11

Al día siguiente, a primera hora de la mañana, el comandante Symonds condujo a dos escuadrones de caballería por el valle del Encinal hacia las colinas de Bosque Alto. El trompeta, Dandy Bill y el asistente cabalgaban con él. El teniente Farrier iba al frente del Escuadrón F, el teniente Olin, del H, los soldados siguiendo a sus oficiales en columnas de a cuatro. A su paso dejaban una pálida polvareda que se extendía hacia el sureste. Cutler, sobre Malcreado, cabalgaba a barlovento de la columna. Se había acostumbrado a confiar en su caballo, que erizaba las orejas ante la voz de su amo.

—Fíjate en el Comandante de Hierro —dijo—. A la brida. Empeñado en dar una lección a los diablo indios.

El comandante cabalgaba como si fuera una armadura atada al caballo, los hombros rígidos, el vientre metido, el puño cerrado sobre el muslo. De cuando en cuando se incorporaba sobre los estribos, lanzando una mirada a su espalda para asegurarse de que nadie se rezagaba. Junto a la pierna llevaba el sable envainado. En las guerras contra los indios el sable llevaba muchos años sin emplearse, pues sólo era útil en los combates cuerpo a cuerpo que, con mucho sentido común, los indios evitaban a toda costa. El oficial que desenvainara el sable en el punto de mira del fusil de retrocarga de un apache, sólo podría blandirla una sola vez.

El sendero seguía por el anguloso risco, con recortados afloramientos de piedra y tramos de arena amarilla. A sus pies se veía en los pastos ganado que bien podría haber sido el «rebaño milagroso» de Boland, y más allá había un terreno en declive salpicado de mezquites enanos, oscuros contra la pálida tierra. Desde una cornisa más elevada los vigilaba un indio montado en un poni gris. Desnudo hasta la cintura y de tupida cabellera, Cutler no alcanzó a ver si llevaba franjas en las mejillas. Al cabo de unos minutos, giró en redondo y desapareció al otro lado del risco.

La columna se alargó en fila india cuando el sendero se estrechó entre los pinos de más arriba, con trazos de sol y sombra alternándose sobre los soldados. Desde el tercer risco ya veían a sus pies la ranchería nahuaque, las wickiups rematadas con trozos de tela, lonas y descoloridas partes de tiendas de campaña. Cutler vio que mujeres y niños salían apresuradamente cuesta arriba por el otro extremo de la pedregosa hondonada. Guerreros jóvenes, montados y a pie, los seguían más despacio, deteniéndose cuando el cuerpo principal de caballería apareció a la vista. Todos los apaches iban armados con fusiles.

Bunch, con un sombrero de ala ancha nada castrense, instó a su alazán a subir por la gradiente de pizarra para ir al encuentro del comandante. Tenía el mostachudo rostro enrojecido por el sol y el esfuerzo.

Symonds se irguió sobre los estribos para decirle, alzando la voz:

—¿Ha recibido un mensaje del coronel para que mantenga a sus exploradores al margen de esto, capitán?

—Lo he recibido, señor. Señor, creo que debe parlamentar con Águila Joven y Nakay-do antes de bajar ahí.

—¡Tengo mis órdenes, capitán! Debemos llevarnos al hechicero.

—Esos tipos se han quitado la camisa, están buscando lío —observó Jumbo Pizer, señalando con el dedo. Había transmitido su nerviosismo al caballo, que caracoleaba mientras él tiraba de las riendas.

Symonds hizo una señal a la columna para que avanzara, y empezaron el descenso hacia la hondonada, los caballos resbalando sobre la pizarra. Bunch miró a Cutler y puso los ojos en blanco. Avanzaron hacia la ranchería, y evolucionaron entre las primeras chozas. Todas estaban vacías. Cutler sintió que le dolían los hombros de la tensión, consciente del semicírculo de guerreros que los observaban con el torso desnudo entre las peñas de arriba.

—¿Qué pasará con los sierraverdes si se produce un enfrentamiento? —preguntó, poniéndose al lado de Bunch.

—Creo que se quedarán quietos. Con tu jugarreta con las pesas hemos ganado cierta influencia. ¿Por qué quiere el coronel mantener al margen a los exploradores? ¿A los tuyos también?

—No confía en ellos, como bien sabes.

—A propósito, mi espía me ha dicho que uno de los tuyos está conchabado con los nahuaques.

—Benny Dee. Está ausente sin permiso. Ya lo cogeré.

—Esto se pone feo —dijo Bunch, alzando la cabeza y entornando los ojos hacia los guerreros nahuaques—. Todo el mundo buscando pelea.

Frente a una wickiup más grande que las demás, sentado en un banco y mordisqueando un muslo de pavo, había un hombre ataviado con un tocado de plumas de águila y una falda de gamuza adornada con pinturas. Era el Soñador, con la misma camisa ceremonial que había llevado la noche en la que Cutler había contemplado la danza en compañía de Bunch. Nakay-do se puso en pie cuando el comandante y Dandy Bill se aproximaron a él. Con el muslo de pavo en la mano derecha, el Soñador hizo una reverencia y sonrió. Era de complexión pálida, con un fino bigote que le despuntaba en las comisuras de la boca. La sonrisa era amistosa.

—Bienvenido, Nantan —dijo en inglés—. Bienvenidos, soldados azules.

—¡Hemos venido a llevarte con nosotros! —bramó el Comandante de Hierro.

En la parte alta de la hondonada seguían los bravos nahuaques con los fusiles en ristre. Había un continuo movimiento de cuerpos cobrizos entre las peñas, aunque las mujeres y los niños habían desaparecido más arriba, entre los árboles. Cutler se dio cuenta de que tenía la mano en la culata del Colt.

