El cementerio se encontraba en el saliente de una ladera al norte de Madison. Cutler entró en el recinto, se detuvo entre los demás carruajes que habían acudido y ayudó a bajar a María, vestida de encaje negro. Se reunieron con grupos de hombres y mujeres vestidos también de luto junto al montículo de tierra rojiza excavado de la fosa. Se veían armas defensivas, y rostros sombríos, ojos vueltos disimuladamente hacia ellos, mientras él, llevándola del brazo, conducía a su mujer por el sendero. Las tablas blancas, las cruces y lápidas se sucedían frente a ellos sobre el pedregoso suelo. Cutler sentía en el brazo la presión de la mano de María.
Lily estaba con Frank Maginnis, una profusión de lustrosos cabellos bajo un sombrero negro de paja que rebasaba la cabeza desnuda de su marido. Un velo cubría su rostro, la ceñida chaqueta negra limpiamente remetida en la ajustada falda. Los ojos saltones de Frank escrutaban inquietos sobre la barba el rostro de los asistentes. Una vez sacó de un bolsillo del chaleco un reloj con cadena de oro y lo consultó. Alzó la mano hacia Cutler en un solemne saludo. Lily se acercó a ellos, con unos relucientes botines negros asomando bajo la falda.
—Me alegro mucho de que hayas venido, Pat. Oh, señora Cutler —dijo, besando a María de forma extravagante—, no sabe cuánto lamento que volvamos a vernos en circunstancias tan trágicas.
María le contestó con un murmullo, sin haber comprendido. A través del velo, los húmedos ojos de Lily estaban fijos en los de Cutler.
—¡Lo han asesinado, Pat! —exclamó—. ¡Le dispararon a sangre fría, como si tal cosa!
—Sí, me lo han dicho.
Frank se acercó con su paso majestuoso, levemente inclinado hacia atrás. Saludó a María besándole la mano y miró a Cutler con su sonrisa fruncida, la encarnada boca remetida bajo la barba, los ojos, extrañamente inhumanos, demasiado separados. También se aproximaban Joe Peake y Johnny Angell, el pistolero de corta estatura por el que María había expresado simpatía, ambos pulcramente peinados, Peake moreno, el muchacho con pelo de estopa. Llevaban revólveres enfundados, y Angell, además, un fusil cogido del cañón. El doctor Prim se apartó de otro grupo de hombres armados y se acercó a ellos. Ninguno habló mucho, salvo para saludar a María con voz queda. Las miradas sobre Cutler eran de reproche; aún no había declarado de qué lado estaba.
El médico, limpiándose la frente con un pañuelo blanco, dijo:
—Desde luego has estado lejos del territorio durante la mayor parte de tus expediciones bélicas, Pat. ¿Te han contado lo que acaba de ocurrir?
—Era una partida, según me han dicho. Él empezó a disparar. O no.
—Exacto —terció Frank—. Los de la partida afirman que él disparó primero, por supuesto. —Él también se enjugó la frente con un pañuelo—. Ran Boland presentó un derecho de retención sobre el rebaño que había comprado Martin. Hubo ciertas manipulaciones jurídicas y se dictó un mandamiento de embargo, que Martin decidió pasar por alto. Emitieron una orden de detención y organizaron una partida. Ya puedes imaginarte la catadura de los ayudantes que nombraron.
—Lo supongo.
—Al parecer Martin cabalgó a su encuentro. Sencillamente se negaba a creer en la corrupción de los procesos legales que aquí conocemos tan bien. No vivió con nosotros lo suficiente para desconfiar de todo lo que sale de Madison…
—¡No vivió lo suficiente en este mundo! —lamentó Lily tras el velo.
—Afirman que cabalgó hacia ellos velozmente, disparando sin parar —intervino Joe Peake con su áspera voz—. Así que tuvieron que matarlo en defensa propia. Lo cargaron como a un cerdo recién sacrificado y lo trajeron a la ciudad.
—Nosotros vimos parte de lo que ocurrió, desde lejos. Pard, Carlito Rivera y yo —dijo Johnny Angell. Sus menudas facciones, casi bonitas con el rubio mechón cayéndole hacia el ojo, estaban tensas como un puño, llenas de ira.
—Y cabalgando de frente hacia ellos es como acabó con un tiro en la nuca —dijo Joe Peake.
—No llegó a utilizar el revólver —añadió Johnny—. Porque yo me lo encontré en el suelo.
María apretó inquisitivamente el brazo de Cutler, y él le dio una palmadita.
—Ahí viene la carreta —anunció Tom Fletcher.
La carreta, tirada por una mula, subía despacio la cuesta desde Madison, llevando en la plataforma el ataúd, de madera de pino muy clara, a la sombra de una lona.
Frank Maginnis y los demás echaron a andar por el sendero para ir al encuentro del grupo que había venido a caballo junto a la carreta. Seis hombres subían en marcha cerrada el pálido féretro, a cuyo frente avanzaba con paso firme el pastor metodista de Santa Fe, con el libro de oraciones cogido entre las manos. Los portadores del féretro llevaban revólveres. Cutler observó a Lily junto a su marido, llorando a Martin Turnbull, que le había sustituido en sus afectos y en su cama. Se le ocurrió que María debía estar confusa y alarmada por aquella desagradable escena, un nuevo episodio de la «guerra» por la cual ella había preguntado en su primera visita a la ciudad y que él había considerado una ocurrencia.
—La señora Cutler y tú debéis venir a cenar después —susurró Lily—. ¿Vendréis, Pat?
—No faltaba más.
—Dime qué ha dicho, por favor —musitó María cuando Lily se alejó.
Cutler se lo dijo, viendo cómo bajaban el ataúd frente al montón de tierra. Los hombres se enjugaban el sudor de la cara y el cuello. El pastor leyó algo con una voz que no llegó a donde Cutler estaba con su mujer cogida del brazo. Joe y Johnny Angell echaron la primera tierra, para luego pasar la pala a los demás. Frank Maginnis condujo a Lily a la salida, rodeándole la cintura con el brazo.
Cutler los siguió con María. En la calesa le dijo:
—Esos hombres están enfadados porque han asesinado a su amigo. En esa guerra por la que me preguntaste.
—La mujer del abogado está muy triste.
—Lo quería —explicó él, pisando el freno mientras la calesa empezaba a bajar la cuesta detrás de una fila de carruajes y carretas.
El cortejo recorrió Main Street, bajo la mirada de los mexicanos reunidos frente a la tienda y cantina mexicana, y prosiguió despacio, pasando por el edificio de dos plantas del juzgado, con la cárcel en el segundo piso, el hotel, casas de adobe erigidas tras una densa vegetación, una de ellas reducida a cenizas, con sólo la chimenea en pie, y por la tienda con el letrero de BOLAND Y PERKINS. Se vio una tenue silueta que se apartaba de una de las ventanas superiores, y en la acera, una mujer con toca apresuró el paso. En diagonal se erguía un edificio nuevo, con el extremo de las vigas arrojando sombras oblicuas sobre la fachada de adobe, y un letrero mayor que el de enfrente y pintado de vivos colores decía: TURNBULL Y MAGINNIS. La puerta de la nueva tienda estaba cerrada y protegida con una reja. Con los brazos cruzados, el sheriff Pogie Smith estaba de pie a la entrada del juzgado, el rostro en sombra bajo el ala del sombrero. A Cutler le pareció pequeño y asustado.
El cortejo siguió adelante, hacia la casa de los Maginnis, una verdadera mansión, según los criterios de Madison, sobre la que arrojaban franjas de sombra los árboles de la calle en curva. María seguía apoyando la mano en el brazo de Cutler con una confianza que a él le agradaba.
