22

Después del almuerzo, repartiendo cartas en la mesa para una partida de mascota, Harry estaba menos ruidoso de lo habitual. Mirando a Johnny de soslayo, con la boca torcida hacia un lado, dijo:

—Jack ha solicitado madera.

—Ah, ¿sí?

—Tablones para el patíbulo —precisó Harry, haciendo una mueca como si algo oliera mal—. Eso lleva un montón de madera. Jack ya los ha pedido. Y hacen falta bastantes carpinteros también.

—Tienen que construirlo bien, para un tipo tan pesado como yo.

Harry siguió repartiendo cartas.

—No vas a dejar que te ahorquen, ¿verdad, Johnny?

—No.

—Ese juicio ha sido injusto. Todo el mundo sabe que ha sido de todo menos justo. ¿No vas a recurrir?

—Primero tengo que hablar con cierta gente.

Ya no tenía esperanza en el perdón del gobernador, y le inquietaba pensar en otras posibilidades.

Harry se inclinó sobre la mesa y, en una especie de susurro, como si Jack Grant pudiera oírlo, dijo:

—Tus amigos andan rondando por aquí, ¿lo sabías? Pard y los otros, y dicen que los mexicanos se reúnen en la cantina. Sabes que yo no puedo hacer nada, Johnny…, ¡pero hay que hacer algo!

—No te apures, Harry. —Johnny cruzó los dedos sobre la frente y se estiró, para mostrar que él no estaba preocupado.

—¡Te digo que Jack ha solicitado madera!

Le hizo gracia tener que tranquilizar a su carcelero, asegurándole que no lo iban a ahorcar.

—Te prometo que no me van a ahorcar, con madera o sin ella —afirmó.

Lo mismo pasaba con Jack. Antes le había sugerido que animara a Harry diciéndole que no iba a haber ejecución.

—Yo no apostaría mucho dinero por ti —repuso Jack, apoyado en el umbral con los brazos cruzados sobre la insignia de sheriff—. A menos que hagas algo y recurras la sentencia.

—Ah, bueno, tú y yo oímos cómo el gobernador me prometía el perdón.

—Escucha… —empezó a decir Jack con mucho énfasis, pero no siguió, sacudiendo en cambio la cabeza. Por fin dijo—: A mí no me concierne, lo que haga o deje de hacer el gobernador, Jota Minúscula. Yo hago mi trabajo.

—Eso mismo dice Harry. Sois muy trabajadores por aquí. El gobernador es un hombre de suerte al contar con unos tíos tan responsables. —Johnny extendió las manos e hizo un gesto admirativo hacia las esposas—. Supongo que vas a preguntarme si me voy a fugar antes de que te tomes la molestia de construir el patíbulo.

—No, no voy a preguntarte eso. Te digo que a menos que encuentres un medio legal para cambiar las cosas, eres hombre muerto. Y tampoco me refiero al gobernador.

—Hay tiempo de sobra.

—¡Sólo quedan dos semanas! —Jack descruzó los brazos y volvió cruzarlos en el otro sentido. Entonces, como si le doliera, sentenció—: Ha sido un error judicial.

—Un juicio correcto hecho de forma incorrecta.

—¿Crees que me gusta solicitar madera para que cuelguen a un viejo amigo? Es difícil, te lo aseguro. Empiezas a ser servidor de la ley, y esto es lo primero de que tienes que ocuparte.

Eso volvió a hacerle gracia. Ahora también tenía que consolar a Jack Grant por su cruel destino de sheriff.

—Ojalá te tomaras esto en serio, Johnny —prosiguió Jack—. ¡Porque es muy serio, te lo aseguro!

Cuando Jack se hubo marchado, Johnny fue a mirar por la ventana. Pasaban carretas y jinetes, un grupo de cuatro chicas del establecimiento de la señora Watson, y Ed Duffy llevando una carretilla con unos fardos. Al cabo de un par de minutos apareció Henry Enders, paseando en la misma dirección, con el brazuelo pegado al pecho, la manita bajo la barbilla y el bombín sobre la maraña de pelo. Al cabo de un rato Ed Duffy volvió arrastrando los pies, hurgándose los dientes con un palillo, balanceándose con sus andares de pato y torciendo hacia arriba la cabeza para echar un vistazo a la cárcel. Trabajando para Henry Enders; acababan de almorzar juntos en el Bird Cage. Mientras esperaba a que el camarero le trajera el almuerzo del hotel, en la acera de enfrente, Johnny hizo prácticas tratando de quitarse las esposas, tras untarse en las muñecas con un trozo de mantequilla rancia y maloliente que había guardado en el pequeño cajón de la mesa.

Pat Cutler fue a hacerle una visita. Estaba mejor que la última vez que Johnny lo había visto en el fuerte, en la junta investigadora, pero el cuello aún le quedaba dos tallas más grande. Llevaba un atuendo más marcial que de costumbre, con guerrera azul y galones de teniente en las hombreras, las botas bien lustradas. Cutler no era mucho más alto que él, pero había corpulencia en sus hombros, y entre su corta barba asomaban hebras blancas. Tenía la nariz torcida de alguna pelea, ojos azules y brillantes que miraban bajo espesas cejas. Llevaba la gorra bajo el brazo. Evidentemente, Harry pensó que no había riesgo en dejarlo solo con un oficial de caballería.

Cutler cogió un pequeño revólver del interior de la gorra y lo puso sobre la mesa.

—¿Para qué es eso?

—Por si lo necesitas.

Una serie de timbres de alarma resonó en la cabeza de Johnny. Recordó que Cutler solía jugar al póquer en la tienda con Boland y los demás antes de relacionarse con Lily Maginnis. Mira bien dónde te metes. No le hacía falta el arma, lo único que tenía que hacer era decir a Harry que se asomara a la ventana a mirar algo.

—¿Por qué haces esto? —preguntó—. Vas a buscarte un lío, ¿no?

—¿Por qué crees que lo hago?

—¿Lily?

Pisando fuerte, Cutler se acercó a la ventana y se quedó allí, de espaldas.

—Mira, hombre, me salvaste la vida —dijo—. Y por eso te ves en este apuro. El gobernador no ha contestado a la carta que le escribí sobre el asunto.

Johnny no hacía más que repetir a la gente que no se preocupara, que no iba a morir en el patíbulo que Jack Grant ni siquiera había levantado todavía.

—Bueno, ya había decidido entregarme. Sólo que quizá haya cometido un error de cálculo al fiarme del gobernador. Al menos eso es lo que parece, de momento.

Cutler se volvió a mirarlo con la mandíbula proyectada hacia delante.

—¿Alguna noticia de Lily?

—Sólo que no está teniendo mucha suerte con el gobernador.

—Me han contado lo del juicio. A su lado, la junta investigadora parece un asunto serio.

—Lily ha mandado venir a un tío de Globe, un abogado que nunca ha perdido un caso. Ella tiene mucha fe en los abogados.

—Ha estado casada con uno en el que mucha gente depositó su confianza —recordó Pat Cutler.

