8

Cuando tenía catorce años, Johnny Angell, su madre y su hermanastra, Dewey, vivían con un herrero llamado Matt Gleason en Broadfield, Indiana, en una casucha cerca de la carretera. Entre la casa y los campos de maíz había un huerto de árboles frutales, con el peral más grande que Johnny había visto jamás. En primavera se llenaba de grajos que discutían con voces semejantes a palos quebrándose. Odiaba aquellos pájaros. Detestaba las peleas y altercados, porque su madre y Matt se pasaban el tiempo discutiendo, hasta que él le daba un bofetón para que se callase. Entonces Johnny no sabía lo que hacer.

De niño no tuvo muchas oportunidades de jugar al béisbol porque trabajaba para el señor Garrett en el establo de alquiler de caballos, y para otros también, pero un par de veces, jugando, descubrió que tenía buenos reflejos, porque le bastaba ver la bola para golpearla, ya fuera rápida o curva, aunque carecía de fuerza para mandarla muy lejos, porque era pequeño para su edad. Hubo gente que se fijó en él, sin embargo, y lo observaban de aquel modo extraño con que más adelante lo mirarían cuando disparaba con el Colt haciendo saltar una lata, derribando botellas de la barra de una cerca, o cazando pavos silvestres desde un escondrijo. Había nacido con ello, era un don de Dios.

En aquel año tuvo durante un tiempo un cachorro mediano de garra ancha llamado Chiqui porque era poquita cosa, igual que él. Chiqui se ponía en cuclillas a sus pies, temblando, hasta que Johnny derribaba un grajo, y entonces el perrillo se lanzaba a atrapar al pájaro muerto antes de que tocara el suelo, y —con la cabeza alta como un verdadero perro de caza, con un ala sobresaliendo por un lado y una pata por el otro— volvía trotando para depositarlo a sus pies.

Una vez Chiqui volvió con un petirrojo en vez de con un grajo. Johnny no tenía ojo suficiente para distinguir entre el follaje un grajo de un petirrojo a treinta metros, así que dejó el tirachinas. Se limitó a lanzar una piedra al árbol lleno de pájaros, lo que la mayoría de las veces hacía que toda la bandada saliera volando.

Antes de que Chiqui llegara a crecer del todo, Matt Gleason lo mató a patadas por haberse cagado en el porche. Su madre le dijo que no debía culpar a Matt, que había sido el alcohol.

Lo siguiente fue cuando Dewey le dijo que Matt había ido a su cuarto por la noche y trató de violarla. Él dijo a su madre que por ahí no pasaba. Nunca en la vida podría soportar aquella maldad, aquella cruel atrocidad. Su madre estaba sentada frente a él a la mesa de pino, blanca de tanto restregarla, con la luz del sol entrando a raudales por la ventana: una mujer flaca, de ojos enrojecidos, con sus encantos ya marchitos y un moretón en la mejilla donde Matt la había golpeado.

—Ay, Johnny, no armes un escándalo, por favor —le dijo—. Solo es cuando le sienta mal la bebida.

—Ha matado a Chiqui a patadas y a ti te pega, y ahora intenta violar a Dewey, que sólo tiene doce años. Ha de haber alguien que la proteja en el mundo, y me parece que ese alguien soy yo.

Ella alargó los brazos sobre la mesa y le aferró la mano, suplicándole que rezara pidiendo consejo. Él prometió hablar con Matt Gleason.

Pero Dewey dijo que Matt seguía yendo a su cuarto, así que él mismo advirtió a Matt que no volviera a hacerlo. Estaban desayunando, Matt con un montón de tortitas frente a él, vertiendo melaza encima. Dewey, con sus trenzas, tenía las manos cruzadas y los ojos desencajados. Su madre estaba de pie a espaldas de Matt, con el delantal metido en la boca.

Matt se echó a reír, aunque se puso colorado.

