El ministro del Interior dio la vuelta a su enorme escritorio, abarrotado de cosas, y estrechó la mano de Underwood. Vestido de chaqué, era ancho, de mejillas rubicundas y patillas rubias, con el sudor de sus responsabilidades salpicándole la frente.
—El presidente le agradece que haya aceptado este cargo tan difícil, general Underwood. O bien, tal como ya debería decir, gobernador Underwood.
El ministro le dirigió una de sus encantadoras sonrisas. Underwood recuperó su mano y le devolvió la sonrisa con cierta reserva. No se sentía agradecido por aquel cargo de gobernador de un miserable territorio fronterizo habitado por apaches y forajidos, y célebre únicamente por su desgobierno. Pensaba que los servicios que había prestado a la República durante la guerra, y al partido como presidente del Comité Republicano del Estado de Indiana, merecía un puesto de embajador, y tal había sido su petición. Pero como todo militar sabía, el sentido de la oportunidad era la esencia del éxito. Lamentablemente había solicitado su recompensa justo cuando el presidente se enfrentaba con el nombramiento de un nuevo gobernador del Territorio de Nuevo México.
—¿Tiene alguna duda, gobernador? —dijo el ministro, indicándole el sillón de cuero frente al escritorio y retirándose para sentarse con un floreo de faldones.
—Eso es lo mismo que preguntar a un esquimal si tiene alguna duda sobre la cría del camello.
El ministro rió más de lo preciso ante la ocurrencia de Underwood.
—Su residencia en Santa Fe se construyó en vida de Shakespeare y Cervantes, gobernador. Como historiador, eso le interesará.
—En efecto, me interesa. Conozco algunos detalles por el único libro de referencia que he podido encontrar. El Territorio cayó en nuestras manos a raíz de la guerra con México y luego se completó gracias a la Venta de la Mesilla. La población es en gran parte mexicana, sin contar mineros norteamericanos y ganaderos. Ni indios salvajes.
—Navajos y sus primos, los apaches. Los navajos han aceptado pacíficamente el confinamiento. Los apaches siguen inquietos. ¿Conoce al general Yeager?
—Nos han presentado —contestó Underwood. Yeager no era popular entre sus compañeros oficiales, a veinticinco de los cuales había superado fácilmente en rango hasta alcanzar su eminente situación actual. Era indudable que sus campañas indias habían sido un éxito, como tampoco cabía duda de su insufrible arrogancia.
—Una vez que el Territorio se haya calmado, encontrará tiempo para sus quehaceres literarios —aseguró el ministro—. ¿Y en qué trabaja en estos momentos, gobernador?
—He estado estudiando un poco a otros conquistadores distintos de Hernán Cortés. A Pedro de Alvarado en particular. Aprovecharé la coincidencia de mi destino para aprender español, con objeto de proseguir mis investigaciones en esa lengua. Coronado, desde luego, pasó por Nuevo México, y probablemente también Cabeza de Vaca, que fue el primer europeo en cruzar el continente.
—El presidente mencionó lo mucho que había disfrutado leyendo El asedio de Washington —repuso el ministro—. Y desde luego todo el mundo conoce La guerra en Misisipí.
Underwood asintió, con reservas. El ministro no había mencionado Victoria en Virginia, que completaba su trilogía sobre la guerra y había sido un fracaso. El público lector se había cansado de aquellas memorias de viejos soldados que pretendían pasar por dramas históricos; eso es lo que le había dicho su editor. Además había recibido ataques en la prensa de una serie de militares criticados por él debido a su comportamiento y táctica en la guerra. Al amanecer, nada más despertarse, solía achacar el fracaso de Victoria en Virginia a una conspiración de viejos militares y a la ineptitud de su editor. Fracaso que le condujo directamente a escribir al presidente para solicitar un puesto de embajador.
