Caballito, joder. Hemos visto algunas de sus proezas por el camino.

—Mis hoyas piensan que no nos saca mucha ventaja. No cree que deba avanzar tan deprisa como antes.

—Quemaremos etapas —concluyó Bunch—. Saldrás a toda marcha a primera hora. Mi patrulla volante te alcanzará y te relevará. Ahí delante tiene que haber unidades de caballería desperdigadas por todas partes. Podemos hacer que se enfrente con una de ellas, o quizá uno de nosotros pueda adelantarlo.

—Saldremos al amanecer.

—Joder —dijo Bunch, sujetándose la cabeza con las manos.

Aquella noche los exploradores hoyas y sierraverdes danzaron juntos. Servía de tambor una olla de campaña parcialmente llena de agua, con una lona húmeda estirada sobre ella. Acompañaba el ritmo un violín apache, trabajado con madera tierna y pálida. Un explorador aplicó un palo sobre la única cuerda, produciendo el sonido de un gato en pleno estertor sexual. Los exploradores danzaban desnudos salvo por los taparrabos y mocasines, blandiendo las carabinas, con la luz de la hoguera arrancándoles un destello cobrizo en la espalda. Hacían cabriolas, salían corriendo, atravesaban de uno en uno las filas de los otros y volvían a salir, daban brincos en el aire con gritos beligerantes, salmodiando un monótono estribillo. De cuando en cuando uno de ellos se adelantaba a lanzar algún mensaje agresivo. Los hoyas danzaban menos frenéticamente, más encogidos, y se mantenían unidos.

Nochte estaba sentado en cuclillas con Cutler, Bunch y Bishi-do, el sargento de exploradores.

—Dicen lo que harán cuando encuentren a Caballito mañana —dijo Nochte en español—. Matarán a los malvados que han traicionado al Pueblo de la Franja Colorada. Que crean problemas a todos los indeh. Se llevarán sus fusiles, sus caballos y sus mujeres. Recobrarán a sus squaws, que se las han robado.

—¿Qué es sikisn?

Sikisn significa hermano. Aquí todos son hermanos. Como hermanos, mañana matarán a la gente de Caballito. Aquí todos son hermanos, igual que lo son Nantan Bigotes y Nantan Tata.

El tambor emitía un ritmo monótono, el violín chirriaba con la espectral armonía de los cánticos, y ahora algunos danzaban juntos.

Cutler explicó a Bunch lo que le había dicho Nochte.

—Aquí todos son hermanos, igual que los nantan. ¿Me concedes este baile, hermano?

Bunch se levantó la barbilla con el dedo y se encogió afectadamente de hombros, como haciendo una reverencia. Dándose impulso se puso en pie. Bailaron juntos, Cutler con el brazo izquierdo en torno a la cintura de Bunch, y Bunch rodeándolo con el derecho, extendían las piernas, plantaban las botas en el suelo, se apartaban, maniobraban un giro. Rostros oscuros observaban oblicuamente mientras ellos bailaban en homenaje a su fraternidad, por la destrucción o la captura de los sierraverdes renegados, la adquisición de sus fusiles y caballos, y la recuperación de sus mujeres.

Aquella noche, después de su turno de guardia, Cutler soñó con Las Golondrinas, los pájaros piando por los aleros de la casa grande, el remolino de caballos y el escozor del polvo cuando los vaqueros conducían una manada a los corrales. Malcreado lo llevaba a través de la puerta grande a cubierto del sol, a aquella súbita sombra mexicana, más densa que las sombras norteamericanas, y allí estaba su hijo, de pie con su madre y una nodriza, llamándolo en el silencio del sueño, formando la palabra con los labios.

* * *

Ahora era más fácil seguir el rastro de Caballito, los sierraverdes no se preocupaban tanto de borrar sus huellas: un caballo con el cuello rebanado, que Nochte interpretó como posible escasez de munición; los restos de un novillo sacrificado; una vez, el revoltijo de un botín abandonado, vestidos, una silla de montar medio quemada, unas cuantas cartas, lo que significaba que en una incursión habían asaltado una caravana de carretas o algún rancho aislado.

Los hoyas cabalgaban deprisa, por delante de los exploradores de Bunch. Más allá, sobre los riscos azules de las Boot, se elevaban columnas de humo.

—¡Chiss! —exclamó Tazzi, que cabalgaba junto a Cutler. Dándose golpecitos en la oreja con un dedo sucio, añadió—: ¡Muchas armas!

Cutler comprendió que ya lo había oído, como un latido del pulso en el oído, el bum bum del fuego de fusil. Envió a Lucky a la retaguardia para que Bunch se apresurase.

Cuando el tiroteo se hizo más ruidoso los hoyas se desvistieron para el combate, las camisas atadas detrás de la silla, las carabinas en la mano, la negra melena al viento, sonrisas fulgurantes. Nadie moriría ahora de aburrimiento.

Con Nochte y Tazzi en la vanguardia, avanzaron a un trote ruidoso hacia el origen del tiroteo. El desfiladero se iba estrechando entre grupos de árboles floridos, brillantes capullos que se agitaban al remolino de su paso, azul de jacarandas, botones rojos entre flores blancas. Desde unos matorrales, dos soldados de caballería, de rostro oscuro y aire asustado, atisbaban a Cutler por encima de las carabinas a medio levantar. Estaban guardando un grupo de monturas: cabezas inquietas a lo largo de un corral de estacas. Miraron boquiabiertos a los exploradores medio desnudos.

—¿Qué clase de unidad es ésta? —preguntó Cutler.

—¡Un regimiento, el Sexto de Caballería, señor! ¡Nos están dando una buena, señor!

Cutler envió a Nochte y Tazzi a explorar las paredes del desfiladero, mientras él y los demás subían detrás de Skinny por la pista. La oscura espalda de Skinny se encorvaba, moviéndose en zigzag, y una vez el rastreador volvió la cabeza enseñando los blancos dientes.

—¡Caballito, Nantan Tata!

Se detuvieron entre la densa maleza que rodeaba un claro cubierto de hierba, con fuego esporádico desde las paredes del desfiladero, más adelante: el emplazamiento típico de una emboscada apache. Cutler no alcanzaba a ver a los soldados, ocultos entre la alta hierba del prado. El Sexto era un regimiento negro estacionado en Fort Snelling, al este de las montañas, y sin duda trataba de interceptar a Caballito por orden del general Yeager. En cambio, Caballito los había interceptado a ellos. Tampoco se veía a los guerreros de la Franja Colorada, salvo por las nubecillas de humo de sus disparos, que hacían parapetados en los flancos del desfiladero. Lucky dio unos golpecitos a Cutler en el brazo y señaló con el dedo. Junto al recodo del río, bajo una pared de roca, dos soldados yacían inmóviles.

