10

Cutler cogió las pesas calibradas del almacén de intendencia y las cargó en un carro para transportarlas a Bosque Alto. El cielo estaba cubierto, nubes amarillentas, húmedas, con calor y frío fluctuando por debajo, y una vez un trueno apagado. ¿Qué hablaba con él, dándole su aprobación por aquel gesto? En la Agencia era día de reparto de alimentos y sintió ciertos escrúpulos por la ocasión que había escogido, pero Dipple ya estaba advertido.

Frente a los edificios de la Agencia se aglomeraban los indios, nahuaques y sierraverdes, y en los corrales cabeceaban los cornilargos y las reses pardas y blancas, entre un olor a polvo, sangre y estiércol. Había guerreros sentados en las cercas o de pie, charlando ociosamente en pequeños grupos, mientras las squaws, en cuclillas, aguardaban en sinuosas filas, o salían trotando con las mantas llenas de sanguinolentos trozos de carne y demás raciones de comida, también envueltas en paños. Dipple observaba la escena apoyado en la baranda de su elevado porche, mientras su empleado, un joven nahuaque y otros indios de la misma tribu, desnudos hasta la cintura, pesaban los pedazos de carne cruda en la báscula. Más allá, una cuadrilla sacrificaba reses y otros transportaban los cuartos hasta quienes los troceaban junto a la báscula.

Hicieron un pasillo al carro, Dipple estirando el cuello para observar el avance de Cutler, que se detuvo frente a la báscula, una vieja Fairbanks de puente con un brazo graduado del que colgaba un peso de cemento en forma de garrafa de cuatro litros. Al lado había pesas más pequeñas. Cutler bajó de un salto y preguntó al sudoroso empleado, que tenía la cara llena de granos, qué pesa había en el brazo.

—Es la de cincuenta, teniente.

Había un espeso charco de sangre en la báscula y en el suelo. Los jóvenes que trabajaban interrumpieron la labor y un muro de rostros morenos, nahuaques la mayoría, aunque muchos con la franja de los sierraverdes en las mejillas, observaban la escena. Una de las mujeres tenía la punta de la nariz cercenada, y se la tapó con la mano al sentir su mirada.

Cogió la pesa de hierro de cincuenta libras y la soltó en la sangrienta plataforma de la báscula. El brazo osciló bruscamente.

—Parece que a la vuestra le falta un poco —dijo de buen humor.

Ajustando los redondos platillos fijó el peso de la garrafa de cemento en treinta y dos libras, sacudiendo la cabeza y riendo entre dientes, mientras observaba a Dipple con el rabillo del ojo.

Luego comprobó la pesa de veinte libras, que también resultó defectuosa. El empleado permanecía inmóvil, mirándolo fijamente mientras se aplastaba un grano de la barbilla. El muro de rostros miraba en silencio. Más allá, Águila Joven había aparecido en su poni blanco, y estaba observando. Cutler reconoció a una squaw sierraverde, con sus prendas para envolver los alimentos, agachando la cabeza ante su mirada.

—¿Qué demonios cree que está haciendo, Cutler? —le gritó Dipple a seis metros de distancia.

—¡Parece que sus pesas están defectuosas, tal como le dije, señor Dipple! —gritó a su vez—. Si su empleado me da un pincel y pintura las marcaré ahora mismo.

Dipple intercambió una mirada con su empleado, que hizo una seña con la barbilla al joven indio. El indio se alejó, abriéndose paso entre la multitud, y volvió con un recipiente de pintura y un pincel. Sudando de calor bajo las amarillentas nubes, Cutler hizo pruebas, pesó, comprobó y, casi como un castigo, volvió a comprobar y pesar, antes de pintar cuidadosamente las cifras en cada trozo de cemento. El empleado, el joven indio y los guerreros trabajadores, ya con la sangre reseca en los brazos y en el pecho, permanecían inmóviles, observándolo. Ni uno solo de los apaches que estaban mirando se movió, ni siquiera el jefe en su caballo. Dipple había desaparecido. Cutler se limpió el sudor de los ojos sin dejar de realizar su tarea, hasta que finalmente se irguió y devolvió al encargado de las medidas el pincel y el recipiente de pintura. Cuando volvió a cargar sus pesas en el carro y se marchó, estaba seguro de que Dipple había salido antes que él en dirección a Fort McLain.

En el almacén de intendencia, el sargento le dijo en tono lánguido:

—Yo me encargaré de esto, teniente. Tiene que presentarse al coronel nada más llegar.

