Narración del sheriff Grant:
El gobernador es un hombre alto, de buena constitución, pelo negro como el de un indio, la frente enmarcada por dos mechones caídos que se retira con una u otra mano, y una voz grave en la que se percibe cierto acento de Indiana. Me explicó que las instrucciones que había recibido del Ministerio del Interior consistían en imponer el orden en el Territorio, y en particular, la paz y la tranquilidad en el condado de Madison. Y la tranquilidad es lo primero, afirmó. ¿Creía ser la persona adecuada para el trabajo? Le contesté que no conocía otra mejor.
Así que acordamos mi salario, el de un ayudante que yo escogería, y el traspaso de los caballos, armas y pertrechos que ahora estaban en manos de George Kimball. Necesitaría un buen salario si iba a vivir en Madison, donde estaba Callie Tomkins, y debo confesar que Callie era una de las razones por las que estaba deseoso de que me dieran el puesto.
Nos encontrábamos en el despacho del gobernador, con una ventana que daba a la plaza de Santa Fe, el gobernador en su mecedora con las botas negras juntas y las manos formando una tienda de campaña.
Me preguntó:
—¿Cuánto tiempo piensa que le llevará arreglar los asuntos del condado de Madison, sheriff?
Le contesté:
—Pues mire, señor, al pasar por Madison fui a ver a George Kimball. Tiene tantas órdenes de detención amontonadas que para ejecutarlas se necesitarían seis meses y cincuenta hombres armados. Por no hablar del tribunal, que tendría que funcionar en sesión continua.
Puso la cara larga ante esa información. Sobre el escritorio, a su lado, había una lámpara con una pantalla verde de cristal y un fajo de papeles de casi tres centímetros de espesor, con las esquinas bien alineadas, en el centro exacto del cartapacio verde. Escribía libros de historia, pero yo no había leído ninguno. Mi padre ya me había contado bastantes historias de la guerra, él, que había perdido un pie en Gettysburg y nunca había dejado de odiar a los rebeldes por eso. El gobernador combatió contra los rebeldes con el rango de general, y ahora quería reducir a los rebeldes del condado, para eso me contrataba a mí, porque había otros rebeldes distintos de los Confederados que querían segregarse a la fuerza de la Unión. Por lo visto no hay nada mejor que los rebeldes para colonizar nuevos territorios, pero llega un momento en el que debe imponerse la ley para que se tranquilicen y el nuevo territorio pueda integrarse con el viejo.
El gobernador dijo:
—El presidente y el ministro del Interior se sienten incómodos con esta continua violencia.
Yo repuse:
—Con las noticias sobre la violencia, si he entendido lo que usted quería decir.
—Sí. ¿Qué haría falta para concluir la tarea en sesenta días?
Le contesté:
—La ley marcial.
—Es la medida más drástica, y aún no la considero como una posibilidad real. Me pregunto si podríamos inducir al coronel Dougal a participar en una especie de ley marcial no declarada.
Le dije:
—Creo que últimamente el coronel debe fijarse bien por dónde pisa, con la señora Maginnis mordiéndole los talones. A propósito, ¿dónde se ha metido?
—Está aquí, en Santa Fe —contestó él, retirándose un mechón de la frente—. En casa de una hermana suya que vive en la ciudad, según creo. —Y tras una pausa, anunció—: Pediré al coronel Dougal que organice maniobras en el condado, únicamente para impresionar, porque sólo impondré la ley marcial como último recurso. Pero hay otro camino que estoy considerando. Una declaración de amnistía. El perdón general.
—¿Para todos los implicados, quiere decir?
—Borrón y cuenta nueva a partir de determinada fecha.
Aquello no me gustó. Me parecía que eso acabaría perjudicando el imperio de la ley, que ya no daba mucho de sí en el condado de Madison. Los hombres deben ser responsables de sus actos. Eso es lo que dije.
—Sin embargo, la proclamaría si pensara que con esa medida se pondría fin a la guerra. Ahora mismo parece haber un movimiento de vaivén entre agresión y represalias que sólo acabará por puro agotamiento. Se afirma que Henry Enders y Jesse Clary asesinaron al abogado Redmond e hirieron a Johnny Angell. En revancha, Angell ha matado a Clary y herido a un tal Murphy. ¿Cree que se puede convencer a Enders de que renuncie a toda medida de represalia?
Contesté que, en mi opinión, sólo había un medio de averiguarlo.
—Muy bien, le formularemos la cuestión. Ha venido a Santa Fe para darme su versión del asunto. Le asesora un importante abogado de aquí.
Adiviné de quién se trataba.
—Espero que se quede para asistir a la reunión con Enders y el señor Weber, sheriff.
—Será mejor que ande por aquí, en caso de que Johnny-A decida emboscar a Henry Enders y Jake Weber del mismo modo que ellos hicieron con Redmond.
El gobernador se puso un poco nervioso al oír eso.
* * *
No es asunto del sheriff que le caigan bien las personas con las que tiene que tratar, pero a Henry Enders sería difícil tomarle aprecio. Callie me dijo que las chicas de la casa de la señora Watson no le tenían en ninguna estima, por las cosas que les exigía hacer. Era un individuo de pelo enmarañado, agresivo, con un brazo lisiado que llevaba pegado al pecho. Tenía una sonrisa de ardilla que, cuando la esbozaba, resultaba enteramente falsa, y rebosaba tamaña energía que en cualquier momento se ponía en pie de un salto y empezaba a pasearse ufanamente por la habitación para volver a sentarse de golpe como si quisiera romper la silla. Conozco a esa clase de tipos. Cuando los creó, el Todopoderoso se olvidó de ponerles alguna pieza, así que no creen que se les apliquen los Mandamientos ni las leyes y normas que otros cumplen, y están en este mundo para que los demás les sirvan, porque son una joya, un diamante macizo en el ombligo del orbe. He oído que en el sitio de donde procede tiene fama de esbirro y provocador, pese al brazo lisiado, y que las cosas se le habían puesto algo difíciles por allí. Así que se vino al oeste para asociarse con la tienda, porque Ran Boland buscaba savia nueva debido a su enfermedad.
Johnny-A, la señora Maginnis y el doctor Prim presentaron una denuncia, jurando que Enders y Jesse Clary habían disparado a través de la ventana del doctor matando a Redmond mientras cenaban sentados a la mesa, aunque según George Kimball Johnny era el único que estaba en posición de ver a los asesinos. Enders podría estar nervioso porque Johnny ya se había liquidado a Jesse Clary en ese movimiento de vaivén mencionado por el gobernador.
