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Palacio de los Gobernadores

Santa Fe, Territorio de Nuevo México

2 de marzo de 188…

Querida Clara:

Últimamente no he tenido mucho tiempo para Pedro de Alvarado, aunque, cosa bastante curiosa, he aprendido algo interesante de una novela que he comprado en un puesto de libros de aquí, una historia mal escrita con la cubierta estropeada por la humedad. Este libro, El gran capitán, es una versión de las últimas palabras del endurecido y viejo conquistador que tiene un timbre de absoluta veracidad, y será una agradable obligación rastrear las fuentes del novelista; a menos que se haya servido de las prerrogativas de su oficio para presentar lo que debería haber sucedido en vez de lo que realmente ocurrió. Según él, en la fatal expedición contra los indios rebeldes que habían invadido la cumbre de Nochistlán, cerca de Guadalajara, el caballo de un escribano llamado Quevedo resbaló en la empinada pendiente, cayó rodando y aplastó al gran capitán. Las últimas palabras de Alvarado no fueron, pues, el piadoso tópico de que sólo se había hecho daño en el alma, sino: «Quien lleve consigo a un tonto del calibre de Quevedo, merece su destino».

He decidido, en efecto, dejar a un lado los conquistadores y emprender otro proyecto que ha despertado mi entusiasmo. He comprendido que, como historiador, estoy viviendo la historia, y en realidad participo en ella en gran medida. La historia es la de la frontera norteamericana concentrada en el territorio de Nuevo México a finales del siglo XIX: la «Guerra» del Condado de Madison, la «Red» de Santa Fe, la «Tienda» de Madison; los soldados de Fort Blodgett, Fort McLain y otros puestos de este Departamento; los apaches de las reservas. Hace poco he mantenido conversaciones con el general Yeager, el arzobispo, el fiscal federal, que también es el cabecilla de la «Red» de Santa Fe; con Johnny Angell y la señora Maginnis, del bando Maginnis, y con Henry Enders, de la facción de la tienda; con el sheriff Grant, nombrado por mí; con un viejo combatiente contra los indios, Don Rudolfo Perosa, que luchó contra apaches y navajos en estas montañas y desiertos antes de la Guerra con México; con Chester Baskerville, uno de los tenientes de Kit Carson, cuando aquel legendario caballero pacificó a los navajos, y con Tom Beak, un renombrado explorador. Estos últimos hombres, aún vivos y coleando y con residencia en Santa Fe, son el eslabón entre un pasado casi mitológico y un presente turbulento. La nueva obra que tengo prevista es nada menos que una historia de Nuevo México, y el proyecto se apoderó de mí estando sentado en mi despacho de este edificio, construido antes de que los Estados Unidos de América fueran siquiera un concepto.

En el presente, al que me dedico en estos momentos, creo ver, en pequeño, la última frontera de un vasto continente y una nación de inmensas posibilidades. Veo claramente ese límite en la Guerra del Condado de Madison, cuyos rescoldos podrán seguir encendidos durante algún tiempo más, así como en el aluvión de demandas entabladas contra los actores principales de dicha guerra. Lo veo en el empuje hacia el oeste del ferrocarril, con sus trabajadores irlandeses indiferentes a los acontecimientos que se producen en torno a ellos, mientras, sin saberlo, consumen la carne que bandas de cuatreros venden a sus economatos. Lo veo en la captura de Johnny-A a manos de Jack Grant, porque considero a ese sheriff como un personaje simbólico en la agonía de la frontera.

El forajido se pudre en la cárcel de Madison, en espera del juicio la semana próxima. No es más que un muchacho y no comprende que se haya convertido en una leyenda en vida gracias a la actual rapidez de la letra impresa y a la demanda nacional por la cantidad, y no por la calidad, de prensa periódica. Las publicaciones del territorio, controladas en su mayoría por la Red, lo condenan, mientras lo celebra la prensa sensacionalista de papel barato y los semanarios ilustrados que las nuevas rotativas de vapor producen como rosquillas a escala nacional.