No se apresuró al cruzar la plaza de armas, aspirando profundamente la calurosa temperatura. Sus tacones resonaron huecamente en los escalones de la entrada del cuartel general, sobre los cuales colgaba un brillante letrero barnizado: COR. ABRAHAM DOUGAL, PUESTO DE MANDO.

El coronel, el ayudante Pizer, el Comandante de Hierro y Dipple estaban rígidamente sentados en la penumbra del interior. Saludó. El encendido rostro del comandante iluminaba la habitación. El coronel Dougal se inclinó hacia delante con la barbita de chivo casi rozando la superficie de la mesa. Pizer fruncía el ceño, sentado a su escritorio. Dipple tenía el sombrero sobre las piernas.

El coronel se aclaró la garganta.

—Me interesaría oír su versión del asunto, señor Cutler.

Mejor no preguntar qué asunto.

—¿Las pesas, señor?

—Las pesas, señor.

—Caballito me informó de que las pesas de la Agencia eran incorrectas, y de que los sierraverdes estaban recibiendo raciones reducidas. Y los nahuaques también. Me llevé las pesas calibradas del almacén de intendencia a la Agencia para hacer una prueba. Las pesas de la Agencia marcaban bastante de menos. ¿No es cierto, señor Dipple?

Dipple no contestó; se cruzó de brazos, poniendo las manos en las axilas, como para impedir todo acceso de violencia. Tenía el ojo bueno clavado en Cutler, mientras el otro divagaba.

—Ha puesto usted en evidencia al señor Dipple delante de sus indios —prosiguió el coronel—. Le ha dejado en ridículo. Según me dice, ha hecho usted imposible su posición.

—Creí que al señor Dipple le gustaría corregir el error de sus pesas, señor.

—¿Tenía usted permiso del sargento de intendencia para llevarse del puesto esas pesas, Cutler? —preguntó en tono brusco el comandante Symonds.

—No, señor.

El Comandante de Hierro lanzó una significativa mirada al asistente, que tomó nota.

—Señor Cutler —dijo el coronel en tono razonable, pero aún agazapado sobre el escritorio, como a punto de saltar—, ¿se le ha ocurrido que quizá haya procedido en este asunto de forma incorrecta? Es comprensible que en algunos casos cometa usted errores de procedimiento, habida cuenta de que no ha gozado de las ventajas de una educación militar como es debido. Pero esto es sencillamente indignante. ¿No habría sido mejor comunicar al agente Dipple las quejas de Caballito? ¿En vez de este barullo que ha armado como si fuera un elefante en una cacharrería?

—Le dije al señor Dipple que debía corregir la balanza, señor. Me contestó que eso no era asunto mío.

—¡Y no lo es! —replicó el comandante.

—¡Desde luego que no lo es, maldita sea! —gritó Dipple—. ¡Maldito fisgón entrometido!

—¿Tiene permiso para insultarme, señor?

—Ya basta, señor Dipple —dijo el coronel—. ¿Y cómo explica que sea asunto suyo, señor Cutler?

—Señor, sirvo como ayudante de campo del general Yeager. El general me ha encargado en los términos más enérgicos que me asegure de que Caballito viva a gusto en Bosque Alto. Le recuerdo, señor, que su última fuga causó muchos muertos. Al menos veinte paisanos, sin contar nacionales mexicanos. Siete soldados, incluido el teniente Helms. Una de las principales razones de la huida de los sierraverdes de San Marcos fue su queja de que los engañaban con las raciones. ¡Las quejas de Caballito son asunto mío por orden del general Yeager, señor!

—El ejército carece de autoridad para inmiscuirse en la administración de las reservas de los funcionarios de la Oficina de Asuntos Indios —sentenció el coronel en tono suave.

—¡Y usted lo sabe, Cutler! —exclamó el Comandante de Hierro. De nuevo tenía el rostro al rojo vivo.

—Lo sé, señor. Me decidí a tomar la única medida que tenía a mi alcance.

—Tiene usted respuesta para todo, ¿verdad, señor? ¡Es usted tan escurridizo como Nakay-do con sus excusas para no venir aquí!

—Caballito se fugó de San Marcos —intervino Dipple, malhumorado— porque las autoridades civiles habían dictado órdenes de detención en su contra por asesinato y robo de ganado.

—Ésa fue la razón directa. Pero la escasez de las raciones ha sido el motivo común de sus fugas.

—Veo que cree usted a un apache antes que a un hombre blanco —observó Symonds, proyectando la barbilla hacia delante. Cutler no creyó necesario responder.