Por la ventana, los tejados de Washington relucían al sol tras la lluvia matinal, con el monumento a Washington alzando su limpia y blanca aguja punta sobre las verdes orillas. Qué apasionante había sido la capital en tiempos de guerra: los soldados, las bellas mujeres, los rumores de victorias y derrotas. En cuanto a él mismo, su mejor momento había ocurrido a menos de treinta kilómetros de allí, en Pike’s Junction, ¡donde había salvado a la capital de Jubal Early! Qué años maravillosos habían sido para un joven abogado de Richmond, Indiana, nombrado capitán, ascendido a coronel al cabo de un año y a general dos años después. Caído en desgracia a raíz de Shiloh, héroe luego de Pike’s Junction, para nunca ganar de nuevo el favor de Grant.
El ministro hablaba de asuntos de Nuevo México. El condado de Madison estaba situado en la parte sur del Territorio, lindando con Texas y México.
—Desde luego, la Guerra del Condado de Madison, cuya violencia y efusión de sangre llena la prensa diaria, requerirá su inmediata atención. Es algo que me coloca en una situación embarazosa. Y también a la administración, al partido y, lo que es más importante, al presidente. Espera con impaciencia el día en el que la primera página de los periódicos centren su atención en otras cuestiones, distintas de la última atrocidad de Madison. Hay, además, protestas muy firmes del Gobierno de Su Majestad sobre el asesinato de ese súbdito británico, Turnbull. Su hermano exige una investigación.
»El condado representa casi una quinta parte del Territorio —continuó el ministro—. Veinticuatro mil kilómetros cuadrados, con unos cuatro mil habitantes, la mayoría, tal como ha mencionado usted, de extracción mexicana y, quizá, con más lealtad hacia México que a Estados Unidos. A lo largo de la frontera, el terreno está formado en su mayor parte por desiertos, algunos pastos y pocos asentamientos. Por consiguiente, no existe actividad política como la que hay en la frontera de Texas con México, donde continuamente se traman revoluciones contra el gobierno mexicano.
»En un principio, los ganaderos del condado se regulaban a sí mismos mediante un entendimiento común. Normalmente, dos o tres de los más importantes conseguían apropiarse de la mayor parte de las tierras de regadío, arruinando a los terratenientes más pequeños. Éstos empezaron a robar a los grandes, que respondieron contratando a pistoleros de fuera, algunos de ellos criminales de la más baja estofa. Imperó la ley de Lynch. Las guerras de los pastos fueron las predecesoras de la violencia actual. Eso, además de la característica independencia de la frontera y su desprecio de la ley. Junto con la lealtad a los caciques.
Underwood escuchó la descripción que el ministro hacía de la Guerra del Condado de Madison hasta el último brote de violencia: el asesinato del abogado, Maginnis, a manos de una muchedumbre enfurecida.
—La prensa ha criticado con severidad la intervención del ejército —observó el gobernador.
—¡Ya lo creo! Hay otro aspecto embarazoso. No sólo está armando un escándalo la viuda de Maginnis, sino que un partidario suyo es un tal doctor Prim, que fue compañero de colegio del presidente. El presidente me ha transmitido las indignadas cartas de Prim, de las que le incluiré copias en el expediente. Son violentamente favorables al bando del inglés y el abogado asesinados.
—Los periódicos han hecho famoso a un joven pistolero llamado Angell.
—Uno de los hombres de Maginnis. Aquí ya se han publicado ficciones sobre él en The Police Gazette y otras revistas, según tengo entendido. La prensa del Territorio lo tiene por un delincuente peligroso, asesino de su padrastro, un trabajador de buen corazón, y quizá de cuatro hombres en la «Guerra», incluido el sheriff.
Underwood preguntó cómo estaba la situación en aquellos momentos.
—Tranquila, salvo por el aluvión de cartas que he mencionado. Puede que las cosas vayan calmándose, ahora que han muerto los dirigentes de la facción contraria a Boland. Pero sin duda uno de sus primeros actos oficiales, gobernador, consistirá en nombrar un nuevo sheriff del condado. Y ese hombre deberá ser un titán en cuanto a valor e integridad.
—¿Hay posibilidad de declarar la ley marcial?
El ministro lo miró con los ojos entornados.