Con objeto de documentar mi historia, he empezado a coleccionar recortes de periódico, cartas, documentos oficiales y cosas así. Asistiré al juicio de Angell y me haré con una copia de la transcripción. Es posible que mi presencia contribuya a que los funcionarios del tribunal se comporten con más decoro que hasta el momento, pero es de prever que rápidamente se encuentre a Angell culpable de la muerte del sheriff Smith.

Mientras, he empezado a organizar una tropa de voluntarios de «Guardias de Santa Fe», a quienes me propongo dar instrucción según la táctica de los regimientos zuavos. Ya he ordenado vistosos uniformes. Me recuerdo a mí mismo que sin el batallón de zuavos que formé cuando era gobernador militar de Baltimore —desertores, sospechosos de traición, convalecientes, todos ellos orgullosos de sus «trapos elegantes», así como de mi confianza en ellos—, se habría debilitado el núcleo de la defensa que establecí en Pike’s Junction. Jubal Early bien podría haber entrado a saco en la capital. Aunque no la habría conservado, desde luego, pero habría pedido un rescate con amenazas de incendiar la ciudad, y la causa Federal habría sufrido un golpe irreparable.

* * *

Hotel Bird Cage

Madison, Territorio de Nuevo México

8 de marzo de 188…

(ENTRADA DEL DIARIO)

Ésta ha sido mi segunda visita a Madison. En ambas ocasiones, aquéllos con quienes pude entablar conversación eran partidarios de la tienda, exceptuando, por supuesto, al corresponsal del presidente, el temible doctor Prim. Tengo la impresión de que la ciudad ha dado su aprobación a la tienda, tal como se conoce a la Red de Madison y a sus adláteres de la administración local de justicia, porque al menos representan la ley y el orden. Fuera de la ciudad reina un verdadero desbarajuste. En otras palabras, consideran al sheriff Grant, e incluso a un tribunal tan parcial y marrullero como el que hoy he visto, preferible al caos, al robo y al bandidismo que se ha apoderado del condado desde la Batalla de Madison. Estoy convencido de que el sheriff Grant va a convertirse en un sólido pilar del orden, y me aseguran que está causando cada vez más estragos entre los forajidos del sur de la comarca.

Me habían avisado de que el juicio iba a ser una farsa. Se ha celebrado en el edificio del tribunal, con la galería llena de partidarios de la tienda, aunque a veces incluso ellos murmuraban contra las arbitrarias decisiones del juez Arthur y a favor del aplomo y caballerosidad de Angell, cuyo comportamiento ha sido ejemplar. Yo había remitido una misiva oficial desde Santa Fe, en la que pedía que el juicio se aplazara hasta después del de Henry Enders, en cuyo proceso Angell iba a ser el testigo principal de la acusación, pero dicha solicitud se rechazó desde el principio, tal como yo esperaba.

El juez es un viejo réprobo temeroso y contumaz con una figura de pichón inflado, una maraña de pelo gris y gruesos mofletes que tiemblan con sus declaraciones. Inclinado sobre su estrado parece un sabueso. El fiscal, señor MacLennon, es aún más corpulento, y esos dos voluminosos caballeros, con sus levitas, chalecos y pañuelos de cuello, resultarían cómicos de no ser tan eficientes. Angell no tuvo inconveniente en admitir que había disparado al sheriff Smith, pero a su abogado, un tímido incompetente llamado Shields, no se le permitió citar a ningún testigo para demostrar que el sheriff y otro tirador estaban emboscados para disparar a Angell y a su difunto patrón, Maginnis. Los testigos favorables a Angell fueron automáticamente puestos en entredicho, y los argumentos en su contra admitidos de forma inmediata.

Yo diría que tanto el juez como el fiscal estaban asustados. Al principio pensé que temían alguna incursión de los partidarios de Angell. Después se me ocurrió que tenían miedo de mí, y del cambio de administración que yo represento. Pero finalmente estoy convencido de que lo que temen es el cambio que se avecina. Ya se les ha acabado la cuerda, como a Angell, probablemente, en otro sentido. Forman parte de esa frontera a cuyo fin estoy asistiendo aquí, la de las antiguas libertades y falta de rigor, la de los códigos morales y las hostilidades duraderas. Deben saber que pronto los arrojarán al cubo de la basura junto con la tienda, cuyas marionetas han sido, con los cuatreros del sur del condado y sus seis tiros, y con los apaches, ya confinados en las reservas. Una tenue civilización llegará pronto a este país, como la brisa fresca después del bochorno de la tarde.