—Todo esto ha sido demasiado para el pobre Ran —dijo Weber. Estaba en el despacho del gobernador, muy tranquilamente sentado con una pierna cruzada sobre la otra, las altas botas negras con un lustrado mexicano. Y con un aire severo en las facciones, prosiguió—: No está nada bien. En realidad es una persona muy enferma. Prestó servicio en el ejército.
Por todo el Territorio se asociaban viejos camaradas del ejército, en redes tan sólidas como cercas para puercos, pero no creo que el gobernador se tragara nada de eso. Quería que las cosas se arreglasen, y que reinara la paz, aunque la tranquilidad era lo primero, según me lo había explicado a mí.
—Sí, en Madison las cosas han hecho mucha mella en ese hombre enfermo —continuó Weber—. Alguien disparó a la ventana de su despacho. Asesinaron al sheriff. Una violencia incesante. Se ha trasladado a Tucson, donde sigue tratamiento médico.
George Kimball no había hablado del tiro a la ventana de Ran Boland. Pregunté quién había disparado.
Enders me dirigió su falsa sonrisa.
—Pues, mire, sheriff, ¿quién cree usted? Johnny-A, Pard Graves…, usted conoce bastante bien a esos tipos, ¿no es así?
—Pues, sí —contesté—. Pero no hay testigos del tiroteo sobre esa ventana en particular, ¿verdad?
—¡Fue en plena noche! —soltó Enders. Los pequeños y pálidos dedos de su brazo atrofiado parecían la mano de algún enano que tuviera amarrado bajo la chaqueta. Se dejó caer de nuevo en su silla y añadió—: El señor Weber hablará por mí. Soy una persona muy franca. Con frecuencia me meto en líos por lo que digo.
—¿Ha llegado hace poco al Territorio, señor Enders? —preguntó el gobernador.
—De Misuri —confirmó con una ligera pero enérgica sacudida de la cabeza—. Cerca de Baconsville.
Los de Misuri tenían fama de irritables, los Federales y los Confederados habían luchado por la conquista de ese estado, quemando, robando y cometiendo matanzas por turno, durante la guerra.
El gobernador dijo:
—Tengo entendido que el señor Weber posee hipotecas de la tienda y otras propiedades de Boland y Perkins.
A eso siguió un silencio de cementerio. Los ojos del gobernador se fijaron un momento en los míos con sólo un indicio de aquella sonrisa suya, semejante a un duro invierno.
Weber contestó con soltura:
—Toda esa violencia ha pasado una elevada factura a la empresa. Me sentí complacido de prestar ayuda a mi viejo amigo.
—Ah, ya entiendo, esas hipotecas se han firmado recientemente —dijo el gobernador, aunque todo el mundo sabía que no era así. Prosiguió, pues, dejando el asunto en el aire, de modo que Weber tendría que interrumpirlo para dejar las cosas claras, cosa que no hizo. Empecé a comprender que el gobernador tenía mucho estilo—. Me interesaría saber, a mí y también al sheriff Grant, si el señor Enders planea nuevas acciones violentas.
Vi que a Enders se le ponían coloradas las orejas, y entonces empezó a ponerse en pie otra vez, pero Weber, dándose un golpecito en el dedo con el lápiz, lo detuvo.
—¿Querría explicar lo que quiere decir, gobernador Underwood?
—Desde luego, señor Weber. El sheriff Grant y yo hemos hablado de todos los medios posibles, exceptuando la ley marcial, de detener esa pauta de violencia punitiva que por lo visto es la maldición de este condado. Mi pregunta es si el señor Enders se siente en condiciones de colaborar en la erradicación de esa pauta.
—El señor Enders sólo ha actuado en defensa propia, gobernador. Su vida corre peligro. Se han formulado amenazas, ha habido tiroteos. En un problema fronterizo, como el que tenemos aquí, sólo sobreviven quienes se aprestan a defenderse. Si el señor Enders no hubiera reaccionado con la rapidez necesaria, ahora estaría tan muerto como el antecesor del sheriff Grant.
—Y también como Jesse Clary —intervine yo.
Enders me miró, refunfuñando en silencio mientras se rascaba la barbilla con sus pálidos y diminutos dedos.
El gobernador anunció:
—Voy a proponer una amnistía, un perdón general.
Enders soltó un bufido.
—Madama Jezabel nunca lo aceptará. ¡Ni su perro asesino, Johnny-A!
—¿Y si lo aceptan?
—¡Oh, él hará lo que ella le diga! El cachorro olisqueando a una perra en celo.
Weber volvió a darse con el lápiz mientras yo veía cómo se encendían las mejillas del gobernador. No le gustaba nada aquella especie de lenguaje grosero.
—¡No toleraré que se calumnie a esa dama en este despacho, señor Enders!
Enders logró gruñir y a la vez sonreír falsamente.
—¡Lo siento, gobernador! Esa dama y su marido nos han creado tantas dificultades que a veces no puedo contenerme. ¡Ya le he dicho que me pongo a hablar y me meto en líos!
El gobernador guardó silencio durante un rato. Weber cruzó las piernas hacia el otro lado y lanzó una penetrante mirada a Enders. Yo descrucé las mías, más largas, lo que exigió una operación más laboriosa. Finalmente, el gobernador inquirió:
—¿Y mi propuesta?
Enders volvió a ponerse en pie de un salto, y empezó a pasearse de un lado a otro frente al gobernador, hasta que declaró:
—Marcaré como pagadas y arregladas todas mis cuentas si la otra parte accede a ello. Me refiero al perdón general. ¡Le doy mi palabra!
—Muy bien, señor Enders. Hablaremos con la otra parte sobre esta cuestión.
Observé que cuando se puso en pie, el gobernador no estrechó la mano a Weber ni a Enders, que le había tendido el brazo bueno. Cuando se marcharon, se dirigió a la ventana que daba a la plaza.
Le dije:
—Allá en Pensilvania, mi vieja abuelita me decía que nunca le habían presentado a un hombre que no llegara a gustarle. La verdad es que no conoció a Henry Enders.
—¿Da usted algún crédito a su palabra?
—Ninguno. A la de Johnny-A, sí.
Entornó los ojos, como si aquello le preocupara, mientras se retiraba un mechón de pelo de la frente. Inquirió:
—¿Angell es amigo suyo?