—Ésta es mi casa, muchacho. Y hago en ella lo que me da la gana. Si no te gusta mi hospitalidad, ya puedes largarte y llevarte a estas mujeres contigo.

Su madre empezó a gritar: «Ay, Matt» y «Ay, Johnny».

Repitió a Matt que dejara a Dewey en paz, y Matt le preguntó qué haría en caso de que no quisiera.

—Tendré que matarte —declaró él.

Matt se puso en pie de un salto y, mientras su madre y su hermana chillaban, le lanzó su enorme puño, pero él se agachó, esquivándolo. Cuando Matt se fue a la herrería, su madre le suplicó que no removiera más las cosas, porque si los echaba se morirían de hambre. Empaquetó sus pocas pertenencias mientras ella le hablaba, se dirigió luego al establo a coger el viejo Colt que tenía escondido en una bolsa de cuero remetida entre las vigas, se dirigió a la herrería y mató a Matt de un tiro. Luego se fue a Denver, viajando en vagones de mercancías.

En Denver encontró trabajo en un establo, pero era un sitio desagradable, había bravucones y peleas, y finalmente se metió en un lío y tuvo que marcharse de la ciudad. Trabajó una temporada embarcando reses en los trenes de los mataderos, y acabó en Territorio de Nuevo México reuniendo ganado perdido. Se juntó con una pandilla de cuatreros. Robaban ganado del rancho PM, de Penn McFall, el mayor de los contornos, y lo vendían a Boland y Perkins, que a su vez lo vendían a Fort McLain y a la reserva. Se decían a sí mismos que ser abigeo no era lo mismo que ser ladrón, porque el propio Penn McFall se había dedicado en los viejos tiempos a robar ganado, tanto sin marcar como poniéndole otra marca. Pero robar ganado no le parecía bien a Johnny, no lo habían educado así, de modo que empezó a trabajar de vaquero para el señor McFall con un sueldo de treinta dólares al mes. Y luego, un Cuatro de Julio ganó todos los concursos de tiro de Jeff City. Entonces fue cuando la gente empezó a mirarlo de extraña manera.

Justo en aquella época el señor McFall estaba formando una partida que él llamaba Reguladores. Jack Grant era el capataz, y estaban Joe Peake y él mismo, y durante una temporada Jesse Clary, así que se llamaban a sí mismo los Cuatro Jotas. Persiguieron a los cuatreros y los mandaron de vuelta a Texas con rapidez, sólo que entonces no eran tantos como al principio. Limpiaron el territorio de otro par de bandas de cuatreros, después de peligrosos enfrentamientos con algunos de aquellos tipos.

Jesse se fue a trabajar con Ran Boland, y Joe lo dejó porque se casó y quería llevar su propio rancho, cosa que hizo con ayuda del señor McFall, que le prestó algunas cabezas para que empezase. De manera que entonces sólo quedaron dos miembros de los Reguladores, dos Jotas, sin mucho trabajo ahora que ya no había cuatreros, hasta que el señor McFall les encargó echar a varias familias de mormones que se habían instalado en un valle que el señor McFall consideraba pasto de primera, aunque él no tenía más escrituras de propiedad que los mormones. Y eso a Johnny le gustó tan poco como robar ganado.

En los enfrentamientos con los cuatreros, entre los que conocía algunos por haber cabalgado con ellos no hacía tanto, él solía disparar para romper el brazo que esgrimía el arma, pero Jack siempre apuntaba al centro del cuerpo. No era que Jack no quisiese correr riesgos, había algo en él que, cuando se encontraba en un bando diferente de otra persona, le obligaba a ponerse totalmente en contra de ella, y no sólo en parte. Jack procedía de una familia de montañeses de Pensilvania con un tipo de religión cristiana distinta de aquélla en la que Johnny se había criado. No parecía tener mucho que ver con el Redentor, sino que iba directamente al Todopoderoso, sin intermediarios, sin esperar mucho perdón ni tampoco un asiento cerca del Trono, porque estaban todos ocupados. Jack era tan honrado que los compañeros hacían bromas sobre eso, contando que en una ocasión había cabalgado sesenta kilómetros para pagar veinticinco centavos que le habían prestado para unas cervezas, y otra vez quiso devolver al señor McFall parte de su paga porque se había machacado la mano enlazando ganado en los pastos y no pudo trabajar en una semana. Pero Jack era tan animado como el que más para seguir de juerga por la ciudad después de que se fueran de putas, aparte de ser alegre y una estupenda compañía cuando la ocasión lo requería. «Cada cosa a su tiempo», solía decir, pero cuando las cosas se ponían serias, Jack se lo tomaba en serio hasta el final, y así se comportaba en todo.

