13

De modo que Cutler volvió a la Hacienda de Las Golondrinas, los muros de adobe recortados contra la verde pana de los campos de agave, y los trigales meciéndose al viento como un mar dorado. Iba a lomos de su hermoso caballo, Malcreado, que le había salvado la vida, junto a la calesa cerrada, alquilada con conductor en Hermosillo para aquel triste viaje hacia el interior. No había avisado de su llegada, porque no sabía qué mensaje enviar. Pasaron por el enorme portón y se detuvieron a la sombra de los robles. El mayordomo de cuello ancho y ceño fruncido no lo recordaba.

—Soy el teniente Patrick Cutler —anunció—. Diga a don Fernando que salga.

El hombre balbució unas disculpas y se apresuró a entrar. Volvió con el anciano, que caminaba con más rigidez de la que Cutler recordaba. Tenía los dos lados de la cara paralizados de consternación, como si durante toda su larga vida se hubiera acostumbrado a esperar lo peor pero aún pudiera sorprenderlo alguna nueva forma de desgracia. Cutler lo abrazó: quebradizo como una astilla.

—Has venido, Patricio…, sin avisar… —Se retorció las manos en silencio, mirando la ventana cerrada de la calesa.

—No saldrá si sabe que yo estoy aquí. Si me ve, se pondrá a gritar.

—¡Ay, Madre de Dios! ¿Qué es lo que has hecho?

Don Fernando dio un paso hacia la calesa, pero titubeó; el arriero, con su sombrero de paja, seguía sentado con sus animales delante, contemplando la escena. Aparecieron otros: la gruesa doña Hortensia, tía de Ysabel; dos sirvientes con sus chalecos a rayas; el padre Juan, con las manos dentro de las mangas de la sotana, como un chino. Todos ellos parecían más estropeados de lo que Cutler recordaba, la realidad no tan grandiosa como la memoria del sueño, ya destruido. Se congregaron a la puerta de la calesa, la blanca cabeza de don Fernando más alta que la de los demás, cuando, antes de abrir la puerta, pronunció el nombre de su nieta.

Cutler dejó que los cascos de Malcreado repicaran por los adoquines del camino que separaba la casa grande de las cuadras, para esperar allí a que llevaran dentro a su mujer.

En la alta y fresca penumbra de la sala, los recargados marcos dorados de los retratos de la familia despedían reflejos de la luz que entraba por las altas ventanas. Estaban sentados en torno a una mesa, don Fernando frente a Cutler. Doña Caterina dormitaba en su butaca, con el pulido bastón a su lado. El padre se inclinaba sobre las manos entrelazadas, rezando ostentosamente, con la pálida calva reluciente. Doña Hortensia salió apresuradamente de la estancia al recibir la noticia de la muerte de su sobrina. Habían acostado a María en su cama, con sedantes.

—Ha sufrido mucho a manos de esos demonios, entonces —dijo don Fernando, carraspeando.

—Lo peor que he visto en la vida. Ella debe haberlo presenciado todo.

—Que Dios la perdone. Y a Pedro Carvajal. Ojalá haya estado en condiciones de morir con honor.

—Por los extremos a que llegaron los indios, creo que sí.

Cutler había tenido que ensayar todo aquello en el viaje por ferrocarril hasta México.

El padre Juan se removió y le lanzó una mirada con sus húmedos ojos negros. Don Fernando inclinó la blanca cabeza sobre las manos, también entrelazadas. Un pequeño ronquido emanó de la butaca de doña Caterina. Eso la despertó bruscamente, y miró a su alrededor con ojos confusos y brillantes.

—¿Sigue llevando al niño en su vientre? —quiso saber don Fernando.

—A juzgar por su figura, es evidente —observó el padre Juan—. Está ya de cuatro meses, ¿verdad, don Patricio?

Él asintió. Don Fernando lo miró con ojos centelleantes en la máscara de su rostro.

—¿Es hijo tuyo, Patricio?

El cuero cabelludo le picó de ira, pero pronto se le pasó.