—Sí, lo es. Johnny tiene sus defectos, pero si los pusiera todos juntos cabrían en esa mano diminuta de Henry Enders.
Quiso saber cuáles eran aquellos defectos. Por su manera de sonsacar, parecía un abogado.
Le dije que Johnny simplemente no soportaba cómo eran las cosas a veces.
—No entiende que uno pueda equivocarse aún más tratando de arreglar algo que estaba mal en un principio. Es un individuo que se toma muy a pecho cualquier ofensa, como los de la tienda asesinando a Martin Turnbull, esas cosas le afectan tanto que jamás llega a superarlas. Y a eso hay que añadir ahora otras cuestiones. Creo que el asesinato de Turnbull ha desquiciado a Johnny Angell, que era un chico de buen corazón como pocos he conocido.
El gobernador me lanzó una dura mirada, como asimilando lo que acababa de decirle. Me dijo:
—Veo que no es usted tan imparcial en sus opiniones como yo esperaba que fuese.
—Quizá mis opiniones y las del sheriff sean dos cosas diferentes.
Asintió y dijo que debía convencer a la señora Maginnis para que trajera a Angell, y a mí me pareció bien.
* * *
La siguiente reunión se celebró cinco noches después. Yo estaba deseoso de ir a Madison a tomar posesión de mi cargo, relevar a George Kimball y enseñar a Callie la estrella prendida en mi pecho, pero además deseaba ver a la señora Maginnis, ahora que se había convertido en «Madama Jezabel», tal como la había llamado Henry Enders, y también cómo se encaraba con Johnny el gobernador. Había salido un artículo en The Police Gazette sobre Johnny disparando a Pogie Smith, en el que se decía que el valeroso muchacho no había tenido más remedio que liquidar a aquel sheriff intrigante y cruel, y a mí me resultaba un poco molesta esa forma de hablar de los representantes de la ley. También se habían publicado más cosas sobre Johnny. Unos te contaban casi enfurecidos lo que habían leído, y otros te lo explicaban riendo a carcajadas. Me complacía pensar que esas historias publicadas sobre aquel chiquillo, resistiendo a base de agallas contra las fuerzas del mal, que no podían ser otras que las de la tienda, ponían frenético a Henry Enders. Por otro lado, los periódicos del Territorio estaban conchabados en su mayor parte con la Red de Santa Fe, y para ellos Johnny era el «asesino rabioso» que había mencionado Enders. Se me ocurrió pensar entonces si no iba a salir yo también en las revistas y periódicos enzarzado en un tiroteo con Johnny-A.
La señora Maginnis, con un vestido negro y tan elegante como esas damas de las revistas, se sentó donde había estado Weber. Llevaba un broche con un camafeo al cuello, y tenía el rostro pálido como el mármol, el pelo negro recogido en la nuca, reluciente a la luz de la lámpara.
Estábamos esperando a Johnny, que había prometido asistir, la señora Maginnis, el gobernador y yo mismo. Confieso que no perdía de vista la ventana, todos fingiendo una paciencia que nadie tenía. El gobernador trataba a la señora Maginnis con mucha más cortesía que a Weber y Enders.
—Vendrá —aseguró sonriendo al gobernador, que le devolvió una versión más templada de su habitual sonrisa de pleno invierno.
Cuando ella me miró, fue como si el movimiento esparciera su perfume de flores. Nunca la había visto tan de cerca, y era una mujer de espléndida figura y un rostro del que apenas podían apartarse los ojos. Si había o no algo de verdad en los chismes que corrían sobre ella, yo no lo sabía y no emitía juicios al respecto, pero Callie hablaba bien de ella. No había muchas mujeres decentes en el Territorio que saludaran por la calle a congéneres como las palomitas de la señora Watson, o que se cruzaran con ellas sin apartarse las faldas como para no mancharse de barro. Pero la señora Maginnis siempre se mostraba simpática e incluso se detenía a charlar un momento con ellas.
Me levanté cuando oí que llamaban una sola vez a la puerta; y el gobernador dijo:
—Pase, por favor.
La puerta se abrió de par en par y Johnny apareció en el umbral con chaleco, camisa azul a cuadros y pantalones a rayas remetidos en las botas, el revólver sobre la cadera derecha y un fusil en la mano izquierda. Nos miró a los tres.
—Está bien, Johnny —dijo la señora Maginnis con voz suave. Me pareció que su tono había cambiado, como si se dirigiera a un niño, a un enfermo o a un animal de compañía al que tuviera cariño.
Entró, diciendo:
—Hola, Jota Mayúscula. —Estrechó la mano del gobernador—. ¡Encantado de conocerlo, señor!
—Me alegro de que haya podido venir, señor Angell —repuso el gobernador—. Siéntese, por favor.
Me interesó ver cómo Johnny echaba una ojeada a la ventana antes de sentarse, y pensé que nunca en su vida volvería a mirar de noche por una ventana como antes lo hacía.
Mientras el gobernador explicaba la idea de la amnistía y Johnny le escuchaba muy derecho en la silla, con el ceño fruncido, el fusil apoyado en la pared a su lado, me pregunté quién mandaba, si él o la señora Maginnis. Cuando el gobernador terminó de hablar hubo un silencio, como si ellos dos no se conocieran. Fue Johnny quien habló primero.
—Pues mire, señor, entiendo que sea buena idea desde su punto de vista, porque se acabarían esas cosas que han venido sucediendo en ese movimiento de vaivén que ha mencionado. Pero me disculpará si le digo que no dará buen resultado.
Sobre sus manos unidas en forma de tienda de campaña, el gobernador dijo:
—¿Y por qué, señor Angell?
Esta vez Johnny miró hacia la señora Maginnis. Estudié sus rasgos para ver en qué había cambiado. Siempre había sido guapo como una chica, pero había perdido su aire infantil, y se percibía cierta dureza en la línea de su mandíbula así como un destello implacable en sus ojos entornados cuando miró de nuevo a la ventana. Pero comprendí que la mayor diferencia estaba en la forma en que yo lo miraba, que era la de un sheriff que observaba a un individuo a quien quizá debiera enfrentarse algún día. Y pensé que era acertado lo que había dicho de él al gobernador, que el asesinato de Martin Turnbull había acabado con el chico más espléndido que uno hubiera conocido jamás, un hombre cuya amistad se preferiría a la de cualquier otro, para ir con él al baile de alguna placita. Aquel Jota Minúscula estaba tan muerto como Martin Turnbull.