En casa de los Maginnis, los hombres armados que habían asistido al entierro de Martin Turnbull se fueron quitando el sombrero a medida que entraban, y Lily y María eran las únicas mujeres, sin contar a Berta, la cocinera, que empezó a traer bandejas cargadas y fuentes humeantes de la cocina. Los hombres se llenaban los platos y se retiraban hacia las paredes o los rincones, donde permanecían en incómoda actitud. Frank subió al estrado junto al reluciente piano. Lily se quitó el velo y se quedó inmóvil, mirando a su marido con ojos trágicos. Cesaron las conversaciones.
—En griego hay dos palabras para designar la justicia —empezó Frank—. Temis se refiere a la justicia dispensada desde arriba, a los poderes judiciales de reyes y nobles. El poder de temis se utilizaba mal con frecuencia, y a lo largo de los siglos la gente empezó a exigir leyes escritas, codificadas. Había conflicto entre los privilegios heredados de la nobleza y los hombres libres de baja cuna, que empezaron a exigir Una justicia equitativa. La palabra que hace referencia a esa otra justicia es dikẽ. La dikẽ era la ley escrita, la ley para todos, el proceso de la ley, la administración de justicia. La «proporción debida», sería el sentido actual del término. Temis es la autoridad de la justicia; dikẽ, la igualdad.
Los ojos de bulldog, sobre las oscuras facciones de fuertes mandíbulas, centellearon por la habitación.
—Lo que tenemos en esta parte del Territorio de Nuevo México es una especie de antigua nobleza, los colonos originales, los que vinieron aquí primero. Esos hombres han ascendido a puestos muy influyentes y se consideran detentadores de los antiguos derechos de la temis. Su poder se remonta a los días de la frontera, cuando los que eran lo bastante fuertes asumían el manto de la autoridad. Es lógico que quieran aferrarse a sus viejos privilegios y su poder.
»Pero esos hombres no reconocen, se niegan a reconocer que la frontera ha cambiado. La civilización ya está aquí. Las ciudades tienen sus estatutos. Hay gobiernos municipales. Nuestra nación es una democracia. Dikẽ se ha convertido en el orden de la justicia. Pero Jake Weber sigue ejerciendo en Santa Fe su antigua temis como fiscal de distrito de Estados Unidos, como jefe de la asamblea local del partido republicano y amigo íntimo del gobernador Dickey. Lo mismo hacen sus viejos camaradas en Madison: Barron Arthur, el juez de paz del condado, Neill MacLennon, el fiscal. Y Randolph Boland.
Cutler sintió una vez más en el brazo la inquisitiva presión, y de nuevo dio una palmadita en los dedos de María. No conocía a Jake Weber, pero había jugado al póquer con Neill MacLennon y Barry Arthur, hombres agradables los dos, de amplio vientre, Neill calvo y con anteojos, Barry con una mata de pelo gris como un tejado de pizarra; Neill, coleccionista de chistes verdes; el juez, cazador y pescador; ambos irradiando compañerismo, dispuestos a ayudar a un amigo necesitado, sin duda bondadosos con viudas y huérfanos, carentes de malas intenciones. Y sin embargo constituían el poder local, y su carácter agradable y buena disposición dependía de que las cosas marcharan exactamente como siempre lo habían hecho. Los había oído bromear con Ran Boland, no de manejos ilegales ni conspiraciones, sino de cómo resolver algún problema molesto con una palabra de advertencia o un recordatorio de favores hechos o aún por hacer, y sobre todo los había visto disfrutar de las muestras de humana debilidad en otros. El único indicio de malevolencia que había percibido alguna vez era el violento desagrado que Ran sentía hacia Frank Maginnis, pero nunca olvidaría al granjero, Cobb, dirigiéndose a la tienda con el sombrero en la mano, y sabía que la violencia no era sino el siguiente paso de los habituales métodos de persuasión de Ran.
—Temis —prosiguió Frank— recibe el apoyo, o al menos la justificación, de mucha gente, ya que suele ser más ordenada que las complejas exigencias de dikẽ. Sin embargo, los americanos libraron una guerra revolucionaria para traer la dikẽ a Norteamérica. Esa guerra se ganó, pero hay que seguir librándola continuamente. Amigos, es evidente que hay que volver a combatir en el condado de Madison.
Frank esperó en medio de un silencio de gran efecto, con aire de estar bastante complacido consigo mismo, pensó Cutler. Vio cómo lo miraba Johnny Angell, con aquella expresión arrobada de adoración hacia el héroe con la que una vez había mirado a Martin Turnbull. Frank respiró hondo, hinchando el pecho antes de proseguir:
—Los hombres que han empleado en Madison los métodos de temis han logrado dar forma legal a un crimen por asesinato. No se trata de que Martin Turnbull fuera un amigo y socio querido de muchos de los que estamos aquí. Sino simplemente de que se ha cometido un crimen, Martin Turnbull había comprado, de buena fe, un rebaño de ganado. Ese rebaño fue rápidamente reclamado por otro, a mi entender de forma cínica. El juez Arthur emitió una orden de embargo. Cuando se presentó un recurso contra dicha orden, dictaron una orden de detención contra Martin Turnbull, y organizaron una partida a cuyos miembros se nombró ayudantes del sheriff. Muchos componentes de esa partida han declarado que Martin Turnbull abrió fuego contra ellos y que se limitaron a disparar en defensa propia. Sólo hay tres testigos que lo desmienten. Nadie ha explicado el hecho de que Martin Turnbull recibiera un tiro en la nuca, ni de que encontraran su revólver en el suelo, que no había sido disparado.
»¿Qué han de hacer, entonces, los hombres respetuosos de la ley para avanzar la causa de dikẽ en este asunto? —inquirió Frank. Se cruzó de brazos, echó atrás la cabeza y, uno por uno, lanzó una mirada desafiante a todos los presentes—. ¿Sí?
Cutler se volvió a ver a un ranchero de pelo entrecano y barba gris de varios días, que había dado un paso al frente.
—La guerra, Frank. Ellos la han empezado.
—No creo que las guerras resuelvan nada salvo la cuestión de quién es más fuerte en un momento dado —repuso Frank.
—La guerra revolucionaria que has mencionado antes sí las resolvió —apostilló Lily con su nítida voz.
—A Martin lo mataron en el condado de Jefferson, no en Madison —puntualizó el doctor Prim, con los pulgares colgando de los bolsillos del chaleco.
—Sí —convino Frank, asintiendo con la cabeza—. Una medida a nuestro alcance es pedir al sheriff Timmons, del condado de Jefferson, que forme un grupo para detener al menos a cuatro miembros de la partida criminal del condado de Madison. Sabemos quiénes son los cuatro asesinos materiales.
—Clay Mortenson, Ed Duffy, Cory Helbush y Bert Fears —enumeró Johnny Angell desde la pared en la que estaba apoyado con las piernas cruzadas.
—¿Qué hay de Pogie Smith? —preguntó otro, alzando la voz.
—El sheriff no iba con ellos. Se quedó atrás con algunos otros.
—Yo digo que alguien tiene que ocuparse de Pogie Smith, Neill MacLennon y Barry Arthur. Y de Ran Boland.
—¡Yo también lo digo! —exclamó Lily—. ¿Se escucha aquí a las mujeres, Frank?
—¡Por supuesto que sí, cariño! —contestó Frank, ruborizándose.
—¡Entonces digo que para quitar de en medio a una serpiente de cascabel no basta con arrancarle el colmillo que contiene el veneno!