—Sólo puedo creer que lo es. —Hubo un silencio cargado de tensión—. Se sentía bastante desgraciada. Cada día que pasaba era igual que el anterior, o peor. Yo lo achacaba a la vida en un puesto militar, y a la nostalgia por este lugar en el que transcurrió su infancia. En cierta ocasión me dijo que sólo uno podía traerle la felicidad. Creo que se refería… a su Hacedor. Pero mantenía correspondencia con su primo. He averiguado que él estuvo esperando en Jefferson City con dos peones hasta que ella le envió recado de que yo estaba ausente. Yo había salido con una columna a la reserva apache, donde hubo una escaramuza que acabó en fuga. Y esa huida trajo este horror como resultado.

—A veces me parece que Dios está muy lejos —dijo don Fernando con sus manos de grandes nudillos cruzadas sobre la mesa—. Y otras, no tanto.

—Nunca está lejos, don Femando —sentenció el padre Juan en tono de reprobación.

—Le pido que ruegue por el alma de Ysabel Gutiérrez y por la de Pedro Carvajal, padre.

—Celebraré una misa esta misma tarde.

—Y por la salvación de mi nieta y la criatura que lleva en sus entrañas.

—No faltaba más, don Fernando.

—Perseguimos a los renegados y acabamos con ellos —prosiguió Cutler—. No obstante, la mayor parte de los nahuaques, incluido el jefe, permaneció en la reserva, y ahora todo está tranquilo. Mi general me dio permiso para traer a María a su casa. El médico, que es amigo mío, dijo que de momento no se puede hacer nada. Posiblemente mejorará en los próximos meses. Tras el nacimiento del niño, quizá. Pero no sé si sus sentimientos hacia mí cambiarán alguna vez…, por razones que no alcanzo a entender.

La diminuta anciana lo miró inclinando la cabeza como un pájaro. La tragedia de María parecía preocuparla mucho más de lo que le había interesado su boda.

—¿Qué razones, señor? —preguntó con su imprecisa voz.

—Me traicionó. Como consecuencia de la traición, su amante murió de una forma horrorosa.

Doña Caterina asintió con la cabeza. El padre Juan se removió en la silla.

—Entonces, ¿sigue cumpliendo los votos matrimoniales, don Patricio?

—Sí.

—Comprendo tu posición, Patricio —terció don Fernando con voz fatigada—. Tu esposa y tú os hicisteis mutuamente los votos más profundos, y ella… —Hizo una pausa para contener la emoción—. Y sin embargo no era más que una niña mimada a la que le encantaba bailar.

—Debemos confiar en Dios —dijo el padre Juan, inclinándose sobre las manos entrelazadas.

—Confiaremos en Dios y en el consejo de los mejores médicos que pueda hacer venir de la capital.

—Hay hierbas de eficacia comprobada —gorjeó doña Caterina—. Consultaré con el curandero de San Gorgonio, que tiene mucha fama.

—Creo que cuando dé a luz, su mente empezará a sanar —afirmó el padre Juan—. Rogaré todos los días por ello.

—También rezaremos para que sea niño —añadió don Fernando.

Dos días después llegó el coronel Kandinsky, vestido con su uniforme gris de extravagantes bordados; se sacó de la manga un pañuelo de seda con el que se limpió el polvo de la cara antes de dar a Cutler un fuerte apretón de manos. Cutler se alegró de ver al jefe de los rurales, que parecía aportar una sensación de energía y resolución. Bebieron jerez con don Fernando en un frondoso patio en donde el follaje tamizaba la luz del sol. Kandinsky venía de visitar a María en sus aposentos.

—Muy mal —opinó, sacudiendo la cabeza—. Manifiesta un profundo fervor religioso. Pasa continuamente las cuentas del rosario. Todo entre una proliferación de avemarias. No quiero criticar al padre en estos momentos, ya comprenderán. Sin embargo no puedo creer que María no reconozca a su Lalla.

El coronel deambuló a grandes pasos con sus botas altas por las bruñidas baldosas hasta que se detuvo frente a la jaula del loro, poniéndose a observar al espléndido pájaro azul, rojo y anaranjado. Él llevaba el descolorido pelo cuidadosamente peinado con un tupé en la frente. Metió un dedo en la copa de jerez y lo introdujo entre los barrotes de alambre de la jaula. El pájaro avanzó de lado hacia él por la percha, abriendo el pico amarillo.