—Las cosas se nos deben escapar mucho más de las manos para justificar una medida tan impopular. Una utilización del ejército a esa escala deberá tratarse con el general Yeager, cuyo cuartel general se encuentra en Fort Blodgett, cerca de Santa Fe.
Underwood soltó despacio el aliento, recordando su sueño de ser embajador en Austria o quizá Perú. En cambio, tenía que enfrentarse a aquel desagradable barullo en las fronteras continentales de Estados Unidos.
El ministro sacó un recorte de periódico de una carpeta abierta sobre su escritorio.
—Aquí tiene el punto de vista de un semanario del territorio, de una ciudad llamada Las Vegas. «Aunque los partidarios de estas facciones son culpables de “aniquilar a sus enemigos”, en este asunto no puede hablarse de asesinatos, sino de una competición para ver quién es “el mejor de la lucha”. Aquí, en el Este, consideraríamos esa afirmación como una insólita teoría para sentar jurisprudencia.»
—Parece que «el mejor de la lucha» sería la facción que dispusiera de la artillería más potente. ¿Podré ver al gobernador Dickey?
—Creo que va a tomarse el hecho de su sustitución como un rechazo a su administración, y apuesto a que ya se habrá ido cuando usted llegue a Santa Fe. En realidad ha sido un títere de Jacob Weber, el fiscal federal, además de socio de Randolph Boland. Por tanto, la Red de Madison está conectada con la Red de Santa Fe, cuya cabeza visible es Weber. El fiscal tiene amistades importantes en el Senado. No voy a mencionar nombres, pero diré que los contactos entre antiguos militares son muy sólidos.
—Hay lealtades, desde luego —confirmó Underwood.
—También hay lealtades al partido —repuso el ministro, frunciendo el ceño—. La Red de Santa Fe constituye el bastión republicano en el Territorio. Todas esas cuestiones deben tenerse en consideración, aunque desde luego no deben afectar el criterio jupiterino que un gobernador debe poseer.
—Supongo que, a mi criterio jupiterino, la paz y la tranquilidad son los fines deseados.
—La paz, sí. Con el menor alboroto, tiempo y gasto posible. ¡Pero la tranquilidad a cualquier precio! ¿Puedo preguntarle cómo piensa proceder, gobernador?
—En primer lugar tomaré con firmeza las riendas del cargo. Buscaré al titán que será el sheriff del condado de Madison al tiempo que me entrevisto con los protagonistas del conflicto para tratar de apaciguarlos. Me ocuparé de la instrucción de una especie de milicia, amenazando con la ley marcial pero sin llegar a aplicarla.
—¡Muy bien, gobernador! —concluyó el ministro del Interior.
* * *
En Richmond, Underwood pasó su bufete de abogados a sus socios, que organizaron en su honor una fiesta campestre en Masonic Park. Hubo elogios para él de sucesivos oradores que lo llamaron «héroe de Pike’s Junction», y «nuestro famoso historiógrafo», refiriéndose a él indistintamente como general Underwood y gobernador Underwood. Él habló brevemente, mencionando nuevos desafíos y nuevos servicios a la República. Clara permanecería en Richmond, atendiendo a su madre, Curren, en su prolongada enfermedad. Cuando la anciana hubiera dejado finalmente este mundo para alcanzar su recompensa, Clara se reuniría con él en Santa Fe.
Al cabo de tres días en coche cama en los que recorrió las grandes llanuras, avistó unas montañas que se erguían como dientes de sierra contra un cielo luminoso. El ferrocarril aún no había llegado a Santa Fe, y en Pueblo transbordó a la línea de vía estrecha hasta Trinidad. Desde allí atravesó en carreta la sierra de Sangre de Cristo.
Escribió a Clara: «La Inquisición no llegó a inventar un instrumento de tortura más refinado. Sin detenernos más que para cambiar de caballos, todo han sido sacudidas, crujidos, zarandeos, golpes, topetazos; imposible dormir, ningún descanso en el intenso frío de las montañas, ni siquiera con dos mantas…».
En la plaza de Santa Fe al fin, salió encorvado de la máquina de tortura y se registró en el hotel Fred Harvey. Por lo visto, a nadie habían comunicado la llegada del nuevo gobernador.