Inclinándose de nuevo sobre su escritorio, el coronel dijo:

—Creo que ha disfrutado poniendo en evidencia al señor Dipple, Cutler. Igual que muchas veces le gusta avergonzar a sus superiores. Su historial de desobediencia, refugiándose en vagas órdenes superiores del general al mando, es tan escandaloso como el de sus impertinencias. Debo decirle que he convencido al comandante Symonds de que no tome medidas contra usted en determinado caso, aunque su propio informe sobre el asunto de Rock Creek no sea en modo alguno satisfactorio. Además, ha incumplido mi última ordenanza.

—¿Puedo preguntarle a qué ordenanza se refiere, señor?

—A la de que los oficiales de este puesto no deben frecuentar la casa de los Maginnis en Madison.

—Y yo me atrevería a sostener que el oficial al mando no tiene derecho a dar órdenes a sus camaradas oficiales cuando no están de servicio.

Pizer emitió un bufido. Cutler consideró la advertencia de Bernie Reilly, de que tuviera cuidado para no suscitar una alianza contra él del coronel y el comandante. Le dolían los hombros, como si hubiera cargado con las pesas calibradas de intendencia.

—¡No es un derecho del oficial al mando —terció Dougal, apuntándole con el dedo—, pero uno de sus deberes consiste en regular los asuntos que sean nocivos para su mando! El abogado Maginnis es un notorio alborotador. Nada gustaría más a su mujer y a él que seducir para su causa a oficiales subalternos, asediándoles con manjares, buenas bebidas y veladas de gaudeamus. ¡Se le habría exigido que diera explicaciones sobre ello de no ser por esa peculiar posición de la que abusa de forma tan continuada, señor! —Tras algunos jadeos, el coronel prosiguió—: El señor Randolph Boland, a quien los Maginnis difaman y acosan, es un elemento que contribuye a la paz y estabilidad en este condado. Él también ha sido militar, igual que el sheriff, ¡y me enorgullezco al decir que son amigos y viejos compañeros de armas! Y debería avergonzarse, Cutler, de haber abandonado a quienes lo acogieron de corazón. ¡Ha mordido la mano de quien le da de comer!

—Si se mezcla en los asuntos de Ran Boland, se arrepentirá, teniente —aseguró Dipple.

Cutler no preguntó si las pesas defectuosas eran cosa de Ran Boland, pero sí dijo al coronel:

—No creo que el «rebaño milagroso» del señor Boland haya sido un elemento de paz y estabilidad en Bosque Alto, señor.

—¿Qué quiere decir, Cutler?

—Es bien sabido en todo el condado, señor, que ese rebaño nunca merma…, a pesar de las reses que el señor Boland vende al señor Dipple. A lo mejor se acaba el milagro, ahora que se han corregido las pesas del señor Dipple.

—Por Dios… —empezó a maldecir Dipple, pero se contuvo, bizqueando.

Se oía el rasgueo del lápiz de Pizer. El coronel volvió a encorvarse, la barbita de chivo rozando el tablero de la mesa.

—Veo que está contagiado por las calumnias de los Maginnis. El señor Maginnis haría bien en morderse la lengua. ¡Y usted también, señor! Los oficiales tienen prohibido asistir a casa de los Maginnis precisamente por bulos como el que ha tenido usted a bien repetir. ¿Ha tomado nota de esa declaración del señor Cutler, señor Pizer?

—¡Sí, señor!

—Señor Cutler, uno de estos días el general Yeager no va a estar en condiciones de evitar su caída. ¡Un día de éstos, señor! ¿Me ha entendido?

—Sí, señor. Entiendo que me está usted amenazando. ¿Eso es todo, señor?

El coronel se puso en pie, apoyándose en el escritorio con el puño cerrado.

—¡Eso no es todo, señor! ¡No meterá usted las narices en los asuntos del señor Dipple y el señor Boland! ¡Es una orden, señor! Señor Dipple, señor Pizer, comandante Symonds, son ustedes testigos.

Cutler saludó y salió del despacho al implacable resplandor del sol. Haciéndose visera con la mano, echó a andar hacia la residencia de oficiales casados. Tenía un nudo de amargura en el estómago, pero con fuerza de voluntad fue capaz de contenerlo.

* * *

Si Dipple había informado al coronel Dougal del barullo sobre las pesas de la Agencia, también se lo habría comunicado a Ran Boland. Para anticiparse a que lo llamaran, al día siguiente Cutler fue a caballo a Madison.

