15

El coronel Dougal, con la perilla erizada, paseaba a grandes zancadas por su despacho frente a sus oficiales subalternos, el médico, el comandante y Cutler. Hizo un gesto como si se ajustara a la espalda la chaqueta demasiado estrecha, con los puños cerrados.

—¡Combatió conmigo en la batalla de Wilderness! —empezó Dougal—. Allí le ascendieron a capitán. ¡Una bala Minié le atravesó el hombro! Entonces la medicina no era lo que hoy es, se lo aseguro…, ¿eh, doctor Reilly? Pero salió adelante. ¡Para que lo asesinara un pistolero de Maginnis, por Dios! ¡Esposa, una mujer tierna, pequeña y regordeta, y tres hijos! ¡Por Dios que lo van a pagar caro! ¡Que me aspen si voy a quedarme de brazos cruzados en este asunto! Su ayudante se ha hecho cargo de la oficina, un hombre llamado Kimball. ¡Que Dios me valga, si no le brindamos toda nuestra colaboración! ¡Comandante, coja el escuadrón A y atrape a esos asesinos! ¡Lléveselos al sheriff Kimball!

Cutler sabía que Dougal y el sheriff habían servido en el mismo regimiento durante los últimos días de la guerra, pero no esperaba que el tiroteo suscitara tanta furia en el coronel. Normalmente era el comandante quien proponía medidas violentas, y el coronel quien se apartaba prudentemente de ellas.

—¿Puedo recordar al coronel la Orden General 28?

Dougal se detuvo, volviéndose bruscamente hacia él, los pelos de la barbilla rígidos de ira. Cutler era consciente de que otros ojos se fijaban disimuladamente en él: el comandante sentado, Jud Farrier con una bota apoyada en el travesaño de una silla, Petey Olin de pie en posición de descanso, como en formación, Bernie Reilly con el ceño fruncido en señal de advertencia. Bunch, ausente.

—¡Soy yo quien interpreta las Órdenes Generales en este puesto, señor abogado cuartelero! —estalló el coronel.

Siguió paseando y volviéndose, de un lado para otro. Cutler pensó que, si planteaba bien las cosas, podría conseguir que el coronel diera marcha atrás. Al fin y al cabo, era un edecán del general. La Orden General 28 prohibía la intervención de tropas en litigios civiles.

—Supongo que se irá de la lengua con el general Yeager, ¿eh, señor Cutler? —inquirió el coronel, encorvándose frente a él con los puños cerrados.

—No, señor.

—No, señor; no, señor; ¿qué quiere decir, no, señor?

—Que no me «iré de la lengua», señor. —Supuso que en el futuro encontraría divertido aquello; ahora tenía la sensación de haber recibido un puñetazo en el vientre.

El coronel se dejó caer en la silla, lanzando chispas por los ojos.

—Le aseguro que ya no es el ojito derecho del general, como era antes, señor. Desde que sus indios han mostrado sus verdaderas intenciones.

—¿Qué intenciones son ésas, señor?

Dougal se volvió bruscamente y se inclinó hacia delante hasta rozar la superficie de la mesa con los pelos de la barbilla.

—¡Sublevación, señor! ¡Quizá se le haya olvidado la ejecución que usted mismo presidió!

—Se ahorcó a un hombre, sí, señor.

—Condenado por sublevación, ¿estoy en lo cierto, señor Cutler?

Él vaciló durante un momento, como pensándolo, antes de contestar:

—Sí, señor.

La admisión pareció disipar la ira del coronel, y eso era lo que Cutler se proponía, ¿no era así? El coronel llamó a su ordenanza, que entró en la habitación, saludando.

—¡Una botella de whisky y vasos, cabo!

Bernie Reilly miró a Cutler y sacudió una vez la cabeza. El coronel, en la misma postura encorvada, lo miraba fijamente con los ojos brillantes. Aquello obedecía a algún planteamiento táctico. Los oficiales esperaron. La otra versión del tiroteo de Madison decía que el sheriff y un par de pistoleros habían tendido una emboscada a Frank Maginnis, sólo para caer ellos mismos en otra.

Llegó el whisky, y Roberts lo fue sirviendo en los vasos. Dougal se puso en pie, alzando el suyo.

—¡Por nuestros amigos de Madison!

Los demás, que habían brindado de buena gana en Ojo Azul ante la denuncia del general Yeager de las Redes Indias, alzaron los vasos y bebieron. ¿Era hipocresía, o simplemente la incapacidad militar de establecer asociaciones mentales? Cutler se cruzó de brazos. Los orificios nasales de Dougal se ensancharon, palideciendo. ¡Deslealtad hacia los viejos amigos!

—Observo que no participa en el brindis, señor Cutler. ¿Acaso ha renunciado ya a los buenos principios? —Parecía complacido por la ocurrencia.

—Creo que está usted haciendo un brindis por la Red de Madison, señor.

—¡Me molesta que designe a nuestros amigos como una Red, señor! Nuestros amigos eran también los suyos, hasta que usted descubrió una Red más atractiva. ¡Además, está calumniando a unos hombres que sirvieron a su nación en la guerra!

—¿Calumniando, señor?

—¡Sí, calumniando! ¡Esos hombres, que han servido a su país, merecen algo por los servicios prestados! Son hombres de negocios que ganan dinero. La Oficina de Asuntos Indios y el Ministerio del Ejército quieren que ganen dinero, señor Cutler, así que continuarán sirviendo en las reservas indias y en estos puestos militares olvidados de la mano de Dios. Le diré que sin la tienda pasaríamos bastante hambre aquí.

El coronel se irguió frente a su escritorio y paseó la mirada entre sus oficiales.

—Y les diré otra cosa, caballeros. Algo que según creo el señor Cutler sabe perfectamente pero prefiere disimular por motivos particulares. No nos encontramos tan cerca de la frontera mexicana porque alguna presunta Red haya decidido que estemos aquí para beneficiarla. Caballeros, es seguro que habrá otra guerra con México. Tengo el convencimiento de que estamos aquí para dirigir el ataque que adquirirá para nuestra gran nación los estados mexicanos de Chihuahua y Sonora. ¿Qué me dicen a eso, caballeros?

—¡Que así sea! —contestó el comandante Symonds.

—¿Puedo preguntarle cómo se ha enterado de eso, coronel? —preguntó el capitán Smithers, dando vueltas al voluminoso anillo de la Academia que llevaba en el dedo.

Los duros y pequeños ojos del coronel se clavaron de nuevo en Cutler.

—Creo que el señor Cutler lo sabe, porque se pasa el tiempo en compañía de cierto general, realizando prolongadas misiones de exploración en el norte de México. ¿Eh, Cutler?

Pensó que la expedición a Madison se había desactivado.