Nochte y Tazzi reaparecieron casi al mismo tiempo que Bishi-do y la patrulla volante de Bunch. Cutler envió a Tazzi con los exploradores de Bunch a flanquear la pared norte, Tazzi poniendo los ojos en blanco ante la mueca que hizo el sargento con su nariz de papagayo, para luego hacerles señas con una expresión de superioridad.

Cutler estaba tumbado boca abajo tras un árbol caído, la carabina apoyada, apuntando a la pared sur, Kills-a-Bear y Nochte muy cerca de él. Pasaba el tiempo, y el tiroteo había disminuido hasta convertirse en detonaciones aisladas, cuando el contingente de Tazzi soltó una descarga ensordecedora. Inmediatamente se vieron cuerpos cobrizos que se apresuraban a ocultarse tras las piedras de la pared norte. Cutler tuvo a uno en el punto de mira, siguió sus movimientos y apretó el gatillo. La culata le dio una sacudida en el hombro en el mismo momento en que el hombre abría los brazos y desaparecía. Hizo otro disparo más apresurado antes de que se eclipsara todo movimiento. Entonces, por el lado sur surgieron de pronto dos guerreros que danzaban, uno de ellos blandiendo la carabina y el otro alzándose el taparrabos con aire desafiante. Desaparecieron antes de que Cutler pudiera mover el cañón hacia ellos. Hubo un silencio expectante.

Surgió un soldado de entre la hierba, cauteloso, mirando alrededor, oscuro como un apache. Aparecieron más soldados negros. Volvieron a echarse a tierra cuando se produjo otro aluvión de disparos, aunque venían de lejos. Cutler envió a Nochte a explorar.

Bunch, al subir, se había encontrado con un grupo de hostiles que daban un rodeo para situarse a espaldas de Cutler. Habían matado a uno de sus exploradores, y herido levemente a otro, pero estaba muy satisfecho con su comportamiento en el combate contra sus amigos sierraverdes, y, supuso Cutler, aliviado también. ¡Sikisn! Era imposible saber con certeza si habían matado a algún hostil, porque los apaches se llevaban consigo a sus muertos siempre que tenían oportunidad. Era al menos la clásica victoria de la Caballería, que consistía en ser dueña del campo de batalla después de que los hostiles se hubieran escapado. Aunque algo más, pensó Cutler.

El teniente del Escuadrón A, apenas un muchacho, estaba desesperado, culpándose por haber caído en la emboscada. Tres de sus soldados negros habían resultado muertos. Habían subido por la gradiente oriental, buscando las alturas para avistar a los renegados, sólo para descubrir un grupo de monturas guardado por dos indios. Cuando espantaron los caballos se vieron atrapados en el prado. Caballito se había escapado con sus mulas cargadas de municiones: unas dos mil balas, calculaba el teniente. Sin embargo, sus soldados negros se habían portado bastante bien en su primera batalla.

Dejaron que el Escuadrón A enterrara a sus muertos y ellos se apresuraron tras el rastro de los indios, acampando por la noche sin haber restablecido el contacto. Los exploradores se sentaron en torno a cuatro pequeñas hogueras, dándose un banquete de carne de mula, el animal que los hostiles habían abandonado después de darle un tiro: ya no ahorraban munición, tal como señaló Nochte. Los hoyas descansaron alrededor de su propia hoguera. Las relaciones con los rastreadores sierraverdes aún parecían amistosas, pero esa noche no hubo danzas. Salió la luna, amarillenta y enorme, por encima de los enebros y peñascos. Cutler, sentado con las piernas cruzadas entre la fogata de los hoyas y la de los sierraverdes, observó que el parloteo en apache había cesado bruscamente, y de pronto reinaba un silencio de vibrantes insectos que celebraban la luna llena. Sólo que no eran insectos.

—¡Están cantando! —dijo Bunch.

Nochte se acercó a Cutler y se sentó a su lado.

—¡Es la canción de Caballito!

Kills-a-Bear y Lucky se aproximaron a su vez, con un destello de sus blancas órbitas.

—¡Es la canción medicina de Caballito! —dijo el intérprete de Bunch.

—Canta al Pueblo de la Franja Colorada —explicó Nochte.

Cutler tenía unas veces la impresión de que el sonido estaba cerca, y otras que venía de muy lejos, desapareciendo casi por completo en ocasiones, sólo para crecer de nuevo: imposible determinar su procedencia. Le ponía la carne de gallina. Unas veces parecía la distante charla de los coyotes. Otras, era una rítmica salmodia que se elevaba hasta convertirse en un prolongado aullido. Reunidos en torno a sus hogueras, los sierraverdes guardaban silencio absoluto.

—Pide al Pueblo de la Franja Colorada que deje a ojo pálido y vuelva con él a México —murmuró Nochte—. Dice que su medicina es muy fuerte. Su poder, grande. Dice que van a vivir donde las águilas. Dice que no pueden creer en los nantans de ojo pálido. Ojo pálido les miente. Él canta su medicina.

Cutler observó a los sierraverdes, morenas espaldas encorvadas en torno a las hogueras. Notaba la tensión en Sam Bunch. La canción subía de volumen y descendía entre largos intervalos. A veces, un lento tamborileo, casi fúnebre, se oía como acompañamiento.

—¡Ya está bien, joder! —exclamó Bunch, flexionando los hombros.

Cutler pensó en los seis dólares al mes de soldado azul comparados con la vida entre las águilas en México, junto a su jefe de poderosa medicina. Joklinney había aprendido que la medicina de ojo pálido era más fuerte, y que el número de ojos pálidos era mayor.

—Me parece que voy a enviar a un par de hombres para asustarlo —dijo a Bunch.

—Hazlo —convino Bunch.

Mandó a Kills-a-Bear y Skinny, pero apenas habían dejado el círculo de luz de su hoguera cuando la canción se apagó, perdiéndose en la distancia, convirtiéndose en silencio y en zumbido de insectos. Bunch y él se alternaron haciendo guardia por la noche, y, con las primeras luces, todos los exploradores estaban presentes y dispuestos.