—Qué razón tienes, ¿eh? —repuso Johnny—. Es curioso repasar algo que tanto te ha afectado y de pronto ver que hay aspectos confusos.

Cutler volvió a la mesa y miró con el ceño fruncido el pequeño y reluciente revólver.

—Me quedaría más tranquilo si guardaras eso en algún sitio, por si no resulta lo de ese abogado.

Para complacerlo, preguntó a Cutler si tenía un cordel, y causando mucho desorden en su uniforme el teniente logró sacar el cordón que le ceñía los calzoncillos. Johnny se agachó bajo la mesa para atar el guardamonte al soporte del cajón con un nudo corredizo. Eso tranquilizó al teniente.

—¿Qué noticias tienes de tu mujer en la hacienda? —le preguntó Johnny.

Cutler se limitó a encogerse de hombros.

—Parecía buen sitio, el día que delirabas.

—Si necesitas un buen sitio cuando salgas de aquí, allí serás bien recibido —dijo Pat Cutler.

—Vaya, me alegro de saberlo, gracias. Pero hay una región en la vertiente oriental de las Rocosas en la que he estado pensando; un terreno que vi una vez.

Cutler empezó a pasear inquieto, como deseando que hubiese algo más que decir, y luego se despidió.

—Esos puñeteros oficiales del fuerte andan pavoneándose por ahí como si tuvieran un atizador en el culo —dijo Harry—. ¿Qué quería?

—Que le prometiese que no voy a dejar que me ahorquen —contestó Johnny.

* * *

El último abogado de Lily era un individuo de hombros estrechos con unos mechones de pelo negro y grasiento peinados directamente sobre la calva, y una voz que le salía del sótano. Harry trajo dos sillas más y se quedó en la puerta, observándolos, mientras el abogado se sentaba a la mesa y tomaba notas con un lápiz en un cuaderno de rayas. Johnny, también sentado, contestaba a las preguntas del señor Tarkenton mientras Lily, alta y esbelta con un vestido negro, miraba por la ventana.

En opinión del señor Tarkenton podía presentarse un recurso sobre la base de que no se había registrado la transcripción del juicio porque, al parecer, se había extraviado. Existían al menos otros doce errores procesales, por si aquello no fuese suficiente. El juez Arthur tendría que haberse inhabilitado a sí mismo, para empezar. Había que cambiar la jurisdicción a un sitio que no fuera Madison. El señor Tarkenton se ocuparía de que el recurso se viera en Globe. No cabía duda de que le darían la absolución. Sin embargo, lo fundamental era que el señor Tarkenton iba a enfocarlo simplemente como una manipulación del señor MacLennon por un lado y del juez Arthur por otro.

—Espere un momento —objetó Johnny—. Me parece que estamos cabalgando en dirección equivocada. Al señor Turnbull lo asesinaron, lo mismo que al señor Maginnis, y la señora Maginnis y yo queremos que se castigue a los autores de esos crímenes. Que yo vaya a Globe no es lo que pretendemos, señor Tarkenton.

El señor Tarkenton se echó hacia atrás en la silla, que crujió, y dio en la mesa con la rodilla. Al balancearse, el pequeño revólver de Pat Cutler chocó sonoramente contra el cajón. Harry seguía apoyado en la puerta con los puños metidos en los bolsillos.

—Lo primero es ponerte a salvo, Johnny —dijo Lily, volviéndose de la ventana. Olía a un jardín de flores.

—Pues yo creo que lo primero es que dé testimonio contra Henry Enders.

Ella sacudió la cabeza como si dijera tonterías, y el abogado, frunciendo los labios, puso mala cara.

—Me contrataron para evitar que al señor Turnbull le ocurriera algo malo —continuó Johnny. Le daba rabia que le temblara la voz—. Y no lo conseguí, tampoco con el señor Maginnis. Pero no me pagaron para que me pusiera a salvo. Ahora le he hecho una promesa al gobernador, y el hecho de que él no cumpla su parte del trato no viene al caso. La cuestión no es ir a Globe para una revisión de la causa. Sino que juzguen a Henry Enders.

Le producía desasosiego ver las triquiñuelas de Lily Maginnis, que antes nunca había considerado de esa forma: cómo agitaba las pestañas cuando el señor Tarkenton se dirigía a ella, o el modo en el que se llevaba las manos al pecho en señal de desamparo. Aun sabiendo que trataba de ayudarlo, Johnny deseaba no verlas con tanta claridad.

—¿Has presenciado alguna vez un ahorcamiento, hijo? —inquirió el abogado con su voz retumbante.

—No, y tampoco voy a verlo ahora.

—Permíteme decirte una cosa, querido muchacho. Te prometo que, si seguimos ciertos procedimientos, no van a ahorcarte por la muerte del sheriff Smith.

—Si llega a pasarte algo, Johnny, me sentiré culpable —dijo Lily.

Se llevó las manos al pecho, pero Johnny sintió su poder. Haría lo que ella quisiera, que era salir de la cárcel de Madison por las buenas o por las malas. Y era eso último lo que le irritaba. Vio cómo el abogado revolvía papeles en su maltrecha cartera.

—¿Vas a proceder entonces, Jarvis? —preguntó Lily.

El señor Tarkenton volvió pesadamente la cabeza para mirar a Johnny a los ojos.

—Tengo que decirte que mis honorarios son elevados, y espero que mis esfuerzos se vean recompensados.

—Cobrarás, Jarvis —aseveró Lily—. Te lo garantizo personalmente.

—¿A cuánto ascenderían, señor?

—Calculo que a dos mil o dos mil quinientos dólares.

Un silbido salió de entre los labios de Johnny. Era más dinero del que había visto en toda su vida. ¡Y él valía esa suma!

—Yo le pagaré su factura, señor Tarkenton.

—Hay formas de ganar una considerable cantidad de dinero, ¿sabes? —dijo el abogado Tarkenton—. Conozco al coronel Russell, del «Espectáculo del salvaje Oeste del coronel Russell», y estoy seguro de que te pagarían bien por actuar como artista del tiro al blanco. O simplemente por hacer apariciones. Y hay caballeros de revistas y periódicos a los que puede recurrirse para que contribuyan a tu defensa a cambio de determinados favores por tu parte.

Sacudió la cabeza sin decir palabra. La idea de actuar en un espectáculo del salvaje Oeste, como un animal enjaulado al que la gente miraba embobada, le daba vértigo. Tampoco quería nada con los tipos que escribían sobre él sin tener ni idea de su vida, embusteros sin más.

Cuando se despidió del señor Tarkenton, estuvo a punto de decirle: «¡No se acerque a las ventanas!». Era un consejo que él mismo debería haber seguido.

