23

Narración del sheriff Grant:

Últimamente he estado saliendo con Ben Gibson y otros cuatro. Una partida numerosa es mucho más lenta. Levanta una polvareda que se ve a ocho kilómetros. Lleva consigo su propio anuncio, por así decir. El que no aprende lecciones por el camino, es que es estúpido. Ahora llevo un máximo de cinco hombres en una batida, pero son de confianza.

Sabía que tenía que atrapar a Johnny en donde no me estuviera esperando. Es amigo de los mexicanos de esas placitas del sur del condado. Mató a tres hombres en su fuga, y sea cual sea la razón o la sinrazón, ahora no es más que un forajido, pero alguien que está en apuros en Madison resulta muy simpático en Corral de Tierra o Arioso. Vamos a coger a Johnny en un sitio así, en alguna fiesta o en un baile, donde estará desprevenido. Tendré que enfrentarme a él consiguiendo algún apoyo de los caballeros del pueblo, como él hizo en la pelea con Jesse Clary.

Entré en Arioso a caballo con mis cinco ayudantes. Ninguno de ellos tenía mala fama con los mexicanos. Fui directamente a ver al alcalde, el señor Soto, y le dije que había ido a detener a Juanito Ángel cuando llegara al pueblo, y no quería ningún problema.

El señor Soto contestó que no habría problemas porque ya habría salido alguien a avisar a Juanito de que no acudiera al baile del pueblo.

Si es así, dije yo, entonces estamos perdiendo el tiempo, volveremos a Madison. Nos marchamos del pueblo, pero no nos alejamos mucho y volvimos a toda prisa. No puedo negar que fuera buena suerte, más que nada, pero la suerte viene cuando uno lo tiene todo bien planeado. Y así fue como nos encontramos con Johnny-A, Pard Graves y Chad Bateson, que entraban en Arioso por el sur, tan libres de preocupaciones como otros tantos ruiseñores.

Los conminé a rendirse, pero abrieron fuego. En nuestra primera descarga cayó Bateson, con la mandíbula arrancada de un balazo. Murió gritando y retorciéndose en el polvo. Johnny y Pard escaparon, pero nosotros empezamos a pisarles los talones y teníamos mejores monturas. De eso también me había ocupado.

Los perseguimos a lo largo de ocho kilómetros de llanos plagados de cactus, por donde era difícil hacer puntería entre los grupos de chumberas tan altas como un hombre a caballo con sombrero, mientras ellos serpenteaban entre los grupos de cactáceas y algunos sahuaros. Herimos al caballo de Graves, dejando indefenso al jinete, de modo que Johnny tuvo que cargárselo a la grupa. Eso les hizo aflojar un poco el paso, pero a nosotros nos hizo retroceder, porque Graves no dejaba de disparar, montado en la grupa frente a nosotros. Al final se hicieron fuertes entre las ruinas de unos muros de adobe, y siguieron disparando a intervalos, lo que nos puso en una situación incómoda a pleno sol. La temperatura rondaba los cuarenta grados. No tenía idea de cuánta munición tenían, ni cuánta agua, pero nosotros disponíamos de ambas cosas en abundancia y podíamos enviar por más. Mandé a mi mejor tirador que mirase a ver si podía matar al caballo, de modo que sólo pudieran ir a pie. Volvió diciendo que así lo había hecho. Así que ahora estaban atrapados entre aquellas paredes de adobe, y sólo era cuestión de tiempo hasta que se rindieran o trataran de romper el cerco, lo que únicamente podían hacer después de anochecido.

Alcé un paño blanco haciendo una bandera de tregua y grité diciendo que quería ir a parlamentar.

Johnny gritó a su vez:

—¡Puedes venir, pero deja el arma ahí!

Avancé con las manos en alto y sin revólver. Estaban sentados a la sombra, con la espalda apoyada en una pared, Johnny balanceándose sobre las tres patas de una silla rota, y Pard en el suelo. Pard tenía la manga de la camisa empapada de sangre por la parte en donde lo habíamos herido, y un torniquete fuertemente apretado contra el hombro con un palo sobresaliendo del nudo. Recordé cómo habíamos atrapado a Johnny la otra vez, cuando llevaba al médico al teniente Cutler.

Dije:

—Será mejor que te vea eso un médico, Pard.

—Por mí, encantado —contestó él. Era un muchacho simpático, quizá un par de años mayor que Johnny, pero con cierta debilidad de fondo de la que Johnny carecía—. Me lleváis con vosotros, ¿eh, Jack?

Dije:

—Sin tu compañero, no.

Johnny sonrió como si supiera exactamente lo que me proponía. Contestó:

—Bueno, Jota Mayúscula, yo no necesito un médico.

—Pero Pard, sí.

—Y está dispuesto a ir con vosotros.

Dije que no podía llevar a Pard al médico de la ciudad sin que viniera él también, porque era mi deber capturar a Johnny Angell.

Johnny dijo:

—El deber para ti siempre ha sido lo primero, Jack. ¿Qué harías si Pard se rindiera, simplemente?

—Pues aceptaría su rendición, pero no me lo llevaré al pueblo hasta que tú te rindas también.