Al segundo día ya habían dejado atrás a todas las unidades de caballería que trataban de interceptar a Caballito. El jefe apache parecía cada vez más preocupado por su avance. Eso fue lo que dedujeron los rastreadores por el espacio que había entre las huellas de los cascos. Se sabía si los caballos estaban cansados por la entrecortada caída de cascos, por zancadas largas que enseguida se abreviaban, prolongándose de nuevo cuando aguijaban a los animales con un cuchillo. Se veía si habían avanzado de noche en lugar de por el día cuando, en vez de rodearlo, pisaban un arbusto de mezquite. La temperatura de los excrementos comunicaba el tiempo transcurrido desde que el animal había pasado por allí.

Por dos veces hubo un breve encuentro con la retaguardia, los guerreros disparando desde lejos para retrasar la persecución. Más animales abandonados, vivos o de nuevo con el pescuezo rebanado o el corazón atravesado por una lanza. Cagaban en los arroyos, o contaminaban el agua con un coyote destripado. Una vez hubo un intento de emboscada, una manada de una docena de caballos pastando libremente, para quien quisiera cogerlos, en un pequeño valle al pie de las montañas. Cutler envió a los hoyas en una maniobra de flanqueo, pero se vieron atrapados en un intenso tiroteo y tuvieron que retroceder hasta que acudieron los rastreadores de Bunch, que pusieron en fuga a los hostiles.

Aquella noche, Cutler y Bunch planearon una emboscada por su cuenta. Si Caballito sufría una derrota y perdía algunos guerreros, otros podrían desertar, y entonces se le podría inducir a parlamentar. A la luz de la luna, Cutler y Bishi-do condujeron a los hoyas y a la patrulla volante en un largo semicírculo con intención de rebasar a Caballito. Era terreno montañoso que Kills-a-Bear aseguraba conocer bien, y al amanecer llegaron a la cima de un cerro desde donde se veía la alargada sierra azulada. Kills-a-Bear, que cabalgaba en vanguardia, señaló hacia delante y levantó el fusil por encima de la cabeza. Había un arroyo al que seguramente se dirigirían los sierraverdes.

Cutler se había asegurado de que todo el mundo estuviese bien parapetado al otro lado del arroyo, detrás de las rocas, cuando la vanguardia del Pueblo de la Franja Colorada empezó a aparecer poco a poco: un desordenado cortejo de caballos y mulas, las mujeres a pie en su mayor parte, cargadas de bultos y críos en tablas, aguijando un ganado agotado que avanzaba entre ellos. Cutler observaba todo con un gusto a ceniza en la garganta. Había cabalgado al norte de Ojo Azul con aquella gente, bebido un apestoso whisky con Caballito y los ancianos, hablado con ellos del más allá. Le llamaban Nantan Verdad. ¿Cuál era ahora la verdad? ¿Que los sierraverdes debían ser aniquilados por su intransigencia y salvajismo? ¿Que había que protegerlos para garantizar el dólar de soldado azul a sus hoyas y a los rastreadores de Bunch, así como ascenso a los militares y beneficios a las Redes Indias? ¿Y qué decir de su propia libertad y su propia servidumbre? Entre las apresuradas siluetas no distinguía a Caballito.

Los exploradores tenían órdenes de no abrir fuego hasta su señal. Los bravos seguían pasando, entregaban sus ponis a chicos adolescentes y se desplegaban para montar guardia mientras personas y animales bebían. Y allí estaba Caballito, con un sombrero de alas anchas y un chaleco de ojo pálido, montado en un descarnado poni de color gamuza.

Cutler hizo puntería despacio, la cabeza bajo el sombrero oscilando en lo alto del punto de mira; se aseguró bien de la conexión de hombro, brazo, antebrazo, muñeca, mano, dedo índice. El extremo superior del punto de mira se elevó justo hacia el sombrero cuando apretó el gatillo. El sombrero salió volando. De todas partes surgió una andanada casi simultánea. El humo enturbió el aire. Caballito desapareció. Los hostiles corrían, gritaban, caían, desaparecían. Les devolvieron el fuego. Muchos yacían en la hierba, uno aún retorciéndose.

Cutler había esperado mantener el combate hasta que llegara Bunch, pero desaparecieron como si se los hubiera tragado la tierra. Se quedó agachado con la carabina apoyada en una peña, la mejilla pegada a la culata. El deber es el deber, había dicho Sam Bunch. Había tenido el fin de la fuga sierraverde en el punto de mira, y el fin de su propio servicio también. Era como si su mano, que había alzado la mira un milímetro, hubiera considerado que su deber aún consistía en convencer a Caballito de que volviera a la reserva.

Esta vez los sierraverdes fueron incapaces de llevarse a sus muertos, una squaw y cinco bravos: guerreros cuya pérdida era fatal para Caballito.

Cuando llegó Bunch convirtieron la persecución en una carrera hacia el este, tratando de interponerse entre Caballito y la frontera, hasta que el Pueblo de la Franja Colorada alcanzó unas alturas muy peligrosas para atacarlas de frente y demasiado imponentes para intentar flanquearlas. Pero había sido un día terrible para los renegados, con al menos seis muertos, probablemente más, y veintidós exhaustos caballos capturados, de modo que ahora más sierraverdes iban a pie.

Aquella noche acamparon al pie de los acantilados en cuya cima los sierraverdes debían estar lamiéndose las heridas. Uno de los exploradores subía y bajaba, gritando, diciendo a su mujer que escapara, tradujo Nochte, instando a todas las squaws a abandonar al jefe y unirse a los exploradores. Por el bochorno de Nochte y algunas carcajadas, Cutler dedujo que la invitación tenía un carácter subido de tono. El explorador subía y bajaba sigilosamente, unas veces visible y otras no entre las franjas de luz de luna y las espesas sombras. ¿Dónde estaba ahora la medicina de Caballito? ¿Dónde su poder? ¿Qué había sido de su hogar entre las águilas? Las squaws debían reunirse con los amigos de ojo pálido, que eran ricos y las tratarían bien, porque pronto serían todas viudas. Había otras razones por las que debían bajar de las cumbres que Nochte no tradujo.

Replicaron voces estridentes, a coro y aisladas. ¡Los ojos pálidos nunca atraparían a Caballito! ¡Su medicina era potente! ¡Nunca volvería a San Marcos! ¡Vivirían en paz con el vientre repleto en México, donde los ojos pálidos no podían seguirlos! Una voz aguda siguió chillando.

—¿Qué ha dicho esa mujer? —preguntó Cutler.

—Dice que si Caballito muere —contestó Nochte midiendo las palabras—, las squaws se lo comerán. Ningún ojo pálido volverá a verlo más.

Cutler pensó que Caballito estaba herido.