—Los mexicanos esperan efectivamente una invasión, señor.

Por la ventana vio a tres soldados vestidos de azul que conducían un grupo de caballos por la calle principal del fuerte: las crines al viento, cabeceando, el destello del sol sobre las grupas pardas. Los cuerpos de los tres hombres flotaban sobre el amasijo móvil de las caballerías. Era una visión que le conmovió, como siempre que veía los colores de la bandera desde el paso, como emocionaban a María los diferentes toques de corneta a lo largo del día: los escasos y pequeños esplendores de la vida militar que acaban empañándose con el uso y la estupidez.

—Cabe entender ciertas lealtades que usted pueda albergar hacia nuestro vecino del sur —dijo Dougal con despecho—. Incluso en el caso de esos cobrizos a los que mima. Pero ¿qué puede decirse de su lealtad hacia un abogado alborotador y criminal?

Se horrorizó ante aquel nuevo ataque pero guardó silencio.

—Y su mujer es un escándalo público —apostilló Dougal.

—¡Señor! ¡No permitiré que calumnie a la señora Maginnis en mi presencia!

Al rostro de Dougal afluyó la sangre, sus facciones se oscurecieron. Symonds miró a Cutler fijamente, casi bizqueando; el coronel podía detestarlo, pero el comandante lo odiaba de manera implacable y pertinaz. Bernie movía los labios en una muda recomendación de prudencia. Petey Olin lo miró de soslayo, horrorizado.

—¿Qué quiere decir con eso exactamente, señor? —inquirió el coronel.

—Las cosas podrían ponerse en una tesitura que ambos llegaríamos a lamentar —repuso él. Tensó los músculos para frenar el temblor del vientre.

—¿Y qué cosas serían ésas, teniente?

—Una consistiría en que yo solicitara un consejo de guerra para someter mi versión del asunto a la consideración de mis compañeros oficiales.

—¿Y la otra?

—Que yo presentara mi renuncia al ejército y le exigiera una satisfacción. —Como siempre, había ido demasiado lejos; la cosa estaba que ardía, y todo había empezado por una buena razón. El que envenenaba los pozos, acababa bebiendo en ellos. Sintió que sus talones se juntaban en posición de firmes.

—¡Me amenaza usted! —bramó Dougal, haciendo chirriar la silla mientras se ponía en pie con una sacudida—. ¡Me ha amenazado, y ustedes, caballeros, son testigos! ¡Queda usted arrestado, señor Cutler, sea o no el niño mimado del general, señor! Quedará confinado en su alojamiento. Comandante Symonds, monte un servicio de guardia.

El comandante, hinchando el pecho, frunció el ceño con petulancia y se puso en pie. Cutler saludó y se dirigió a la puerta antes que él. Al menos había arrancado los dientes a la expedición sobre Madison.

* * *

Se sentó a oscuras en su butaca, intentando concentrarse en Jenofonte a la luz de la lámpara. Según sus mínimos conocimientos de griego, Jeno venía de xeno… que quería decir extranjero o algo así, un enemigo, del norte del país, de Persia, con todas las bazas a su favor. Al menos, los mercenarios griegos sabían quiénes eran y de dónde venían. Emily Helms creía saber quién era él, Patrick Cutler: su seductor, el único hombre a quien podría amar y que, por consiguiente, también debía quererla a ella. Su última carta, perfumada, insistente, seguía en su rígido sobre en la mesita junto a la butaca, bajo el revólver de servicio, enmarcado en el cono luminoso de la lámpara. Oía los pasos del soldado que hacía guardia por el corredor frente a su habitación, pero estaba atento por si oía a la rata. El roedor probablemente estaría escuchando el pasar de las páginas. No crujían con regularidad, porque la concentración sobre las aventuras de otros militares atribulados se veía afectada por la atención a la rata.

La oyó, al otro lado de la puerta, en la esquina. Creyó distinguir el reflexivo destello rosado de sus ojos. Dejó que la mano con la que sostenía la Anábasis cayera sobre la mesita, soltó el libro y empuñó la culata del revólver, amartillándolo mientras lo levantaba. Los seres humanos debían matar ratas porque eran sus enemigos confesos, pero a aquélla la echaría de menos: su avance susurrante, el brillo rosado de su mirada, los mordisqueados bordes de sus botas, las pulcras deyecciones depositadas aquí y allá. Alzó el revólver de todos modos y apuntó por el cañón.

Oyó pasos en el corredor, una conversación en voz baja, tres golpes en la puerta. Entraron Bernie y Jud Farrier, botones relucientes, facciones rígidas; las de Bernie fruncidas de inquietud; las de Jud, alargadas y con patillas, conscientes de sus deberes. Le agradó que vinieran como embajadores de Dougal, ahora que el coronel había tenido tiempo de reconsiderar su postura. Farrier se sentó en la cama mientras Bernie permanecía en pie. La luz de la lámpara ponía un cerco en sus ojos semejante al antifaz de un bandido. Colocó la Anábasis sobre la carta de Emily Helms.

—¿Os envía Abe? —preguntó.

—Bueno, Pat —dijo Bernie—, se da cuenta de que has sufrido una tragedia, de que estás sometido a mucha tensión, etcétera, etcétera.

—Va a dejar pasar todo el asunto, Pat —resumió Jud.

—Yo no.

—¡Oh, por amor de Dios! —exclamó Bernie.

—¿Qué ha decidido sobre lo de Madison?

—El comandante ha ido con un destacamento para proteger la tienda contra los saqueos. Eso es todo.

—¿No con una partida militar?

—Eso no se ha vuelto a mencionar —contestó Jud.

—De modo que se ha conseguido algo con tu escandalosa conducta, Pat —dijo Bernie—. Pero ya lo habías logrado antes de retar en duelo a tu comandante en jefe. ¿Por qué siempre tienes que llevar las cosas más allá de los límites de la comprensión humana?

Vio que Bernie lanzaba una mirada al revólver sobre la mesa. ¿Debería tranquilizarlos y decirles que sólo lo había amartillado para disparar a una rata, una acción que recaía perfectamente en el ámbito de la comprensión humana? No.

—Pat —continuó Bernie—, una vez vas a llevar las cosas tan lejos que no vas a poder dar marcha atrás. Si por la razón que sea pierdes el… apoyo del general Yeager, amañará un consejo de guerra en el que no tendrás nada que hacer. O si alguna vez traspasa el mando al Comandante de Hierro. Symonds no vacilará, con el general o sin él. Presionas demasiado a Abe, y luego no le dejas margen cuando él va demasiado lejos.

—Lo he salvado de quebrantar la Orden General 28. No creo que vaya a darme las gracias.