Johnny Angell fue declarado culpable al cabo de poco más de una hora y sentenciado a morir en la horca el primero de abril.

Después del juicio recibí un mensaje del juez Arthur en el que me comunicaba su deseo y el del señor MacLennon de reunirse conmigo cuando me viniera bien. Le contesté que no era el momento oportuno y que esperaba recibir cuanto antes una copia de la transcripción del juicio, etcétera.

En su oficina, el sheriff Grant me dijo:

—Juicios como éste son los que quitan la ilusión a quienes hacen cumplir la ley.

Le contesté que había visto por los menos seis motivos para declarar la nulidad del juicio, y que cuando hubiera leído la transcripción, seguro que encontraría aún más.

Me preguntó entonces si tenía intención de otorgar el perdón a Johnny-A, y le contesté que de momento no veía la necesidad, porque era evidente que si se presentaba un recurso y se cambiaba la jurisdicción, Angell saldría libre. Prometí a Angell que si se entregaba le concedería el perdón. El sheriff Grant lo capturó antes de que pudiera rendirse. No digo que haya invalidado mi promesa, sino que no es preciso cumplirla de inmediato. Tardó tiempo en decidirse, de modo que cabe esperar que yo también tarde en adoptar mi decisión. ¡Jamás volveré a embarcar precipitadamente a mi regimiento por sendas inexploradas!

* * *

Underwood examinó los recortes de prensa que había reunido con insólito cuidado, porque no sólo debía tener en cuenta las posturas expresadas hacia su administración, sino también las fuerzas que estaban detrás de ellas. ¡Pero no las manifestadas hacia él personalmente! En esta cuestión los hechos seguían siendo lo más importante, y al cabo de dos semanas veía que los hechos eran tan difíciles de establecer como lo habían sido para el bueno y malhumorado Bernal Díaz al escribir sobre la Conquista cincuenta años después. Dos publicaciones periódicas de Santa Fe, The Territorial Call, el periódico de la Red, se mostraba crítico y le censuraba. El Santa Fe Bulletin era amistoso. Su propia participación en la historia hacía más interesantes sus pesquisas, pero había de guardarse de sus preferencias personales. Recordó divertido los dieciocho meses que había sido durante la guerra gobernador militar de Maryland, donde, gracias a la censura, los periódicos no se atrevían a criticar su administración.

Del Call:

«Nueve de marzo. Ayer fue un momento prometedor en los anales del condado de Madison, porque un jurado de hombres justos y veraces declaró culpable a Johnny-A del cargo de asesinato del sheriff Smith. En el Territorio todo el mundo ha oído hablar del famoso forajido que durante tanto tiempo ha emponzoñado el país y de cuyos crímenes tanto han hablado los periódicos, y todo hombre respetuoso de la ley estará encantado de saber que lo han condenado a morir en la horca el primero de abril, en Madison. Por el regalo de su captura los ciudadanos honrados deben estar agradecidos al sheriff Jack Grant y a su partida de hombres valerosos, y por el gran favor de su juicio y su sentencia al juez Barron Arthur y a los miembros del jurado.»

Del Bulletin, una entrevista con John Angell, fechada el 8 de marzo:

«Bueno, pues en cierto momento tuve la intención de no decir una palabra en mi propia defensa, porque habría personas que dirían: “¡Ah, es un embustero y teme por su cuello!”. El señor Newman [director del The Territorial Call] me lo ha puesto muy difícil. Ha creado prejuicios contra mí. Me envió un periódico que lo demuestra, y me han dicho que ha tratado de incitar al populacho a que me lincharan. Tengo una confianza absoluta en que el sheriff Grant me protegerá de esa contingencia. Creo que es una mezquindad aprovecharse de mí de esa manera, teniendo en cuenta mi situación y sabiendo que no puedo defenderme. Supongo que pretendía darme una buena patada para mandarme rodando cuesta abajo, ya que sus amigos son mis enemigos. Pero estoy convencido de que el Bulletin expondrá las dos caras del asunto.

»DIRECTOR: ¿Considera que ha tenido buena defensa en este juicio?