Al otro lado de la plaza, en diagonal, se encontraba el edificio más antiguo de Estados Unidos, que a lo largo de los años había sido cuartel, fortaleza, sede administrativa y palacio de los gobernadores: un conjunto de edificios de ladrillo de poca altura con cubierta de tejas. Paseó por unos soportales con piso de tablones, podridos y rotos en muchos sitios, bajo unas combadas vigas. En el interior, todo apestaba a roedores, moho y orines, con una especie de frío histórico que le produjo un estremecimiento.
Lo alcanzó un funcionario vestido con una chaqueta negra de oficinista, rechondo, de cara pastosa: un secretario llamado Logan.
—¡No lo esperábamos tan pronto, gobernador Underwood!
—Ya comprobará que soy puntual, Logan.
Logan le enseñó el palacio, desapareciendo de cuando en cuando para llamar a voces a unos mexicanos. Por fin aparecieron dos sirvientes de piel oscura, calzados con sandalias, y les ordenó que limpiaran las dependencias del gobernador. Resultaron ser unas yermas habitaciones llenas de desconchones con ventanas que daban a la plaza, una raída alfombra en el suelo y una chimenea en un rincón de lo que parecía ser el salón. En el despacho había un escritorio de tapa corrediza lleno de cicatrices, coronado por una lámpara a la que faltaba el tubo, y una silla solitaria de respaldo recto.
—El gobernador Dickey se ha llevado casi todo, gobernador —dijo Logan, mirando nerviosamente por la habitación con el ceño fruncido.
—Ya lo veo —repuso él.
Sintió una profunda depresión ante aquel ambiente y las perspectivas de volver a su trabajo sobre Pedro de Alvarado. En el tren había leído un poco sobre la muerte de Alvarado. Atropellado por un corcel en su última batalla, trasladado agonizante a Guadalajara, cuando le preguntaron si tenía dolores lo último que dijo fue: «Sólo en el alma». Aquellas palabras no cuadraban con la imagen que Underwood tenía del rudo aventurero.
Apareció uno de los mexicanos con un cubo y una bayeta, y empezó a echar agua al suelo de baldosas de forma descuidada.
—Dé instrucciones a ese hombre para que haga las cosas como es debido —dijo Underwood a Logan—. La bayeta ha de estar enteramente empapada, y luego hay que retorcerla para devolver al cubo el exceso de agua. Ese procedimiento deberá repetirse con frecuencia a lo largo del fregado.
—Bueno, señor, mire usted, ellos tienen su propia manera de hacer las cosas. Llevan mucho tiempo fregando así.
—Ahora modificarán sus costumbres de acuerdo con mis instrucciones —sentenció, divertido por su propia severidad.
—¡Sí, señor! —contestó el secretario, adoptando una postura que vagamente imitaba la posición de firmes. Underwood supuso que alguna vez había estado en el ejército.
—¿Dónde puedo encontrar al general Yeager?
—En el fuerte, señor.
—¿Hay algún vehículo que pueda llevarme hasta allí?
—Hay una calesa estupenda, señor.
—Envíemela, por favor. ¿A quién más debería ver aparte del general?
—Ah, al señor Weber, gobernador. Yo diría que primero debería ver al señor Weber. Y al arzobispo.
—¿El señor Weber es el fiscal federal de Estados Unidos? No, visitaré al general en primer lugar. Que me manden la calesa.
—Pues, señor, no sé si ahora podré localizar a alguien… —Logan se interrumpió, y pareció aliviado cuando las campanas de la catedral empezaron a repicar—. Es domingo, ya entiende, señor, y como no lo esperábamos tan…
—¡Entonces traiga la calesa usted mismo, hombre!
Logan empezó a presentar otra excusa, lo pensó mejor, y salió al trote, dejando al sirviente que fregara de aquella forma tan poco eficaz. Underwood salió a la calle, disfrutando del calor del día, del sol y la sombra de la plaza, del aire tonificante de las alturas, lejos del frío y la melancolía del palacio del gobernador, hasta que apareció la calesa doblando la esquina, tirada por un espléndido alazán de paso largo.