Subió los crujientes escalones hasta las más altas tinieblas de Usura, Maldad y Falsedad, Sociedad Anónima, llamó a la puerta, se identificó y lo invitaron a pasar; dentro olía a piel curtida y barniz de muebles. Las cortinas estaban echadas, con sólo una lámpara encendida. Ran Boland, sentado frente a un alto escritorio de tapa corrediza, giró su cuerpo semejante a un barril para mirar a Cutler. Sus facciones de payaso estaban fijas en una sonrisa luminosa. En la punta de su nariz se encaramaban unos anteojos sin montura.

—¡Pasa, Pat; bienvenido!

Se levantó de la silla con dificultad. En una mecedora había un extraño para Cutler, un joven con duros rasgos irlandeses y una mata de pelo rojizo peinado a raya hacia un lado y amontonado sobre el otro, lo que daba a su rostro cierto aire desequilibrado. Llevaba traje negro y botines, también negros.

—Te presento a mi nuevo socio, el señor Henry Enders, Pat. ¡Recién llegado! Henry, éste es mi viejo amigo, el teniente Cutler, de quien hablábamos hace un momento. —Guiñó un ojo a Cutler.

Enders se incorporó para tender la mano a Cutler. Tenía tullido el brazo derecho, un pálido muñón como una garra pegado al pecho. Cutler estrechó después la manaza de Boland, que le sonreía de oreja a oreja con sus labios rojos. Llevaba una camisa sin cuello, desabrochada.

—¡Así que ya eres un hombre casado, Pat! ¡Enhorabuena, muchacho! Una influencia estabilizadora, la mujercita esperando en casa. Me imagino que ya no irás tanto detrás de las chicas, ¿eh? —dijo Boland, riendo—. ¡Cuando deja en paz a las damas, Pat persigue a los indios, Henry! ¡Siéntate, siéntate, por favor, Pat!

Se instaló en la incómoda silla que Boland le había asignado, mientras su anfitrión seguía divagando.

—¡No te lo creerás, Henry, pero yo también perseguí a los indios en mis tiempos! ¡Apache Pass! Casi nos liquidan allí. Pero enseguida mataron al viejo Mangas, y Cochise murió. ¡Parecía que iba a llegar la paz, y de eso ya hace veinte años!

Soldados de la Columna California habían torturado a Mangas Coloradas hasta matarlo con bayonetas al rojo vivo, cortándole seguidamente la enorme cabeza para luego hervirla y vender el cráneo a un vendedor ambulante de medicamentos. Por aquel asesinato perdieron la vida muchos hombres blancos, y por aquella decapitación, muchos, como el teniente Helms, fueron mutilados.

—Veinte años y parece que ahora mismo tenemos otra guerra entre manos, ¿eh, Henry? Una pandilla de vaqueros descontrolados que se llaman a sí mismos Reguladores ahuyentando a la gente por todo el condado, sin la menor pizca de legalidad.

—Ve al grano, Ran —le instó Enders; bajo sus espesas cejas, miraba fijamente a Cutler con una agresiva electricidad en los ojos.

—Henry procura que no me desvíe del tema —dijo Boland, riendo de nuevo—. Henry tiene experiencia en arreglar las cosas que se escapan de las manos. Mi nuevo socio, Pat. No he tenido socio desde la muerte del viejo Tim Perkins. Bueno, Pat, ¿qué ha sido ese encontronazo que has tenido con Chet Dipple? Henry y yo pensamos que no tiene ni pies ni cabeza.

Se sorprendió cruzando las piernas incómodamente mientras contaba la historia. Ignoraba lo que debía a Ran Boland, salvo que una vez fueron amigos y había disfrutado de la risa fácil de Ran, de su extravagante charla y las partidas de póquer que se celebraban en la gran sala de al lado, a las cuales, en cierta época, se sentía orgulloso de que lo invitaran. Le parecía que en la discusión con el coronel y Dipple había dado la impresión de haberse entregado a la causa de Frank Maginnis. No estaba comprometido con causa alguna en Madison, ni con Frank, ni con Lily ni con la memoria de Martin Turnbull. Sólo procuraba garantizar que los sierraverdes siguieran tranquilamente en Bosque Alto.

—Que los estafen habitualmente en las raciones, con sus mujeres e hijos pasando hambre: ése es el principal motivo de que tribus como las de Caballito se fuguen de la reserva. —Ran Boland lo observaba con el entrecejo fruncido y la máxima atención; su socio, recostado y silencioso—. Cuando los apaches se escapan, el ejército tiene que ir por ellos, perseguirlos. Mueren soldados. Yo haré todo lo posible por mantener a Caballito y los sierraverdes en la reserva. No me importa quién salga perjudicado en el intento.

