18

Volvían de Santa Fe en un grupo bastante numeroso: la señora Maginnis y su abogado, el señor Redmond, el teniente, el cabo, dos soldados y un apache de pelo corto y ropa de calle que el teniente llevaba a la reserva. Johnny, Pard y Paul Tuttle se encontraron con ellos en San Elizario, y Chad Bateson, que había estado vigilando a Jesse Clary, se reunió con ellos enseguida. Y luego Pauly se fue a casa, porque tenía cosas que hacer.

El abogado era un individuo tan corpulento que sus hombros sobresalían de la calesa, y la señora Maginnis iba apretujada al otro extremo del asiento, con el sombrero atado con pañuelos a la barbilla, de modo que parecía una mujer árabe.

Al teniente no le gustaba nada el señor Redmond, y casi siempre iba en compañía del apache. En cierto momento, el cabo murmuró a Johnny que Cutler tenía fama de preferir a los apaches a los de su propia sangre. Los oficiales no lo tenían en mucha estima, sobre todo desde que Cutler puso en evidencia a algunos de ellos en una emboscada en la que cayeron por culpa del comandante.

El teniente iba retirado con su apache de ciudad, y el señor Redmond no hacía ningún caso a Johnny, que cabalgaba junto a la calesa, ni siquiera para entablar un poco de conversación, y cuando hacían un alto para estirar las piernas se comportaba como si la señora Maginnis fuera de su propiedad, ayudándola a bajar del vehículo, conduciéndola por aquí y por allá, y arreglándoselas para rodearla con el brazo o interponer su amplia levita negra entre ella y los demás. Por lo visto no quería que nadie estorbara a su cliente. Pard y Chad le gastaron bromas sobre eso hasta que Johnny les hizo callar mirándolos con los ojos entornados. Los soldados observaban, sonriendo de soslayo, y el teniente hacía como si no le interesara. La cuestión era sencillamente que la señora Maginnis producía tal efecto en los hombres que todos se comportaban como perros en torno a una perra en celo.

Redmond llevaba un maletín de piel fina y lustrosa, con correas, hebillas de latón, asa decorada y sus iniciales grabadas, JHR. Cuidaba del maletín aún más que de la señora Maginnis, hasta el punto que Pard susurró:

—Me pregunto qué llevará ahí. Billetes verdes, probablemente.

—Conferencias que va a dar en cuanto se sienta inspirado —dijo Johnny, y Pard rió, porque al abogado se le daba estupendamente eso de soltar sermones. Tenía la costumbre de agitar el dedo frente a él al hablar, como un maestro dando clase a niños del campo.

Sentado en un tronco de árbol en una de las paradas, con la señora Maginnis a un lado y el maletín al otro, Redmond dio unas palmaditas al maletín, agitó el dedo y con su voz de corneta declamó:

—Me he pasado dos noches redactando demandas, querellas y acusaciones, y las llevo aquí mismo. ¡Veremos qué hace ese juez de paz! ¡Me parece que vamos a tener a la ley muy atareada en Madison!

—¿Está seguro de que debe proceder a litigar tan deprisa, señor Redmond? —murmuró la señora Maginnis bajo los pañuelos.

Lanzó una mirada a Johnny, y él creyó que Lily se ruborizaba. Le pareció que Pard y Chad esperaban que hiciera algo con aquel estúpido abogado.

—Mi muy querida señora, ¿acaso no vino usted a mi despacho rogando que alguien se ocupara de su causa?

El teniente Cutler, tumbado a la sombra con el cabo y el apache, puso una cara como si estuviera comiendo encurtidos.

—¿Y qué tiene usted que decir, señor Angell? —inquirió el abogado.

—Pues verá, señor, no creo que pueda hacerse mucho hasta que el gobernador nombre a un sheriff, como dijo que haría.

—El sheriff no es más que el caño de la tubería —sentenció Redmond—. ¡Nosotros hablamos de verdaderos manantiales que fluyen por las laderas! Ustedes, los jóvenes —movió la manaza hacia ellos tres—, creen que la justicia es cosa de broma. ¡La ley no acepta el desprecio, amigos míos! ¡Haremos que vuelva de la tumba, le insuflaremos vida, le daremos sentido y orientación! ¡La ley de las armas se extinguirá como se extinguieron las bestias antediluvianas!

—¡Oh, vaya! —exclamó Pard, fingiendo admiración.

Johnny vio cómo el abogado pasaba el brazo por la cintura a la señora Maginnis, para apretarla una vez contra sí y soltarla de nuevo.

—¡Haremos trizas a los enemigos de esta encantadora dama! El coronel Dougal incluido. —Volviendo la cabeza para observar al teniente, como si Cutler pudiera presentar alguna objeción, declaró—: ¡Madison aún no ha conocido a un verdadero abogado!

Aquello parecía una afirmación un tanto dura en lo que se refería al señor Maginnis. Le pareció a Johnny que el señor Redmond tenía una serie de defectos completamente distintos de los del señor Maginnis, y no se iba a esforzar en interés de nadie aparte del suyo propio. Pero ambos tenían la misma fe en que la ley lo arreglaría todo, o eso decían en cualquier caso. La señora Maginnis parecía mustia dentro de su envoltorio de pañuelos, y a Johnny se le ocurrió si no estaría deseando tener un abogado distinto de aquél. Sin embargo, el bonito maletín de piel parecía rebosar de documentos jurídicos.

Mientras Redmond volvía a cargar a la señora Maginnis en la calesa como si fuera una pieza de equipaje, Pard preguntó:

—¿Para qué estudiar leyes? ¿Estudiar libros para poder parlotear de esa manera?

—Hay demasiadas leyes, en cualquier caso —opinó Chad.

—Buena parte de ellas las tiene en ese maletín —dijo Johnny.

Una noche, en la cantina de Corral de Tierra, Jack Grant y él estuvieron hablando hasta tarde sobre la ley. Jack opinaba que había que hacer cumplir la ley. Gente importante con levita se dedicaba en la asamblea legislativa a estudiar leyes nuevas y necesarias, pero para aplicarlas alguien tenía que cargar el revólver, ensillar el caballo y perseguir a los infractores. Sólo había que hacer cumplir con mano firme unas cuantas leyes, como las prohibiciones de los Mandamientos, ése era el sistema adecuado, había dicho Jack.