Aquella noche estuvo viendo quién pasaba por la calle frente a la cárcel, pensando en Elizabeth Fulton, en su esbelta y proporcionada figura, en su rostro color de miel, casi bello; en cómo los dorados cabellos le crecían en la nuca en un pequeño remolino, y en el diminuto lunar tostado bajo el labio. Si el señor Tarkenton lo sacaba de allí sin tener que fugarse y vivir escondido, preguntaría a Pete Fulton si podía casarse con ella. Casi los veía ya a los dos, Elizabeth y él en dos ponis, dirigiéndose a Colorado, a la vertiente oriental de las Rocosas, a empezar una nueva vida donde todo era verde y en primavera corría el agua por todas partes cuando se fundía la nieve Se instalarían en las estribaciones de las montañas, en un pequeño valle de su propiedad, con un par de cientos de cabezas de ganado para empezar. Ya veía la casita que construiría, con paredes de adobe pero con vigas de troncos, y él mismo cortaría los listones para el tejado, mientras Elizabeth…

El cristal de la ventana estalló frente a él. Retrocedió tambaleante y, con las rodillas temblorosas, empezó a quitarse esquirlas de la ropa y, con más cuidado, del pelo. Harry lanzó una maldición, aplastando cristales con los tacones de las botas mientras se acercaba a la ventana destrozada. Lo pensó mejor, se apartó, y salió cojeando de la cárcel, olvidándose de cerrar la puerta.

Así que a Henry Enders le preocupaba el abogado de Globe, el señor Tarkenton. Al cabo de un rato Johnny volvió tranquilamente a la ventana para mirar a la calle, que se había quedado desierta. Se acabaron las fantasías, entonces, cuando todo el mundo podía tenerlo en el punto de mira.

* * *

Cuando cogió la taza para dar un sorbo al café tibio, Johnny vio el trozo de papel que había debajo. Dejó la taza. Se oían fuertes pisadas de hombres que subían y bajaban las escaleras, mientras Jack Grant organizaba una partida para salir de la ciudad a caballo. Harry, de pie en el umbral, se puso de espaldas a él para ver cómo entraban y salían hombres en tropel de la oficina de Jack para bajar luego las escaleras, y Johnny aprovechó para desdoblar el trozo de papel. Había un dibujo de una luna creciente atravesada por una pistola. Tuvo la impresión de que a raíz de la visita del señor Tarkenton, el tiro por la ventana y Jack Grant marchándose ahora de la ciudad con sus ayudantes, había echado a andar un reloj. Mira bien dónde te metes.

Pensativo, se terminó el café antes de anunciar que necesitaba ir al retrete otra vez. Harry bajó cojeando las escaleras y salió con él a la violenta luz del sol, le quitó las esposas y adoptó su postura de tranquila impaciencia frente a la puerta con su abertura en forma de media luna. En el interior, Johnny giró el pequeño travesaño que atrancaba la puerta y se agachó para hurgar en los periódicos amontonados sobre la plataforma del asiento. El Colt era un modelo antiguo, con las balas de plomo asomando por los espacios del tambor. Sacó el cilindro para inspeccionar la carga, se echó los cartuchos en la mano, pesadas piezas de latón, cobre y plomo. Comprobó las cápsulas fulminantes, la alineación del tambor y el cañón, el percutor. Apretó el gatillo y con el pulgar interrumpió la trayectoria del percutor. Lo habían limado, inutilizándolo.

En cuclillas observó las cinco balas y el arma deteriorada. Luego tiró el revólver por el agujero, donde chapoteó en la porquería. Soltó las balas una a una. El reloj andaba más deprisa.

Esposado de nuevo, cruzó el patio delante de Harry y subió las escaleras. En la celda, se dirigió a la ventana y se inclinó para mirar algo con interés.

—¡Vaya, hombre, mira eso! —dijo, haciendo una seña al carcelero para que se acercara.

Harry no acudió. Cuando Johnny se volvió, el carcelero tenía el Colt en la mano y le apuntaba.

—¿Qué pasa, Harry?

—¡Sé que has cogido una pistola ahí fuera! —balbuceó Harry.

—¡Yo no!

—¡Claro que sí! —El nudillo del dedo que Harry tenía en el gatillo estaba tan blanco como su rostro.

—¡Vas a matarme! —exclamó Johnny, tambaleándose hasta la mesa, frente a la que se sentó de golpe como si no le sujetaran las piernas, derrumbándose sobre el tablero como si se le hubiera derretido el espinazo. Entonces, con los dedos rozando el revólver de Pat Cutler, musitó—: ¿Por qué lo haces, Harry?

—¡Me hace falta dinero, Johnny! Mi mujer…

Johnny disparó en «mujer», apretando el gatillo cinco veces con la mejor puntería que pudo entre una nube de humo y un estrépito continuo y ensordecedor. Harry salió despedido por la celda hasta chocar con la pared, por donde se escurrió con la cabeza erguida.

Aún inclinado sobre la mesa, Johnny abrió de golpe el cajón y cogió con el dedo el último resto de mantequilla allí guardada, untándose las muñecas y deslizándose las esposas por ellas. Dejó donde estaba el revólver del teniente, se acercó de un salto al carcelero y se agachó para cogerle el Colt. Harry estaba bien muerto. El reloj seguía andando mientras se apresuraba hacia la oficina del sheriff. Hicieron falta dos disparos para saltar la cerradura del armero, con la puerta abriéndose de par en par como si la hubieran empujado desde dentro. Se abrochó a la cintura una cartuchera con un Colt enfundado, se remetió en el cinturón el cañón del arma de Harry, cogió un Winchester y comprobó la munición. Por la escalera resonaron los tacones de unas botas y se aplastó contra la pared junto a la puerta del sheriff cuando un hombre jadeante apareció en el rellano con una escopeta en la mano: un tipo duro, sin afeitar, llamado Mike Piggot. Con fuertes pisadas, Mike entró en la celda.

Johnny esperó, porque se oían más pasos que subían, Henry Enders esta vez, con su levita negra y su bombín, empuñando un revólver. Detrás de él apareció Ed Duffy con un fusil. Henry Enders entró con cautela en la celda.

—¡Suéltalo! —ordenó Johnny a Ed Duffy, haciéndose ver.

Ed se quedó quieto frente a él, boquiabierto. Abrió la mano y el fusil cayó con estrépito sobre sus botas.

—El Colt también.

Ed sacó el arma con cuidado y la dejó caer, levantando las manos a la altura de los hombros. Seguía con la boca abierta, los ojos como uvas peladas.

—¡Entra!

Johnny se acercó rápidamente a Ed Duffy y se le pegó a la espalda. En la celda, Mike estaba agachado sobre el cadáver de Harry. Frente a la mesa, Henry Enders empuñaba el revólver con la mano buena. Al ver a Johnny, Mike se irguió bruscamente, alzando la escopeta.

Johnny le disparó en el brazo derecho, y Mike chilló, desplomándose sobre la escopeta y el cadáver de Harry.

Disparó por detrás de Ed Duffy y Henry Enders cayó hacia atrás, derribando la mesa. Cuando intentaba enderezarse y apuntarle con el Colt, Johnny le disparó en el brazo derecho, arrancándole el arma. Enders quedó tendido en el suelo, mirándolo fijamente, abriendo y cerrando la boca como una trucha recién sacada del río. Tenía el pequeño puño apretado bajo la mandíbula, el brazo derecho cubierto de sangre, que le empapaba el vientre.