—Cuidado, amigo mío —advirtió don Fernando, desplomado en su alta butaca.

—Los rurales no temen a nada, ni a hombre ni a bestia —aseguró Kandinsky.

El loro inclinó el pico hacia el dedo húmedo, lo tocó con la lengua, semejante a un bola gris, y retrocedió de costado. Kandinsky rió entre dientes, secándose el dedo con el pañuelo de seda.

—Yo preferiría las avemarias a los gritos —dijo Cutler.

Kandinsky, que seguía paseando, frunció el ceño y se detuvo frente a él.

—En México también hemos tenido experiencias con apaches —le dijo—. Y, en mi posición, yo he tenido más que la mayoría de mis conciudadanos. Le ruego que considere lo que voy a decirle, Patricio. ¿Por qué no ha sufrido María el mismo destino que Ysabel? Es bien sabido que los apaches toman como cautivas a mujeres jóvenes, y también a niños, en el convencimiento de que es bueno traer sangre nueva a la tribu. También sabemos que los salvajes respetan a los locos, creyendo que poseen magia y al mismo tiempo que están poseídos por la magia. Hay muchos relatos de víctimas; enloquecidas por los horrores que han presenciado, han salido libres de daño. Y también de aquéllas que han escapado a su destino fingiéndose locas.

»Postulo lo siguiente. A María no la salvaron los gritos, que reserva para su marido, sino las avemarias y el rezo del rosario. ¡Alzando el sagrado crucifijo, rezando en voz muy alta, fingiendo fervor religioso, en realidad! Tras haberse salvado de esa forma de los salvajes, intenta protegerse de otras cosas desagradables con el mismo método. Por obra de ese continuó fingimiento, ha caído parcialmente en el estado de lo fingido. —Se inclinó hacia Cutler antes de proseguir—: Yo he conocido a muchas mujeres en mi vida, señor. En muchos países, a lo largo de mi carrera como condottiere. En Polonia, Londres, París, en toda Italia, en México. He llegado a comprender que la demencia siempre acecha a las mujeres más cuerdas. Y la cordura a las más locas, por supuesto.

—Según parece, el simple hecho de verme agudiza su afección hasta el extremo —repuso Cutler.

—El tiempo todo lo cura —sentenció don Fernando en un murmullo.

Igual que Las Golondrinas le había parecido más destartalada en esta visita, encontraba a don Fernando más viejo y delicado; pero con respecto a su anciana hermana, que parecía más animada ante la tragedia, se sentía confuso. Sin embargo, permanecía el afecto engendrado en aquella primera visita.

—¿Cuándo vuelve a Estados Unidos, Patricio? —preguntó Kandinsky.

—Mañana, mi coronel.

Kandinsky alzó su copa.

—Los que servimos a la nación, tenemos nuestras obligaciones. Y también hay deberes del corazón. ¡Por nuestros quehaceres, señores!

Cutler alzó su copa. Don Fernando cogió la botella forrada de cuero.

—Vamos a terminarla, amigos míos.

—He hablado con el general Ordaz sobre la persecución en el interior de nuestras fronteras, asunto que preocupa a su general Yeager —informó Kandinsky—. No vemos motivos para molestar a Porfirio Díaz por una cuestión tan baladí. Nuestras conclusiones, extraoficiales, naturalmente, se han transmitido al gobernador Molino. Incursiones de la especie que nos ocupa deberán tolerarse, ciertamente. Tal vez sería mejor decir que no deberán tenerse en cuenta. Si bien tales incursiones no se aproximarán a ningún lugar habitado, y se interrumpirán cuando se pierda el contacto efectivo con los salvajes o en caso de entrar en contacto con soldados mexicanos. ¿Cree que eso satisfará a su general?

—Creo que sí, coronel.

Don Fernando, alto y encorvado, se puso en pie para vaciar la botella en las copas que ellos le tendían. Kandinsky volvió a alzar la suya para brindar.

—¡Saludo al heredero de Las Golondrinas!

Por la mañana, Cutler fue a despedirse de su esposa. Estaba sentada en una silla junto a la ventana, de espaldas a él, la cabellera caoba desplegada sobre los hombros de la bata. Una sirvienta le cepillaba el pelo, mientras María alzaba la cara hacia la luz, que entraba a raudales por la ventana.