Le irritaba un poco que Pard y Chad lo mirasen para ver si hacía algo con Redmond. Se habían acostumbrado a aceptar todo lo que él decía como si fueran órdenes militares, pero al mismo tiempo esperaban de él cosas que él mismo no siempre estaba seguro de poder llevar a cabo. Sólo para hacerles saber que estaba pensando en el problema, la siguiente vez que se detuvieron les encargó que buscaran una serpiente de cascabel. Chad encontró una enorme, muy larga.

Tuvieron un poco de suerte cuando el señor Redmond dejó el maletín de piel para ir a orinar entre los arbustos, y la señora Maginnis se alejó en otra dirección. Volcaron la lona y soltaron la serpiente sobre el maletín, pinchándola con palos para que no se moviera de allí, hasta que se enroscó y se puso furiosa, girando y sacudiendo la cabeza por un extremo y haciendo sonar el cascabel amarillo por el otro. La forma de atrapar una cascabel consistía en ponerse rápidamente detrás de ella, de modo que no pudiera ver lo que pasaba, y cogerla enseguida por debajo de la cabeza. Con paso rápido, Johnny empezó a dar vueltas en torno a la serpiente, que cascabeleaba sobre el maletín, y Pard y Chad empezaron a hacer lo mismo, ejecutando una especie de enloquecida marcha cerrada mientras gritaban a pleno pulmón. El cabo acudió corriendo con los soldados detrás, y a continuación el teniente con su querido apache. El cabo desenfundó el revólver, pero Johnny señaló al teniente y Cutler le dijo que volviera a enfundarlo, y todos se apartaron mientras ellos seguían corriendo alrededor de la serpiente de cabeza giratoria. Hasta que finalmente Redmond salió precipitadamente de la maleza queriendo saber qué pasaba.

Cuando vio a la serpiente que agitaba el voluminoso y sonoro cascabel, torciendo la cabeza y sacando la lengua, se quedó parado en el sitio.

—¿Qué hace esa serpiente encima de mi maletín?

—Es que se ha enamorado perdidamente de él —contestó Johnny, casi jadeando por la carrera—. Está comprobado que a algunas de estas grandes cascabeles les fascinan las cosas lustrosas como ésta.

—¡Sí que es grande, por Dios! —exclamó Chad.

—¡Apuesto a que por lo menos tiene diez años! —dijo Pard.

—¡Matadla! —dijo el abogado con su voz de clarín—. Pero tened cuidado con mi maletín.

La señora Maginnis también se había acercado, situándose bien atrás, junto al teniente.

Johnny fingió estar demasiado ocupado dando vueltas en torno al maletín para contestar inmediatamente.

—¡Ordene a uno de sus hombres que mate a esa serpiente! —gritó Redmond al teniente.

—Johnny Angell sabe lo que hace, señor Redmond —repuso Cutler.

—Si matamos a este monstruo su compañera no tardará en aparecer —jadeó Chad.

—No sólo eso —dijo Johnny—. ¿Ve esa especie de manchas rojizas que tiene debajo de los anillos? ¡Es una cascabel real!

—¡Oh, vaya, ya lo creo! —exclamó Pard.

—¡Si matamos a esta cascabel real, acudirán en masa todas las serpientes de la región!

Siguieron corriendo en círculo. Johnny confiaba en que la serpiente no se marease y se cayera del maletín.

—Es que a las cascabeles reales les encantan las cosas relucientes —prosiguió—. Adoran contemplar su reflejo, eso es lo que les pasa. ¿Cómo vamos a sacar de aquí a este monstruo, Pard?

Pard emitió un sordo gruñido, intentando sofocar la risa, y Johnny vio que la señora Maginnis lo miraba fijamente con las manos entrelazadas bajo la barbilla.

—¡Coged un palo! ¡Dadle un porrazo! —gritó el abogado, saltando en torno a ellos pero en dirección contraria.

—¡Válgame Dios, eso sí que no, es lo peor que se puede hacer! —jadeó Chad.

—¡Pues haced algo!

—¡No se acerque tanto! —gritó el teniente.

Johnny vio que el cabo sonreía. El apache estaba de brazos cruzados, las aletas de su nariz se agitaban. Ellos seguían corriendo en torno a la serpiente enroscada.

—¡Creo… que… puedo… sacudir… a ese… monstruo! —jadeó Johnny—. Aunque sólo nos dará una oportunidad. ¡Que todo el mundo esté preparado para marcharse! ¡Todos montados y listos para salir, deprisa!

Todos se apresuraron hacia los caballos, el señor Redmond recogiendo a la señora Maginnis y conduciéndola rápidamente a la calesa. Cubriéndose la boca con la mano, Pard se encogió como si tuviera espasmos en el estómago. Johnny les dijo por señas que ellos también montaran, mientras él seguía manteniendo hipnotizada a la cascabel con sus carreras en círculo.

—¡Ten cuidado con mi maletín! —le gritó el señor Redmond.

Finalmente todo el mundo estaba montado, observando, Chad reteniendo al caballo, dispuesto para salir al galope. Johnny desenfundó el Colt y voló la cabeza a la serpiente, poniendo perdido el maletín del señor Redmond.

—¡Largo de aquí! —chilló—. ¡Dentro de un momento acudirán todas las cascabeles del territorio!

Cogió rápidamente el maletín de debajo de los retorcidos restos de la serpiente, saltó sobre su caballo y salió de allí a galope tendido con los otros detrás. Se alejaron velozmente del bosquecillo de mezquite, levantando polvo por el camino de Madison, Chad y Pard chillando para encubrir las carcajadas, y los militares galopando con aire marcial pero sonriendo cuando Johnny volvió la cabeza para mirarlos. La calesa aflojó la marcha, y los demás se pusieron al paso. Se detuvo para entregar el maletín al señor Redmond.

—Me temo que se ha ensuciado un poco.

—Ya lo he visto —dijo el señor Redmond, dirigiéndole una larga mirada de apreciación.

La señora Maginnis parecía tener el labio superior pegado a los dientes. Johnny volvió adelante con Pard y Chad, sintiéndose algo mejor ahora.

A unos tres kilómetros de la ciudad el teniente y el apache se desviaron hacia el fuerte y la reserva, dejando que los soldados siguieran escoltando a la señora Maginnis. Johnny y sus amigos los acompañaron cuando el señor Redmond les aseguró que gracias a las garantías del gobernador no tenían nada que temer de Kimball ni de ninguna orden de detención pendiente.

—¡Cuidado con las serpientes, Johnny! —gritó el teniente, cuando se separaron.