—¿Por qué no has acudido cuando el nantan del fuerte te mandó llamar? —inquirió Symonds.

Cutler sacudió la cabeza. Al no haber seguido el consejo de Bunch, el comandante simplemente debía haber cargado al Soñador en un caballo para salir enseguida de allí.

Nakay-do habló con Dandy Bill en apache, luego volvió a hablar en su inglés de catequesis católica.

—He enviado mensaje al nantan del fuerte, le he dicho que yo curo a gente aquí, pero no puedo lograrlo si marcho ahora. Iré pronto.

—¡El nantan del fuerte ordena que vengas ahora mismo!

—¡Hemos caído en una trampa, Pat! —musitó Bunch.

—Lo sé.

Alcanzó a ver a Benny Dee entre los bravos que los vigilaban desde arriba, con el fusil cruzado sobre el pecho. Mirando a Cutler con la cabeza inclinada, sus ojos parecían más grandes que su cabeza.

—Si el nantan espera —dijo el Soñador, agitando el muslo de pavo, terminaré mi comida.

—¡Muy bien! —consintió el comandante.

Mal hecho, pensó Cutler.

—¡Joder! —musitó Bunch.

—¡Tompkins! —llamó Jumbo Pizer con voz estridente, y el soldado que llevaba el caballo para el Soñador picó espuelas y avanzó. Nakay-do volvió a sentarse y siguió rebañando el hueso de pavo que tenía en la mano. Los escuadrones esperaron. Las mejillas del comandante estaban encendidas como un farol. Cutler echó una mirada a los rostros morenos e inexpresivos de los soldados, el blanco de los ojos sobresaliendo cada vez que miraban a los nahuaques. Unos cuantos bravos bajaban de nuevo hacia la hondonada.

Terminado el descenso, los guerreros se detuvieron a unos diez metros del Soñador. Lo llamaron y él les respondió.

—¿Qué ha dicho, maldita sea? —quiso saber el comandante.

—Les ha dicho que no se preocupen por él —contestó Dandy Bill—. Ha dicho que los soldados sólo se lo llevarán por poco tiempo, porque no ha hecho nada malo. Ha dicho que esperen a que vuelva.

Algunos de los bravos más jóvenes se acercaron aún más a los soldados.

—¡Diles que se aparten! —ordenó Symonds, maldiciendo cuando su caballo se removió contra el bocado.

¡Ugashe! —gritó Dandy Bill.

Los bravos se desplazaron un poco pero no llegaron a retirarse verdaderamente, con las angulosas facciones vueltas hacia el comandante. El Soñador mascaba despacio la carne. Cutler vio cómo se cuajaba la violencia con la lenta impotencia de una catástrofe observada en un sueño. El comandante desenfundó el revólver, maldiciendo mientras su caballo cabeceaba y se sacudía contra el freno. A su alrededor, varios soldados amartillaron las carabinas. Symonds hizo un disparo al aire.

Inmediatamente sonaron disparos desde la pared del desfiladero y los dos soldados que habían amartillado sus armas salieron despedidos de la silla de montar. Algunos devolvieron el fuego, los caballos girando en redondo. Cayó otro soldado, pidiendo ayuda. Bunch picó espuelas, desmontó y ayudó al herido a subir a su caballo, detrás de la silla. Cutler vio a Benny Dee, el fusil alzado, apuntando. Cuando desenfundó el Colt, Malcreado se vio atrapado en el remolino de los demás caballos. Vio que Pizer picaba espuelas hacia donde el Soñador se había incorporado y le vaciaba el revólver a quemarropa. En el mismo instante, el asistente cayó violentamente al suelo, con el torso hecho una papilla sanguinolenta. Disparando a su vez, el comandante siguió a los oficiales que se retiraban colina arriba. Había un continuo griterío, más ronco por parte de los soldados, más agudo el de los apaches. El tiroteo cesó cuando los soldados se pusieron fuera del alcance de los fusiles. Cutler vio cuatro, cinco, seis sillas vacías.

Cuando recorrieron los dos tercios de la cuesta de pizarra, los soldados desmontaron para tomar posiciones de tiro detrás de los caballos: sus carabinas tenían mayor alcance que los fusiles de los nahuaques. Los indios habían capturado dos mulas de municiones. En el risco, más arriba, se veían cuerpos cobrizos cruzando entre los árboles, cortándoles la retirada.

Al cabo de diez minutos apareció un soldado herido, cojeando y sin aliento, cayendo enseguida de rodillas y dando ruidosamente las gracias a su Hacedor. Los oficiales hicieron una inspección, determinando que dos soldados y el asistente habían muerto en la primera descarga. Otro había desaparecido, y cuatro más estaban heridos de gravedad. Más abajo, se veía cómo los nahuaques pululaban alrededor de las wickiups. Había tiros aislados desde más arriba, y el comandante apostó tiradores de primera. Hacía mucho calor en la hondonada, expuesta al sol de la tarde. Cutler estaba perplejo ante la estupidez de aquella tragedia.

Bunch se dejó caer junto a Cutler, que estaba sentado con las piernas cruzadas y las riendas de Malcreado en la mano.

—¡Qué cagada tan absoluta! —dijo Bunch—. ¿Por qué no te ha mandado el coronel que lo llevaras tú con tus hoyas? ¡Deben de haber pensado que los soldados azules venían a liquidarlos a todos!

—Así podrá Dougal demostrar que el Comandante de Hierro es un payaso, al tiempo que no da ningún crédito a los exploradores favoritos del general.

—¡Joder! Y garantizar una matanza importante, además. ¿Has visto a ese hoya tuyo que anda desaparecido?

—Lo he visto.

—Eso tampoco es nada bueno —observó Bunch.