—Es un fanático de la guerra con México —intervino Jud—. Por lo menos ha tenido que cambiar de tema.

—Le amenazaste realmente —dijo Bernie, mirándolo con fijeza—. Me refiero al asunto de la señora Maginnis.

—Él le hizo proposiciones en los términos más groseros, Bernie. El muy cabrón. No se atrevería a llevar el asunto ante un tribunal.

Bernie y Jud intercambiaron una mirada. Bernie suspiró y dijo:

—Corren ciertos rumores, Pat. El último es que se ha liado con ese muchacho, el pistolero. Lo habrás oído.

Logró soltar una carcajada.

—No puedo amenazar a todos los que divulgan esos rumores.

—Creo que si te disculpas olvidará todo el asunto —se apresuró a decir Farrier.

Él sacudió la cabeza.

—¡No seas tan mojigato! —le recomendó Bernie.

—Que sufra. Yo tengo un buen libro. ¿Sabíais que la batalla de Cunaxa ilustra todas las ventajas e inconvenientes de la caballería como fuerza de combate?

Cuando se marcharon volvió a Jenofonte aún con menos atención, a la escucha de los pequeños crujidos, atento a los rosados ojos que lo observaban en la oscuridad, oyendo los pasos de su vigilante.

Al día siguiente le levantaron el arresto, ya fuera porque el coronel temía molestar al general Yeager o a que Dougal comprendiera que lo había salvado de adoptar una medida insensata; imposible saberlo. La razón oficial consistía en que Sam Bunch había enviado recado de que Caballito quería ver a Nantan Verdad en Bosque Alto.

* * *

Debido a su viaje a México, hacía casi tres semanas que no iba a Bosque Alto, desde el trágico y estúpido asesinato del Soñador. Cabalgó hacia la reserva pasando por el aserradero en donde Joe Peake había muerto por disparos de uno de los pistoleros de Boland, liquidado a su vez por Johnny Angell. Después, Johnny-A también había matado al sheriff, y Madison se había convertido en un barril de pólvora, con un enjambre de rancheros del sur del condado viniendo en ayuda de Frank Maginnis, y los de la tienda clamando venganza, con Henry Enders y un pistolero llamado Jesse Clary al frente. Se sabía que Ran Boland se había trasladado a Tucson para recibir tratamiento médico.

Apresurando a Malcreado por las colinas plagadas de pinares que subían desde Cooper’s Creek, donde Caballito había establecido sus rancherías a más de quince kilómetros de distancia de la agencia, Cutler era consciente de la observación a que lo sometían los sierraverdes: cuerpos cobrizos en pardos caballos que atisbaban entre los troncos de los árboles. Uno de ellos se destacó en una cumbre pelada, con el brazo levantado, señalando.

Cutler cambió de rumbo para seguir en sentido paralelo a su guía, y bajaron hacia un extenso valle entre unos cerros. La hierba se plegaba en largas ondulaciones bajo una brisa que corría río abajo, y el valle estaba salpicado por grupos de ganado pastando: el rebaño sierraverde. Una voluta de humo se elevaba tras una zona de tierra densamente arbolada que terminaba en unos peñascos alineados sobre la pradera.

Su guía se detuvo al borde del prado, observándolo mientras él se dirigía hacia el humo, Malcreado lanzándose a un trote cadencioso mientras avanzaba sobre la hierba. Las reses volvían las blancas cabezas, corrían torpemente unos pasos, olvidando el miedo enseguida para hocicar de nuevo en el pasto. Rodeando los peñascos llegó a dos wickiups cubiertas con una desvaída lona marrón. Entre las dos se elevaba el hilo de humo de una hoguera. Por allí había niños desnudos, de piel cobriza, jugando, y una squaw, con sus voluminosas faldas de varias capas, estaba en cuclillas sobre una piedra plana junto al río, haciendo la colada. El apache sentado en una silla de campaña junto al fuego era Caballito.

El jefe, con el torso desnudo, el largo taparrabos y los mocasines altos de los apaches, se puso en pie para saludarlo. Llevaba el rostro pintado con franjas horizontales, y el pelo, suelto y brillante, le llegaba hasta los hombros. Sin sonreír, estudiando a Cutler con unos ojos que no llegaban a denotar hostilidad, la boca apretada y amarga como el mordisco de una tortuga, preguntó en español por la salud de Nantan Tata y se quejó de no haberlo visto desde hacía muchos soles.

—Estoy bien de salud, Nantan Caballito —contestó Cutler, desmontando y dejando caer las riendas al suelo—. ¿Y cómo está el nantan de salud?

Caballito se puso una mano en el pecho, sobre el corazón. Estaba bien salvo en aquella parte.

Colocaron dos sillas de campaña, una frente a otra. Cutler sacó unos puros, y el jefe emitió un gruñido de complacencia. Con dos palos cogió una brasa de la hoguera y encendió los cigarros.

Recostándose con satisfacción en el respaldo de la silla, comentó que ojo pálido hacía muy bien algunas cosas. ¡Tabaco! Le habían dicho que Nantan Verdad había ido a México.

—He llevado a mi mujer a su casa, en Sonora.

¿Es que a Nantan Verdad ya no le gustaba su mujer mexicana? A lo mejor podría cambiarla por la mujer de Cump-ten-ae, que seguía cautiva de los mexicanos.

—Está loca, Nantan Caballito. —Hizo el correspondiente gesto con el dedo sobre la sien—. Enloqueció por las cosas horribles que unos nahuaques malvados hicieron a sus compañeros. ¿No has oído nada de eso?

Caballito se había enterado. Volvió la cabeza para quedarse mirando de perfil al prado, observando que había muchas mujeres.

—A ojo pálido sólo se le permite una mujer.

Caballito se preguntó por las mujeres de los soldados azules muertos. Sin duda se convertirían en mujeres de otros que ya poseían esposa. Además, había oído que ciertos ojos pálidos del norte tenían muchas mujeres. ¿Qué le parecía eso a Nantan Verdad?

Se le ocurrió a Cutler que el jefe, famoso por sus emboscadas, también disfrutaba de las celadas tendidas en la conversación. Si era incapaz de entender los esfuerzos de Cutler para explicarle el mormonismo, al menos sí podía regocijarse a sus anchas de la turbación del teniente.

Cambiando de tema, Cutler preguntó qué inquietaba el corazón de Caballito.

El jefe miró con ojos entornados la brasa de su cigarro, manteniéndolo hacia arriba para que el humo le subiera por las ventanas de la nariz. Muchos días había ido a la montaña a rezar a Ussen, para que le hablara. ¡Pero hoy sabía que Nantan Verdad iba a venir! ¡Y había venido!

Cutler aguardó al pero.