—Insignificante enano de mierda…

Disparó de nuevo, matando a Henry Enders. Luego se volvió hacia Mike, que, tras conseguir apartarse de Harry, tenía una mano alzada como un colegial que sabe la respuesta.

—¡No, Johnny!

Empujó a Ed Duffy con el cañón del fusil.

—Vámonos de aquí.

—¡Johnny, Johnny! Yo no…

—¡Fuera!

Ed salió de la celda y empezó a bajar las escaleras delante de él, con las manos a la altura de los hombros. Hacia el final, le fallaron las piernas y cayó rodando, mientras gritaba:

—¡No, Johnny!

Se levantó con dificultad, tratando de mantener las manos por encima de la cabeza, volviendo el pálido rostro con un borrón azulado en el mentón.

—¿Tenéis caballos Mike y tú ahí fuera?

—¡Sí!

—Vamos por ellos.

Empujándolo por la espalda, Johnny salió tras él por la puerta del tribunal, entornando los ojos al sol de mediodía, y bajó los escalones sobre los cuales Pogie Smith había esperado emboscado, aunque cuatro testigos testificaron que simplemente estaba vigilando, y desarmado.

La calle estaba desierta. Vio un rostro en una ventana del hotel, y las pardas grupas de unos caballos amarrados en la baranda. Sintió en la frente el cosquilleo de unas miradas fijas en él. Se sorprendió pensando en los periodistas de Nueva York, que escribirían: ¡Huida temeraria! ¡Johnny-A se fuga de la cárcel de Madison! ¡Ni una mano se alzó para detenerlo!

No se alzó ni una mano.

—Monta en tu caballo —le dijo, y Ed se apresuró a montar un castrado de morro blanco. Johnny subió de un salto a la silla del siguiente, sin dejar de apuntarle con el fusil.

—Hacia el sur.

Ed empezó al paso, el triángulo de su rostro sobre el hombro, mirando atrás.

—¿Qué vas a hacer, Johnny?

—Tú sigue adelante.

Continuó detrás del cuarto asesino del señor Turnbull, pasando frente a un granjero que venía en la otra dirección en un carro con balancín tirado por dos mulas de avance lento y pesado. Su mujer y dos niños de pelo negro lo miraron desde el pescante. Decid a vuestros hijos que habéis visto a Johnny-A fugarse de la cárcel de Madison. El granjero chasqueó la lengua, animando a las mulas.

Al salir de la ciudad, Johnny dirigió a Ed hacia el sur. Dudaba que pudiera organizarse una persecución, teniendo en cuenta la ausencia de Jack Grant, pero al cabo de seis o siete kilómetros hizo que Ed se desviara del camino de carros y se adentraron en las colinas.

—¿Qué vas a hacer, Johnny? —le preguntó de nuevo Ed, volviendo la cabeza.

—Averiguar exactamente quién os pagó a Cory, Bert, Clay y a ti para matar al señor Turnbull.

—¡Ah, eso te lo digo yo, Johnny! No es ningún secreto. Fue el señor Enders. Y Pogie Smith andaba en ello.

—Ninguno de ellos puede decir que es mentira, ¿verdad? Quiero saberlo todo, Ed. Cuando paremos, charlaremos un poco. Piénsalo bien hasta entonces.

* * *

Sentado a la sombra con las piernas cruzadas, el fusil sobre las piernas, miraba con los ojos entornados a Ed Duffy, montado sobre el castrado de morro blanco. El sol centelleaba formando puntos luminosos entre las hojas. Ed estaba muy erguido en la silla con las manos atadas a la espalda y la soga al cuello, pasada por una rama del árbol.

Johnny había fabricado un tirachinas con la horquilla de una rama y un trozo de cuero, y ahora lanzó un guijarro hacia arriba, apuntando a los hombros de Ed.

—¿Ya estás seguro?

El castrado alzó la pata un par de veces.

—Claro que lo estoy, Johnny —se apresuró Ed a contestar, con voz chillona—. No tengo motivos para mentir por Ran Boland, ya lo sabes.

—Cuéntamelo otra vez.

—Pues, bueno, estábamos en esa habitación del piso de arriba de la tienda, como te he dicho antes. El señor Boland, el señor Enders, Clay, Cory y yo. Bert aún no había llegado. Pogie, sí. Dijo que nosotros iríamos delante, y los demás, detrás. Él daría un rodeo por el otro lado con más hombres. El inglés iría con más gente, advirtió, pero nosotros sólo teníamos que ocuparnos de él.

—Es decir, matarlo.

—Bueno, el señor Enders dijo: «Acabad con ese demonio de inglés». «Diablo», es la palabra exacta que pronunció, así se referían siempre al señor Turnbull y al señor Maginnis. Y el señor Boland dijo: «Simplemente aseguraos de que todo parezca como debe ser, muchachos. Las apariencias lo son todo en este negocio».

Johnny pensó que podía oír a Ran Boland diciendo esas palabras.

—«Lo importante es librarse de Diablo número dos y de Diablo número uno…», o algo así, dijo el señor Enders. Y el señor Boland dijo: «Las apariencias son las apariencias, y el negocio es el negocio. Pero libraos de ese individuo». Algo así, Johnny.

—Cien dólares por cabeza —dijo Johnny. Puso otra piedrecita en el lanzador de cuero del tirachinas.

—Eso era para Cory, Bert, Clay y yo. Lo de Pogie no lo sé.

—Cuéntamelo otra vez —dijo él, alzando la vista con los ojos entornados hacia los puntos luminosos que se filtraban entre las hojas.

El hombre y el caballo estaban de perfil hacia él, con la soga trazando una tensa línea desde el cuello de Ed a la rama del árbol. Apuntó con el tirachinas y dio con la piedra en el anca del animal. Ed jadeó.

—Desde el principio —dijo Johnny.

Pero en cuanto Ed empezó de nuevo, supo que nunca iba a saber toda la verdad. ¿Qué es la verdad?, como dijo Pilatos.

* * *

Durante la convalecencia de Cutler, el coronel Dougal obtuvo autorización del general Yeager para suspender a los exploradores hoyas de servicio activo y enviarlos a Bosque Alto. Los telegramas de protesta de Cutler al capitán Robinson no suscitaron respuesta. Al día siguiente de la noticia de la fuga de Johnny Angell de la cárcel de Madison, llegó un telegrama en el que se ordenaba a Cutler que preparase un informe sobre la situación de los sierraverdes en Bosque Alto. La primavera era la estación tradicional para las huidas, cuando se abría la perspectiva de un sustento natural a lo largo del verano y ya no se dependía tanto de las raciones de comida de ojo pálido.

Cutler sonsacó tres latas de peras al sargento del comedor como señal de despedida hacia los hoyas, e inició la marcha hacia Bosque Alto montado en Malcreado. Era la segunda vez que iba a caballo desde su recuperación, y tenía las posaderas delicadas.

En la Agencia, la bandera ondeaba lánguidamente en el mástil como un animal dormido en un costal rayado. Había indios pululando entre los corrales y los edificios administrativos. Cuando desmontó, uno de ellos corrió hacia él, con las oscuras y huesudas piernas agitándose bajo los faldones de la sucia camisa. Skinny se detuvo patinando frente a él, con una amplia sonrisa y la parodia de un saludo militar.