* * *
Fort Blodgett disfrutaba de las mismas espléndidas vistas de montañas coronadas de nieve que la plaza de Santa Fe, y Underwood, el general y un capitán estaban sentados cómodamente en un patio soleado comiendo fruta fría que les acababa de traer un joven cabo. Yeager llevaba su afamado uniforme personal, una guerrera caqui de múltiples bolsillos y botas altas de cordones con los pantalones remetidos. El capitán iba ataviado de forma más convencional y tenía a mano un cuaderno para captar la sabiduría y el meollo de las palabras del gran veterano de las guerras indias.
Underwood calculó que Yeager era unos cinco años mayor que él. Sabía que Yeager había sido uno de los preferidos de Old Brains Halleck’s[13] en Washington, y, si había llegado a entrar en combate, sólo había sido al final de la guerra. Resultaba mortificante que el rápido ascenso del propio Underwood hubiera concluido con la humillación de Shiloh, sólo parcialmente redimida, mientras que tan desesperados azares no se habían presentado en la carrera de Yeager, que había prosperado con las guerras indias. Ahora el nombre de Yeager se mencionaba para reforzar la lista republicana como candidato a la vicepresidencia.
—Así que ha sustituido usted al viejo impostor de Dickey y va a traer las ventajas de un gobierno decente a este lugar sumido en la ignorancia —dijo Yeager. Sus facciones parecían curiosamente comprimidas entre unas pobladas y herrumbrosas patillas.
—Parece que se ha producido un cúmulo de dificultades.
—Bueno, las cosas están ahora bastante tranquilas —aseguró Yeager, moviendo la mano perezosamente para indicar el montañoso paisaje—. Llevan tanto tiempo tranquilas, que alguien con menos experiencia diría que van a estar así para siempre. Lo más probable es que si hay calma pronto estallará una tempestad, ¿eh, Perce?
El capitán sonrió, asintió con la cabeza y tomó nota.
—Pero estamos preparados —continuó Yeager—. Los exploradores apaches han demostrado ser útiles, afortunadamente. Antes se pensaba que los rastreadores debían ser de una tribu diferente de la que perseguían. Ahora creo que podemos emplear, digamos, sierraverdes para perseguir sierraverdes. Los que escapan de la reserva causan muchos perjuicios a los que se quedan. El principio de indios «buenos y malos» es bien conocido.
—Me temo que la preocupación inmediata del ministro del Interior es la Guerra del Condado de Madison.
—¡Ah, sí! —dijo Yeager, tomando su poción rosada.
Sin duda, pensó Underwood, los asuntos civiles no le interesaban para nada. Con sus patillas de corte radical y su bebida rosada, parecía un potentado oriental en plena holganza.
—Parece que ese tal coronel Dougal de Fort McLain se ha visto envuelto de forma lamentable en la situación.
—Es un verdadero estúpido —afirmó Yeager.
—Los apaches lo llaman Nantan Tonto, que significa precisamente eso —intervino el capitán Robinson.
Yeager, como Underwood bien sabía, estaba orgulloso de su denominación apache, Nantan Lobo, Jefe Lobo Gris.
—Desgraciadamente no se le puede destituir —se lamentó Yeager—. Usted conoce el ejército, general Underwood. La hermana del coronel Dougal está casada con un miembro de las altas esferas militares. —Se echó a reír y contó con los dedos las estrellas que llevaba prendidas al hombro, añadiendo una más antes de continuar—: De todos modos, gobernador, nuestras preocupaciones son las mismas. Porque supongo que su misión consiste en traer un gobierno decente al Territorio. Sus enemigos serán, pues…, los mismos que los míos…, las Redes Indias.
—Supongo que se refiere al señor Jacob Weber. Aún no he visto a ese caballero.
