20

El saliente rocoso se inclinaba abruptamente entre la espesa sombra, y perder el equilibrio era tan fácil —agujas de pino secas sobre resbaladizo granito— que jadeaba con fuerza mientras conducía al caballo, Negrito, pegado a la empinada pared. El animal de carga iba a la zaga.

La mula resbaló y emitió un grito casi humano. Apretado contra la pared de roca, Cutler se obligó a ver la caída. La mula chocó contra un saliente, la carga estalló como si reventara un baúl, y luego, el animal de juguete, con las patas tiesas, girando despacio en una larga caída libre, acabó inmóvil entre las negras piedras del río al fondo de la garganta. Jadeando, Cutler acarició el inquieto y cálido hocico de Negrito.

El saliente ensanchó por fin, ladeándose pendiente abajo. Enfrente, los riscos de la Sierra Madre titilaban al calor. Cuando el sol traspasó las montañas más al oeste, acampó. Aún le quedaban tortillas y judías en vinagre del almuerzo, pero todo lo demás había desaparecido con la mula. Se pasó toda la noche tiritando, dormitando un rato y despertándose con una sacudida, hecho un ovillo junto a la hoguera.

Supuso que aquélla era la clase de privaciones, peligro y absoluto sufrimiento que deseaba cuando se marchó desesperado de Las Golondrinas: la melodramática idea de viajar al noreste de la hacienda a través de aquel escarpado territorio al que ni siquiera el coronel Dougal atribuiría valor militar, aunque en alguna parte de aquellas montañas, más allá de la línea entre Sonora y Chihuahua, debía encontrarse el reducto sierraverde al que Caballito se dirigía al fugarse de la reserva. Más allá también merodeaba el sucio ejército esepé de Pascual Molino, y la promesa de un pelotón de ejecución. Quizá aquello también entraba en los cálculos de su actitud melodramática. Era como si la visión de la larga caída de la mula le hubiera devuelto a sus cabales.

Al día siguiente atravesó unos cañaverales donde hojas de cilantro le rasparon las botas y le hicieron sangre en las manos. Nubes de moscas diminutas le envolvían la cabeza y danzaban frente a sus ojos. Algo le había picado en la pantorrilla, que le escocía ferozmente. Supuso que rascarse era una especie de agradable dolor, tal como había pensado que sería su absurda expedición.

Llegó a un extenso valle: un territorio más verde, ondulado, con afloramientos de negra lava retorcida, campos cubiertos de hierba y poblados de pinos jóvenes. Negrito pisaba con cuidado entre las ásperas peñas. No hacía mucho, cualquiera que viajara solo por aquel territorio podía darse por muerto a manos de apaches o bandidos, pero los indios ya estaban en reservas y los salteadores habían desaparecido por obra de los rurales y los seguridades públicos de Chihuahua. El rostro del joven Pascual Molino, semejante a la máscara de la muerte, no se apartaba de su imaginación.

Vio un grupo de blancos edificios un poco más adelante. El pueblo fue creciendo de tamaño, una triste sucesión de casas de adobe, encaladas varias de ellas. En cien metros de calzada se sucedían tres hornos de fundiciones, uno de ellos humeando. Un borracho que parecía norteamericano estaba tumbado sobre los escalones de madera de la cantina. El individuo le dirigió un saludo, pero Cutler fingió no saber inglés. En la fresca penumbra de la tienda compró una manta, melocotones en conserva, gruesos trozos de chocolate y doce latas de ostras. Dispuso que dieran forraje a Negrito y cenó con el tendero: carne seca, té con leche hervida y un pegajoso mejunje hecho con manzanas secas. Al pueblo todo llegaba en burro, le explicó el tendero, o a lomos de una mula. No había camino de carros. En Sahuaripa había una carreta, propiedad del cura de allí, que habían traído por piezas en mula para luego armarlas, pero nunca se había utilizado.

El tendero se preguntó si Cutler andaba en busca de mineral. Había mucho en aquellas montañas, y se podía buscar oro tranquilamente, con los apaches ya confinados en Estados Unidos, aunque ¿quién sabía cuándo harían la próxima incursión? En el siguiente pueblo, más grande, había una quebrantadora de sesenta piezas en perfecto estado de funcionamiento. La frontera quedaba a cincuenta leguas hacia el norte, aproximadamente. Nunca había oído hablar de Madison ni Fort McLain, y Cutler no estaba seguro de que entendiera lo de «Nuevo» México. Aquello era Chihuahua.

Al día siguiente Cutler siguió el río que regaba el valle en dirección noreste. Había perdido la cuenta de las jornadas que llevaba de camino y le preocupaba estar ausente más días de lo estipulado en su permiso. Se le había hinchado la pantorrilla, que le molestaba con un dolor punzante.

A última hora de la tarde llegó a un rancho fortificado: un alto muro de piedra volcánica recortado contra una escarpadura grisácea. Tras el muro seguramente ondeaban en un mástil las Barras y Estrellas Confederadas. Del río venían mujeres balanceándose con elegancia mientras llevaban ollas rojas llenas de agua en equilibrio sobre la cabeza para luego entrar por un espacio abierto en el muro con la anchura justa para un solo jinete. Las siguió a un patio interior dividido en diagonal por la sombra de la colina. Bajo unos soportales había mujeres hilando y tejiendo, y cuatro cerdos rollizos sesteaban en un chiquero. En un corral, unas mulas sacaban el oscuro morro sobre la cerca. Un hombre barbudo sentado en un porche con un pie en alto, observaba a Cutler. Tres niños cubiertos de polvo estaban sentados en el escalón.

¿Gringo? —preguntó el hombre. Tenía una escopeta atravesada sobre las piernas.

Dijo que se llamaba Patrick Cutler.

—Capitán Ferriss Wilkison, de los Estados Confederados, —se presentó el hombre en un inglés con acento del sur—. Suba, señor Cutler.