* * *

Cenaron en casa del doctor Prim, Pard y Chad en la cocina con Berta, pero Johnny se las arregló para pasar al comedor con la gente importante. El doctor tenía a la señora Maginnis a su derecha, el señor Redmond a su izquierda, y a Johnny enfrente. La luz de las velas arrojaba suaves sombras sobre los ojos y la boca de la señora Maginnis cuando sonreía, destellando en la marfileña piel de sus hombros. Johnny podía observarla sin mirarla directamente, contemplando su vago reflejo en el oscuro cristal de la ventana. Los otros tres bebían vino tinto. El señor Redmond no estaba tan parlanchín como de costumbre, aunque afirmaba que había pasado una tarde agradable.

—No, no puedo decir que la entrevista con el gobernador Underwood haya sido satisfactoria, William —dijo la señora Maginnis—. Desconfía, como es natural. ¿Quién soy yo, en el fondo, más que una demandante especial?

Berta, la cocinera mexicana de los Maginnis que ahora se ocupaba de la casa del doctor Prim, entró andando como un pato, cargada con el rosbif. El doctor Prim se puso en pie para afilar el cuchillo de trinchar. ¡Qué olor tan exquisito!

—Un gobernador que es un erudito historiador —dijo el doctor Prim, con la cara colorada del calor y los esfuerzos por cortar la carne—. A lo mejor nos convertimos todos en parte de la historia. Cabe recordar que son los vencedores quienes escriben la historia, como en la preferencia shakespeariana de los Tudor sobre Ricardo III y su prejuicio inglés contra Juana de Arco.

Johnny observaba en el cristal a la señora Maginnis, que tenía la mano en la mejilla, la larga y suave línea de su cuello, la oscura mancha de sombra de sus ojos.

—Sí, ¿y cómo hablarán de nosotros, William? —quiso saber ella.

—En Santa Fe, la impresión del gobernador Underwood es favorable —afirmó el señor Redmond—. Desde luego no debe nada a Jake Weber, a diferencia de Dickey. Ha ido a ver al general Yeager. Ha cenado con el arzobispo. En mi opinión, ha prestado oídos a la señora Maginnis y está bien dispuesto hacia su causa. Como historiador, debe estar habituado a atenerse a los hechos de un acontecimiento determinado.

—Johnny ya ha entrado en la historia —declaró el doctor Prim—, aunque en papel de calidad inferior hasta el momento.

—Me molestaría que alguien leyera ese cuento chino —dijo Johnny.

Le ardían las mejillas. No sabía si reírse o enfadarse ante aquellas historias de la Police Gazette, y de aquella novela barata también, con ilustraciones que daban la sensación de que al dibujante le corría prisa y le dolía la mano. Las que él conocía le trataban de héroe, pero también podían convertirlo en lo contrario, contando mentiras para representarlo como Jack Tres Dedos en vez de como Johnny Angell.

—¡Ah, pero hay alguien que va a tener mucha lectura esta noche! —dijo el señor Redmond, riendo—. He entregado al juez Arthur unos documentos que tendrá que estudiar hasta altas horas. Y he comunicado al señor Henry Enders que se acerca la hora de la verdad. Se puso verdaderamente lívido, el pobre. Me sugirió que haría bien en marcharme de la ciudad, ahora que aún podía hacerlo. Me falta ir al fuerte a entrevistarme con el coronel Dougal, pero tengo intención de hacerlo mañana mismo.

En el cristal de la ventana Johnny observaba a la señora Maginnis, que no perdía de vista al abogado mientras hablaba. Una vaga silueta se perfiló junto a ella, y en un principio creyó que era Berta otra vez. Redmond seguía hablando cuando el cristal estalló. Johnny desenfundó el Colt demasiado tarde, gritó demasiado tarde. El estallido llenó la habitación, el señor Redmond se precipitó hacia atrás mientras la señora Maginnis se ponía en pie, chillando, y una nube de humo acre se elevaba en la estancia. Por la ventana rota atisbo dos rostros inclinados sobre el cañón de los fusiles. Tenía la mira del revólver puesta en Henry Enders cuando un atizador al rojo vivo se le incrustó en el hombro. Luego se encontró bajo la mesa, arrastrándose entre esquirlas de cristales.

Cuando se asomó a mirar ya habían desaparecido. Agachando la cabeza, se puso a horcajadas sobre el alféizar y se dejó caer al otro lado. En la completa oscuridad, con la habitación iluminada a su espalda, otra vez se quedó ciego: al revés, esta vez. Se apresuró hacia la calle. Nadie. Había luz en una de las ventanas del segundo piso del tribunal. Detrás de él gritaron su nombre.

—¿Quién ha sido, Johnny? —preguntó la voz de Pard.

—Henry Enders y Jesse Clary —contestó alzando la voz, por si aún estaban lo bastante cerca para oír—. Quizá otro más; pero ellos dos, seguro.

De vuelta en la confusión de la casa, mandó a Chad que fuera a buscar a George Kimball. Habían extendido una manta sobre el cadáver del señor Redmond, que yacía de espaldas con un pie aún enganchado en el travesaño de la silla. La manta se empezaba a empapar de sangre. La señora Maginnis estaba sentada en el salón con un chal sobre la cabeza como una mexicana, y Pard montaba guardia junto a ella con un fusil.

El doctor Prim lo llevó al consultorio, le quitó la camisa, que tenía la manga empapada de sangre, y le limpió la herida del hombro, en forma de surco de unos cinco centímetros. Contuvo la hemorragia, vendó la herida y chasqueó la lengua al ver las manos de Johnny, con diversos cortes de los cristales. Vendado, con el brazo izquierdo amarrado al pecho, Johnny rechazó la dosis de láudano que le ofrecía el médico.

—El problema es —dijo Johnny—, que uno simplemente se niega a creer que la gente pueda ser tan malvada.

—Sí —dijo el doctor Prim, manipulando su instrumental. Parecía bastante afectado—. Lo sé. Sí.

—La próxima vez no pienso disparar el último.

—Sí. Eso me temo.

Llegó George Kimball, con la estrella de sheriff prendida en el bolsillo de la camisa. Se movió afanosamente con un farol por fuera de la casa, inspeccionó la ventana como para cerciorarse de que el cristal se había roto de fuera adentro y no al revés, y alzó la sangrienta manta para echar otra mirada al abogado. Finalmente George Kimball se encaró con él, y Johnny encontró interesante no que no creyera que él había visto a Henry Enders y Jesse Clary a través del cristal un segundo antes del disparo, sino que hiciera un esfuerzo considerable para fingir que lo dudaba: no le resultó fácil a George Kimball adoptar aquella expresión. Tampoco mencionó órdenes de detención ni viejas diferencias.