Cutler sintió de nuevo la presión en el brazo.
—¡Es muy atrevida! —musitó María.
Estirando el cuello como si tuviera tortícolis, Joe Peake avanzó para ponerse frente a Frank Maginnis, que seguía en el estrado.
—Creo que si no nos limitamos a los cuatro que dispararon, nos meteremos en un lío, Frank —opinó.
—Es difícil perseguir a los demás sin tener pruebas —convino Johnny Angell.
Frank paseó la mirada por el rostro de los asistentes con aquella pomposidad que Cutler encontraba irritante, como haciendo juicios olímpicos. Todos murmuraban en pequeños grupos, inclinándose unos hacia otros. Había un tintineo de cubiertos y porcelana. Cutler vio que Johnny Angell hablaba con Peake y Lily. La dueña de la casa, emocionada, estaba muy bella, con aquella tierna desnudez en su rostro que siempre había ofuscado su mirada. Ahora mantenía una mano posesiva sobre el brazo de Peake.
—Sé que la violencia sólo conduce a más violencia —dijo Frank, pero había perdido gran parte de su auditorio, los hombres le lanzaban una mirada encendida y proseguían sus respectivas conversaciones. Alzó la voz y prosiguió—: Durante toda mi vida he sentido amor por la ley. ¿Cómo podría mantenerlo si apruebo algo que esté en contravención con ella?
—¡Haremos que todo sea legal, Frank! —aseguró Peake.
—Me temo que va a ser la misma clase de espuria legalidad que nuestros enemigos han empleado —concluyó Frank, con tristeza.
Momentos después, nuevamente en compañía de Lily, fue a hablar con Cutler.
—Bueno, Pat, seguro que te sientes aliviado de que nada de esto sea de tu incumbencia, como oficial del ejército. Martin y yo sencillamente subestimamos su determinación y su crueldad…, su desesperación cabría decir. Era un joven excelente, con más sabiduría de la propia de su edad y, por otro lado, también muy inocente.
—La inocencia no dura mucho en este territorio, por lo que parece —apuntó Lily.
Cutler vio que su marido la miraba de reojo. Volvió a preguntarse cuánto sabía Frank de las visitas a la biblioteca de Lily.
En un español titubeante, Frank preguntó a María si le gustaba la vida que llevaba en Fort McLain.
—Mucho, señor abogado —contestó María, inclinándose en una media reverencia.
—Por favor, Pat, di a tu mujer que la encuentro muy bella —dijo Lily—. ¡Y que eres un hombre muy afortunado!
Lo miró a él, directamente, con preguntas en sus ojos que no se referirían a María, sino a él, que era suyo. Su boca se abrió en una sonrisa, con la rosada punta de la lengua tocando el labio superior. Preguntó dónde se habían conocido.
—En Guaymas, en un baile, cuando me rompió un huevo de confeti en la cabeza.
Tradujo los cumplidos de Lily a María, que volvió a realizar su pequeña reverencia, pero con recelo. En asuntos femeninos, le parecía a Cutler mayor de diecinueve años.
Se les acercó Angell, sombrero en mano, y dijo a María:
—Buenos días, señora. —Y a Cutler—: Supongo que hoy no le puedo pedir que toque unas canciones al piano; malos tiempos. ¿Podría hablar con usted un momento, señor Maginnis?
Se alejaron los dos.
—Ése me parece muy noble —dijo María.
Cutler se lo tradujo a Lily, sonriendo al pensar que María era muy capaz de transmitir algo en inglés, aun sin saber hablarlo.
—Se lo ha tomado muy mal —observó Lily—. Se culpa a sí mismo. Admiraba mucho a Martin.
Por su parte se fijó en la postura de Lily, adoptada para que él la admirase: la alargada y sinuosa curva de su cuerpo, el abultamiento de la falda a partir de la cintura, la elevación de su busto.
—Todo el mundo lo quería… —empezó a decir ella.
—Ha sido —la interrumpió él, parafraseando a don Fernando— una vida mezquina en la que no ha tenido cabida la tragedia.
Lily giró bruscamente el rostro hacia él, abriendo mucho los ojos. Él se inclinó para traducir a María, dando unas palmaditas en los dedos apoyados en su brazo. Era hora de que se marchase.
En la calesa, volviendo al fuerte, se les echó la noche encima; las montañas se desvanecían hasta resultar invisibles.
—Creo —dijo María—, que la esposa del abogado no es una mujer virtuosa, Patricio.
—¿No?
—Se ve, cómo diríamos, que la atraen mucho los hombres. El vaquero alto, y tú también, me he fijado.
Él guardó silencio hasta que ella preguntó:
—¿Has hecho el amor con ella?
—Sí.
Con el rabillo del ojo vio cómo se le endurecía la mandíbula y se ceñía aún más la capa.
—Fue antes de conocerte —añadió él.
—Entonces, ¿también ha hecho el amor con don Martin, al que han asesinado?
—Creo que sí.
—¿Y con el vaquero alto también?
—No lo sé.
—¿Y qué ocurre con su marido que, según parece, la quiere mucho?
—Creo que las mujeres no le interesan en ese sentido.
—¡Ah, es maricón! Los vaqueros…
—Me parece que simplemente no le interesa eso.
Se quedó pensándolo. Buscó su mano con una timidez que le produjo una mueca de felicidad. Ella murmuró algo que no entendió, en mal inglés.
—¿Cómo dices?
—¡Hay niño! —musitó.
La abrazó sin palabras, mientras ella, embargada de emoción, se sorbía la nariz contra su cuello.
—Ysabel dice que será niño —añadió.
—¡Eso agradará a don Fernando!
—¿A ti también, Patricio?
—¡A mí también! ¡Mucho!
Apretó a su mujer contra él en el asiento, sonriendo a las frías estrellas mientras la calesa seguía avanzando hacia Fort McLain. Había que informar inmediatamente a don Fernando del fructífero vientre de María, y ahora Ysabel podía hacer punto con más sentido.
* * *
Benny Dee llevó a Cutler el mensaje de que Bunch quería verlo, así que montó a Malcreado y se dirigió a la reserva de Bosque Alto. Bunch estaba acampado con una tienda Sibley en un altozano desde donde se veían las wickiups de su compañía de exploradores, de las que salía humo. El campamento de instrucción de exploradores se encontraba al otro lado de una colina, detrás de las principales rancherías sierraverdes. Los campos nahuaques estaban a varios kilómetros hacia el sur, más cerca del centro administrativo de la reserva. Mediante el tratado de pacificación, la reserva de Bosque Alto se había concedido a los nahuaques quince años antes. Debido a su reputación de gente apacible, no parecía haber planes de trasladarlos a San Marcos o Fort Apache. Los nahuaques eran primos del Pueblo de la Franja Colorada, y la presencia en Bosque Alto de los sierraverdes no había producido fricciones hasta el momento; al parecer Caballito y Águila Joven, el jefe nahuaque, se ocupaban de mantener bien separados a los dos grupos salvo en los días de reparto de víveres.
Bunch había reclutado cincuenta exploradores entre los sierraverdes, que recibían instrucción a la vista del resto de la tribu, conforme al plan del general Yeager de debilitar la autoridad de Caballito. Cuando acabaran la instrucción, no se trasladarían a Fort McLain, donde estaba acuartelada la patrulla de hoyas de Cutler, sino que permanecerían en Bosque Alto como una especie de ancla flotante para el resto del Pueblo de la Franja Colorada. Un joven mestizo de gruesas mejillas servía de intérprete a Bunch, que estaba contento del progreso que realizaban sus exploradores.