Cuando subió cojeando al porche entre los pilluelos de cara sucia, Wilkison se levantó con una mano tendida, mientras aferraba la escopeta con la otra. Tenía unos ojos cejijuntos y recelosos, y se le veían hebras plateadas en la barba.

—¿Militar? —inquirió Wilkison.

Había perdido el uniforme con la mula. Percibía las oscilaciones de sombra de la bandera que ondeaba en el mástil.

—Caballería. Guerras indias. Contra los apaches.

—Siéntese, siéntese, señor Cutler. ¡Apaches! Podría contarle algunas historias sobre los apaches. ¿Ve cómo está construido este sitio? Está hecho así para defenderse de los apaches. ¡Rosa!

Un rostro gordezuelo apareció desde el oscuro interior.

—¡Trae té frío! —ordenó en español. Volviéndose hacia Cutler, declaró—: Tengo la norma de no beber mezcal hasta que la sombra dé en el porche. No llevará algo de whisky, ¿verdad?

—Un poco de brandy.

—¡Ah! —exclamó Wilkison, dejando la escopeta y frotándose las manos.

Cutler fue a coger la media botella de brandy de la alforja. Wilkison pareció transportarse a la embriaguez con el primer trago de brandy mezclado con el té. No había puesto el pie en territorio norteamericano desde que salió de Texas, después de la Campaña de Appomattox. Había servido en el ejército turco en la guerra ruso-turca, y luego se vino a México. Había otros como él. Los llamaban «irreconciliables», según sabía Cutler. Wilkison parecía mantener un considerable harén en su pequeña fortaleza, con muchos niños. No se veían más hombres. Había rebaños de ovejas y cabras, y la hacienda producía harina de maíz, mezcal, ropa y calzado. Dos años atrás había rechazado con facilidad un ataque apache.

Cuando la sombra de la colina se acercó al porche, empezaron a revolotear palomas por la falda de la colina. Wilkison cogió la escopeta y disparó. Dos pájaros cayeron en picado. Los niños corrieron como perros de caza para traer los pichones muertos. Wilkison volvió a cargar.

—Los apaches han estado tranquilos desde entonces —dijo con una sonrisa, mostrando una boca llena de dientes podridos.

—Están en la reserva, en su mayor parte.

—Ah, pero aún quedan unos cuantos por aquí, amigo mío. A veces se llevan alguna oveja. Sólo que ahora no matan gente. —Se inclinó hacia delante, a mirar a Cutler con ojos extraviados—. Pero le diré una cosa, prefiero a los apaches a algunos de los bastardos mestizos que se están haciendo sitio en este país. Me recuerdan a cierta gente de casa…, ¡a los negros!

Se echó más brandy en el té, mostrando los dientes de nuevo: un hombre que parecía haber engendrado un buen número de bastardos mestizos por su cuenta.

—Ándese con cuidado cuando se vaya de aquí, por si se encuentra con los apaches —prosiguió—, pero esté aún más atento por si ve a los esepés. Esos malvados cabrones le arrancarán el pelo, lo teñirán de negro y lo venderán como si fuera un trofeo apache. ¡Le quitarán la cabellera y dirán que es usted un apache albino! ¡En este territorio la gente lleva el pelo corto, se lo aseguro!

Cutler dijo que había tenido ocasión de conocer al coronel Pascual Molino.

—¡Ese cerdo, ese hijo de puta que se dedica a arrancar cabelleras! —Wilkison bebió y fijó de nuevo sus enrojecidos ojos en los de Cutler—. ¡Prefiero un apache a un asqueroso bastardo mestizo, pero me quedo con cualquier cosa antes que con un yanqui!

Aquello pareció una llamada al silencio. Wilkison volvió a coger la escopeta, y abatió otro pichón. Para acabar la botella, Cutler se sirvió en su vaso más brandy del que en realidad quería. Con cuidado, se rascó la pantorrilla hinchada.

—¿De dónde es usted, amigo? —le preguntó Wilkison, mirándolo con los ojos entornados.

—De California.

—¡Cal-iii-forn-iii-yaah! Mi tío se fue allí en el cuarenta y nueve, nunca volvió a saberse de él. No se habrá cruzado allí con Beezy Wilkison, ¿verdad?

—No, que yo sepa.

—¡Si se hubiera tropezado con Beezy sí lo sabría!

Cutler se inclinó hacia el irreconciliable para preguntarle:

—Se marchó de su país para no volver…, sirvió en Turquía y se vino a vivir aquí… ¿sólo porque odia a los yanquis?

Wilkison le acercó la cara, con su aliento a emanación de pantano.

—¡No tenían derecho, se lo aseguro! ¡Atropellándonos, diciéndonos cómo teníamos que comportarnos, liberando negros para que violaran a nuestras mujeres! Pero le diré por qué odio a los yanquis, don California Cutler: ¡precisamente porque quieren hacer que todo el mundo esté cortado por el mismo patrón yanqui!

—Es mucho tiempo para odiar —repuso él—. Dieciocho años.

—A un sureño de verdad se le da bien odiar —sentenció Wilkison, cargando la escopeta.

Disparó de nuevo. Gritando en plena competición, dos críos corrieron tras el pájaro caído.

¡Odios duraderos! ¿Era María una irreconciliable? A lo mejor él sí lo había sido. La idea lo sobresaltó.

—Recuerdo que la Biblia dice que hay que perdonar las ofensas.

—La Biblia dice muchas cosas —repuso Wilkison, encogiéndose de hombros—. ¿Qué le pasa en la pierna? Parece que la tiene muy hinchada.

Dijo que hacía unas noches le había picado algo, no sabía qué.

—Podría ser cualquier cosa, un escorpión, una tarántula; en este territorio cualquiera puede ponerse a curtir ciempiés y hacerse un cinturón. Levántese la pernera del pantalón y déjeme ver.

Así lo hizo, y Wilkison palpó el inflamado músculo con dedos suaves.

