14

Cuando Johnny le informó de la muerte de Joe, la señora Maginnis se cubrió el rostro con las manos. El señor Maginnis la rodeó con el brazo, mirándolo con sus ojos saltones y la mandíbula proyectada hacia delante.

—¡Hemos perdido a nuestra imprescindible mano derecha, Johnny!

Todos los demás se habían congregado en torno a ellos en el salón de los Maginnis mientras él describía la muerte de Joe, y la de Clay Mortenson. El doctor Prim había vendado la mano a Jimmy, que ahora llevaba en cabestrillo contra el pecho, el rostro ensombrecido por la barba y el cansancio. Tom Fletcher estaba allí, y también Penn McFall, que había ido a la ciudad a atender un asunto. El señor McFall era tan viejo y tan alto, y ocupaba tanto espacio con sus andares bamboleantes, que resultaba difícil poner la vista en otra cosa que no fuera él. Pero ahora todo el mundo tenía puestos los ojos en Johnny. Era otra vez la sensación de aquel Cuatro de Julio, y se le ocurrió que lo habían elegido para ocupar el puesto de Joe.

La señora Maginnis dejó caer las manos y lo miró con sus ojos húmedos y ardientes.

—¡Pobre Fanny Peake! ¡Y pobre huerfanito!

Era una mujer tan impresionante que, a su lado, cualquier otra que él conociera parecía como una estúpida cría, pero a veces había en ella cierta falsedad que le irritaba como una picadura de una araña que no consiguiera rascarse. Aunque en otras ocasiones se mostraba tal cual era, como él hacía siempre. Ahora lo miraba como si le estuviera adivinando el pensamiento.

—¿Qué va a hacer Fanny ahora? —preguntó Tom Fletcher.

—Creo que volverá con su familia a Pensilvania —dijo el señor McFall, con su voz de barril de lluvia. El señor McFall, equivocado o no, siempre tenía opinión para todo.

—Eso es lo que le aconsejaré cuando vuelva a la Citadel. —Así se llamaba la mansión de su rancho—. Todos nos ocuparemos de que obtenga lo más posible del rancho de Joe y de sus bienes.

El doctor Prim preguntó si había que informar al sheriff Smith del tiroteo en el molino de Cooper.

—Iré a verlo inmediatamente —contestó Johnny—. Se han acabado las actividades de los Reguladores.

—¿Es eso conveniente, Johnny? —preguntó la señora Maginnis, sin apartar los ojos de él.

—Es mejor hacer las cosas como es debido, señora.

El señor Maginnis asintió como siempre, moviendo pesadamente la cabeza.

—Tienes absolutamente toda la razón, Johnny. Todos nuestros actos deben proclamar nuestra fe en el procedimiento de la ley.

Vio cómo el doctor Prim miraba a Tom Fletcher con los ojos en blanco.

—¿Pondrías a Johnny en peligro para demostrar nuestra fe en la ley, Frank? —inquirió la señora Maginnis.

—Sí, querida mía, lo haría. —El señor Maginnis puso una pesada manaza en el hombro de Johnny—. Y creo que si actuamos conforme a la ley del condado de Madison, esa conformidad dará sus frutos.

—Me han dicho que van a sustituir al gobernador Dickey —dijo Penn McFall.

Mientras todos hablaban de una cosa y otra sin llegar nunca a ningún sitio, Johnny cogió el sombrero y se marchó. Cruzó la calle y subió a la oficina de Pogie Smith, en el segundo piso.

El sheriff era un individuo de unos cincuenta años, menudo, de piernas cortas, con los ojos tan separados que parecía mirar a dos sitios a la vez, y unos bigotes grises no muy crecidos que de tanto mascar tabaco le amarilleaban en las comisuras de la boca. Prendida en el chaleco llevaba una estrella plateada entre la que se veía el latón. A veces lo llamaban Cap, por el rango que había ostentado en la guerra. Era bien sabido que Ran Boland, el juez Arthur y él habían formado parte de la Columna California, que sufrió una emboscada de Cochise y Mangas Coloradas en Apache Pass. Era como si aquella batalla los hubiera autorizado de por vida a hacer lo que les viniera en gana.

Pogie estaba sentado con una nalga apoyada en la esquina de su escritorio, y su ayudante, George Kimball, en una silla de respaldo recto inclinada contra la pared. Las ventanas de la oficina del sheriff daban a la calle, con el hotel enfrente, la casa de los Maginnis a un lado y la tienda de Boland y Perkins al otro. Pogie Smith gozaba de una buena vista sobre lo que pasaba en Madison.

—Sólo tienes que redactar una declaración y firmarla, Johnny —le dijo—. ¿Sabes escribir?

Le contestó que sí.

—Pues escríbela y la firmas. Espero que tu declaración concuerde con la de Chad; ¿quién más? ¿Carlito Rivera? ¿Qué me dices de la señora Cooper, la del molino?

—No creo que se enterase de nada de lo que pasó.

—Así que Joe, tú y esos otros estabais cenando allí, en la cocina, cuando visteis que Clay se acercaba a caballo, ¿no es eso? —Pogie lo miró con desdén con los ojos entornados—. Dime una cosa, Johnny: ¿qué hacíais Joe, tú y esos tipos del sur del condado en el molino de Cooper?

—Buscando a Clay Mortenson.

Pogie soltó una carcajada, y cuando George Kimball comprendió que reírse no sólo estaba bien sino que probablemente era obligado, también emitió una risita. Era un hombre nervioso, de corta estatura, cuyas botas no tocaban el suelo cuando se recostaba en la silla. Según sabía Johnny, el gobernador Dickey había designado sheriff a Pogie en espera de unas elecciones que nunca se habían celebrado, y Pogie había nombrado ayudante a George Kimball. Sin duda Ran Boland fue consultado sobre ambos nombramientos. De modo que en realidad sólo cumplían la función de Reguladores, y en el condado no había verdaderamente mucha ley que respetar. Le inquietaban las complicaciones que aquello suponía.