Johnny tenía a veces la impresión de que Jack consideraba a su jefe, que en aquella época era el señor McFall, como una especie de Todopoderoso secundario. Lo que mandaba hacer era la Ley, y Jack se ponía a hacerlo hasta dejarlo terminado con la solidez del cemento. Con todo, los dos Jotas tenían esa clase de amistad en la que uno salva al otro de una situación apurada, y el otro saca al primero de algún lugar peligroso. Desde la época de los Cuatro Jotas en los Reguladores, él era Jota Minúscula, y Jack Jota Mayúscula, incluso cuando Jota-Joe Peake y Jota-Jesse Clary pasaron a hacer otra cosa. Entonces le llegó el turno a él.

La noche en la que decidió dejar los Reguladores, Jack y él estaban sentados junto a una hoguera de campamento bajo una luna amarillenta, esperando a que hirviera el café. Le dijo a Jack que no iba a ayudar a echar a aquellos mormones de los pastos del señor McFall.

—¿Y por qué? —preguntó Jack, con aire sorprendido.

—No está bien —sentenció él.

—Es nuestro trabajo —repuso Jack—. De todos modos, ya se van. He hablado con el individuo de la perilla.

—Le has convencido de que se marchen.

—Es mejor que armar follón, Jota Minúscula. —Jack se inclinó hacia delante para coger la cafetera, siseando al quemarse los dedos. Sirvió el café hirviendo en dos tazas—. ¿Qué ibas a hacer? ¿Decirle al viejo Mac que te negabas a hacer el trabajo por el que te ha pagado espléndidamente?

—Bueno, pues que no me pague por hacer lo que no está bien, porque entonces no lo hago. Y el próximo encargo será echar a esos mexicanos de los prados que bordean Willow Creek.

Jack suspiró, asintiendo con la cabeza, y a su prudente modo dijo:

—Sí, creo que ése será el siguiente trabajo.

—¡Esa gente es amiga nuestra! Hemos consumido su comida. Hemos ido a los bailes de las placitas, donde nos han permitido bailar con sus hijas. ¡Nos han tratado como si fuéramos de la familia!

—Si, eso va a ser duro —observó Jack, incómodo.

—Estamos trabajando para un hombre que cree que puede expulsar de aquí a gente que lleva en el Territorio mucho más tiempo que él. De unas tierras en las que se asentaron sus padres, quizá sus abuelos. Esa gente tiene más derecho que él a estar aquí.

—Bueno, es que son mexicanos, ya me entiendes —dijo Jack aun sintiéndose incómodo, aunque Johnny sabía que Jack no odiaba a los charros, como Jesse Clary—. En tiempos todo esto era mexicano. Y no había más que cactus, bandidos y apaches asesinos, sin ningún control de nada. Ahora es estadounidense, y se encuentra en una etapa intermedia entre los cactus y la civilización, pero entonces sólo estaba el Viejo Mac para mantener el orden en esta parte del sur.

—Yo veo que en Arioso hay bastante orden, y lo administran mexicanos. ¡Bueno, a lo mejor es que el orden significa que todo el mundo se vaya de los pastos menos tú! Así que, por lo que dices, el señor McFall y la tienda son quienes deben imponer la ley y el orden por aquí.

