17

El coronel había invitado a Cutler a sus alojamientos, donde Dougal sirvió dos vasos de whisky, dirigiéndole una sonrisa repentinamente amistosa. ¿Qué significaba aquello? Se sentó en la cómoda silla que le habían indicado, con el vaso en una mano y un panatela en la otra.

—Recuerdo bien al general Underwood —dijo Dougal, paseando, la cabeza proyectada hacia delante, la perilla sobresaliendo—. Combatimos juntos en el sur de Ohio. ¡En el viejo Octavo! ¡Hicimos que aquellos rebeldes se retiraran sin orden ni concierto! Se acordará de mí, yo era su intendente. «Señor Dougal, se ocupará usted de que los hombres coman buena carne hoy, nada de panceta. ¡Se merecen una comida como Dios manda!» ¡Y lo hice, aunque no sé cómo! Se acordará de mí, ya lo creo. El Pequeño Dick Underwood. El general de brigada también se llamaba Richard. Gran Dick y Pequeño Dick. ¡Los Zuavos de Indiana! —continuó Dougal—. Era un gran partidario de formar un regimiento de zuavos, el Pequeño Dick Underwood. Claro que el general Grant se enfadó con él por lo de Shiloh.

Cutler dio un sorbo al excelente whisky del coronel y saboreó el puro. Dougal se detuvo frente a su butaca con las piernas separadas.

—La cuestión es que la señora Maginnis ha solicitado escolta hasta Santa Fe para exponer su caso al general Underwood. Ahora bien, señor, no voy a decir una palabra sobre la moralidad o los motivos de esa dama. El caso es que ha pedido escolta militar. Tiene miedo de lo que ella llama «la banda de Jesse Clary».

—Sí, señor —dijo él.

Dougal dio un paso hasta el aparador, poniendo silenciosamente un pie en la polvorienta alfombra belga, y el otro, con un crujido, en el suelo de madera de pino. Vació el vaso, se pasó la mano por el arrugado cuello, como siguiendo el descenso del whisky. Se sirvió otro.

—¿Acaso solicitó la señora Maginnis que la escoltara yo a Santa Fe, señor? —preguntó Cutler, tras atar cabos.

—Así fue, señor, y he decidido acceder a su solicitud.

Se sonrieron el uno al otro. El coronel estaba preocupado por la demanda judicial con la que Lily amenazaba, por no hablar de la investigación sobre sus decisiones durante la Batalla de Madison.

Dougal siguió dando vueltas por la habitación. Algo más le rondaba por la cabeza.

—Me parece interesante, Cutler, que hayan nombrado a un militar para sustituir al gobernador Dickey.

Cutler no lo encontraba interesante. Después de la guerra se venía recurriendo a militares para ocupar la mayoría de los cargos administrativos.

—Tengo entendido que el general Underwood ha celebrado consultas con el general Yeager —prosiguió Dougal, dejándose caer en una butaca—. Sin duda el tema de su reunión habrá sido la violencia en el condado. Pero yo creo que hubo otro.

—¿Y cuál sería, señor?

—No soy un hombre muy inteligente, Cutler.

—No, señor.

—Pero aprendí a sumar sobre las rodillas de mi madre. Y he hecho mis cálculos, Cutler. Dos generales que celebran consultas, uno de ellos el recién nombrado gobernador de este territorio fronterizo, y el otro buen conocedor del norte de México por haber realizado diversas expediciones para perseguir a renegados apaches. —El coronel Dougal le guiñó un ojo con aire solemne—. Añada a eso un oficial a mi mando, que habla bien español y está casado con la hija de uno de los principales terratenientes de Sonora. —El coronel se llevó un dedo a la sien—. He hecho mis cálculos, Cutler. La invasión del norte de México también se trató en esa conferencia. ¡Y yo creo que está usted al corriente de esos planes, señor!

—No, señor. Lo siento, pero no sé nada de eso.

—Entonces, creo que pronto lo sabrá. Dígame, si hace una visita a Santa Fe, un ayudante de campo sin duda iría a ver a su general, ¿no es verdad?

—Yo lo haría, señor.

Vio cómo Dougal se ponía bruscamente en pie y reanudaba sus paseos con las pálidas manos cruzadas a la espalda. El fondillo de los pantalones le colgaba sobre las piernas flacas y arqueadas.

—Voy a pedirle un favor, señor. Le ruego que mantenga las orejas bien abiertas. Estoy muy interesado en esa invasión. Tengo la seguridad de que está a punto de producirse. Cutler, el único modo de que un oficial superior puede esperar un ascenso es en combate. Creo que la guerra está muy cerca. Tengo entendido que la prensa mexicana está a la expectativa. Y también que en Chihuahua y Sonora hay muchos hombres bien relacionados que nos recibirían con los brazos abiertos. ¡Y entonces, por supuesto, el general Yeager podría resolver el problema apache de una vez por todas! Y una nación que se ve envuelta en una nueva revolución cada pocos años por fin estaría dotada de un gobierno estable. Estoy convencido, Cutler, de que la invasión ocupa un lugar preponderante en los planes militares de nuestros días, y le pido que mantenga los oídos muy atentos en Santa Fe y Fort Blodgett para enterarse de cualquier noticia que pueda comunicarme a su vuelta.