Johnny dijo que no pensaba hacer eso.

Me encogí de hombros y esperé a ver hasta dónde llegaba aquello.

Johnny dijo:

—Lo siento, Pard.

—La suerte es la suerte —repuso Pard, pero su rostro estaba contraído de preocupación.

Johnny me dijo:

—Yo llamo a eso una decisión complicada. Hacer de sheriff te ha cambiado. Antes no habrías puesto a nadie en esta difícil situación.

—La vida al margen de la ley es lo que te ha cambiado a ti —repliqué—. Recuerdo no hace mucho, no muy lejos de aquí, además, cuando venías para acá porque un tipo al que cuidabas estaba grave por una mordedura de serpiente o lo que fuera.

—Eso fue antes de que me recetaran un dolor de cuello. Así que lo que han cambiado son los tiempos. Pero me sienta muy mal que no lleves a Pard a la ciudad.

Le dije que era una condición que tenía que utilizar, y él asintió con la cabeza.

—Quizá sea mejor que te vayas con Jack de todos modos, Pard. Seguro que ellos pueden hacer más que yo por tu brazo.

—Oh, creo que me quedaré por aquí, Johnny —dijo Pard, tratando de sonreír como si nada de lo que estaba ocurriendo tuviera mucha importancia.

Johnny me dijo:

—Mantén la cabeza agachada ahí enfrente.

Le pregunté cómo andaban de agua. Hacía un calor asfixiante, incluso a la sombra del muro. Las moscas pululaban en torno al caballo muerto, y Pard tenía que espantárselas del hombro.

—Estamos perfectamente, gracias.

—Dejaré esto aquí —dije, refiriéndome al trapo blanco, que extendí encima del muro.

—Llévatelo, sheriff —dijo Johnny, en tono bastante tenso, y me lo tiró.

Había cambiado, desde luego. Ahora era un hombre desesperado. Aunque decían que había matado de un tiro a su padrastro en una reyerta, y algunos afirmaban que fue uno de los que liquidaron a Bert Fears y Cory Helbush aplicándoles la ley fuga, pensé que antes de convertirse en el Johnny-A asesino de sheriffs de las novelas baratas, no habría disparado mortalmente a Henry Enders después de haberle roto el brazo del arma, ni ahorcado a Ed Duffy como había hecho. Eso había chocado a mucha gente, diga lo que se diga sobre Duffy. Pero sigo creyendo que las cosas no habrían tomado este cariz si el gobernador hubiese mantenido su palabra.

Emprendí el camino de vuelta. El resto de la tarde transcurrió entre disparos aislados desde lejos. Una vez casi me dio. La bala arrancó fuego de un saliente rocoso a unos cinco centímetros por encima de mi cabeza, cuando me iba arrastrando para dar instrucciones a Ben Gibson.

Me quedé quieto, quitando esquirlas de piedra del sombrero, pensando que había una que llevaba mi nombre escrito. Tenía la impresión de que una cosa era mi intención de atraparlo, parte de mi deber, de lo que ya habíamos hablado, y otra su propósito de matarme, que era parte de su condición de forajido que se había dado a la fuga para salvar la vida. Así que entre nosotros se había acabado lo de Jota Minúscula y Jota Mayúscula.

Yo seguía pensando que quizá se rendiría para salvar a Pard Graves, pero a la caída de la tarde estaba claro que trataría de darnos esquinazo durante la noche. Me figuré que intentaría coger un caballo, y estaba tendiéndole la trampa con Ben cuando casi me alcanzó con aquel disparo.

Cuando se hizo completamente de noche estábamos preparados, pero pasaba el tiempo y quizá no lo estuviéramos tanto como hubiéramos debido. Ben gritó que alguien había salido. Tenía que ser Johnny, solo, tras haber dejado a Graves a cubierto en los muros de adobe.

No podía imaginarme dónde podría haberse escondido. Recorrimos a oscuras toda la zona, patrullamos durante toda la noche y volvimos a dar otra batida a la luz del día. Para entonces pensaba que había conseguido escabullirse, pero después me figuré que se habría ocultado en el interior de un grupo de cactus, esperando que nos marcháramos. Tiene un cuerpo tan menudo que podría haberse deslizado entre las espinas como una serpiente, y con suerte de no encontrarse con una cascabel allí dentro. Fuera como fuese, se había escapado.

Llevamos a Pard al viejo matasanos de Riveroaks, y luego a Madison. El doctor Prim tuvo que amputarle el brazo, diciendo que podría haberse evitado. Pero yo cumplía con mi deber, que ante todo era traer a Johnny-A, y aunque no lo había conseguido, le había cortado sus dos brazos, que eran Chad Bateson y Pard Graves.

Discutí con Callie sobre Johnny, además, ella sentada en la cama en enaguas, las manos sobre las piernas dando vueltas en el dedo al anillo que le he regalado. Junto a la cama había una mesa con una jarra y una palangana de loza. Le dije que Johnny había intentado matarme.

—Pero tú querías matarlo, Jack.

En el salón, un vaquero empezó a tocar la guitarra, música suave como una caricia.