La tribu de Caballito consiguió evaporarse durante la noche, dejando un rastro que conducía de nuevo al sur e interrumpiendo de nuevo el contacto. Pero los rastreadores informaron de que doce jinetes habían dejado el grupo principal, y en su opinión eran nahuaques que volvían furtivamente a la reserva, A mediodía habían dejado atrás la sierra para adentrarse en el desierto, con las paredes verticales de las montañas encuadrando todos los puntos cardinales menos el sur. Una pequeña brisa aliviaba el calor. Montados, Bunch y él se pusieron cara a cara, Bunch con un pañuelo remetido por la parte trasera de la gorra para protegerse la nuca, con el rostro enrojecido por el sol pese a la barba de varios días y los grandes bigotes. Los exploradores rodearon a los dos nantan, observando cómo tomaban una decisión. Se encontraban cerca de la frontera, si no la habían cruzado ya.

—Persecución transfronteriza —sugirió Bunch, enjugándose el rostro con otro pañuelo.

—¿Seguimos adelante?

—Estamos en «territorio deshabitado», seguramente, y los exploradores pueden considerarse como «soldados uniformados» con tal de que no se quiten las cintas del pelo.

—No queremos jaleo con los esepés. No tendrán ningún escrúpulo en cortar la cabellera a los exploradores diciendo que son hostiles.

—¡Aquí tenemos una fortuna en cabelleras! —dijo Bunch, haciendo un amplio gesto con el brazo—. ¿Cruzamos?

—Vamos.

—Pues en marcha —repuso Bunch, asintiendo con la cabeza y haciendo la señal de seguir adelante.

Entraron en México siguiendo el rastro del Pueblo de la Franja Colorada, que ya no se esforzaba en ocultar sus huellas. Quizá pensaran que ya estaban fuera del alcance de ojo pálido.

* * *

Dos días después se habían adentrado en Chihuahua. Se alimentaban de los frutos de la tierra, a los que también debía recurrir el Pueblo de la Franja Colorada: bellotas de los raquíticos robles de las laderas, machacadas y asadas en la hoguera; el fruto del cactus y de la yuca, que, tostado, sabía a plátano; mezcal asado entre dos peñas recalentadas, muy dulce, y miel de los nidos de abejas que esquilmaban. Aquel territorio, el infinito valle de San Bernardino, era un desierto de una especie diferente. Tierra labrantía que una vez debió producir maíz, trigo y cebada ahora sólo mostraba aquí y allá algún tallo parduzco que sobresalía entre una densa masa de vegetación semitropical: campos en permanente barbecho que volvían a ser un páramo, con las riberas de los ríos sofocadas por cañaverales. Llegaron a un villorrio deshabitado, ruinosos muros de adobe que se fundían con la tierra. Un pueblo fortificado elevaba sus murallas sobre una ladera, y allí se dirigieron Bunch y el intérprete para comprar víveres mientras Cutler descansaba con los exploradores a la sombra de unos sauces en la orilla del río.

Bunch volvió diciendo que no había víveres en el pueblo.

—¡Pobre! —explicó, sentándose a la sombra junto a Cutler—. ¡Harapos! ¡Niños hambrientos! Aunque ningún hombre es tan pobre como para no tener un sombrero tan grande como una bañera, con una cinta plateada alrededor. Y una manta al hombro. ¡Este país es un desastre!

—Los apaches llevan siglos haciendo incursiones por aquí. Fueron capaces de rechazarlos hasta que los indios se hicieron con fusiles de repetición.

—Y justo cuando empiezan a pensar que se han librado de ellos, Caballito se escapa otra vez.

Más tarde se encontraron con los cadáveres de seis mexicanos en el lecho de un riachuelo. Cutler rebuscó con el pie entre la hierba de la orilla y encontró casquillos de latón. Uno de los cadáveres tenía quemaduras de pólvora; era evidente que les habían disparado a pocos metros de distancia y que no llevaban mucho tiempo muertos.

Cabalgaron en silencio por terreno elevado y entre formaciones de lava, frente a las vagas e imponentes alturas de la Sierra Madre. Justo antes de anochecer Skinny y Tazzi intercambiaron disparos con la retaguardia de Caballito. Habían restablecido el contacto.

Aquella noche las montañas ardieron ante sus ojos, con incendios producidos por el Pueblo de la Franja Colorada para borrar su rastro y dificultar la persecución. Los exploradores trabajaron toda la noche iniciando fuegos controlados. Los animales estaban muy asustados, y el aire se llenó de nubes de insectos que huían de las llamas. En las pendientes los pinos ardían como antorchas, y el cerco de llamas avanzaba hacia abajo para encontrarse con los fuegos controlados, que se movían con mayor rapidez.

Al día siguiente bordearon la ennegrecida ladera. Jim-jim volvió a encontrar el rastro, y se adentraron aún más en la sierra. Delante de ellos se alzaban picos nevados. Bunch, Cutler, el intérprete y Bishi-do celebraron consultas: dos exploradores sierraverdes afirmaron saber adónde se dirigía Caballito; además, conocían un atajo por el que no había que temer emboscadas.

—Pero él sabrá que estamos informados de esa ruta —objetó Bunch. El intérprete tradujo; habló moviendo dos dedos cerca de la boca, como si fueran unos segundos labios. Los exploradores se miraron, uno de ellos casi bizqueando de timidez, el otro agachando la cabeza. Murmuraron unas palabras.

—Dicen que no lo sabrá —dijo Worthing.

—¿Nos situamos delante de ellos para tenderles otra emboscada? —sugirió Bunch.

—Me parece que no —dijo Cutler.

Bunch se echó hacia atrás con las manos cruzadas en la nuca.

—¿Qué se te ocurre?

—Lo hemos castigado mucho, y seguimos pegados a sus talones…, en México, donde creía estar a salvo. Tal vez pueda convencerlo de que vuelva a Bosque Alto.

Bunch escupió.

—No va a volver a Bosque Alto, Pat. Va a San Marcos o al infierno.

—Puede que ahora San Marcos parezca mejor que el infierno.

—Nunca te das por vencido, ¿eh? —repuso Bunch.

Se pasaron el día cruzando angostos desfiladeros y salvando afilados riscos, terreno similar y próximo al del viaje de Cutler al norte de Las Golondrinas. Una mula de carga resbaló en uno de los pasos, la ladera tan empinada que el aparejo chocó contra una protuberancia rocosa, haciendo que el animal perdiera el equilibrio. Cayó con un relincho desesperado; los exploradores rieron al verla caer, dándose palmadas en los muslos, sujetándose los riñones, señalando: ¡la risa del indeh!