De pronto apartó bruscamente a la criada y se volvió hacia él. Su precioso rostro, desfigurado hasta la fealdad, ya no era el de una muchacha. Se sintió indefenso ante el áspero grito de horror que salió de su garganta, un sonido tan espantoso y retumbante como aquel fragmento de la canción de la muerte de los nahuaques atrapados: no estentóreo, sólo prolongado, grave, profundo. Por encima de la boca abierta con la lengua ululante, sus ojos eran enormes, negros, desprovistos de expresión.

* * *

De vuelta en Fort McLain se encontró con que un consejo de guerra había condenado a muerte a Benny Dee. Sam Bunch le aseguró que no había podido hacer nada. Percy Robinson llegó de Santa Fe para notificar a Cutler que el general no interferiría en la sentencia de Benny Dee. Cargado de espaldas, de roja nariz, el secretario del general sacudía la cabeza en la habitación de Cutler, en los alojamientos de oficiales solteros.

—Cree que no puede hacer nada.

—Supongo que lo considera culpa mía.

—Digamos que habría sido mejor que no hubiera pasado. Ésta es la única ocasión en la que un rastreador apache ha quebrantado su juramento. El general no desea dar la impresión de que quiere tapar el incidente, pero considera que sus enemigos lo han utilizado para desacreditar su política. Ha sido una contrariedad.

—Y para Benny Dee, también.

—Práctica militar —resumió Percy, suspirando. Cogió el ejemplar de la Anábasis de la mesa de mármol donde estaba la lámpara—. El querido amigo Jenofonte.

—Esas páginas encierran una buena cantidad de práctica militar —dijo Cutler—. Y buena parte de ella, errónea, además.

Percy soltó una carcajada y asintió, hojeando el pesado y pequeño volumen.

—Permítame explicarle el punto de vista apache sobre la práctica militar —prosiguió Cutler—. Puede transmitírselo al general.

—Pat, Pat.

—Mis hoyas dicen que ojo pálido es incapaz de leer las señales porque no se agacha a mirar. Hay un término que designa unas rodillas que no se doblan, pero lo he olvidado. Quizá sea ésa una práctica degradante.

—Desde luego que se lo transmitiré, Pat; es interesante —repuso Percy—. Bueno, también hay en la historia cosas interesantes que aprender. —Hizo un gesto hacia el libro—. ¿Sabías que la batalla de Cunaxa ilustra tanto el vigor como la vulnerabilidad de la potencia ofensiva de la caballería?

—No, no lo sabía.

—Artajerjes desplegó su caballería en una posición muy avanzada con respecto a su ejército, disfrazando sus movimientos al tiempo que se mantenía informado de los de Giro. En consecuencia, adquirió una ventaja inicial que casi le aseguró la victoria. No obstante, al recibir la carga de Ciro en posición estacionaria, su línea fue rota por una fuerza cuyo número sólo era la décima parte del suyo. Lo que demuestra la potencia de la caballería en el ataque, y su debilidad en la defensa. ¿De acuerdo, Pat?

—¡Ah, sí, de acuerdo!

—Pero después de ese triunfo, Ciro fue incapaz de agrupar su caballería. Claro que era una hazaña difícil, con hombres y caballos excitados por el combate y la perspectiva del botín. Ese fallo le costó a Ciro la batalla. Y la consiguiente campaña demostró claramente la interdependencia de la caballería y la infantería. Sin una buena infantería, los persas no podían atacar a los mercenarios griegos, que sólo llegaban a la cuarta parte de sus propias fuerzas. Sin caballería propia, los hoplitas no podían ni pensar en atacar a los persas.

—Un duro camino de regreso a casa para Jenofonte.

Percy le sonrió cansadamente.

—Alejandro pronto demostraría la irresistible eficacia de un ejército en el que esa interdependencia se aprovecha al máximo.

Cutler esperó a que concluyera.

Percy emitió un suspiro y dijo:

—El general lamenta mucho lo de tu mujer, Pat.

Él asintió con la cabeza.

—Tal como le escribí, el coronel Kandinsky dice que tenemos una autorización informal para efectuar persecuciones más allá de la frontera.