—¡Eres increíble, Johnny-A! —exclamó Pogie—. En esta oficina estamos tan acostumbrados a oír mentiras, que cuando alguien dice la verdad no damos crédito a nuestros oídos.

Johnny esperó a que dejaran de reírse los dos. Pogie lanzó un largo chorro de saliva marrón a la escupidera.

—Bueno, Johnny, al parecer ha habido uno que atacó a cuatro hombres armados que le andaban buscando, pero yo tenía la impresión de que eras tú quien no se lo creía.

—He presenciado los dos casos —repuso él—. Los dos. Éste ocurrió así, ya que estamos diciendo la verdad.

Pogie lo miró de nuevo con aire despectivo.

—Bueno, Johnny, ¿por qué andabais Joe, tú y esos otros buscando a Clay Mortenson?

—Para detenerlo por el asesinato del señor Martin Turnbull.

—Vaya, ¿y qué autorización escrita llevabais? ¿Una orden judicial? Es que, como han relevado del cargo al sheriff Timmons…

—Me temo que eso tendrías que habérselo preguntado a Joe.

Sonrieron. No le gustaba lo más mínimo ninguno de los dos, pero esta vez también le había dado mala espina la gente reunida en casa de Maginnis. Apestaba a miedo y confusión. Aquellos dos apestaban a petulancia. El hecho de estar solo le daba una sensación de fragilidad, pero al mismo tiempo se sentía tan dueño de sí mismo que era como estar protegido por un impermeable de hule.

Pogie se balanceaba hacia delante y hacia atrás en la esquina de su mesa, metiendo y sacando la mandíbula como un camello mientras mascaba tabaco.

—Me parece que las cosas ya están igualadas, Johnny. Qué me dices de una pequeña charla con el señor Boland, a lo mejor encontramos una solución. Puede que te valga la pena.

—Puede que sí —convino él. Si se hablaba mucho con gente como Pogie, uno se acostumbraba a no decir una cosa a derechas. George Kimball se echó hacia delante hasta que las cuatro patas de la silla tocaron el suelo.

—No te importaría ir a la tienda, ¿verdad? —sugirió Pogie—. Ran está enfermo y no sale mucho.

Ambos se pusieron en pie y se quedaron mirándolo. Era fácil dejarlos tranquilos diciendo que no le importaría cruzar la calle.

Bajar por las escaleras requirió ciertas maniobras, porque en aquella compañía Johnny prefería ir cerrando la marcha. Cuando cruzaban la calle, George Kimball se volvió a lanzarle nerviosas miradas entre el polvo de sus pisadas. En la penumbra del interior de la tienda se distinguía un largo mostrador con rollos de tela y montones de camisas y pantalones, y el viejo empleado al fondo. A su espalda había tres matones, todos con la cabeza vuelta hacia él, un individuo larguirucho con una escopeta y otros dos encorvados e inmóviles, como si los hubiera dejado helados en el acto, nada más entrar de la calle.

Pogie le dijo que esperase mientras él subía a ver si el señor Boland se encontraba con ánimos para charlar, enfermo como estaba.

Esperó con George Kimball, sin perder de vista a los tres matones al fondo de la tienda mientras se acercaba a una pequeña cajonera con objetos de costura sobre el mostrador. Sacó los cajoncitos y tocó los carretes de hilo, admirando los colores: rosados y azules, rojos y anaranjados. También había pulcros sobres de agujas.

—Johnny —dijo George.

Alzó la cabeza y vio a Pogie, que le hacía señas desde la escalera. Con calma, volvió a guardar los carretes y los sobres, y subió luego los escalones mientras el empleado, George y los otros tres no le quitaban la vista de encima.

Pogie le abrió la puerta de una habitación con ventanas que mostraban la perspectiva contraria a la de la oficina del sheriff. El señor Boland estaba sentado en una butaca frente a un escritorio de casillero tan grande como un órgano, las gruesas piernas bien separadas para que el vientre le descansara entre los muslos sobre los pies calzados con relucientes botines. Apoyado en el brazo de la butaca había un bastón. Encaramados en la nariz tenía unos anteojos, detrás de los cuales parpadeaban unos ojos de tortuga vieja.

—¡Así que éste es el muchacho al que llaman Johnny-A! —dijo el señor Boland poniéndose en pie con dificultad para coger la empuñadura del bastón con una mano y extender la otra. Johnny tendió la suya y le estrechó la gruesa y fría mano.

—¿Qué tal está, señor? El sheriff me ha dicho que quería usted hablar conmigo.

Boland se dejó caer de nuevo en la butaca, contrayendo las facciones en una mueca de dolor y, también, de asco. Johnny pensó que era repugnancia por aquel cuerpo difícil de manejar, ya moribundo. Tenía una idea clara de lo que podía suponer aquello: la cabeza despejada y capaz, pero el cuerpo que la sustentaba en descomposición. Entonces, una persona se convertía en dos, una odiando a la otra, asqueado de ella, y la otra resentida con la primera. No sólo eso, sino que cuando en el condado todo marchaba a su gusto, de pronto se habían presentado el señor Maginnis y el señor Turnbull levantando una polvareda, y ahora soplaba un viento que no amainaba. Se veía todo ese odio, asco y resentimiento detrás de la cortés pantalla exterior del señor Boland.

—¡Henry —llamó el señor Boland—, quieres venir un momento, por favor!