»ANGELL: Bueno, han acabado condenándome a la horca, así que diría que no he tenido tan buena defensa como cabía esperar. Supongo que el señor Shields hizo todo lo que pudo. Por lo visto, cada vez que las cosas se ponían interesantes para nosotros, el señor MacLennon se levantaba de un brinco y gritaba: “¡Protesto!”, y el juez contestaba, también a gritos: “¡Se admite la protesta!”. No me sentó nada bien que el señor MacLennon se opusiera a ciertos testigos de la defensa, a los que no se permitió subir al estrado.

»DIRECTOR: ¿Espera el perdón del gobernador Underwood?

»ANGELL: Considerando las buenas relaciones que existían entre él y yo, y la promesa que me hizo, creo que debería concederme el perdón. Lo considero hombre de honor, y estoy convencido de que lo hará. Me sentaría muy mal que por esta guerra fuese yo el único que sufriera la pena máxima de la ley.»

Del Bulletin, 15 de marzo:

«Los siguientes párrafos aparecieron en el Call como parte de un artículo más extenso: “… es significativo que el gobernador Underwood pidiera posponer la comparecencia de Johnny-A ante la justicia, solicitud que el fiscal MacLennon rechazó con justificada indignación”. El Call, mediante este pequeño artículo, pretende mostrar el partidismo del gobernador y poner en solfa su comportamiento.

»Los hechos son los siguientes. Johnny-A fue uno de los principales protagonistas del drama del condado de Madison, pero desde que el gobernador Underwood ocupa el Palacio de los Gobernadores no ha cometido delitos de forma manifiesta, salvo por una reyerta en la aldea de Arioso, donde mató en defensa propia al célebre Jesse Clary e hirió a un esbirro en un enfrentamiento de cuatro contra uno. Ni sus más implacables detractores han tratado de culparle por ese incidente. Por consiguiente, bien puede solicitar el perdón del gobernador. Sin embargo, fue testigo ocular del cobarde asesinato del pobre Redmond, del que está acusado Henry Enders. Y el hecho de que Johnny-A sea un testigo importante contra uno de los preferidos del Call pone al descubierto las intenciones de ese periódico.»

Del Call:

«Se ha producido una considerable oleada de indignación contra la práctica del gobernador Underwood de dar indicaciones e instrucciones al ejército en sus esfuerzos por limpiar la fétida cloaca en que se ha convertido el sur del condado de Madison, como si él tuviera mando en Fort McLain y pudiera encarcelar malhechores en esa plaza. Los motivos que aduce, en el primer caso, son simplemente “enseñar la bandera” a los forajidos y sus simpatizantes, y en el segundo, que la cárcel de Madison es pequeña e inadecuada. Ha sido, sin embargo, enteramente adecuada para retener al tristemente célebre Johnny-A.

»No tenemos intención de sumarnos al revuelo que se ha levantado contra el gobernador, sino que consideramos que ha hecho un bien al detener a asesinos y ladrones, lo que ha propiciado la sentencia y condena a muerte del más notorio delincuente. En nuestra opinión, aunque el gobernador ha actuado con empeño y vigor, hay que lamentar su declarado partidismo. Deberían recordarle el viejo adagio de la frontera de que “El forajido bueno es el forajido muerto” para que obrara en consecuencia frente a los torpes intentos de obtener el perdón para Johnny-A.»

La sintaxis, ortografía y puntuación de la carta de Johnny Angell eran lo bastante pulidas para pensar que había tenido un corrector, probablemente la señora Maginnis o el médico, o quizá su abogado, Shields:

17 de marzo de 188…

Gob. Richard Underwood

Palacio del Gobernador

Santa Fe, Territorio de Nuevo México

Estimado señor:

Por la presente le solicito confirmación de su promesa de otorgarme el perdón por los delitos que aún pesan sobre mí y por la condena de asesinato en primer grado en lo que se refiere a la muerte del sheriff Smith. Por mi parte, estoy dispuesto a testificar en el juicio del señor Henry Enders, que está previsto para el 10 de abril en Socorro. Mi ejecución se ha fijado para el 1 de abril.