—Desde luego espera que no haya necesidad. Según parece Caballito está contento en Bosque Alto. A menos que la Oficina decida trasladar a los franjas coloradas de nuevo a San Marcos.

—Es decir, a menos que pretenda aniquilarlos.

—¿Vamos a tomar un vaso de whisky al puesto comercial, Pat?

—Muy bien. Han vuelto a hablarme. Parece que han levantado el Silencio. Algo que aprenden en la Academia —añadió.

—Comprendo tu resentimiento, Pat.

Bebiendo whisky, Percy confió a Cutler que determinados políticos se habían puesto en contacto con el general para preguntarle si le interesaría una candidatura para un alto cargo gubernamental. El general había escrito cartas para comprobar el apoyo de que disponía.

Cutler soltó una carcajada que le dolió en el pecho.

—¿Es una perspectiva tan ridícula? —preguntó Percy, frunciendo el ceño.

—Lo que resulta divertido es que no sea ridícula —contestó él.

* * *

Habían suspendido el Silencio a raíz de la tragedia de su mujer, que, desde luego, relacionaban con su desesperada cabalgada en busca de refuerzos cuando la columna del comandante estaba sitiada en Bosque Alto. Sam Bunch también había reivindicado que los sierraverdes no se habían unido a la lucha del Soñador precisamente por la intervención de Cutler con respecto a la balanza trucada de la Agencia. Cutler, sin embargo, consideraba que el principal motivo de su perdón era la rebelión de Benny Dee, que había hecho descender una muesca el prestigio del general Yeager. Los oficiales que no aprobaban la insistencia de Yeager en el empleo de rastreadores apaches tenían ahora pruebas de que en cada corazón indio acechaba un renegado. Por su parte, Petey Olin lo había perdonado simplemente porque su mujer y él se habían mudado de nuevo al Alojamiento n.° 5, abandonado por el teniente Cutler y su señora.

Cuando recibió el telegrama en el que don Fernando le comunicaba que era padre de un chico, hasta el capitán Smithers le dio la enhorabuena. Un crío mestizo, suponía que dirían, pero de todos modos ordenó una caja de Veuve Cliquot en la tienda, y una tarde en la que Sam Bunch había bajado de Bosque Alto, dio una celebración en el salón de oficiales en honor del heredero de Las Golondrinas.

Bunch —con sus anchos hombros, cara enrojecida y su bigote de pirata— le hizo compañía frente al mostrador adoptando cierto aire protector, según interpretó Cutler. Brindaron por la salud y una larga vida con el pálido y burbujeante líquido, sin enfriar. Sabía que Sam y Bernie Reilly estaban preocupados porque llevaba unos meses bebiendo demasiado. Tenían razón.

—¡Y éste por la madre del muchacho! —brindó el médico—. ¿Cómo está la madre, Pat? ¿Han servido de ayuda esos famosos médicos de Ciudad de México?

—¡Mejor, mejor! —contestó él, con una sonrisa forzada fija en la cara.

Sus camaradas le sonreían con el vaso en alto, aunque el comandante se había excusado alegando obligaciones, y el capitán Smithers parecía preocupado. Había tomado la costumbre de fingirse borracho cuando no lo estaba, y a veces era incapaz de separar causa y efecto.

—Una vieja y enorme fortaleza allá en Sonora, según me lo han descrito, Pat —dijo Olin, con su pecoso rostro reluciendo a la luz de la lámpara.

—¿Cómo es que hablas mexicano tan bien, Pat? —le preguntó Jud Farrier.

—Ya te lo he dicho. Me crié en una casa de putas mexicana —contestó, haciendo una mueca a Bunch, que le respondió con otra.

Otros se rieron ante su payasada; de él, por supuesto, no con él. Naturalmente, sólo era un oficial chusquero que carecía de las espléndidas ventajas de ellos, con sus Tácticas de Caballería y la batalla de Cunaxa estudiadas en la Academia. En su fuero interno se dijo que no le importaba su desdén, porque no podía compararse con el suyo. Pensó en anunciarles que a su hijo le habían puesto el nombre del amante muerto de su mujer: Pedro —antes de toda una serie de nombres de pila católicos—, Pedro Cutler.