Entrando de inmediato por la puerta del fondo apareció el tipo con aspecto de irlandés y el brazo lisiado, el nuevo socio del señor Boland. Johnny también percibió otro destello de odio y resentimiento en aquél, pero irradiando al exterior en vez de al interior. Henry Enders le tendió la mano izquierda de forma bastante cordial. Estaba en camisa, la manga recogida con una liga en el brazo izquierdo, el bueno. Llevaba la blanca y pequeña mano derecha pegada al pecho, con un revólver enfundado en un pistolera bajo el brazo malo. Se sentaron todos. Pogie relató el tiroteo del molino, a lo que Enders no hizo comentario alguno.

—Señor Angell —dijo Boland—. ¿Cómo podemos convencerlo de que se equivoca trabajando para esa gente?

—Entonces, creo que tendría que demostrarme que fueron ellos precisamente quienes mandaron asesinar al señor Turnbull.

Le gustó el silencio que suscitaron sus palabras, el señor Boland chupándose los labios hasta que su boca pareció un capullo de rosa y Henry Enders rebosando de aquella furia que él notaba a través del hule que lo envolvía.

—Bien, señor —dijo el señor Boland—, ¿no diría usted que las cosas ya están vendidas y pagadas, con Joe y Clay liquidándose mutuamente, por no mencionar a Cory Helbush y Bert Fears?

—Quizá sea la clase de asunto con el que una tienda saca beneficios, pero el caso es que no se trata de ningún negocio —repuso él, suscitando otro silencio.

—Permita que le diga una cosa, señor Angell —dijo el señor Boland—, fue un grave error que mataran de un tiro al joven Martin Turnbull. Una gran tragedia. Dijeron que fue él quien empezó a disparar, yo no lo sé, pero una partida de esa envergadura debía ser capaz de detener a un solo hombre. Fue una grave equivocación. Sólo puedo entenderlo como obra de unos individuos demasiado entusiastas que creían hacernos un favor a Henry y a mí. Pero esas cosas no favorecen a nadie. ¿Estoy en lo cierto, señor?

—Creo que en eso tiene razón, señor —convino él—. Pero voy a decirle algo que me contó don Teodoro Soto en Arioso. La banda de Davey Stovall estaba dando disgustos a la gente de por allí. Hubo tiroteos, momentos duros. Le pidió ayuda a usted, y la banda de Stovall se largó inmediatamente a Texas. Así que le está agradecido.

El señor Boland sonrió, lleno de presunción.

—Usted les dijo que se fueran y se marcharon.

El señor Boland no quería entender lo que le estaba diciendo.

—Aquéllos eran otros tiempos, señor Angell. Más sencillos que éstos. Permita que vuelva a mi punto de partida, en el que afirmaba que este conflicto ha concluido con las muertes del molino de Cooper.

—No, señor —replicó él—. Queda el asesinato del señor Turnbull.

—Desde luego, ese joven hijo de la Gran Bretaña caía bien a todo el mundo —se apresuró a decir Pogie Smith—. A mí también. La cuestión es que había que entregarle un mandamiento de embargo y una orden de detención.

—Pues esos tipos le hicieron la entrega con un tiro en la nuca para luego machacarle los sesos con una piedra. ¿Qué clase de entrega es ésa, sheriff?

El señor Boland gimió como un transbordador arrimándose a la rampa.

—Ya he reconocido que fue un grave error, querido muchacho. Pero hablemos ahora de quién fue el verdadero culpable.

Se suponía que era él quien debía hacer esa pregunta.

—¡Maginnis! —soltó Enders.

—Sí, me refiero a Frank Maginnis.

—Yo soy amigo del señor Maginnis —anunció Johnny.

—Y de la señora Maginnis también, supongo —repuso Henry Enders.

Él volvió la cabeza hacia el hombre del brazo lisiado.

—Exacto. Y espero haber interpretado correctamente el sentido de lo que acaba de decir, porque en caso contrario tendría que pedirle cuentas.

—Acep… —empezó a decir Enders, pero se interrumpió. Se le habían puesto coloradas las orejas.

—Reconozco —dijo el señor Boland— que el abogado Maginnis es un caballero muy agradable y simpático, pero le ruego que considere el hecho de que en el condado no ha habido más que conflictos desde que la señora Maginnis y él llegaron aquí.

»Cuando murió mi socio, Tim Perkins, uno de los hombres más nobles que ha dado el mundo, dejándome su parte de la tienda, Frank armó un gran alboroto, totalmente innecesario, e impugnó el testamento en favor de unos primos lejanos de Tim que viven en Maine. Se nombró a sí mismo albacea de la propiedad, y sólo puedo decir que por sus manos pasaron cantidades de dinero que nunca han quedado debidamente justificadas. Por no hablar de ciertos ranchos y rebaños que Tim había adquirido. Una de esas fincas, la de Peters, y varios rebaños, se vendieron al señor Turnbull a través de los buenos oficios del señor Maginnis. Y aquel trágico viernes, el sheriff, provisto de un mandamiento judicial, iba a embargar precisamente uno de tales rebaños.

—Sin contar lo de la nueva tienda en la ciudad —dijo Johnny, arrepintiéndose de haberlo dicho. Pensó que el señor Boland podía considerar un asunto volviéndolo del revés y mirándolo desde diversos puntos de vista hasta dejarlo reducido a la nada.

—Ya entraremos en eso, desde luego —repuso el señor Boland con toda naturalidad—. Pero permítame añadir primero que fue Frank Maginnis quien envenenó el ánimo del joven Martin Turnbull contra nosotros. De ahí surgió un conflicto, mientras que la colaboración siempre es lo mejor.

—Bueno, señor Boland —dijo él—, me parece que las cosas no están en absoluto vendidas y pagadas, y no lo estarán hasta que se haya librado del señor Maginnis.

—¡Y de sus pistoleros también! —casi gritó Enders—. ¡Aquí sabemos cómo manejar a los vaqueros de gatillo fácil!

Su mano buena saltó a la culata de su revólver. Johnny desenfundó el Colt y lo mantuvo sobre las piernas con el dedo a lo largo del cañón, apuntando al primer botón del chaleco de Henry Enders.