—Eso no tiene muy buen aspecto, amigo —dictaminó y, sonriendo, añadió—: Habrá que sajárselo. Bueno, una vez fui matasanos. En Gettysburg amputé piernas hasta llenar una carreta en medio día. Desde luego no hay más remedio que sajárselo. Le daremos un poco de quinina, y una de mis mujeres le hará un emplasto. ¡Efram, mi cuchillo! —ordenó en español, y uno de los chicos entró correteando en la casa.

Cuando le llevaron un cuchillo de fina hoja y maligno aspecto, Wilkison lo afiló con una piedra que cogió de una grieta en la barandilla. Silbaba por lo bajo al hacerlo. Cuando le sajó, Cutler apenas notó el cuchillo, sólo la liberación de una ardiente presión. Rechinó los dientes mientras Wilkison le apretaba para que saliera el pus. Apareció una mujer gorda, otra esposa diferente de la que había traído el té, con una palangana llena de un apestoso mejunje que Wilkison untó en la herida. Le puso luego unas hojas encima, bien apretadas, y le vendó la pantorrilla con un paño de algodón blanco y limpio. Le rajó la pernera del pantalón para que pudiera ponérselo sobre el vendaje.

—Nadie podrá decir que los viajeros se van sin ser atendidos de la Hacienda Manassas Segundo —proclamó—. ¡Ni siquiera yanquis de Cal-iii-forn-iii-yaah!

* * *

Al día siguiente, sin embargo, la pierna le seguía doliendo y estaba igual de hinchada. Cutler se la sajó él mismo, con mano trémula. Cuando encontró un riachuelo que corría entre pozas de piedra se arrojó a una, completamente vestido menos las botas, y se remojó durante una hora en el agua refrescante. Sentía la pierna como si fuera de otro.

Más tarde, haciendo un alto a la sombra de un roble en un cerro, vio un destacamento de soldados mexicanos que se acuartelaba en un valle seco a sus pies: infantería, unos cuarenta hombres, con dos oficiales montados. La fila vestida de blanco serpenteaba entre la maleza. No podía distinguir si eran del ejército regular o esepés. En cualquier caso, seguramente no tendrían médico. Llevaos a este gringo y fusiladlo. El dolor de la pantorrilla le llegaba hasta la ingle.

Cuando los soldados desaparecieron de la vista, dio un rodeo hacia el norte. Aquella noche hizo una pequeña hoguera y se sentó tiritando junto a ella, comiendo carne seca y tortillas que Wilkison le había dado. Bien envuelto en la manta se tumbó mirando las estrellas, que no mucho más al norte debían ser norteamericanas, y se preguntó si se estaría muriendo.

Con la fiebre tenía las ideas más claras que nunca. Si se moría, su hijo sería huérfano, como él había sido, criado por mujeres, igual que él: no importaba que, en el caso de Peto, fueran una madre loca, obsesionada con la religión, y sus criadas, en vez de una madama y sus chicas. Incluso si no acababa bruscamente arrojado de su blando nido a un mundo cruel, algo podría partirle el corazón y eso debería evitarse a toda costa. Aquella agobiante armadura con la que se había revestido para sofocar las emociones —¡y protegerse contra qué, ya ni lo sabía!— no debía heredarla Peto Cutler.

Se le debía educar como don Fernando deseaba, para que asumiera su puesto como futuro patrón de Las Golondrinas. La diferencia entre los dos linajes de los que descendía el niño era importante para el anciano; el antiguo y orgulloso, pero endogámico y decadente, y el nuevo y desenvuelto, aunque ilegítimo. ¡La peligrosa fiebre de su organismo debía lograr la curación de las fiebres de su cerebro! Si María seguía estando loca, él debía permanecer cuerdo, por el bien de aquel niño que le llamaba papá con su menuda y tentativa voz. Tenía que superar aquellas penalidades y, como don Fernando, encontrar fuerzas en aquel objetivo para vivir otro año más.

Al día siguiente el ardiente sol le quemó la cara de forma alarmante antes de que consiguiera incorporarse y ponerse una bota. Tenía la pierna como si pesara treinta kilos, y para ensillar a Negrito tuvo que ir saltando con un pie. Se quedó jadeando en la silla durante unos minutos con los ojos cerrados antes de que pudiera chasquear la lengua para ponerlo en marcha y sentir el movimiento bajo los doloridos muslos.

En un momento dado se resbaló de la silla, sujetándose con una mano en el pomo antes de caer al suelo pero golpeándose la pierna hinchada contra el flanco del caballo tan fuertemente, que se le escapó un grito. Se sintió desfallecer, y cuando la debilidad cedió fue brincando sobre un solo pie hasta una piedra, donde se sentó. Volvió a sacar el cuchillo y hurgó en la oscura calabaza de la carne. Brotó pus, y sangre. Lloró. Más tarde se oyó reír. Logró encaramarse de nuevo a lomos de Negrito, y chasqueando la lengua hizo avanzar al caballo. En dirección norte, a Estados Unidos, a renunciar al ejército para volver a Las Golondrinas con su familia.

Aquella noche, o tal vez a la siguiente, yacía abrigado con la manta en un extraño patio de piedra. Ante él se abrían los ojos vacíos de unos umbrales abiertos en la piedra arenisca, con un segundo y un tercer nivel encima, y una tercera, comunicados por escaleras de mano. Todo estaba desierto y silencioso: un sueño, quizá de la agonía. Con gran esfuerzo torció la cabeza y vio al caballo negro, desensillado, que pastaba en la hierba. Unos halcones giraban muy arriba de su cabeza. Como la Hacienda Manassas Segundo, aquel pueblo —¡o ciudad!— estaba construido sobre la pared de un acantilado, o en su interior, más bien. Había golondrinas que surcaban como dardos la fachada, descendiendo en picado sobre los muros de piedra que sobresalían en ángulo al pie del acantilado.