—¡Son estupendos! —declaró, como si aún no saliera de su asombro, mientras Cutler y él se sentaban en taburetes de campaña sobre la plataforma de tierra apisonada, frente a la Sibley. Bunch había servido una buena cantidad de whisky escocés en unos vasos no muy limpios. Apartó una mosca con la mano—. ¡Serán buenos soldados, tan buenos como mis crows!
El sol colgaba sobre las montañas al oeste, y ya había salido la luna llena, una pálida oblea que se alzaba rápidamente.
—Te voy a decir una cosa —prosiguió Bunch—, nunca se me había ocurrido disparar boca abajo desde un poni al trote, hasta que estos tíos me demostraron que era posible. Desde una silla McClellan[12], además. Aunque es imposible hacer que traten bien a los caballos. Creo que durante un tiempo me llamaron «Nantan Follador de Ponis» o algo así.
—También me pusieron un mote a mí. Tenía que ver con una barba de la que sobresalía un puro; a Nochte le daba vergüenza traducírmelo. Luego me dieron el título de «Nantan Tata».
Bebieron el whisky a pequeños sorbos, contemplando la caída del sol.
—Luna llena —observó Bunch—. Esta noche danzarán.
—¿Quiénes?
—Los nahuaques. Bailarán toda la noche, los tambores son como para dar un ataque a cualquiera. Incluso aquí se les oye. Tengo una espía, mi exploradora secreta. Se entera de lo que pasa. Dice que están resucitando a los muertos.
—¿Qué muertos?
—Mangas. Cochise. Victorio. Los grandes nantan.
Cutler emitió un silbido.
—He pensado que sería mejor que vinieras a echar una mirada antes de despertar al coronel. —Bunch apartó de nuevo una mosca con un gesto—. El agente Dipple no cree que valga la pena molestarse por nada, pero esos tambores me atacan los nervios.
—¿Se muestran beligerantes al terminar de danzar?
—¡Los nahuaques, amantes de la paz!
Bunch sacudió la cabeza, sentado en el taburete con las piernas estiradas.
—Pensé que cuando empezaran, podríamos ir tú y yo a echar un vistazo.
—El general debería saberlo.
—Quizá. Uno de tus hoyas ha estado asistiendo, el que mandé con el mensaje.
Benny Dee estaba casado con una nahuaque y últimamente había pedido frecuentes permisos para visitarla en la reserva.
—¡Escucha! —dijo Bunch.
Los tambores habían empezado a sonar, tan quedamente que parecían un zumbido de insectos. Bunch volvió a servir whisky. El tamborileo se hizo más fuerte una vez que Cutler lo identificó.
—Un tipo llamado Nakay-do —dijo Bunch—. Hechicero. Gran poder. Mi espía dice que fue a la catequesis en Tucson y se entusiasmó ante la idea de la resurrección. Reza para que los nahuaques puedan devolver a la vida a los grandes nantan con sus danzas. Ahora dice que la presencia de ojo pálido lo hace muy difícil. Si el hombre blanco se marchara, sería factible.
Cutler volvió a silbar.
—Vamos —dijo Bunch, poniéndose en pie y ajustándose el cinturón—. Cuando lleguemos ya habrá caído la noche.
Fueron un trecho a caballo, trabaron las monturas y siguieron a pie, con la pálida luna iluminando el sendero sombreado por los pinos. Junto a los tambores se oía el discordante chirrido de los violines apaches. A medida que el sendero bordeaba estrechos desfiladeros, ascendiendo junto al arroyo, los tambores, los violines y una especie de electrizante chis-chis se iban oyendo cada vez con más fuerza. Cutler seguía a Bunch a paso rápido bajo la luz de la luna. Frente a ellos destelló la roja luz de las hogueras.
—Vamos ahí arriba —dijo Bunch en voz baja—. No creo que haya peligro, pero tampoco hay que ponerlos nerviosos.
Condujo a Cutler fuera del sendero, ascendiendo entre los arboles hasta una plataforma alta y pedregosa. Allí se sentó con Cutler a su lado.
Más abajo, en una ancha pradera, cuatro hogueras ardían en lo que debían ser los puntos cardinales. Entre ellas evolucionaban los danzarines, unos doscientos en total, calculó Cutler. Se distribuían en ocho radios, amplios en el perímetro y estrechos hacia el centro, moviéndose despacio en el sentido de las agujas del reloj con un continuo arrastrar de mocasines. Dos hombres giraban en el centro, uno cantaba con una melodiosa voz de bajo; el otro, el hechicero, mantenía los brazos en alto. Su cuerpo, desnudo salvo por el taparrabos, estaba surcado de franjas pintadas de azul y bermellón, la cabeza cubierta por un saco también con franjas y coronado con unos mellados cuernos de antílope. Mientras los danzarines avanzaban arrastrando los pies, él giraba en sentido contrario a las agujas del reloj, levantando y bajando los brazos, a veces cambiando de gesto, como si sembrara semillas de hoddentin, el polen sagrado. En un punto equidistante de dos de las hogueras se situaban los tamborileros y los violinistas, con encendidos reflejos luminosos sobre la piel de bronce y los lustrosos cabellos, sin turbante. La luz de las fogatas parecía titilar al ritmo de los tambores, hechos con ramas arqueadas y piel estirada por encima, percutidos con la palma de las manos. Inofensiva o no, la escena era tan absorbente e imperiosa que también puso nervioso a Cutler.
—Siguen así hasta que se mete la luna, por lo menos —musitó Bunch—. A veces toda la noche.
—He observado que Benny Dee siempre está con resaca al volver. Pero no veo que beban tiswin.
—Se intoxican con algo. Parece divertido. No me importaría bajar ahí y unirme a ellos.
Siguieron sentados en la dura piedra viendo cómo los danzantes daban vueltas despacio en torno a Nakay-do y el cantante. Cutler tiritó de frío, cada vez más intenso. Las siluetas en movimiento lanzaban largas sombras a la luz del fuego. No existía variación en la danza: los danzantes arrastraban los pies en una dirección, el hechicero giraba en la otra.
—La novedad —dijo Bunch— es que, a base de danzar, no pueden hacer que los grandes jefes vuelvan hasta que se marche el ojo pálido. Eso es lo que no me gusta tanto.
—Me temo que el ojo pálido no piensa marcharse.
—Exacto. Ya que están en ello, podían danzar también para que vuelvan algunos de los nuestros. ¿Has visto bastante?
Bajaron de nuevo al sendero, hacia los caballos, mientras el arrastrar de mocasines, el tamborileo disminuía a su espalda.
—¿Cómo te sienta la vida de casado? —preguntó Bunch mientras montaban.
—Mejor que la de antes.
—Nada como una mujer para animar a un hombre.
—Nada mejor.
La tienda de Bunch estaba iluminada por un farol encendido en el interior, de modo que parecía una calabaza de Halloween.
—Oye, ¿puedes disculparme un par de minutos? —le pidió Bunch—. Parece que ahí está mi exploradora secreta.
Desmontó para mirar entre la abertura del toldo, murmuró algo y desapareció en el interior. Cutler vio su sombra recortada contra la luz, dos sombras, una mujer animando a un hombre. Deambuló por la tierra apisonada frente a la tienda. La pulsación de los tambores le erizaba los nervios. Bunch debería pensárselo bien antes de enredarse con una mujer apache. Normalmente, el hombre arriesgaba poco, pero si la mujer estaba casada corría peligro de que le cortaran la nariz, o si era soltera o viuda podría pasarse la vida sin encontrar un marido apache. Una de las siluetas salió de la tienda y desapareció en la noche. Bunch lo llamó.