—Yo intentaba traerlo. Es mi deber. Soy el sheriff.

—Si lo traes, lo ahorcarán —repuso ella. Alzó una mano para arreglarse el mechón que le caía sobre la frente, y fue como si se tapara los ojos para no mirarme de frente—. Eso es querer matarlo. Es amigo tuyo. ¡Yo te he oído decirlo aquí mismo!

Yo le dije que eso me dejaba frío, pero me sentía como un idiota allí de pie, con los calzoncillos largos delante de ella. No me gustaba que me tuviera miedo, aunque las mandíbulas apretadas le daban un aire de tozudez. Cesaron los acordes.

—¿No puedes hablar con él simplemente, Jack? —dijo—. ¿Decirle que tiene que marcharse de aquí?

—Ya es tarde —repuse, sintiéndome tozudo a mi vez. Es curioso cómo se las arreglan las mujeres para conseguir eso.

—Pues podrás hacer algo por un amigo tuyo, aunque seas sheriff. ¡No eres simplemente… una locomotora!

Nunca me había dicho una cosa así. Cuando pensé en ello vi que estaba rabioso por traer a Johnny, como si su fuga me hubiera atribuido puntos negativos, con el gobernador fastidiándome y la gente haciendo comentarios a mi espalda. Callie sabía perfectamente cómo tranquilizarme, pero ahora era como si fuese yo quien tenía que calmarla a ella. Tenía que sacarla de aquel sitio antes de que acabara siendo como las demás chicas.

—Bueno, simplemente recuerda que no vamos a celebrar el casorio hasta que traiga a Johnny —le dije—, o tenga la seguridad de que se ha marchado del Territorio.

* * *

El marido de la hermana de Lily tenía una farmacia en Santa Fe, y Lily vivía con ellos en su casa, en una calle sinuosa más allá de la plaza, el hotel Fred Harvey, el palacio del gobernador y la catedral con su aguja que se elevaba en el cielo nocturno. Lily, una silueta negra de cuerpo entero recortada contra la luz del interior, le hizo pasar.

—¡Johnny!

Le cogió la mano y se la apretó con fuerza. Entró tras ella, haciendo un ruido metálico como si fuera una especie de vagón militar, el Colt en la cadera y el Winchester en la mano, el peso de la cartuchera y el arma defensiva, el repiqueteo de los tacones de sus botas sobre los tablones del piso, sofocado luego por una alfombra.

Su hermana y su cuñado estaban sentados a cada lado de una mesa cubierta con un tapete de encaje, sobre la que pendía una lámpara de polea, sus ojos mirándolo de soslayo cuando pasaba como una pareja de mapaches hurgando en la basura. ¡Johnny-A! Olía el perfume de flores de Lily, con un rastro de otra cosa; miedo, quizá. No estaba acostumbrado a que la gente le temiera.

En el oscuro salón hubo un chasquido cuando Lily cerró la puerta tras él. Su olor era más fuerte ahora, y la oía respirar. Entonces, traspasándole el calor del pecho y del vientre, se echó contra él, levantándole con los dedos el vello de la nuca. Inmediatamente se puso a temblar, como un cachorro con el moquillo. La presión que sentía contra él desapareció, y un destello de luz trazó la pálida curva de la mejilla de Lily sobre la pantalla de cristal de la lámpara, semejante a un capullo, torturado. De la mecha brotó una llama, y ella apartó el rostro.

—Has matado a Henry Enders —musitó ella.

—Y a Harry Williams también.

Claro que conocería todos los detalles de su fuga por los periódicos. Él no quería saber lo que decían.

Lo condujo al sofá y le hizo sentarse, casi empujándolo, mientras ella se sentaba frente a él en una silla baja.

—¿Qué vas a hacer?

No hizo caso de la pregunta; no se trataba de eso.

—Ran Boland lo ordenó todo y pagó dinero contante y sonante para que lo hicieran —declaró, en voz más alta de lo que pretendía—. Ed Duffy lo juró.

—¿Acaso había alguna duda?

—Tenía que estar completamente seguro. Así que voy a Tucson. Está allí.

—Después tendrás que seguir en marcha.

—Supongo que sí.

Hubo un silencio antes de que ella dijera:

—Yo debo quedarme aquí. El hermano de Martin se ha embarcado en un buque con destino a Nueva York.

Se sintió irascible. No podía distinguir su cara, sentada a contraluz como estaba.

—Después de Tucson habré terminado.

Oyó su pequeño y brusco jadeo.

—¡Yo no! Aún queda el coronel Dougal. ¡Que condenó a muerte a Frank, y me llamó libertina!

Johnny se pasó el dorso de la mano por los labios, sintiendo los dientes. Ella pareció apartarse aún más de él. Supo que era el fin.

—No he querido decir que necesite tu ayuda —dijo ella—. Ya has hecho… bastante. El señor James Turnbull es un hombre de recursos.

Otro abogado en quien confiar, pero además éste era rico y le llamaban jurisconsulto. Aspiró su olor. Nunca había conocido a nadie como ella, pero sólo era una mujer, con pechos como Valentina o Carmelita, sólo que más grandes, y un coño tal vez más ardiente. Sin embargo poseía una intensidad que llevaba como aquella ropa elegante, algo que emanaba de ella como el perfume de flores que debía comprar en frascos.