—Puede que así deban ser las cosas en este momento —aventuró Jack, dando un sorbo de la taza.

—Pues yo digo que eso no está bien, aunque sea la ley y el orden de ahora mismo. Creo que es un atropello, Jack.

Jack se puso entonces en pie: un individuo de elevada estatura, con sombrero de copa alta, recortado contra la luna. Johnny siguió sentado, con la vista alzada hacia él, tratando de comprender a su amigo. Quizá jamás podría entenderse a alguien que pensaba de distinta manera que tú.

—Te enfrentas a las cosas incluso antes de que hayan sucedido, Johnny —le reprochó Jack con voz queda.

—Antes y después tenemos lo que está bien y lo que está mal.

—Bueno, entonces supongo que te retiras, Jota Minúscula —observó Jack, como si le doliera decirlo. El café humeó sobre su rostro—. Voy a echarte mucho de menos.

—Yo también —repuso Johnny—. Bueno, como dices, es una pena. Pero Jack, ¿y si alguna vez te dice el señor McFall que vayas por mí?

—Eso nunca lo hará, Johnny —aseguró Jack, sacudiendo la cabeza—. Yo no trabajaría para un hombre que me mandara algo así.

Pero cuando comunicó al señor McFall que se iba, no le dijo que se opondría si intentaba echar a aquella gente de Willow Meadows, tal como había pensado hacer. En cambio recordó que había visto al viejo entrar en la pequeña iglesia de adobe de Corral de Tierra, y luego ir a casa de los hermanos Flores y Manuel Abrigo, cuyas familias criaban ganado en aquellos prados desde hacía quizá tres generaciones. Luz Flores había tenido un niño aún por bautizar, y Johnny la convenció, a ella y a Carlos, para que fueran a preguntar al señor McFall si quería ser el padrino. Así lo hicieron, y el señor McFall dijo que aceptaba. Después de la ceremonia hubo una barbacoa a la orilla del río, y el señor McFall también asistió, llegando a caballo en compañía de Jack, dos hombres tan altos que a Johnny le dio tortícolis con sólo mirarlos.

—Buen trabajo —le dijo Jack, que era el mayor elogio que cabría esperar de él.

Lo que más le gustaba al señor McFall era contar la historia de cómo llegó al territorio con sus rebaños de ganado, una historia a la que se añadía algún nuevo percance o triunfo sobre fuerzas o circunstancias que obstaculizaban sus propósitos siempre que Johnny la oía, cosa que sucedía muchas veces. Y en aquella ocasión se las arregló para hacer que el señor McFall también la contara, aun cuando la mitad de sus oyentes no hablaban suficiente inglés para comprender lo que les estaba diciendo.

* * *

Vagabundeó un poco, antes de que empezara a trabajar para Joe Peake y luego entrara en la plantilla del señor Turnbull, el hombre para quien Joe hacía de capataz a tiempo parcial. El señor Turnbull era lo que Johnny andaba buscando sin saberlo, el hombre más elegante, más justo, más ilustrado que había conocido nunca. El señor Maginnis, que iba a ser socio del señor Turnbull en la nueva tienda de Madison que haría la competencia a Boland y Perkins, era también muy refinado, y la señora Maginnis, la dama más elegante y hermosa que había visto en la vida.

Sin embargo, seguía viendo de cuando en cuando a Jack en Arioso o donde hubiera una fiesta o un baile, y en una ocasión Jack fue de visita a casa del señor Turnbull, que había sido el Rancho Peters antes de que muriese el viejo Ben Peters. Era una casa confortable, con los muebles y accesorios del señor Turnbull, tres habitaciones con montones de libros que llegaron en una carreta desde Inglaterra.