—¡Eh, un momento! —exclamó Pogie Smith, incorporándose sobre la silla—. ¡Deja eso!

—Dígale que retire la mano de la pistola —dijo Johnny.

Pogie Smith miraba fijamente el Colt de Johnny con los labios fruncidos, como si fuera a silbar.

—Henry, Henry —reconvino Boland a su socio—. Estamos tratando de mantener una conversación amistosa. Tu mal genio no ayuda para nada. ¡Quítale el arma, Pogie!

El sheriff acabó de ponerse en pie, dio unos pasos hacia el sofá de crines donde estaba sentado Enders, y le quitó el revólver.

Enders estuvo a punto de estallar de furia: un hombre enloquecido; pero Johnny tuvo la impresión de que habían montado aquella escena para que se asustara de la violencia de Enders y se convenciera de la buena voluntad del señor Boland. Pensó que también le ofrecerían dinero.

El señor Boland sacudía la cabeza con aire de desaprobación, suspirando y chasqueando la lengua, mientras se le estremecían los carrillos.

—Usted es muy joven todavía, señor Angell. ¿Dieciocho? ¿Diecinueve? Con la lealtad propia de la juventud, y las necesidades de cualquier joven. Estoy dispuesto a pagarle quinientos dólares si se marcha del Territorio. ¡Seguro que los cargos que se han establecido contra usted podrán retirarse! Le recomiendo encarecidamente California como un lugar en el que un joven ambicioso puede labrarse un futuro. ¿Qué me dice a eso, querido muchacho?

—A mí me parece una oferta generosa —opinó Pogie Smith.

—Creo que voy a quedarme por aquí. Me interesa ver en qué acaba todo esto.

—¡No sea estúpido ni testarudo, señor Angell! Siga mi consejo y márchese.

Johnny se puso en pie.

—Aún hay cosas que quiero saber. Como eso que ha dicho de que sólo fueron unos tipos excesivamente entusiastas que querían hacerle un favor. Es una forma de verlo. Pero hay otras, ¿comprende?

Se produjo otro de aquellos silencios reconcentrados, antes de que el señor Boland carraspeara y dijera:

—¿Y cuáles son esas cosas, querido muchacho?

—Pues, por ejemplo, está Davey Stovall y su banda, que se largaron cuando usted se lo dijo, lo que quiere decir que su palabra tiene bastante peso. Y luego está el hecho de que me hayan ofrecido quinientos dolares para desaparecer. Así que cabe la posibilidad de que todo estuviera amañado de esa forma, sólo para que usted pudiera considerarlo como un favor. El señor MacLennon y el juez firmando papeles, y el sheriff escogiendo a los miembros de aquella especie de partida legal. Todo amañado desde el principio. Algunos dicen que así fue como ocurrió todo.

—¡Y tú eres uno de ellos! —dijo Henry Enders con voz estrangulada, como si el cuello de la camisa le apretara demasiado.

—Yo soy uno de los que intentan averiguar la verdad.

—Ah, ¿qué es la verdad? —se preguntó el señor Boland.

—Sí, señor, eso es lo que dijo Pilatos. Pero a ése no le importaban mucho las cosas, ¿verdad?

Johnny se disculpó, pasó frente a Pogie y bajó las escaleras para ver que George Kimball, sentado en una silla, tenía la cabeza alzada hacia él, y que el empleado estaba atendiendo a una granjera con un gorro atado al cuello. Los matones estaban juntos, encorvados, como si los hubieran sorprendido robando caramelos, los tres observándolo sin decir palabra cuando pasó frente a ellos, dirigiéndose al resplandor de la calle.

Aquello era algo para recordar: salir medio ciego de un sitio en penumbra a la deslumbrante luz del sol.

* * *

Estaba sentado en el fresco patio con el señor Maginnis, oyendo tocar el piano a la señora Maginnis, una canción con una melodía tan prolongada y fluida que parecía flotar en el ambiente como un pañuelo de seda. Era diferente de las que tocaban en el barracón —birimbao, guitarra y a veces banjo, con Pard marcando el ritmo en la base de un cubo— o de las tradicionales que el teniente Cutler había interpretado en aquella ocasión. Oyó un suave arrastrar de zapatillas cuando la sirvienta pasó de las puertas cristaleras a las baldosas. El señor Maginnis tenía las piernas cruzadas, un zapato con polaina moviéndose desacompasadamente con el piano, un puro remetido entre los dedos como un taco de billar. Tiraba la ceniza a una gran maceta de helechos. Johnny lo respetaba y tenía confianza en él salvo por aquellos extraños ojos de sapo.

—¿Quieres trabajar para mí, Johnny? Tengo que ir una semana a Santa Fe, por unos asuntos jurídicos. Me gustaría que te ocuparas de la casa, que hicieras compañía a la señora Maginnis.

—Pues claro —contestó él—, será un placer.

Fanny Peake estaba en casa de los Bateson, que cuidarían de ella y del niño hasta que se marcharan a Pensilvania.

—He mantenido correspondencia con el hermano de Martin —prosiguió el señor Maginnis, chupando el puro y exhalando humo—. Vive en Manchester, en Inglaterra. Tiene contactos en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Se han suscitado cuestiones de carácter internacional. Creo que pedirán ciertas explicaciones al gobernador. En realidad no me sorprendería que presentara la dimisión. Eso se rumorea.

»El señor James Turnbull da asimismo a entender que adelantará fondos para facilitar la acción de la justicia. Ya sabrás que la Red de Santa Fe está emparentada con la Red de Madison, y que Ran Boland se beneficia de la protección y el apoyo financiero de Jake Weber. Además de su cargo de fiscal de Estados Unidos, Weber es socio de uno de los dos gabinetes jurídicos más importantes de Santa Fe. Tengo razones para creer que el otro bufete estaría interesado en dar un buen mordisco al suyo en el costado, y voy a Santa Fe a consultar con ellos.