Decidieron dejar el cadáver donde estaba, cubierto con la manta, hasta la mañana siguiente.

En la cama, Johnny permaneció con la mirada perdida en la oscuridad, considerando la posibilidad de que él también muriese de forma violenta, como el abogado aquella noche, o de otra manera. Gimió al recordar la broma de la cascabel que había gastado al abogado Redmond, a quien habían abatido las serpientes de la ciudad. Cuando se dedicaba a gastar bromas en vez de ocuparse de lo que tenía que hacer, moría gente de la que él era responsable.

Más tarde, aquella misma noche, Lily Maginnis se metió en su cama por primera vez, para ofrecer consuelo o para que la consolaran.

* * *

Cinco días después Johnny estaba en el campamento limítrofe de Penn McFall al este de Puerto del Sol, donde se encontró con Jack Grant. Se sentaron en la cabaña embadurnada de barro, aún sólida por dentro, con una sola ventana y el humo de la hoguera en el centro saliendo por las grietas del alero: Jack y él, más un viejo vaquero del PM, de barba blanca y desdentado. Se pusieron en cuclillas junto al fuego, bebiendo café solo. A Johnny le lloraban los ojos del humo.

—¿Qué vas a hacer con la señora Maginnis? —preguntó Jack.

—Se va a casa de una hermana que tiene en Santa Fe.

Jack puso las largas manos surcadas de cicatrices en torno a la taza. La de Johnny casi estaba demasiado caliente para su mano derecha; aún llevaba el brazo izquierdo en cabestrillo, colgando de un pañuelo que, como todo por allí, ya estaba bastante sucio.

—Pensé en hablar contigo antes de ir a ver al señor McFall, Jota Mayúscula —dijo Johnny—. Estoy formando un grupo para ir a Madison. Tal vez nos corresponda a nosotros limpiar ese nido de víboras.

Las alargadas, graves y tercas facciones de Jack se avinagraron.

—Eso ya lo intentó Maginnis. No sirve de nada, Johnny. Recuerdo lo que dijiste una vez en contra de los Reguladores. Sólo son una partida contra gente que no te cae bien.

Johnny estaba cansado y le molestaba el hombro con un continuo dolor punzante que no le dejaba dormir. Mucha gente se había prestado voluntaria para formar aquella partida de Reguladores, o lo que fuese, del señor Maginnis, angloamericanos y mexicanos por igual, que luego la caballería había expulsado de la ciudad. Pero entendía perfectamente lo que Jack estaba diciendo.

—Maginnis debía saber que eso no estaba bien, siendo abogado —dijo Jack—. Sin autoridad legalmente constituida, ¿qué es una partida, sino una chusma?

—Pues yo no veo ningún otro medio… —empezó a decir Johnny, pero se interrumpió.

—Llega un momento en que una chusma es el único medio —sentenció el viejo vaquero, escupiendo en el fuego.

—En mi opinión, no —dijo Jack.

—La partida que asesinó al señor Turnbull estaba legalmente constituida, Jota Mayúscula.

—Una partida legal que actuó en contra de la ley, así es como yo lo veo —dijo Jack—. Eso es lo que me han dicho, en cualquier caso. La partida de Joe también me pareció ilegal. Las dos, sólo una forma de matar con una especie de marchamo de legalidad.

—Yo estaba con la partida de Joe —dijo Johnny. Pensó en repetir lo que había dicho el señor Redmond sobre el caño y los arroyos de montaña, pero no se sintió con fuerzas.

—Me parece que pronto habrá un sheriff como es debido —anunció Jack, proyectando la mandíbula hacia delante como un arenque.

—El señor Maginnis no sabía qué otra cosa hacer —dijo Johnny, exhalando un profundo suspiro—. El sheriff y otros dos, que se habían apostado para matarlo, acababan de dispararle. Era lo único que podía hacer, reunir a sus amigos y enfrentarse con la gente que había asesinado a su socio y había intentado matarlo a él. Además, los representantes de la ley también querían acabar con él. Con George Kimball las cosas no van mejor, y tú lo sabes, Jack. He venido a pedirte que vengas a Madison con nosotros. Hay otros reuniendo gente.

—No lo haré. No lo he hecho antes y no lo voy a hacer ahora. No me uniré a una chusma. Tampoco creo que se apunten muchos, después de la última vez.

El vaquero masculló algo y se pasó el dorso de la mano por la boca.

—Han matado a tiros al abogado de la señora Maginnis y casi me liquidan a mí, Jack. Sólo queda huir y esperar a la próxima vez, o ir por ellos.

Jack cogió la alta cafetera de esmalte azul y sirvió más café. Agitó la mano frente a la cara para apartar el humo. Se le habían subido los pantalones por encima de las botas y se le veían las espinillas, estrechas y blancas.

—Jota Minúscula, tú y yo hemos sido amigos —dijo—. Hemos ido a cazar juntos, nos hemos ido juntos de putas a la ciudad, nos hemos emborrachado hasta el último dólar, hemos aullado a la luna, y al día siguiente hemos vuelto cabalgando a casa con la cabeza como una calabaza. Pero los tiempos cambian, y nosotros dos hemos cambiado de distinta manera. Te cansaste de los Reguladores antes que yo, aunque a lo mejor yo acabé más harto que tú, porque ahora vienes hablando de ellos otra vez. Te aconsejo que esperes a ver qué pasa. Ran Boland y Henry Enders son como pollos con la cabeza recién cortada que aún no saben que están muertos. Déjalos morir.

—Últimamente he tenido una experiencia que demuestra que están vivos y coleando —repuso Johnny.

—Será mejor que te lo diga, Jota Minúscula: Penn McFall ha dicho al nuevo gobernador que yo sería un buen sheriff del condado de Madison. Me lo ha ofrecido, y creo que voy a aceptar.

Era como la coz de una mula en el estómago, pero logró decir que, en su opinión, Jack sería un buen sheriff.

—Si lo hago, tendré que ejecutar varias órdenes de detención contra ti, Johnny.

—Hay otras órdenes de detención que ejecutar aparte de las mías. Ese abogado de Santa Fe tenía un maletín lleno de ellas. Denuncias y querellas, en cualquier caso. Está el coronel, probablemente. Quizá Caballito, también.

—Las que haya, se ejecutarán con absoluta imparcialidad —declaró Jack.

El viejo estaba sentado a su lado con las piernas cruzadas, mirando las brasas.

—Bueno, creo que voy a largarme antes de que empiecen a ejecutar esas órdenes —dijo Johnny, dejando la taza y poniéndose en pie. Le temblaban las rodillas.