Dentro de la tienda, el capitán sirvió whisky en dos vasos y tendió uno a Cutler.
—Me mantiene al corriente de lo que pasa. —Sus amplias facciones se tiñeron de rojo.
—¿Verde?
—Exacto. Y le tengo mucho cariño, Pat. —Se pasó los dedos por el pelo, desafiante.
—No a su nariz.
—Es como si fuera viuda. Su marido está en una cárcel de ojo pálido.
—Entonces nunca tendrá otro.
—¡Desde que te has casado te has vuelto un puñetero mojigato! En realidad, tengo la intención de ocuparme de ella. ¡Es decir, me resulta muy útil aquí! Se llama Tze-go-juni, que significa Boca Bonita. Yo la llamo Junie.
Se dejó caer en un taburete. Cutler pensó en algún sierraverde que estuviera en una prisión de ojo pálido.
—Entonces es la mujer de Joklinney —dijo—. ¿Alcatraz?
—Eso es —dijo Bunch, y desapareció su sonrisa.
—Yeager está planeando traerlo de vuelta. Tú lo sabías.
—Joder. —Bunch terminó el whisky de un trago y encogió los anchos hombros—. Bueno, ¿qué vamos a hacer con lo de la danza nahuaque?
—Dougal tiene que enterarse, y enviaré un informe a Yeager.
Bunch, desmadejado sobre el taburete, miraba fijamente su vaso vacío.
—Joder —repitió.
* * *
El despacho del coronel estaba lleno de oficiales, todos de pie. Habían llamado a Dipple y Bunch para que vinieran de Bosque Alto, y el intérprete, Dandy Bill, también estaba presente. El coronel Dougal, sentado frente a su escritorio, los observaba mientras tamborileaba con los dedos en la mesa.
—Yo diría que cada vez que un necio religioso trata de educar a esos salvajes, acaba siendo un error —se lamentó—. Será mejor que hable con ese hechicero.
Cutler estaba entre sus camaradas con la gorra en la mano, observando las fotografías enmarcadas en la pared: las unidades al mando del coronel en la Guerra de Secesión. En su escritorio había una fotografía de su hijo, cadete en la Academia, donde aprendería a unirse al Silencio contra otros cadetes caídos en desgracia.
Cutler desvió su atención al intérprete, Dandy Bill, que hablaba en tono desdeñoso.
—Nakay-do muy malo.
Llevaba el uniforme negro, raído, de su posición, con una sucia camisa blanca abotonada hasta el cuello, sin lazo. Tenía los brazos cruzados, una mueca despectiva en la boca. Caballito se negaba a parlamentar a través de él. Dice mentiras, afirmaba. Siempre había algún problema a la hora de interpretar —no ya por los embustes, sino por la exactitud— cuando los sistemas de pensamiento y la importancia relativa de las cosas eran tan diferentes.
—Pues a mí me ha parecido bastante inofensivo —aseguró Dipple, un hombre delgado, algo calvo, bizco, Nantan Malojo. No le gustaba la arrogancia del ejército, le desagradaban los indios y sus propias responsabilidades, y sin duda tampoco estaba contento consigo mismo porque un vez había sido un hombre de principios, y tras hartarse de la vida solitaria de la reserva se había convertido en presa fácil para Ran Boland y sus compinches, que lo utilizaban a su antojo. Se le veía borracho con frecuencia. Unas veces se mostraba como un honrado juez y factótum para los apaches a su cargo, otras como un corrupto cínico y manifiesto. Como agente indio no era especialmente malo.
—No se trata de unos borrachos de tiswin —prosiguió Dipple, apoyando una huesuda cadera en la mesa del coronel, como recordatorio, pensó Cutler, de que era la Oficina de Asuntos Indios y no el ejército quien administraba las reservas; al menos hasta que se producían verdaderos disturbios—. No hay normas en contra de bailar y tocar el tambor. Yo he ido varias veces a contemplar el espectáculo. No hay hostilidad. Los nahuaques se han mostrado amistosos a lo largo de muchos años, como todo el mundo sabe.
—¿Tiene algo que ver Caballito en todo eso? —preguntó Phil Tupper, alzándose sobre la punta de los pies para mirar por encima del hombro de Jud Farrier.
—Me parece haber visto a un par de franjas como espectadores —contestó Dipple—. Aunque creo que no participa ninguno.
—Yo no he visto ninguno —confirmó Sam Bunch.
—Bueno, es algo bastante inocente —opinó Dipple en tono displicente.
—¡Lo dudo! —gritó el comandante Symonds. Estaba de pie con las piernas separadas frente al coronel, al otro lado de la mesa—. ¡Si con sus danzas intentan expulsar al ojo pálido del territorio para que los grandes jefes puedan volver a la vida, no tardarán en tomar medidas para que el hombre blanco se vaya de aquí!
—¡Ah, marcharse de aquí! —musitó Farrier, y, frente al ceño fruncido del Comandante de Hierro, hubo risitas burlonas por lo bajo. Cutler sonrió, viendo cómo los dos jefes castrenses se fulminaban mutuamente con la mirada. El odio que el coronel sentía por el Comandante de Hierro le llevaba a adoptar mejores decisiones de las que habría tomado sin la tendencia opositora de Symonds.
—Bueno, pues quiero hablar con ese individuo —manifestó Dougal—. ¿Cómo ha dicho que se llama, señor Dipple?
—Nakay-do. El Soñador, así lo llaman.
—¡Muy malo! —definió Dandy Bill, volviendo a cruzarse de brazos.
—¡Quiero que venga aquí!
—¡Me ofrezco voluntario para traerlo, señor! —exclamó Pete Olin, pelirrojo, pecoso, combativo. Su mujer había ido a visitar a María, junto con Milly Tupper; al menos la señora Cutler no estaba sometida al Silencio como su marido. Cutler exploraba la gratitud como la lengua busca un diente perdido. Sólo con pensar en ello se enfurecía.
—Por favor, permítame pedirle que venga a parlamentar para negociar —terció fríamente Dipple, con el ojo bizco titubeando—. Estoy seguro de que acudirá. ¿Por qué no iba a hacerlo?
—Nunca se sabe con esos demonios —objetó el comandante.
El coronel apretó las mandíbulas y se inclinó sobre su escritorio.
—¿Qué opina, señor Cutler? Usted conoce a esa gente mejor que el resto de nosotros.
—Estoy de acuerdo con el señor Dipple, señor.
—Muy bien, señor Dipple —dijo el coronel—. Lo dejo en sus manos. Eso es todo, caballeros.
* * *
Los exploradores se reunieron a la sombra, en la esquina de la plaza de armas, dos de ellos sentados en el banco de madera, los demás en cuclillas, enfrente, y Nochte apoyado en la cerca. Cutler oía el vocerío. Se pusieron en pie cuando se acercó, no exactamente en posición de firmes, pero casi. Les devolvió el saludo, todos sonriendo a la vez. No ofrecían un aspecto muy reglamentario, con la camisa de caballería, altos mocasines apaches bajo largos taparrabos y pañuelos rojos atados en torno a la frente. Nochte llevaba su regalo, el sombrero de copa baja con cintas.
Cutler llamó aparte a Nochte y Benny Dee, un muchacho flaco, de uno sesenta de estatura, espesa cabellera negra, nariz ancha y facciones marcadas. Asintió firmemente con la cabeza cuando le preguntaron si había estado en Bosque Alto la noche anterior.
—Pregúntale si asistió a la danza de Nakay-do.
Benny Dee lanzó una rápida mirada a Nochte al oír el nombre, evitando los ojos de Cutler. Nochte tradujo del español al apache, y Benny Dee, cruzándose de brazos, afirmó de nuevo con la cabeza.