Se le permitía acompañar a Lily a Santa Fe a cambio de alimentar la obsesión del coronel Dougal sobre la invasión de México. El coronel, que le había acusado de ir con chivatazos al general Yeager, deseaba ahora que él le diese alguno a su vez.

—Le informaré de todo lo que me sea comunicado, coronel, a menos que haya jurado mantenerlo en secreto.

Dougal le dirigió una sonrisa paternal, pasándose los dedos por la perilla.

—No siempre hemos mantenido buenas relaciones, Cutler. He recelado de su lealtad hacia mí. Pero quiero llevarme bien con mis oficiales subalternos. Es la única forma de que el ejército funcione. Lealtad y respeto, Cutler. De oficial a oficial, de oficial a soldado raso. ¡Confianza mutua!

—Sí, señor —convino él, exhalando humo del puro del coronel.

—¡México, Cutler! Muy bien, dará escolta a la señora Maginnis hasta Santa Fe, aunque ella esté tratando de causarme problemas.

* * *

En la calesa, Lily iba envuelta en un guardapolvo de lino con el sombrero sujeto con pañuelos, y llevaba dos bolsos de viaje junto a ella, sobre el asiento. Cutler cabalgaba a su lado en Malcreado, con un cabo y dos soldados detrás.

La calesa rodaba sobre la roja tierra batida, aflojando el paso al cruzar el cauce seco de los arroyos que morían en el desierto. Más abajo se veía el río, con el denso follaje de las copas de los árboles. A media distancia se arrastraban por el suelo sombras de nubes que avanzaban en lo alto como blancas caravanas rumbo al oeste.

La fusta de Lily caía sobre los lomos de la mula, que iba al trote, cabeceando con sus gallardas borlas rojas. Llevaba un centelleante fusil de retrocarga sobre las rodillas, para defenderse personalmente de la banda de Jesse Clary, que la había amenazado en una nota analfabeta dejada en la recepción del hotel. Cutler iba armado con una carabina en la funda de la silla y el revólver de servicio en la cadera. El alerón del quepis le protegía la nuca del sol, pero el sudor le chorreaba por la barbilla. Justo cuando el calor resultaba insoportable pasó otra nube.

—Tengo razones para creer que el gobernador Underwood es un hombre justo —dijo Lily alzando la voz, aunque él tuvo que acercarse con Malcreado a la calesa—. Una persona sensible y racional. Escribe libros de historia. No es un simple militar.

Si cabalgaba cerca de la calesa, ella se ponía a hablar de aquella forma locuaz que le resultaba embarazosa. Y cuando no se aproximaba lo suficiente para entablar conversación, ella le lanzaba miradas de reproche. Aunque fuese simpatizante de su causa, por lo visto no se mostraba muy simpático.

—¡Yo no pido castigo y protección… como mujer! —continuó Lily—. ¡Lo exijo como ciudadana! Ahora sé que cuando hombres como Jesse Clary y Henry Enders lanzan amenazas, tienen toda la intención de cumplirlas.

El borde de la nube se desplazó y Cutler volvió a sentir el calor del sol. Se pasó por la barbilla el empapado pañuelo de colores, volviendo la cabeza para echar un vistazo a los tres soldados, que parecían tan mustios como él. Quería traer a los hoyas, pero el coronel, en sus intentos de aplacar a Lily, insistió en una escolta más respetable. Cutler no creía que hubiera peligro alguno de que Jesse Clary los atacara.

—¡Han asesinado a mi marido! —decía Lily, con la vista alzada hacia él bajo los pañuelos—. ¡Han quemado su cadáver unos hombres que cantaban y bailaban a su alrededor! A nadie han detenido por ese crimen. En cambio, sus amigos y compañeros, que estuvieron a su lado en la hora final, son hombres perseguidos. ¡Con órdenes de detención en su contra!

Le molestaba la exigencia de que compartiera su furia por el asesinato de Frank, y murmuró que sin duda los tribunales acabarían solucionando esas cuestiones.

—Hay un abogado en Santa Fe que Frank tenía en gran estima. Creo que el señor Redmond es precisamente el hombre que tendrá el valor de ir a Madison a entablar una demanda contra ellos.

—¿Dónde está el maravilloso muchacho de donde pongo el ojo pongo la bala? —preguntó él.

Con expresión desventurada, Lily centró la atención en las riendas. Lo siento; pero Cutler no lo dijo en voz alta.

—Supongo que estará esquivando la partida de George Kimball —dijo ella en tono forzado—, aunque espero que nos lo encontremos por el camino.

—Pistoleros luchando por ti, soldados escoltándote, abogados entablando juicios por ti.

—Preferiría que lo hicieran por deber y por principios —replicó ella, aunque pareció pensar que la frase era más bien un cumplido.

El camino torcía hacia unos riscos de piedra arenisca, abriéndose paso entre un desfiladero. Allí fue donde una vez esperó una emboscada apache y, silbando al cabo, inició un movimiento envolvente. La escolta acudió a buen trote para guardar el flanco derecho del declive. Cutler desenfundó la carabina, picando espuelas para conducir a la calesa por el espacio abierto en el acantilado.

Allí esperaban Johnny Angell y otros tres, y el cabo y los soldados se detuvieron por encima de ellos, a su espalda, con las carabinas en la mano. Cutler se sintió complacido de que los soldados ocuparan una posición más elevada mientras hacía señas de que bajaran las armas.