Los ojos de sapo se fijaron pensativamente en los de Johnny, con un destello duro, salpicado de motas doradas. Johnny se puso nervioso al recordar lo que el señor Boland había dicho sobre las causas de su disputa con el señor Maginnis, porque no había duda de que a él y a su mujer les gustaba el dinero y vivían bien.

—No me imagino que haya algo que temer por aquí —prosiguió el señor Maginnis, cruzando las piernas del otro lado para mostrar la polaina del otro zapato. Llevaba un terno de espeso tweed, con una cadena de oro tendida sobre los comienzos de una buena barriga. El traje parecía dar tanto calor que Johnny se sacó el pañuelo para enjugarse la frente.

—Creo que nuestros enemigos están reconsiderando la utilidad de la violencia. En cualquier caso, Johnny, Manuel tiene una escopeta cargada en su habitación, y hay armas en las cuadras. Conmigo ausente, la señora Maginnis va a estar nerviosa, así que te pediría que la distrajeras. Le gusta jugar a un doble solitario por la tarde.

—Me encanta escucharla al piano. Tendrá que enseñarme a hacer solitarios.

En aquel preciso momento dejó de sonar el piano y la señora Maginnis apareció en el umbral. Alzó un esbelto brazo para apoyarse en la jamba y les sonrió a los dos, un peldaño más abajo. Su pelo oscuro le enmarcaba el rostro, con los altos y encendidos pómulos y las lisas superficies por debajo, los labios plegados en la sonrisa, estirado el superior, lleno el inferior. Su amplio busto subía y bajaba en su vestido violeta como si hubiera hecho esfuerzos tocando.

—¡Frank me deja sola una semana, Johnny!

—Me niego a creer que no pueda hacerse justicia en el Territorio —sentenció Maginnis, con una voz que resonó como si se estuviera dirigiendo a una sala atestada de público. Dio unos golpecitos al puro sobre la maceta de helechos—. Aún no me lo han demostrado, aunque muchos me lo han advertido.

—Bueno, señora Maginnis, yo me quedaré aquí para cuidar de usted.

—¡Ay, qué bien, Johnny! —dijo ella, sonriéndole; los dos le sonreían.

El doctor Prim llegó a cenar, un hombre rechoncho, rubicundo, muy educado, con unos ojillos perspicaces detrás de unos gruesos anteojos. Comieron los cuatro en un extremo de la mesa labrada mexicana. Johnny se fijó en cómo utilizaba la señora Maginnis el cuchillo y el tenedor, y cómo los colocaba después de usarlos, ella y el doctor Prim mucho más refinados que el señor Maginnis, que dejaba los utensilios apoyados en el borde del plato como las manillas de un reloj y se remetía la servilleta en lo alto del chaleco.

Después de cenar el señor Maginnis desapareció en su despacho, y Johnny observó cómo la señora Maginnis y el médico jugaban a un doble solitario en una mesa baja lo bastante amplia para extender todas las cartas, las manos grandes, limpias y de oscuro vello del doctor y las delgadas y marfileñas de la señora Maginnis moviéndose como flechas para disponer los naipes sobre la mesa. Se rieron de las jugadas, y reírse así con la señora Maginnis, con sus ojos chispeantes y las mejillas encendidas, le pareció algo inestimable. Hablaron del teniente Cutler, a cuya mujer habían capturado los nahuaques en fuga y en consecuencia había perdido el juicio.

—¿Acaso la…? —dijo la señora Maginnis, sin apartar la vista de sus manos mientras daba las cartas—. ¿Es que la…?

—Ésa es una bestialidad que no practican —contestó el doctor Prim—. Se lo prohíbe su religión. Pero la obligaron a presenciar la tortura de su amante.

—Tengo entendido que Pat está bebiendo mucho —dijo la señora Maginnis.

—El doctor Reilly me ha dicho que así es —contestó el doctor Prim, colocando sus naipes en una pulcra fila.

Cuando volvió el señor Maginnis hablaron de la carta que el doctor Prim había escrito a Washington al presidente sobre el asesinato de Martin Turnbull. Aún no había recibido respuesta. El doctor y el presidente habían ido juntos al colegio en el Este y mantenían correspondencia desde entonces.

—No puedo creer que tolere el estado de cosas que le he descrito —observó sombríamente el médico—. Nunca le he pedido un favor personal, y ahora tampoco lo he hecho. Sólo le he rogado que examine esta ponzoñosa situación.

Sacó su grueso reloj, lo miró con el ceño fruncido y dijo que tenía que irse a casa. El señor Maginnis, que pensaba salir con las primeras luces, fue a hacer su equipaje, dejando que Johnny escuchara a su mujer al piano. Ella parecía ignorar su presencia, balanceándose mientras desplazaba las marfileñas manos de derecha a izquierda, tarareando a veces alguna frase. Él cabeceaba en la silla, despertándose con una sacudida como si emergiera de la oscuridad a una súbita luz. Se puso en pie y anunció que debía irse a acostar o se le caerían los ojos. Ella fue a enseñarle su habitación, precediéndolo a lo largo de un pasillo con la luz de la lámpara arrojando sombras gigantescas por las paredes encaladas. Era un cuarto pequeño: puerta, ventana, cama y un aguamanil con una jarra y una toalla. En el reducido espacio, Johnny aspiró su aroma a violetas.

—Buenas noches, Johnny —le dijo, y se marchó dejando la lámpara. Se derrumbó en la cama y fue como si cayera por un negro pasadizo. En su sueño irrumpían las lejanas notas de un piano.