—¡No tienes por qué marcharte, Johnny! —dijo Jack, alzando la cabeza y mirándolo con los ojos entornados por el humo—. ¿Adónde vas a ir de todos modos?

—Creo que me dirigiré a Arioso. ¡Buena suerte, Jota Mayúscula!

Jack era tan alto que, al ponerse en pie, además de separar las piernas tuvo que agachar la cabeza para no darse en el techo. Le tendió la mano y se la estrechó con fuerza.

—Buena suerte, Jota Minúscula. ¡Y cuídate ese hombro!

—Descuida —dijo él. Se le saltaban las lágrimas del humo.

—Estás en lo cierto, Johnny-A —aseguró el viejo vaquero, poniéndose en pie a su vez y tendiéndole la mano—. Diga lo que diga este tío quisquilloso.

—¡Gracias! Gracias por el bocado, Jack.

Salió de la cabaña y permaneció un largo momento mirando las estrellas, tan altas, tan frías y lejanas. Luego montó y cabalgó hacia Arioso para hacer una visita a Elizabeth Fulton. Balanceándose un poco en la silla por el dolor del hombro, trataba de no albergar resentimientos hacia Jack Grant, de no compadecerse de sí mismo.

* * *

Cuando Johnny pasó a caballo por la calle adoquinada, Elizabeth estaba sentada en la ventana como si lo hubiera estado esperando, con su vaga silueta recortada a la luz de una lámpara encendida a su espalda y una especie de nimbo en torno al pelo castaño claro que la gente llamaba güero. Pete Fulton era un ciudadano importante de Arioso. Vivía con su regordeta mujer mexicana en una acogedora casa con un frondoso patio central y ventanas enrejadas que daban a la calle.

Sentada en la ventana con barrotes de hierro, como en una jaula, con un vestido de cuello alto en el que relucía una cadena de plata, Elizabeth alzó la mano hacia él. Sobre su rostro moreno, de perfil, recayó un halo de luz: rasgos demasiado alargados, ojos demasiado juntos. Siempre que la veía le molestaba que no fuese guapa, que a su piel tostada, su pelo claro y sus facciones les faltara armonía para ser bellos.

Se detuvo frente a la ventana, donde estaba a la misma altura que ella. Con una mano en torno a uno de los barrotes y el rostro asomando por el intersticio, Elizabeth mostraba unas flores oscuras prendidas en el pelo.

—¿Tienes problemas, Juanito? —musitó.

—Las cosas no van tan bien como cabría desear esperar —contestó él, sonriendo.

—¡Pero si estás herido!

—Sólo es un rasguño. —Sacó la mano del cabestrillo y la alzó para mostrárselo, rechinando los dientes para no hacer un gesto de dolor.

—Tienes que entrar para que te lo vende —dijo Elizabeth, levantándose rápidamente—. Mamacita tiene un bálsamo muy eficaz. Te haré chocolate.

Observó cómo se balanceaba su estrecha silueta, disminuyendo, bloqueando la luz hasta desaparecer por una puerta del fondo. Desmontó y condujo al pinto a la vuelta de la esquina justo cuando un mozo quitaba la barra del portón. Entregó las riendas al sirviente y pasó a la sala iluminada.

Pete Fulton, sin afeitar y oliendo a whisky, avanzó hacia él, tendiéndole la mano y estrechándosela bruscamente.

—¡Siempre eres bienvenido, Johnny!

—¡Bienvenido! —dijo sonriente su mujer mexicana—, ¡bienvenido, Juanito!

El hermano de Elizabeth, Tommy, le estrechó la mano con hosca expresión, se disculpó y se fue.

Elizabeth habló muy deprisa a su madre, que dijo:

—¡Sí! ¡Sí, Elisabeta!

Se marchó la madre y Pete Fulton alzó una botella.

—¿Whisky, Johnny?

—No, gracias, señor Fulton.

—Me han dicho que han intentado liquidarte en Madison.

—Sólo ha sido un rasguño.

Interponiéndose entre los dos como para apartarlo de su padre, Elizabeth acercó una silla, dio a Johnny un empujón para que se sentara en ella, y lo ayudó a quitarse la camisa. Siseó al verle el hombro. Su madre volvió con una palangana de agua y una esponja y volvió desaparecer. Elizabeth se inclinaba tanto que él sentía su aliento mientras le lavaba la herida con agua caliente. Sonrió mirando a sus preocupados ojos castaños.

La madre reapareció con el famoso bálsamo, que apestaba a nabos podridos y picaba como si fueran guindillas. El siseo que oyó esta vez era el de su propio aliento. Elizabeth le tendió su esbelta mano para que la cogiera, y él la apretó hasta que vio la mueca de dolor en su cara. Mientras ella le vendaba, Pete Fulton permanecía de espaldas a ellos, mostrando la calva de la coronilla cada vez que echaba la cabeza atrás para beber un trago.

Cuando Elizabeth salió de la habitación, Pete se volvió bruscamente hacia él.

—¿Qué vas a hacer, Johnny? ¿Largarte?

—Bueno, creo que voy a quedarme por aquí a ver lo que pasa.

—Me han dicho que Jesse Clary te anda buscando.

Johnny sonrió, señalando su hombro vendado.

—Yo lo busco a él.

Cuando Elizabeth apareció con tazas y una jícara de chocolate en una bandeja, su padre se disculpó y salió de la estancia tambaleándose sobre las lustradas botas. Elizabeth sirvió una taza de chocolate humeante y se la dio. Johnny inhaló el espeso dulzor.

—Juanito, todo el mundo piensa que debes irte del país; por tu seguridad, ¿entiendes…?

Lo dejó ahí, como si hubiera preparado un discurso que ya no venía a cuento. Parecía que le doliera la cabeza, no hacía más que pasarse la mano por la frente. Él pensó que probablemente era virgen.

El chocolate sabía muy bien, tan dulce y caliente, lo sintió bajar de la garganta al estómago. Era como si el sabor dulce y el calor le hubieran desatado un nudo que le llevaba apretando mucho tiempo en el vientre. Se retrepó en la silla y sonrió a Elizabeth Fulton, deseando que fuera hermosa.

—Vaya, entonces pensarían que nos han derrotado.

—Sé que eso es importante para los hombres. —Se sentó frente a él, el rostro inclinado sobre la taza, de modo que la pulcra raya de su peinado aparecía entre las flores rojas—. Yo intento entenderlo… Pero la gente sabe que eres buena persona, Juanito. —Tras una pausa continuó a toda prisa—: Te admiramos mucho, jóvenes y viejos, hombres y mujeres. Todos. Ya lo sabes. Pero tengo que decirte que hay algunos que están celosos del Angelito.