Cuando se tocó el muslo casi se quemó los dedos. Tuvo miedo de poner la mano más abajo. Tenía la cabeza apoyada en un montón de ropa. Vagamente recordó que alguien lo había ayudado a bajar de la silla. Sintió rabia al descubrir que estaba llorando otra vez.

Volviendo con cuidado la cabeza, vio una pequeña hoguera que ardía en un rincón protegido del viento. Admiró el transparente resplandor anaranjado de las llamas. Oyó el crujir de unas botas de cuero. Un hombre subía por un sendero hacia él, sin sombrero, un mechón rubio rizado sobre la frente. Llevaba un recipiente de lona chorreando agua. Miró al revólver enfundado en la cadera: se parecía a Johnny Angell.

Cutler cerró los ojos. Socorro.

Johnny se agachó a su lado, mirándole la pierna con el ceño fruncido. Le habían cortado la pernera del pantalón por encima de la rodilla, pero Cutler no quería mirar aquella parte descubierta.

—Te lo he sajado y ha soltado un chorro de tres metros —dijo Johnny—. Apuntando bien, se podrían matar serpientes de cascabel.

Tenía los labios fruncidos de inquietud. Sus mejillas ofrecían un áspero aspecto con una semana de barba. Cutler cerró los ojos con la lasitud del agotamiento.

—¿Dónde estamos?

—A unos cuarenta y cinco kilómetros al sur de Corral de Tierra. En un sitio al que vengo a veces cuando algo me preocupa. Son unas antiguas ruinas indias.

—Suerte para mí que ahora tuvieras alguna preocupación.

Johnny rió entre dientes.

—Voy a pincharte eso otra vez, Pat.

Esta vez sólo sintió la liberación de la tensión. Johnny siseó y chasqueó la lengua.

Cuando abrió los ojos de nuevo el sol estaba a espaldas del muchacho, enmarcando su cabeza y sus hombros en un halo dorado.

—Esperaremos a la noche y prepararé una especie de litera entre los caballos. Te llevaré a que te vea ese médico del fuerte.

—Bien.

—Delirabas como loco no hace mucho —dijo Johnny, poniéndose a un lado para que Cutler no tuviera que entrecerrar los ojos mirando al sol—. Me temo que sé más cosas de ti de las que te gustaría. Me he enterado de que tienes mujer en México, y un hijo también. Y de que has vuelto al norte cruzando la Sierra Madre. Difícil territorio, supongo.

—Moscardones tan molestos que ni puedes colgar el venado. Ciempiés que puedes curtir para hacerte un cinturón. Cazadores de cabelleras.

—Había pensado ir por ahí yo también —dijo Johnny, agachándose a su lado, las facciones fruncidas pensativamente. Volvió la cabeza—. El café está hirviendo.

Cutler volvió a cerrar los ojos. Tenía un negro peso que le comprimía la cabeza, y se sintió languidecer. No notaba la pierna. Empezó a tiritar. Johnny lo ayudó a levantar la cabeza para que diera un sorbo de café.

—¿Estás huyendo? —preguntó Cutler.

—Sólo pensando si me entrego o no —dijo Johnny—. Bueno, ahora que me he enterado de tu triste historia, bien puedes tú escuchar la mía. Me citaron para una entrevista con el gobernador, que me prometió el perdón si me entregaba al sheriff y prestaba testimonio contra Henry Enders. He venido aquí para pensarlo. Sé que el señor Maginnis habría dicho que ésa es mi obligación, y creo que puedo confiar en Jack Grant; pero hay un montón de gente de la que no me fío, así que no sé. Como te decía, he pensado en irme a México. O a Colorado, aunque huir no me hace ninguna gracia. Si me entrego, me vería en un verdadero aprieto, con perdón o sin él.

»Pero es que creo que una persona que se sienta indignada por los sucesos del condado de Madison debe tratar de arreglarlos, si es que está en su mano. Aún queda el asesinato del señor Turnbull, y Ed Duffy, uno de los autores, acaba de volver de Texas y anda paseándose por ahí con toda su cara. Y el señor Maginnis y el señor Redmond muertos a tiros…, y Henry Enders sigue suelto.

—¿Qué harías para arreglar las cosas: matar a Ed Duffy y a Henry Enders?

—Podría hacer eso, supongo, y largarme después —dijo Johnny. Cutler escuchaba con los ojos cerrados, tiritando de nuevo—. Sí, desde luego lo he pensado, aunque creo que la señora Maginnis quiere que me entregue como dice el gobernador. Le gustaría que las cosas se arreglaran legalmente. Pero es que no creo que la ley vaya a castigar a esos tipos.

—¿Hace falta un castigo para que se arreglen las cosas? —se oyó preguntar Cutler.

—¡Pues claro! —exclamó Johnny en tono de asombro.

Cutler preguntó por Lily. En su imaginación veía ahora a Lily, luminosa en su cama, mientras Johnny la miraba desde la pequeña biblioteca, con el sombrero en la mano.

—Está esperando a que venga el hermano del señor Turnbull —contestó Johnny con voz ausente—. Tiene que ocuparse de unos asuntos en Inglaterra antes de venir para acá. La señora Maginnis cree que va a armar un buen follón. Está convencida de que aparecerá algún hombre que le arregle las cosas. Como antes iba a hacer el señor Redmond. Ahora es el hermano del señor Turnbull.

—Como tú.

Johnny rió quedamente.

—Y tú —dijo.

Lo despertó un olor a carne asada. El sol del atardecer convertía en negros boquetes las puertas de los Antiguos. Johnny se agachó frente al fuego. Tumbado, Cutler aspiró los aromas, contemplando las fachadas de piedra. Al paso de unas nubes altas que surcaban despacio el firmamento tuvo la impresión de que se derrumbaban las paredes del acantilado.

Johnny se acercó a él y, en cuclillas, le puso un trozo de carne caliente en la boca. Cutler se lo puso entre los dientes con los labios, masticó, tragó.