Soldados sudorosos estaban cavando, moviendo peñas y amontonando pizarra para fortificar las posiciones. Los oficiales se reunieron en torno al comandante. Farrier tenía un sangriento rasguño en la mejilla. Cerca, un cabo atendía a un soldado con el brazo y la pierna vendados.

—¡Señores! —dijo el soldado herido, alzando la voz y extendiendo lastimosamente el brazo bueno—. No dejarían aquí a un buen soldado para que lo descuarticen esos demonios, ¿verdad, señores?

—¡Oye, no digas eso! —ordenó el cabo.

—¡No te dejaremos aquí, Matthews! —aseguró Olin, acercándose a él a grandes zancadas. Llevaba los gemelos de campaña colgando de una correa en torno al cuello.

—Éstas son las posibilidades —dijo el comandante. Había perdido la gorra y se había atado su pañuelo de colores a la cabeza, igual que en Rock Creek, según recordó Cutler—. Podemos hacernos fuertes y mandar a por refuerzos. Salir combatiendo de aquí. O atacar y castigar a esos salvajes traicioneros. Y eso es lo que creo que debemos hacer.

—¡El escuadrón H está preparado, señor! —dijo Olin. Farrier, el más gravemente herido, no secundó la moción.

—¡Vaya, pero si es Custer Junior! —dijo Bunch con una carcajada, sin hacer caso de la mirada de reproche de Petey Olin—. Comandante, volver ahí abajo quizá sea una empresa superior a nuestras fuerzas, y además podríamos arrastrar a los sierraverdes al conflicto. Si salimos de aquí combatiendo, podrán alardear de que los soldados azules han huido porque les tienen miedo. Yo digo que enviemos a por refuerzos.

El comandante deambuló por el reducido espacio, alzando la vista a la cumbre y bajándola hacia la ranchería. Desde arriba venían tiros esporádicos, ninguno desde abajo. Habían agrupado los caballos en un corral detrás de su posición, en una arboleda. Los soldados estaban tumbados o sentados detrás de sus parapetos. Cutler vio cómo miraban hacia la conferencia de oficiales. Los nahuaques les doblaban en número, y esa proporción crecería de manera espectacular si Caballito decidía acudir en ayuda de Águila Joven. No creía que los sierraverdes dieran ese paso, pero consideraba una verdadera posibilidad que se fugaran y se dirigieran de nuevo a México.

—Me presento voluntario para ir por ayuda, señor —dijo a Symonds—. Tengo el caballo más rápido.

Symonds entornó los ojos como si le doliera mirar de frente a Cutler. Tres soldados muertos, quizá más, por culpa de sus meteduras de pata, y lo único que le preocupaba era seguir aplicándole la ley del Silencio.

—¿Qué vas a hacer, salir cuando se ponga el sol? —le preguntó Bunch, como si ya estuviera todo convenido.

—Mejor antes de amanecer, creo.

Los apaches nunca atacaban de noche pero podrían hacerlo al amanecer, a menos que Águila Joven lo hubiera pensado mejor para entonces o le hubieran dado un buen consejo. Los nahuaques debían estar absolutamente furiosos por el asesinato del Soñador, pero el destacamento del comandante, fortificado como estaba ahora, podría contenerlos hasta que llegaran refuerzos.

—Muy bien, Cutler —concluyó Symonds, y ordenó a Olin y Phil Tupper que calcularan el alcance de fuego desde los puntos más sobresalientes del terreno por si se producía un ataque al amanecer.

Jud Farrier se puso de pronto en pie y se acercó cojeando a donde Cutler estaba sentado con Bunch, con la espalda apoyada en un montón de pizarra. Su mirada relucía bajo la visera de la gorra.

—Sólo quería que supieras que yo no quería tener nada que ver con su puñetero Silencio, Cutler —declaró—. Fue cosa del comandante y de ese culo gordo del estado de Maine, Pizer, ellos lo exigieron. ¡Y ahora nos ha metido también en este lío!

—Gracias —repuso Cutler, quizá en un tono más seco de lo que había pretendido.

Farrier se retiró cojeando, agachándose cuando empezaron a silbar balas sobre su cabeza.

—Qué cordial, Pat Cutlery —dijo Bunch—. Symonds también vino a verme a mí, ¿sabes? Supongo que debía intentar algo después de que el coronel le dijera que haría el ridículo o algo peor si se empeñaba en hacerte consejo de guerra o emprender una investigación.

—Pensé que probablemente hablaría contigo.

—De nada —dijo Bunch, riendo.

* * *

Por la noche, Cutler mantuvo a Malcreado cerca de él, ensillado y embridado. Fue una medida acertada, porque los nahuaques atacaron el corral justo antes de amanecer, llevándose diecisiete caballos. En la consiguiente confusión emprendió la marcha, conduciendo a Malcreado colina arriba y coronando la primera cresta.

El valle se extendía a sus pies, aún velado por la oscuridad, cuando de pronto salió el sol, dándole calor en la espalda. Descendió la colina, mirando hacia atrás para ver el polvo que se levantaba contra el resplandor amarillo y, disgustado por el martilleo de su corazón, rechinó los dientes. Se detuvo y desmontó para apretar la cincha a Malcreado, mientras el hermoso caballo volvía la cabeza para acariciarle el pecho con el hocico. Desenfundó la carabina, la apoyó en la silla, y, protegiéndose los ojos, siguió a una de las veloces siluetas a través del punto de mira. La culata vibró contra su hombro cuando apretó el gatillo. Se detuvieron durante un momento estático, seis en total, y desaparecieron. Volvió a montar y reanudó la marcha con mayor rapidez.