—¡Nantan Tata!

Cutler le devolvió el saludo. Nochte se dirigió cojeando hacia él, el pecho desnudo, pantalones blancos llenos de suciedad, el airoso sombrero con cintas azules ladeado sobre la cabeza.

Cutler se alegraba tanto de verlos que le dolía la boca. Los hombres apaches no se abrazaban.

—¡Traigo peras!

Sacó las rollizas latas de la alforja y se las ofreció a Skinny, que las apretó contra su pecho acariciándolas como si fueran animalitos. Skinny habló rápidamente en apache con Nochte.

—¿Qué ha dicho?

—Dice que le han dicho que habías muerto. ¿Eres un espíritu? Dice que los mexicanos te habían puesto enfermo. ¡Iremos a México y mataremos mexicanos!

—Dile que no es necesario. Ya estoy bien.

Nochte esbozó su circunspecta sonrisa y transmitió el mensaje. Skinny parloteó nerviosamente.

—Dice que los exploradores de Nantan Tata se mueren de aburrimiento en Bosque Alto. Y también son muy pobres sin los dólares de soldado azul. Dice que no está bien que los exploradores de Nantan Bigotes tengan dólares de soldado azul y los de Nantan Tata, no.

—He enviado telegramas a Nantan Lobo para pedirle que vuelva a poner en nómina a los exploradores.

Se le ocurrió que Yeager se había enterado de sus intenciones de presentar la dimisión, y se guardaba ese as en la manga.

—Resulta difícil, cuando uno se ha acostumbrado a los dólares de ojo pálido —dijo Nochte con dignidad. Su magnífico rostro aquilino también estaba sucio. Alzando una ceja, anunció—: El Pueblo de la Franja Colorada quizá se vaya pronto.

Cutler preguntó si Caballito estaba tranquilo.

Nochte parecía abstraído. Skinny tenía la expresión de quien escucha algo en la lejanía. Hablaron entre sí de forma entrecortada, demasiado deprisa para que Cutler entendiera algo aparte de que Caballito y los sierraverdes no estaban tranquilos. Nochte se lo confirmó.

—El Pueblo de la Franja Colorada está intranquilo, más que otros.

—¿Qué dice Joklinney?

Cuando explicó a Nochte lo que quería decir con eso, Nochte sólo contestó que Caballito era nantan y Joklinney su sobrino.

—¿Se piensa que el Pueblo de la Franja Colorada va a marcharse?

Nochte se encogió de hombros afectadamente, mirando a Cutler con altivez.

—Si el Pueblo de la Franja Colorada se marcha de Bosque Alto será bueno para los hoyas. Tendríamos otra vez el dólar de soldado azul y ya no moriríamos de aburrimiento.

Se alejaron de los nahuaques que holgazaneaban frente a los edificios de la Agencia, Cutler llevando a Malcreado de la brida, Skinny con las latas de fruta apretadas contra el pecho, Nochte cojeando. Incluso los exploradores estaban impacientes ante la posible fuga de los sierraverdes. De nuevo se sentía atrapado, al servicio de Yeager y de Caballito.

Le informaron de que Tazzi había estado enfermo del estómago pero ya se encontraba mejor, a Jim-jim le había picado un escorpión, Kills-a-Bear había oído que su mujer había muerto en Fort Apache. Si Nantan Tata los acompañaba a su ranchería en Broken Tree Creek todos se darían juntos un festín de peras en conserva, y quizá encontrarían tiswin.

—¿Nantan Malojo es justo con los hoyas? —preguntó Cutler.

Skinny frunció el ceño cuando tradujo Nochte. Ambos se encogieron de hombros, Nochte apoyando su peso en la pierna buena, el aplastado dedo gordo de su otro pie apenas tocando el suelo.

—A Nantan Malojo le gustan más los nahuaques. No le gusta el Pueblo de la Franja Colorada. —Nochte hizo un gesto de partición, moviendo la mano a un lado y otro—. Las squaws se quejan de que no le gustan los hoyas, aunque le caen mejor que el Pueblo de la Franja Colorada. Nantan Bigotes ha venido a gritarle.

—Tengo que hablar con Caballito y con Nantan Bigotes.

Skinny habló rápidamente, mientras Nochte miraba de soslayo a Cutler, ruborizándose.

—Dice que Nantan Bigotes folla squaw de Pueblo de la Franja Colorada.

—¿Se sabe cuál es?

—Sí, se sabe —dijo Nochte, haciendo un gesto para indicar un vientre hinchado.

* * *

En el prado de Caballito las mujeres estaban en cuclillas sobre piedras planas a lo largo del río, lavando ropa. A Cutler sus risas le resultaban estridentes. Más allá pastaba el ganado, grupas pardas removiéndose entre la alta hierba. Cutler se sentó con las piernas cruzadas con Caballito, Joklinney, Dawa, Big Ear y Cump-ten-ae. Caballito no le hablaba directamente, sino a través de Joklinney, y tampoco lo miraba a los ojos. El rostro del jefe era salvaje, arrugado en torno a la boca como una corteza de pan. Dijo algo brusco a Big Ear, que se levantó de un salto y, sin decir palabra, se dirigió a las wickiups.

—Va por whisky —le informó Joklinney. Le había crecido el pelo. Llevaba una camisa azul arrugada pero limpia, pantalones vaqueros y mocasines.

Caballito lanzó una torva mirada a su alrededor. Parecía cómo si ya le hubiera dado al whisky, los ojos con un brillo rojizo. En sus morenas piernas había manchas de barro, de un tono más claro que su piel. Todos menos Joklinney tenían franjas pintadas en las mejillas.

—¿Quién os vende whisky? —preguntó Cutler.

—Siempre hay ojos pálidos vendiendo whisky. Vendiendo fusiles, vendiendo cartuchos.

—¿Quién vende fusiles y balas?

Caballito gritó en apache a Joklinney. Que no quisiera comunicarse directamente parecía mala señal.

—Caballito desea saber si es cierto que Angelito se ha fugado de la cárcel de ojo pálido.

—Es verdad.

—¿Matando hombres?

—Hubo tres muertos.

Caballito se ciñó más la manta sobre los hombros, haciendo con los labios una mueca malhumorada. Volvió Big Ear, con una botella marrón en la mano.

—Bebe, Nantan Verdad —dijo Caballito en inglés, aún sin mirarlo.

Se llevó la botella a los labios, dio un trago del repugnante alcohol, y pasó la botella a Caballito. Cump-ten-ae lo miró torciendo la vista y habló largamente. Por las risas y las miradas de soslayo, Cutler supuso que se trataba de un chiste a su costa.

—Dice que Nantan Tata tiene mal aspecto, muy blanco —dijo Joklinney—. Con este whisky se pondrá moreno como el indeh.

—¡El indeh no puede hacer tiswin, así que debe comprar whisky malo! —murmuró Caballito en español, mirando por fin a Cutler, con el ceño fruncido y el rostro cincelado con arrugas verticales—. ¡Todo está muy mal en Bosque Alto, Nantan Verdad!