—Hará lo posible por ganarse su simpatía. Su comité republicano es, en realidad, la Red de Santa Fe. Al igual que los componentes de la Red de Tucson, son partidarios de la guerra contra los apaches antes que de la paz con los apaches. No lo admitirán, por supuesto, pero sus beneficios dependen del tamaño de las fuerzas militares que aquí se mantengan. Por consiguiente encontrarán cien maneras diferentes de tener alborotados a los indios. Y sólo el infierno conoce la furia de un capitalista que ve amenazados sus beneficios. Me desacreditan de todas las formas posibles, y, si usted no les complace, cosa que fervientemente espero, lo mismo harán con usted.
Tras concluir su perorata, el general frunció los labios de mal humor y alargó la mano para coger su copa.
—Mencioné al ministro la posibilidad de decretar la ley marcial en el condado de Madison.
Yeager lo miró bruscamente, transmitiendo un brillo de aguda inteligencia pese a las patillas de petimetre y el excéntrico uniforme.
—Se lo desaconsejaría en los términos más enérgicos.
Underwood observó cómo escribía el capitán, inclinado sobre el cuaderno con la roja e hinchada nariz apuntando a su trabajo.
—Si estuviera en su lugar, gobernador —continuó Yeager—, iría a Madison a toda prisa para echar un vistazo personalmente a la situación. Entre uno y otro bando no encontrará mucho donde escoger. Se precisa mano dura. Hay que nombrar a un sheriff que no se adscriba a ninguna facción.
—También mencionó eso el ministro. Me he estado preguntando cómo localizar al individuo adecuado.
—Ya aparecerá el hombre apropiado, no se preocupe —afirmó Yeager—. ¿Y qué le parece su vivienda en el Palacio de los Gobernadores?
—Parece que mi antecesor se ha llevado todos los muebles.
—¡Ah, ladrón hasta el final! Podemos echarle una mano en eso. El capitán Robinson le presentará al intendente y dispondrá de carte blanche.
—Gracias, general —dijo Underwood con respeto político, poniéndose en pie.
Aunque él era el gobernador del Territorio y el general quien mandaba en el Departamento, Yeager gozaba de preferencia en los altos círculos republicanos y podría servirle de ayuda o ser un obstáculo en función de las relaciones que pudieran mantener. Underwood saludó con elegancia antes de retirarse.
* * *
Iba paseando por la plaza con Jake Weber, un individuo de corta estatura, afable, calvo, que llevaba levita y con frecuencia se quitaba el sombrero de ala ancha para pasarse el pañuelo por el pálido y desnudo cráneo. Repicaban las campanas de la catedral, y un par de mulas desfallecía delante de un enorme carromato con una sucia cubierta blanca.
—Me han dicho que la llamada Guerra del Condado de Madison no es más que una pelea entre tenderos rivales —dijo Underwood.
—¡No es tan sencillo, gobernador! —repuso Weber, soltando una risa forzada—. ¿Conoce usted la expresión «oro pardo»?
—¿Ganado?
—Ganado. Cría de ganado. Robo de ganado. En su mayor parte, los cuatreros son tejanos, sureños, hombres sin ley. Luchan entre sí por el oro pardo, pero cierran filas contra la ley en el condado de Madison. ¡Oro pardo, gobernador!
—¡Ah! ¿Y el joven inglés estaba envuelto en todo eso?
—Descubrió que la vida que llevaban esos individuos tenía sus atractivos, ya ve. ¡El ideal de Robin Hood! ¡Los británicos! Les resulta difícil entender que aquí tenemos que vernos con la vida real, no con el viejo romanticismo. —Weber pareció preocupado por un momento, como si se sintiera ofendido, pero prosiguió—: ¡Nuestros propios Robin Hood! La banda de James, los Dalton, los Younger. ¡Nuestro propio Johnny-A! Para cualquiera que no sea de la frontera, ésos no serían más que vulgares asesinos. No creo que los británicos honrasen en su isla a un joven patán ignorante que ha asesinado a un sheriff.
—Me parece recordar que el enemigo de Robin Hood era el sheriff de Nottingham.
—¡Ah, es imposible informar a un historiador! Pero claro, Robin Hood no era un asesino. —Weber se quitó el sombrero para enjugarse el pálido cráneo—. Ojalá pudiera usted conocer a Ran Boland. Pero me temo que está demasiado enfermo para viajar.