Johnny-A tiró de las riendas de su caballo pinto para ponerlo sobre las patas traseras, mientras agitaba el sombrero hacia Lily, en la calesa. Un mechón de pelo rubio le caía sobre la frente, y Cutler volvió a observar aquel indicio de luminiscencia, como si creciera frente al sol. Lo acompañaban dos de su propia «banda», aunque debía suponerse que aquélla era moralmente superior a la de Jesse Clary, porque un juez corrupto había dictado órdenes de detención contra sus miembros. Uno era de más edad, con bigote, un pañuelo rojo atado al cuello; el más joven, no mucho mayor que Johnny-A, sonreía con los ojos entornados. Ambos iban fuertemente armados. Frunciendo el ceño, el cabo los observaba con desaprobación.

—¡Buenos días, señora Maginnis! —dijo Johnny-A—. ¡Buenos días, teniente! Supongo que ése de ahí arriba es su regimiento.

Johnny también llevaba un pañuelo rojo al cuello. Cutler se preguntó si no sería una especie de uniforme para diferenciarse de otras bandas, igual que los exploradores apaches llevaban turbantes rojos y los sierraverdes franjas encarnadas en las mejillas.

Cutler vio cómo Lily extendía la mano al tiempo que Johnny picaba espuelas para acercarse a la calesa. Las manos se abrazaron brevemente. Las mejillas de Johnny, cubiertas de barba de unos días, se arrugaban en una sonrisa.

—Esos pájaros han aparecido por Three Rivers, señora. No se molestarán en pasar por aquí.

—Gracias, Johnny.

—Los acompañaremos un trecho, si no le importa, teniente. Le aseguro que me gusta cabalgar a favor del viento cuando en el aire flota el perfume de una dama.

Emprendieron la marcha, Cutler y Johnny a un lado de la calesa, los otros dos al otro, y los soldados a retaguardia de nuevo. Lily iba muy erguida, atenta a las riendas y a la fusta, llevando la mula a un trote rápido y enérgico. La sombra de las nubes pasaba sobre los afloramientos de piedra arenisca.

—Le agradezco —dijo Johnny-A a Cutler— que la sacara de la casa en medio de aquel lío, y que la llevara a casa del doctor Prim. Desde aquella noche tiene miedo a Jesse Clary. Y a Henry Enders también.

—Fue un espectáculo horroroso.

—El peor hasta el momento —dijo Johnny sombríamente.

Subieron penosamente una larga cuesta desde cuya cima avistaron toda la extensión del desierto, con unas murallas rojizas en la lejanía, el arenoso suelo convertido por la sombra de las nubes en un tablero de ajedrez. Cutler se dio cuenta de que Lily observaba cómo hablaban los dos.

—Espléndido paisaje, para quien le guste —dijo Johnny en diferente tono.

—A mí me gusta —afirmó Cutler.

El muchacho asintió con aire solemne.

—Conozco un sitio, donde vivían los llamados «Antiguos», cuevas excavadas en la ladera, y escaleras hasta un segundo y tercer nivel. Solía ir allí cuando algo me preocupaba. Hay una especie de paz que te traspasa enseguida. Bueno, pues el desierto tiene algo de eso también, esas montañas al final de todo, y nubes flotando sobre la cabeza. Pero en estos momentos me da la impresión de que el aire está contaminado.

Consideró las palabras de Johnny y asintió con la cabeza.

—Sí, entiendo lo que quieres decir.

—Han envenenado este condado, y todos sus habitantes están enfermos.

Cutler preguntó a Johnny si conocía algún antídoto para el veneno, y el otro se le quedó mirando un momento con sus duros ojos azules y luego sonrió.

—Hay que asegurarse de que con el antídoto la gente no se ponga más enferma que con el veneno. —Se quitó el sombrero para abanicarse y continuó—: Al final todo salió mal en la casa. Yo tenía que sacarlos de allí, y pensé que todo estaba preparado. Había la oscuridad suficiente, para que nadie supiera adónde disparaba, y los que estábamos en el corral teníamos que abrir fuego para que el señor Maginnis y los demás escaparan hacia el río, mientras la señora Maginnis salía por detrás hacia la casa del doctor Prim. Pero el señor Maginnis se tomó las cosas con calma, y todo salió mal. Tendría que haberlo sacado yo mismo.

—Quizá nunca creyó que estaba en peligro. —Puede que Lily tampoco lo creyera.

—Me parece que nadie volverá a contratarme para que me ocupe de su seguridad. No se me ha dado muy bien.

—¡Johnny-A! —lo llamó uno de sus compañeros, desde el otro lado de la calesa—. ¿Cuándo comemos?

—¡Falta media hora para Stony Creek! —contestó Johnny, gritando a su vez.

Hizo girar al pinto y se acercó a la calesa, y Cutler vio cómo Lily alzaba hacia él el rostro, animado con emociones que recordaba de verla en compañía de Martin Turnbull.

—Los acompañaremos hasta Stony Creek, señora —dijo Johnny—. ¿Cuándo volverá por este camino, calcula usted?

—Espero traer conmigo al señor Redmond cuando vuelva, el martes.