Caballito se incorporó a medias, moviendo el puro para que el humo ascendiera a derecha e izquierda. Nantan Lobo había prometido que el Pueblo de la Franja Colorada permanecería en Bosque Alto. Que recibiría adecuadas raciones de comida. Que su ganado seguiría siendo suyo. Se irguió, extendiendo majestuosamente la mano en dirección del rebaño. ¿Acaso no era verdad todo aquello?

—Lo he prometido yo en nombre de Nantan Lobo, sí.

¿Era cierto que sus soldados habían matado al explorador Be-jah-di? ¿Por qué lo habían hecho?

—Hizo promesas que no cumplió, y disparó contra los soldados azules en la batalla contra el Soñador.

Caballito lo miró con los ojos entornados a través del humo. De modo que el ojo pálido mataba a aquéllos que no cumplían sus promesas.

Emboscada.

—Es como el número de mujeres de ojo pálido —dijo Cutler—. No es siempre lo mismo.

—No es lo mismo para los indeh que para el ojo pálido —afirmó Caballito.

—Cuéntamelo —dijo Cutler, suspirando.

Al parecer, Dipple había dicho a Caballito que en la Ciudad del Padre Blanco pronto decidirían el regreso a San Marcos del Pueblo de la Franja Colorada. Y además les quitarían el rebaño. Dipple también había dicho que Nantan Lobo había perdido su poder. Caballito se dejó caer de nuevo en la silla con el puro en la boca y los puños apretados sobre las rodillas.

—Cuéntame cómo se produjo esa conversación, por favor.

Caballito le lanzó una mirada centelleante.

—Creo que Nantan Caballito dijo algo a Nantan Malojo que provocó esas palabras.

El jefe apuntó a Cutler con el cigarro puro como si fuera una pistola, escupiendo palabras: ¡todo el mundo sabía esas cosas! Las carretas llegaban llenas a Bosque Alto, avanzando pesadamente. ¡Las mulas trabajaban mucho! Traían las raciones de los nahuaques y del Pueblo de la Franja Colorada, harina, café, sal, azúcar: todo menos las reses, que venían por su propio pie para ser sacrificadas. Pero cuando las carretas volvían a Madison avanzaban más deprisa. Las mulas no trabajaban tanto.

—Porque van vacías.

Con el rostro dividido por una amplia sonrisa, Caballito negó moviendo el dedo frente a él. ¡No, porque el camino iba cuesta abajo en vez de hacia arriba!

—¿Qué quiere decir el nantan?

Las carretas traían víveres, pero también se llevaban suministros. Caballito dijo a Nantan Malojo que eso lo sabían. Nantan Malojo contaba tantos nahuaques y tantos sierraverdes, pero había menos de los que él contaba. Así que parte de los suministros volvía en las carretas.

—¿A Nantan Malojo no le gustó que se descubriera eso?

Nantan Malojo había gritado agitando los brazos, diciendo muchas cosas. ¿Era cierto que Nantan Lobo había perdido su poder?

—No es cierto.

Caballito asintió vigorosamente, arrugando los labios. En consecuencia, los soldados azules romperían el cuello a Nantan Malojo a causa de su mentira.

Cutler vio que si bien Caballito había fraguado una elaborada broma, su esencial ferocidad acechaba en las comisuras de su sonrisa.

—Hablaré con él —prometió.

Caballito se encogió de hombros.

—Le diré que si vuelve a inquietar tu corazón le romperé el pescuezo.

—Sólo charla —concluyó Caballito, cruzándose de brazos y mirando a través de la pradera con el ceño fruncido. La squaw estaba ahora arrodillada frente al fuego, y olía a carne asada.

Caballito anunció que había tenido un sueño. En él había visto a Joklinney, a quien creían muerto, pero no lo estaba. Joklinney volvería pronto de la cárcel de ojo pálido.

Era un mensaje, pensó Cutler, para Sam Bunch. Caballito estudió su rostro, aún con un indicio de la sonrisa lobuna. Luego agitó la mano para disipar el humo del cigarro, y la conversación también.

—Hay comida, amigo. Comerás.

La squaw, menuda y rechoncha, correteó hacia ellos con la carne, que olía deliciosamente, en una bandeja de corteza. Era una rata de agua, asada entera, con la chamuscada piel revelando una carne ennegrecida. No le habían quitado la cabeza, ni los intestinos. No por nada llamaban a los apaches comedores de tripas. Cutler se puso rápidamente en pie.

—¡Voy a hablar con Nantan Malojo!

Caballito rió y lo despidió con un gesto.

* * *

La Agencia lindaba con el río Bosque Alto, unas estructuras de piedra que formaban una amplia L, la casa del agente en el extremo oriental, montada sobre pilares junto a la oficina, la tienda y el almacén situados a un lado del corral, desde el cual se distribuía la carne de res una vez a la semana. Al fondo del patio había un mástil con una mustia bandera. Una hilera de jóvenes indios estaba sentada sobre la cerca del corral, frente al patio polvoriento. Una squaw llevaba un abultado saco a la espalda con una correa en torno a la frente, los hombres ni la miraban cuando pasaba por su lado.

Dipple salió al porche con chaleco y en mangas de camisa cuando Cutler desmontaba, envolvía las riendas en la baranda, y subía los escalones para encararse con él.

—Caballito dice que lo está amenazando con mandarlo otra vez a San Marcos.

—Es posible —dijo Dipple, cruzándose de brazos y adoptando una postura ligeramente inclinada hacia atrás. Su ojo estrábico divagaba. Cutler se sintió complacido al ver que el agente le tenía miedo.

—El general Yeager le prometió que no tendrían que vivir en San Marcos.

—El ejército no determina las políticas de la Oficina de Asuntos Indios, teniente. Es la Oficina quien decide. Y su política consiste en concentrar a los apaches. Quizá convenga más a los sierraverdes volver a San Marcos que permanecer aquí. Hay tensión con los nahuaques. Puede que esas tensiones contribuyeran al problema con el Soñador.

—¿Es eso lo que ha informado a la Oficina?

Dipple no contestó, inclinando la cabeza y mirando con desdén.

—¿Le importa que entremos un momento? —preguntó Cutler—. Tengo algo que decirle en privado.

Dipple dio media vuelta y Cutler lo siguió de cerca. Nada más pasar la puerta, se sacó los largos guantes del cinturón y sacudió con ellos al agente en plena cara. Dipple trastabilló, chillando, tropezó y cayó al suelo.

—¿A qué ha venido eso? —farfulló, apoyándose con las manos y las rodillas para incorporarse. Se detuvo al ver a Cutler de pie frente a él.

—Para que no se sintiera en ridículo delante de sus indios. Eso ha ido por el teniente Helms, muerto cuando intentaba traer a Caballito de vuelta a la reserva. Por no hablar de las bajas entre soldados rasos.

