12

Lo que descubrieron fue lo siguiente: treinta y dos hombres componían la partida a la que el sheriff Pogie Smith había dado carácter oficial para detener al señor Turnbull y embargar el rebaño en disputa. Al no encontrar al inglés en el rancho se separaron, el sheriff y otros nueve para buscar el rebaño, mientras el grupo más amplio se dirigía al rancho de Joe Peake con la esperanza de encontrar allí al señor Turnbull. Enseguida saltaba a la vista el hecho de que el grupo más numeroso había ido en pos del hombre y el más pequeño, del rebaño.

Los cuatro de delante habían sido Clay Mortenson, Bert Fears, Cory Helbush y Ed Duffy. Los cuatro que habían cometido el crimen. En el cuerpo principal de la partida, había algunos que creían que el señor Turnbull había empezado a disparar de buenas a primeras. Y otros estaban escandalizados ante el descarado asesinato.

Lo que Johnny quería saber era de dónde les habían venido las órdenes. A Clay Mortenson, de Pogie Smith. A Pogie, del juez Arthur, que había emitido los mandamientos judiciales, y de Neill MacLennon, que los había solicitado. En nombre de Ran Boland. Había otro nivel, compuesto por Jake Weber, en Santa Fe, que tenía hipotecas de la tienda y sus propiedades, y el gobernador Dickey en persona. Le cansaba pensar más allá de Ran Boland y la tienda, y remontarse a la Red.

Había discutido con Joe sobre el hecho de que la partida adoptara desde el nombre de Reguladores, porque no tenía ni el más mínimo derecho a llevar ese nombre, el mismo que el viejo señor McFall puso al grupo armado que organizó, y tampoco le gustaba que actuasen fuera de la jurisdicción del condado de Jefferson, que era la que les correspondía y en donde habían prestado juramento. Eran quince, la mitad empleados del señor Turnbull y la otra mitad vaqueros y pequeños rancheros del sur del condado, algunos de ellos gente de McFall. Jack Grant no se había ofrecido voluntario, probablemente porque Jota-Joe estaba a la cabeza de aquellos Reguladores.

Atraparon a Cory Helbush y Bert Fears en un salón de Three Rivers, tan fácil como hacer la o con un canuto.

Aquel mismo día, de vuelta a Jefferson City, se encontraron con el teniente Cutler y sus exploradores, que seguían la pista de unos renegados nahuaques. A la hora de cenar, se detuvieron a preparar algo de carne y unas judías y hacer café en un sitio donde había sombra y agua. A Cory y Bert, sin embargo, los habían dejado al sol. Como consideraba que aquello no estaba bien, los ayudó a ir a gatas hasta donde había una zona de sombra, poniéndose en cuclillas para hacer a Cory unas preguntas que le interesaban.

—¡Yo no hice nada! —exclamó Cory. Sin afeitar, con el rostro brillante de sudor, no hacía más que remover los hombros para aliviar las molestias de tener las manos atadas a la espalda—. ¡Maldita sea mi estampa, se me está cayendo el puñetero brazo, Johnny!

—¿Quién os pagó?

—¡Ya te lo he dicho y vuelto a decir! ¡Nos tomaron juramento como ayudantes del sheriff, todo legal, para que trajéramos al inglés y aquel rebaño! ¡Clay le dijo que traíamos papeles para llevárnoslo, y él se puso a gritar y escupir plomo!

—¡Eres un embustero! —dijo Bo Becker, aproximándose. Golpeó a Cory con el cañón del fusil, mientras el preso gemía y retorcía aún más los hombros—. ¡Sabemos lo que pasó!

—Entonces, ¿para qué me dais la lata?

Rieron algunos de los otros, que, recostados en torno a la hoguera, observaban cómo la cafetera y la carne humeaban en la rejilla. Bert yacía de costado con la cabeza mirando para otro lado, enfermo. Había vomitado sangre porque le habían sacudido en el estómago con la culata de un fusil.

Johnny deseaba que Bo se alejara y los dejara en paz. Dijo a Cory:

—Dinos quién os pagaba.

—Te lo he dicho. El condado, sueldo de ayudante del sheriff.

—Cuéntanoslo todo —le instó, allí agachado, mirándolo a la cara desde muy cerca. Con el rabillo del ojo veía a Joe, que paseaba de acá para allá al otro lado de la hoguera, haciendo tintinear las espuelas. Los caballos estaban trabados más allá, en la espesa maleza. Cory chilló cuando Bo le retorció el cañón del fusil en las costillas.

—¡Será mejor que contestes a Johnny!

—Para el carro, ¿quieres, Bo? —Nunca entendía a la gente. Él trataba de que Cory le dijera algo que tuviera sentido, y entonces venía Bo a darle con el fusil, poniéndolo furioso, asustándolo.

—Vaya, ya sé que eres un tipo de cuidado, Johnny-A —dijo Cory con voz entrecortada—. Has matado a cinco hombres, ¿o eran nueve? ¡Pero yo no te tengo miedo, Johnny-A!