En Stony Creek sólo un hilo de agua corría entre una serie de pozas poco profundas que se abrían en la piedra rojiza, con reflejos dorados destellando por la rumorosa superficie. A la sombra de los mezquites consumieron la merienda preparada por Berta, el pollo extendido en su bronceado esplendor sobre un mantel a cuadros azules y blancos, de sobra para todo el mundo. El compañero joven de Johnny-A era Pard Graves, el mayor se llamaba Pauly. Los. dos habían trabajado para Martin Turnbull.

Entre los encajes de sombra, Lily presidía la comida con la espalda erguida, ajustándose los pañuelos del sombrero con sus enjoyados dedos, en un gesto que, a juicio de Cutler, le realzaba graciosamente el busto ante sus admiradores masculinos. Ofreció pollo, ensalada de patata, y alubias pintas frías, y entabló conversación con hombres a quienes normalmente les interesaba más comer que dialogar.

Consciente de su mirada, ella ladeó la cabeza y estiró el cuello ligeramente para hacer desaparecer una pequeña excrecencia carnosa que le colgaba bajo la barbilla y le sonrió, mostrándole unos dientes perfectos. Él sintió celos, irritación y deseo.

—¿En qué estás pensando, Pat?

—Bueno, me preguntaba por qué odiaban tanto a Frank —contestó, para castigarla, supuso.

Johnny-A hizo una mueca, incómodo. Pard desvió la vista cuando Lily dejó cuidadosamente la pechuga de pollo que tenía en la mano y miró a Cutler con trágica expresión.

—Frank era justo, Pat. Es una cualidad que enfurece a los injustos y quizá también a quienes toleran la injusticia.

—Tenía sus cosas —dijo Johnny Angell. Cutler vio que sus dos adláteres lo miraban con más respeto—. Es raro, pero incluso los tipos en quienes más confías tienen algo que molesta. El señor Maginnis, sin embargo, siempre llevaba razón en todo. Eso lo sabe todo el mundo. El señor Turnbull y él han sido los hombres más decentes que he conocido en la vida.

Sus compañeros asintieron ante esa recapitulación.

—En este condado hay un montón de gente que desearía haber venido a la ciudad aquel día —declaró Graves con voz áspera.

Cutler centró la atención en Johnny-A. Tenía fama de asesino pero no era más que un muchacho, con el mechón de pelo rubio y la escasa barba sin afeitar, su esbeltez juvenil y aquella luminiscencia que sin duda estaba en los ojos del observador. Parecía que iba a convertirse en un semidiós, ya celebrado en algunas revistas, entre ellas The Police Gazette y Frank Leslie’s, como el valiente que eliminó a un sheriff corrupto. ¡Johnny-A!

Tras la merienda se despidieron de Angell y sus camaradas, que no seguirían acompañándolos.

—El martes la buscaremos por este camino —dijo Johnny a Lily Maginnis, con el sombrero en la mano—. Espero que este nuevo gobernador se porte con usted mejor que el otro. —Permaneció de pie junto a la calesa de Lily, mientras Cutler y la escolta militar se montaban ágilmente en sus caballos—. Y espero que encuentre a ese abogado, el señor Redmond, a quien anda buscando, señora.

* * *

El gobernador Underwood recibió a la señora Maginnis y sus dos acompañantes, un tal teniente Cutler, oficial robusto y musculoso, de barba recortada y mirada dura, crítica y un tanto desdeñosa; el otro, un abogado de la localidad llamado Redmond, un individuo ufano y quisquilloso con la molesta costumbre de señalar con el dedo a todo aquél al que se dirigía como si fuera un testigo de la acusación. Estaba claro que ambos hombres se detestaban mutuamente.

Underwood escribió en sus notas acerca de la señora Maginnis: «El instinto me dice que no me fíe mucho de ella, aunque su enumeración de los agravios sufridos es convincente y se halle corroborada en buena parte por el teniente. Es una mezcla de astucia femenina e ingenuidad de la frontera. Ha adoptado conmigo una actitud que pretende ser enteramente sincera, pero de vez en cuando asoma en ella su picardía innata. Sin duda, por el desmesurado valor que se atribuye a su sexo, las mujeres de la frontera aprenden a dar el mismo trato a todos los varones que se ponen a su alcance. La señora Maginnis maneja muy bien todo eso, haciendo que sus acompañantes se peleen para conseguir sus propósitos, e incluso yo mismo me siento atraído hacia su persona y su causa. Da la impresión de ser una dama que pasa mucho tiempo frente al espejo, en busca de sus mejores ángulos. Examinándola atentamente, no es hermosa, pero posee una fuerza extraordinaria en la mirada, un bello perfil izquierdo y un busto espléndido. También parece haberse cuidado la piel, que es fresca y pálida, y no el cuero de zapato que se ve en las mejillas de muchas mujeres en esta parte del país.

»Estoy deseoso de conocer a ese joven pistolero, Johnny Angell, que según se rumorea es su amante además de su protector.

»Redmond es un joven ambicioso, hijo del fundador del bufete Redmond y Settle, de esta misma localidad. Practicó la abogacía en Chicago antes de volver al bufete el año pasado, cuando su padre cayó enfermo y quedó incapacitado. Ha dejado claro que tiene intención de instalarse aquí en detrimento de la Red de Santa Fe en general y de Jake Weber en particular. Ya veremos.»