—¡Informaré de lo que ha hecho al coronel Dougal!

—Hágalo. —Retrocedió un paso y dejó que Dipple se pusiera en pie, cubriéndose con la mano la mejilla y la nariz, el ojo bailando—. Dígale que también lo he amenazado. Si Caballito se fuga de aquí por culpa de usted, lo mataré. Se lo prometo. Las órdenes del general son que me asegure de que Caballito permanece en la reserva. Haré todo lo necesario para que así sea.

Dipple volvió a inclinarse hacia atrás. Tenía la cara salpicada de motas rojas.

—¿Continúa usando las pesas correctas?

El agente asintió de mala gana.

—¿Qué es eso de que las carretas vuelven cargadas a Madison?

—Ha ocurrido un par de veces —contestó Dipple, encogiéndose elaboradamente de hombros—. No había espacio en el almacén, así que envié algunas cosas de vuelta al depósito.

—¿Al depósito de Boland y Perkins?

—Exacto.

—¿Ocurre eso a menudo?

—Pues, varias veces, últimamente.

—Vamos a echar una mirada al almacén.

—En realidad, ahora mismo está casi vacío.

—Con un recuento superior al real, ¿no?

—Dos mil quinientos dieciséis, la semana pasada —dijo Dipple. Dio un paso atrás cuando Cutler se aproximó hacia él.

—¿Por qué había más la semana pasada?

—Van y vienen.

—Pero usted tiene que informar de si hay un movimiento importante.

—En mi opinión no ha habido movimientos lo bastante notables para preocuparse.

—Vamos a echar un vistazo al almacén.

Hizo una seña a Dipple para que pasara primero, y siguió al agente por las escaleras del porche bajo la mirada de los nahuaques aposentados sobre la cerca como otros tantos pájaros de copete negro. El agente caminaba a paso largo, las piernas como tijeras.

A un lado de la puerta del almacén estaba la ventana por donde el empleado pasaba las raciones a las squaws que hacían cola para recibir harina, café, sal, azúcar y sanguinolentos trozos de carne.

El almacén, de piso de tierra, era amplio y estaba en penumbra. El techo se sostenía sobre troncos sin descortezar colocados en vertical sobre piedras lisas. Había compartimientos de unos tres metros cuadrados, hechos con tablones clavados unos a otros, en algunos de los cuales se veían gruesos sacos de arpillera. El local olía a harina y café.

Cutler miró alrededor, esperando que sus ojos se acostumbraran a la penumbra.

—Intento imaginarme este local tan lleno, que se vea obligado a cargar carretas para llevarlas de vuelta al depósito de la tienda.

—Bueno, claro que no se llena realmente —objetó Dipple—. Sólo envío mercancía de vuelta cuando hay que levantar más de dos metros esos sacos de cincuenta kilos.

—¿Y por qué no empieza comprando menos?

Dipple guardó silencio.

—El caso es que, con su complicidad, la tienda está engañando a la Agencia.

—A veces presto al señor Boland algunos suministros sobrantes. Puede tener la seguridad de que siempre los devuelve. Aunque no es asunto suyo.

—Creo que eso ya me lo ha dicho antes —repuso él. Dipple dio un rápido paso atrás cuando Cutler exageró el movimiento de golpearse la pierna con los guantes—. Voy a prestar mucha atención a su negocio. Me preocupa cómo aprieta usted las tuercas a los sierraverdes. Se hicieron varias promesas a Caballito para que volviera a este territorio. Una de ellas fue que no tendría que marcharse otra vez a San Marcos. Otra, que podría quedarse con su rebaño…

—¡Su rebaño! —lo interrumpió Dipple—. ¡No hay razón para que el gobierno les suministre carne cuando ellos poseen el mejor rebaño del condado!

—¡Se lo prometieron! Yo mismo les hice esa promesa en nombre del general Yeager. ¡Y acabo de hacerle otra a usted!

Blandió los guantes, dio media vuelta y salió sin decir nada más, parpadeando ante el molesto resplandor. Los indios sentados en la cerca lo observaron y, devolviéndoles la mirada, se sintió vacío por la inutilidad de todo aquello. Caballito podría volver a escapar de la reserva por una u otra razón. E incluso si conseguía amedrentar a Dipple, todavía estaba la Oficina de Asuntos Indios con su política de concentración. Aún estaba la Red de Madison, y la de Santa Fe, comerciantes avariciosos, oficiales deseosos de un ascenso que sólo se produciría en combate, paisanos que odiaban la autoridad del ejército…, una multitud de fuerzas.

Camino del fuerte se encontró a última hora de la tarde con una calesa, un granjero con mono de trabajo, su mujer, tocada con un bonete, y dos chicos rubios que lo miraban con ojos desorbitados.

—Oiga, soldado —le dijo el granjero—, en la ciudad se ha armado la de Dios es Cristo. ¡Será mejor que vayan ustedes para allá!

* * *

Los estallidos que se oían más adelante le recordaron al Año Nuevo chino en el San Francisco de su juventud. Espoleó a Malcreado, sintiendo en el caballo de Las Golondrinas la misma renuencia que él sentía en su interior; sin embargo picó espuelas y ejerció presión con las piernas. Se hizo una pausa en el tiroteo y el silencio resultó opresivo. Ya veía el mástil sobre la cúpula del tribunal, las revueltas del pardo camino que desembocaba en la calle principal de Madison. La cadencia de las descargas de fusil se reanudó.

Una hilera de tres carromatos, tirados por bueyes, avanzó pesadamente hacia él, granjeros, sus mujeres y sus hijos mirándolo con miedo en los ojos mientras él los pasaba al trote y se perdía en la polvareda que levantaban a su paso. Solidificándose entre el polvo surgió un soldado con uniforme azul montado en un caballo gris, la visera echada sobre los ojos, cartuchera en bandolera, carabina sujeta en diagonal frente al pecho, los galones de una V invertida en la manga. Cutler detuvo bruscamente a Malcreado. El cabo saludó.

—¿Qué ocurre, cabo?

—¡Es la guerra de que se hablaba, señor! El coronel ha enviado un destacamento esta mañana para proteger a las mujeres y los niños. Les dispararon, así que acudieron los escuadrones B y E. El coronel está ahí abajo, junto a esa casa quemada de la chimenea, pero será mejor que no entre por esa calle. Ahí ha sido donde nos han disparado. Ha sido la gente de Maginnis, desde su casa. Los partidarios de Boland están en la tienda, en el tribunal, en todas partes. Y luego, más allá, en el establecimiento de González hay otro gran contingente de Maginnis. ¡Que ha traído una banda de pistoleros para detener al sheriff y los de la tienda, quiere apresarlos y entregarlos al nuevo gobernador, pero se ha metido en un auténtico avispero!