Se despertó al amanecer con ruidos de actividad en el corral frente a su ventana, por la que se filtraba algo de polvo y la voz del señor Maginnis lanzada en un largo monólogo. Había vuelto a dormirse cuando oyó el crujido de la puerta que se abría, y se incorporó precipitadamente a coger el Colt de la funda, colgada en el pilar de la cama.

—Soy yo —musitó la señora Maginnis. Él se incorporó tapándose con la sábana el desnudo torso y ella se sentó a los pies de la cama, ejerciendo una leve presión bajo él en el colchón. Y en tono normal, una silueta oscura frente a la grisácea luz de la ventana, anunció—: Frank se ha ido.

—Le he oído marcharse.

Ella se quedó mirándolo; Johnny aún no distinguía sus facciones, sólo su figura recortada como una Virgen.

—¿Cree que va a conseguir algo en Santa Fe? —se apresuró a preguntar. Estaba temblando.

—Supongo que le valdrá la pena el esfuerzo. Un poco estúpido, el bueno de Frank, pero es un hombre íntegro.

—¡Sí, ya lo creo que lo es, señora! —Tratando de controlar el vientre para detener los temblores, añadió—: Desde luego está empeñado en que se haga justicia.

Ella rió ligeramente.

—¡A veces me temo que desempeño un papel secundario al lado de esa dama de ojos vendados!

—En la vida del señor Maginnis hay unas damas preciosas —logró decir, y se sintió complacido oyéndola reír de nuevo.

—¡Eso es muy bonito, Johnny! —Ahora la distinguía mejor, allí sentada, con la cabeza gacha. Al cabo de un tiempo ella añadió—: Lo matarán. Le odian a muerte.

A la creciente luz veía el pálido plano de sus mejillas bajo su pelo recogido. Llevaba una bata azul. Tenía las manos cruzadas sobre el regazo.

—Pero tú, Johnny-A —le dijo—, ya no eres un muchacho, ¿verdad?

—No, señora.

—Salta a la legua. Una vez, en Florencia, en Italia, vi unas esculturas de Michelangelo, el gran escultor. ¡Miguel Ángel! —exclamó riendo—. No les faltaba nada, hombres surgiendo de grandes bloques de mármol. Saliendo de la piedra para cobrar existencia. Así es.

Él no sabía qué decir. Ella se frotaba los brazos como si tuviera frío, como si también estuviera temblando.

—Yo creía que era Joe Peake el que brotaba del mármol, pero estaba equivocada. Era Johnny Angell.

Se levantó de pronto, recortándose contra el pálido rectángulo de la ventana y se movió hacia la oscura vertical del umbral. Entonces se marchó, cerrando la puerta a su espalda. Tendiéndose en la cama, él emitió un jadeo, las manos remetidas fuertemente entre las ingles.

* * *

Era un viejo mexicano, calvo y de bigote blanco, con el sombrero en la mano.

—Tengo que decirte algo, Juanito.

Johnny cruzó con él hasta el otro extremo del corral desde donde Manuel estaba echando bosta de caballo a una carretilla con flanco de madera. Por la calle pasaba una carreta, la yunta levantando polvo, la parte de arriba de la alta cubierta visible sobre el borde de la tapia de adobe.

—Matarán al abogado cuando vuelva de Santa Fe —le informó el anciano.

—¿Cómo se ha enterado de eso, señor?

—Lo ha oído mi primo en la tienda, donde friega el suelo todos los días. Les ha oído hablar de eso esta misma mañana.

—¿A quiénes? —preguntó, recostándose en la tapia con una bota apoyada sobre dos ladrillos de adobe. Podía escuchar aquello con el ánimo sereno, mientras que poco antes temblaba como un cachorro con el moquillo.

—Al señor Enders, el sheriff y Jesse Clary, Juanito. Ésos, seguro. Y otros más, que no conoce.

Jesse había estado en Texas una buena temporada trabajando para las empresas que Boland tenía allí, y el hecho de que le hubieran mandado volver cuadraba perfectamente con lo que aquel tipo le estaba diciendo. Jota-Jesse siempre había sido «duro con la gente», como decían los mexicanos, y ésa debía de ser una de las razones por las que le pasaban la información a él, porque siempre se había portado bien con ellos.

—¿Ha escuchado su primo dónde iba a ser eso, señor?

—¡En este mismo sitio! Un hombre vigilará para ver cuándo pasa el señor Maginnis por Sheepshead Hill. Entonces se prepararán todos. Le dispararán aquí, justo al otro lado de la tapia. Ahí mismo. Se rieron cuando dijeron que lo harían aquí.

—Le conseguiré dinero por este favor, señor.

—No es necesario, Juanito. Lo hacemos por ti, y por el abogado. ¿Le avisarás, entonces?

—Sí, y a lo mejor los estaremos esperando aquí.

—Hay jóvenes que pueden venir, si es necesario. Esos hombres no son amigos de la gente.

—¿Cómo se llama usted, señor?

—Jesús Cárdenas. En la tienda de González sabrán dónde encontrarme. —Señaló con la mano en la dirección de la tienda mexicana, bien plantado en el suelo con las piernas separadas y las botas rotas. Se encasquetó de nuevo el sombrero, una sonrisa sombría abriéndose bajo el blanco bigote—. ¡Así que a lo mejor sorprendes tú a esos malvados, Juanito!

—Puede —dijo él—. Gracias, señor Cárdenas. El señor Maginnis también tendrá conocimiento de esto.

—Sabemos que lo que tú decidas estará bien hecho, Juanito —afirmó el anciano. Lo saludó y cruzó apresuradamente el corral.

Johnny esperó a Maginnis en San Elizario, a medio camino de Santa Fe. Había traído un Springfield y un Colt de más, aunque probablemente el abogado se negaría a llevar armas. No había dicho nada a la señora Maginnis de la peligrosa situación. Estaba sentado en el asiento de una vieja calesa que reposaba sobre sus muelles frente a la cantina, cuando Maginnis apareció por el polvoriento camino vestido con traje y montado en su negro caballo castrado, con la mula cargada detrás.