—¿Qué está mal ahora, Nantan Caballito?

La botella volvió a pasar. Dawa eructó apreciativamente y se dio palmaditas en el grueso vientre. Big Ear soltó un regüeldo a su vez. Cutler dio un pequeño trago y pareció rebotarle en el estómago, como queriendo salir de nuevo. Se produjo una discusión, pero Caballito no participó.

—Dicen que el Pueblo de la Franja Colorada debe volver a San Marcos o vendrán hombres con papeles —dijo Joklinney.

—¿Nantan Malojo dice eso?

—Nantan Malojo lo ha dicho. Los nahuaques lo dicen también. Nantan Malojo ha dicho que plantar cosechas es una estupidez. Piensan que significa que el Pueblo de la Franja Colorada no estará mucho tiempo aquí. —Joklinney le sonrió con sus huesudas facciones. Al cabo de más deliberaciones, Joklinney dijo—: Creen que Nantan Malojo y otros ojos pálidos quieren quitar el rebaño a Caballito.

Cutler emitió un hondo suspiro.

—Nantan Lobo ha prometido que Caballito conservará su rebaño. Es cierto que la Oficina de Asuntos Indios quiere concentrar en San Marcos a todos los indeh, pero Nantan Lobo no permitirá que eso suceda al Pueblo de la Franja Colorada.

Joklinney habló largamente en apache. Los demás miraron fijamente a Cutler. Big Ear habló con desdén.

—¿Qué ha dicho, Joe King?

Joklinney lo miró, divertido por el nombre. Los huesos de su rostro le sobresalían a través de la piel, exactamente como el marco de una cometa a través del tejido. El pelo le caía bajo las orejas.

—Se dice que Nantan Lobo ha perdido su poder.

Cutler replicó que él no tenía noticia de eso. Los otros lo miraron fijamente, Caballito habló y Joklinney tradujo:

—Pregunta qué cree el ojo pálido que ocurre cuando uno muere.

Los duros ojos negros de Caballito, con sus destellos rojizos, estaban clavados en Cutler.

—Los ojos pálidos creen que la gente buena va a buen sitio, y la gente mala a un lugar donde reciben su castigo.

—Los indeh creen que todos iremos a buen sitio —dijo Joklinney, con las mejillas arrugadas por su sonrisa mecánica—. Todos los indeh. Ningún ojo pálido allí.

Caballito preguntó lo que creía Nantan Verdad.

Cutler dijo que no sabía. Big Ear despertó discretamente al viejo Dawa, que estaba roncando. Cutler dijo:

—Di a Nantan Caballito que volveremos a vernos, en un sitio o en otro.

Joklinney parecía contento, asintiendo con la cabeza, mientras transmitía sus palabras. Caballito sonrió y agitó la botella como al son de una música ausente. La sonrisa desapareció y habló largamente.

Joklinney hizo un gesto hacia los presentes, y otro, más amplio, hacia las wickiups.

—Dice que todos los de aquí, todo el Pueblo de la Franja Colorada, todos los indeh, irán al buen sitio. Muy pronto. Tiene el poder de verlo. Esperarán allí a Nantan Verdad, que a pesar de ser ojo pálido es buen hombre.

La emoción combinada con el apestoso whisky le revolvió el estómago. Inclinó la cabeza.

—Espero con impaciencia reunirme con el Pueblo de la Franja Colorada en ese lugar, pero no creo que sea pronto.

—Cree que todos van a morir pronto —dijo Joklinney con voz queda—. Todos.

—¿Porqué?

¡Dah-koo-gah! —contestó Joklinney, encogiéndose de hombros. Luego añadió—: Ha oído la llamada de un búho.

—Joder.

—Es difícil para Joe King, que cree en esas cosas pero ojo pálido le ha enseñado a no creer en ellas.

Caballito habló rápidamente a Joklinney, que contestó con cuidado. El jefe se lanzó a un largo discurso, con gestos, expresiones de odio, desesperación, conciliación y odio de nuevo. Con el puño trazaba arcos violentos. Se interrumpió, alzando orgullosamente la cabeza, esperando que Joklinney tradujera.

—Habla del gran nantan Juan José. Era un jefe poderoso, y amigo de ojo pálido. Cuando los mexicanos asesinaron a su padre se volvió muy salvaje con ellos, pero siguió siendo amigo de ojo pálido. El ojo pálido estaba a salvo en el territorio de Juan José. Juan José era amigo de un ojo pálido llamado Johnson. Ese hombre tenía una tienda, y vendía whisky y balas, y Juan José confiaba en él. Los mexicanos ofrecieron dinero a Johnson por la cabellera de Juan José, y también por las cabelleras de su pueblo. Así que Johnson invitó a Juan José y a su pueblo a la tienda, donde les dieron whisky para emborracharlos. Tenía un arma grande, un cañón, y cuando todos los mimbreños estaban borrachos lo disparó contra ellos. Hubo muchos muertos. Otros murieron a manos de los hombres de la tienda. Johnson mató a Juan José, que era su amigo. Y le arrancó la cabellera y se la vendió a los mexicanos.

Cutler no dijo nada, observando a Caballito, que miraba por el prado hacia las risueñas mujeres. Los niños jugaban al escondite entre los árboles. Dawa estaba muy erguido ahora, los brazos cruzados, con expresión solemne. Cump-ten-ae y Big Ear desviaron la cabeza cuando Caballito volvió a hablar.

—Habla del gran nantan Cochise —dijo Joklinney—. Era un jefe de gran poder, y buen amigo de ojo pálido. Un nantan soldado azul llegó con cincuenta y cuatro hombres…

—El teniente Bascomb —le interrumpió Cutler—. Es famoso por la guerra que inició aquel día.

—Acusó a Cochise de robar a un niño ojo pálido. Los chiricahuas no robaron el niño, fueron los pinals. Cuando Cochise se acercó al nantan soldado para parlamentar, lo cogieron con otros tres y lo metieron en una tienda. Debía estar allí hasta que devolvieran el niño a sus padres. Con su cuchillo Cochise cortó la tienda y escapó. Los soldados le dispararon. Los otros, sus hermanos, no huyeron.

»Cochise capturó muchos ojos pálidos. Los soldados no cambiaban sus tres hermanos por los ojos pálidos que Cochise había capturado. Y Cochise los mató. Los soldados ahorcaron a sus hermanos. Más ojos pálidos murieron. Y más indeh. Cada vez más indeh. Y Caballito dice que al final así será para todos los indeh.

—Los ojos pálidos —dijo Cutler— han sentido mucho las injusticias cometidas por el muy estúpido teniente Bascomb.

Se tradujeron sus palabras. Nadie lo miró a la cara. Al cabo de un largo silencio Caballito volvió a hablar ferozmente.