Me han dicho que solicitó el aplazamiento de mi juicio, que no se aceptó, y vi que estaba usted presente en la sala. Dicen que el tribunal dictó un fallo injusto. El abogado designado para mi defensa no sirvió de mucho, y el juez y el señor MacLennon se comportaron como si hubieran ensayado para hacerle callar en cuanto abría la boca. No se permitió a los señores Graves y Rivera que prestaran testimonio en mi defensa, y tampoco se citó al teniente Cutler. La señora Maginnis recibió amenazas para que no saliera de Santa Fe. Parece que la justicia no funciona bien en Madison. Me han aconsejado que presente un recurso, pero confío en que Su Excelencia no deje de cumplir su promesa.

El sheriff Grant dice que hay un problema porque no acepté su ofrecimiento con la debida presteza. Cuando me detuvieron, llevaba al fuerte al teniente Cutler para que recibiera atención médica. En aquella ocasión manifesté al teniente mi decisión de entregarme, y creo que así lo afirmará bajo juramento.

A la espera de su confirmación, lo saluda respetuosamente,

JOHN ANGELL

* * *

Underwood estaba detrás de la cerca con Charley Harkins, director del Bulletin de Santa Fe, observando la instrucción de los Guardias de Santa Fe. El espectáculo le traía emocionantes recuerdos de los mejores tiempos de su juventud: las casacas azules, los rojos pantalones bombachos, las botas con polainas amarillas marchando con limpia precisión. Un contable joven y delgaducho había mostrado buen aprovechamiento en la instrucción y le había nombrado sargento, y los veintisiete muchachos, casi todos miembros de los cuatro equipos de béisbol de Santa Fe, eran atléticos y poseían bastante agilidad. Aún hacían la instrucción sin armas. Se los instruiría con la bayoneta cuando hubieran perfeccionado la marcha y la contramarcha, la media vuelta y el alto, las sentadillas y la marcha rápida. Ahora los guardias desfilaban bastante bien, guardando la línea, los pantalones rojos ondeando magníficamente bajo el viento helador que soplaba de la Sangre de Cristo.

Harkins, un joven tísico y desgarbado con chaqueta y gorra, dijo:

—Me preocuparía que a esos tipos con su extravagante atavío los llamaran guardias de palacio, ¿eh, gobernador? ¿Y dice usted que sólo harán desfiles y maniobras, cuando haga falta un buen espectáculo?

—Podrían ser de utilidad si en un futuro se produjeran desórdenes en el Territorio, Charley.

Le irritaba sobremanera que la gente se burlara de los uniformes de los zuavos.

—Ya verá cómo dice Newman que son un ejército privado.

—No me extrañaría. Pero creía que esta entrevista iba a tratar de la instrucción de los zuavos.

Charley le sonrió, impertinente pero simpático. Sacó un cuaderno del bolsillo de la chaqueta.

—¡Sí, señor! ¡Los zuavos eran una tribu de Argelia, buenos luchadores! El ejército francés organizó unos regimientos de zuavos, y los norteamericanos hicieron lo mismo en la Guerra de Secesión. Tengo entendido que usted formó una vez una compañía de este tipo.

—Yo organicé una compañía en Richmond, Indiana, en el cincuenta y nueve. Nos regíamos por la Táctica Militar de Hardee y alcanzamos un alto grado de competencia. Por aquel tiempo cayó en mis manos una revista que contenía una descripción de los zuavos franceses, y simplifiqué lo que había aprendido de su proceso de entrenamiento en un sistema comprensible para los soldados americanos, sobre todo los exhaustivos ejercicios con bayoneta. Los Guardias de Richmond se entusiasmaron tanto con la instrucción que se compraron sus propios uniformes de zuavo.

—¿Y condujo a esos tipos de pantalones rojos a luchar contra los rebeldes?

Underwood soltó una carcajada.

—Eso ni estaba permitido ni era deseable, Charley. Lo importante no es el uniforme, aunque da a quienes lo llevan cierto orgullo justificado. No hay otro estilo de instrucción que capacite a un soldado para ofrecer tan buen rendimiento en condiciones de combate. Ningún veterano se burlará de un soldado que se lance al combate tanto a rastras como de pie. La transmisión de órdenes por medio de cornetas en vez de a gritos hace que las comunicaciones resulten más claras, y el doble paso corto es dos veces más veloz que el paso corto normal. Creo que todos los ejércitos acabarán adoptando las tácticas de los zuavos.