—Nunca te he dicho que debieras tenerlo. Sólo quiero saber quién os pagó para que matarais al señor Turnbull.

—¡Vas a matarnos de todas maneras!

Joe se acercó y se quedó mirando a los dos prisioneros, con los brazos cruzados y los labios fruncidos, como si olieran mal.

—¡Fue Clay! —dijo Bert con voz apagada—. Clay le disparo.

—¡Cierra el pico! —le gritó Cory, que volvió a chillar cuando Bo le dio una patada en el muslo. Tras despotricar un poco, añadió—: Qué coño se podía esperar, con el inglés escupiendo plomo…

—Johnny encontró su Colt, y no lo habían disparado —terció Joe.

Tendido de costado con las manos atadas a la espalda y la mejilla contra el suelo, Bert dijo:

—Sacó el arma como si fuera a usarla, así que Clay le disparó.

—¿Y cómo es que recibió un tiro por la espalda? —inquirió uno de los que estaban junto a la hoguera.

—Supongo que Clay le tenía cubierto por detrás cuando desenfundó —contestó Bert con su voz cansina y apagada.

—Van a matarnos, Bert —aseguró Cory.

—Vosotros no haríais eso, chicos, estoy convencido —dijo Bert con su tono cansino. Alzó la cabeza hacia Johnny con los ojos vidriosos en su cetrino rostro.

—Decidnos quién pagó —les instó Johnny. Quería que lo dijera cualquiera de los dos; no deseaba ponerles las palabras en la boca, asustados como estaban.

—¡A lo mejor sólo os cortamos los cojones y los guisamos para cenar! —gritó Pard Graves desde más allá.

—Sé que sólo estáis de broma, muchachos —dijo Bert.

—Sencillamente no puedo creer que haya alguien tan estúpido —observó Joe con voz ahogada. Hablaba así desde el asesinato del señor Turnbull—. Lo único que teníais que hacer era coger su Colt, disparar al aire y tirarlo al suelo. Pero no, simplemente lo dejasteis allí. Y la piedra con la que alguien le aplastó la cabeza, también.

Cory maldijo en voz baja hasta que Bo le dio una patada.

—Bueno, pues fue Clay —confesó Bert—. Le tenía ganas al inglés. Me lo contó una vez pero he olvidado por qué. Fue Clay, desde luego. Os habéis equivocado, muchachos.

—Lo que yo quiero saber —insistió Johnny en tono paciente—, es quién pagó a Clay para que lo hiciera. ¿Cómo es que ibais vosotros cuatro delante?

Bert se limitó a sacudir la cabeza, con la mejilla rozando el suelo, mientras se le caía baba por la boca abierta.

—¿Quién?

—Es que no sé a lo que te refieres, Johnny. Nos nombraron ayudantes con todas las de la ley para que nos lleváramos al inglés y el rebaño. Él sacó el Colt…

—¡Embusteros! —gritó alguno.

—Dime quién os pagaba.

Bert siguió sacudiendo la cabeza. Con muy mal aspecto, aún parecía tener más miedo a los de la tienda que a ellos. Allí, en cuclillas, tratando de mantener la cabeza serena, Johnny olía cómo se estaba haciendo el café.

—¿Tendrá algún sentido dar de cenar a esos cabrones, Joe? —dijo Cookie.

—No mucho —contestó Joe, meciéndose sobre los talones.

—¡Os ahorcarán a todos, hijos de puta! —gritó Cory.

Aún agachado, Johnny se acercó más a Cory, que jadeaba y sacudía los hombros.

—Lo que quiero saber es una cosa: ¿dijo Ran Boland o Henry Enders a Pogie que querían muerto al señor Turnbull? ¿Y Pogie os dijo a Clay Mortenson y a vosotros… todo eso?

Cory se le quedó mirando con la boca abierta, la gallina mirando a la serpiente.

—¡No me das miedo, Johnny-A! —musitó.

—Lo que quiero saber —insistió pacientemente Angell—, es lo que Pogie Smith os dijo a vosotros cuatro. A quienes, en principio, es muy difícil imaginar que nombren ayudantes del sheriff para formar una partida. ¿Os encargó que matarais al señor Turnbull?

No recibió respuesta. Era consciente de que todo el mundo lo estaba observando, esperando en silencio a que continuase. Bo permanecía erguido con el fusil hacia abajo, apuntando a Cory, Joe de brazos cruzados como si tuviera frío, los demás junto al fuego.

—¿Dónde están Clay y Ed? —preguntó Pard, alzando la voz.

—Creo que se han ido a Texas, muchachos —contestó Bert.

—¿Y por qué, vamos a ver? —dijo Joe—. ¿Si todo se hizo de forma legal y correcta, incluido lo de disparar en la nuca al señor Turnbull y aplastarle luego los sesos con una piedra?

Bert no contestó.

Johnny empezó a dar a Cory codazos en el hombro hasta que abrió los ojos, estremeciéndose como un alevín.