—Quería decir que habré terminado, porque con eso acaba todo lo que tiene que ver con el señor Martin Turnbull.

Creyó que ella se había reído, pero podría haber emitido algún sonido de otra especie.

—Has descubierto que la orden partió de Ran Boland, así que eso es todo —dijo ella—. ¿Sabes quién es ahora el dueño de la tienda? ¡Como quebró, todos sus activos han pasado a manos de Jake Weber, que vive a menos de un kilómetro de aquí! ¡El fiscal de distrito de Estados Unidos! Y creo que el rastro conduce de él a Dickey, el anterior gobernador, que según tengo entendido vive ahora en Denver. También está el juez Arthur, y el señor MacLennon…

—¡Yo he terminado! —exclamó él, casi con un gemido.

—¡No te estoy pidiendo nada, Johnny! Sólo te digo que es mucho más complicado de lo que… —Se interrumpió. Luego, con voz más firme, añadió—: Con los recursos necesarios podremos llegar al fondo del asunto.

—Yo he concluido mi tarea, Lily.

—¡He pedido demasiado!

—Tú no has pedido nada que no me haya exigido yo a mí mismo.

—El señor Turnbull ha prometido ayudar con los honorarios del señor Tarkenton.

—No quiero que el señor James Turnbull pague mis facturas, y de todos modos no voy a necesitar pagar a ningún abogado. Ya es demasiado tarde para eso. Error procesal, o comoquiera que el señor Tarkenton lo llamara…, me he fugado.

Lily tenía la cabeza gacha, las manos entrelazadas en el regazo. ¿Lloraba por él? ¡No soportaría que lo hubiera utilizado para sus propios fines! ¡Al fin y al cabo sus objetivos habían sido los mismos! Sólo que él no tenía una visión tan amplia como ella, no veía las cosas en toda su complejidad. Sin duda era mucho más inteligente, aparte de más cultivada. Pero le daba la impresión de que, dejando a un lado a Ran Boland, la justicia se había desdibujado y se había hecho tan confusa que ya no le veía sentido, y había otras cuestiones que ya no sabía cómo tratar, como el gobernador retrasando demasiado tiempo el perdón, si es que alguna vez había tenido intención de concederlo, y Jack Grant reteniendo tanto tiempo a Pard que había perdido el brazo.

Se puso a temblar cuando Lily se inclinó hacia él. Su boca, húmeda y cálida, se apretó contra la suya. Cuando se arrodilló frente a él, cerró los ojos, despreciando su falta de voluntad. No estaba bien, ni siquiera era suficiente.

* * *

Montado en Trey-spot, el fusil en la funda, el petate y los efectos personales amarrados detrás de la silla, el sombrero calado sobre los ojos, bajaba dando tumbos en la oscuridad por la empinada cuesta de la calle frente a los tenues e imprecisos rectángulos de las ventanas. Pasando frente a aquellas linternas mágicas con sus ajustados pantalones de calle, su camisa y su chaleco abrochado, sus botas y guantes, con la presión de la cinta del sombrero en la frente, se sentía entero, controlado, tranquilo: él mismo, John Angell, no Johnny-A, Juanito Ángel, el Angelito de otros, que lo convertían en algo que no era. Se había despedido por última vez de Lily Maginnis.

Trey-spot se balanceaba por la cuesta, apoyando primero un casco y luego otro. Detrás de las ventanas había gente que llevaba una vida normal: tenderos, abogados, maestros de escuela, hombres de negocios, el señor Jake Weber no muy lejos de allí. El pensar que ya no tenía que ocuparse de los intereses de Maginnis le otorgaba una festiva libertad.

Pasó frente a la imponente elevación de la catedral, recortada contra el cielo estrellado. Una serie de árboles bajos convertía la plaza en una maraña de sombras, con la oscura masa de unas carretas estacionadas al otro extremo. Torció, pasando por los largos y bajos soportales del palacio del gobernador, donde había una ventana encendida.

Desde la silla veía el interior de la habitación donde había conocido al gobernador. Underwood estaba sentado a su escritorio, de espaldas a él, sólo se le veía el triángulo de la barbuda mejilla. Escribía, inclinado con fervor sobre la tarea, moviendo el codo, rozando con la mano el papel que tenía delante. Se detuvo un momento, irguiéndose, moviendo los hombros, para hundir luego la pluma en el tintero e inclinarse de nuevo.

Johnny se alzó el pañuelo de colores sobre la boca y la nariz e instó a Trey-spot a subirse a la acera, bajo los soportales, mientras él agachaba la cabeza bajo las vigas. El gobernador continuaba escribiendo. ¿Qué documento? ¿Un perdón tardío? ¿Pactos que no tenía intención de cumplir? ¿Falsas acusaciones? ¿Una historia ficticia? Sacó el fusil de la funda y lo sostuvo frente a él.