Con un ojo veía cómo escribía Harkins, mientras mantenía el otro sobre su pequeña tropa, que ahora daba media vuelta en dirección a las montañas. Era consciente de que había empleado mucho tiempo en la organización de sus guardias, pero constituían la única distracción de sus solitarias tareas, desagradables y frustrantes.

Se acercaban dos jinetes, don Rudolfo Perosa, montado en su noble caballo blanco, Caro Blanco, con las crines y la cola ondeando al viento. Lo acompañaba Chester Baskerville, que alzaba la mano enguantada para saludar. Don Rudolfo debía de tener casi ochenta años, era un viejo arrugado de mirada perspicaz como un mono, que siempre iba muy derecho. Baskerville había estado con Kit Carson cuando los navajos fueron derrotados en el Cañón de Chelly; ahora era un popular personaje de taberna que soltaba peroratas en salones sobre viejos triunfos y aventuras. Su cabeza, cubierta por un sombrero de copa exageradamente alta y cónica, parecía pequeña en relación con su cuerpo en forma de barril.

Cuando desmontaron, Underwood les estrechó la mano, la de uno enorme, la del otro diminuta.

—Pero si se arrastran por el suelo se van a ensuciar los pantalones rojos —observó Baskerville.

—Buen entrenamiento, lo de arrastrarse como apaches —dictaminó don Rudolfo, asintiendo en señal de aprobación—. He comprobado cómo los apaches se arrastran entre una hierba de cinco centímetros y a ninguno se le ve el culo. Pero esos pantalones atraen la vista.

—El gobernador dice que en combate llevan un uniforme más sobrio —terció Charley Harkins.

—¡Tiempos modernos! —exclamó don Rudolfo—. En mi época hacíamos la instrucción con fusil, antes de ponernos uniformes elegantes.

—He solicitado fusiles y bayonetas al general Yeager —dijo Underwood—. Como ya saben, en lo que se refiere al general nada es sencillo.

Todos rieron con él, y Baskerville escupió un salivazo de tabaco.

—¿Y para qué, gobernador? —preguntó. Frotándose la hinchada nariz, exclamó—: ¡No para luchar contra el indio, supongo! ¿Un montón de empleados de mercería y de ropa para caballeros?

—Espero que sólo sirvan para dar color a las celebraciones oficiales.

—¡Tiempos modernos! —repitió don Rudolfo—. ¿Qué intenciones tiene con el Angelito, gobernador? —preguntó, con una mirada de soslayo de sus astutos y ancianos ojos. Una arrugada cicatriz le corría desde el pómulo izquierdo hasta el bigote.

—No es preciso hacer nada hasta que se recurra la sentencia. Se produjeron muchas irregularidades en el juicio. Ahora me dicen que hasta la transcripción se ha perdido.

—La gente lo quiere mucho —dijo don Rudolfo—. Dicen que como es su amigo, alguien lo traicionará. Hay un refrán: «El que es amigo de la gente acabará siendo tan pobre como ella».

—Y el ejército librando al coronel de toda culpa —intervino Baskerville, escupiendo tabaco otra vez.

Eso no era asunto suyo, desde luego, pero los otros tres se quedaron mirándolo, no los horteras de mercería, ni los cajeros de banco ni los empleados de las tiendas de ropa de caballeros, que ahora marchaban a paso ligero. Siempre tenía presente que sus oyentes pensaban en Shiloh y en el regimiento que se quedó empantanado en la carretera del río, y no en la orgullosa resistencia de Pike’s Junction. En el campo de maniobras, los Guardias de Santa Fe, llenos de colorido, daban media vuelta.

* * *

El ministro del Interior le había remitido una copia de la última carta que el presidente había recibido de su viejo compañero de colegio, el doctor William Prim. Underwood vio que se le acusaba de ser partidario del bando Boland-Enders porque no había cumplido su promesa de otorgar el perdón a John Angell.