El barbero del gobernador, un mexicano con olor a lociones y polvos de talco, le llevó junto a las toallas y la navaja de afeitar un libro barato con cubierta de papel de la Marlow’s Nickel Library. Bajo el nombre de la editorial había un dibujo de una moneda de cinco centavos, el número 123, y a continuación un tosco grabado de un muchacho con sombrero de vaquero apuntando con un revólver a un indio descomunal que gruñía frente a una chica encogida de miedo, como protegiéndose de las intenciones del gigante: «¡JOHNNY ANGELL FRENTE A JACK TRES DEDOS!».

En las páginas interiores, en una prosa tan descuidada y exagerada como el dibujo de la cubierta, se narraba la historia de un héroe, «apenas un muchacho», y su fiel revólver, que seguía la pista de un gigantesco comanche renegado que había secuestrado a la joven y bonita Elsie Fetters. Otro dibujo mostraba a Johnny Angell prometiendo a un entristecido padre con delantal de tendero y a una madre encorsetada, bulliciosa y vestida a la moda, que traería de vuelta a Elsie… «¡inmediátanamente!». Underwood no se entretuvo en leer el texto, prolijo además de gramaticalmente incorrecto, porque evidentemente las hazañas del héroe se exageraban hasta el extremo. Por otro lado, aquella ficción le parecía inquietante. Las aventuras atribuidas a Johnny Angell, basadas en una persona de carne y hueso, le suscitaron la sospecha de que en las peripecias de Pedro de Alvarado y los demás conquistadores podría haberse deslizado cierta dosis de invención…, ¡incluso en las memorias del honrado Bernal Díaz del Castillo! De modo que su búsqueda de datos carecía de sentido entre aquellos recuerdos borrosos, distorsionados e interesados, de enemistades, simpatías y convenientes olvidos, todo lo que hacía de la historia una «fábula aceptada», según la desdeñosa y cínica expresión napoleónica. Y ahora, en la última parte del siglo XIX, la ficción quedaba inmediatamente dignificada en letra impresa para que los futuros historiadores se guiaran por ella. Jóvenes violentos cobraban una estatura heroica de la mano de ciertos escritores cínicos que satisfacían el ansia de entretenimiento de un público a quien habían enseñado a leer pero no a hacerse preguntas.

La novela barata, impresa en un basto papel gris con una tinta que manchaba los dedos, también dejó marcas en su estado de ánimo: irritación, depresión, no tanto por Johnny Angell, tan chapuceramente glorificado, como por sí mismo. Era como si hubieran aparecido grietas en una superficie lisa y sin mácula cuya integridad nunca se había discutido hasta entonces.

Redmond, en nombre de la señora Maginnis, le envió una copia del orden del día de la junta investigadora que iba a deliberar sobre la actitud del coronel Abraham Dougal durante la Guerra del Condado de Madison:

  I. ¿Se confabuló el coronel Dougal con el bando Boland-Enders para asistirlo en actos violentos contra el bando Maginnis?

 II. ¿Permitió que incendiaran la casa de los Maginnis, poniendo así en peligro la vida de las mujeres y niños que hubiera tanto en su interior como en los edificios y estructuras colindantes?

III. ¿No protegió a las mujeres y los niños una vez que huyeron de la casa en llamas y de las construcciones adyacentes amenazadas?

IV. ¿No evitó el asesinato de Maginnis cuando podía haberlo hecho?

 V. ¿Puso en entredicho la reputación o el carácter de la señora Maginnis?

Al final de la página, con trazos largos y confiados, Redmond había escrito: «Ya verá cómo al bueno del coronel no le encuentran culpable de nada de lo expuesto más arriba».

* * *

En el porche de las dependencias del general Yeager en Fort Blodgett, con sus amplias vistas hacia la Sangre de Cristo, Cutler se encontró con un apache sentado en un banco de madera. Llevaba el pelo cortado casi al rape, y estaba pulcramente vestido con una camisa blanca, pantalones y gastados zapatos de ciudad. Un criado, pensó Cutler al principio, pero del indio emanaba cierta energía. El corte de pelo al estilo de ojo pálido hacía que sus facciones pareciesen más grandes de lo normal: nariz fuerte y prominente, boca como una cuchillada, ojos muy juntos. Se levantó del banco frente a Cutler justo cuando el capitán Robinson salía por la puerta.

—Éste es Joklinney, Pat —le informó Percy Robinson—. Acaba de volver de San Francisco. Es el hijo pequeño de Dawa, ya sabes.

Le tendió la mano y Joklinney la aceptó, la estrechó una vez y la soltó, quedándose impasible frente a él. El marido de Boca Bonita. Lo había juzgado un tribunal nativo en San Marcos por asesinato y robo de ganado, sentenciándolo a la cárcel de ojo pálido. Era otra de las armas de Yeager contra Caballito.

Joklinney esbozó una sesgada sonrisa y miró a Cutler al estilo apache, con la cabeza desviada del destinatario de la mirada.

—Nantan Tata —le dijo.

Cutler se sorprendió de que el apache lo conociera.

—Va por ahí con sus exploradores detrás —dijo Robinson, sonriendo y rascándose la roja nariz—. Comprueba la balanza del agente. Entra, Pat.