Vio un nuevo rastro de polvo hacia el norte, por donde otros nahuaques debían cabalgar para cortarle el paso hacia el fuerte. Les habían venido bien los caballos capturados. Puso a Malcreado al trote largo, en dirección sureste, ahora con el calor del sol en la mejilla izquierda. El corpulento caballo lo llevó entre franjas de tierra ocre, a través de macizos de mezquite, y torció frente a un largo promontorio rocoso que descansaba en el desierto como un gran lagarto gris. La experiencia y la intuición advirtieron a Cutler que se alejara de allí.

Enloquecidos abejorros zumbaron sobre su cabeza, uno primero, luego otros dos, dos más después. Mirando por encima del hombro volvió a ver a los seis jinetes primeros.

¡Vamos, Malcreado! —musitó.

El fluido paso se aceleró, y Cutler rió, mirando atrás para ver que los nahuaques parecían haberse detenido. Pronto estaba fuera de tiro, y frenó a Malcreado hasta llevarlo a un paso estable mientras escrutaba las colinas septentrionales para descubrir señales del otro grupo cuya polvareda había avistado. Los seis jinetes no habían cejado en su persecución, aunque se habían quedado muy atrás. Lo que significaba…

¡Vamos! —murmuró de nuevo, girando más hacia el sur a galope tendido.

Los del segundo grupo eran cuatro, que ahora salían entre las paredes de una estrecha garganta lateral, grotescas formas cobrizas en sus monturas, cabelleras negras al viento, esgrimiendo fusiles, emitiendo apagados chillidos. Malcreado corría hacia el sur para darles esquinazo. Más abejorros pasaron zumbando, pero no valía la pena preocuparse por disparos efectuados a caballo. Dio la vuelta a un altozano y se detuvo tras él, para dar un descanso a Malcreado y efectuar algunos disparos contra sus perseguidores. El segundo grupo, a unos mil metros de distancia, se desperdigó ante el fuego, desapareciendo. Era asombroso cómo encontraban escondites donde refugiarse.

Siguió adelante, acelerando gradualmente el paso de Malcreado. Estaban resueltos a alcanzarlo porque se dirigía al fuerte en busca de ayuda, y, probablemente, también porque codiciaban a Malcreado. De lo que se desprendía una especie de corolario: que lo que hacía posible la huida, garantizaba la persecución.

No cejaban en su empeño, aunque lo seguían de muy lejos. Ahora el primer grupo se proponía cortarle el paso, y la siguiente vez que miró, alcanzó a verlos con más nitidez. Se detuvo para disparar de nuevo, mientras Malcreado jadeaba. No malgastó balas cuando se dispersaron. Echó agua de la cantimplora en el sombrero para que la lamiera el caballo. El sol, mortífero, ya estaba alto.

Sin embargo habían logrado interponerse entre él y el camino directo a Fort McLain. Montó de nuevo y palmeó el sudoroso cuello de Malcreado.

¡Vamos, mi lindo!

Adelante de nuevo, al sur y al oeste, el sol ardiendo, el sombrero húmedo refrescándole la cabeza. Oleadas de calor titilaban sobre los pedregosos riscos. Llevaba a los dos grupos como si los fuera tirando de un hilo, el primero más cerca ahora, el segundo sólo visible contra las colinas de vez en cuando. Malcreado avanzaba rápidamente con su paso cadencioso. Cutler sabía que su desventaja consistía en que no pretendía matar a su caballo en aquella carrera, y que la ventaja de los indios era que no les importaba reventar a los suyos. Dos veces más se detuvo a hacer fuego, con algún humo de disparos en respuesta. Dejó que el caballo avanzara al paso.

Pero pronto volvió a sentir desasosiego. Aceleró la marcha, para lanzar de nuevo a su montura al galope tendido cuando vio un desfiladero que sus perseguidores podrían haber alcanzado con gran esfuerzo. Cuando Malcreado lo pasó a toda velocidad, tres de ellos salieron de él como vomitados por la tierra, chillando y disparando. Se inclinó sobre el bamboleante cuello, musitando: «¡Más rápido, por favor, mi lindo!». Esta vez, unas cuantas abejas zumbaron más cerca, pero por fin había doblado el recodo, y ahora iba en dirección norte, siguiendo el curso del río.

Allí se perdieron los nahuaques. En cuanto cruzó el río, con los cascos levantando pequeñas ondas blancas en las aguas poco profundas, supo que se había deshecho de ellos. Se detuvo para dejar que Malcreado bebiera, desmontando para echarse agua en la boca con la mano. Luego se apoyó en la silla con la carabina a punto, esperándolos. Pero todo había terminado.

Al trote, cortó por Byow Hill para evitar el último lugar donde podrían estar esperándolo. Desde la colina se veía el fuerte, la parda extensión de la plaza de armas, los álamos frente al Ala de Oficiales, el gallardo punto de color en lo alto del mástil.

—¡Vamos! —musitó al corpulento caballo que acababa de salvarle la vida.

* * *

Cuando el coronel Dougal y el capitán Smithers, con los escuadrones A, B, C y E, salían de Fort McLain para auxiliar al comandante en Bosque Alto, Cutler se encontraba en un cubículo de la cuadra de oficiales, cepillando a Malcreado. El enorme caballo estaba con los cuatro cascos plantados en el suelo, flexionando el cuello mientras Cutler le frotaba con paja tierna. Luego lo lavó con agua y jabón, y después lo secó frotándolo de nuevo con paja. De cuando en cuando, Malcreado hacía un ruido placentero, grave, como una gato ronroneando.