Johnny dijo:
—Mire, señor, hay dos clases de injusticias; ésas a las que usted denomina atropellos. Que son las que en general sufren los demás, o que ocurren en otra parte y a uno le sientan mal en cierto sentido, pero que se olvidan y es como si no existieran. Pero hay otra clase, las que se cometen contra uno mismo o contra alguien a quien se quiere o es importante para uno. Esa clase de injusticia es la que nunca deja de existir.
—¡Bravo, Johnny! —musitó la señora Maginnis.
—Hay cosas que deben ser castigadas. Y la mejor manera de hacerlo es con la ley en la mano —prosiguió Johnny. Señalándome con un movimiento de cabeza, añadió—: Jack y yo hemos hablado de que eso vale más que recurrir a los Reguladores. Pero este país… ¡y me refiero al país entero! —hizo un amplio gesto con el brazo—…, nunca llegará a ser gran cosa si se dejan pasar esas injusticias. Porque todo estará en cierto modo envenenado.
—Sí, sí, comprendo que esté tan afectado —repuso el gobernador—. Todo el mundo ha pasado por esos momentos en la vida, desde luego. Todos hemos tenido que pasar malos tragos.
—Hay una cosa que solía decirme mi madre —prosiguió Johnny—, uno tiene que ir justificado a Casa de su Padre. Se trata de eso, ¿comprende?
Hubo un silencio, como si sencillamente no hubiera respuesta a la postura de Johnny. La señora Maginnis dijo:
—Nosotros hemos sufrido más atropellos de la cuenta en el condado de Madison, gobernador.
—No cabe duda, señora, pero debe comprender que sus enemigos también tienen sus justificaciones y motivos de queja. El señor Enders está dispuesto a aceptar una amnistía general, y a considerar todo como pagado y arreglado, según dijo.
—¡Él no tiene nada que perder, gobernador! —replicó la señora Maginnis.
—¿Y puedo preguntar qué tiene que perder el bando Maginnis?
Vi que la señora Maginnis ponía a Johnny la mano en el brazo, como si le tocara responder a él.
—Lo que acabo de decir, señor.
—Venganza —puntualizó el gobernador, alzando la cabeza y mirando a los dos con cierto desdén.
—Si lo dice de esa forma, suena mal —repuso Johnny—, pero quizá sea eso lo único que haga desaparecer el veneno. Como ya he dicho, sería preferible que hubiera un tribunal como es debido.
—Intentaré hablar con imparcialidad, gobernador —dijo la señora Maginnis—. En Madison hay un tremendo partidismo. La gente se ve obligada a elegir bando. Cada uno de ellos tiene partidarios violentos. Naturalmente nosotros creemos, apoyados por un cúmulo de pruebas y después de haber sufrido numerosos atropellos, que tenemos la razón de nuestro lado. También sabemos que no se nos hará justicia mientras el juez Arthur presida el tribunal. Hay falsos testimonios, sobornos, intimidación y una descarada manipulación.
—Cierto —intervine yo—, Barry Arthur es afín a la tienda.
Pensé que la señora Maginnis había explicado bien su postura en el litigio. El gobernador me dirigió una mirada desdeñosa por haber interrumpido. La señora Maginnis continuó:
—Mi marido habría querido que utilizáramos todos los medios legales para que se hiciera justicia, gobernador Underwood, y ésa sigue siendo mi intención.
—Por supuesto, señora.
—Tiene que haber algún castigo —dijo Johnny—. Porque todo esto no va a olvidarse así como así.
Yo dije:
—Johnny, si para imponer ese castigo te apartas de la norma establecida, entonces te pondrás al margen de la ley.
Me miró con aquellos ojos que a veces parecían ver en lo más profundo.
—Bueno, Jack, eso lo entiendo. Quien se equivoca es la ley, al creer que acierta no haciendo nada. Pero eso no está bien.
—Le diré lo que mi marido llegó a creer, gobernador —dijo la señora Maginnis—. Veneraba la ley, ¿sabe usted? Pero al final comprendió que la administración de la justicia podía caer en manos de criminales. En ese caso, los ciudadanos, que habían entregado el poder de la ley a sheriffs, jueces y fiscales, tenían derecho a recuperarlo.
El gobernador replicó:
—Me parece que a eso se le llama la ley de Lynch. Yo me sentiría obligado a combatir esa corrupción de la ley con más fuerza que la otra que usted cree percibir.
—Mi marido intentaba detener a los malhechores de Madison, gobernador, al señor Arthur, al señor MacLennon y al sheriff Smith, cuando la caballería, de forma enteramente ilegal, entró en acción para proteger a esa gente.
Yo dije:
—Así que, ¿qué vas a hacer ahora, Johnny?
Me miró con los labios fruncidos.
—Ahora mismo no lo sé. Ya sabes, esa partida que asesinó al señor Turnbull. Los que cometieron el asesinato fueron cuatro. Tres de ellos están muertos, Ed Duffy se marchó a Texas…
—Tú sabrás mejor que nadie si esos tres están muertos, Jota Minúscula —le dije.
Se encogió de hombros como si matar a sangre fría o en caliente fuera lo mismo, y en eso era en lo que había cambiado, o en lo que había cambiado yo, pensándolo bien. Él dijo:
—Ojalá supiera que esos cuatro recibieron la orden de actuar. ¿De dónde vino esa orden? Eso es de lo que aún no estoy seguro.
El gobernador dijo:
—He oído que ustedes dos decían que el castigo de la justicia debe tener precedencia sobre la ley de Lynch.
—¡Sí! —dijo Johnny, al tiempo que la señora Maginnis asentía con la cabeza.
—¿Y está seguro de que reconoció a los hombres que asesinaron al señor Redmond, señor Angell?
—Sí, señor.
Yo dije:
—Uno está muerto.
—Eso no viene a cuento, Jack —replicó Johnny—. Él me andaba buscando.
El gobernador dijo:
—¿Prestaría usted testimonio si se llevara a Henry Enders a los tribunales?
—Sí, señor.
—¿Se entregaría al sheriff Grant para ponerse en custodia preventiva hasta que se lleve a cabo el juicio?
Vi que fijaba la mirada en Johnny como si hubiera concentrado en ella toda su energía.
—¡Hay órdenes de detención contra él por asesinato, gobernador! —advirtió la señora Maginnis.
El gobernador se recostó ligeramente en el respaldo de la silla y se cruzó de brazos.