Maginnis lo miró sorprendido bajo el ala del sombrero, y luego, con desagrado, inquirió:

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Esperándolo, señor.

Ayudó al señor Maginnis a amarrar los animales a la baranda. Dentro de la cantina, bebiendo unas botellas de cerveza de El Paso, contó al abogado lo que le habían dicho, y sus planes.

Maginnis lo miró fijamente con los labios fruncidos.

—¿Y si me da por no creer esa historia que me traes?

—Bueno, señor, allá usted si se lo cree o no. Pero le estoy pidiendo que me deje acompañarlo a la ciudad, y que entremos por la parte de atrás.

—¡Eso no lo haré!

—Por delante, entonces.

—¿Y si digo que esos planes no me parecen pertinentes?

—Me ha dejado usted al cargo de la señora Maginnis. Estoy tratando de ocuparme de que no se convierta en viuda.

—¡Mi política consiste en tener fe en los procedimientos legales de este territorio hasta que tenga pruebas fehacientes de lo contrario!

—Sí, señor, ya las ha tenido con el asesinato del señor Turnbull.

Maginnis dio un largo trago de cerveza y se pasó el dorso de la mano por los labios.

—Sólo un rumor divulgado por un mexicano que probablemente ni entendió lo que estaba escuchando.

—Sí, señor, pero a lo mejor sí lo entendió.

Más allá, cerca de la puerta, el camarero mexicano estaba apoyado en el mostrador, mirando la sesgada luz del sol que entraba desde la calle. De las vigas colgaban retorcidas tiras de papel cuajadas de moscas. Maginnis dejó la botella en la mesa con un fuerte golpe.

—¡Me propongo entrar en Madison a caballo como si no albergara ningún recelo en mi espíritu!

Johnny había averiguado que era posible tener aversión a un hombre al tiempo que se le admiraba, pero era consciente de que el señor Maginnis estaba asustado.

—Sí, señor —le dijo—. Y yo me propongo entrar a caballo a su lado.

—Entonces, muy bien.

Ya mediada la tarde pasaron en torno a un cerro con un afloramiento rocoso en la cara norte que parecía el morro de una oveja. Cerca del camino de Santa Fe corría un río y pararon para que bebieran los animales. Johnny no vio señales de que ningún espía se dirigiera a la ciudad con la noticia de la llegada del señor Maginnis, pero la frente le hormigueaba con la sensación de que los vigilaban. El señor Maginnis se había pasado la tarde sombrío y silencioso. El sol se iba deslizando por el cielo, con el calor cubriendo a Johnny como una manta de lana, y con frecuencia se abanicaba la cara con el sombrero. Con su grueso traje, el abogado parecía inmune al calor. Cuando el camino torcía y se acercaba al río, se sentía una ligera brisa que soplaba desde los sauces.

Pasaron frente a las primeras casas de Madison, adobes de mexicanos, con niños morenos jugando a ambos lados de la calle, y mujeres morenas y regordetas fregando fuera. Cuatro hombres, de pie en el porche de la tienda de González, los vieron pasar. Reconoció a Jesús Cárdenas por el blanco bigote y se tocó el ala del sombrero con el dedo. Sacó de la funda uno de los Springfield y se lo puso de costado contra el pecho, mientras el señor Maginnis cabalgaba a unos diez metros delante de él, tirando del animal de carga. Dos mulas testarudas, pensó, la segunda con el cuello estirado por la cuerda que la conducía, la primera mirando al frente con una expresión que no necesitaba ver para saber cómo era.

Había dos carretas frente a Boland y Perkins, y, más allá, carros de granjeros parados bajo los árboles. El sol arrancaba destellos rosados en las ventanas de la segunda planta del tribunal, frente al que se veían pardas grupas de caballos allí amarrados. Notó que llevaba los labios fruncidos en un silencioso silbido mientras seguía más de cerca al señor Maginnis hacia su casa, cuya roja techumbre de tejas ya asomaba entre los árboles.

Giraba los ojos de un posible escondite a otro: las ventanas del tribunal, la densa sombra de la entrada, los escalones de arriba, una calesa estacionada frente al hotel, el solar donde se había quemado una casa, con una maleza espesa entre los árboles muertos rodeando la solitaria chimenea de ladrillo. Volvió a escrutar los seis escalones que llevaban a la puerta del tribunal.

—No pierda de vista esos arbustos de allí —dijo, alzando la voz lo bastante para que lo oyera el señor Maginnis.

El otro no le prestó atención; aún no había vuelto la cabeza a derecha o izquierda, que Johnny hubiera visto. La tapia que corría por la calle a lo largo del corral surgió a la vista, con el encalado adobe grisáceo a la sombra. En aquel mismo sitio, había dicho Jesús Cárdenas; les hacía gracia que fuese allí. Se adelantó hasta ponerse casi a la altura del señor Maginnis, faltaban unos cien metros para la tapia.

Localizó a uno entre los matorrales, cerca de la chimenea quemada, un sombrero negro entre una maraña de follaje que le recordó a un grajo avistado en un peral. Habría otro, por lo menos. El señor Maginnis hacía girar a la mula frente a la tapia para entrar por el portón. Vio el destello del cañón de un fusil que sobresalía por el último escalón del tribunal.

Se llevó el fusil a la cara y disparó dos veces, un momento antes de que surgiera humo sobre el escalón. Sin pausa, hizo otro disparo al hombre de la maleza, picó espuelas para ponerse al lado del señor Maginnis y darle un fuerte empujón, derribándolo de la silla y cayendo al suelo con él en un revuelo de gritos. Se puso apresuradamente en pie y apoyó el fusil en la silla del castrado, pero ahora sólo había silencio, ningún movimiento salvo su propio caballo que trotaba sin jinete calle abajo.