—Sí.
—Pregúntale si el Soñador es un hombre bueno.
—¡Sí! —contestó Benny Dee.
—Pregúntale si el Soñador predica lo que es bueno para ojo pálido y el indeh juntos.
Nochte se lo preguntó, pero Benny Dee no respondió, moviendo los brazos sobre el pecho y frunciendo ferozmente el ceño.
—¿Qué te parece? —preguntó Cutler.
—Creo que no es nada bueno, Nantan Tata.
—¿Has oído predicar al Soñador? Lo han educado en una catequesis.
Nochte sacudió la cabeza con expresión desdeñosa.
—¿Quién más ha oído predicar al Soñador?
Nochte llamó a Lucky, y Cutler mandó retirarse a Benny Dee. Lucky trotó hacia ellos, un hombre rechoncho, de corta estatura y porte orgulloso, pecho amplio y piernas cómicamente arqueadas.
—Pregúntale lo que predica el Soñador.
Lucky rió tontamente ante la pregunta, pero se puso serio enseguida. Nochte y él deliberaron largamente.
—Dice —tradujo Nochte— que el Soñador tiene mucho poder en sus sueños. Conoce los espíritus de ojo pálido, y sabe cómo los convocan después de muertos. Cree que los grandes nantan también pueden volver. La danza bajo la luna llena da más poder y el sueño viene con mucha fuerza. A veces también lo da a los que danzan, y así crece el poder de la ceremonia. Según se cree, los grandes nantan volverán a la vida en una noche de danza.
Lucky asentía con una sonrisa mientras Nochte traducía al español.
—Pregúntale si es verdad que el Soñador afirma que los grandes nantan no podrán volver mientras ojo pálido esté aquí.
Nochte pareció confuso, interrogó a Lucky, y contestó:
—No se lo ha oído decir al Soñador, pero dicen que sí lo ha dicho.
—¿Es una novedad, eso que dicen?
—Sí, nuevo.
* * *
En el Alojamiento n.° 5 la felicidad duró lo que el anuncio del embarazo, para luego apagarse de pronto.
—Sé que algo ha ido mal —le dijo Rose Reilly—. Espero no pecar de presuntuosa si lo considero asunto mío, Pat. Esa pobre niña…
Estaba sentado con ella en el salón, con flores en la mesa, visillos de encaje filtrando el sol que entraba por la ventana. A Bernie lo habían mandado a la enfermería, para atender a unos soldados enfermos.
—No sé qué puede haber pasado —repuso Cutler—. Todo parecía ir bien. Es casi como si se hubiera desmoronado mentalmente. Sé que ha habido cartas de México, pero no admite que algo vaya mal.
—Lógicamente, su estado influye en sus emociones —continuó Rose, frunciendo delicadamente el ceño—. No se me ha permitido conocer lo que le preocupa, pero es bien sabido que se producen alteraciones, tanto de actitud como físicas. Debe darse cuenta de que ya no es una niña. La vida puede parecerle muy diferente… —Se interrumpió.
María, en efecto, le había dicho que Güero, su precioso caballo, había muerto. Él suponía que la información le habría producido un abrumador acceso de nostalgia por Las Golondrinas y su juventud. Pero sospechaba que también había recibido cartas de Pedro Carvajal. En su nueva desgracia María encontraba consuelo en la oración. En la repisa de la chimenea había instalado un altar a la Virgen, con un medallón de plata, un vela roja y un ramillete de flores.
—Me parece que es absolutamente desgraciada —dijo él—. Mucho más que cuando llegó aquí.
—¿Has intentado llegar al fondo de las cosas con ella, Pat? —le preguntó Rose, sus pulcras facciones, ya algo marchitas, preocupadas por él y encendidas de vergüenza—. ¿Has pensado que puede estar preocupada por si no la quieres?
—La quiero —afirmó él, molesto porque no se atrevía a mirarla a los ojos—. Sí, debo hacerlo.
Tenía la impresión de que Ysabel había estado varias veces a punto de confiarle algo, pero se había contenido por lealtad a su señora. Ysabel se había suavizado considerablemente bajo las atenciones del cabo Brent. Era casi imposible tener doncellas de servicio en los puestos fronterizos, donde soldados solitarios las cortejaban desesperadamente. Ya casadas con soldados rasos, se convertían en lavanderas del campamento y ganaban más dinero que sus esposos. Las mujeres de oficiales que contrataban sirvientas del Este siempre estipulaban que debían ser chicas feas, pero nunca lo eran tanto como para desanimar el cortejo. El perfil de bruja de Ysabel se había dulcificado en presencia de los ojos azules y los hombros anchos del ordenanza, y en ocasiones, cuando no había otra distracción, su coquetería hacía gracia a Cutler. Pero tal como acababa de decirle Rose Reilly, debía encararse con María, y no tratar de arrancar secretos a la criada.
Su mujer y él estaban sentados a la mesa del comedor, uno frente a otro, María con los ojos bajos y las manos cruzadas. Ysabel hacía punto, sentada al otro lado de la puerta del salón. El cabo Brent entró de pronto con una cazuela de pavo.
—¡Nabos y zanahorias, con los saludos de la señora Reilly, teniente! ¡Son de su huerto!
—Gracias, Brent.
La limpia raya blanca en el pelo de María le conmovía por su vulnerabilidad. Ella alzó la mirada para encontrarse con la de él, el contorno de sus ojos acentuado por un negro sombreado, pero nublados también por su infelicidad. A su trágica manera era hermosa, mientras que la impía y picara niña del huevo de confeti había sido simplemente bonita: la niña enfurruñada, loca por los bailes, mimada por un abuelo que la adoraba. Pero algo iba mal, aparte de los caprichos de su estado.
—¿No puedes decirme por qué eres desgraciada? —le preguntó.
Ella sacudió la cabeza una sola vez.
—No es nada, Patricio.
—¿Quieres irte a casa? ¿Preferirías tener el niño en Las Golondrinas?
Volvió a sacudir la cabeza, ahora con más vigor. Una vez, en su petulancia, había estado seguro de que conquistaría sus afectos, si no su amor; durante un breve espacio de tiempo lo había creído firmemente. ¿Acaso temía que, volviendo a Las Golondrinas, podría incurrir en el desagrado de su abuelo, que había respondido con júbilo al telegrama en el que le notificaba su estado?
—Dime lo que te hace desdichada, por favor. Has estado contenta durante una temporada. ¿Qué es lo que ha pasado?
Pero ella sólo hizo un gesto que podría haber indicado el vientre y removió el tenedor por el estofado que Brent le había servido en el plato.
—Muy bien, me encantará que Bernie Reilly te atienda en el parto —prosiguió él—. Luego, cuando puedas viajar, volverás con el niño a Las Golondrinas. Yo iré dentro de un año, quizá antes. Y entonces empezaremos de nuevo. En Las Golondrinas.
Ella no volvió a alzar la cabeza. Él pensó que, en vez de gustarle, el plan la deprimía. Ella le había dicho que la había salvado de casarse con el coronel Kandinsky, un viejo. Y que se aburría mortalmente en Las Golondrinas. Su abuelo jamás permitiría que fuera con doña Hortensia a la capital y frecuentara los grandes bailes que allí se celebraban. Fort McLain era un sitio horrible, y los demás oficiales hacían el vacío a su marido, pero ella tenía amigas, y parecía que Ysabel estaba floreciendo. Pedrito, liberador de su virginidad, debía tener algo que ver, así como toda aquella tradición española de amores y amantes peligrosos.