El sol estaba bajo cuando finalmente se encaminó al Alojamiento n.° 5. Extrañamente, volvió a sentir desasosiego, y al llegar al Ala de Oficiales aceleró el paso. Había luz en alguno de los alojamientos, pero no en el n.° 5. La puerta se abría y cerraba al vacío del interior y sus pasos parecían tener eco. En el salón encendió una lámpara. María quizá estuviera con Rose Reilly o Milly Tupper, pero ¿dónde se había metido Ysabel? Giró en redondo al oír que llamaban a la puerta. El cabo Brent estaba en el umbral.

—¿Dónde está la señora Cutler, Brent?

Brent contrajo las facciones en una mueca. Hizo un gesto sin sentido.

—¡Se han marchado, señor! Las dos, la señora Cutler y la señorita Gutiérrez. Vino un caballero para llevárselas de vuelta a México, un pariente, según tengo entendido, señor.

Era eso, entonces; de eso se había tratado todo el tiempo.

—¿Un joven de aspecto blando, muy guapito?

—Podría ser él, señor.

—Supongo que si le hubiera dado permiso para cortejar a la señorita Gutiérrez, tal vez la habría convencido para que no acompañara a su ama. Lo siento.

El ordenanza no dijo nada, limitándose a retorcer la gorra entre las manos.

—¿Se han ido hace mucho?

—Esta mañana, señor.

Parecía que la marcha se había planeado para que coincidiera con la expedición a Bosque Alto. La ruta más directa hacia el sur era siguiendo el río. Debió de haber pasado cerca de ellos cuando huía de los nahuaques.

El corazón le dio un vuelco y sintió como si una mano quisiera estrangularlo.

* * *

Cutler volvió a ponerse en marcha antes del amanecer, esta vez con el cabo Brent y los exploradores: Nochte, Tazzi, Kills-a-Bear, Lucky, Skinny, Jim-jim y Chockaway; Benny Dee seguía ausente sin permiso. Con las primeras luces, Chockaway y Skinny encontraron huellas a lo largo del río.

Cuando cabalgó hacia ellos con Brownie, los dos rastreadores habían desmontado y estaban en cuclillas, liando cigarrillos y encendiéndolos. Chockaway, que hablaba un poco de español, alzó hacia él el bronceado rostro, de duras facciones. Señaló con un dedo unas boñigas de caballo.

Caballo mexicano, Nantan Tata. —Alzó la mano con los dedos separados—. Cinco…, dos caballo hombre, tres caballo mujer.

Indicó huellas de cascos y los secos regueros de orines. Las yeguas expelían detrás de los cascos; los caballos, antes de las huellas traseras. Montados en dos caballos y tres yeguas iban María, Ysabel, Pedro Carvajal y otros dos, probablemente peones.

Los hoyas miraban a Cutler de reojo, apurados por él, porque le habían robado la mujer. El cabo Brent iba muy erguido en la silla, mirando hacia México con los ojos azules muy abiertos en la cara morena. El ordenanza y él pensaban en lo mismo, pero no hablaban de ello: no en Pedro Carvajal, sino en apaches renegados.

Chasqueando la lengua, puso a Brownie de nuevo en marcha. Seguir el rastro de las monturas mexicanas era bastante fácil, y continuaron en dirección sur cuando el río torció hacia el este: terreno llano con picos lejanos flotando en el horizonte, y enfrente sólo la llanura que se extendía hasta México. Skinny alzó de pronto el fusil con ambas manos, señalando con el cañón. Cutler se irguió en los estribos para atisbar hacia el este. Una hilera de jinetes había aparecido en la distancia, dispuestos en fila india, en una formación más o menos igual que la suya. Diecisiete, dieciocho, diecinueve; no apaches sino ojos pálidos, a juzgar por los grandes sombreros y el destello del sol sobre el acero de los fusiles. Una banda armada.

Cutler, Brent y los exploradores cabalgaron en formación paralela durante un trecho, antes de que Cutler, con Nochte a su lado, se desviara para cruzarse con los otros. Dos de ellos se acercaron de inmediato para mantener una reunión. Los reconoció a cien metros y comprendió lo que era aquella banda: los Reguladores, la partida que perseguía a los asesinos de Martin Turnbull. Joe Peake, con su sombrero de copa cónica, montaba un alto caballo negro. Tras él. Johnny Angell ofrecía una figura más liviana en un caballo pinto.

—¡Hola, teniente! —Peake agitó la mano, saludando—. ¿Quiénes son ésos que van con usted? ¿Exploradores? Pensábamos que podrían ser renegados.

—Buscamos a cinco personas que se dirigen a México.

El hombre con el que Lily quizá decidiera acostarse sacudió la cabeza. Se quitó el sombrero y se pasó los dedos por el apelmazado pelo, que empezaba a escasear. Johnny Angell llegó junto a ellos, la pálida complexión subida de color bajo una capa de polvo, un mechón de pelo sobresaliéndole del ala del sombrero.

—Se ha producido una fuga en Bosque Alto —avisó Cutler—. Puede haber hostiles por aquí.

—Nos los merendaremos y luego escupiremos las semillas —aseguró Peake.

—Y vosotros, ¿habéis tenido suerte?

—Dos de cuatro. —El vaquero alto indicó con satisfacción la cadena de jinetes que se dirigía al sur. Iban a Jeff City, con sus cautivos.

—Son tan fáciles de coger como moras de un zarzal —intervino Angell—. Sentados en la cantina de Three Rivers, bebiendo zarzaparrilla.

—Quedan dos —insistió Peake.

—¿Quiénes se han escapado? —preguntó Angell—. ¿Verdes?

—Nahuaques.

Se lo contó.

—¡Nos vemos en Madison! —gritó Angell volviendo la cabeza, cuando se alejaron. Llevaba el revólver bastante alto sobre la cadera.