—Quiero saber si Pogie Smith os encargó a los cuatro que matarais al señor Turnbull.

—Puede que se lo dijera a Clay —musitó Cory—. No vas a dejar que nos maten, Johnny…, ¿verdad?

—Será mejor que cacéis a Clay, muchachos —dijo Bert, más animado—. Clay os lo podrá decir.

—¿Decirnos qué? —preguntó Joe con una áspera risa.

—Eres tan guapo como una chica, pero puedes ser la pura maldad, ¿verdad, Johnny-A? —dijo Cory, mirándolo de frente.

* * *

Cuando volvieron de Jeff City, con todo aquello solucionado, Johnny y los tres peones de Turnbull que habían cabalgado con los Reguladores se dirigieron a Arioso para el gran baile de máscaras que estaba en boca de todo el mundo: Pard, su mejor amigo, con sus bromas y su alocada manera de ser, Carlito el mexicano, que llevaba la guitarra por si alguien le pedía que tocara alguna canción, y Paul Tuttle, un joven callado que se tornó aún más silencioso tras la temporada de los Reguladores.

De los villorrios que en el sur del condado llamaban placitas, Arioso era el más cercano a las tierras del señor Turnbull, y el más grande también. Había chicas bonitas allí, de suave piel morena, falda de volantes y pequeños y preciosos pechos, que fumaban cigarrillos y reían y coqueteaban: las cinco chicas Soto, hijas de don Teodoro, el presidente del pueblo, y la hija mestiza de Pete Fulton, alcalde de Arioso en alternancia con don Teodoro, que había vivido toda la vida entre mexicanos, dirigía un negocio de animales de monta y carros fuertes. También iban chicas de la ciudad, y primas y amigas de los ranchos del sur del condado que acudían a la fiesta. Quien ansiara la compañía de norteamericanas de piel blanca, no tendría suerte en los territorios, porque las de las grandes ciudades como Santa Fe y Tucson no se relacionaban con vaqueros. Johnny Angell no podía imaginar chicas más deliciosas que las de Arioso.

Cabalgaron hacia el oeste siguiendo la pista de la sierra, al norte de los desfiladeros donde se encontraban las ruinas de los Antiguos. Aún había luz por la parte occidental del horizonte, con el sol metiéndose tras las montañas, y alrededor todo eran peñas ruginosas, ocotillos y saguaros como semáforos del ferrocarril. Todos eran conscientes de que no debían mencionar a Cory Helbush ni a Bert Fears para no aguarse la fiesta en el baile del pueblo.

—¡Ya llegamos, chicas! —gritó Pard, picando espuelas y tirando de las riendas a la vez, de modo que su poni brincaba y se ponía de lado. Ya lo había repetido en varias ocasiones mientras se acercaban a Arioso.

—¡A esas chiquitas bonitas les encanta bailar con un vaquero! —dijo Carlito.

—Nada de peleas, ¿eh, muchachos? —advirtió Johnny.

—¡Nada de peleas, no, señor! —coreó Pard—. ¡Vaya idea!

Solían emborracharse los tres, y muchas veces Pard se ponía quisquilloso. Ahora se reían de sus bromas, y pensó en el placer de pensar que iban al baile, y en las preciosas chicas de Arioso. Le encantaban los bailes de máscaras, aunque con frecuencia adivinaban quién era, incluso con antifaz, debido a su corta estatura. Soltó una carcajada de felicidad. La risa también era una especie de embriaguez. Tenía que ver con una liberación de las responsabilidades, las vejaciones y demás cargas que conllevaba el ser hombre; risa, chicas bonitas y amigos leales para disfrutar con ellos y cuidar de ellos cuando se emborrachaban.

Pero en la pista de la sierra, en la creciente penumbra, riendo con sus amigos, tuvo una súbita visión, extraña e incompleta: Joe muerto, y Pard gravemente herido, y —con el corazón en un puño, como si lo viera desde muy lejos— otro tendido en el suelo, muerto, con las manos cruzadas sobre el pecho y el destello de una medalla de plata entre los dedos.

Y supo que era de aquella guerra. La visión fue tan vívida que soltó un sollozo, y luego una carcajada más alta para disimularlo.

El baile ya había empezado en la plaza, entre la tienda y la cantina, con flores de papel adornando la fachada de los edificios, unidos por serpentinas de papel de colores. Brillaban los faroles de papel, y en el estrado tocaba una banda de guitarras, violines y dos trompetas. Las parejas daban vueltas, moviéndose con gracia: ermitaños, conquistadores, payasos, moros, grandes damas de la corte, chicas con antifaz, caretas rojas y azules, todas con vestidos de encaje. Bailaban con jóvenes mexicanos y vaqueros, con máscara y sin ella. Había chicas con antifaz y mujeres mayores sentadas en los bancos, mirando.

Pard lanzó otro grito y exclamó:

—¡Oh, preciosas mujercitas, aquí estoy!