—Le garantizo que no se le someterá a juicio, o que si se le juzga y se le declara culpable, se le otorgará el perdón.
Yo dije:
—Eso es una especie de amnistía sólo para ti, Johnny.
—No sé… —dijo Johnny—. No sé si aguantaré que me encierren. No sé si…
Se frotaba las manos en las rodillas y vi cómo echaba otra ojeada a la ventana. Miró de soslayo a la señora Maginnis.
—Decía usted… —le instó el gobernador.
—Tiene que darme tiempo para pensarlo —concluyó Johnny.
Vi que eso no complacía al gobernador, que ya pensaba que había arreglado el asunto para que todo el mundo viera las cosas como él.
—Le aconsejo que no tarde mucho en decidirse, señor Angell —remachó.
* * *
El hijo de Cutler tenía un año cuando el sargento de transmisiones le entregó la copia de un mensaje telegráfico procedente de Hermosillo: «Don Fernando enfermo sugiere Patrick Cutler vaya a Las Golondrinas lo antes posible. Kandinsky».
Sus pasos dejaban sucias huellas en los dos centímetros de nieve caídos durante la noche, todo lo visible cubierto salvo por el terreno pelado de vegetación bajo los árboles. Las manos, que sujetaban el papel, le dolían de frío. Había caminado unos cien metros cuando volvió sobre sus pasos para enviar un telegrama al general Yeager en Fort Blodgett, solicitando permiso para visitar a su mujer en Sonora. El coronel Dougal pensaría que lo habían enviado a otra expedición de espionaje, otra prueba de la inminente invasión de México.
Antes de mediodía recibió permiso para ausentarse dos semanas, firmado por el capitán Robinson.
En el interior de la Hacienda de las Golondrinas, con sus gruesos muros y los suelos de baldosas, hacía mucho frío. Ardía un fuego en la enorme chimenea de la gran sala. El doctor Bellaguer era un hombrecillo rechoncho con levita. Al hablar se palmeaba y frotaba las gordezuelas manos.
—Creo que su salud mejorará cuando no haga tanto frío. En primavera, cuando las flores broten de nuevo y la vida se renueve, ya me entiende. Es viejo, tiene setenta y nueve años, no le queda mucho calor en sus viejas carnes. ¡Pero su espíritu es fuerte! Tenga la seguridad de que cuando el sol vuelva a calentar la tierra, se recuperará. ¡Le he dicho que es como los lagartos, que se colocan sobre las peñas calientes para que les circule la sangre!
El doctor Bellaguer soltó una risita mientras se frotaba una crema imaginaria en las pequeñas y suaves manos. Cutler preguntó por su mujer.
—¡Ah! —contestó el médico, adoptando una expresión grave—. Mejora, va mejorando, pero despacio, despacio. ¡Pero, por favor, teniente Cutler, don Fernando le ruega que pase a verlo en cuanto llegue!
El anciano yacía en una chaise longue en una habitación soleada que daba al sur, con un fuego ardiendo en la chimenea y troncos pulcramente amontonados junto a ella. Estaba incorporado sobre unos almohadones y tapado con un cobertor de vistosas franjas. Por la canosa barba y el bigote asomaban hebras amarillentas, los escasos cabellos, sedosos como algodón, dejaban entrever el rosado cuero cabelludo. Parecía que le hubieran estirado la piel sobre el rostro. Había calor en la mano que Cutler estrechó durante un momento, y una leve sonrisa torció hacia un lado los labios de don Fernando.
—Ya veo que está mejor, don Fernando.
—Eso me dicen, Patricio. Cuando dije a Lalla que te enviara un telegrama, pensábamos que se acababa la arena del reloj. Te agradezco que hayas venido. —Su mejilla paralizada relucía con una lágrima—. Mira, ahí hay una silla. Siéntate, por favor.
Señaló con un gesto de su delicada mano y Cutler se sentó. Al otro lado de la ventana el viento alborotaba las hojas, dándoles un tinte plateado, oscuro. Observó algunos brotes nuevos, verde pálido. Al otro lado de los campos amarillentos había promontorios de poca altura salpicados por ganado que apacentaba, y más allá de los cerros se erguían las montañas.
—El médico dice que María va mejor.
Don Fernando frunció delicadamente el ceño. Su pálida nariz parecía el foque de un navío.
—Se toma gran interés por su religión, es cierto. Y tener interés por algo es mejor que no tenerlo por nada, o eso me digo yo. Reza, cumple con fiestas de guardar que yo ni sabía que existían. Confiesa sus pecados. Es excesivo, y a veces tales excesos me producen una irritación tal que es como si se me subiera la bilis. No cabe duda de que está destrozada, Patricio. Y sin embargo quiero creer al buen doctor, que afirma que se está recuperando.
—¿Sabe que estoy aquí?
Don Fernando cerró los ojos y sacudió la cabeza.
—No sé lo que hará cuando se entere, Patricio. Pero pensé… que debías ver a tu hijo. Ya ha cumplido un año.
—¿Está contento con él?
—¡Ah, es una verdadera maravilla! ¡Ya verás! ¡Cómo ilumina los días oscuros del invierno de la vida! —El rostro de don Fernando parecía resplandecer cuando hablaba del niño—. Su cuerpecito tan fuerte, su carita tan guapa. ¡Te mira… con una candidez! ¡Te aseguro, Patricio que en compañía del niño, la madre no está loca! Porque Peto da una saludable tranquilidad de espíritu. Esos ojos cándidos preguntan: ¿por qué estás enfermo, Abuelito? ¿Por qué estás loca, Mamacita? ¡Y puf, se van todos los males!
—¿Es que habla ya?
—¡Dice muchas palabras! Ya verás cómo se esfuerza en pronunciarlas, primero muy bajito, para sí, luego en voz alta.
—¿Peto? —dijo Cutler, carraspeando.
—Es cierto que ella insistió en ponerle Pedro —dijo don Fernando—. Pero lo llamamos Peto, no Pedrito. —Los viejos ojos, uno empañado, el otro claro, se clavaron en los suyos—. Recordarás que una vez te pregunté si el niño era tuyo. No hay duda. Ya lo verás.
Cutler se recostó rígidamente en la silla.
—Tengo que ver a María.
—Dentro de un momento, esperaremos un poco —dijo el anciano, cerrando los ojos. Cutler se quedó mirándolo, sin comprender. Al cabo de un rato empezó a repicar una campana. Una parte de los labios de don Fernando se estiró de nuevo en su media sonrisa—. Ahora, Patricio, asómate a la ventana por aquí. ¿Ves la capilla?