Boland se inclinó hacia delante haciendo chirriar la mecedora.

—¿Sabes por qué un excelente caballero como Abe Dougal no piensa lo mismo que tú, Pat? Porque es en combate cuando los oficiales ascienden de rango. Y a ti tampoco te importaría ponerte unos galones de capitán en esos hombros tuyos, ¿eh?

—El caso es —terció Enders—, que le advertimos de que deje de interferir en asuntos que no le conciernen.

—Acabo de explicar que sí me conciernen.

A Enders se le llenó el rostro de manchas encarnadas, mientras Boland se balanceaba, sonriente, en su mecedora.

—¿Acaso cree que estamos de broma? —inquirió Enders.

—Espero que sí sea una broma —dijo Cutler, volviéndose hacia Boland—. No creo que tu socio piense que está amenazando a un oficial.

—¡Es un joven apasionado, Pat! Tendrás que perdonarlo.

—No, creo que no se lo perdono.

—No te estarás alineando con nuestros enemigos, ¿verdad, Pat? —inquirió Boland con su comprensiva sonrisa.

—He venido a decirte que no me he pasado al enemigo. La muerte de Turnbull no es asunto mío. Pero que los sierraverdes se queden donde están, sí lo es.

—Eso fue una tragedia horrible, Pat. Nadie quería que sucediese una cosa así. Yo conocía al señor Turnbull; ¡no sé por qué haría semejante tontería! Pero una situación delicada no se arregla con una pandilla de pistoleros enloquecidos que vayan jurando venganza por los cuatro rincones del condado. ¡Se han servido de la muerte de ese magnífico joven como excusa para verter veneno sobre mí!

Enders soltó una maldición, los pálidos dedos de su manecita retorciéndose y frotándose unos con otros.

—¿Es posible pedir a este individuo que salga de aquí para que tú y yo podamos hablar, Ran?

Enders se puso en pie de un salto. De nuevo tenía el rostro salpicado de manchas rojas. Su mano lisiada se aferraba a la solapa de la chaqueta.

—¡Hablad lo que queráis! —exclamó, cerrando la puerta de golpe.

Con sus labios rojos como la sangre distendidos en una sonrisa, Ran Boland dijo:

—Es un joven apasionado, Pat, pero se tranquilizará. Es de Misuri, ha llevado una vida de violencia y enfrentamientos, pero ha sido capaz de superarlo, además de juntar unos ahorrillos considerables. Nos conocimos por casualidad el año pasado en San Luis, y enseguida nos entendimos. Yo necesitaba que alguien me echara una mano, y él estaba buscando una oportunidad en el Oeste. ¡Posee una inteligencia aguda, brillante! Está completamente convencido de que vivimos un momento en el que hay que saber quiénes son nuestros aliados. La gente de la ciudad está decidiendo ahora si seguir con los amigos de siempre o hacer nuevas amistades. Eso lo entenderás, Pat.

—Así que va a producirse más violencia en este conflicto, ¿verdad?

La sonrisa se borró bruscamente de los labios de Boland, que se inclinó hacia delante haciendo crujir la mecedora.

—Ellos la han instigado, Pat. Ahora se nos está yendo de las manos como un incendio en la pradera. ¡Ese demonio! Frank Maginnis es un diablo. ¡Es cosa suya!

—¿Y qué me dices de ese lisiado enloquecido que te has buscado de socio?

—Soy viejo, Pat. Estoy enfermo. Sencillamente no puedo hacerles frente yo solo. Henry es justo el hombre que necesito. Es joven y duro como yo lo fui una vez, antes de que me convirtiera en un barril de sebo. ¡Él luchará por nuestros derechos!

Cutler se puso en pie para marcharse. Recordó que, no hacía ni dos años, Ran Boland tenía buenos músculos, mejillas sanas y sonrosadas, y estaba pletórico de auténtica animación, no de aquella falsa simulación. Buen aficionado a la caza, se traía a casa trofeos de ciervos y alces, y la sala de póquer estaba decorada con tantas filas de cornamentas que parecía una cerca de alambre de espino. Ahora era viejo, se sentía morir, estaba confuso y amargado.

Guando Cutler bajó las escaleras desde la segunda planta, no vio a Henry Enders por parte alguna.

—¿Cómo está el señor Ran? —preguntó el empleado.

—No tiene buen aspecto.