El ministro escribía:

«En mi opinión, esas epístolas de su viejo amigo son para el presidente más un fastidio que una fuente de información. No me he molestado en encargar copias de las diversas misivas que he recibido del señor James Turnbull, hermano del inglés asesinado. Tales cartas me parecen pomposas, arrogantes y ofensivas. Me temo que tendrá usted que soportar una visita de ese personaje, a juzgar por sus amenazas.

»¿Qué consejo podría darle con respecto a esa vorágine de acusaciones, demandas y respectivas réplicas? Quizá haya pasado el momento de actuar, y deba pasarse a la inacción. Pero eso lo dejo a su jupiterino juicio.

»No estará satisfecho, seguramente, con la marcha de la causa contra el coronel Dougal. Se declarará firme el dictamen de la junta investigadora, que le exoneraba de todas las acusaciones y fue rechazado por el comandante en jefe, partidario de que se le formase consejo de guerra. No obstante, el fiscal general militar informó al ministro de la Guerra de que las pruebas no confirmaban las acusaciones contra el buen coronel, aunque concedía que la presencia de los soldados confirió cierto grado de superioridad moral a la partida del sheriff, incitándole a tomar medidas más violentas de las que podrían haberse adoptado en otras circunstancias. La política del Ministerio de la Guerra parece ser la de no actuar, y de ahí extraigo el fundamento del consejo que le transmito. El coronel Dougal, sin embargo, no se ha librado en absoluto de problemas, ya que la señora Maginnis ha presentado demandas contra él por lo civil.»

(ENTRADA DEL DIARIO)

Suscita mi interés una controversia que he estado siguiendo en las páginas de la North American Review, entre los llamados historiadores científicos y los literarios. Los «científicos» tratan de liberar a la historia del entusiasmo indiscriminado del hombre de letras aplicando el «método alemán» del análisis minucioso y la generalización incondicional. Henry Adams sugiere que una acumulación de datos probatorios, escrupulosamente verificados, revelará por sí sola dicha generalización. Critica a Parkman por «su inclinación natural a seguir el curso de los acontecimientos en lugar de analizarlos», así como por centrar la descripción histórica en algún héroe (en este caso, La Salle), narrando sus peripecias en vez de analizar los lentos y complejos mecanismos de la sociedad.

El historiador científico sostiene que la historia únicamente tiene sentido y validez si proporciona generalizaciones tan exhaustivas que puedan aplicarse a más de una determinada secuencia de acontecimientos, porque sólo descubriendo las leyes por las que se desarrolla la historia es como pueden extraerse las lecciones que contribuyan al mejoramiento social. Pone énfasis, pues, en las fuentes de la época y no en la narración; apela al intelecto antes que a las emociones, es analítico en vez de sintético, intenta traer el pasado al lector en lugar de transportar al lector al pasado, y presenta la evolución de la sociedad mediante conceptos que abarcan más que sus ejemplificaciones, en vez de centrarse en acontecimientos o en la trayectoria de un protagonista heroico.

Al proyectar mi dichosa y tímida Historia de Nuevo México (que deberá escribirse, por decirlo así, de adelante atrás así como de dentro afuera), me regiré por mentores como Macauley, Michelet, Prescott y Parkman, aunque Henry Adams sugiere que sus obras históricas son poco más edificantes que las románticas historias de Walter Scott o Alexandre Dumas. Por supuesto, examinando la historia local, trataré de revelar generalizaciones que tengan que ver con el progreso de esta nación y, además, con esa etapa de las civilizaciones en conjunto en la que las energías creativas y expansivas de una sociedad deben adaptarse a usos más mundanos. Con arreglo al método alemán, acumularé todos los documentos originales de que pueda disponer en mi excepcional posición, pero mi «inclinación natural», siguiendo a Parkman, es buscar un protagonista en el que centrar los acontecimientos de mi narración, porque eso va a ser. Dicho protagonista debe convertirse en una generalización de las fuerzas que cambian la historia en el sentido que he descrito. Creo que mi protagonista será el sheriff Grant, porque con su energía, su voluntad, junto con su ciega sumisión a la ley y a una autoridad superior (¡que soy yo!), considero que ejemplifica la evolución de una sociedad fronteriza en el momento de su «adaptación» e incorporación a la sociedad geográfica de la cual ha sido su vanguardia.