Joklinney permaneció en el porche mientras Robinson conducía a Cutler al interior. Yeager estaba sentado detrás de un escritorio en una soleada habitación en la que había un tiesto con un helecho sobre un pie de hierro forjado, una manta navaja roja y negra en una pared, y otra pared llena de libros. El general le indicó una silla, y Robinson se sentó a su vez.

—Bueno, Pat, ¿qué hay de Caballito? «La quietud es un infierno para las almas activas»[14], de eso no cabe duda. ¿Hay algo que amenace a esa alma activa?

—Sí, señor. Me ha dicho Dipple que la Oficina de Asuntos Indios podrá decidir su traslado a San Marcos, y quizá sea él mismo quien lo esté aconsejando. Está también ese rebaño de los sierraverdes en el que un montón de gente tiene puestos los ojos. Puede que incluso algunos amigos de Dipple.

—Estoy bien enterado de que la Oficina quiere que los sierraverdes vuelvan a San Marcos —dijo Yeager—. Les he dicho que eso significa destrucción. Estamos preparados para realizar la persecución en caso de que vuelva a escaparse, ¿verdad?

—Sí, señor. Mis rastreadores están dispuestos, y el capitán Bunch ha hecho un espléndido trabajo dando instrucción a sus exploradores sierraverdes. Por supuesto, le informará a usted directamente.

—Se siente satisfecho, muy satisfecho —dijo Yeager, asintiendo. Entornó los ojos con aire de censura—. Pero ese individuo tuyo al que ahorcaron…, eso fue un revés, querido muchacho.

Cuando intentó hablar en defensa de Benny Dee, el general agitó una mano delante de su cara como si le estuviera molestando una mosca.

—Aceptamos nuestras pérdidas, no las justificamos. Procuraremos que no vuelva a ocurrir.

—Caballito parecía saber que Joklinney estaba a punto de volver, señor.

—Pat se ha encontrado con Joklinney ahí fuera —dijo Percy Robinson.

—Tienen poderes adivinatorios, esos hechiceros —dijo Yeager—. Estas cuestiones pueden resultar desconcertantes para un hombre blanco, educado para creer en la evidencia de sus cinco sentidos. Creo que podemos conseguir algo de Joklinney, Pat. Es el jefe por derecho sucesorio y un joven inteligente además.

—Antes de ser un joven inteligente ha sido un asesino sanguinario —gruñó Robinson.

—Ya sabes que es sobrino de Caballito, Pat —dijo Yeager—. Además de hijo de Dawa.

Cutler escrutó el rostro y la actitud del general en busca de algún indicio, como si la mención de esa paternidad suscitara inmediatamente la suya. Se enfureció consigo mismo. Yeager miró con indiferencia a Robinson mientras el ayudante decía:

—San Francisco ha obrado en él una verdadera transformación, a juzgar por su aspecto, señor. Ahora habla inglés bastante bien.

—Espero que ayude a contener a su tío. Él ha visto cuántos ojos pálidos hay. «Amontonados como las hojas de otoño de que están cubiertos los arroyos de Vallambrosa…»[15]. La presencia de Joklinney, junto con la compañía de exploradores del capitán Bunch, debe pesar lo suficiente en esa alma inquieta para facilitar la misión que te he encomendado, Pat. Velar por que nada moleste a Caballito y le induzca a escapar de la reserva. —Entornando un ojo con aire amenazador, rió y añadió—: Yo me encargaré de la Oficina en lo que se refiere a San Marcos. ¡Y hasta iré a México en otra persecución absurda, si es necesario!

Cutler sacudió imprevistamente la cabeza. Se sentía decepcionado, pero no cedía.

—Antes o después se escapará. Sencillamente hay demasiadas cosas que lo impulsan a marcharse.

Yeager lo miró sin expresión durante un largo momento. Luego se encogió de hombros.

—Ya que estás aquí, acompañarás a Joklinney a Bosque Alto. Entabla amistad con él si puedes, conócelo. Si la terquedad de Caballito no aniquila al Pueblo de la Franja Colorada, Joklinney acabará siendo su jefe. Puede resultar muy útil.

—Sí, señor.

El general se retrepó en la silla, con las manos entrelazadas en la nuca y una amistosa expresión en su poco atractivo rostro.

—¿Cómo va tu mujer, querido muchacho?

—Mejor, según me han dicho.

—¿Y tu hijo?

—El orgullo de su abuelo.

—En otoño seré abuelo —anunció Yeager—. Un hijo es importante para un hombre, Pat. El mío siempre ha sido una decepción. No tiene ni pizca de sentido del humor. Es un monigote remilgado y melindroso, no soporto estar cerca de él.

—Lamento oír eso, señor. —Cutler pensó en su hijo, y atendiendo a sus propias preocupaciones, añadió—: Don Fernando es muy viejo. Creo que dentro de un año tendré que retirarme del ejército y marcharme a vivir a Las Golondrinas de manera permanente.

Yeager volvió a sentarse bien en la silla, poniendo las palmas de la mano sobre el escritorio. Su mirada se endureció de pronto.

—Creo que la misión que te he encomendado tiene precedencia, Pat. Me debes algunas cosas. Sé que eres consciente de eso.