—Mira cómo se va cayendo el acantilado —dijo.

—¡Fíjate! —repuso Johnny, alzando la vista—. Qué forma de vivir la vida, ¿eh? ¿Notas cómo casi se oye el silencio? ¿Cuánto tiempo hace, calculas tú, que vivieron aquí los Antiguos?

—¿Dos, tres mil años?

—¿Y no te da eso que pensar? —Johnny puso otro pedazo de carne de venado en los labios de Cutler—. Dentro de dos o tres mil años, ¿qué importará que los señores Turnbull, Maginnis y Redmond fueran asesinados así? ¿Qué importaré yo mismo? Eso elimina el yo de los cálculos, ¿no te parece?

Cutler se quedó dormido. Vio la sonrisa triunfal de María, mientras le brotaba sangre de la muñeca como la leche del pezón del ama de cría, como pus de su pierna. Dieciocho años de odio. ¿Había final para el odio, para las carencias y el vacío de siempre? ¿Podría decidirse que a partir de este momento todo había concluido, o hacían falta dos mil años para eliminar el yo de los cálculos? Dentro de dieciocho años Peto tendría la misma edad que su madre cuando se casó con Patrick Cutler, que no había querido a su esposa tanto como a la Hacienda de las Golondrinas, que ella representaba. Johnny Angell debía decidir si entregarse al nuevo sheriff o huir a México, si matar o no a Ed Duffy y Henry Enders. ¿Qué debía decidir él, Pat Cutler? Quizá no tendría que decidir nada, porque se iba a morir, con su pierna arrojada a una carreta con todos los demás miembros amputados, incluidos los de Ysabel. Al final te ha matado el apache, que significa «enemigo», la muerte misma.

Dormitando, oyó que Johnny decía:

—Lo que pasa es que de pronto ya no eres tú mismo, sino lo que has hecho en la vida. Pero cuando aún estás verde no eres lo bastante prudente. Y cuando tienes más experiencia, exageras la prudencia. Así que cuando lo pienso fríamente, llego a la conclusión de que Jack Grant me matará. Mejor que algún pájaro enloquecido que te dispare por la ventana. Peligrosa gente, ésta de Texas, con su ojo por ojo. ¡Yo no soy así! ¡Lo que quiero es que se haga justicia por un asesinato cometido a sangre fría, y que no se soluciona aplicando la ley de Texas, disparando por la ventana y pidiendo ojo por ojo!

Cuando se dio cuenta de que se había meado encima, Cutler rompió a llorar.

* * *

Abrió los ojos y vio a Johnny de pie, que lo estaba mirando.

—Hora de dirigirnos al fuerte, Pat. ¿Cómo te encuentras?

Sólo logró sacudir la cabeza. Vio que Johnny había puesto los caballos en fila, a Negrito detrás. Había amarrado unos palos de silla a silla, con una lona estirada sobre ellos, como una camilla.

Gimió cuando Johnny tiró de él para ponerlo en pie, y luego, llevándolo a rastras y luego a cuestas, lo subió a la camilla. La operación de izarlo a la lona fue a la vez penosa y cómica. Jadearon a la vez, Johnny de pie junto a la camilla, enjugándose la cara con el pañuelo de colores.

—Gracias —dijo Cutler. El dolor de la pierna le mantenía la cabeza despejada.

De nada.

—Creía haberte oído decir antes… que el nuevo sheriff tiene intención de ejecutar todas las órdenes de detención que se habían acumulado en su oficina, ¿no?

—Me dijo que ejecutará todas las órdenes antiguas con absoluta imparcialidad. Yo le dije que también podría haber una contra ese coronel tuyo del fuerte. El señor Redmond redactó unos documentos contra él y casi todos los de la ciudad.

—¿Y Caballito?

—Claro, también contra él.

—Fueron esas órdenes de detención las que hicieron que Caballito se escapara de San Marcos.

—Eso he oído —dijo Johnny—. Bueno, ahí tenemos al Arca de la Alianza dirigiéndose a las montañas.

Montó, volvió la cabeza para echar una mirada a Cutler, y, con una sacudida, el Arca de la Alianza se puso en marcha. Cutler se quedó dormido inmediatamente.

* * *

Los sentidos le zumbaban de manera intermitente como la tecla de un telégrafo. Había un resplandor. Un paño le rozaba la cara: la sombra de un chaqueta colgada sobre una rama curvada. Estirando el cuello vio la espalda de Johnny, en el caballo de cabeza. Notó en ella cierta tensión y rigidez, y vio la culata del fusil remetida bajo el hombro del muchacho. Johnny se balanceaba con el mismo movimiento que lo mecía a él.

Girando la cabeza, vio la nube de polvo, la apresurada columna de hombres que lo precedía. Debían de ser unos doce, que se fueron desplegando a medida que se acercaban. ¡Por un momento no fue capaz de relacionarlo con el sheriff Jack Grant y la ejecución absolutamente imparcial de alguna orden de detención!

—¡Es una partida! —gritó—. ¡Suéltame y escapa!

—No te preocupes, Pat —contestó Johnny, sin volverse—. De todos modos, he decidido entregarme.

—¡Johnny!

—No te apures. Es lo que el señor Maginnis hubiera querido. Supongo que tendré que fiarme del gobernador.

Entonces se arremolinaron los jinetes a su alrededor: de rasgos duros, con los fusiles en la mano y la nube de polvo dispersándose sobre sus cabezas. El sheriff Jack Grant era un hombre descarnado, con un chaleco de piel en el que llevaba prendida una estrella sin brillo. Llevaba un sombrero que parecía un campanario.

—Tira las armas, Johnny.

—Precisamente voy a entregarme para aceptar la amnistía del gobernador, Jack, —dijo Johnny animadamente—. Ahí llevo a un teniente bastante enfermo, que necesita un médico con urgencia.