Por la ventana miró a la capilla, con la escultura de Cristo en escorzo desde arriba, bendiciendo con la mano levantada, el cordero de piedra sobre el brazo. También en escorzo la figura del padre Juan, de pie en lo alto de los escalones con su sotana negra, su cabeza tonsurada reluciente al sol de invierno.
—A las once en punto va a confesar sus pecados —anunció don Fernando con voz pastosa—. ¿Qué pecado habrá cometido para hacer tanta penitencia…, las velas, los rosarios? ¡Una muchacha de veintiún años!
Cutler no contestó, mientras pensaba en el pecado de María. Se le apresuró el corazón cuando el sacerdote hizo una inclinación para erguirse de nuevo, sonriendo a alguien fuera del campo de visión de Cutler, moviendo los labios en un saludo. Entonces surgió a la vista, una esbelta silueta vestida de negro, como una campesina, con un chal negro cubriéndole la cabeza y los hombros. ¡Veintiún años! ¿Estaba verdaderamente loca, la había vuelto así la furia del odio apache? No habría sido la primera, y quizá tampoco sería la última. Sin embargo podía entender e incluso perdonaba su necesidad de fingir demencia. Vio cómo subía los escalones de la capilla, recogiéndose la falda con las pálidas manos.
—¿Está ahí? —preguntó el anciano.
—Sí.
Continuó mirando incluso después de que María y el padre desaparecieron por la oscura entrada. A lo lejos se oyó un rebuzno.
—¡Por lo menos verás al niño! —dijo don Fernando.
Oyó el alarmante sonido metálico de una campanilla y se volvió con la mano extendida, como para impedir la llamada. Pero ya había aparecido un mozo con chaleco a rayas.
—¡Que traigan a Peto para que lo vea su padre!
No albergaba duda alguna de que el niño fuese hijo suyo, pero en su interior se agitaban impresiones más profundas de ilegitimidad. Aunque al padre de María lo hubieran fusilado por traición, la historia del niño por parte de madre se remontaba a trescientos años. Por su parte sólo había terra incognita: su madre, una puta; su padre, un chulo o un cliente; o bien, su madre una madama, y su padre un joven teniente de Presidio. Pero podía asegurar que nada de eso importaba. Don Fernando había elegido su estirpe por encima de cualquier otra disponible. Era precisamente esa misma falta de linaje la que había hecho poderoso a su país, mientras que aquel otro estaba sumido en la dictadura y la corrupción, en la pobreza y la obsesión religiosa. Pero aquellos viejos enigmas sin resolver le martilleaban como un puño en la cabeza.
El mozo volvió con una india de amplio busto, ataviada con una blusa bordada, que llevaba al niño con las piernas a horcajadas en su cadera, como un jockey. Él había esperado que lo trajeran en brazos. El niño se agarraba al hombro del ama de cría, tenía el cabello espeso, negro, cuidadosamente peinado, y un rostro ovalado, de cutis aceitunado: un niño mexicano. Los ojos de la criatura —cándidos, profundos y azules— se encontraron con los suyos. Los mismos que lo miraban en el espejo siempre que se recortaba la barba. Ya lo verás, le había dicho don Fernando.
La criada dejó en el suelo al niño, que echó a andar hacia su bisabuelo. Cutler se sintió desfallecer al ver cómo los viejos dedos acariciaban la pequeña espalda, el perfil útil del hacendado invadido de satisfacción. El niño llevaba una camisita blanca de volantes, pantalones cortos y zapatos rojos. Su rostro, cuando se volvió hacia Cutler, tenía un aire de extraordinaria tranquilidad, los labios fruncidos en actitud expectante, ojos que escrutaban.
—Éste es tu padre, Peto —dijo el anciano, con voz quebrada—. Ve con él.
El niño avanzó con paso inseguro y se detuvo a unos tres metros de Cutler. Don Fernando observaba la escena con un brillo de lágrimas en las mejillas. El ama de cría observaba con sus grandes ojos, las manos recogidas dentro del delantal. El mozo miraba desde el umbral.
Cutler se sentó con más brusquedad de la que pretendía en el nicho de piedra de la ventana. El niño dio otro paso.
—He venido a verte, hijo —se oyó decir Cutler.
Ahora el niño estaba frente a su rodilla. Cutler le pasó la mano por el pelo oscuro. Tenía la firme sensación de que cada movimiento era importante. Su hijo alzó la cabeza y lo miró a la cara con sus ojos escrutadores. Cutler retiró la mano con que lo retenía cuando Peto empezó a alejarse, volviendo a trompicones hacia su bisabuelo. Apoyó de nuevo la cara en el costado del anciano, observando a Cutler con un ojo. Luego habló, de forma ininteligible, en tono de queja, y volvió hacia la muchacha india. Se frotó un ojo con el puño entrecerrado.
—Peto está cansado —dijo la muchacha, sentándose para recibirlo cuando corrió hacia ella. Se lo puso sobre las piernas, alzó el hombro y se subió la blusa para liberar un pecho rollizo. Cutler vio saltar unas gotas de leche del pezón, y su hijo apretó la cara contra el pecho. El ama de cría, con un tinte rosáceo en la cara, sonrió al niño—. Este pequeñín tiene mucha hambre.
El anciano había cerrado los ojos y, por lo visto, se había quedado dormido con el sol en la cara. Movió los labios, como murmurando algo para sí. Cutler vio cómo mamaba su hijo, la muchacha india sonriendo y acariciándole el pelo. La cabecita de pelo negro en forma de V parecía muy vulnerable. Le dolía la cabeza tratando de imaginar cómo sería la vida del heredero de Las Golondrinas.
* * *
Dos días después, aún sin haber visitado a María, cabalgó hacia las colinas en una excursión para cazar codornices con el coronel Kandinsky y un joven oficial de los rurales, su asistente, ambos con sus bordados uniformes gris claro y sombreros de copa alta. Kandinsky cabalgaba junto a Cutler en su castrado gris de doce palmos: rostro enjuto, cetrino, bigotudo, sin edad, la escopeta en una funda colgada del pomo de la silla.
—Estaba convencido de que se iba a morir —decía Kandinsky—. Tenía miedo, el pobre hombre. En la hora suprema hay una tremenda angustia de dejar inacabados ciertos asuntos. Necesitaba que le prometiera ciertas cosas.