Agachándose, Cutler cabalgó frente al tribunal, vislumbrando rostros pegados al cristal de las ventanas de la segunda planta, de donde sobresalían cañones de fusil. Torció por la calle hasta que vio la tapia de adobe y el tejado rojo de la casa de los Maginnis. Frente a él se arremolinaban soldados a caballo. Habían montado una tienda de campaña dentro del rectángulo de la casa quemada, junto a la solitaria chimenea. El coronel Abraham Dougal, con las piernas separadas frente a la tienda, daba con el dedo en el pecho al teniente Tupper. El coronel miró hacia Cutler con un tic en la mejilla y dio otra vez a Tupper en el pecho con el dedo.

—¡Dígale a esa chusma de la tienda de González que si no ha salido de la ciudad dentro de media hora me propongo bajar el cañón de montaña del armón y lanzarles unas cuantas andanadas! ¡No toleraré que una pandilla de tíos duros del sur del condado vengan aquí a echar más leña al fuego!

—¡Sí, señor! —repuso Tupper, que saludó, montó y salió al trote.

Cutler vio el cañón envuelto en lona en su carro de transporte, junto al cajón de municiones. Los caballos estaban amarrados un poco más atrás, ardía una hoguera y olía a café hirviendo. Los soldados estaban a la espera, nadie holgazaneaba, las facciones endurecidas, atentas. El coronel se volvió hacia él, la viva imagen del Tío Sam, hasta la perilla. Cutler saludó.

—¡Fíjese, señor! —dijo Dougal con voz estridente—. En esta ciudad hay una insurrección en toda regla. ¡Nos han disparado!

—Sí, señor. Ya he oído el ultimátum que debe comunicar el teniente Tupper. Supongo que habrá dado otro a los pistoleros de la tienda.

—¡A ellos, no, señor! Están legalmente autorizados para mantener la paz en esta ciudad.

—Entonces ha sellado usted el destino de los ocupantes de la casa de Maginnis.

El rostro del coronel se tornó púrpura.

—¡Tengo órdenes para usted, señor Cutler! Tomará un destacamento y se acercará a casa de los Maginnis. Supongo que a usted no le dispararán. ¡Les exigirá que se rindan ante la autoridad debidamente constituida!

El tiroteo se reanudó de nuevo y el coronel miró hacia la calle con el ceño fruncido.

—Señor —dijo Cutler—, estoy convencido de que la facción de los Maginnis no considera al ayudante Kimball como autoridad debidamente constituida.

—¡Sheriff Kimball, señor Cutler!

—¡Me negaré a ejecutar una orden que ponga en verdadero peligro a personas inocentes!

El Comandante de Hierro y el alférez Hotchkiss se habían acercado a ellos. El nuevo asistente era un joven larguirucho de cara sudorosa.

—Por Dios bendito…, santo cielo… —farfulló el coronel—. ¡Desobedecer una orden directa, señor! Comandante, ¿ha oído eso?

—Sí, señor —dijo Symonds, torciendo la vista hacia Cutler, como si no pudiera esperarse otra cosa. Los soldados estaban mirando, algunos de ellos retirándose de aquel alboroto entre oficiales.

—Les pediré que se rindan a usted, coronel —dijo Cutler.

Hubo otra descarga cerrada, el chasquido del plomo astillando la madera, el silbido de un rebote. El coronel se cruzó de brazos y miró a Cutler con más calma.

—Muy bien, señor. Sí, eso bastará.

—Y preferiría ir solo.

—Como quiera —repuso Dougal, dándole la espalda para hablar con Symonds. Cutler vio que Hotchkiss lo miraba con una extraña mezcla de asombro y respeto.

Se abrió paso entre los matorrales hasta el borde de la calle, y empezó a cruzar en diagonal hacia la casa de los Maginnis. El sol había descendido sobre las cumbres occidentales, arrancando destellos en la cara del Monte Wade.

El tiroteo se había extinguido de nuevo, y el silencio resultaba aún más opresivo que antes. Sentía el frescor de las gotas de sudor que le corrían por la cara, la humedad de la cinta del sombrero en la frente. La tapia de la casa estaba agujereada a balazos. Al menos había una ventana destrozada, con el astillado marco medio abierto, colgando. Se veía una ancha grieta en el portón del corral. Cañones de fusil asomaban sobre la tapia, algunos apuntándole a él. Vio moverse la copa de un sombrero. Por la ventana rota se asomó un rostro, como una pálida mancha. Oyó un débil tintineo, música…, ¡el piano! Aquel sonido fue tan inesperado, tan valeroso y ridículo, que se le saltaron las lágrimas. Levantó las manos a la altura de los hombros.

Alcanzó a ver a los cuatro o cinco defensores del corral antes de que lo introdujeran en la casa: desconocidos armados con fusiles en ambos sitios, Johnny Angell viniendo a recibirlo, sin sombrero, con su joven rostro sucio de polvo y pólvora. Llevaba un fusil en la mano y dos revólveres en las caderas. En el comedor había un revoltijo de tiestos rotos, tierra, flores, helechos y macetas con plantas. El piano sonaba fuerte: Liszt. Apareció Maginnis entre los hombres armados con su oscuro terno de tweed, el chaleco con el dorado arco de la cadena del reloj, sin armas.

—¿Qué ocurre, Pat?

Los demás se apartaron cuando se acercó a Cutler.

—El coronel Dougal me ha ordenado deciros que debéis rendiros a él, Frank.

Hubo nerviosas carcajadas de burla. Maginnis lo miró boquiabierto con sus extraños ojos saltones. Lily continuaba tocando, no se la veía desde allí.

—Oh, no creo que sea necesario, Pat —dijo Frank, con una sonrisa de confianza—. Dime, ¿cuál es el papel de la caballería en todo esto? ¿Te has puesto tú también contra nosotros?

—Por lo visto, alguien de aquí ha disparado contra los soldados.

—¡Eso es mentira!

—Puede que no —intervino Johnny Angell, apoyando el pie sobre un tiesto rajado—. En el corral hay algunos tipos de gatillo fácil.

—Pero ¿qué es lo que creéis que estáis haciendo aquí? —preguntó Cutler.

—Bueno, pues hemos formado una especie de partida para el señor Maginnis, con objeto de detener a algunos malhechores —contestó Johnny—. ¡Pero nos estaban esperando!

—Eso ha dado motivos al coronel para acudir y ponerse al lado de lo que él denomina «autoridad legalmente constituida».

—¡Vaya, hombre! —exclamó Angell—. ¡Ésa sí que es buena!