—Sí, señor. Y también debo algo a mi mujer, a mi hijo y a don Fernando. Me han advertido de que si usted se retirase, más me valdría abandonar Fort McLain y el servicio cuanto antes. O en caso de que el comandante Symonds tomara el mando del Decimotercero en sustitución del coronel Dougal.

—Sí —repuso Yeager—. Con tu habilidad para enemistarte con tus superiores, si por algún motivo te falta mi apoyo, esa protección tantas veces invocada, Pat, te aconsejo que cojas el primer tren expreso con destino a Sonora. Entretanto, reitero mi derecho a reclamar tus servicios, aunque dentro de un año ya se habrá solucionado toda una serie de cosas.

Yeager se quedó mirándolo con una expresión dura, nada amable, mientras Cutler decía:

—He prometido al coronel Dougal que preguntaría al general si se está planeando una invasión de México. El coronel está interesado en esa eventualidad.

Yeager se tiró de las patillas con ambas manos, de modo que su sonrisa pareció una mueca simiesca.

—¡Vaya, por supuesto que se está planeando, querido muchacho! En el ejército se planean continuamente todas las eventualidades. —Hizo un rápido gesto hacia Robinson, que Cutler interpretó como una señal para que tomara nota, antes de concluir—: ¡Y qué pocos de esos planes se ponen en marcha!

Cuando se retiró de la presencia del general notó que tenía la camisa empapada de sudor.

* * *

Cutler, tumbado en la pedregosa orilla del río bajo unos acantilados parduzcos, observaba a Joklinney que se agachaba e incorporaba afanosamente al borde del agua, moviendo los brazos como entretejiendo las cañas y palos que había recogido. A unos cuatrocientos metros más allá, Lily y su abogado de Santa Fe paseaban por la ribera, Redmond más alto que ella. El cabo y uno de los dos soldados estaban sentados en una peña, no muy lejos, mientras el otro atendía a los caballos. Estar cerca del abogado Redmond corroía los nervios de Cutler, de modo que buscaba la compañía del futuro jefe del Pueblo de la Franja Colorada…, si Caballito no los destruía antes a todos.

Joklinney se volvió hacia él entre las pálidas piedras, las morenas piernas al aire bajo los faldones de la levita. Se puso en cuclillas y sopló a la pequeña hoguera que había preparado. Sentándose en las cálidas piedras, miró a Cutler de soslayo.

—¿Qué estás haciendo ahí? —preguntó Cutler.

—¿Comes rata, Nantan Tata?

—A ojo pálido no le gustan las ratas, igual que al indeh no le gusta el pescado.

Joklinney esbozó su mecánica sonrisa, como si en sus mejillas se pusieran en movimiento palancas y engranajes.

—Joklinney come pescado todos los viernes en San Francisco.

—Los buenos católicos comen pescado los viernes.

—A ojo pálido no gustan tripas.

Cutler se incorporó sobre los codos para descansar la espalda, que le dolía. Del río llegaban pequeñas ráfagas de frescor. En la otra orilla se dejó ver un ciervo, que enseguida se volvió a perder de un salto entre la maleza exhibiendo la bandera blanca de su rabo. Río abajo, Redmond se había sentado en el tronco de un árbol caído, para dar a Lily una conferencia sobre alguno de los muchos temas de los que él sabía más que nadie en el mundo.

—Soldados de Fort Point llaman Joe King a Joklinney —prosiguió el indio que, imitando una estridente e irritada voz de mando, añadió—: ¡Eh, tú, Joe King!

Tal como había dicho Percy Robinson, Joklinney hablaba inglés bastante bien, aunque a veces parecía utilizar la jerga que esperaban sus oyentes blancos.

—¡Eh, tú, Joe King! —repitió Cutler, y los dos rieron, él y el protagonista de la Incursión de Joklinney, el sanguinario carnicero.

—¿Nantan Tata tiene mujer?

—Tengo mujer en México.

—Joklinney, dos mujeres, una en San Marcos, una en Bosque Alto.

Conocía perfectamente a su mujer de Bosque Alto, y la idea de la exploradora secreta de Sam Bunch con la nariz cortada le erizaba el vello de la nuca. Hubo una conmoción donde Joklinney había armado la trampa, un palo que se soltó bruscamente de las ligaduras para ponerse en vertical con una rata colgando de la punta, agitándose. Joklinney avanzó rápidamente y se puso en cuclillas junto al patíbulo del roedor. La hoja de su cuchillo destelló. Llevó la rata a la hoguera, sujetándola por el rabo. Al dejarla caer sobre las brasas, se oyó un chisporrotear de pelo entre las llamas.

—Muchas ratas en San Francisco —dijo Joklinney, agachándose junto al fuego. Y sonriendo a Cutler de soslayo, añadió—: Muchas tripas.

—¿Se portaban bien los soldados con Joe King en Fort Point?

—Unos bien, unos no bien, unos muy mal. Tenientes llevar Joe King San Francisco —dijo en jerga, haciendo gestos hacia las colinas—. Llevar Joe King ferry. Comer chino. Llevar Joe King casa putas.

—¿A una casa de putas en San Francisco?

Joklinney hizo de nuevo el gesto hacia las colinas, pero de distinta forma, ilustrando pechos.

—¡Casa grande! Muchas squaws ojo pálido. Follar con Joe King, tenientes pagar.