Metió al abogado a empujones por el portón entreabierto del corral, frente al pálido rostro de Pard, que estaba allí dentro con otros tres, todos con los fusiles apoyados en el borde de la tapia. Pard atrancó el portón en cuanto él entró.

—¡Al de la chimenea le has dado bien! —le gritó Carlito—. ¡Yo ni siquiera lo había visto, Juanito!

—¿Dónde estaba el otro? —gritó Pard.

—En los escalones del tribunal.

Maginnis se derrumbó contra la tapia al lado del portón, sin sombrero, la parte delantera del traje llena de polvo, con una mano dentro de la chaqueta como asegurándose de que aún le latía el corazón. Respiraba agitadamente, soltando el aire con las mejillas hinchadas como si hubiera estado a punto de ahogarse. Manuel Torres salió de la casa con una escopeta, y el pálido rostro en forma de corazón de la señora Maginnis asomó detrás de él.

—¿Algún herido? —preguntó Johnny, alzando la voz.

Nadie estaba herido a ese lado de la calle, salvo el señor Maginnis en su dignidad; además parecía que el abogado tenía un susto que no se le iba a quitar en algún tiempo.

—Tenías razón, Johnny —confesó, como si le costara trabajo decirlo.

* * *

Un bravucón amigo de Jesse Clary yacía entre los arbustos junto a la vieja chimenea. Muerto en los escalones del tribunal, encorvado sobre el Winchester, estaba el sheriff Pogie Smith.

El señor Maginnis se había desplomado en su butaca. Apenas se había sacudido el polvo del traje. Tenía las piernas estiradas y la cabeza colgando como un bulldog, y aún inflaba las mejillas y resoplaba continuamente, como si le costara trabajo respirar. Johnny, de pie junto a la butaca, miraba a los doce o quince hombres reunidos en el salón. La señora Maginnis estaba al piano, tocando; deseó que no lo hiciera.

—Esto es un absoluto fracaso del sistema judicial y policial —observó el señor Maginnis con voz jadeante—. ¡El peor de los desórdenes, un caos con malevolencia! Voy a pelear.

—¡Adelante, abogado! —exclamó alguien: Pard, según vio Johnny.

Se sentía un poco ridículo, de pie como una farola junto al señor Maginnis.

—Estoy en peligro —continuó el señor Maginnis—. ¡Y también Johnny…, tanto como yo! Johnny ha matado al sheriff. ¡El sheriff de este condado, que no sólo formaba parte de una conspiración para matarme, sino que él mismo era uno de los asesinos a sueldo! Todos estamos en peligro. Cuando asesinaron a Martin Turnbull no comprendí el alcance del mal que había infestado el condado. ¡Su magnitud me había velado los ojos! ¡Le debo la vida a este joven!

Puso una pesada mano en el brazo de Johnny y allí la dejó, apretando con fuerza.

—Sí, señor, pero ¿qué vamos a hacer ahora? —intervino alguien desde atrás.

—Va a venir mucha gente, señor Maginnis —anunció uno de los mexicanos.

—¡Bien, bien…, creo que nuestro único camino es la acción, caballeros!

—¿A qué clase de acción se refiere, señor Maginnis? —preguntó Paul Tuttle.

Johnny sintió alivio cuando el señor Maginnis le soltó el brazo. El abogado se irguió en la silla y dejó aquella tontería de resoplar inflando los carrillos. Deseó que la señora Maginnis dejara de tocar aquella clase de música.

—Está claro —dijo el señor Maginnis— que en este condado no existe un sistema jurídico coherente. Por consiguiente, sugiero que nos tomemos la justicia por la mano. Propongo que se reúna una fuerza de honrados ciudadanos del condado para detener a los señores Boland, Enders y MacLennon, así como al juez Arthur…

—¡A Jesse Clary también!

—¡A George Kimball!

—Sí, sí, a todos aquéllos que, según nuestro conocimiento, han participado en esta última afrenta —dijo el abogado, alzando las manos para llamar al orden—. Los conduciremos a Santa Fe, ante el gobernador…

—¡Mejor detenerlo a él también!

Hubo unas carcajadas entrecortadas.

—No me refiero al gobernador Dickey. ¡El presidente de Estados Unidos ha nombrado un nuevo gobernador!

Justo cuando Johnny se preguntaba en qué autoridad se basarían, el señor Maginnis continuó:

—Presentaremos a esos malhechores ante el nuevo gobernador. ¡Entonces tendrá que enfrentarse con los problemas de este condado, porque los tendrá entre las manos! ¡Deberá considerar la situación! —Hizo una pausa teatral, antes de concluir—: ¡Y tengo el convencimiento de que sabrá de qué lado está la justicia!

Hubo un silencio. Un instante después, todo el mundo estaba hablando a la vez. Johnny hizo una mueca mirando a la señora Maginnis, que se balanceaba pisando el pedal fuerte del piano. El señor Maginnis se puso en pie alzando de nuevo las manos. Hablaba de reclutar un ejército contra los malhechores, con hombres del sur del país, angloamericanos y gente. El campo contra la ciudad. A Johnny no le sonaba nada bien aquello, pero habría un montón de gente dispuesta a enfrentarse con los de la tienda. Y otros, sin lugar a dudas, lucharían a favor de Boland.

—Ellos también reclutarán gente —logró decir. El señor Maginnis no le prestó atención.

—No buscaremos la violencia —decía el señor Maginnis con su tono teatral, mientras su mujer tocaba con fuerza el piano—. ¡Pero si nos obligan, nos encontrarán preparados!

Aquello apestaba a Reguladores, pero Johnny no veía qué otra cosa podían hacer. Aguantarse o luchar.