—Espero conocer a todo el que tenga algo que ver con este trágico asunto —repuso Underwood.
«Un hombre inquieto y tortuoso», escribió más tarde en sus notas, «pero es una agradable compañía. Se encuentra en la difícil posición de darme a entender que mi antecesor ha sido injustamente destituido por un gobierno lejano que ha prestado oídos a mentiras y calumnias, mientras finge estar encantado con mi nombramiento. Se ha tomado la molestia de informarse de mi historial. Ha invocado la lealtad al partido. No despotrica contra “ciertos elementos” de Madison, habla más con pena que con ira, pero me han dicho que tales “elementos” son confederados recalcitrantes, descontrolados, todos demócratas.
»Yo también me he informado de su historia y sus circunstancias. En Santa Fe es muy admirado, está bien considerado y se mueve en las más altas esferas sociales; en realidad, el término redes puede aplicarse en este caso de manera muy gráfica, con lo que sugiere de conexiones, entresijos y engranajes. Es aceptado por la vieja jerarquía mexicana y católica, y es íntimo amigo del arzobispo, ese viejo cascarrabias. También mantiene relaciones amistosas con el elemento norteamericano más reciente, y en particular, por supuesto, con los republicanos, de los que se ha erigido en dirigente. En Santa Fe no gustan los tejanos, sin duda debido a su invasión a principios de la guerra. Se equipara a los tejanos con los demócratas. El propio Weber llegó aquí con la Columna California, que expulsó a los tejanos. Entre estos californianos existen fuertes lazos.
»De más está decir que en las páginas del Territorial Call lo muestran como un dechado de virtudes. Tiene una mujer guapa y encantadora, que prefiere ataviarse al antiguo estilo español, y dos hijas preciosas.»
* * *
«Ya aparecerá el hombre apropiado», había dicho el general Yeager sobre el titán que debía encontrarse para el cargo de sheriff. La entrevista más prometedora que mantuvo con los protagonistas de la Guerra del Condado de Madison County a ese respecto fue con el ganadero Penn McFall, un fanfarrón de pelo blanco que caminaba como si se le hubieran roto las articulaciones de las rodillas.
McFall se mostraba cínico frente a todos los motivos que no fueran los suyos propios. La «tienda», que parecía ser el término que englobaba todas las empresas de Boland, era un negocio totalmente corrupto, y el inglés, Turnbull, había sido un «muchacho alocado» con más dinero de lo que le habría convenido; el asesinado Maginnis era «abuegado». Las referencias a la señora Maginnis iban acompañadas de guiños y movimientos de cabeza de hombre a hombre, como si los hombres de mundo conocieran bien a las mujeres de ese tipo. Era evidente que McFall se consideraba como el piñón principal y más desinteresado de los engranajes del condado de Madison. Underwood tenía la sensación de que por un lado McFall deseaba alardear de sus éxitos, mientras por otro era reservado y temía despertar envidias.
—Estoy buscando —dijo Underwood— a un hombre íntegro, de criterio independiente y con cierta talla a quien pudiera nombrar sheriff del condado hasta que puedan convocarse elecciones. ¿Puede recomendarme a alguien?
McFall asintió laboriosamente, mientras paseaban bajo la diáfana luz de la plaza.
—Resulta que conozco al hombre que está buscando, gobernador.
—¿Y quién es?
—El capataz de mi rancho, Jack Grant. Creo que es un agente de la ley nato.
—Pero ¿es de filiación neutral?
—¿Teniendo en cuenta que es mi capataz, quiere decir? —rió McFall con su duro y seco ladrido, balanceándose al paso de sus doloridas rodillas—. No, nunca defraudará a quien le contrate.
—¿Se refiere a que no tiene simpatías por ningún bando de esta guerra?
—Ah, bueno, no encontrará una persona en el Territorio que no las tenga. Supongo que Jack se consideraría partidario de Johnny-A antes que de Jesse Clary, pero en primer lugar es un hombre de ley y orden.
—¿Cómo puedo encontrar a ese modélico individuo?
—Yo me encargo de eso, gobernador —le dijo Penn McFall.