Finalmente el gobernador volvió la cabeza, giró el tronco, se quedó mirando, pasándose la mano por los ojos como quitándose una telaraña, se levantó de un salto y echó la silla atrás. Se acercó a la ventana con el miedo en la cara, los labios rojos entre la barba oscura, negros ganchos de pelo enmarcándole el rostro. Johnny hizo que Trey-spot se aproximara.

El gobernador salió corriendo por la puerta del fondo del despacho, y Johnny oyó sus gritos apagados. Guió a Trey-spot para que bajara de la acera y saliera a la plaza, y se alejó a buen trote. Se puso a silbar.

Tucson era una vieja ciudad mexicana con periferia yanqui, edificios de adobe envueltos en un halo de calor, calles polvorientas, perros, caballos, mulas, burros, calesas y carretas, peste a mierda de perro, orines, ají, cerveza, polvo. Siguió a un carro cuba tirado por un tronco de mulas. Destellaba el agua que salía de su parte trasera, rociando la sequedad para desaparecer en el polvo. Dos hombres se peleaban en la alta acera frente a un salón, atizándose golpes lentos, pesados; uno de ellos sangraba por la nariz. Trey-spot danzaba de contento en el arco iris que dejaba en su estela el carro cuba.

Johnny se detuvo en el siguiente salón para preguntar por Randolph Boland, un viejo gordo que estaba enfermo en cama. Encontraron a un niño mexicano que lo condujo a una respetable casa de tablas pintada de blanco con elaborados salientes de madera y visillos de encaje en las ventanas.

Una mujer de labios fruncidos le abrió la puerta, los cabellos grises tan estirados hacia atrás que tenía los ojos rasgados como una china. Llevaba uniforme blanco y unos quevedos colgando de una cadena en torno al cuello.

—Se echa la siesta de dos a cinco. Vuelva después.

—Bueno, supongo que querrá verme. Soy un viejo amigo de casa.

—No puede quedarse mucho tiempo. Está muy débil. No lo aguantará.

—No le importunaré mucho, señora.

Lo condujo a una habitación al fondo de la casa, lejos del estrépito de la calle. En la cama, cubierta con una colcha, roncaba la montaña de Ran Boland. Junto a la cama había una mesa con una toalla, varios frascos y un vaso de agua. El cuarto apestaba a orines y medicamentos, olía a condición mortal.

—Normalmente lo lavo cuando se despierta de la siesta —dijo la mujer.

—Sólo me quedaré un rato sentado a su lado.

Puso la silla al revés y se sentó a observar a Ran Boland por encima del respaldo. Boland roncaba con la boca abierta, con un reguero de saliva corriéndole por la rosada comisura de la boca. Por última vez.

Mía es la venganza, dijo el Señor.

Al cabo de un tiempo Johnny se dio cuenta de que se le caía la cabeza, debía haberse quedado dormido. Ran Boland tenía un ojo muy abierto, con el que lo miraba fijamente.

—¿Has venido de visita, hijo? —dijo Ran.

—No exactamente —repuso él.

Las facciones pálidas, redondas, correosas, se estremecieron para equilibrarse seguidamente y alisarse como un estanque después de lanzar una piedra.

—¿A qué has venido entonces, hijo?

—¿No lo adivina?

—Espera un poco…, sólo un momento… —Una mano gruesa, blanca como el sebo, pasaba a un lado y a otro frente al único ojo. Como el gobernador apartando de sus ojos la imagen de él, pensó Johnny—. Ésta es otra… aparición.

—No sé lo que quiere decir, señor Boland.

—¿De verdad eres Johnny-A? —Ran Boland se echó a reír, estremeciéndose por todas partes—. ¿O el ángel de la muerte?

—Puede que las dos cosas, señor Boland.

—¿Has venido a matar al pobre y viejo Ran Boland? ¿Puedo preguntarte por qué?

—Usted envió la partida a matar al señor Turnbull. Por fin logré que Ed Duffy confesara: usted ordenó a esa gente que asesinaran al señor Turnbull.

Ran Boland seguía estremeciéndose de risa; o de otra cosa, quizá.

—¿Dijo eso bajo coacción, Johnny? Supongo que sí. ¡Válgame Dios, pero si Ed Duffy no estuvo en ninguna reunión en la que se discutió eso! ¿Quién iba a decir semejante cosa delante de un individuo como Ed Duffy? ¿Y quién iba a creer algo así de labios de Ed Duffy, de todos modos? Claro que tú eres joven y desconoces la complejidad de los giros que da la vida.

—Últimamente he conocido unos cuantos —dijo él.

—Te diré una verdad del evangelio —dijo Ran Boland—. Eso nunca se habló en presencia de Ed Duffy.

Le deprimía la idea de llamar embustero a un moribundo, y aún más la posibilidad de que no estuviera mintiendo.

Como si Boland le leyera el pensamiento, su único ojo hizo un pícaro guiño.

—Fíjate en que no niego haberlo dicho, hijo. No niego que se pronunciaran esas palabras. Ni tampoco que fue un tremendo error. Un error de cálculo que desató todos los perros del infierno —dijo, riendo entre dientes—. Incluso el ángel de la muerte.

Odiaba ver cómo Ran Boland temblaba y se estremecía de aquel modo, ya fuera de risa o de miedo.