Cutler condujo a Brownie en ángulo hacia su propia columna. Durante un trecho continuaron en paralelo con la partida, antes de que los otros se fueran reduciendo hacia el sur hasta desaparecer entre oleadas de calor. Enfrente, la llanura de cactus se extendía hacia el fin del mundo, mientras las montañas se acercaban cada vez más por el oeste.

Notó una creciente tensión entre los exploradores, con Chockaway y Skinny inclinados a un lado de la silla para examinar el terreno, mientras Nochte y Kills-a-Bear se reunían con ellos. Nochte volvió despacio hacia Cutler, su broncíneo rostro de finas facciones contraído en un gesto.

—Nahuaques, Nantan Tata.

Ya lo había previsto, el corazón dándole otro vuelco, asfixiándolo. Parecía haber una pauta. Con el hermoso caballo, regalo de don Fernando en Las Golondrinas, había escapado de los nahuaques. Lo habían perseguido de manera implacable con la esperanza de apoderarse de Malcreado, y él se había visto obligado a desviarlos hacia el sur y el oeste. Ahora su rastro se había unido al del pequeño grupo de Pedro Carvajal, que incluía a la nieta de don Fernando, embarazada del heredero de Las Golondrinas.

¿Cuántos? —preguntó.

Cuatro.

¿Cuándo?

Kills-a-Bear, que se había acercado, señaló directamente hacia arriba, al sol de mediodía, y luego a su espalda, hacia el horizonte. El cabo Brent también se aproximó.

—¿Qué dicen, señor?

—Cuatro nahuaques. Hace seis horas, quizá.

Picó espuelas a Brownie para ponerse en cabeza con Nochte, mientras los demás exploradores lo observaban con el rabillo del ojo, apartando la cabeza. El rastro era fácil de seguir porque los nahuaques no iban huyendo sino persiguiendo: un amplio surco de cascos aplastando la tierra. Condujo a los rastreadores a un paso más rápido, Chockaway y Skinny con él, Nochte y el cabo Brent a retaguardia con Jim-jim. Empezaron a quitarse la camisa, señal de que se acercaba el combate. Les hizo un gesto para que dispersaran, en caso de que se encaminaran a una emboscada. Se puso una mano en el pecho para sentir los fuertes latidos del corazón. Skinny lanzó una exclamación en apache, señalando.

Pedro Carvajal se había defendido en un afloramiento rocoso. El sol destellaba sobre los blancos cadáveres manchados con negras vetas de sangre seca. El primero con el que se encontró Cutler era el de Ysabel. No tenía cabeza, pero parecía enorme. Le habían cercenado brazos y piernas para luego volvérselos a unir, cada miembro a un palmo de distancia del correspondiente muñón, alineados con cuidado. La cabeza cortada reposaba entre los muslos, con los ojos hacia fuera. Se la quedó mirando desde la silla, jadeando entrecortadamente. Se dio cuenta de que se había quitado la gorra, apretándola entre las manos. Oyó al cabo Brent, que vomitaba.

—¿Por qué han hecho eso? —preguntó a Tazzi.

Porque bruja, Nantan Tata.

No comprendió enseguida lo que quería decir. Porque la habían tomado por una bruja. Él mismo había pensado que tenía ese aspecto. Uno de los peones yacía cerca, los brazos doblados bajo el cuerpo, una tremenda herida abierta en la sien, con restos de cuero cabelludo cortado y abandonado en el suelo junto a la cabeza. Los apaches nunca habían arrancado cabelleras como los demás indios, aunque los mexicanos comerciaban con las suyas. A veces sólo esbozaban el gesto, como si no estuvieran completamente seguros de lo que hacían. A la mutilación, sin embargo, se dedicaban con entusiasmo. Otro cadáver estaba con las piernas abiertas, de espaldas, con los dedos de los pies, los genitales, la nariz y la barbilla cortados y amontonados en el pecho, en un ennegrecido revoltijo. Pronto se encontrarían frente a María.

Al tercer hombre lo habían torturado salvajemente, la boca sin lengua, abierta en una gráfica O, las órbitas sin ojos mirando al sol. Era Pedrito Carvajal. Brownie reculó ante el cadáver y Cutler avanzó describiendo un círculo cada vez mayor, buscando el quinto cuerpo.

El caballo del cabo Brent iba sin jinete, el ordenanza de rodillas, alejado de los horrendos restos de Ysabel. Los exploradores se mantenían agrupados, carabina en mano, paseando la mirada de un ojo pálido a otro. Cutler les ordenó que describieran círculos más amplios. Se le ocurrió que los nahuaques se habían llevado a María con ellos. La sensación de alivio le hizo sudar tanto que el líquido salino le entró en los ojos. Brent se había incorporado con esfuerzo y se sujetaba a la silla.

—Cabo, será mejor que vuelva y traiga un destacamento para que recoja los cadáveres.

—¡Señor! —dijo Brent, volviéndose hacia él con un gesto que parecía un saludo fallido—. Señor, si va a perseguir a esos… —Dejó la palabra en suspenso.

—Hasta la frontera, si se dirigen hacia allí.

—¡Señor, si los alcanza va a necesitarnos a todos! Aunque sólo sean cuatro. —Volvió a interrumpirse, jadeante; tenía el rostro como la cera.

—Está bien, acompáñenos.

Envió a Nochte de vuelta al fuerte con una nota. Los exploradores no habían encontrado a María.

Emprendieron de nuevo la marcha, Chockaway y Kills-a-Bear en vanguardia ahora, las cobrizas espaldas inclinadas sobre el cuello de las monturas mientras seguían el rastro. En una ocasión, Skinny se deslizó al suelo y recogió algo. Volviendo a montar, esperó a que Cutler lo alcanzara y le tendió un trozo de tejido azul. Cutler se lo llevó a la nariz. Conocía el vestido de donde lo habían arrancado, y también su olor.