—¿Qué tal te va con tu espía secreta? —preguntó en cambio a Sam Bunch.

—Muy bien —contestó Bunch, sacudiendo la cabeza al mismo tiempo.

—¿Le ha decepcionado alguno de sus niños mimados, Cutler? —le dijo Smithers con su acento de Alabama, al otro extremo del mostrador—. ¿Qué tal le ha sentado?

—Mal, Smithers —contestó él—. No puedo hablar de ello. Por cuestiones de servicio. Política superior y todo eso. Órdenes de mantener la boca cerrada.

¿Por qué se ponía a hablar de eso? Sería bueno que cerrara el pico ahora mismo, que era lo que Bunch le estaba diciendo con su fulminante mirada.

—¿Qué quieres decir, Pat? —preguntó Jud Farrier.

—La mujer de ese tipo es nahuaque. Él está allí de visita cuando se presenta un pelotón de soldados azules disparando. Él devolvió el fuego, como sólo un apache habría hecho.

Hubo un silencio. Le agradó haber perdido de nuevo el apoyo de sus camaradas oficiales; de pie en la barra, o sentados a las mesas, parecían incómodos, furiosos o sólo confusos, algunos aún con la copa de champaña en la mano. Champaña para los amigos y látigo para los falsos amigos. Bunch lo cogió del brazo.

—Vamos, Paddy. No nos metamos en más líos. —Con una botella verde en la otra mano, condujo a Cutler hacia una mesa. Cutler se sentó con mayor brusquedad de la que pretendía. Inclinándose hacia él, Bunch, apretando los labios, le espetó:

—¡Sabes perfectamente que ese pequeño y asqueroso hoya estaba ausente sin permiso!

—¿Se me ha olvidado mencionar eso?

—¿Qué coño te pasa? —inquirió Bunch, mirándolo de una forma que obligó a Cutler a apartar la vista—. Es que no puedes soportar los buenos momentos, ¿verdad? Todo el mundo está celebrando contigo el nacimiento de tu hijo. ¿Por qué tienes que ser el hijo de puta menos apreciado de todo el puesto?

—Podría sentirme ofendido si no tuvieran un buen motivo para odiarme a muerte. ¡Podría leerles las cartas que tengo de Emily Helms!

—¡Qué malas pulgas tienes, cabrón!

—Me siento más a gusto con mis hoyas de cara sucia que con vosotros. ¡Brindo por el Gran Batallón Gris del Hudson!

—¡Joder! —exclamó Bunch.

Bernie Reilly se acercó para sentarse con ellos a la mesa.

—¡Brindo por tu hijo, Pat! —Bernie chocó su copa. Sus amigos lo miraban con preocupación. Pero Cutler no necesitaba amigos.

—Gano un hijo y pierdo a uno de mis rastreadores —repuso él.

—La semana que viene, ¿verdad? —preguntó Bernie.

Habían levantado el patíbulo frente al mástil, en el centro de la plaza de armas, el blanco palo y las mustias franjas rojas y blancas de la enseña nacional dominando la horrible estructura. Benny Dee, desnudo salvo por el taparrabos, estaba en cuclillas bajo la soga, que caía con su lazo y su grueso nudo. Dos soldados permanecían en posición de firmes detrás de él, a un metro de distancia. Nadie arrojaba sombra al sol de mediodía. Cutler daría la señal.

Sudando brandy al calor, gritó:

—¡Aten.... CIÓN!

Los escuadrones A y E se pusieron firmes, duras facciones bronceadas bajo las viseras ladeadas, dispuestas en líneas paralelas hacia él. Se había ordenado a los exploradores que asistieran al procedimiento, y tanto sus hoyas como los sierraverdes de Bunch estaban formados a su espalda. Bunch se erguía rígidamente junto a ellos, sus exploradores vestidos con limpio algodón y una cinta roja en la frente, con aspecto más castrense que los de Cutler. Los hoyas parecían mugrientos en comparación, salvo por el elegante Nochte con su vistoso sombrero de paja. A la derecha de Cutler estaban el capitán Smithers y el alférez Hotchkiss, sustituto del asistente Pizer.