—Lo comprendo. A mí tampoco me cae bien todo el mundo.

El rostro de Elizabeth había cobrado un tinte rosa pálido. Bebiendo a sorbos el chocolate caliente, Johnny pensó en sus planes de reunir con sus amigos otra cuadrilla de hombres del sur del país para entrar a caballo en Madison… Pero Jack Grant pensaba que no debía hacerlo, porque el ejército ya los había amenazado con el cañón. Y ahora Elizabeth intentaba decirle que no toda la gente de aquellas placitas del sur del condado le tenía tanta amistad como él creía. Pero aún no iba a marcharse del territorio.

Vio cómo Elizabeth alargaba un poco la mano, y justo cuando él pensaba ponerle la suya encima, oyó voces y pasos nerviosos. Don Teodoro Soto entró apresuradamente por el patio con Pete Fulton pisándole los talones. Johnny se puso en pie.

—Juanito —dijo don Teodoro, plantándose casi en el centro de la sala con sus pies diminutos como pezuñas de cabra—. Ha venido Jesse Clary con otros tres. Clary y uno de ellos están en la cantina, y otros dos en la barbería. Creo que saben que andas por aquí.

Había estado pensando que se le había acabado la suerte. Desenfundó el Colt y comprobó que estaba bien cargado.

—¿Qué vas a hacer, Johnny? —preguntó Pete Fulton.

—¿Hay alguien que me guarde las espaldas? —preguntó a don Teodoro—. Sólo para evitar que intervengan los dos de la barbería.

—Rafael y Roberto Gómez están aquí. Y se ofrecerán otros más.

—Es suficiente. Sólo para que no se metan esos dos.

Elizabeth, de pie frente a él, más alta, se tocaba la medalla de plata que llevaba colgada al cuello.

—¡Por Dios, si fuera más joven! —se lamentó Pete Fulton.

—Sólo pido una cosa —dijo don Teodoro—. El espejo de detrás de la barra es nuevo. Lo han traído de Santa Fe, y antes, de San Luis. Es muy caro.

Johnny asintió con la cabeza. Sus labios querían sonreír. Sonrió.

—Voy a salvar ese espejo tan caro —dijo, haciendo una pequeña reverencia a Elizabeth—. Gracias por curarme, y por el chocolate.

—Rezaré por ti, Juanito —dijo, muy erguida, casi hermosa.

Entró en la cantina por el despacho de don Teodoro, por atrás, para no encontrarse delante del espejo. Estaban los dos frente al mostrador, Jesse Clary casi fuera de la vista, detrás del otro tipo, de constitución fornida, camisa a cuadros, sin sombrero y con la luz de la lámpara reluciendo en su pálida frente. En el lujoso espejo se veía el perfil de Jesse Clary, con el sombrero ladeado sobre la cara, y hablando, moviendo aquella boca que no parecía lo bastante grande para albergar todos los dientes que tenía. No había nadie más en la cantina salvo por el menudo tabernero, que lo miró una vez de soslayo cuando apareció en el local.

—¿Me buscabas, Jota Jesse?

Disparó en el brazo derecho al individuo fornido, que casi cayó al suelo, dando un grito. Jesse Clary, agachado, tenía el arma a medio desenfundar, apuntando en diagonal, cuando Johnny le dio un balazo en el corazón.

* * *

Cerca de la ranchería de los exploradores sierraverdes de Bunch, Cutler se encontró con un destacamento. Salieron de pronto de entre los pinos describiendo un semicírculo a su alrededor, unos cincuenta, con buenas monturas de la caballería de California, las piernas desnudas entre los faldones de la camisa azul y mocasines altos, el turbante de franela roja —la marca de su identidad— a la cabeza, sin franjas en las domesticadas mejillas. Entre sus filas apareció Sam Bunch, con sombrero de ala ancha, camisa desabrochada, menos estricto con el atuendo reglamentario desde que estaba con los exploradores. Con el ancho rostro sudoroso y su bigote de vikingo, saludó a Cutler agitando el brazo. Se estrecharon la mano, con Brownie y el castrado de Bunch girando en sentido contrario a las agujas del reloj ante la mirada de los exploradores sierraverdes.

—Ya tengo a estos pájaros en plena forma para la batalla, Pat. Listos para entrar en acción. ¡Ya puede escaparse Caballito!

—Ni se te ocurra pensarlo.

—¿Cómo están los tuyos?

—Languideciendo de inactividad. Me temo que si presumes mucho de los tuyos, el general mandará a los míos a la vida civil, y se acabó el dólar de soldado azul.

—Mis sierraverdes han nacido para la caballería, te lo aseguro. Sólo desearía agenciarme munición para practicar el tiro al blanco. Dougal no puede darme más, según dice, y yo tengo más sentido común que tú para saltarme los conductos regulares.

—Seguro que tus verdes disparan más tiros cuando se enfadan que ningún soldado haciendo la instrucción.

—Están habituados a robar su munición —dijo Bunch. Señaló a un apache alto con cara de momia gruñona y galones de sargento en la manga—. Mi sargento dice que por qué no entramos a la fuerza en el polvorín del fuerte. O asaltamos un tren de municiones que venga hacia acá. A lo mejor no hay que matar a muchos soldados azules. ¡Estos individuos tienen su sentido del humor, te lo aseguro! Una vez, un caballo metió la pata en una madriguera de ardillas y el jinete se cayó y se rompió el cuello. Los demás casi se mueren también, pero de risa.

Cutler lo sabía. Los caballos empezaron a dar vueltas de nuevo, y observó el semicírculo de rostros impasibles bajo los turbantes rojos. Echaba de menos a sus hoyas y su sentido del humor, en el que la vida era una broma y la muerte formaba parte de ella. Cuando volviera al fuerte, iría a su ranchería, detrás de las cuadras, y les llevaría unas latas de peras para que se dieran un festín.

—Junie está en la ranchería de Caballito, con Joklinney —dijo Bunch en voz baja—. Es un desastre. Supongo que debería haberte hecho caso. Quería que me la llevara de aquí. ¡No puedo llevármela, estoy destinado aquí! Esto es una puta cadena perpetua. Así que ha vuelto con él. —Se pasó el dorso de la mano por la cara, con fuerza—. ¡Mierda! Dijo que había muerto. ¡Tenía que estar muerto! Hazme un favor, Pat.