Rostros de hombres lo miraban bajo la sombrilla. De nuevo empezaba a perder y recobrar la conciencia. El Arca de la Alianza se puso otra vez en movimiento. Una vez se despertó y estiró el cuello para mirar más allá de la sombrilla. Johnny Angell llevaba las muñecas a la espalda, sujetas con relucientes aros de acero.

En la enfermería de Fort McLain, Bernie Reilly le dijo que salvaría la pierna, pero que si hubieran tardado medio día más, ni él se habría salvado.

* * *

La cárcel se encontraba en el ala sur del segundo piso del tribunal. Desde la última vez que Johnny había estado en Madison, habían instalado barrotes en las ventanas. Detrás de la puerta había un pequeño corredor que conducía a las escaleras y otro a la oficina de Jack Grant. Harry Williams era el carcelero, un tipo menudo y simpático, bizco, con una pierna más corta que otra, que cojeaba un poco. No le habían puesto grilletes pero sí esposas, que según calculaba Johnny podría quitarse si estaba dispuesto a dejarse algo de piel en el empeño. En la oficina del sheriff había un armario donde se guardaban bajo llave las escopetas, fusiles y revólveres. Se había fijado su juicio para dentro de un mes. Le habían designado un abogado a quien había visto una vez, un tipo de avanzada edad, calvo y de nariz enrojecida, que olía como si tuviera los riñones podridos a fuerza de whisky barato. Jack Grant le había dicho que la oferta del gobernador no valía, porque, primero, había tardado mucho en tomar la decisión de entregarse y, segundo, lo habían detenido en vez de entregarse él. Había pedido ayuda a su abogado borracho para escribir una carta al gobernador sobre esa cuestión, pero seguía sin recibir contestación. Le daba igual no tener noticias, porque no era optimista sobre la respuesta del gobernador. Tampoco le preocupaba mucho que lo ahorcaran por matar a Pogie Smith. Sabía que no iba a morir de esa forma. Le tocaba morir de un disparo. —Porque sembraron viento, y torbellino segarán[16], y el que derramare sangre de hombre, por el hombre su sangre será derramada[17]. Veía la calle desde las ventanas, y lo que le daba rabia era el espectáculo de Henry Enders paseándose por la acera, mirando a veces hacia él. Solía ir con su levita negra y el brazuelo lisiado pegado al pecho, dirigiéndose o bien a cenar al hotel Bird Cage, o de vuelta en sentido contrario, hurgándose los dientes. Henry Enders estaba acusado del asesinato del abogado Redmond pero estaba fuera, y él dentro. En ocasiones también veía a Ed Duffy, que había ganado peso y caminaba con unos confiados andares de pato. Más de una vez los había visto juntos. No comprendía cómo entre aquellas órdenes de detención que Jack Grant estaba ejecutando con absoluta imparcialidad no se incluía la de Ed Duffy, que era uno de los cuatro que asesinaron al señor Turnbull y luego le aplastaron el cráneo con una piedra, pero Jack juraba que no había ninguna contra él. Sin embargo, saber que Ed Duffy había vuelto de Texas no le daba tanta rabia como ver a Henry Enders. Le complacía que Ed Duffy anduviese por allí, porque no tardarían mucho en mantener una pequeña charla.

Había recibido una carta de Santa Fe de Lily Maginnis, que intentaba ver al gobernador para abogar en su defensa. Hasta el momento, el gobernador había estado muy ocupado para recibirla. El teniente Cutler estaba recobrando la salud y no había perdido la pierna. De eso había que dar gracias.

Jack Grant se pasaba mucho tiempo fuera de la ciudad, persiguiendo a los supervivientes de la banda de Jesse Clary, que seguía levantando polvo al sur del condado. También había cuatreros que venían al oeste a robar ganado para conducirlo luego a Texas. Esos tipos resultaban mucho más difíciles de capturar que él, aunque todo el mundo consideraba como el no va más a Jack Grant por haber detenido tan fácilmente a Johnny-A. Tomaba el pelo a Jack diciéndole que era como si siguiese con los Reguladores de McFall, sólo que ahora llevaba una estrella de níquel, y Jack contestaba que la placa lo cambiaba todo. También bromeaba sobre el hecho de ser el único preso de la cárcel, a pesar de que Jack estuviera practicando todas aquellas detenciones con absoluta imparcialidad. Más tarde empezó a inquietarle la idea de que era el único por alguna razón.

El camarero del hotel le llevaba la comida tres veces al día. Por lo menos comía bien y con regularidad, aunque un par de veces justo antes de amanecer, cuando se despertaba con pensamientos nada reconfortantes, pensaba en Henry Enders, que iba todos los días al hotel. Pensó en decir a Harry que probara un poco de comida por si le habían puesto veneno, pero luego se le ocurrió que no tenía más sentido preocuparse por eso que por recibir un balazo en una pelea. Así que sólo se quejó a Jack de que el café siempre estaba frío cuando se lo llevaban, y en caso de que se fugara de la cárcel probablemente sería por culpa del café tibio.

Cuando tenía que hacer sus necesidades Harry lo acompañaba al retrete de fuera, a espaldas del edificio. La única vez que realmente tenía intimidad era cuando se sentaba en la caseta, con el reconfortante olor de sus dos hoyos, la única vez que no tenía esposas en las muñecas. Se quedaba sentado hasta que Harry empezaba a aporrear la puerta, preguntando a gritos si iba a tardar todo el día.

Harry y él jugaban con frecuencia a las cartas, frente a frente sobre la maltratada mesa, cambiando del póquer descubierto, cuando elegía él, a un juego muy simple llamado mascota, cuando le tocaba a Harry. Al carcelero le gustaba tirar con fuerza los grasientos naipes contra la mesa mientras gritaba: «¡Mascota! ¡Mascota!». Tirar así las cartas era difícil con las esposas, así que Johnny jugaba más reposadamente, y casi siempre perdía. Muchas veces pensaba en quedarse con un trozo de mantequilla para engrasarse las muñecas y en las posibilidades de arrebatar el Colt a Harry. Como mejor podría resultar sería llamando a Harry a la ventana para enseñarle a Henry Enders o Ed Duffy. El alféizar quedaba a la altura de la cadera, y, cuando Harry apoyara las manos en el antepecho para mirar afuera, ése sería el momento.