—Lleva una temporada bastante pachucho, desde luego —concluyó el empleado. Recostado al extremo del mostrador había un pistolero, observando.

* * *

Mientras cabalgaba por Madison, doblando la polvorienta curva de la calle con sus vetas de sol y sombra, se sintió vigilado, su presencia y su destino ya conocidos. En la otra dirección pasó un jinete, sin mirarlo. Cutler desmontó frente a la casa baja de los Maginnis, con techumbre de tejas, y dejó a Malcreado en el corral junto a otros cuatro caballos y la calesa desenganchada.

La gruesa Berta contestó a la campanilla y lo hizo pasar, desapareciendo mientras él pisaba las pardas baldosas y las mullidas alfombras. Dio una vuelta por la estancia, observando el brillo del piano en la tarima, los tapices de las paredes, los gruesos búcaros con sus ramilletes de flores artificiales. En las ventanas estaban echadas las cortinas. Como siempre en casa de Lily, sentía que le traicionaban las rodillas, las ingles pletóricas de sangre. Intentó reírse de su excitación cuando oyó el repiqueteo de sus chinelas, que se aproximaban.

—¡Pat! —Su voz tenía exactamente el tono expectante que él había imaginado, la misma nota de sorpresa y placer—. ¡Has venido a verme!

—No podía estar más tiempo lejos de aquí.

Ella se precipitó en sus brazos, que la abarcaron en toda su redondez, en su esbeltez, en su suavidad. Él le pasó las manos por los hombros y la espalda, un sedoso tobogán de carne sobre hueso. El jadeo de ella fue tan preciso y esperado como lo había sido su exclamación al pronunciar su nombre. Echó la cabeza atrás para descubrir la curva del cuello ante sus labios. Él alzó despacio las manos bajo sus pechos, como levantando un gran peso. Ella pegó los ardientes labios a los suyos y le guió la mano por su cuerpo, apretándola contra ella, jadeando.

En la cama, él acarició la lechosa maravilla de su cuerpo, los pezones como puntas de rosados dedos, negras lenguas de vello bajo las axilas, una muestra más amplia entre los fuertes muslos, surcados de azuladas venas. Ella yacía con los ojos cerrados, un destello de los dientes entre los labios entornados. De cuando en cuando movía la mano para comprobar la intensidad de su deseo. Finalmente, la montó de nuevo. Sintió que el aliento de ella le galopaba en el oído.

—Qué fuerte eres, Pat —musitó ella.

—Lo único que tengo que hacer es pensar en ti. Al toque de retreta, viendo bajar la bandera, pienso en cómo caen al suelo tus enaguas. Te aseguro que es tremendamente violento.

Riendo en murmullos, le acarició la rabadilla con sus manos sin huesos, ardientes.

—¿Es que no te basta tu preciosa mujer?

—No.

Se dispersó en ella como si cayera en un pozo.

—¡Ay, Dios, Pat! ¡Ay, mi Pat!

Se apartó de ella para pensar con malevolencia en Martin Turnbull. No digas nada de eso. Simplemente no digas ninguna mezquindad.

—No soportaba que estuvieras follando con Martin Turnbull —dijo.

Ella guardó silencio durante un tiempo.

—Él no utilizaba esa horrible palabra. Hacíamos el amor.

Se incorporó y lo miró desde arriba, su pecho oscilando contra él. El pálido triángulo de su rostro se inclinó desde el oscuro remolino de su pelo, buscándole los ojos con la mirada.

—Es algo que los hombres no pueden remediar, ¿verdad? Después de haber gozado deben estropear el placer.

—Lo siento.

—No debes estropeármelo a mí.

—Quiero ser lo más importante de tu vida. No podía soportar que hacer el amor con Martin Turnbull también pudiera ser importante.

—Era algo muy distinto. Martin era muy tierno, tímido, se sorprendía…, ¿quieres que te lo cuente?

—¡Sí!

—Lo quería muchísimo. Nunca lo olvidaré. —Su voz empezó a quebrarse—. Cualquier cosa que esté en mi mano…, lo que sea, para que esa gente… —Se interrumpió.

—¿Estás haciendo el amor con Joe Peake?

Ella sacudió la cabeza. Se le endurecieron los rasgos en torno a la boca.

—No. Aunque podría.

—¿Porque es tierno y tímido?

—Para que mantenga el rumbo. Ahora mismo está furioso y entregado a su labor, pero… Los hombres se encienden con mayor rapidez que las mujeres, pero también se apagan antes.

Bajó la mirada hacia él, sus facciones más espesas por la postura. Semejaba una leona prudente.