Desmontaron, trabaron los caballos y echaron a andar por la calle adoquinada hacia la plaza, los tacones de las botas resonando al ritmo de la música. En la tienda vendían máscaras de cartón piedra.

Johnny se rezagó un poco para observar a los norteamericanos que había por allí; por lo visto, todos eran tipos del sur del condado, amigos y conocidos; allí no había que preocuparse de encontrarse con el sheriff ni con matones de Madison. A veces veía a Jack Grant en aquellas fiestas, reconocible a pesar de la máscara por medir más de uno noventa y estar como un palillo.

La primera chica que se puso en su camino, de labios rojos, llevaba un antifaz negro y blanco, y flores rojas remetidas en una diadema de cabello negro, Valentina Soto, sin duda alguna. La sacó a bailar, maravillado de la flexibilidad de su cintura, que abarcaba con el brazo. Ella lo miró riendo, los ojos moviéndose como ratones tras los agujeros del antifaz.

—¡Hola, Juanito el Ángel! ¿Has venido a bailar conmigo?

—¡He venido a bailar con todas las señoritas!

Ella le soltó una carcajada en la oreja, y se balancearon al ritmo melancólico, ligeramente agrio, de «Cielito Lindo». Pard y los otros habían entrado en la tienda; querían comprar máscaras.

Bailó con las demás hermanas Soto, inseguro de quién era quién tras el antifaz. Reconoció a Elizabeth Fulton, que llevaba una máscara blanca de calavera con redondas manchas carmesíes en labios y mejillas; era de su misma estatura, la chica más delgada de Arioso, muy atrevida con la máscara puesta, ella, que solía ser tan tímida como flaca. Uno de los camareros de la cantina, con un sucio delantal blanco, se acercó a él, serpenteando entre las parejas que bailaban, para decirle que don Teodoro deseaba hablar con él.

En la barra había un grupo de muchachos mexicanos y vaqueros, bebiendo, muy amigables porque todos eran del sur del condado en aquella competencia que existía entre la ciudad y el resto del territorio. Lo saludaban diciendo «¡Eh, Johnny-A!», «¡Buenas, Juanito!», «¡Contigo estamos a salvo, Johnny!», y «¡No irás a dejarla ahora, para que se te enfríe!». Él les devolvía el saludo con la mano o los llamaba por su nombre, cuando lo sabía. Al pasar frente a ellos sintió en la espalda aquel hormigueo de atención que le agradaba y disgustaba a la vez, como al marcharse de la galería de tiro aquel Cuatro de Julio en Jeff City.

En la trastienda de su cantina, don Teodoro Soto se levantó de la silla como una mostachuda ballena de traje negro, ofreciéndole una mano semejante a un almohadón para que la estrechara. El alcalde de Arioso le sonrió con sus finos labios oscuros, pero sus ojos, perdidos sobre los gruesos carrillos, sonreían menos.

—¡Cuánto me alegro de verte, Juanito! Siéntate, ¿eh? ¿Un vaso de buen whisky conmigo?

—Sólo un dedo, señor Soto —le dijo. Al sentarse, su revólver resonó de forma alarmante al chocar con el brazo de madera de la silla—. ¡Disculpe!

El alcalde caminó como un pato hacia la repisa de la chimenea y sirvió Old Crow en dos vasos, tendiéndole el menos lleno.

¡Salud!

¡Y pesetas!

¡Y vida larga!

¡Y muchas muchachas!

Ambos rieron, y don Teodoro maniobró su enorme trasero para sentarse de nuevo en la silla. En las paredes colgaban cuadros de metal con escenas pintadas de la Biblia. Y también un óleo enmarcado de Cristo con la corona de espinas y regueros de sangre. Detrás del escritorio había una rechoncha caja de caudales.

—¡Eres un gran héroe, Juanito!

—No veo ningún motivo.

—Sí, sí, la gente, nuestro pueblo, quería mucho a don Martin, esa buena persona. ¡Descanse en paz! Y no les gustan esos hombres poderosos de Madison, que hicieron eso. Porque también han sido muy crueles con la gente.

—Claro, ya lo sé.

Dio un sorbo de whisky; no le agradaba el sabor, ni tampoco sus efectos. Le gustaba tener la cabeza despejada. Afuera, la banda, que había estado en silencio, volvió a tocar de nuevo con un lamento de trompetas: «Cucurrucucu, Paloma».

—Somos buenos amigos, Juanito —dijo don Teodoro, inclinándose hacia él—. Has sido buen amigo de la gente. ¡El Angelito!

Algo quiere, pensó él.

—Voy a contarte algo que me preocupa —anunció don Teodoro.

—Adelante —repuso él, deseando estar fuera, bailando. Aún tenía que buscarse una máscara. Se frotó un sitio que le picaba en la espalda contra el respaldo de la silla.

—Inglaterra gobernaba este país tiempo atrás —prosiguió don Teodoro, en tono de maestro de escuela—. Se libró una gran guerra. En aras de la libertad y la justicia, ya sabes. Muchas mujeres y viudas tristes. Después, al cabo de veinte años, ¿cuánta libertad y justicia hay en este país más que en Canadá, que no ha combatido por esas preciosas damas? No mucha, me parece a mí.