Logró reírse viéndose a sí mismo como un gran hacendado, patrón de Las Golondrinas, con su atuendo formal de vaquero con bordados de plata, saludando a los peones, Juan y Pablo, Caterina y Adela, que lo veneraban igual que a don Fernando, y pronto a su hijo, después de él. Y a su mujer, cuyo único anhelo era Ciudad de México, París, San Francisco… o Pedrito.
—Un día seremos patrón y patrona de Las Golondrinas, tal como desea tu abuelo —prosiguió—. ¿Seguirás odiándome entonces?
Ella lo miró sin decir nada, enjugándose con la servilleta las lágrimas que le anegaban los ojos. El llanto arrastró el oscuro sombreado, lo que le dio un aspecto de payaso que le oprimió aún más el corazón.
—Yo no te odio, Patricio —musitó. Empezó a sacudir la cabeza antes incluso de que él abriera la boca para hablar—. Sólo hay Uno que puede traerme la felicidad, Patricio.
Por su expresión, pensó que ahora estaba rezando a su Uno, a Dios o la Virgen, o a cualquier otro miembro de su panteón católico. Vio que mantenía la mano dentro del chal, pasando las cuentas del rosario. La compasión aplastó su ira. Quizá fuese su estado físico lo que dictaba sus emociones, tal como había dicho Rose Reilly. Sirvió vino carmesí en las dos copas y alzó la suya.
—¡Por el niño! —dijo con efusión.
—Sí, Patricio —repuso María, bebiendo con él.
* * *
Las rancherías de los sierraverdes en Bosque Alto distaban unos ocho kilómetros de los edificios de piedra de la agencia, con pinares a ambos lados de una pradera por la que serpenteaba un riachuelo. Los niños jugaban gritando y corriendo, y, frente a las wickiups, las madres se sentaban con sus hijas, hurgándolas en el pelo para quitarles los piojos. Guerreros con taparrabos observaban a Cutler mientras refrenaba a Malcreado al bajar entre los árboles. En el río, más allá, otras mujeres lavaban ropa y la tendían a secar sobre las peñas. Habían sacrificado una vaca, y rojas tiras de carne estaban dispuestas sobre los matorrales en torno a la parte soleada de las chozas. Vio que Caballito lo esperaba frente a su cabaña: camisa azul de la caballería, morenas piernas al aire y rostro enjuto, afilado como la hoja de un hacha. Más hombres salieron de las wickiups, de las que asomaron rostros de mujeres. Un niño colgaba de un árbol en su tabla, con ojos castaños brillantes como abalorios en un rostro moreno y cuadrado.
Desmontó para estrechar la callosa mano de Caballito. Habría una arenga en español sobre el fracaso de traer de México las mujeres y los hijos de Cump-ten-ae. Recordó una anécdota de Caballito, no sabía si cierta o apócrifa. Cuando era un joven guerrero, los mexicanos capturaron a su madre y otras mujeres y las condujeron a Sonora. Caballito rezó al trueno, que le indicó dónde podía encontrar a su madre. Con otros tres bravos emboscó al granjero mexicano que había comprado a las mujeres, matando a toda la familia y los peones. Las squaws apaches, liberadas, fueron devueltas a Pastos Verdes. Ahora parecía que Caballito dependía de ojo pálido y no ya de la voz del trueno. Cutler pensó que su amistad con el jefe no llegaba para hacer bromas como aquélla.
—¿Todo bien? —preguntó en español.
El jefe se encogió de hombros y proyectó hacia fuera el labio inferior. Claro que el deber de un nantan consistía en maniobrar y ejercer presión, huir o combatir, en beneficio de su tribu. Las dos fugas de Caballito podrían entenderse como resultado directo de amenazas o malos tratos. Y los crímenes que conllevaron quizá pudieran entenderse también, reflexionó Cutler. ¿Acaso empezaba a comprender demasiado bien a aquel pueblo?
—Mejor que… —dijo Caballito con el labio hacia fuera, extendiendo desdeñosamente la mano hacia el oeste. ¡Mejor que San Marcos! ¿Pero?
Por supuesto que había un pero. Nantan Malojo quería que el Pueblo de la Franja Colorada sacrificara el rebaño que había traído de México, y había gritado y agitado los brazos cuando el jefe apache le recordó las promesas dadas por Cutler, a quien llamaban Nantan Verdad.
—Bien —repuso Cutler.
Además, las pesas de Nantan Malojo no eran buenas. No tan malas como en San Marcos, dijo Caballito con la mandíbula proyectada hacia delante. Pero las pesas eran malas.
—Lo estudiaré.
Caballito continuó hablando excitadamente en español, acompañándose de gestos y lenguaje de signos. ¡Las pesas no eran de hierro! ¡La balanza no estaba calibrada!
Cutler repitió que consideraría el asunto, y la expresión del jefe fue casi amistosa. Normalmente las discusiones proseguían continuamente, agotadoras.
Caballito dijo que el Pueblo de la Franja Colorada había estado labrando la tierra y plantando maíz, habichuelas y calabazas. Nantan Malojo había venido a mirar. El jefe se señaló al ojo:
—¡Muy bien! ¡Muy bien! —dijo en inglés, soltando una explosiva carcajada.
¿Se quedaría el Pueblo de la Franja Colorada en Bosque Alto lo suficiente para comerse las calabazas?, preguntó el jefe.
—Por supuesto.
Caballito sonrió pacíficamente con la cabeza ladeada. La sacudió una vez.
—Háblame del Soñador —le instó Cutler.
La sonrisa se borró en los labios de Caballito. Frunció el ceño, encorvó los hombros y, alzando las manos por encima de la cabeza, ilustró una cornamenta de ciervo. El poder del Soñador era muy fuerte. Él lo había visto. Separó las manos para formar una luna llena. En la noche de la gran luna los nahuaques habían danzado. Sugirió la danza con los hombros, arrastrando los pies. Justo antes de que desapareciese la luna, se dejaron ver, en lo alto de la colina —hizo una pausa para producir un efecto dramático—, ¡los tres grandes nantan! Hizo la imitación de un cuerpo que se levantaba, tambaleante. Cutler sintió que se le erizaban los pelos de la nuca.
—¡Mangas Coloradas! ¡Cochise! ¡Victorio!
¡Habían resucitado! Caballito se dio una palmada en el pecho, en el vientre, en las piernas. Pero habían descendido de nuevo. La luna había desaparecido, y ellos también. Se quedó inmóvil, mirando fijamente al rostro de Cutler.
¿Acaso no creía Nantan Tata que habían visto aquello?
—Yo no lo vi, Nantan Caballito —contestó él en español, señalando su propio ojo—. Es difícil.
Encogiéndose de hombros, Caballito dijo que a lo mejor sólo habían sido pesh-chidin. Cutler conocía el término apache, que significaba espíritu.
—¿El Pueblo de la Franja Colorada no danza? —inquirió.
Caballito sacudió la cabeza, haciendo una mueca. Alzó una mano con dos dedos plegados sobre la palma. Sólo tres.
—¿Jóvenes?
Viejos que recordaban a grandes nantan, evidentemente. Dawa habría danzado, pero carecía de las fuerzas suficientes. Caballito parecía orgulloso de que sólo muy pocos hubieran danzado con el Soñador.
Cutler se las arregló para preguntar si el trueno había hablado a Caballito sobre esa cuestión, y por un momento creyó haber cometido un grave error, mientras Caballito lo miraba con ojos que echaban chispas.