* * *

A media tarde encontraron el cadáver de un pastor mexicano, muerto de un tiro y mutilado, aunque sin la especial atención prestada a los cuerpos del afloramiento rocoso. Ahora los nahuaques avanzarían más despacio, llevando el rebaño de ovejas, que, en cambio, borraba sus huellas. Un rebaño como aquél se conducía a buen paso atando a los carneros por los cuernos para formar un muro viviente que encerrara a los demás animales. Afiladas pezuñas habían hendido la tierra, y los rastreadores se desviaban a uno y otro lado en busca de excrementos de caballo. El cabo Brent iba de nuevo a la retaguardia, envuelto en su desgracia, la blusa del uniforme empapada de sudor oscuro. Surgieron frente a ellos unas montañas, las estribaciones de la cordillera Boot.

Los exploradores se detuvieron para consultarse. Lo llamaron. En cuclillas, alzando el ojo bueno hacia Cutler y bajando de nuevo la cabeza, Kills-a-Bear rascó la tierra con la punta del cuchillo. Dibujó el perfil de la cordillera, con sus montañas irguiéndose sobre las colinas que tenían enfrente. Señaló. «¡Nahuaque!» Trazó una línea que daba un rodeo hacia uno de los picos más altos, y luego señaló, con espasmódicos movimientos de los dedos, a Cutler, al cabo Brent, a los demás exploradores, a sí mismo. Se puso en pie y, haciendo que empuñaba una carabina, apuntó a los mocasines de Jim-jim. «¡Bam-bam-bam-bam!»

Los demás rieron. El cabo Brent preguntó con voz chillona:

—¿Quiere decir que sabe adónde van?

—¿Hay un sitio donde puedan acampar? —preguntó Cutler en español a Tazzi.

Tazzi asintió vigorosamente. Señaló en el mapa de Kills-a-Bear, afirmando con la cabeza.

Cutler alzó la vista hacia el sol, que descendía por el cielo.

—Esta noche nos situaremos por encima de ellos —dijo a Brent.

—¡Bam-bam-bam-bam! —repitió Kills-a-Bear, apuntando al suelo con la fingida carabina.

Los hoyas rieron con ganas, Lucky dando brincos y dándose palmadas en los muslos, Skinny simulando también que disparaba con la carabina. Emprendieron la marcha, no ya siguiendo el rastro de las ovejas, sino apresurándose directamente hacia el pico que Kills-a-Bear había indicado. Cutler sintió alivio al comprobar que no levantaban polvo en la espesa arena, aunque delante de ellos tampoco veía la polvareda del rebaño.

Al anochecer bebieron en el arroyo de un estrecho desfiladero que se abría hacia el pico. Humedecieron galletas y mascaron la dura fécula. Los exploradores hablaban con frecuencia, lanzando miradas a Brent y Cutler. Era comprensible que se creyeran más capacitados para dirigir la operación, pues sabían mejor que él cómo emboscar y atacar a los nahuaques para liberar a la prisionera. Sin duda lo harían mejor si no los acompañaban ni el ordenanza ni él, y sintió una extraña oleada de emoción al pensar que discutían si decírselo y cómo. Pero evidentemente decidieron no ponerlo más en evidencia pidiéndole que se quedara atrás con el cabo Brent.

Ascendieron a oscuras al pico de Kills-a-Bear, entre una completa oscuridad bajo la penumbra más clara del cielo con los caballos trabados entre los álamos al fondo del desfiladero. A la tenue luz de las estrellas distinguía la silueta de los hoyas que subían a gatas delante de él, la carabina colgada a la desnuda espalda, haciendo sólo un leve ruido con los pies. Una vez Brent dio con el pie en una piedra que se soltó y rodó estrepitosamente, y todo el mundo se detuvo, pegado a la pendiente.

—¡Lo siento, señor! —musitó Brent.

Siguieron adelante, Cutler agarrándose a los rígidos arbustos, comprobando su resistencia, impulsándose hacia arriba, jadeando. Ascendieron durante lo que parecieron horas, en una ocasión bajando antes de volver a subir. Una escuálida luna salió sobre la escarpada cima que se elevaba ante sus ojos.

Ahora hacía frío y tiritaba continuamente. Una mano tocó la suya; comprendió que había una cadena de manos procedente de Tazzi, en vanguardia, agazapado para atisbar más allá de una protuberancia. Cutler echó la mano hacia atrás para detener al cabo. Avanzando con cuidado, llegaron a la altura de Tazzi. Cutler vio el blanco destello de su sonrisa, la sombra de su brazo extendido.

Enfrente, en una plataforma a unos sesenta metros a sus pies, se había consumido una hoguera hasta reducirse a unos rojos rescoldos. La extraña masa gris que el fuego iluminaba tenuemente debía de ser el rebaño de ovejas. Otra masa oscura que había un poco más allá, en el desfiladero, debían de ser los caballos. Le llegó el tenue olor, el sustancioso aroma de la carne asada, y de pronto sintió hambre. En torno al fuego no se veía movimiento. No tenía ni idea de la hora que sería, pero bajo él estaban los cuatro nahuaques, probablemente los mismos que lo habían perseguido a él, los asesinos del amante de su mujer, su acompañante y dos peones. Los captores de María. Recordó que los apaches no violaban a las mujeres. Si era su cautiva, probablemente no le harían daño alguno.

A un lado tenía las cabezas alineadas de los exploradores, a la derecha la gorra de visera de Brent. Se dirigió al otro lado de la pendiente para consultar con Kills-a-Bear y Tazzi. Los hoyas seguirían descendiendo por la pendiente, acercándose más. Sería mejor que Brent y él se quedaran allí. Nadie dispararía a menos que Cutler disparase primero, y tendrían mucho cuidado con la mujer del nantan.