En aquella situación, y con su creciente fama de pistolero, Angell emanaba una autoridad que Cutler no había observado antes. Poseía seguridad en sí mismo y manifestaba una actitud jovial, pero ya no era un muchacho despreocupado. Los demás parecían pequeños rancheros, sin duda de la parte sur del condado. Los límites aún no estaban bien definidos del todo, y probablemente algunos eran tanto ladrones de ganado como rancheros. En el condado se decía de los briosos sureños que algunos criaban y, aparte, robaban ganado, mientras que otros robaban y, aparte, criaban ganado. Y robaban hasta poseer rebaños lo bastante grandes como para que les robaran a ellos. Era un atajo para vaqueros jóvenes que ambicionaban convertirse en terratenientes como Penn McFall. Bandas de cuatreros se creaban y disolvían, aunque algunas, como la de Jesse Clary, se dedicaban a robar ganado como forma de vida, vendiendo reses a comerciantes como Boland o a cuarteles del ejército en Texas. En su mayor parte, sin embargo, eran de esa clase de hombres inquietos que venían desplazándose hacia el Oeste desde generaciones atrás, y podrían ser ladrones, pero no asesinos. Ahora eran los duros y asustados partidarios de la causa de Turnbull y Maginnis.

—Como ves, Pat, tenemos bastante buen apoyo —dijo Maginnis—. Estamos convencidos de encontrarnos en una posición legal tan sólida como la de George Kimball. Han venido a Madison muchos hombres en nuestro auxilio.

—Puede que hayáis perdido a los que estaban en la tienda de González —anunció, explicándoselo.

Hubo un silencio, interrumpido por un disparo de los defensores que seguían en el corral. Apareció Lily. Parecía febril, el rostro subido de color. Llevaba un rosario negro, cuyas cuentas tocaba y pasaba con una mano, y un vestido largo de falda lisa de color azul oscuro. El pelo, recogido en la nuca con una cinta azul.

—¿Es verdad eso, Pat? —dijo con su nítida voz—. ¿Qué tú también te has vuelto contra nosotros?

Se apoyó en la esquina de la pared en una postura tan trágica, que le dieron ganas de zarandearla.

No hizo caso de su pregunta y se dirigió a Maginnis.

—He dicho al coronel que podrías rendirte y ponerte bajo la protección del ejército.

—Dime una cosa, Pat —repuso el abogado alzando la voz. Adoptó una postura oratoria, sacando el pecho, los dedos introducidos en los bolsillos del chaleco. Cutler también sintió deseos de zarandearlo—. ¿Confías tú en el coronel Dougal en este asunto?

—Creo que tú sí debes confiar en él.

—No sé cómo podríamos salir airosos, señor Maginnis —dijo Johnny Angell—. Luchando contra Henry Enders, Jesse Clary y George Kimball, y con el ejército por si fuera poco.

—Sí —dijo Frank—, creo que el coronel Dougal también es enemigo nuestro.

—¿Quién teme a los soldados? —dijo otro joven de anchos hombros, de cara redonda y seria—. ¿Qué tiene de extraordinario la caballería? No son más que un montón de campesinos y chicos del Bowery, ¿verdad?

La pregunta iba dirigida a Cutler.

—Eso es lo que son —contestó él—. Pero han recibido una instrucción de la que vosotros carecéis. Los dirigen oficiales experimentados, y tienen la disciplina suficiente para no largarse corriendo a casa cuando las cosas se ponen feas.

—¡Ya se han puesto feas, y nadie se ha largado!

—¿Está diciendo, señor, que vamos a dejar al señor Maginnis en la estacada? —dijo otro en tono agresivo.

—Creo que los que estaban en el establecimiento de González ya se habrán marchado. —Se volvió hacia Lily—. Les aconsejo que se rindan, señora Maginnis. Se encuentran en una situación insostenible.

Ella apretó los labios y le lanzó una mirada desafiante.

—Nosotros confiamos en nuestros amigos, ¿comprendes, Pat? —dijo Maginnis en tono rotundo.

Cutler sintió una oleada de ira ante la postura de orador y la expresión de sapo que proclamaba la fe de Frank en la ley, la justicia, la razón y la inevitable victoria de dikẽ. Era un estúpido, y sin embargo, aquella misma fe, tan molesta y petulante que daban ganas de zarandearlo, hacía indispensable que tuviera a su servicio gente con sentido común.

—No puedo permitirte que arrastres a Lily a una matanza, Frank.

—¡Me quedo con mi marido, Pat!

Se preguntó si Johnny Angell ya estaba atrapado en su papel de muchacho vengador, el último pistolero sin parangón, que la frontera elevaba rápidamente al mito. En ese caso, Lily habría contribuido a que se lo creyera. Por un momento el latido de su ira fue tan fuerte que no se atrevió a mirarla.

—¿Y tú que dices, Johnny?

—Una vez oí decir que un soldado viejo es aquel que salía corriendo en su juventud. En mi opinión, será mejor que nos larguemos de aquí en cuanto caiga la noche —sugirió Johnny, que añadió—: Si es que ha ocurrido eso con los amigos de la tienda de González.

—¡Pues yo me quedo hasta el final! —proclamó otro—. ¡Cuente con nosotros, señor Maginnis!

Otros se sumaron a él. A juzgar por su expresión, Frank disfrutaba de aquellas muestras de lealtad.

—Cuida de la señora Maginnis —dijo Cutler a Johnny Angell.

—Desde luego. Haré lo posible para que todo el mundo salga de aquí sin un rasguño, si no hay otro remedio.

Cutler pensó que no lo habría.

—Puedes volver y decir a tu coronel que estamos muy bien aquí —dijo Maginnis, meciéndose sobre la punta de los pies—. Y que debería avergonzarse de las compañías que frecuenta.

Le dio la espalda.

Angell dirigió a Cutler una apretada sonrisa, encogiéndose de hombros. Apoyó las manos en la culata de los revólveres.

Cutler salió con paso firme entre rostros hostiles. Al otro lado de la calle, medio en sombras ya, veía a los soldados entre los matorrales.

Echó a andar hacia ellos, sintiendo la piel de gallina en la nuca. En cuanto salió a la calle, se reanudó el tiroteo. Se dirigió a la tienda de campaña, a informar al coronel de su fracaso.

Los hombres de la facción de Maginnis, angloamericanos, mexicanos e indios mexicanos procedentes de aldeas del sur del condado como Arioso, Corral de Tierra y Puerto del Sol, se habían retirado ante la amenaza del cañoneo, y Cutler calculó que los aproximadamente quince fusiles repartidos entre la casa y el corral de Maginnis se enfrentaban a cincuenta o más del nuevo sheriff. Los hombres de Henry Enders lograron incendiar con queroseno el ala norte de la casa, aunque el fuego producía más humo que llamas. Kimball, de corta estatura, delgado y engreído, fue a consultar con el coronel, acompañado de Jesse Clary, hombre enjuto e inquietante, con una maltrecha chaqueta de cuero, que, al entrar detrás del sheriff en la tienda de campaña, escupió un salivazo de tabaco que por poco no cayó en las botas del soldado que hacía guardia. Llamaba la atención la ausencia de Henry Enders. Cutler no fue invitado a la conferencia.