El señor Turnbull invitó a Jack a cenar con Johnny, Joe Peake y otros dos empleados suyos, Pard Graves y Carlito Rivera. La mexicana les sirvió menudos, un guiso de blancos trozos de entrañas de vaca con guindillas que prendía fuego a la boca. Después de cenar, el señor Turnbull sirvió whisky, y Carlito tocó la guitarra a la mexicana, manteniendo el instrumento derecho sobre las piernas e inclinando la oreja sobre las cuerdas mientras rasgueaba viejas y preciosas canciones mexicanas. Joe y Pard se sentaron junto a la chimenea frente al tablero de damas.

El señor Turnbull encendió la pipa y se sentó frente a Jack a una mesa en la que había tres montones de libros tan altos, que Turnbull tenía que mirarlo por encima.

—Todos los que conozco en esta parte del territorio están con usted —le dijo Jack con una de aquellas largas y directas miradas que ponían nerviosas a ciertas personas.

—Sí, me ha complacido que haya venido gente a decírmelo. —El señor Turnbull, guiñando el ojo a Johnny, añadió—: No obstante, es un gran alivio tener de mi lado al mejor tirador del condado.

—Pero sólo es el segundo mejor jugador de damas —observó Joe Peake, estirándose. Jota-Joe era casi tan alto como Jota Mayúscula, y siempre estaba moviendo el cuello como si tuviera tortícolis.

—Podría decirse que no sabe ni papa de cómo aguijar el ganado —terció Jack con su voz solemne—. Podría haberle enseñado algo si se hubiera quedado en el PM.

—Demasiados pastos que vigilar por ahí —repuso Johnny, sonriendo a Jack.

—¿Ha recibido usted alguna educación, señor Grant? —preguntó el señor Turnbull.

—He ido un poco al colegio, sé leer, escribir y hacer cuentas.

—Acabo de recibir un importante cargamento de libros y me complacería mucho prestarlos. De niño, Johnny no tuvo ocasión de leer más que la Biblia.

Con el mentón apoyado en las manos, los codos sobre la mesa y las piernas cruzadas, todo canillas y ángulos afilados, Jack dijo:

—Cuando alguien coge un libro por estas tierras, suele ser un volumen de leyes. Es una forma de progresar en el mundo, si a uno le da por ahí.

—¿Y es usted ese alguien? —preguntó el señor Turnbull, soltando una nubecilla de humo por las comisuras de la boca.

Johnny observó con interés cómo a Jack se le subía el color a las mejillas. Nunca había pensado que Jack pudiera dedicarse a aplicar la ley, pero quizá fuera ésa su mayor ambición, igual que él aspiraba sin saberlo a servir al señor Turnbull.

—Quizá lo sea —contestó Jack, como si lo hubieran pillado.

—Mi hermano es abogado. No puedo decir que eso le haya convertido en una persona divertida —informó el señor Turnbull. Adoptando cierta postura y gesticulando con la pipa, declamó—: «¡Los leguleyos, maldita sea su alma, tienen en común con los bribones la habilidad de engañar a los tontos!»[10].

Johnny pensó que moriría feliz si supiera hablar así de bien.

—A este territorio no le vendría mal una buena dosis de ley, desde luego —afirmó Jack.

—Nido de víboras —dijo Joe, sin levantar la vista del tablero.

—Criar ganado y formar una familia son las ambiciones de Joe —dijo el señor Turnbull, levantándose para servir más whisky—. Y según veo la suya es la ley, señor Grant. La de Carlito es ser músico de concierto, y la de Pard, convertirse en un glotón de categoría internacional. ¿Y la tuya, Johnny, el galán del baile?

—Chicas guapas que suspiren por mí, y si son ricas y famosas mejor.

Todos rieron, lanzándole una mirada.

—¡Sí que se te dan bien las chicas Johnny-A! —dijo Pard.

—¡Que todas vuestras ambiciones se vean colmadas! —deseó el señor Turnbull, alzando el vaso de whisky y riendo con aquella risa que hacía difícil no acompañarlo.

—¡Y también por el establecimiento de Madison, que vaya estupendamente! —brindó Johnny.