A la caída de la tarde vieron el humo de las hogueras de Caballito, en una altiplanicie frente a ellos. Cutler, Bunch, Kills-a-Bear, Nochte, el intérprete, Bishi-do y uno de los rastreadores que afirmaba conocer aquella ruta, mantuvieron consultas para planear un cerco que obligara a Caballito a rendirse. A primera hora de la mañana, el explorador iría al campamento de Caballito para organizar una negociación.

Con las primeras luces, los exploradores empezaron a tomar las posiciones estudiadas la tarde anterior; la montaña era una vasta y negra mole recortada contra la verduzca palidez del cielo. El explorador volvió antes de que el sol se elevara sobre las cumbres orientales.

—Dice que vayan Nantan Verdad y otro más —tradujo Nochte.

El explorador los acompañó durante una parte del camino y señaló hacia arriba. Desde un peñasco los observaba un hostil con franjas rojas en las mejillas, el fusil cruzado sobre el pecho. Cutler, desarmado, de uniforme salvo por el sombrero de ala ancha, subió penosamente por la ladera con Nochte, que llevaba su vistoso sombrero, cojeando detrás. Salió el sol y se vieron nubecillas de humo a contraluz, sobre una protuberancia rocosa, justo debajo de la altiplanicie. Más allá desaparecían los riscos entre la niebla matinal. Hacia el sur, en las cumbres más altas, se distinguían tajos de bancos de nieve y sombreretes nevados, y la vasta sierra se extendía por el confín del mundo con picos y riscos sobresaliendo entre la bruma. A medida que ascendían, el sol iba derritiendo la niebla, de modo que cada vez se veía más terreno escarpado. Sobre sus cabezas, el centinela los observaba impaciente.

Hubo una lejana descarga de fusilería, disparos aislados más cerca, una andanada. El vigía desapareció cuando Cutler y Nochte se incorporaron sobre las rocas. Desde allí se veía el campamento del Pueblo de la Franja Colorada, un remolino de cuerpos morenos, corriendo. Se alejaban de las hogueras y se dirigían a una elevación que había al extremo de la altiplanicie, mientras proseguían los estampidos. Cutler no entendía lo que había salido mal hasta que vio los uniformes blancos, que aparecieron por el oeste, por la zona adonde se había dirigido Bunch. Gritos diferentes se mezclaron con los chillidos de los sierraverdes.

—¡Los que vienen son esepés, Nantan Tata! —jadeó Nochte, poniéndose a su lado.

Sin moverse del sitio, Cutler se puso en cuclillas.

—Di a Nantan Bigotes que se encargue de que los exploradores se vayan de aquí, que salgan del país… —¡Pero los esepés venían por donde debía estar Bunch!—. Nochte, volved a cruzar la frontera todos vosotros. Yo intentaré alcanzar a Caballito…

Se interrumpió, tratando de pensar. Se había incrementado el ritmo del tiroteo. Uniformes blancos avanzaban a la carrera. Del bolsillo de la pechera de la camisa sacó un cuaderno y un lápiz y garabateó:

«Sam. SP aquí. Si me apresan ve al Cor. Kandinsky, Rurales Hermosillo. Pat Cutler problemas en Chih. Intentaré sacar a Caball. Pat.»

—Para Nantan Bigotes —dijo a Nochte—. ¡O para Nantan Lobo!

Nochte dobló la nota, se la guardó en el taparrabos, y bajó volando por el sendero por el que acababan de subir. Una vez tropezó y casi se cayó, su espléndido sombrero rodando cuesta abajo, cobrando velocidad como la rueda de un carro. Cutler empezaba a acercarse a las wickiups que el Pueblo de la Franja Colorada había montado y a las hogueras aún humeantes en las que habían cocinado, cuando una bala pasó silbando junto a su cabeza. Se tumbó boca abajo sobre unas piedras cubiertas de líquenes. Caballito consideraría aquella casualidad como otra traición de ojo pálido. Avanzó a gatas para arrancar una rama larga de un matorral seco y ató a ella su pañuelo por dos esquinas. Enarbolando su bandera blanca, se puso de rodillas. A menos de siete metros había un indio con uniforme blanco, de cara oscura y desagradable, que le apuntaba con un fusil.

¡Norteamericano! —gritó, alzando bruscamente las manos.

El tarahumara titubeó. Debían de ser un centenar, avanzando como un remolino entre las wickiups. Llegaron otros tres, apuntando a Cutler con los fusiles.

Manos arriba, el pañuelo aún más alto, permaneció firme ante sus captores, tiritando al frío de la mañana.

—Soy oficial del ejército de Estados Unidos.

Hecho prisionero, sentado en el suelo bajo la vigilancia de dos indios esepés, fue como contempló la destrucción del Pueblo de la Franja Colorada a manos de los soldados del coronel Pascual Molino.

Caballito libró su última batalla en un desfiladero boscoso, entre dos cumbres bajas que se elevaban al sur de la altiplanicie. Los esepés disparaban a cubierto de las peñas y la maleza, avanzando a un ritmo constante. La respuesta de fuego era cada vez más esporádica. Cutler oyó las primeras notas trémulas de la canción de la muerte. Cuando se acabó la munición y los fusiles del desfiladero guardaron silencio, el cántico fue creciendo, haciéndose dúo, trío, un coro agudo y tembloroso, desafiante. Se obligó a verlo, como si fuera un castigo para quien no había comprendido lo suficiente, compadecido lo suficiente, para quien no había hecho el esfuerzo suficiente y, en el fondo, como tantos otros, había deseado simplemente que se despachara el problema del Pueblo de la Franja Colorada. Con sus sucios uniformes blancos, los esepés continuaron subiendo despacio por el desfiladero, disparando. A mediodía todo había terminado.

Los esepés avanzaban entre la maleza y las peñas, agachándose, irguiéndose, a veces disparando un coup de grace. Cutler observó el experto movimiento, como el de agricultores recogiendo una difícil cosecha a ras del suelo, mientras rebanaban y arrancaban cabelleras de cráneos sangrientos. Bajaron a la altiplanicie a las mujeres y los niños capturados, como si fueran ganado. Vio cómo un oficial con gorra blanca disparaba a un adolescente, y luego mataba a otro niño más joven. Los soldados se arrodillaban o agachaban para cosechar las cabelleras. Aquellos preciados trofeos, negros y sangrientos, se iban acumulando en una lona. El coronel Pascual Molino se paseaba con aire ufano junto al creciente montón.

Los esepés habían estado al acecho de la tribu de Caballito. Junto al miedo de que Pascual Molino le hiciera fusilar y al dolor por el Pueblo de la Franja Colorada, Cutler sentía una tremenda angustia por Bunch y los exploradores sierraverdes, que debían haberse topado con los mexicanos mientras trataban de rodear la montaña, y por sus hoyas.