—¿Sabes de dónde le viene el nombre al cáncer, querido muchacho?

—No, señor.

—El cáncer es un cangrejo. El cangrejo que te carcome las entrañas, buscando las partes más tiernas que roer. Sin láudano me pongo a gemir. Y a veces con él también. Sin mi pócima de opio empiezo a gritar. Unas veces el cangrejo roe más cruelmente que otras.

Johnny se sorprendió diciendo que lo sentía.

Ran Boland alternó otra vez entre risas y lágrimas.

—¡Que lo sientes! ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! ¡Mi querido muchacho! ¡Permíteme decirte que yo no lamento que haya venido el ángel de la muerte! Deja que te diga cuánto me alegro de que hayas venido con esa misión. Qué grata es la vida, incluso en sus momentos más amargos…; y por supuesto ese ángel aterroriza…, ¡pero qué alivio tan dichoso!

Lloró, cerrando el ojo, la montaña de su cuerpo estremecida, el somier de la cama chirriando.

Johnny cerró los ojos, abochornado, respirando el hedor de la muerte. Tanto para el moribundo como para sí mismo, dijo:

—Es algo que había que hacer. No podía quedarme tranquilo, dejando las cosas así. ¡No sé qué otra cosa podía haber hecho!

—¡Pero muchacho! ¡Si ya lo has hecho, hijo! ¡Nos has matado a todos! ¡Nos has castigado! ¡Debes estar satisfecho!

Dijo que aquello no era algo que procurase mucha satisfacción. Pero alguien tenía que hacerlo.

—¡Y todo por Martin Turnbull! ¡Qué error de cálculo cometí!

Boland empezó de nuevo a estremecerse y reír entre dientes. Sus mejillas estaban relucientes de lágrimas.

—Por el señor Maginnis también.

¡Diablo! —exclamó Boland, sacudiendo la cabeza—. Espera un momento, muchacho. Si el médico se retrasa…, ¡suele hacerlo…!, me oirás gemir. Cuando llegue oirás cómo le suplico. ¡Eso te gustará! ¡Pero si no viene me oirás gritar! Entonces podrás…

El ojo se cerró, la correosa sonrisa se relajó, disipándose. Ran Boland permaneció en silencio durante tanto tiempo, que Johnny pensó que había muerto. Entonces, como un arrullo, sonó un pequeño ronquido.

Salió de puntillas y dijo a la mujer que el señor Boland seguía durmiendo, que vendría después de las cinco. A la salida de la ciudad dejó que Trey-spot escogiera el rumbo, y sin dudar el caballo emprendió el camino de vuelta al Territorio de Nuevo México.

* * *

Sentado con Elizabeth Fulton a una mesa con tablero de piel de cerdo, se sentía tan cansado que apenas podía mantener los ojos abiertos. No podía permitirse esa fatiga. Tampoco podía echarse a dormir, ni acercarse a las ventanas. Había apretado fuerte a Trey-spot al volver de Tucson. Por un momento pensó que iba al acantilado de la morada de los Antiguos, pero en realidad se dirigía hacia Elizabeth. Ella volvió a servir chocolate en la taza y lo miró con inquietud.

—Cuando no estoy aquí pienso en ti —dijo él.

Ella apartó la cabeza.

—Yo también pienso en ti, Juanito.

Él emitió un suspiro y dijo:

—Pensaba venir y pedirte que te casaras conmigo. Hablarlo con Pete.

Ella seguía sin mirarlo. Él observó cómo apretaba la esbelta mano en un puño y luego la abría.

—Pero soy un fugitivo —prosiguió—. No puedo pedirte que te des a la fuga conmigo. Y aunque llegara a pedírtelo, no debes ni pensar en hacer tal cosa.

Ella asintió con un movimiento de cabeza.

—Aunque Pete lo permita.

Ella alzó la vista hacia él con lágrimas relucientes entre las pestañas.

—No puedo quedarme mucho tiempo. Alguien avisará a Jack Grant de que estoy aquí, Pero he venido a decirte…

Las mejillas de Elizabeth estaban salpicadas de redondas motas de color. Johnny decidió que aunque no era bella, no le faltaba mucho para serlo. Con un esfuerzo abrió bien los ojos para empaparse de su rostro.

—Tengo que conseguir algo de dinero —prosiguió—. Hablaré con unos tipos que conozco, reuniremos unas cabezas de ganado y las conduciremos a Texas para vendérselas allí al ejército. Luego compraré otro rebaño y me dirigiré a Colorado. Recuerdo que por allí hay unos valles pequeños en la vertiente oriental de las Rocosas donde puedo reclamar un poco de terreno. Cuando haya hecho todo eso, volveré a pedirte que te cases conmigo. Eso significará, por supuesto que te apartaré de tu familia. Lo siento mucho. Pero este territorio ya no es seguro para mí.

—Lo comprendo, Juanito —dijo Elizabeth, con lágrimas reluciendo en sus ojos.