—¿Era eso lo que hacías con aquel pastor sufragista en Albany?

—Así que mi pasado me ha seguido hasta aquí —repuso ella con voz queda—. Sí, puede que fuera eso, aunque aquélla era una causa muy diferente. Y yo creía que con mis lazos matrimoniales superaba las petrificadas costumbres del pasado.

Él no lo entendió.

—No comprendo nada de ti —confesó. Tal como Yeager había dicho de Ruth Anna, simplemente existía, como la luz y el aire. ¿Era eso, entonces?

—¿Crees que soy bella, Pat?

—Sí. No. Sí, mucho.

—Seré bella durante una breve época de mi vida. Es el don que me han concedido. Debo aprovecharlo al máximo, porque es mi herencia. Es lo que poseo en vez del talento que un hombre podría tener para hacer fortuna. Pero no deseo hacer fortuna a través de ese don.

—Sólo… —empezó a decir él, pero fue capaz de contenerse.

Podía no mencionar a Frank, a quien nunca se mentaba en aquellas agrias conversaciones. Pero Lily, por supuesto, le adivinó el pensamiento.

—Yo abogo por la igualdad de oportunidades para las personas de mi sexo, Pat. Estoy casada en una unión libre. No soy un simple juguete; soy yo misma, y sé que para los hombres eso es muy difícil de aceptar.

Volvió a tenderse a su lado, plegando el cuerpo contra el suyo. Los celos lo atenazaban, aunque a veces desaparecían, dando paso a la lucidez. La angustia de que nunca sería sólo suya siempre estaba presente. No podía imaginar su pacto con Frank. La maravilla que había sido Ruth Anna empezó a ocupar sus pensamientos mientras yacía junto a Lily.

Ella le preguntó por su mujer.

—Durante una temporada pensé que era feliz. Al principio de su embarazo. Ahora es tan desgraciada que no se me ocurre otra cosa que mandarla a casa. Pero dice que no quiere ir.

—¿Qué puede haber pasado?

—No lo sé.

Sintió los labios de ella en su hombro.

—¿La quieres, Pat?

Era lo que Rose Reilly también había querido saber. Consideró la posibilidad de que María fuese desgraciada porque no la quería. Dijo con cuidado:

—Haría casi cualquier cosa por hacerla feliz.

Lily guardó silencio durante un tiempo, para luego cambiar de tema.

—Frank piensa que debe ir a ver al gobernador. Cree que si la guerra no se detiene, morirá mucha gente.

—He oído hablar de unos Reguladores.

—A Joe y algunos otros los han nombrado agentes de la ley en el condado de Jefferson. Han salido en persecución de los asesinos, de los verdaderos criminales…, de los que menos importan. —Guardó silencio durante un tiempo y luego prosiguió—: No hay ley para nadie salvo para la gente de Ran Boland. De manera que hombres enérgicos como Joe y Johnny Angell deben protegerse bajo el nombre de Reguladores. Frank cree que es un error. Pero esto ya es una guerra.

Ahora le daba la espalda, la larga y suave S de su espina dorsal, la curva casi infantil de sus mejillas mientras miraba hacia las cortinas rojas.

—Johnny veneraba a Martin como a un héroe —continuó ella—. Creo que quizá tenga más… perseverancia que Joe. Es un joven extraño, aunque parece mayor. Es como si estuviera rodeado por una especie de resplandor, por lo que resulta difícil apartar los ojos de él. ¿Te has fijado en eso?

Él no llegó a decir lo que casi le vino a los labios.

Ella volvió a apretarse contra él.

—¡Ah! ¡Aún me quieres!

—Sí.

* * *

Frente al Alojamiento n.° 5 se encontró con el cabo Brent, que barría la acera de ladrillo. El ordenanza trabajaba con la espalda erguida, los codos levantados, la escoba volando. Cutler tuvo la impresión de que lo estaba esperando.

El cabo soltó la escoba y saludó.

—¡Permiso para hablar con el teniente, señor!

—No faltaba más, Brent.

—¡Señor! ¡Pido permiso para cortejar a la señorita Gutiérrez, señor!

—¿A quién?

—¡A la señorita Gutiérrez, señor!

—Ah, sí, claro, es la… acompañante de la señora Cutler. Consultaré con la señora Cutler, desde luego. —Carraspeó—. ¿Está seguro de que es prudente casarse con una extranjera, Brent? Es de nacionalidad mexicana, y católica.