En una esquina de la chimenea de la casa quemada encontró una posición estratégica desde donde se veía la fachada de los Maginnis entre la maleza. Grasientas llamas lamían a veces la ventana rota del ala norte.

Con los nervios destrozados por la angustiosa inquietud, tenía la sensación de que una estúpida tragedia se avecinaba despacio pero de forma inminente, la misma que había experimentado en los momentos previos al tiroteo en Bosque Alto. Debía contar con que el sentido común de Johnny Angell hiciera oídos sordos al empecinamiento de Maginnis. Del coronel Dougal nada cabía esperar.

Vio cómo los pistoleros de Enders se acercaban encorvados a la casa humeante en la penumbra del anochecer. Desde el corral, los disparos eran esporádicos, reservaban la munición para la traca final. Cuando las sombras se espesaron se agudizó la tensión, porque pronto intentarían romper el cerco. El humo se arremolinaba en la calle, y el tiroteo casi se había extinguido. De cuando en cuando creía oír, o sólo eran imaginaciones suyas, las quebradizas notas del piano de Lily. No se le acercó ninguno de sus compañeros oficiales. Encendió un cigarro y procuró saborear el aroma del humo.

—¡Ahí vienen! —gritó alguien.

Se puso en pie de un salto y echó a correr hacia la calle entre los gritos de los sitiadores y el tiroteo, que ya era un verdadero estruendo. Vagamente llegó a ver dos grupos que huían, el más numeroso saliendo a la carrera del corral para desaparecer en dirección al río, el otro surgiendo de la casa propiamente dicha. Uno de ellos cayó, se levantó y volvió a caer despatarrado. Cutler cruzaba corriendo la calle. Habían herido a Maginnis, que yacía boca abajo con el cuerpo sobre los brazos. Tres pistoleros se erguían sobre él, uno de ellos disparando el golpe de gracia en el momento en que apareció Cutler. Los tres reían a carcajadas, y hombres de la tienda chillaban de entusiasmo por todas partes.

Entró corriendo en la casa entre un humareda sofocante. Las llamas del ala norte enmarcaban la silueta de otros hombres de la tienda; con la de Lily en medio. Tenía las manos alzadas, no en un gesto de rendición, sino más bien para parar un golpe. Uno de ellos la aferró del brazo. Se reían tontamente. Cutler embistió al que la sujetaba, la quitó de en medio y desenfundó el revólver.

—¡Vamos, Lily!

Rodeándola con el brazo, se la llevó apresuradamente. Los invasores lo fulminaban con la mirada, uno de ellos soltó una maldición, otro le gritó:

—Déjanosla, y ya verá esa puta…

Cutler golpeó con fuerza el barbudo rostro con el cañón del revólver y el hombre trastabilló, girando sobre sí mismo. Lily tosía por el humo, resistiéndose bajo su brazo.

—¡Mi piano!

—¡Tu vida! —jadeó él en su oído, procurando mantenerse entre ella y los hombres enloquecidos que rodeaban el cadáver de Maginnis. Debían de ser unos veinte. Habían amontonado tablas sobre el cadáver, y uno de ellos le echó queroseno encima mientras todos lanzaban vítores. Saltaron llamas.

—¿Qué, te gusta el fuego, Diablo?

Se arremolinaron, apartándose del calor de las llamas. Henry Enders estaba entre ellos, con un revólver en la mano buena. Daba vueltas, se agachaba, brincaba, gesticulaba; casi como si estuviera bailando, pensó Cutler. Tenía el brazo atrofiado pegado al pecho como si fuera su pareja de baile. Destellos rojos titilaban en su rostro, y con la boca abierta parecía que cantaba. Jesse Clary, fusil en mano, se interpuso en su camino.

—¡Un momento, soldado! —gritó Clary, alzando el fusil hacia el pecho de Cutler. Con la boca abierta, parecía tener más dientes de lo normal.

—¡Hemos venido a proteger a las mujeres y los niños! —gritó Cutler, enseñando a Clary el cañón del revólver—. ¡Quita de en medio!

Lo rozó al pasar, apretando a Lily contra su costado, al otro lado de ellos. El ambiente apestaba a queroseno y carne quemada.

—¡Están quemando a Frank! —gritó Lily con voz ronca—. ¡Están quemando a mi marido! ¡Han matado a Frank!

—¡Quédate ahí, soldado! —aulló a su espalda Jesse Clary, pero él no se detuvo. Al otro lado de las llamas, Henry Enders hacía cabriolas.

—¡Quemad a la Señora Jezabel junto con el Diablo! —gritó alguien.

Cutler se llevó a Lily a empujones. De pronto se encontraron en la calle, bajo la noche que caía. Los soldados permanecían montados, viendo cómo Henry Enders y sus hombres celebraban la muerte de Frank Maginnis.

—¡Johnny ha escapado! —jadeó Lily—. Salieron en dos grupos, los de la casa y los del corral. El de Johnny tenía que salir disparando…, luego el de Frank…, ¡pero no se dio prisa! ¡Ay, Dios mío, Pat, lo están quemando!

—¿Adónde puedes ir?

Ahora se había puesto entre los asesinos de Frank y ella, para que no viera a Enders ejecutando su enloquecida danza.

—A casa de Billy Prim…, Berta está allí.

Se estremecía convulsivamente. Hombres a caballo pasaban frente a ellos haciendo crujir el cuero de las sillas de montar. Cutler respiró polvo entre el olor a carne quemada. Llevó apresuradamente a Lily hacia el fondo de la calle, en dirección a la casa del médico, donde una lámpara brillaba en la consulta. Las llamas enrojecían el cielo a su espalda. Empezó a surgir un cántico, ronco, áspero, triunfal:

—Colgaremos a Frank Maginnis de un manzano de agrio fruto…

Cuando la soltó, Lily echó a correr torpemente por la entrada de la casa del doctor Prim, cogiéndose la falda con ambas manos, sin mirar atrás. Desapareció en la oscuridad. Oyó unas voces. Una puerta se cerró de golpe, sofocándolas. Se volvió hacia las llamas, los gritos y el cántico. Johnny Angell había escapado, pero Frank, en su obstinación, había esperado demasiado, sin dar crédito a que dikẽ pudiese perder siquiera una batalla en la Guerra del Condado de Madison.