No sabía adonde quería ir a parar don Teodoro.

—Mira, España gobernaba en México. Se libró una guerra terrible, en aras de la libertad y la justicia. ¿Cuánta justicia hay ahora en el desgraciado México? Yo creo, Juanito, que ninguna guerra por la libertad y la justicia vale las horribles cosas que se han hecho en la batalla. Y tampoco hemos capturado nunca esas preciosas damas que perseguíamos. ¿Sabes de qué estoy hablando, amigo mío?

—Bueno, pues supongo que no lo entiendo bien, señor Soto.

Tenía la impresión de que había llegado a una posición en la vida en la que estaba obligado a escuchar lecciones sobre libertad y justicia cuando él prefería bailar con chicas bonitas.

—Es bien sabido que el señor Boland está enfermo —continuó el alcalde—. ¡Muy enfermo! Puede decirse que se merece su suerte por los muchos crímenes que ha cometido. Se va a morir pronto, Juanito.

—Dicen que su nuevo socio es un tipo con el brazo lisiado, tan simpático como una osa.

Soto lo miró con inquietud, respirando fuerte, las ventanillas de la nariz hinchándose y estrechándose. Apuró el whisky de un trago.

—Escucha, Juanito. Tengo muchos amigos en el viejo México. Esos amigos odian Estados Unidos. ¿Y por qué? Hay muchos insultos, muchos agravios, mucha arrogancia. Sin autorización, la caballería persigue a los indios en territorio mexicano. Grupos revolucionarios se reúnen en Texas, o en el territorio de Arizona, y hacen incursiones en México esperando que caiga el gobierno de don Porfirio. Todas las semanas, todos los días, los periódicos de México vienen llenos de rumores de guerra con Estados Unidos. ¿Sabes lo que digo a mis amigos?

—Supongo que les dirá que con la guerra no mejorarán las cosas.

—Sí, eso es lo que les digo —reconoció el alcalde, con tristeza. Se levantó, se dirigió a la repisa de la chimenea y, adoptando una expresión melancólica, se quedó allí de pie con la mano en el cuello de la botella de whisky, y preguntó—: Amigo mío, ¿puede cambiarse la vida de esos dos hombres, muertos a tiros por la ley fuga, por la vida de don Martin?

—Joe va a tener que ocuparse de Clay Mortenson —dijo Johnny, en tono más duro de lo que pretendía—. Según parece, Ed Duffy ha salido del país.

—Entonces, yo lo veo así. Habrá un intercambio por Clay Mortenson. A lo mejor es Joe Peake, o tú, Juanito. Y al final los otros acabarán con el señor Maginnis, porque ya ves, es un juego de ajedrez, y de él será de quien se encarguen al final. Pero los peones y los reyes desaparecerán, hasta que no quede ninguno. —El alcalde se sirvió otro vaso de whisky y prosiguió—: Hace diez años andaba una mala pandilla por el condado, Juanito. Quizá hayas oído hablar de ella, el cabecilla era Davey Stovall. Odiaban a la gente.

Había oído hablar de la banda de Stovall, desde luego.

—Se presentaban en una placita y causaban problemas. Algunos de nuestros jóvenes decidieron que había que enfrentarse con la fuerza a aquellos bandidos, porque no eran mejor que los apaches. Así que hubo un tiroteo y uno de la banda resultó muerto. En represalia atacaron un baile en Corral de Tierra, donde murieron tres chicos y una chica.

»Fui a ver al señor Boland y le pedí que acabara con Davey Stovall y su banda. No sé lo que hizo, pero aquellos bandidos se marcharon a Texas y no volvieron nunca más. Si no se hubieran ido, nuestros jóvenes habrían matado a más, y ellos también; hasta que se terminara la partida de que te hablaba.

Se calló, de pie frente a la repisa con su enorme vientre, sus gruesas piernas afilándose hasta acabar en unos zapatos de ciudad, negros, brillantes.

—Bueno, las cosas son así, ve usted —dijo Johnny, con la mayor soltura que pudo—. Ran Boland mandaba en el condado de Madison desde los tiempos antiguos, así que estaba en condiciones de decir a Davey Stovall que se largara, y Stovall no tenía más remedio que obedecer. Pero cuando el señor Turnbull se convierte en un estorbo y no quiere marcharse, entonces lo matan de un tiro y le aplastan la cabeza con una piedra. Ahora bien, puede ser que Clay Mortenson haya pensado en hacer un favor a Ran Boland. Y el juez, lo mismo, dictando órdenes de detención y mandamientos de embargo sobre un rebaño que el señor Turnbull había comprado, pagando buen dinero por él.

Don Teodoro asentía con la cabeza como si estuviera pensando en otra cosa.

—Ahora que me acuerdo —dijo Johnny—, Clay Mortenson fue miembro de la banda de Davey Stovall durante un tiempo.