Johnny sabía que lloraba por él. Probablemente no se creía nada de lo que acababa de decir. Él tampoco se lo creía, sólo un poco, a veces. Pero sólo con imaginarlo le escocían los ojos, el pequeño rancho en uno de aquellos estrechos y verdes valles, con un árbol frondoso como la enorme cabeza de un elefante benévolo inclinada sobre el tejado de tablas de su casita. Un remanso de paz con Elizabeth, y a empezar todo de nuevo. Se avergonzaba de rezar por ello a su Padre.

—Si me esperas hasta entonces —añadió.

—Esperaré todo lo que haga falta, Juanito.

Las brillantes lágrimas le resbalaron por las mejillas. Acercó la mano para ponerla encima de la suya y ella se apresuró a apretarla. Al extremo de la mandíbula se le marcaban unos músculos diminutos.

—Debo dormir un poco… —dijo, poniéndose en pie a duras penas—. Me cuesta trabajo mantener los ojos abiertos…

—Dormirás en mi cama —dijo ella, levantándose rápidamente—. Ahí nadie te molestará. —Y musitó—: ¡Te esperaré siempre!

Al día siguiente visitó a don Teodoro Soto en el despacho de detrás de la cantina. El alcalde sirvió dos vasos de Old Crow.

—Si no te importa que te dé un consejo, creo que debes largarte del territorio, Juanito.

—Ésa es mi intención, don Teodoro. Sólo que no quiero que ciertos tipos piensen que me voy a causa de ellos.

Sonrió, pero don Teodoro no le devolvió la sonrisa. De corta estatura, erguido, vientre abultado y pies como pezuñas, volvió a su silla con aire ostentoso. Se sentó con la misma expresión grave.

—Te estoy hablando de cosas que quizá no te resulten agradables, amigo mío.

—Hombre prevenido vale por dos, como suele decirse. ¡A veces se necesitan cuatro brazos!

Eso tampoco suscitó la sonrisa de don Teodoro.

—Juanito, antes había muchos jóvenes dispuestos a correr riesgos por echarte una mano contra la banda de Jesse Clary. Pero las cosas han cambiado.

Dígame.

—El sheriff, como sabes, es el encargado de recaudar los impuestos. El sheriff Smith no se molestaba con las placitas, pero ahora está el sheriff Grant.

—Que recauda los impuestos.

—Me ha hablado de eso. No sólo los de este año, sino de los pasados también. No dice que sea porque Arioso es amigo de Juanito Ángel, pero no le hace falta decirlo. El dinero es importante para la gente, que tiene muy poco. El dinero nos cambia las ideas sobre algunos asuntos, ya entiendes, Juanito.

—¡Las suyas seguro que no, don Teodoro!

Finalmente sonrió el alcalde con aire cansino. Vació su vaso y se inclinó hacia delante para dejarlo cuidadosamente sobre el secante de su escritorio.

—¡Quizá las mías también, un poco, amigo mío! Es triste, ¿verdad? ¡Da vergüenza! Sin embargo, ahí está la cuestión.

—Así que ya no tengo tantos amigos como antes en Arioso.

—Aquí tienes muchos amigos, Juanito. ¡Eres un héroe para los jóvenes, incluso para aquéllos a cuyas novias has robado el corazón! ¡Y eres amigo de Teodoro Soto! ¡Eso nunca cambiará!

—Y sin embargo, para los impuestos soy mala compañía.

—¡Eso no afecta a lo esencial! —declaró don Teodoro, dándose un golpe en el pecho con un puño regordete.

Johnny empezaba a sentirse seriamente asediado por el sheriff Jack Grant.

* * *

De vuelta en casa de Pete Fulton, pidió al hermano de Elizabeth que fuera al rancho de Walker para entregar una nota. Quería hablar con Red. Los Walker vivían con su madre viuda en un rancho a las afueras de Riveroaks. Mantenía con ellos cierta amistad desde la época en la que robaban ganado de vez cuando, y eran unos tipos bien dispuestos. Red era el más peligroso de los tres hermanos, un individuo tempestuoso de ojos verdes y pelo color ladrillo que se venía venir a un kilómetro.

Johnny se preguntaba cómo podría llevarse el famoso rebaño sierraverde de Bosque Alto, riéndose de sí mismo al pensar en formar una banda con los hermanos Walker y enfrentarse con los franjas coloradas y quizá con la caballería también, sólo por algo que le permitiría empezar de nuevo. Jack Grant tenía ahora a Pauly Tuttle en la cárcel de Madison, y asustó a Carlito de tal modo que se había ido al sur con unos parientes que tenía en Sonora, y a él mismo, a Johnny Angell, lo había impulsado a cometer por fin una verdadera estupidez.

Mala suerte tuvieron Red Walker y él cuando fueron de exploración a Bosque Alto y se encontraron con Pat Cutler y uno de sus rastreadores, subiendo por la pista desde la que se veía el aserradero donde había muerto Jota-Joe Peake. Pat iba de uniforme, con sombrero flexible, a lomos de su enorme caballo mexicano de color dorado, y el apache, con las piernas desnudas bajo una camisa azul, con un extraño sombrero de paja de copa chata y cintas azules colgando.

—¡Hombre, Pat, hola! —lo saludó Johnny.