A veces pensaba en la hacienda de Sonora de la que Pat Cutler había hablado sin parar en su delirio. Parecía un buen sitio para ir a parar, pero él guardaba buen recuerdo de un pequeño y verde valle en las estribaciones de la sierra, allá en Colorado, donde en cierta ocasión había pasado la noche.

* * *

—Otro de esos tíos de los periódicos que quiere entrevistarte —dijo Jack.

—No me apetece hablar con él.

—Eso le he dicho —repuso Jack.

Estaba nada más pasar la puerta, con los brazos cruzados sobre la estrella niquelada y el revólver colgando de la cartuchera, tan alto que al entrar tenía que agachar la cabeza bajo el dintel. Los pantalones de vestir siempre le quedaban cortos sobre las botas. Hoy llevaba zapatos de ciudad, sobre los que enseñaba diez centímetros de calcetines blancos.

—Vaya, Jota Mayúscula, me han dicho que vas a dar una fiesta —le dijo Johnny.

—¿A qué viene eso? ¿Qué quieres decir? —inquirió Jack.

—Para que tus zapatos conozcan a tus pantalones —contestó él, soltando una carcajada.

Jack lo miró como si quisiera atizarle un puñetazo.

—Pareces divertirte mucho para no tener ni puñetera cosa por lo que estar contento —dijo Jack. Con un paso de sus largas piernas se acercó a la mesa y se sentó—. Henry Enders está libre porque ha pagado la fianza. Y además se va a casar con esa chica, Boswell, que vive cerca de Socorro. Lo siguiente será solicitar cambio de jurisdicción a Socorro, y toda la parentela Boswell hará de jurado. Ya lo verás.

—Pues muy bien —repuso Johnny—. Parece que eso te ha dado que pensar.

—Así es la ley y la justicia en el Territorio —dijo Jack.

—Da lo mismo —aseguró él—, tienen que llamarme para testificar, en Socorro o en otro sitio, ¿no? Vi cómo Henry Enders y Jesse Clary mataban a tiros por la ventana a aquel abogado tan claramente como te estoy viendo a ti ahora.

Jack se encogió de hombros.

—No tienen que citarte como testigo si te han ahorcado primero. Habrá cambios de jurisdicción y retrasos, te lo aviso. Sin embargo, Henry Enders no es de los que se lo juegan todo a una carta.

—No entiendo lo que quieres decir.

—Hay rumores de que algunos quieren ayudarte a que te fugues. Sólo cuídate mucho de que quien te ayude a escapar no sea Henry Enders.

—¡Vaya, hombre! Eso sí que tiene narices. ¿De modo que no voy a fugarme porque me traen el café frío, sino porque Henry Enders podría estar esperándome?

Jack lo miró con el ceño fruncido.

—Sólo te digo que antes de dar el paso mires bien dónde te metes.

—Bueno, Jota Mayúscula, te comprendo perfectamente. Debe ser un mal trago eso de servir de Reguladores a gente como Henry Enders, el señor MacLennon y el juez Arthur. En cuanto a mí, sólo tengo que quedarme aquí a esperar el perdón del gobernador.

Jack volvió a cruzar los largos brazos sobre el pecho.

—Sabes que no está obligado a hacerlo. Te advirtió que no tardaras mucho en decidirte, y no dijiste nada en diez días. Y además te capturamos con todas las de la ley.

—Iba a entregarme.

Jack sólo sacudió la cabeza una vez.

—No me gustaría que corriese la noticia de que el general Underwood es un embustero —dijo Johnny.

Jack volvió a negar con la cabeza.

—Ha pasado algo. Hay una junta investigadora en el fuerte. Te citarán para que prestes testimonio. La participación del ejército en el asesinato de Maginnis.

—Me encantará la excursión.

—Ojalá dijeras algo en serio aunque sólo fuera una vez —se lamentó Jack.

—Si me pongo serio quizá recuerde lo que me has dicho de que no tengo nada de lo que estar contento.

* * *

Lily Maginnis vino de Santa Fe para intervenir en la junta investigadora y fue a verlo a la cárcel. Jack se encontraba fuera de la ciudad, y Harry se puso nervioso ante una visita que el sheriff podría desaprobar. Pero tras algunas vacilaciones decidió que no pasaría nada si él se quedaba en la celda con ellos.

Lily aún llevaba luto por el señor Maginnis: una compleja falda negra con delantales negros hechos con algún tejido esponjoso que caían serpenteando a los costados, ajustada chaqueta negra con negros botones brillantes como canicas, y un bonete negro con cintas negras. La falta de color daba palidez a su rostro, en el que destacaban sus ojos, sorprendentemente oscuros. Se sentó a la mesita frente a él, y depositó las blancas manos abiertas sobre las suyas, amarradas por las esposas. Harry se sentó al otro extremo de la celda en una silla inclinada hacia atrás, con expresión avinagrada.

Las patas delanteras de la silla bajaron de golpe y el carcelero se puso en pie cuando Lily hurgó en su bolso, fruncido con un cordón. Sacó una revista de papel barato llamada Western Adventure, pasó varias páginas y se la tendió a Johnny. No era la primera vez que veía de ese estilo: «“Johnny-A y la princesa mexicana”, de Louis P. Rutherford».

Había un dibujo de un joven con zahones y una extraña especie de sombrero piramidal, del estilo que llevaba el señor Turnbull. Con cintas colgando en la parte de atrás. El joven apuntaba con un Colt tan largo como medio brazo a un amenazador gigante mexicano con bigote, mientras que una bonita muchacha de piel morena atisbaba por encima de su hombro. «¡Johnny-A va a México a salvar de un terrible destino a la hija de un viejo amigo!», se leía en letra pequeña.