El alcalde se santiguó, en silencio. Johnny se puso en pie.

—Bueno, será mejor que vaya al baile antes de que saquen a todas las chicas guapas.

—Seguimos siendo amigos, Juanito —proclamó don Teodoro, haciendo una pequeña reverencia mientras le estrechaba la mano.

Más tarde, tras subir la escalera del pajar, con la máscara de payaso puesta sobre la cabeza, acarició los pechos de Valentina Soto hasta que sus pezones parecieron diminutos dedos bajo la palma de sus manos. Apartó a un lado la fría medalla de la Virgen de Guadalupe para besarla entre medias.

—El terrible pistolero Juanito el Ángel besa el pecho de Valentina —dijo ella con una risita—. Dime, ¿también besa Juanito ahí a Adelita, Celestina, María Dolores y Carmen, y a Elisabeta Fulton?

Alzó la cabeza para besarla en la boca, que emitía un agradable olor a cigarrillos.

—Sólo a Valentina.

—¿Y no a Elisabeta, que es como un chico por ahí? —insistió, riendo tontamente.

—A Elisabeta, no.

—¿Ni a Celestina?

—Celestina es muy católica.

—Elisabeta suspira por el Angelito, el famoso pistolero de preciosos y tristes ojos.

—Valentina tiene el pecho más bonito —dijo él, acariciándole de nuevo los pezones mientras ella suspiraba y se estiraba. Le retuvo la mano, sin embargo, cuando él intentó deslizarla bajo sus enaguas.

—¡Prohibido! Nuestra Señora protege lo que hay abajo.

—¿De los ángeles?

—¡De los pistoleros! —dijo ella, riendo, y le apartó la mano con firmeza. Estaban tumbados uno junto a otro en la paja de dulce olor mientras la banda tocaba tristes canciones de amor en la plaza. Era en Elizabeth Fulton, que nunca le había descubierto sus pechos, en quien estaba pensando.

* * *

Fanny Peake les sirvió tortitas, filetes y café negro, mientras Joe permanecía erguido en la silla a la cabecera de la mesa con el ceño fruncido, el pelo lacio y brillante peinado hacia atrás, y una camisa azul recién planchada. Johnny y Pard se sentaban a un lado del capataz, Carlito al otro, llenándose la barriga, sin hablar mucho hasta que el café hizo efecto. Alguien había visto a Clay Mortenson por los alrededores de Bosque Alto, y se disponían a ir por él.

Chuckie jugaba en una manta india que habían extendido sobre el suelo de tablones. Tenía un muñeco de vaquero que Joe le había construido con carretes de hilo vacíos atados con un cordel, y una bolsita de judías por cabeza. El vaquero de carretes montaba un caballo de paja, de aquéllos que tan bien hacían los mexicanos.

Fanny dejó otra fuente de tortitas y se quedó plantada con las muñecas dobladas en las caderas, mirando a Joe con la cabeza baja.

—¡Sólo quisiera creer que sabes lo que estás haciendo, Joseph Peake!

—No te preocupes, Fan —repuso Joe.

Tenía poco aguante, pero Johnny nunca le había visto estallar frente a su mujer. Cuando le daba la lata, le salía una arruga en la frente, como si tratara de acordarse de algo que se le escapara de la memoria. Ahora estiró el torcido cuello, frotándoselo con los nudillos.

—¡Encárgate de que vaya con cuidado, Johnny!

—Sí, señora —contestó él.

—No me gusta, sencillamente —continuó Fanny Peake—. La última vez el sheriff Timmons os nombró ayudantes como es debido, pero ahora os dais muchas ínfulas y ni siquiera os molestáis en pedírselo.

—¡Ínfulas! ¡Ja! —dijo Pard, sonriendo.

—El gobernador ha sustituido a Timmons —dijo Joe—. Además, dicen que no tardarán en sustituir a Dickey; parece que hay demasiadas pistolas disparando por aquí. —Sonrió a su vez.

—Crees que todo es un juego de niños, Joe Peake —le reconvino Fanny.

Johnny vio cómo Pard y Carlito atacaban las tortitas, fingiendo que no oían discutir a Joe y su mujer. Él elegiría con los ojos cerrados a una de las chicas de Arioso antes que a una norteamericana del Este. Por lo que él había visto, Fanny era una gruñona, una quejica que protestaba por todo, pero para Joe valía más que un montón de lingotes de oro.

—Me gustaría saber que sois más de tres —prosiguió Fanny—. ¡Es un pistolero peligroso, de mala fama!

—Vamos a pasar por el rancho de los Bateson —dijo Joe con la boca llena—. Allí habrá bastantes más.

Fanny se dirigió a la cocina, donde humeaban más tortitas, pero volvió enseguida diciendo:

—Bueno, si pasáis por ahí necesito que me traigas un recado de Riveroaks. Por lo visto gastamos dos paquetes a la semana de ese café Arbuckle. Podemos ahorrar dinero si lo compras fresco y dejas que lo tueste yo.