La mexicana trajo de postre una fuente de pequeños y dulces tamales, pasta de harina de maíz hervida con sólo un rastro de jugo de carne en el centro, envuelta en húmeda farfolla. Al verlos, al señor Turnbull le faltó gruñir mientras se frotaba las manos. Le encantaba la comida mexicana. Los tamales se acabaron en un abrir y cerrar de ojos, y Johnny oyó que el señor Turnbull decía a Jack que podía ayudarlo si le interesaba estudiar leyes, y Frank Maginnis también se alegraría de echarle una mano.

Entonces Johnny vio que pasaba una sombra por el rostro de Jack, porque el señor Maginnis no le caía bien. Más de unos cuantos sentían aversión hacia el señor Maginnis, un hombre con la fanfarronería de quien cree tener siempre razón, y sin la mínima capacidad de atisbar en su interior y encontrar allí algo de lo que reírse. El señor Maginnis tenía pretensiones de superioridad moral, pero en opinión de Johnny, no era mala persona.

—Vaya, señor Turnbull —repuso Jack, poniéndose en pie—, es muy amable de su parte, desde luego, pero estoy seguro de que no podré leerme todos esos libros. Pero díganos si tiene algún problema. Enseguida nos pondremos unos cuantos a su disposición.

Había observado que Jack nunca decía de qué lado estaba en aquel lío de la tienda, y ahora se sintió más tranquilo. Le preocupaba que Jack acabara equivocándose de bando por pura testarudez.

—¡Salude de mi parte a Penn McFall! —dijo el señor Turnbull, acompañando a Jack Grant a la puerta.

Aquella noche el señor Turnbull y Joe se acostaron dentro, y Pard, Carlito y él desenrollaron el petate bajo las estrellas, charlando, adormeciéndose y despertándose al sonido de voces apagadas. Pensó que nunca había estado tan contento como aquella noche, justo antes de que empezara todo.

* * *

Reuniendo reses extraviadas para Penn McFall, Johnny había encontrado aquel lugar, al suroeste de Arioso y justo al sur de Corral de Tierra. Una amplia brecha abierta en el desierto, invisible a menos que uno se topara con ella, una red de desfiladeros que se extendía a derecha e izquierda trazada por la erosión, como si un poderoso río hubiera pasado entre ellos para luego hundirse directamente en la tierra. Ahora sólo era un arroyo perezoso, que se animaba a medida que cabalgaba siguiendo su curso, más allá de la embocadura de los desfiladeros, que parecían todos iguales. No sabía por qué había decidido entrar en aquél en particular, pero lo había hecho; se iba alargando cada vez más, con las paredes elevándose en altos acantilados surcados de capas horizontales blancas, ocres y del color del óxido. Algunas se habían desmoronado, amontonándose y formando grutas, que al cabo de poco cambiaban de aspecto. Eran umbrales que enmarcaban negras sombras, unos sobre otros, en hileras, a veces hasta de cinco plantas, con amplias terrazas conectadas por escaleras de mano hechas con ramas peladas. Cuando el desfiladero se ensanchó, vio muros de adobe, alisados por el tiempo, que no contenían nada, y, más allá, una pradera cubierta de hierba con un apretado bosquecillo de sauces que seguía el curso del río. Cuando exploró las cuevas, las encontró tan limpias como si las hubieran barrido la semana anterior. Subió por las frágiles y viejas escaleras, atadas con astillas y tiras de cuero pulverizado, dividido entre la excitación y el temor, como si una turba de indios salvajes, o fantasmas, fueran a gritarle en cualquier momento. En todo el lugar reinaba un silencio que daba miedo hasta que, sentado en uno de los muros bajos, calculando el arco del sol sobre las paredes del desfiladero, empezó a apreciarlo. Era un silencio más allá del silencio, en el cual no se oía el río, ni el soplo del viento, en el que cualquier ruido parecía una ofensa por la que acaso debía pedirse perdón. Se sorprendió andando de puntillas sobre el duro terreno rojizo para que la suela de las botas no rechinara sobre los guijarros.