—Cumpliré las promesas que le he hecho.
—Ah, pero todavía no ha visto a su mujer.
—No.
—Eso es lo que le aterroriza, desde luego. Que usted agudice su locura, con lo que sus planes, elaborados con tanto cuidado, no servirán de nada. Salvo por Peto, desde luego.
—El médico dice que don Fernando se está recuperando.
—Eso es lo que siempre dicen los médicos, por supuesto —dijo Kandinsky en su lento español con marcado acento extranjero—. Pero creo que en este caso tiene razón. Sin embargo, su muerte ha de llegar, amigo mío.
—Sí.
—Se lo recuerdo, simplemente —puntualizó Kandinsky.
Cutler sintió que el recordatorio del condottiere le molestaba y a la vez lo agradecía, porque ahí tenía a un coronel que poseía casi demasiado sentido común y al mismo tiempo seguía siendo leal a sus amigos. México le había tratado bien, había confesado a Cutler. Don Porfirio Díaz se había portado bien con él, lo mismo que don Fernando. Él devolvía esa benevolencia con lealtad.
—Mi amigo teme que su nieta no vuelva a aceptar a su marido —prosiguió Kandinsky—. Y que el marido, movido por el orgullo, no intente lograr la reconciliación. Le preocupan asimismo las obsesiones teológicas de la muchacha. Los pecados que la tienen obsesionada, lo obsesionan a él también.
Frente a ellos los peones se reían de algún chiste. El asistente se había situado lo bastante lejos como para no oír su conversación.
—Si ella ha pecado, también han pecado contra ella —repuso Cutler.
—¡Ah!
—Su abuelo la trató como si fuera ganado cuando la casó con un teniente gringo que se la llevó a un sitio extraño y antipático. Que sólo la consideraba una niña mimada y egoísta, y le ofreció poco consuelo en su sufrimiento. Sólo tenía diecinueve años.
—Veo que se echa la culpa, Patricio.
—No culpo únicamente a María.
—Ella se culpa demasiado. Le aseguro que no tengo mucha fe en los curas, de los que este país está tan bien provisto.
Los caballos ascendieron trabajosamente por una hendidura rocosa para pasar a una altiplanicie por donde los peones se desperdigaron a derecha e izquierda, apresurándose hacia una extensión de hondonadas cubiertas de maleza. Volverían batiendo el terreno hacia las escopetas de Cutler y los oficiales de los rurales. Unas montañas negras se recostaban en el horizonte.
—Si se niega a verme no se lo reprocharé —afirmó Cutler.
—Sin embargo, para cumplir las promesas debe afrontarse ese problema —dijo Kandinsky en tono ligero.
Entre un furioso aleteo surgió ante ellos una codorniz. Con un movimiento fluido, Kandinsky sacó la escopeta, se la puso al hombro y disparó. El revoltijo de plumas cayó girando al suelo. El asistente picó espuelas, desmontó, recogió el pájaro y lo blandió por encima de la cabeza.
Siguieron cabalgando despacio, con las monturas serpenteando entre la maleza.
—Voy a decirle algo con toda confianza, Patricio —dijo Kandinsky—. A estas alturas se habrá dado cuenta de que si don Fernando no lo hubiera conocido en Guaymas, me habría pedido a mí que me casara con su biznieta. —Soltó una áspera carcajada—. ¡Cuántas dispensas tendría que haber hecho mi corazón para aceptar esa unión! Porque yo fui el amante de su madre, de la mujer cuya muerte atribuye don Fernando a la vergüenza que sentía por su marido. Murió de tifus, pero su marido, el hijo de mi amigo, era efectivamente un fracasado sin igual, como marido, como soldado y como hombre.
—Entonces, ¿es usted el padre de María? —preguntó Cutler.
—¡Ah, no! —contestó Kandinsky, riendo—. Supongo que don Fernando vio en el joven Pedro Carvajal todos los defectos de su hijo, quizá injustamente. Sin embargo, Patricio, creo que no debe uno enfrentarse al dolor y decir: si hubiera hecho esto o lo otro quizá no se habría producido esta tragedia. ¡La tragedia está arraigada en el corazón mismo de los actores del drama, y sólo puede superarse mediante el carácter! ¡Su turno, Patricio! —entonó.
Cutler disparó, la culata le golpeó el hombro, el pájaro cayó dando vueltas. Uno de los peones recogió la pieza y la agitó, mostrándosela.
—¡Espléndido tiro para un gringo! —dijo Kandinsky, riendo.
Al asistente le tocó disparar a la siguiente codorniz que surgió a velocidad de vértigo. Aparecieron otras dos más. Cutler y Kandinsky dispararon a la misma codorniz, la otra escapó volando bajo entre la maleza. Kandinsky chasqueó la lengua, con aire de reprobación.
—Lo importante —afirmó— es no agravar la tragedia.
—No sé qué quiere decir.
—Me refiero a que el carácter debe elevarse por encima de la tragedia, amigo mío. ¡Y creo que así será!
Los peones se abrían paso entre la maleza, guardando en sus morrales las piezas cobradas.
Al sol de mediodía, descansaron en una pedregosa isla formada en la bifurcación de un río, disfrutando del calor del sol y de la hoguera, sobre la cual los peones asaron codornices en espetones. Cutler se sintió nuevamente seducido por los agradables pasatiempos de un hacendado en México.
El teniente de rurales, con el sombrero de alta copa en el suelo a su lado, estaba recostado junto a Cutler.
—El señor presta servicio en la caballería de Nuevo México.
—Sí, en Fort McLain.
El mexicano tenía una cara redonda, bronceada, con un bigote de cepillo.
—¿Está cerca de una ciudad llamada Madison? ¿Conoce el señor a un pistolero llamado Juanito el Ángel? —El teniente había leído algo de Johnny-A en una revista. Se inclinó para hablar con Kandinsky, más allá de Cutler—. Ese pistolero explica su forma de disparar la pistola. Apunta poniendo el dedo a lo largo del cañón. Es muy sencillo, ¿no?
—¿Ha matado a muchos hombres ese ángel de la muerte? —preguntó Kandinsky.
—No tantos como dicen los periódicos —contestó Cutler—. Pero es peligroso. Creo que es un buen hombre atrapado en circunstancias adversas.
—Los rurales de Sonora no permitirían que un individuo así viviera mucho tiempo —aseguró el coronel—. O, si no, lo reclutaríamos, ¿eh, Tomás?