—La última vez quemaste todo el paquete —repuso Joe. Se puso en pie, limpiándose los labios con la servilleta—. Venga, vámonos, si estáis todos preparados.

Johnny y Pard se levantaron, haciendo chirriar las sillas.

—¡Pa! —dijo Chuckie que, sentado en la manta, levantó el muñeco y empezó a agitarlo.

Desde Riveroaks se dirigieron a las estribaciones de la sierra siguiendo el borde de la reserva. Un mexicano amigo de Carlito había visto a Clay Mortenson cerca del aserradero de Cooper, en las inmediaciones de Bosque Alto. Probablemente Clay pensaba sustraer algunas reses apaches. Todo vaquero con intenciones de robar ganado había subido a echar una mirada al magnífico rebaño de los sierraverdes, aunque nadie ignoraba que estaba bien guardado.

—Antes o después Clay tenía que hacer planes con el rebaño de Caballito —dijo Joe.

—Me conformaría con ver a los franjas coloradas persiguiendo a Clay con un cuchillo de trinchar —dijo Jimmy Bateson.

Todo el mundo estaba alegre aquel día. Tras la desaparición de Ed Duffy, la labor de los Reguladores concluiría si atrapaban a Clay Mortenson. El sol apretaba más que un colchón caliente, pero desde las colinas venía una ligera brisa que refrescaba el rostro; ahora eran seis, se les habían sumado Chad y Jimmy Bateson y Paul Tuttle. En el aserradero, la mujer de Cooper daba de comer a los viajeros por unas cuantas monedas.

Ascendieron en fila india entre viejos y larguiruchos pinos. Johnny señaló la presencia de dos apaches montados en ponis caretos que los observaban desde un cerro, con aquella especie de examen mudo e implacable propio de los indios. Desde allí se distinguían las franjas coloradas en sus mejillas. La visión de aquellas franjas habían provocado en otros tiempos un ataque al corazón a algún colono, buscador de oro o vaquero: los sierraverdes ni siquiera necesitaban desperdiciar una bala o desenfundar el cuchillo. Caballito era famoso por sus escapadas sangrientas, aunque eran los nahuaques, al otro lado de la reserva, quienes se habían fugado recientemente.

Joe alzó la mano en señal de paz y uno de los apaches devolvió el gesto.

—¡Diablos de cara pintada! —masculló Chad Bateson mientras cabalgaban hacia el pañuelo de humo que ondeaba sobre el aserradero.

Estaban comiendo en la cocina de la señora Cooper, cuando Carlito se levantó de la mesa y se agachó frente a la ventana, señalando. Todos se pusieron en pie a la vez, chocando unos con otros, y Johnny tuvo que alzarse de puntillas para ver por encima de los hombres, más altos, que tenía delante. Por el sucio cristal vio a Clay Mortenson, que, a lomos de una mula, se dirigía hacia ellos. Llevaba el sombrero negro aplastado en la cabeza y un fusil apoyado en la bota, y se bamboleaba al paso de la mula como si hubiera estado todo el día rastreando el rebaño sierraverde.

Clay y Jota-Jesse Clary eran compinches, pájaros de la misma clase que en un principio habían llevado una vida decente en Texas, trabajando en lo primero que se les presentara, pero se fueron endureciendo cada vez más, como el callo que hace una bota demasiado estrecha. Se pasaban el tiempo en cantinas o salones aguando la fiesta a todo el mundo, buscando las vueltas a resentidos y amargados, y así fue como contrataron a Clay Mortenson para echar de sus tierras a un granjero atrasado en los pagos a un establecimiento de usura. Aquella primera vez, hizo como si le gustara aquel tipo de trabajo, pero después ni siquiera tuvo que fingirlo.

El barbudo rostro de Clay miró a derecha e izquierda y luego al frente, así que los otros se apartaron de la ventana. Afortunadamente habían trabado los caballos en la parte de atrás. Clay llevaba un pañuelo de colores atado al cuello, camisa de franela y chaleco desabrochado, los herretes de la bolsa de tabaco colgando del bolsillo. Se detuvo frente a la baranda para desmontar y atar la mula. Con el fusil en la mano echó a andar por el sendero con las piernas separadas y paso despreocupado, desapareciendo al doblar la esquina del edificio.

Joe se ajustó la cartuchera, y, sin decir palabra, abrió la puerta de una patada y salió. La señora Cooper, que estaba frente al fuego, se llevó las manos a la garganta, como para sujetarse la cabeza. Los demás siguieron a Joe, con Pard y Johnny cubriendo la retaguardia.

Johnny percibía el olor del miedo, más intenso y acre que el de la carne, las patatas y los nabos de la cocina de la señora Cooper. El sudor oscurecía la camisa de Carlito. Las cuatro espaldas bloqueaban la puerta. Por encima del hombro de Chad, vio que Clay Mortenson subía al porche, el pie alzado pero detenido sobre el escalón, poniendo cara de póquer al verlos. Clay se llevó muy despacio la mano a la barba para rascarse.