Cutler había pedido prestado el sable a Jud Farrier. Cuando lo desenvainó, los dos soldados dieron un paso al frente para poner en pie a Benny Dee y ajustarle el lazo en torno al cuello. La cuerda y el nudo abultaban demasiado para una persona tan menuda. Benny Dee permanecía en calma, con las manos atadas a la espalda, una tenue coloración tintándole las mejillas. Cutler no podía distinguir su expresión a aquella distancia. Uno de los soldados puso una bolsa negra sobre la cabeza del explorador, asegurándola con un nudo. Los dos soldados dieron un paso atrás, esperando la señal del teniente Cutler, Nantan Tata. Él alzó el sable.

Cuando lo bajó de golpe saltó la trampa y Benny Dee desapareció. La cuerda osciló, luego se estabilizó y quedó tirante. Cutler envainó el sable. El sudor le resbalaba de la barbilla y le humedecía el cuello. Esperó, aunque no había razón para que los hombres siguieran más tiempo en posición de firmes. Salvo que acababan de ver cómo ejecutaban a un hombre. El coronel había pregonado las virtudes de que los exploradores presenciaran la muerte de uno de los suyos, que había quebrantado su juramento. Cutler siguió contemplando la cuerda durante un largo momento antes de dar media vuelta y mandar a la tropa que se retirase.

Se dirigió al patíbulo, agachándose para entrar por la pequeña puerta practicada detrás de la plataforma. Dos soldados, con el torso descubierto reluciente de sudor en aquel horno bajo la estructura, habían cortado la cuerda para bajar el cadáver, que ya estaba en el ataúd. Bernie Reilly tenía el estetoscopio en la mano.

—Hola, Pat.

—¿Muerto como es debido?

—A las doce cero seis. ¿Cómo se lo han tomado los exploradores?

—Probablemente no les ha parecido más incomprensible que cualquiera de las demás cosas que hace el ojo pálido.

—El asesinato ritual les resulta tan familiar como a la raza anglosajona —dijo Bernie, enjugándose el rostro con su pañuelo de colores—. Bueno, cerradlo, clavad la tapa. Será mejor ponerlo bajo tierra antes de que empiece a pudrirse. Y larguémonos de aquí antes de que nos pudramos nosotros.

Uno de los soldados colocó la tapa del ataúd de pino sobre el menudo cadáver del indio, y el otro empezó a poner los clavos.

—¿Me permites que te invite a un whisky, Pat? —dijo Bernie, enjugándose el rostro.

* * *

Tras informar al coronel de la muerte de Benny Dee, Cutler se reunió con el médico en el salón del puesto comercial. Sam Bunch y Jud Farrier también estaban allí.

—¿Ya está contento Abe? —inquirió Bunch—. A lo mejor quiere convertirlo en algo habitual…, ¿una vez a la semana?

Cutler supuso que debería hacerle gracia que Sam, dando instrucción a su compañía de exploradores sierraverdes, hubiese adquirido tan firmes simpatías como él hacia los salvajes cobrizos. El coronel Dougal los odiaba, aborrecía a cualquiera que no fuese de piel blanca, detestaba la necesidad de depender de ellos para cualquier cosa. La rebelión de Benny Dee le había procurado una gran satisfacción. Sólo le faltó agradecer a Cutler la comisión misma del delito.

—El pequeñajo murió como un valiente, diría yo —opinó Farrier—. Claro que es imposible saber en qué están pensando.

—Pensaba en que iba a morir —dijo Cutler. Cogió el vaso de whisky que le tendía Bernie y fue a sentarse. Bernie lo acompañó. Bunch se quedó con Farrier frente al mostrador.

—¿Alguna noticia de México?

Don Fernando le había escrito en una anticuada caligrafía española, de trazos altos, angulosos, de difícil lectura e insegura interpretación. María pasaba el tiempo rezando. Se recogía en oración muchas veces al día en la capilla de las Heridas de Cristo. Confesaba sus pecados al padre. El niño era precioso. Cuando le daban de mamar parecía una persona formada. Seguramente al cabo de un año habría desaparecido toda aquella locura. En ese año debía ir a Las Golondrinas a ver a su precioso hijo, Pedrito, que era suyo y de María.