—¡Me gusta mucho esa joven dama, señor! Y tengo motivos para creer que mis afectos son correspondidos. Claro que yo no hablo mucho mexicano y ella no sabe inglés, pero es sorprendente lo capaces que somos de mantener una conversación.

—Ella ha recibido una educación muy distinta de la suya, Brent. Por fuerza ha de haber dificultades.

—Siempre las hay, ¿no es verdad, señor? Simplemente que, si nos casamos, tendremos que trabajar más que cualquier otra pareja. Yo diría, señor, que en estos momentos faltan lavanderas en el puesto. Se puede ganar buen dinero. Aunque, créame, no es ésa la mayor de mis preocupaciones.

—Como le decía, expondré el asunto a la señora. Estoy seguro de que querrá lo mejor para la señorita Gutiérrez.

La corneta tocó llamada de oficiales. Cutler cruzó a toda prisa la plaza de armas en dirección al puesto de mando.

Dougal estaba inclinado, con los puños apoyados sobre el escritorio. Llevaba unos anteojos de oro prendidos en la nariz. Symonds, de pie, con las piernas separadas y los brazos cruzados. Jumbo Pizer, sentado frente a su escritorio, adoptaba una posición erguida. Tupper entró apresuradamente, seguido de Jud Farrier. Los demás estaban de maniobras o de permiso.

—Caballeros —anunció el coronel—, acabo de recibir una comunicación del capitán Bunch desde Bosque Alto. Le ha llegado información de que el Soñador está diciendo a sus indios que ojo pálido habrá desaparecido del territorio para cuando madure el maíz. —Se sentó y prosiguió—: Ya recordarán nuestra última reunión a propósito de Nakay-do. ¡Eso fue hace casi un mes! El señor Dipple transmitió mi orden de que el Soñador compareciera ante mí para parlamentar. Pero Nakay-do no se ha presentado.

—¿Se ha negado, señor? —preguntó Farrier.

—Ha aducido una docena de excusas. Está tratando a alguien que se encuentra muy enfermo. Hay una ceremonia a la que debe asistir. Caballeros, creo que ha llegado el momento de traer aquí a Nakay-do. Si es necesario, se recurrirá al uso de la fuerza.

—¡Tiene toda la razón, señor! —aprobó el comandante.

—¡Señor! —intervino Cutler—. Solicito permiso para ir a Bosque Alto con mis exploradores y traerlo aquí.

Fulminándolo con la mirada, la cabeza baja y expresión obstinada, el coronel negó con un gesto.

—Denegado. El comandante Symonds procederá hacia la reserva con una tropa. Comandante, llevará los escuadrones F y H.

—Señor —dijo Tupper—, si hay razones para creer que podrían producirse enfrentamientos, ¿qué dice el capitán Bunch de los sierraverdes?

El coronel se limitó a encogerse de hombros.

—Señor —dijo Cutler—, Caballito me ha dicho que los sierraverdes no tienen nada que ver con el Soñador ni con sus danzas. También me ha dicho que no veía peligro alguno.

—Sí, sí —contestó Dougal, agitando la mano.

—Solicito permiso para acompañar al comandante, señor —dijo Pizer.

—Concedido, concedido.

Bernie Reilly entró jadeante, y le explicaron la situación. Lanzando una mirada a Cutler, dijo:

—Me han dicho que los espíritus de los tres grandes jefes apaches están aconsejando a los nahuaques que vivan en paz con el ojo pálido.

—¡El ojo pálido no se marchará en paz del territorio cuando madure el maíz, matasanos! —sentenció Symonds.

—¡Estará preparado para salir a las ocho de la mañana, comandante!

—¡Sí, señor!

Cutler observó los empalidecidos puños del coronel, comprimidos contra el tablero de la mesa, y entendió el aprieto en el que se encontraba. Dougal no podía permitirse que el hechicero le diera largas de aquella forma, pero si tomaba medidas desacertadas, podría producirse un enfrentamiento que condujera a la fuga de los nahuaques. Y si se fugaban o resistían a los soldados azules, los sierraverdes estarían menos tranquilos. Estaba en juego la estrella que probablemente nunca alcanzaría el coronel, y si Cutler telegrafiaba o no al general Yeager en Fort Blodgett era algo que no le pesaría en la conciencia.

—¡Señor! —dijo—. Solicito permiso para acompañar al destacamento. —Pensó que sería mejor no añadir «como ayudante del general Yeager», porque Dougal sin duda entendería que así era. En cambio, añadió—: Porque puede haber peligro de que Caballito se vea envuelto en el asunto.

—Concedido —asintió el coronel.