Pero el jefe se encogió de hombros y dijo que el trueno llevaba muchos años sin hablarle, que a lo mejor ya no lo haría más. Alzó al cielo los ojos, entornándolos, y permaneció en aquella postura durante un tiempo que resultó incómodo. Luego dijo que el Soñador había insistido en que los grandes nantan no podrían volver mientras ojo pálido siguiera en el país de los indeh. Con maliciosa expresión añadió que el trueno no le hablaba quizá por esa misma razón.
Cutler no sabía cómo responder. Vio que los severos labios de Caballito se arrugaban en una mueca divertida, y el jefe dijo en español:
—Creo que esto del Soñador se olvidará, Nantan Tata. Ahora los nahuaques están excitados. Se sienten inquietos, se mueven de acá para allá, hablan entre ellos, danzan… ¡mucho tiempo! Pero no hay nada malo en eso. Creo que la noche de los pesh-chidin no volverá a repetirse.
—El nantan del fuerte ha convocado al Soñador para parlamentar, pero el hechicero ha presentado muchas excusas para no acudir.
Caballito se encogió exageradamente de hombros.
—El nantan segundo del fuerte cree que si a los nahuaques se les dice que los grandes nantan no pueden regresar debido al ojo pálido, habrá problemas.
Caballito sentenció que el nantan soldado azul era famoso por su idiotez. Como los nahuaques, que también eran idiotas, además de cobardes. Eran célebres entre los indeh por su cobardía.
—Si hay problemas, ¿qué hará el Pueblo de la Franja Colorada? —preguntó Cutler.
Hubo un tenso silencio antes de que Caballito hablara de nuevo. El Pueblo de la Franja Colorada no era cobarde, pero tampoco tonto. Caballito había comprendido en Apache Pass, cuando era joven, que los indeh estaban acabados. Se irguió, y su voz se elevó hasta cobrar un tono de arenga. Allí habrían matado a todos los ojos pálidos, si no hubieran lanzado los carros contra ellos. Con eso, supuso Cutler, se refería a los cañones de montaña.
Y entonces supo que los indeh estaban acabados. Dawa también lo sabía. Y Joklinney, que estaba en la prisión de ojo pálido. El ojo pálido mataría a todos los indeh. Y si obligaban al Pueblo de la Franja Colorada a volver a San Marcos, morirían antes. A veces era mejor marcharse que quedarse. A veces cuanto antes mejor. A veces era mejor morir que vivir: mejor morir como indeh que vivir como coyotes. Caballito separó mucho las manos, no para sugerir la luna llena, sino la voluntad de Ussen.
—Ha muerto mucha gente, Nantan Caballito.
—¿O no bastante? —Volvió a separar las manos. Sonriendo, el jefe dijo que él ya mataba hombres antes de nacer Nantan Tata.
Cochise y Mangas Coloradas habían tendido una emboscada a la Columna California en Apache Pass. Habrían acabado con todos si los cañones de montaña no hubieran aparecido. No había habido muchas posibilidades de que los sierraverdes estuvieran a mano, pero tampoco de que la tribu de Warm Spring de Mangas y los chiricahuas de Cochise se unieran en la misma lucha. Caballito, si entonces había sido un joven guerrero, ahora debía estar en la cuarentena. Resultaba imposible calcular la edad de un apache. Dawa, canoso y senil, debía tener setenta y tantos años por lo menos.
—Yo maté un hombre a los diecisiete años —confesó Cutler, y sintió que se le encendían las mejillas porque sonó a fanfarronada, pero Caballito lo miró con interés. Cutler se señaló la barba—. Yo tengo pelos grises y Nantan Caballito no tiene ninguno. Me vienen de la preocupación de que el Pueblo de la Franja Colorada se quede en Bosque Alto, donde debe vivir y no morir.
—¡Te creo, Nantan Tata! —exclamó de pronto Caballito—. ¡Óyeme, hay un ojo pálido al que creo!
A Cutler no se le ocurrió otra cosa que sonreír ante aquel estallido. Caballito se cruzó de brazos y lo miró con la barbilla alta. Nantan Tata debía explicarle por qué Nantan Lobo había prohibido a los indeh que hicieran tiswin.
—Por una buena razón.
Pero Caballito siguió adelante. Nantan Malojo se emborrachaba muchas veces, en ocasiones durante el día, con mayor frecuencia por la noche. Y los soldados azules bebían whisky y cerveza, que era el tiswin del ojo pálido. Los exploradores hoyas iban a Bosque Alto y alardeaban de beber whisky con los soldados azules. Si Nantan Tata sabía que su pueblo y él iban a morir pronto, ¿no desearía beber tiswin?
—Nantan Lobo sabe que antes de beber tiswin los indeh ayunan —repuso Cutler—. De ese modo, el tiswin es tan fuerte como los carros que los ojos pálidos lanzaron en Apache Pass. Cuando los indeh están borrachos, se pelean y se matan unos a otros, y a veces pegan a las mujeres hasta matarlas. Eso es lo que Nantan Lobo quiere evitar.
—¿Acaso los soldados azules no se emborrachan ni se matan unos a otros?
—No es corriente. Ni tampoco pegan a sus mujeres hasta matarlas, ni les cortan la punta de la nariz.
Caballito preguntó si Nantan Verdad tenía mujer.
—Sí.
—Si esa mujer hiciera dos espaldas con otro soldado azul, ¿no le pegaría? —Eso requirió una considerable gesticulación por parte de Caballito, que sonreía desaforadamente.
—¡Sí! —contestó Cutler—. Pero no le cortaría la punta de la nariz, porque entonces ya no sería guapa. Hay que confiar en que sea casta, igual que las mujeres de los indeh tienen fama de castas entre las naciones indias.
—¡Son castas porque, si no lo son, se les corta la nariz! —insistió Caballito, lanzando una estentórea carcajada. Luego se puso serio, entornó los ojos con astucia, y afirmó que no todas eran castas.
Cutler estaba seguro de que Caballito se refería a la «exploradora secreta» de Bunch, la mujer de Joklinney, pero inmediatamente el jefe sonrió y lo dejó pasar. Desde las cercanas wickiups, el Pueblo de la Franja Colorada observaba la conversación, algunos de manera encubierta, otros abiertamente. Cump-ten-ae, fusil en mano, saludó a Cutler con un gesto. Nantan Tata, el Jefe Verdad. Era un cumplido, o más probablemente sólo un halago formulado por un hombre a quien se le daba bien manipular a sus enemigos.
Cuando llegó el momento de marcharse, Cutler cogió de las riendas a Malcreado y Caballito lo acompañó hasta la linde del pinar.
—Caballo muy bueno —dijo en inglés Caballito—. Tú hacer regalo a tu amigo.
—No, porque es un regalo del abuelo de mi mujer.
Caballito puso mala cara. En su tono de arenga exigió saber cuándo iba a traer de vuelta Nantan Lobo a la gente de Cump-ten-ae.
—Como te he dicho, no creo que sea posible. Los mexicanos quieren dinero a cambio. Quinientos o seiscientos dólares por una mujer bonita, la mitad por los niños.
—Coger mexicanas, hacer intercambio —dijo Caballito.
Por un instante sus facciones se volvieron totalmente crueles, sus ojos unos duros abalorios enterrados en morenos pliegues de carne. Caminaron en silencio. Cuando Caballito se detuvo, al borde de los árboles, Cutler adoptó la posición de firmes, saludando. Se sintió complacido al ver que el gesto había sorprendido al jefe.
—¡Saludo a un gran nantan y a un buen amigo!
—¡Sí, somos amigos, Nantan Verdad! —bramó Caballito en español—. ¡Pero no te olvides de las malas pesas de Nantan Malojo!