—Habla ahora del gran nantan Mangas Coloradas, de la tribu de Warm Springs. Era un jefe poderoso, y amigo de ojo pálido. Sabía que los ojos pálidos ansiaban el metal amarillo, y se ofreció a llevarlos a un sitio en donde encontrarían todo el que pudieran desear. Pero no se fiaron de él porque era indeh. Así que lo ataron a un poste y le fustigaron con látigos hasta darlo por muerto. Pero no estaba muerto. Dicen que diez mineros ojos pálidos murieron por cada cicatriz que Mangas Coloradas tenía en la espalda.

»Pero Mangas Coloradas se hizo nuevamente amigo de ojo pálido, esta vez de los soldados de California. Se creía que los soldados de California eran amigos de los indeh porque habían expulsado a los soldados de Texas. Pero los soldados de California hicieron prisionero a Mangas Coloradas. Calentaron al fuego las espadas de sus fusiles y se las apretaron contra las piernas y los pies. ¡Sí, es bien sabido! Y cuando gritó: “¿Acaso soy un niño para que me tratéis así?”, lo fusilaron. Muchos morirían por eso, muchos ojos pálidos y muchos indeh. Los indeh mataron muchos por cada muerto suyo, pero hay demasiados ojos pálidos.

Con la cabeza gacha, Cutler se miraba las manos sobre las piernas. Era consciente de que pese a la anunciada política del gobierno, a pesar de la buena voluntad del general Yeager y de sus propias medidas preventivas, Caballito tenía razón. Al final los indeh morirían. Caballito continuó con su denuncia de tratados rotos, siempre por parte del ojo pálido. Se habían prometido los mejores pastos de la Sierra Verde al Pueblo de la Franja Colorada, pero luego encontraron cobre y plata y los colonos los hicieron retroceder. El tratado se había roto, y se envió a San Marcos a los sierraverdes en un «camino de lágrimas». No consentirían emprenderlo de nuevo.

Pasando la mirada de los enfurecidos rasgos del jefe a los tranquilos de Joklinney, Cutler preguntó con voz queda:

—¿Me está diciendo que van a marcharse?

—Creo que no está decidido.

—Pero quiere irse.

—Creo que quiere irse —afirmó Joklinney.

—Y sabe que van a morir todos.

Joklinney asintió una vez con la cabeza.

—El llamado Angelito que se ha fugado de la cárcel, ¿acaso no sabe que va a morir?

—Creo que sí.

—El Pueblo de la Franja Colorada va a morir —afirmó Joklinney, con su huesuda sonrisa—. Pero ojos pálidos y mexicanos también morirán.

Caballito observaba con atención. Ofreció la botella de whisky a Cutler, que dio un pequeño trago, se limpió los labios y preguntó:

—¿Por qué me dice Nantan Caballito cosas que ya conozco?

¡Dah-koo-gah! —replicó el jefe de forma explosiva. Relucían las franjas rojas que surcaban sus mejillas en horizontal.

Cutler se sintió conmovido y exhausto al dejar el círculo de los ancianos sierraverdes, con Joklinney acompañándolo a donde pastaba Malcreado.

—Son muchas cosas, ¿comprendes? —dijo Joklinney.

Cutler logró soltar una carcajada y dijo:

—¡Eh, tú, Joe King! ¿Te marcharás con ellos?

El indio se encogió de hombros.

—Joe King no desea irse. Ha aprendido de ojo pálido que es mejor vivir que morir. Puede que vaya. Puede que no.

—¿Hay muchos que no quieren marcharse?

—Las mujeres. Para ellas es muy duro, correr, correr. Recuerdan cómo fue la última vez. Muchas pasaron hambre. Muchas murieron. Niños hambrientos. —Soltó una breve carcajada y añadió—: Las raciones de ojo pálido les hacen recordar que entonces pasaron hambre.

—¿Y los exploradores de Nantan Bigotes?

—¡Nantan Lobo es muy listo! Los dólares son más fuertes que la sangre, como bien sabe ojo pálido. —Joklinney sonrió sombríamente, enseñado unas encías oscuras. Se le acercó más cuando montaba, alzando la mirada hacia él con la cabeza ladeada—. Nantan Bigotes se ha enterado de muchos secretos del Pueblo de la Franja Colorada por boca de una que tiene el vientre hinchado con sus propios secretos.

—Joklinney… —empezó a decir Cutler.

—¡Eh, tú, Joe King! —lo interrumpió Joklinney, aún sonriente—. Queda tranquilo, Nantan Tata. Nantan Bigotes es tu amigo, y también lo es Joe King. Pero otros también saben eso.

Era una advertencia. Subiendo la loma, atravesando una zona llana y arbolada y salvando el repecho de un cerro hacia la ranchería de los exploradores sierraverdes, Cutler intentó comprender las emociones de Joklinney: un hombre incapaz de pensar como ojo pálido pero que tampoco pensaba ya como indeh. Así que estaba enterado de que su mujer —una de sus dos mujeres— estaba embarazada de su amante ojo pálido, quien conocía los secretos de los sierraverdes a través de ella. Pero como Joe King ya no podía pensar como un salvaje vengativo, se había convertido en un marido complaciente como Frank Maginnis.

Por su parte, ¿qué debía pensar Caballito de la desorganización del Pueblo de la Franja Colorada? El soldado azul había corrompido casi a la mitad de sus guerreros por seis dólares al mes. El heredero del viejo Dawa había abandonado la fe indeh gracias a su estancia en San Francisco. Las mujeres se mostraban reacias a enfrentarse a las penalidades de la huida a México, donde su suerte era pasar hambre, correr y morir. En tiempos, cuando un jefe decretaba un movimiento de su pueblo, no había descontento. Ahora Cutler sentía tristeza, como un peso en los hombros, por lo que la amistad de Nantan Lobo había hecho al Pueblo de la Franja Colorada.

Bunch descansaba en una silla de campaña frente a su tienda. Lo acompañaba su intérprete, un mestizo de cara redonda y pelo largo, con unos sucios pantalones de gamuza. Había dos exploradores en cuclillas, apoyados en sus carabinas. Se levantaron y adoptaron la posición de firmes cuando Cutler desmontó, y Bunch, en camiseta con los tirantes describiendo sendos semicírculos bajo sus caderas, también se puso en pie.

¡Ugashe! —dijo Bunch, y los exploradores se alejaron, con el intérprete siguiéndolos más despacio. Bunch estrechó la mano a Cutler.

—¡Desde luego estás hecho una pena, Pat!

—Estoy mejor de lo que parezco, y contento de tener aún las dos piernas.

—Ahora lo entiendo —repuso Bunch, riendo.

Sacó otra silla de campaña y se sentaron juntos, mirando con los ojos entornados hacia la enorme esfera roja del sol suspendida sobre las cumbres occidentales.

—Parece que Caballito va a fugarse, Sam.

—Eso me han dicho.

—Dipple está insinuando otra vez que tienen que volver a San Marcos. Aparte de otras cosas. Alguien les está vendiendo whisky.

—Un viejo cabrón ha estado rondando por aquí. Fui a darle un susto, pero dijo que estaba vendiendo Biblias. Regala un litro de matarratas con cada Biblia. ¿Acaso iba a entrometerme en ese intento de incitar a los paganos a estudiar la Biblia? —Bunch rió entre dientes. Luego añadió—: Desde luego, lo primero que hacen es robar para tener dinero con el que comprar las Biblias y conseguir el whisky. Eso ya lo he visto antes. Hablando de lo cual…

Bunch entró en la Sibley y volvió a salir con una botella de whisky.