No era algo que necesitara respuesta, por lo que Bunch continuó con voz áspera:

—Dile a ese hijo de una mula que si le corta la nariz, lo mataré. Lo digo en serio, lo mataré. ¡Díselo de mi parte!

—Creo que se lo expondré de otro modo.

Bunch observó las filas de rastreadores, inmóviles y expectantes. Tenía el rostro encendido.

—Quiero decir que los apaches no tardan en morir en la cárcel de ojo pálido, ¿qué coño pretende ese comedor de tripas volviendo aquí?

Se golpeo el muslo con los guantes.

—El general lo ha sacado para que nos ayude a mantener a Caballito en la reserva. Que es para lo que estamos aquí, si te acuerdas.

—Quizá sea para lo que tú estás aquí. Pero mis exploradores y yo estamos aquí para perseguirlo cuando se escape. ¡Que se fuguen esos hijos de puta! Al día siguiente estaremos encima de ellos. ¡Entonces liquidaré a ese cortador de narices, te lo aseguro!

* * *

El Pueblo de la Franja Colorada había construido una presa en un barranco en una parte donde se estrechaban dos terraplenes de dos metros y medio de altura, y, a la manera mexicana, ahora estaban cavando una buena zanja para llevar agua a la presa. Cortando el paso había una formación rocosa, escarpada y grisácea de líquenes. Cutler estaba con Caballito, viendo cómo las squaws echaban leña y piñas al fuego que ardía contra el flanco de la peña. Brotaban llamas cada vez que soltaban un haz, las squaws riendo tontamente y haciendo el payaso mientras se apresuraban con sus cargas de leña. Dos de ellas avanzaban tambaleantes con una cesta apache, sólidamente entretejida, llena de agua. Dos jóvenes que estaban encima de la peña la recogieron y echaron el agua en una destellante cortina sobre la piedra caliente. Con un satisfactorio crujido, se desprendió una placa de piedra del tamaño de una palangana. Las squaws lanzaron un grito de triunfo y salieron disparadas a traer más leña y más agua mientras las llamas pugnaban por subir de nuevo.

Cutler calculó que tardarían un mes en disolver la peña.

—Lento —dijo en español.

Rápido, no —convino Caballito, asintiendo. Tenía los brazos cruzados dentro de una manta roja. Pero cuando la zanja llevara agua, Nantan Malojo les daría semillas.

—Nantan Malojo tendría que daros dinamita.

Caballito sacudió la cabeza, frunciendo los finos labios.

—Yo traeré dinamita —dijo Cutler.

Volvieron juntos hacia las wickiups. Frente a una de ellas había un niño desnudo tumbado en una manta bajo una sombra de cañas trenzadas, con una pierna en alto. Tenía la pierna tremendamente hinchada, con un rojo oscuro tirando a negro en la pantorrilla. Yacía inmóvil, con un brazo tapándose los ojos. Desde la abertura de la choza lo vigilaba sin expresión una squaw de cara redonda.

—¿Una cascabel? —preguntó Cutler.

Caballito asintió sombríamente, proyectando la mandíbula hacia delante.

—Debe verlo un médico.

Caballito sacudió la cabeza. Cutler se quedó parado, pero el jefe continuó andando. Despiadado cabrón, pensó el teniente. Los negros ojos de la madre se clavaron en él, pero no podía hacer otra cosa sino seguir al jefe. Se sentaron juntos en un tronco cerca del río.

—Morirá —dijo Cutler.

Caballito asintió brutalmente, haciendo un gesto feroz hacia el sol. El niño moriría antes de la puesta del sol.

¿Ha-tip-e-ca? —preguntó Cutler, tercamente. ¿Por qué?

¡Dah-koo-gah! —soltó Caballito, el «porque sí» apache a las preguntas sin respuesta. Y añadió en español—: ¡Lo he visto!

En la otra orilla del río trabajaba un grupo de squaws. A Cutler le llegó el olor de la cocción del mezcal. Caballito miraba por la pradera moviendo la mandíbula como una tortuga queriendo morder. Cutler le preguntó dónde estaba Joklinney.

Joklinney estaba con Dawa, cuidando del rebaño de ganado. Caballito se encontraba de mal humor, y no tenía sentido prolongar la conversación. Cuando Cutler se despidió, el jefe no lo miró directamente.

—Nantan Verdad trae dinamita —le recordó Caballito cuando él ya había dado media vuelta.

Sobornó al sargento de intendencia con una botella de whisky y al día siguiente volvió a Bosque Alto con una caja de explosivos, un barreno y un mazo. Dio instrucciones a una de las sonrientes squaws para que sujetara el barreno mientras él lo clavaba con el mazo. Se fue congregando un grupo cada vez mayor de sierraverdes, los hombres con franjas rojas en las mejillas, mientras él daba un golpe al barreno, decía a la squaw que lo girase, y volvía a golpear. Se quitó la camisa e inmediatamente empezó a sudar al sol de mediodía, clavando el barreno en la roca. Apareció Caballito con Dawa, que tenía el rostro tan surcado de arrugas que sus ojos parecían canicas relucientes perdidas entre pliegues carnosos. Joklinney, de brazos cruzados, se quedó mirando. Llevaba una pluma de águila prendida en su corto pelo.

Cutler hizo señas a Joklinney para que hiciera el segundo agujero, mientras otra squaw sustituía a la primera. Ésta era bonita, con un pelo reluciente que le caía como una cortina negra sobre la frente. ¿Sería la Junie de Bunch, Boca Bonita, la exploradora secreta? En ese caso, todavía no le habían cercenado la punta de la nariz.

Recobró el turno para el tercer hueco, cambiando de nuevo con Joe King para el cuarto. Otros guerreros pedían participar a gritos, pero Cutler tenía miedo de que a alguno se le escapara el mazo y rompiera el brazo a la squaw que sujetaba derecho el barreno. Joklinney, suponía, tendría alguna experiencia en picar piedra en Alcatraz o Fort Point.

Introdujo cartuchos de dinamita en los agujeros, encendió las mechas y mandó alejarse de la peña al Pueblo de la Franja Colorada. La dinamita reventó con un seco estallido. Cuando se disipó el polvo, la peña se había partido formando una V, por la que ya fluía el agua de la zanja. Hubo gritos de sorpresa y triunfo, y chillidos de las squaws. Se sintió muy satisfecho, y le hizo gracia su orgullo. Con Caballito, Big Ear, Cump-ten-ae, Joklinney y Dawa, de inseguro paso, se encaminó de vuelta a la ranchería.