Y sin embargo me veo constreñido en mi doble papel de historiador y agente de la historia. ¿Cómo voy a analizarme a mí mismo, nombrado para el cargo por el presidente a través del ministro del Interior, y a mis aspiraciones como historiador? Cuando los hechos presentes entren en conflicto con las verdades que me esfuerzo en revelar, ¿suprimiré hechos o alteraré la verdad? De momento debo admitir que no he contestado a la carta de Johnny Angell por miedo a que dicho documento se utilice en mi descrédito por historiadores de otras épocas. ¿Acaso la conciencia de mi misión interior me hace ejercer con excesiva cautela mi función externa?

He recibido grandes presiones para que me incline hacia uno u otro bando de este asunto, con los amigos de Angell instándome a que le otorgue el perdón de inmediato, y sus enemigos exhortando a su inmediata aniquilación. Sea cual sea el camino que escoja, me habré garantizado un sinnúmero de enemistades del bando contrario. ¡Pero históricamente no debo equivocarme de decisión! No estoy dispuesto a asumir mi lugar en la historia como el gobernador que otorgó el perdón a un asesino tan cruel como los apaches, que no hace mucho hacían esta tierra insoportable para el hombre blanco. Estoy asimismo convencido de que sería un gran error permitir que Angell, a quien muchos consideran un verdadero héroe, sea conducido a la horca.

Dios quiera que alguna eventualidad haga innecesaria cualquier intervención por mi parte. ¡Pase de mí este cáliz! Compruebo que la táctica de Angell consiste en retrasar la solicitud del recurso de apelación con objeto de obligarme a cumplir mi promesa, mientras la mía se reduce a retener cualquier medida el mayor tiempo posible. En esta batalla de paciencia, creo que yo soy el más experimentado.

En todo caso, en estos momentos el cabecilla de uno de los bandos del condado de Madison está sentenciado a muerte y a buen recaudo. Exculpado y libre en apelación, o perdonado con la condición de marcharse del Territorio, garantizará la condena del dirigente de la otra facción. Por otra parte, se considera que la compañía Boland y Perkins se encuentra al borde de la quiebra. ¡La Guerra del Condado de Madison se ha quedado reducida a una demanda de la señora Maginnis contra el coronel Dougal!

* * *

Clara le envió por correo un recorte de periódico sin fecha del Indianapolis Star con el título de «Trayectoria de un asesino»:

«Aunque las instancias más sensacionalistas de ese periodismo barato más preocupado por la ficción melodramática que por los hechos comprobados lo han elevado a la categoría de héroe al margen de la ley, últimamente se ha desvelado la verdadera historia de Johnny-A, que en lugar de heroicas batallas por nobles causas muestra una trayectoria de crímenes a sangre fría: si no uno por cada año de su breve vida, sí al menos un número impresionante de casos verificados.

»Natural de este Estado, a temprana edad asesinó a su padrastro, un herrero llamado Cleason de la ciudad de Broadfield. Parece que después dirigió su criminal temperamento a Denver, donde por lo visto mató a su jefe en una discusión sobre cuestiones salariales. De Denver se trasladó al Territorio de Nuevo México, donde se presentó voluntario para incorporarse a una partida de vigilantes que aplicaba la justicia de la frontera entre los cuatreros. Se desconoce el número de linchamientos en los que participó. Tras esos comienzos pasó a vengar el asesinato de su patrón, un joven inglés de buena reputación llamado Turnbull. En este asunto su cuenta asciende a tres: Clay Mortenson, Cory Helbush y Bert Fears. A eso siguió un tiroteo en el que el sheriff del condado de Madison y uno de sus ayudantes cayeron bajo su infalible fusil. Después de eso, otro asesinato, el de un caballero llamado Jesse Clary.

»Así pues, sabemos que hay ocho marcas en el revólver de John Angell, pero puede que haya más. En el momento de escribir esto, lo han juzgado, condenado y sentenciado a la horca por el asesinato del sheriff Smith, y así será a menos que reciba el perdón del gobernador, hacia el que sus amigos dirigen sus esfuerzos.»

Clara había escrito al margen del recorte: «¿Puedes realmente considerar el perdón para ese monstruo, Richard?».