Cutler dio un sorbo y le supo a leche con miel después de la poción de Caballito.

—Corre también el rumor de que el sheriff Grant intentará detener a Caballito y algunos otros cumpliendo órdenes de detención por delitos civiles.

—Te diré lo que anda contando el agente Dipple. La política de la Oficina es que, fuera de la reserva, las autoridades civiles no puedan proteger a los indios. De su propia reserva. ¿Comprendes?

—San Marcos.

—No puedo creer que el sheriff sea tan estúpido. De todas formas, un hombre que ha sido incapaz de mantener a Johnny-A en la cárcel lo suficiente para ahorcarlo no va a dar mucho que hacer por aquí.

—Será mejor que te diga que tu exploradora secreta ya no es ningún secreto.

Bunch se ruborizó hasta ponerse escarlata.

—Mis hoyas lo han mencionado. Y Joklinney también. Saben que está embarazada.

—¿Qué piensa hacer ese hijo de puta?

—No ha dicho nada. Que ha adoptado las costumbres de ojo pálido en ese sentido.

—Joder —dijo, pasándose los gruesos dedos entre el pelo—. Pat, quiero a esa chica. El caso es…, nunca te lo he dicho, supongo…, que tengo mujer en Maryland. No la puedo soportar, ni ella a mí. Pero…, ya sabes…, es católica. Una arpía redomada, nunca le ha parecido bien nada en la vida, salvo su padre, quizá. Bueno, luego conocerás a Junie. Vendrá al anochecer. A preparar la cena. No podemos…, ya sabes…, hablar mucho, pero todas las squaws blancas que conozco hablan demasiado. ¡Joder, no quiero que le pase nada por mi culpa!

»Te quedarás a pasar la noche, ¿no? Si te vas después de que anochezca la gente te tomará por un pesh-chidin, de lo pálido que estás. Junie nos preparará la cena. ¡Nada de tripas, le tengo dicho! —Logró soltar una carcajada, pero sus facciones se habían contraído en marcadas arrugas—. Joder, ¿qué va a ser de ella? Es tan bonita. Tan esbelta. Ya sabes cómo se ponen de robustas las mujeres mayores por ir siempre cargadas, pero de jóvenes son maravillosamente esbeltas.

Abrió las manos, casi tocándose la punta de los dedos a modo de ilustración.

Bebieron el excelente whisky de Bunch y contemplaron la puesta de sol, mientras Cutler intentaba resignarse a la huida de Caballito. El general le había encargado evitarlo y le había prometido apoyar cualquier medida que tomase. Como Johnny-A y la promesa del gobernador, pensó. Son muchas cosas, había dicho Joklinney. Si el Pueblo de la Franja Colorada se marcha será bueno para nosotros, pensaba Nochte, porque recobraremos el dólar de soldado azul. Ardían hogueras aquí y allá en la ranchería de los exploradores, más abajo. Bunch tenía una fe ciega en ellos. Estaba dispuesto a apostar buen dinero a que no perdería un solo hombre en una fuga de Caballito.

Si el escape era inminente, mejor que los hoyas siguieran en Bosque Alto, pensó Cutler, con alguno que cabalgara a darle el recado mientras Nochte salía con los demás en persecución de los fugados.

Cuando empezó a hacer frío, el capitán se levantó para ponerse la guerrera. Deambuló por el borde del saliente frente a la tienda Sibley, atisbando en la oscuridad. La mujer apareció de pronto, cargada de bultos envueltos en paños, deteniéndose al ver a Cutler, depositando luego los envoltorios en silencio al borde del saliente. Bunch se acercó bruscamente a ella y hablaron en murmullos. Cutler la oyó decir:

—Junie trae choddi.

—Filetes de antílope —dijo Bunch, volviendo donde la tienda.

Boca Bonita se sentó en cuclillas junto a las brasas. El fuego engulló la leña, recortando a contraluz la encogida silueta de la exploradora secreta. Finalmente se adentró por el saliente, con el chal sobre la cabeza, y pasó frente a ellos, esbelta en sus voluminosas faldas, que efectivamente ocultaban su embarazo. Luego salió de la Sibley con unos cacharros.

Pezá-a —dijo la muchacha.

—Sartén —tradujo Bunch—. Me está enseñando apache. Una lengua muy difícil, como sabes. Tienes que pronunciar la palabra exactamente porque en caso contrario estarás diciendo otra cosa. —Volviéndose a Boca Bonita, dijo—: ¡Pon bastante inchi!

—Eso es sal —dijo Cutler.

Pronto les llegó el olor a carne asada. Bunch sirvió otra ronda de whisky y se sentó con el vaso en la mano y el rostro vuelto hacia las estrellas.

—¡Qué limpia es! —dijo a Cutler—. Se baña mucho más a menudo que yo.

Comieron dentro de la tienda a la luz del farol. Boca Bonita les llevó los filetes a la parrilla, un guiso de verduras con vetas rojas, pan seco y duro y café negro. No se sentó con ellos, sino que se arrodilló junto a la mesa, viéndolos comer. Tenía el pelo largo y lustroso, el cutis de un cobrizo delicado. Una pequeña cicatriz blanca en forma de dardo le subía hasta el labio inferior, dándole un atractivo volumen. Su barbilla apuntaba al pie de la mesa, sus ojos examinaban a Cutler. Agachó la cabeza cuando Bunch la felicitó por la comida.

Ella señaló el pan.

¡Zigosti!

¡Zigosti! —repitió Bunch, asintiendo vigorosamente. Dirigiéndose a Cutler, tradujo—: Hecho de ikon. —Y de nuevo a la india, cogiendo la taza de café—: Tu-dishishn.

Tu-dishishn —confirmó Boca Bonita, asintiendo con la cabeza. Desvió la mirada hacia Cutler—. Nantan Tata.

Tze-go-juni —contestó él. Señaló su plato—. Gun-ju-le. Está bueno.

Boca Bonita volvió a agachar la cabeza. Seguía arrodillada con las pequeñas manos morenas apretadas contra el pecho, observando cómo bebían café y comían los platos que les había preparado. De cuando en cuando Bunch le daba alguna palmadita cariñosa. Cutler oyó el grito del búho en el bosque, detrás de la tienda. Cuando volvió a mirarla, Boca Bonita parecía tan afligida que echó bruscamente la silla atrás como si algo la amenazara.

—¿Qué ocurre, Junie? —exclamó Bunch—. ¿Qué pasa?

¡Hû! —musitó ella.

—Búho —dijo Cutler.

—¡Qué miedo tienen a los búhos, coño! —masculló Bunch.

¡Hû! —susurró Boca Bonita. Ahora se llevó las manos a las mejillas, como sujetándose la cabeza, con la mirada perdida. Y en otro murmullo, dijo—: ¡Cha-ut-lip-un!

Cutler conocía la palabra: ¡muy malo!