Pat se llevó los dedos al ala del sombrero. Tenía bastante mejor aspecto que cuando le llevó el pequeño revólver a la cárcel, con un poco más de peso y algo de color en las mejillas. Además, parecía saber exactamente por qué cabalgaban hacia la reserva por la parte de atrás.

—¿A qué viene esta expedición, Johnny?

—Sólo hemos salido a tomar el aire. Te presento a Red Walker. Red, éste es el teniente Cutler.

Se saludaron con un movimiento de cabeza. Por su postura, supo que Red no quería tener trato con militares, y mucho menos con un indio.

—Ni se os ocurra pensarlo, Johnny —le advirtió Pat, clavándole la mirada de sus ojos azules bajo unas cejas sobresalientes.

—¿Ni se nos ocurra pensar el qué, señor? —terció Red en tono desafiante.

—No importa, Red —le replicó Johnny. En aquellos últimos días había visto que había que ocuparse bastante de Red, y él no tenía mucha paciencia para eso. Dijo a Pat—: Bueno, pues hemos estado pensándolo, desde luego.

—Eso lo piensa todo el que necesita conseguir dinero fácil para empezar de nuevo —repuso Pat, apoyándose en el pomo de la silla—. Y el sheriff lo sabe.

—Y si lo sabe, ¿qué? —inquirió Red. Sacó tabaco del bolsillo y empezó a liar un cigarrillo.

—Eso no me asusta mucho, Pat —aseguró Johnny.

—A mí, sí —repuso Pat—. El que vosotros dos vayáis detrás de ese rebaño no me preocupa, porque los franjas coloradas saben vigilar su ganado, y si os he visto yo, también os habrán visto los exploradores del capitán Bunch, que se pondrán en guardia. Lo que me asusta es que el sheriff ande correteando con su partida alrededor de la reserva, porqué un sheriff con órdenes de detención fue lo que impulsó a Caballito a fugarse de San Marcos. Y hubo una docena de muertos.

—¡Bah! —exclamó Red, encendiendo.

El explorador se apoyaba en el pomo de la silla, como si copiara exactamente la postura de Pat Cutler. Tenía las facciones oscuras, casi bonitas.

—¿Entiendes lo que quiero decir, Johnny? —dijo Pat, sin mirar a Red—. Tengo órdenes de evitar que nada impulse a Caballito a marcharse de aquí.

Por supuesto, todo vaquero con ánimo de robar ganado pensaba en un momento u otro en el espléndido rebaño sierraverde. Johnny había dicho a los Walker y a los otros tres que habían reclutado que en su opinión tenían un veinte por ciento de posibilidades de éxito. De todos modos estaba metido en un lío, porque si no hacían algo pronto la banda empezaría a deshacerse. Tenía que ser el rebaño de Bosque Alto o el ganado del señor McFall, y le daba reparo robar a un hombre para el que había trabajado.

—Así que no somos nosotros lo que te asusta, sino Jack Grant —dijo.

Pat se quitó el sombrero y se pasó el dorso de la mano por la frente.

—Me asusta todo lo que pueda espantar a los sierraverdes.

Johnny se encogió exageradamente de hombros y dio un brusco tirón de riendas a Trey-spot, haciendo que girase la cabeza y empezara a bajar la colina.

—Vámonos, Red. Creo que este sitio no es para nosotros.

Red lo siguió, los ojos verdes echando chispas y el rostro como un trueno. Se encogió sobre el pomo de la silla con el pitillo encendido en la comisura de la boca. Pat Cutler y el explorador con sombrero de paja se quedaron quietos en los caballos, viendo cómo volvían hacia el aserradero.

—Parece que te ha quitado de la cabeza lo del rebaño de los franjas coloradas —se quejó Red.

—Ya lo creo. Bueno, te diré que él y yo tenemos una especie de pacto. Yo le salvé la pierna una vez, y él me salvó el cuello; ahora me toca a mí otra vez.

—¡Bah! —exclamó Red.

—Además, ya te dije que teníamos un veinte por ciento de posibilidades. Ahora que nos han visto se han reducido al diez por ciento, y eso calculando por lo alto. —Sintió que la bilis se le revolvía en el estómago, y tuvo la agria impresión de estar rodeado de obstáculos, barrotes y antiguas alianzas que le impedían llegar a la verdad. Se despreciaba a sí mismo por haberse avergonzado de que Pat Cutler lo viese en compañía de uno de los hermanos Walker, y de que Red Walker creyese que había cedido ante el teniente. ¿Había llegado al punto de preocuparse por cosas así, y lamentarse de que los hermanos Walker no cumplieran sus órdenes sin antes manifestar su disconformidad? Dijo—: No has conseguido nada, tocando la bocina con tus «bah, bah». De ahora en adelante cierra el pico, a lo mejor aprendes algo.

Lanzó una dura mirada a Red, que empezó a protestar pero se contuvo, con un rubor subiéndole a las mejillas.

—¿Me entiendes? —concluyó Johnny, con un deje afilado en la voz.

—Pues claro, Johnny —repuso Red, asintiendo bruscamente y agachando un poco la cabeza mientras bajaban hacia el aserradero.