No había ni rastro del niño de la mordedura de serpiente. Unas squaws habían colocado tiras de carne de buey en una piedra lisa junto a una hoguera, y los seis hombres se pusieron en cuclillas alrededor de ella. Cutler había traído una botella de medio litro de whisky, y la sacó. Se la ofreció primero a Dawa, que dio un trago, murmurando con aprobación, y se la pasó a Joklinney. La botella fue circulando de unos labios a otros.

—¡Ojo pálido hace borracho al indio! —dijo Joklinney, sonriendo—. ¡Indio volver loco!

Hubo una conversación en apache, movimientos de cabeza, miradas de aprobación hacia él. Volvía a tener su beneplácito: Nantan Tata.

Cuando se acabó la botella, paseó por el prado con Caballito y Joklinney hasta la sombra de los primeros árboles. Había una serpiente enroscada en el tronco de un pino, con el amarillento vientre hacia fuera y el cascabel vibrando. La habían clavado al árbol con una estaca atravesándole la cola y otra por la garganta, y por las mandíbulas abiertas enseñaba la boca blanca y los curvados colmillos. Permanecía curiosamente inmóvil salvo por el vibrante cascabel, hasta que Cutler comprendió que los relucientes puntos del vientre eran las cabezas de pequeños clavos que le habían introducido a cada lado. Tortura apache. Le habían hablado del horroroso martirio de clavar flechas en el cuerpo del cautivo, disparada cada una con tremenda precisión para no tocar ningún punto mortal, innumerables, hasta cien dardos, mientras la víctima se debatía en un tormento insufrible. Vio un puñado de clavos para madera en una bolsita de cuero al pie del árbol. Caballito, que ayer se había mostrado insensible ante la muerte del niño, cogió uno, lo clavó en el vientre de la serpiente y lo remachó con una piedra del tamaño de un puño.

Joklinney miró de frente a Cutler con sus cejijuntos ojos, negros y duros. Cogió un clavo y una piedra, que detuvo en el aire como esperando una interferencia por parte de Cutler, y luego, sonriendo, lo remachó.

—¿Por qué hacéis eso? —preguntó Cutler, sorprendido de sí mismo.

¡Dah-koo-gah! —dijo Caballito, dando media vuelta.

—Esa malvada ha matado al hijo de Key-del-koni —explicó Joklinney—. Por eso morirán muchas cascabeles. Ésta es la primera.

Cutler pensó que Joe King, atrapado, como él mismo había dicho, entre la manera de pensar del ojo pálido y la del indeh, trataba de explicarle asuntos complejos. Parecía, asimismo, que se enfrentaba con lo inmutable, y que el choque entre una raza moderna y otra de la Edad de Piedra resultaría en la destrucción del indeh. Caballito no se quedaría mucho tiempo más en Bosque Alto, para plantar las semillas que el agente le daría a regañadientes. En aquella breve etapa de su historia, el Pueblo de la Franja Colorada no podría pasar de merodeador a agricultor y ganadero. Los indeh nunca se convertirían en ojos pálidos de piel cobriza, ni tampoco disminuiría su odio hacia quienes los habían condenado a la decadencia. Eran salvajes. Podrían convertirse, en el mejor de los casos, en medio salvajes como Joklinney. Estaban verdaderamente condenados.

Más tarde, cuando Joklinney y él paseaban juntos entre los pinos de un cerro desde donde se observaban las actividades de la ranchería, Joklinney dijo:

—A Nantan Tata no le gusta eso de la serpiente.

—Me ha hecho pensar en los indeh y sus enemigos. Yo soy uno de ellos.

Joklinney se detuvo, encogiéndose de hombros. Miró a Cutler medio en broma medio en serio.

—Los indeh son pocos; los enemigos, muchos. Siempre es así. Por cada indeh que muere, muchos enemigos deben morir.

Estaban en una punta de tierra viendo el humo de la hoguera en la que se asaban las tiras de carne. También se elevaban nubes de humo sobre el horno del mezcal. Varias squaws trabajaban afanosamente en torno a la peña abierta por la dinamita. Tres guerreros cabalgaban entre el ganado en la siguiente pradera. Era una escena apacible, salvo por la cascabel clavada al pino, que ni siquiera veía desde allí. Igual que Joklinney, ya no podía pensar como ojo pálido ni tampoco como indeh; se sentía cargado de responsabilidad hacia aquel pueblo que a la larga sería destruido, y el sueño de un futuro en Sonora parecía una puerta que se hubiera abierto para invitarlo a pasar a un precioso jardín sólo para cerrarse de golpe antes de que pudiera entrar.

Se alegraba de que Joklinney no siguiera fingiendo que sólo hablaba una especie de lengua macarrónica tras haber admitido que uno de los tenientes de Fort Point le había hecho practicar todos los días para mejorar su inglés. Pero Cutler se resistía a entrometerse en los asuntos de Joklinney para saber si Caballito lo había recibido bien, o si sospechaba de los propósitos de Yeager. En cambio, le preguntó si su mujer de Bosque Alto estaba contenta con su vuelta.

Joklinney lo miró, dirigió luego su atención a las mujeres que trabajaban en torno a la piedra hendida y se encogió de hombros.

—Se fue a vivir con otro, creyendo a Joklinney muerto en la cárcel de ojo pálido.

Cutler se aventuró aún más.

—¿Cree Joe King que debe ser castigada?

—Joe King indeh ojo pálido —dijo Joklinney en su lengua macarrónica—. ¿Ojo pálido castiga mujer follar con otro hombre?

—A veces no hay culpa.

Indeh creer culpa —dijo Joklinney—. En serpiente hay culpa. ¿Entiendes, Nantan Tata? —Sus ojos penetrantes, extrañamente inhumanos escrutaron los de Cutler, y los diminutos mecanismos y engranajes de su rostro se pusieron en marcha, produciendo una dura sonrisa—. Di Nantan Bigotes Joe King no cortar.

—Eso está bien.

Joklinney volvió a encogerse de hombros, desinteresado.

—¿Cómo está Caballito en su cabeza? —preguntó Cutler.

El otro lo miró impasible durante un momento, antes de decir:

—Caballito nervioso en Bosque Alto.

¿Ha-tip-e-ca?

¡Dah-koo-gah! —Sonriendo de nuevo, Joklinney añadió—: ¡No culpa! Caballito mucho tiempo en Bosque Alto.

—¿Está nervioso Caballito porque Joklinney ha vuelto?

Indeh no como ojo pálido —dijo Joklinney, soltando una sola carcajada.