—Su abuelo dice que el niño es muy guapo —dijo Cutler—. Le he contestado preguntándole si tiene picha, brazos y piernas.

—Es una tragedia —repuso el doctor, apurando su whisky. Sus facciones desiguales y sudorosas tenían una expresión grave—. Pero las tragedias pueden rectificarse por sí solas.

—Bueno, han trasladado al cabo Brent.

—Ese pobre hombre. —Bernie lo miró fijamente—. ¿Y cómo estás tú, Pat?

Logró esbozar una sonrisa.

—Mejor.

—He pensado que tú también deberías solicitar el traslado.

Sacudió la cabeza. Yeager nunca le dejaría marchar.

—¿Todo tranquilo en la reserva? —preguntó Bernie, como adivinándole el pensamiento.

Las cosas casi estaban demasiado tranquilas. Caballito no le había citado con nuevas quejas desde el asunto de la balanza, y, salvo por la visita de Percy Robinson, todo estaba también tranquilo en Fort Blodgett, con el general más preocupado por consideraciones políticas que por los asuntos apaches. Si presentaba la dimisión para que lo designaran candidato a un puesto del gobierno, el teniente Cutler dejaría de ser ayudante de campo a cargo de una patrulla de rastreadores hoyas y del bienestar de los sierraverdes en Bosque Alto. Al teniente Cutler, en realidad, probablemente lo destinarían al Decimotercero de Caballería, al mando del coronel Abraham Dougal.

Al cabo de poco volvió a su habitación, un cubículo más bien, en los alojamientos de oficiales solteros, donde casi no hacía tanto calor como en el recinto inferior del patíbulo donde había perecido Benny. Se estaba acordando de Lily Maginnis. Joe Peake había resultado muerto en una de aquellas pequeñas y brutales escaramuzas vengativas en las que se había convertido ahora la «guerra». Se decía que Johnny Angell era el cabecilla de las fuerzas pro-Maginnis; ¿o eran anti-Boland? Supuso que el guapo y menudo pistolero sería el último en ser recibido en la biblioteca de Lily. A veces el deseo que sentía de ella se convertía en una necesidad física, como la del vientre vacío, o en el ansia de la boca reseca hacia el agua. ¿Se contenía para no ir a Madison debido a esos nuevos celos, o a causa de su mujer loca y de su precioso hijo, Pedrito?

Lo despertaron en la oscuridad unos golpes de alguien que llamaba a la puerta con insistencia.

—¡Señor! ¡Teniente Cutler, señor! —Un sargento de alta estatura del Escuadrón D se inclinaba sobre él con aire inquieto—. ¡Será mejor que venga, señor Cutler!

Sin saber siquiera qué hora de la noche era, cruzó apresuradamente la plaza de armas, iluminada por las estrellas, siguiendo al sargento. No había encendida ninguna ventana aparte de la suya, a su espalda. Poco a poco fue surgiendo el patíbulo, una masa de sombras que servía de base a la pálida vertical del mástil. El farol del sargento arrojaba luz al frente, a izquierda y derecha. Casi habían llegado a la plataforma cuando Cutler vio la soga, tan tensa como si no hubiesen retirado de ella el cadáver de Benny Dee. Aquel peso, sin embargo, no había pasado a través de la trampa, sino que colgaba en el aire: un fardo de ropa vieja, parecía a primera vista. Pero era una squaw. ¿Cómo había logrado suicidarse así? Encaramándose al cadalso y saltando, con la cuerda alrededor del cuello. Ni siquiera tenía las manos atadas.

—¡Es una puñetera squaw! —dijo el sargento con voz estrangulada. La alumbró con el farol: el cuello horriblemente estirado, las manos atrapadas en el dogal—. Cómo ha podido llegar hasta ahí, me gustaría saber. Cómo…

La mujer nahuaque de Benny Dee.

—Es su mujer —dijo él—. Corte la cuerda, bájela y ocúpese de que la entierren a su lado.

—Pero si no es…, ¿qué demonios hace aquí, señor? ¡Una squaw apache! Qué…

—¡Un ser humano! —replicó él ferozmente—. ¡Haga lo que le digo!

—¡Señor! —repuso el sargento, asombrado.