—¡Vaya, hombre! —exclamó Johnny.

—Ese periodista ha escrito cuatro de esas historias falsas sobre un tal Johnny-A —dijo Lily—. Naturalmente, Johnny-A es el héroe.

—Me parece mejor que al revés.

—¿No quieres leerlo?

—Creo que no. —Le ardía la cara—. Se me podría subir a la cabeza.

Lily puso de nuevo las manos sobre las suyas.

—Un pastor amigo mío me dijo una vez que el pecado contra el Espíritu Santo convertía a los seres humanos en objetos. El señor Rutherford te ha convertido en héroe, pero en algunos periódicos que he visto eres un villano de la peor calaña. El Territorial Call, como sabes, está en manos de unos socios del señor Weber. Así que por un lado tenemos esa ridícula ficción, y embustes que pasan por verdades por otro.

—Me parece que no quiero saber nada de eso.

—Me temo que es ahí donde se está librando ahora la Guerra del condado de Madison —dijo Lily.

Harry se acercó cojeando a coger la revista y la miró entornando los ojos.

—Vaya sombrero, Johnny —dijo.

—¿Verdad que sí?

Lily continuaba mirándolo a los ojos.

—Quizá sea que los periódicos mezclan ficción y realidad, pero historias como ésas pretenden que la mentira se convierta en verdad.

No entendió lo que quería decirle. El problema era que cuando lo miraba así, o lo tocaba de aquel modo, o simplemente con aspirar su aroma a flores, su cabeza se llenaba de confusión.

—Cuando cuentan mentiras sobre ti, te convierten en algo distinto de lo que eres —prosiguió ella—. De manera que te cambian y tú no puedes hacer nada. Es algo que las mujeres sabemos muy bien. Antes de casarse, una muchacha bonita se ve tratada como una princesa. Luego se convierte en el precioso adorno de su compañero, en su juguete…, y en parte de sus bienes, por supuesto. Sencillamente, las costumbres anquilosadas y crueles que pasan de generación en generación le impiden ser ella misma. Se convierte en esposa. En madre. El presidente Lincoln concedió la emancipación a los esclavos negros. Nadie se la ha concedido a las mujeres blancas.

Ya la había oído antes hablar de aquel modo. Se ponía tan exaltada que a veces parecía tener fiebre.

—¡Durango! —exclamó Harry. Se había retirado a su silla con la revista—. Te fuiste a Durango porque ese mexicano que te había salvado la vida te pidió que acudieses en su ayuda. No sabía que hubieras vivido un tiempo en México, Johnny.

—No es verdad, Harry —repuso él—. Se lo han inventado.

Lily se sacó un pañuelo de encaje de la manga y se enjugó la frente.

—Me temo que no traigo buenas noticias del gobernador —anunció.

—No lo hará, ¿eh?

—Dice que adoptará su decisión después de tu juicio y el de Henry Enders, y cuando concluya la junta investigadora sobre la intervención del coronel Dougal. Sé que Pat Cutler le ha escrito para decirle que le salvaste la vida y que por eso te capturaron.

—Jack Grant dice que Henry Enders intentará cambiar la jurisdicción a Socorro. Se va a casar con un chica de allí, procedente de una familia cuyos numerosos miembros harán de jurado.

—He hablado con el señor Tarkenton, el abogado de Globe al que escribí, y piensa que tú puedes hacer algo parecido. Pero cree que es mejor solicitarlo en apelación.

Así que a nadie le cabía duda de que iban a condenarlo por matar a Pogie Smith. Y lo que intentaban hacer Lily y su señor Tarkenton lo ponían a la misma altura que Henry Enders.

—El señor Shields, el abogado que me han designado, no vale gran cosa.

—Es de risa —afirmó Lily en tono trágico.

—Este Johnny-A sólo dispara al brazo que sostiene el arma —dijo Harry—. Nunca se le ha visto fallar. Pero ese mexicano puede disparar con las dos manos, es ambi… no sé qué.

—Ambidiestro —dijo Lily, aunque en voz demasiado baja para que la oyera Harry. Sonrió tímidamente a Johnny con sus pálidos y carnosos labios, sus ojos recordándole secretos compartidos, y añadió—: Debemos confiar en que la junta investigadora concluya que el coronel Dougal se excedió con mucho en el ejercicio de su autoridad durante la Batalla de Madison, según la llaman.

—Claro, debemos confiar en eso —repuso Johnny. Se le ocurrió que estaba mucho más animado antes de la visita de Lily.

—El doctor Prim ha vuelto a escribir al presidente, en tu favor —anunció ella.

—¡Le has dado en los dos brazos! —exclamó Harry—. ¡Y está aullando como un lobo gris!

* * *

Aquella noche había un trozo de papel doblado bajo el filete que le llevó el camarero. Cuando Harry salió de la celda, logró leerlo a través de la grasa que lo había empapado:

«Jonie A vamos cuando digas por ti. mira bentana a amanece mañana. pulgar ariba si. pulgar abajo no. in dice ariba bier nes, l domingo, así. Pard.»

Con las primeras luces del día siguiente miró por la ventana hacia la calle desierta, surcada por trazos de sombra que se alargaban hacia el oeste. Escrutó el hotel, la tienda de Turnbull y Maginnis, cerrada con tablas, y más allá, las ruinas calcinadas de la casa de los Maginnis. Su chimenea, semejante a un centinela, hacía juego con la otra, al otro lado de la calle. Sacó la mano con el pulgar hacia abajo y lo volvió bruscamente arriba y abajo, para después abrir la mano y mover la palma hacia atrás y hacia delante en señal de espera. Entonces, bostezando y rascándose, fue a golpear la puerta para que Harry se levantara de su jergón y lo condujera al retrete.