—Vaya, hola, Joe. Chad. Jimmy. Chicos.

—¡Clay Mortenson —dijo Joe en voz demasiado alta—, hemos venido a detenerte por el asesinato de Martin Turnbull!

Desde su reducido ángulo de visión Johnny observó las duras facciones del barbudo rostro de Clay, la cicatriz en el pómulo como una estrella de tres puntas. Clay se pasó la lengua por los labios; de izquierda a derecha por el inferior, de derecha a izquierda por el superior.

—Pero Joe, tú no tienes autoridad para detener a nadie.

—¡Arriba las manos, Clay! —gritó Joe, y Chad dio un codazo en el vientre a Johnny al sacar el Colt. Johnny se echó bruscamente a un lado, chocando con Pard y quitándolo de en medio mientras la puerta estallaba con todos gritando a la vez y, detrás de ellos, la señora Cooper chillaba sin parar.

Los Reguladores se aglomeraron, retirándose a la cocina, cerrando de golpe la puerta al entrar. En momentos como aquél Johnny lo percibía todo con mucha lentitud: Joe con el Colt humeante, pálido y con la boca abierta; Jimmy sujetándose la mano derecha, de la que chorreaba sangre; Carlito bloqueando la puerta con el hombro; Paul dando un traspié, y Chad con el revólver humeante, empuñándolo con ambas manos.

—¿Qué ha pasado? —gritó Pard—. ¿Qué coño ha pasado?

—¡Le he dado en el vientre! —dijo Chad.

—¡Mirad mi mano! —gritó Jimmy.

Johnny cogió bruscamente la mano de Jimmy, de la que no dejaba de manar sangre, se quitó el pañuelo y lo envolvió en torno al muñón del pulgar. En un momento de silencio oyó gemir a Clay al otro lado de la puerta, luego un ruido de algo que se arrastraba y un portazo. Supo que era la puerta de la antesala del aserradero.

—¡Joder! ¡Joder! ¡Joder! —mascullaba Jimmy entre dientes, sujetándose en el pecho la extremidad herida con la mano izquierda. Los demás continuaron la retirada hacia el interior de la estancia. La señora Cooper había desaparecido. Cogieron los fusiles.

Johnny vio que Joe no sabía qué hacer.

—Se atrincherará en el molino —dijo.

Joe lo miró con aire aturdido.

—Iremos por detrás y dispararemos por las ventanas.

—Si tiene un balazo en el vientre le podríamos dejar en paz.

—¡Le he dado en la tripa, eso seguro! —dijo Chad, comprobando la carga de su Springfield. Jimmy se sentó a la mesa, inclinándose sobre la maltrecha mano y gimiendo como un cachorro herido.

Parecía que Joe estaba recobrando el dominio de sí mismo y, al tiempo, haciéndose cargo de la situación.

—¡Afuera! —ordenó Joe, irguiendo los hombros. Enfundó bruscamente el revólver y cogió el fusil—. ¡Vamos, Johnny, tenemos que hacerle salir de ahí!

Se encogió de hombros ante la enloquecida mirada de Joe; no quería discutir su autoridad en aquellos momentos. Fuera, el sol era agobiante, y los otros se pusieron el sombrero como si fuera un yelmo. Del armatoste del molino se elevaban nubes de humo por la alta chimenea. Clay seguiría en aquella antesala, dolorido, moribundo y peligroso como un oso herido.

Joe dio la vuelta a la esquina con Johnny, donde tomaron posiciones detrás de una pila de troncos. Resonó un disparo que levantó astillas a su espalda. Joe envió a los demás a los costados del molino; Johnny y él se quedaron detrás de los troncos. Johnny consideró un momento la situación, luego echó a correr por el espacio abierto hasta un montón de herrumbrosos cacharros del molino: herramientas gastadas, cuchillas circulares y comederos de chapa ondulada. Se agazapó allí, desde donde podía cubrir la ventana de la antecámara desde un ángulo mientras Joe se ocupaba del otro. El fusil de Clay Mortenson se asomó, moviéndose a uno y otro lado. Arrodillado tras el montón de chatarra, entre el que surgían verdes ramilletes de campanillas, Johnny aprestó el fusil y esperó.

A la lenta claridad vio que el sombrero de Joe se elevaba como un bizcocho en el horno, la mitad de su rostro visible sobre los troncos, por donde seguidamente salió el fusil con la culata pegada a su mejilla. Antes de que Johnny pudiera gritarle una advertencia, el sombrero voló por los aires. La cabeza de Joe quedó por un instante al descubierto, con una mancha de sangre brillándole en la frente; luego su rostro desapareció.

—¡Te di! —gritó Clay Mortenson desde la ventana, echándose hacia delante y surgiendo en el punto de mira de Johnny.

* * *

De los dos muertos en el molino de Cooper, ambos de un balazo en la frente, y Clay Mortenson con otro en el vientre, uno fue enterrado allí mismo, al otro lo subieron a su caballo envuelto en mantas para conducirlo a su casa.