—¡Bam-bam-bam-bam! —musitó Tazzi, riendo tontamente.

Entonces desaparecieron, los demás exploradores deslizándose hacia abajo tras ellos. Cutler volvió a subir a la cima, junto al ordenanza, y musitó instrucciones; debían quedarse allí los dos hasta las primeras luces.

No oyó un solo ruido mientras los hoyas tomaban posiciones más abajo. Fue marcando el lento avance de la luna, tomando como referencia el tocón de un enebro. Las brasas de la hoguera emitían menos luz, y la pálida masa del rebaño se había difuminado entre las sombras. Ahora, en aquella espera, su memoria hurgó en la terrible escena que habían contemplado, María viendo cómo aniquilaban a su amado primo, oyendo sus gritos. La luna rondaba cerca del tocón del enebro, y de pronto desapareció de la vista. No recordaba el momento en el que clareó el mundo, pero de repente se distinguían formas: el pétreo perfil del cabo Brent a su lado. Un guerrero estaba sentado en una peña sobre la amplia plataforma, la cabeza inclinada, el fusil en las manos con el cañón hacia arriba. Otros dos, arrebujados en mantas junto al fuego, ni rastro del cuarto, ni de María.

Vio espaldas cobrizas agazapadas entre las rocas más abajo, la poblada cabellera de Lucky, el rostro de Jim-jim vuelto brevemente hacia él. Ahora distinguía la wickiup de ramas entrelazadas más allá, a la sombra de la ladera. María debía de estar allí. La espera se había convertido en una especie de molestia física, le dolían los brazos, las piernas y la espalda, la rodilla que le pinchaba por el guijarro que tenía debajo y que no podía desplazar porque necesitaba aquel pequeño apoyo. Por abajo, las siluetas empezaron a surgir poco a poco de las sombras, sentadas las dos junto a la hoguera, estirándose el que hacía guardia. Vio ahora al cuarto hombre, en posición fetal frente a la wickiup. Kills-a-Bear alzó inquisitivamente el rostro hacia él.

Había calculado la posición del centinela a cincuenta metros. Ajustó las miras sobre él, un brazo oscuro saliendo de la manta para apoyarse, una maraña de pelo. Acarició suavemente el gatillo con el dedo. El centinela desapareció, y una andanada de detonaciones resonó por las cimas, el hedor de la pólvora en la nariz mientras se estiraba para ver entre el humo, dos de los nahuaques saliendo de un salto de las mantas. Una segunda descarga abatió a uno de ellos.

Brent descendía la pendiente, resbalando unas veces, saltando otras. Cutler se deslizó hacia abajo tras el cabo y los exploradores. Oyó que empezaba el tenue gemido de la canción de la muerte, apagándose enseguida.

Corrió hacia la wickiup y se agachó para atisbar en el interior. María gritó cuando extendió los brazos para cogerla, apartándose de él con una sacudida. Afuera, los hoyas gritaban y daban alaridos. Sacó de la choza a María, que no dejaba de gritar. Los hoyas brincaban en torno a la plataforma, blandiendo las carabinas. Rodeó a su mujer con el brazo. Trató de taparle la boca con la mano, pero ella desvió el rostro.

No veía bien lo que estaba haciendo Brent, que avanzaba en zigzag entre el rebaño de ovejas mientras la masa lanuda se iba abriendo a su paso. Tuvo la impresión de que el cabo había enloquecido, amagando con la carabina hacia un lado, saltando luego hacia otro, sentándose a horcajadas en una oveja. Chockaway, soltando estentóreas carcajadas, lo señalaba con el dedo.

Cuando la soltó, María volvió a entrar en la choza.

Brent debía de estar persiguiendo a un nahuaque escondido entre las patas de las ovejas. Como si hubiera olvidado para qué servía una carabina, la agitaba frenéticamente por encima de la cabeza. Finalmente la cogió como un pico, por el cañón, gritando mientras la bajaba violentamente una y otra vez. Luego volvió a cruzar laboriosamente entre las inquietas ovejas. Kills-a-Bear, Chockaway, Lucky y Skinny arrastraron a los nahuaques muertos para amontonarlos en una pila. Cutler oía jadear al cabo. Entró de nuevo en la choza, pero, en cuclillas, María empezó a lanzar una retahíla de gritos estridentes. Salió de espaldas.

* * *

—¿Cabezas, Nantan Tata? —preguntó Tazzi, con las piernas separadas entre los nahuaques muertos.

No se le ocurrió ninguna razón en contra, era más fácil llevar a Fort McLain las cabezas que los cadáveres. El general Yeager había ofrecido una modesta recompensa por las cabezas de los sanguinarios tontos dirigidos por Delshay, y los exploradores se las habían llevado, dejándolas en una pulcra hilera frente a su alojamiento. En realidad, se expusieron muchas cabezas que se parecían a Delshay. Si ordenaba que los decapitaran, aquellos nahuaques vagarían sin cabeza durante toda la eternidad, como Mangas Coloradas.

—Cortadles la cabeza —ordenó, y dejó a María en la wickiup hasta que acabó la operación. La del nahuaque que había matado el cabo Brent no merecía la pena llevarla.

La otra cabeza que había quedado destruida era la de María. Sus gritos empezaron de nuevo cuando la sacó de la choza por segunda vez. Gritaba nada más verlo. Y cuando no, se quedaba con la boca abierta en el grito terrible y silencioso de la torturada O que Pedro Carvajal había tenido en la boca. Su mujer había perdido el juicio.