Las mujeres y los niños, custodiados por soldados, desaparecieron más allá de la altiplanicie. Supuso que Boca Bonita estaría entre ellos, así como las squaws de los exploradores. Probablemente se encontrarían a salvo, sobre todo las jóvenes, más valiosas vivas que muertas. Vio cómo un tarahumara rebanaba el cuello a un niño, la melenuda cabeza del muchacho reclinada casi con cariño en el costado del hombre, el cuchillo dando un solo tajo. Luego, cortando y arrancando.

Uno de sus guardianes le clavó el cañón del fusil. Un oficial, que parecía un barrendero con su gorra blanca, estaba de pie frente a él: rostro de niño mimado, moreno, adusto, galones de teniente en las hombreras de la camisa blanca. Tenía una manga salpicada de sangre. Cutler se puso en pie.

¿Norteamericano? —inquirió el oficial.

—Soy el teniente Patrick Cutler. Del Ejército de Estados Unidos. Hemos venido persiguiendo a Caballito.

El teniente le hizo un gesto brusco con el pulgar. El fusil se clavó en Cutler, poniéndolo en movimiento. Seguido de cerca por sus guardianes, empezó a bajar la ladera, detrás de las mujeres y los niños. El sendero descendía abruptamente, rodeaba una cornisa, bajaba de nuevo. Frente a un jacal de barro y maleza, Sam Bunch estaba sentado sobre una piedra, sin sombrero, las manos levantadas a cada lado de la cabeza, como sujetándola. Miraba a Cutler con ojos sin expresión. Tenía el cuello manchado de una sustancia sanguinolenta.

—¡Sam!

Bunch bajó despacio una mano para observarla. Tenía un costado de la cabeza embadurnado de sangre y materia gris. Le habían disparado detrás de la oreja.

—¡Joder, Sam!

Bunch no pareció oír. Acudieron más soldados para formar un semicírculo en torno a los gringos, observando a Bunch en silencio. Pasaron otros cuatro cargando la pesada lona, que chorreaba sangre. Bunch volvió a apretarse la cabeza con ambas manos, sentado pacientemente frente a la cabaña.

—¡Lo habéis matado, mexicanos de mierda! —gritó Cutler en inglés.

El esepé que estaba a su lado apestaba a sangre. De la boca de Bunch manaba saliva, que relucía en los extremos de su bigote. Con movimientos cuidadosos se dejó caer al suelo. Luego se tumbó de costado, con las rodillas flexionadas. Así murió. Apareció el teniente que le había ordenado bajar y le dijo que siguiera andando.

* * *

Al parecer, el campamento esepé existía desde tiempo atrás: construcciones de adobe con techo de maleza cubierta de barro, una serie de jacales y tiendas de campaña, una cantina de troncos. Frente a la tienda más grande colgaba fláccida de un asta la bandera blanca, roja y verde de México. Las mujeres y niños sierraverdes estaban encerrados en un corral, y Cutler, mientras lo encaminaban hacia una de las cabañas, sólo alcanzó a ver las cabezas y las trenzas negras de las mujeres. Se sentó en una chirriante silla hecha de ramas entrelazadas, frente a su guardián. Un pálido escorpión cayó del techo y empezó a arrastrarse por el suelo, y el guardián lo aplastó con la suela de la bota, sonriendo triunfalmente a Cutler.

Finalmente apareció en el umbral el coronel Molino, acompañado de dos oficiales de gorra blanca. Apestaban a mezcal. El guardián se puso firmes, con el fusil frente al pecho.

—Le prometí que lo fusilaría si volvía a Chihuahua —dijo Molino en tono agradable—. ¡Y aquí está usted!

—¡Hemos venido a México para acabar con los apaches o convencerlos de que vuelvan a la reserva!

—¡Pero somos nosotros quienes los han liquidado, señor! Y miente usted. Han venido con estos salvajes para hacer la guerra a México, de modo que va usted a morir.

—Estamos en México con la autorización del general Ordaz en misión de persecución transfronteriza de indios hostiles. Voy de uniforme, como también iba el capitán Bunch.

—¡Así que ahora los espías gringos vienen a México en uniforme, qué arrogancia! ¡Enseguida comprobará que cumplo mis promesas, señor!

Molino chasqueó los dedos, produciendo un ruido como un pistoletazo, y gritó unas órdenes. Le ataron las manos a la espalda y lo empujaron fuera de la choza, a la cegadora luz del sol. Le pusieron una venda en los ojos, pero no antes de que viera frente a él a tres soldados con sus respectivos fusiles apoyados en el suelo.

Permaneció en posición de firmes, sudando, mientras un oficial gritaba:

¡Listos!

Hubo un estrépito de cerrojos.

¡Apunten!

Con calma, logró decir:

—Se ha enviado un mensaje al general Yeager para advertirle que estoy retenido como prisionero. Él se lo notificará al general Ordaz en Guaymas y al coronel Kandinsky de los rurales de Hermosillo. Quien informará a su vez al presidente de la República, amigo suyo.

Hubo un profundo silencio mientras él esperaba, las pantorrillas temblándole como si fueran a ceder. Los maldijo en silencio. Le arrancaron la venda de los ojos.

—¡Le perdonaré la vida por esta noche, para celebrar nuestra victoria! —anunció el coronel Molino en tono jovial—. ¡Enrique, mátalo si intenta escapar!

Retrocediendo, el comandante de los esepés titiló ante los ojos de Cutler. Lo condujeron nuevamente al interior de la cabaña y le desataron las doloridas manos.

—¡Es usted un hombre de suerte, señor! —afirmó el guardián. Sentado en la silla, aturdido, Cutler escuchó voces de borrachos en el exterior de la tienda. El guardián explicó—: Están violando a las mujeres.

El jaleo continuó durante horas. Se preguntó si habría alguna esperanza de que Nochte entregara el mensaje al general Yeager, pensó en escorpiones cayendo del techo, y oyó cómo celebraban los esepés la aniquilación del Pueblo de la Franja Colorada.

En calidad de prisionero, cabalgó con el ejército esepé del coronel Molino hacia la ciudad de Chihuahua. Desfilando en formación durante los últimos kilómetros, los soldados llevaban ramas de pino adornadas con cabelleras negras, setenta y ocho en total. Una era completamente gris, la del viejo Dawa; otras serían las de Cump-ten-ae, la de Big Ear y la del propio Caballito, que, según decían, se había apuñalado a sí mismo para que los esepés no lo mataran a tiros. En un apretado grupo entre las tropas iban las mujeres y los niños, que serían vendidos o cambiados por algo: Tze-go-juni, encinta del hijo de Bunch, entre ellos. Uno de los oficiales de gorra blanca exhibía un trofeo, la bola tallada en una caja que Sam Bunch había regalado tanto tiempo atrás al jefe de los sierraverdes.