Tomás rió diligentemente. Preguntó a Cutler:
—¿No tienen ustedes rurales en Estados Unidos, señor?
—No hay muchas cosas en el condado de Madison.
Explicó las diferencias y las fuerzas de la Guerra del Condado de Madison.
—¿No interviene el ejército de Estados Unidos en esas disputas?
—Se supone que no debe intervenir en asuntos civiles.
Alzando una ceja, el teniente inquirió:
—¿Es cierto que Estados Unidos está haciendo preparativos para invadir Sonora?
—No sé nada de eso. No hay preparativos que yo haya visto.
—Las madres asustan a sus hijos con esas historias —dijo Kandinsky, bostezando—. Si eres malo vendrán los apaches. Si no te comes la cena vendrán los gringos.
—¿Es verdad —dijo el teniente— que el Angelito dispara al brazo que sostiene la pistola, y no al corazón?
* * *
Cutler había contado trece patios en la casa grande de Las Golondrinas, pero pensó que bien podría haber más. En uno de ellos, que tenía en el centro un sucio estanque de pretil bajo, estaba recostado en un sillón de cuero viendo cómo su hijo perseguía a una nidada de patos. Una niñera lo vigilaba sentada en un taburete al otro extremo del patio.
Un ánade tambaleante arrastraba en fila a sus pequeños, de esponjosas plumas. El niño los seguía con paso inseguro, dando vueltas por el recinto. A punto de alcanzarlo, el último patito aceleraba y se escapaba de un salto, la fila ya desordenada, apresurándose hacia uno y otro lado. La madre se dirigía al agua para reagrupar allí a sus polluelos, mientras el niño caminaba indiferente en torno al estanque como si los patos no fueran de su incumbencia.
De cuando en cuando se paraba junto a Cutler, que tomaba un zumo de frutas y le daba a beber de su vaso.
—Cuando crezcas te llevaré a cazar codornices, palomas y pavos silvestres, y cuando ya seas mayor, a cazar ciervos —dijo a su hijo—. Tendrás un poni hasta que puedas montar tu propio caballo.
El niño le dirigió una larga mirada antes de iniciar de nuevo la persecución de los patos. Esta vez corrió detrás de la bandada, que se desperdigó graznando. Peto atrapó a uno de los pequeños y se lo llevó a Cutler, cogido entre ambas manos, las patas amarillas salpicando agua a uno y otro lado, moviendo a derecha e izquierda el largo cuello y el pico amarillento.
Los labios del niño articulaba palabras: Pat, pensó Cutler, pato. El niño dijo, algo más fuerte: «Mi papá».
Le dio un vuelco el corazón. Era como si se hubiera agrietado un sólido muro de ladrillo y cemento en su recinto craneal. ¡Su propio ser!
* * *
Se detuvo en un ancho corredor con una hilera de enormes macetas a ambos lados y una ventana al fondo con cuatro cristales. No llamó a la doble puerta con refuerzos de forja, sino que abrió una hoja y entró. Los rayos del sol entraban en diagonal en las estancias comunicadas, y en todas partes parecía haber espejos oscuros que reflejaban su imagen ataviada con ajustada ropa de vaquero cuando pasaba frente a ellos. Su hijo estaba sentado bajo un haz de luz haciendo tres torres con un montón de bloques de madera. Más allá del niño estaban el ama de cría y la otra criada, que alzaron hacia él el sorprendido rostro. Al doblar la esquina vio a María, de pie frente a él, tan erguida como un cuchillo recién clavado en un tablón, trémula. Tenía las muñecas cogidas con las manos frente al pecho, y su pálido rostro desprendía tal luminosidad que parecía flotar hacia él por el espacio que los separaba. Llevaba un largo vestido azul oscuro con volantes más claros, y el pelo cobrizo le caía sobre los hombros. La energía de su mirada lo detuvo. Había pensado que prorrumpiría en sonoras plegarias, entonando los himnos y conjuros con los que Kandinsky pensaba que se había enfrentado a los carniceros apaches, pero sólo oía el ruido sibilante de su respiración.
Ella dio tres rápidos pasos a la derecha, hacia una mesa con tablero de mármol sobre la que había una lámpara y una copa vacía. Rompió la copa contra el mármol, cogió una esquirla y se dio un tajo en la muñeca. Le brotó sangre, como la leche del pezón del ama de cría, pero roja.
En el caos subsiguiente, entre los gritos de las niñeras, la aparición del doctor Bellaguer, la sangre, las vendas y la impotencia, creyó ver una mirada de triunfo en los ojos de su mujer.
—¿Qué vas a hacer, Patricio? —le preguntó el anciano.
Parecía más débil tras la alarma y la tensión de la jornada, las mejillas pálidas y hundidas, con marcas sorprendentemente oscuras bajo los ojos, que rezumaban un extraño y empalagoso destello de disculpa y resignación.
—Tengo que irme, pero volveré. Quizá sea diferente entonces.
—Habrá que rezar por eso. Pero aunque no lo sea…
Cutler comprendió. Podía vivirse separadamente en una casa grande de trece patios e innumerables habitaciones, y sin duda a un hacendado no le faltarían mujeres aquiescentes. Los húmedos ojos de don Fernando comunicaban urgentemente todo aquello.
—Tengo que irme ya —insistió Cutler—. Es que… —¿Cómo explicarlo? Que entre los sierraverdes y el exterminio se interponía su único amigo, Nantan Lobo, y él era su ayudante de campo. Contra su voluntad, había llegado a importarle el Pueblo de la Franja Colorada—. Se lo he prometido a mi general. Pero dentro de un año todo habrá terminado.
Sólo después de haberlo dicho le pareció verdad. Don Fernando asintió, con un movimiento de cabeza apenas perceptible, sombrío el lado paralizado de su rostro.
—Entonces viviré otro año, Patricio.
Embargado por la misma oleada de emoción que había sentido en el patio con su hijo y los patos, Cutler se dirigió a la ventana para mirar a la capilla con su estatua de piedra del pastor Cristo.
—Si pudiera llevarme un caballo y un animal de carga, cabalgaría al norte desde aquí en vez de volver al ferrocarril.
—La Sierra Madre es muy difícil por esta parte, pero hay un camino. El vaquero Ramón lo conoce y te acompañará.
—Tengo que ir solo, para pensar bien las cosas. ¿Entiende?
—Lo comprendo, Patricio —dijo el anciano.