Le preguntó si la casa estaba en Nob Hill, pero Joe King no lo sabía, y desde luego San Francisco era famosa por la cantidad y variedad de sus lupanares, y también célebre por sus madamas. Parecía un curioso vínculo con aquel apache. Con el rostro sobre la hoguera, los ojos sesgados hacia Cutler, Joklinney dijo:

—Joe King follar dos squaws esa casa.

—¡Mujeres que huelen bien! —dijo Cutler.

Una noche, en el vigor de sus dieciséis años, se había follado a cuatro chicas de la casa de Delight Street, y a dos en otras muchas ocasiones. Luego se enamoró de una y mató de un tiro a su chulo, que al descubrir que se acostaba gratis con Pat Cutler había dado una tremenda paliza a su chica. Si después de aquello se hubiera quedado en San Francisco, los Perros habrían tomado cumplida venganza. De ese modo podía argumentar que Ruth Anna lo había enviado al Este para salvarle la vida, no para librarse de él.

—El apache necesita dos mujeres —explicó—. Ojo pálido sólo una.

Joklinney asintió seriamente, sin dejar de atender a la rata. Cutler sabía que su incursión, una ramificación de la fuga de Caballito de San Marcos, había significado dos semanas de horror, con Joklinney y otros seis jóvenes guerreros matando, torturando, lisiando ovejas, desmembrando vacas, montando al galope caballos robados hasta matarlos: asesinando y mutilando por simple placer, por odio puro. Junto con Johnny Angell, Joklinney era otro asesino que a Cutler le caía bastante bien.

El olor a carne asada se expandió desde la hoguera por el aire cálido. Joklinney pinchaba la rata con un palo.

—En San Francisco muchos ojos pálidos —observó.

—Y muchos más en Nueva York, Chicago, Baltimore, Cincinnati, Nueva Orleans…

—Demasiados ojos pálidos.

—Demasiados ojos pálidos para que los indeh puedan combatirlos —advirtió Cutler—. Los indeh deben apaciguarse. Se acabaron las incursiones.

—No San Marcos —objetó Joklinney con aire sombrío.

Río abajo, Redmond deambulaba de un lado para otro, gesticulando ante un auditorio formado por Lily y los soldados.

Joklinney sacó la rata de entre las brasas con la punta del cuchillo, la dejó sobre una piedra plana y le cortó una pata trasera. Se la pasó, humeando, a Cutler, que se quemó los dedos y volvió a soltarla sobre la piedra, entre las risas de Joklinney. Cuando Cutler volvió a coger la pata y empezó a mordisquearla, Joklinney no apartó de él los cejijuntos ojos. Se le revolvió el estómago.

—Joe King creer morir en Alcatraz de enfermedad ojo pálido —dijo Joklinney—. Pero Nantan Lobo lo envió a Fort Point con los soldados, y así no murió.

Cortaba y masticaba, asintiendo para sí, ofreciendo de cuando en cuando a Cutler alguna humeante exquisitez. Cutler probó otro trozo. Esta vez su estómago no se rebeló.

—Tripas, no, Joe King.

—En Alcatraz muchos ojos pálidos malos —dijo Joklinney con la boca llena y los labios chorreándole grasa. Hizo unos gestos para imitar las olas del mar, o de surcarlas a nado—. Malos ojos pálidos intentan cruzar agua. Mueren cuatro ojos pálidos malos. Creen que morir, mejor que Alcatraz. Indeh creen morir mejor que San Marcos.

—El Pueblo de la Franja Colorada vivir ahora en Bosque Alto —dijo Cutler, en la misma jerga que Joklinney empleaba.

Joklinney se encogió de hombros y repuso:

—Nantan Lobo querer que Joe King pensar como ojo pálido, volver con Pueblo de Franja Colorada como indeh ojo pálido. Joe King no gustar ojo pálido… —Hizo una pausa esforzándose para expresar su pensamiento—. Joe King creer que tampoco gustar ya los indeh.

Encorvado, sin moverse, miró al fuego con el ceño fruncido.

—El padre de Joklinney es Nantan Dawa. Su tío es Caballito. Joklinney será nantan algún día.

—Joe King creer que ya no gustar los indeh —repitió Joklinney.

—Pero Joe King sabe de dónde viene —dijo Cutler.

El apache lo miró de soslayo, confuso. Cutler se quitó las botas, los pantalones y la camisa, y, descalzo, avanzó con dificultad sobre las piedras hacia la orilla del río. Metió un pie en las lentas y turbias aguas, y luego se tiró de cabeza. Dio unas cuantas brazadas y, chapoteando, gritó:

—¡Eh, tú, Joe King! ¡Tienes que nadar para escapar de Alcatraz!

Joklinney lo miró con el ceño fruncido sin apartarse del fuego. Más abajo, en la orilla, Redmond y Lily lo miraban, el abogado con el brazo alrededor de la cintura de ella. Los soldados también se habían puesto en pie, y el cabo echó a andar en su dirección pero se detuvo ante una seña de Cutler.

—¡Vivir en Bosque Alto o morir! —gritó a Joklinney.

Sentaba bien gritar así, aunque no gritó «¡La paternidad es la madre del invento!», que era una frase demasiado compleja. Volvió hacia las piedras de la orilla y salió del agua. Tiritando, volvió cojeando sobre las piedras a donde estaba Joklinney, junto al fuego.