Cutler no presenció la operación de clavar las cabelleras a los extremos de las vigas de los soportales de la plaza mayor, porque estaba confinado en un calabozo de piedra en los sótanos del palacio municipal. Apestaba a orines y madera podrida. Gruesas ratas grises reptaban entre las vigas del techo. Cuando se encontraban dos por el camino, una trepaba sobre la otra de una forma que arrancaba a Cutler una mueca de repugnancia. Por lo visto, la rata que venía por la derecha siempre se postraba ante la que circulaba por la izquierda. Había una ventana alta por la que se oían las celebraciones, una banda que tocaba con un ruido infernal, borrachos que cantaban melodías sentimentales, oradores que lanzaban discursos. Los habitantes de Chihuahua habían sufrido durante generaciones acoso, robos, torturas y crímenes de los apaches. ¿Cómo se les podía culpar de que lo celebraran?

A veces veía pies calzados con botas por el sucio cristal. Resonaban cascos de caballos, gemían y chirriaban ruedas de carros. Dos ratas se aproximaron en la viga. La de la derecha se estiró, la otra le pasó por encima.

Por la mañana, con una pálida luz entrando por la ventana, el carcelero de labio leporino le trajo tortillas secas, puré de judías y café aguado. Por la calle rodaban carruajes. Lamentaba la suerte de Sam Bunch, de Boca Bonita y su hijo nonato. Sentía la desaparición de Caballito y el Pueblo de la Franja Colorada, que habían estado a su cargo. Le preocupaba la seguridad de los hoyas. Se preguntaba si estando allí, en México, volvería a ver a su hijo, a su mujer, Las Golondrinas; si alguna vez disfrutaría de aquellas agradables horas que, según había creído una vez, lo esperaban allí.

Cinco días después se calentaba el rostro con el escueto rayo del sol de la tarde que entraba por la alta ventana, cuando oyó el taconeo de unas botas y una voz con acento polaco que gritaba:

—¡Don Patricio! ¿Está usted ahí?

Se oyó el ruido de una llave en la cerradura, se abrió la pesada puerta, y entró Kandinsky a grandes zancadas, con sus botas relucientes y su precioso uniforme bordado de color gris perla. Llevaba el canoso cabello, casi incoloro, peinado con esmero, la gorra bajo el brazo. A Cutler le dio tanta alegría verlo, que le escocieron los ojos.

—¡Qué peste hay aquí dentro! —exclamó Kandinsky, avanzando con ruidosos pasos para abrazarlo—. ¡Y cómo apesta usted también, amigo mío!

—¡Y qué bien huele usted, coronel! —Rió él con cierto histerismo—. ¡Había perdido la esperanza de que hubiera recibido mi mensaje!

—¡He venido lo más rápidamente posible! Está usted libre, amigo mío. Kandinsky ha recurrido a las amenazas. Ha mencionado su amistad, y la de don Fernando, con don Porfirio Díaz. Pero es preciso hacer una concesión, y es que el infortunado capitán norteamericano disparó primero a los soldados de don Pascual.

—Yo eso no lo puedo decir porque no presencié el tiroteo.

—Pero admitirá la posibilidad —dijo Kandinsky en tono grave.

—Si es necesario.

—Lo es. ¡Vamos, entonces! Residimos en el Palacio del Gobernador, donde tomará un baño antes de que ciertas narices sensibles no tengan más remedio que olerlo. Acudirá un barbero. Debe estar presentable para nuestra reunión con el gobernador.

—¿Cómo está don Fernando? ¿Sigue recuperándose? ¿Y mi hijo, se acuerda de mí?

—Ya hablaremos de eso cuando acabemos con el asunto que nos ocupa —dijo Kandinsky. Sonrió a Cutler entre su sedoso bigote y concluyó—: Que terminará bien si no se olvida usted de nuestra pequeña concesión.

—Creo que me habría podrido aquí dentro si no hubiera venido usted. ¡Se lo agradezco!

—¡Bien! —repuso el coronel Kandinsky, dándose una brusca palmada—. Porque después habrá que tomar decisiones.

Bien restregado, con el pelo cortado, afeitado, masajeado con polvos de talco y colonia, vistiendo su uniforme lavado, remendado y planchado, que aún estaba caliente y algo húmedo, Cutler recorrió con paso firme junto a Kandinsky la roja solería del vestíbulo central del Palacio del Gobernador y los soportales de un patio lleno de luz y de plantas, con pájaros en jaulas de mimbre colgadas de clavijas en las columnas y una fuente con un chorro que hacía un ruido como de micción. Kandinsky llevaba un bastón de cuero trenzado que se iba sacudiendo en el muslo al ritmo de sus pasos.

El gobernador, don Victoriano Molino, se levantó de su sillón colonial español, semejante a un trono. Llevaba el fajín de su cargo sobre un uniforme azul de casaca cruzada. Su sobrino, comandante de los seguridades públicos, también uniformado, miraba fijamente a Cutler con desinterés. Kandinsky sonreía de oreja a oreja, con sus relucientes botas separadas treinta centímetros, moviendo e inclinando la cabeza, murmurando salutaciones.

Cutler recordó al gobernador que se habían conocido durante la visita que le hizo el general Yeager, del Ejército de Estados Unidos.

—¡Ah, sí! ¡El general norteamericano, sí! ¡Qué suceso tan lamentable, teniente! ¡La muerte de su capitán, qué tragedia! Nos han informado de que nuestros soldados se limitaron a responder a sus disparos. Son indios. Sin duda los tomó por el enemigo apache, ¿eh?

Sintió una leve presión del codo de Kandinsky.

—No estoy en condiciones de poner en duda su palabra, señor gobernador.

—¡Tantos sucesos lamentables ocurren en la guerra! —se lamentó el gobernador—. Ahora brindaremos por el fin de esos malvados salvajes que durante tanto tiempo han sido la maldición de este territorio.

Entró un criado con una bandeja cargada de botellas y copas. Se sirvió champaña, se entrechocaron copas, se hizo un brindis. Pascual Molino miró con desprecio su libación. El gobernador permaneció en pie; no se les ofreció una silla. La reunión fue tan breve como sencilla.

Señor teniente, ¿había venido usted con el infortunado capitán a Chihuahua para convencer a esos salvajes de que volvieran a la reserva en Estados Unidos?

—Sí, señor, con arreglo a las responsabilidades que Estados Unidos ha asumido para evitar las incursiones apaches en México. El general Yeager y el general Ordaz concluyeron acuerdos de persecución transfronteriza en determinados casos, en lo que éste estaba incluido.

El gobernador lo miró fijamente, enarcando una ceja en un gesto de incomprensión, don Pascual Molino con una expresión de absoluto desprecio en sus cadavéricas facciones.

—Yo creo que los dos gringos iban al mando de tropas apaches —terció el coronel Molino—. Hemos matado a algunos.

—Cierto, estábamos al mando de exploradores apaches —repuso Cutler—. Tenían órdenes de volver a Estados Unidos en cuanto entráramos en contacto con soldados mexicanos, según establece el acuerdo que he mencionado.

Kandinsky volvió a darle un codazo, esta vez de aprobación, según lo interpretó. El coronel Molino lo taladró con la mirada. Cutler pensaba en los esepés arrancando la cabellera a los exploradores sierraverdes que habían matado junto con Bunch, a los hoyas.

—Los gringos emplean apaches para combatir a los apaches —observó el coronel Molino—. Para ese menester nosotros empleamos tarahumaras, que odian a los apaches.

—Sí, los he visto —dijo Cutler con una inclinación.

—¡Y han tenido una actuación muy positiva! —se apresuró a añadir Kandinsky—. ¡Enhorabuena, señor coronel!

—Yo aconsejaría a los gringos que no se fiaran de los apaches —prosiguió el coronel Molino—. Todos los que han confiado en los apaches han llegado a lamentarlo.

—Y sin embargo —replicó Cutler—, esos mismos exploradores apaches han sido la otra mandíbula del cascanueces que ha puesto a la tribu de Caballito a merced de los seguridades públicos.

—¡Sí, sí! —aprobó el gobernador—. ¡Eso está claro, desde luego! ¡Voy a hacer otro brindis, señores! —Alzó su copa, que había vuelto a llenar—. ¡Por la permanente amistad y cooperación de nuestras dos grandes naciones, que ha conducido a la aniquilación de esos demonios liberando de sus horrores a nuestros respectivos territorios!

Cutler apuró la copa, como los demás. Mencionar a los sierraverdes cautivos habría sido una pérdida de tiempo. Para concluir la amistosa reunión se estrecharon la mano, y todos menos el coronel Pascual Molino se despidieron con una inclinación. Cutler y Kandinsky volvieron sobre sus pasos por el ancho vestíbulo y el patio inundado de sol con los pájaros gorjeando en sus jaulas.

—¡Se acabó! —murmuró Kandinsky.

* * *

En los alojamientos de Kandinsky las ventanas daban a la catedral y a la plaza mayor. Entre ambos se interponían voluminosas sillas de alto respaldo. Cutler miraba a la plaza, encendiendo el puro que Kandinsky le había ofrecido. Desde allí no se veía el despliegue de cabelleras.

—¿Y por qué no, amigo mío? —preguntó Kandinsky, paseando a su espalda.

Alzó el cigarro y observó cómo ascendía el humo.

—Mañana tomaré los Ferrocarriles de México hasta El Paso.

—¿Y qué hay de Las Golondrinas?

—Pronto iré para allá.

—Me ha explicado don Fernando que sólo piensas volver cuando haya pasado algún tiempo. Yo creo que una mujer que se corta las venas infructuosamente seguirá fracasando en tan dramáticos intentos. Además, debes entender que para el presente de Las Golondrinas tú eres más importante que María, y tu hijo más importante para el futuro de la hacienda.

—Eso lo entiendo.

Los taconazos continuaron resonando a su espalda.

—Estoy convencido de que si vienes ahora, nadie se cortará las venas —aseveró Kandinsky—. Al final se producirá un arreglo. Y quizá, en el mejor de los casos, una reconciliación.

—Yo quiero lo mejor para el niño.

Cutler se sentó en una de las rígidas sillas. Kandinsky se paró frente a él, con el puro en la mano. El pelo le relucía como metal pulido a la luz de la ventana.

—¿Y no sería eso lo mejor, Patricio? Es un chico inteligente y precioso, a quien demasiadas mujeres echarán a perder con sus mimos, y al que un cura gordo infectará de morbosa religión. Sin su padre, el muchacho nunca llegará a ser un hombre merecedor del respeto de los demás, un hombre que mantenga, defienda y haga próspera a la secular Hacienda de las Golondrinas. Que ya muestra la falta de un hombre fuerte que dirija su destino, Patricio. Me has preguntado por mi amigo. Pues ha mejorado, pero luego ha recaído. Creo que no llegará a fin de año. A veces pierde la esperanza de que vayas.

Cutler aspiró el humo del caro cigarro de Kandinsky.

—Puedo ir inmediatamente a la Hacienda de las Golondrinas, y escribir una carta al general Yeager en la que presente mi renuncia a seguir perteneciendo al Ejército de Estados Unidos.

Vio cómo se iluminaban los ojos de Kandinsky, pero Cutler sacudió la cabeza y prosiguió.

—O bien, de manera más apropiada, puedo volver mañana a Estados Unidos en los Ferrocarriles de México… para entrevistarme con el general, a quien debo mucho, y presentarle mi dimisión en persona. O bien, y esto sería lo más honorable, puedo permanecer en Estados Unidos para prestar testimonio en la investigación sobre los hechos acaecidos en México: la matanza y esclavitud de la tribu sierraverde, así como la muerte del capitán Bunch. Creo que eso es lo que debo hacer, coronel.

Kandinsky inclinó la cabeza y suspiró.

—Yo también soy militar, amigo mío. Por supuesto que debes hacer lo que sea más correcto y honorable. Sólo que hazlo cuanto antes.

¿Cómo podría explicar a Kandinsky que cuando renunciara al ejército también rompería con el general Yeager, y se perderían para siempre ciertos vínculos? Se había repetido un centenar de veces que no habría revelación porque no existía secreto alguno, no había nada sido manipulación y asechanzas. ¿Y no era él, además, padre de su propio hijo? Sin embargo…

—Yo tengo tantos deseos de estar allí como don Fernando de que vaya.

Se levantó, flexionando los hombros, para ir de nuevo a la ventana. El sol brillaba sobre los rojos tejados de la ciudad de Chihuahua y sobre los santos en sus hornacinas de la fachada de la catedral. Cuando pensaba en el encuentro con Yeager sentía un oscuro miedo a que el general aún se reservara una jugada que él no sabía cómo anticipar.