Hacía dos años que lo visitaba una y otra vez, y nunca veía señales de que alguien más hubiera estado allí. Pensar que era el único que conocía aquel lugar le producía una extraña sensación. Sabía que había sitios así desperdigados por todo el territorio desértico, ruinas los llamaban los mexicanos, construidos, o mejor dicho, vaciados, por un pueblo desaparecido tiempo atrás llamado los Antiguos, que no habían sido apaches, ni pimas ni siquiera pueblos. Había encontrado una ruina que era toda para él. Nunca habló a nadie de ella hasta que un día llevó allí al señor Turnbull, porque sabía que aquel lugar despertaría los mismos sentimientos en su jefe.

Cabalgaron a lo largo de las paredes estratificadas, con el señor Turnbull contemplándolas bajo su sombrero inglés de ala plana, como el de un agrimensor, la pipa entre los dientes.

—¡Qué desfiladeros tan impresionantes, Johnny!

—Espere y verá —dijo él.

Pronto empezaron a aparecer las cuevas, primero unas cuantas, luego las hileras de cuadrados huecos de sombra, y las escaleras apoyadas para subir de una terraza a otra, con maleza y árboles sobresaliendo por los bordes.

—¿Qué es este lugar al que me has traído, Johnny? —preguntó el señor Turnbull con voz queda.

—Son ruinas —contestó él—. De hace mucho tiempo, de unos indios llamados Antiguos. ¡Debían de ser muy numerosos!

—¿Y sólo lo conoces tú?

—Y usted también, ahora.

El señor Turnbull bajó de su alto alazán y siguió a pie con la mirada en alto, llevando al caballo de la brida. Se detuvo a observar unas puertas a nivel del suelo.

—Ésa es la que yo llamo la oficina de correos —dijo Johnny—. ¿Ve que tiene una ventanilla como para pasar las cartas?

—Qué descubrimiento tan maravilloso has hecho —observó el señor Turnbull.

Ataron los caballos y exploraron, subiendo por las escaleras. Había estado nervioso por si el señor Turnbull se ponía a gritar para oír el eco por el desfiladero, pero su jefe se mostró solemne y respetuoso, cosa que debía haber sabido. Todos los cubículos estaban barridos y tan limpios como cabía desear, pero en una estancia grande y redonda el señor Turnbull restregó el pie sobre un montón de polvo y desenterró unos trozos de cerámica, delgadas láminas de color tostado con partes de animales toscamente pintados.

—Ésta debía de ser una sala de reuniones —sugirió el señor Turnbull—. Imagínatela llena de gente. El jefe está explicando que tienen que marcharse de aquí. Ya no hay agua, o hace años que fallan las cosechas, o que los acechan terribles enemigos como los apaches. Porque debió pasar algo así, Johnny.

Tenía una despaciosa forma de hablar, como si pensara bien las cosas antes de decirlas.

—Lo sé —contestó él, porque también había llegado a la misma conclusión.

Cuando salieron de nuevo a la luz, encendió un fuego para hacer café, y comieron queso curado y tortillas que el señor Turnbull sacó de su impermeabilizada bolsa del almuerzo mientras le contaba cosas de su vida, por qué había venido a este país y lo que quería hacer. Al parecer, por motivos que Johnny no alcanzaba a comprender del todo, los hijos menores llevaban una vida muy dura en Inglaterra, de modo que muchas veces se marchaban al extranjero con algunos fondos para invertir y hacer fortuna. El Oeste era popular en aquella época debido a un libro en donde se explicaba que podía ganarse mucho dinero invirtiendo en ganado. El señor Turnbull había descubierto en Texas que no siempre era así, porque el mercado de ganado estaba sujeto a grandes altibajos y se enfrentaba a muchos otros problemas; tampoco le gustaban los texanos, cuya actitud le había parecido excesivamente mercantil. Deseaba invertir sus fondos de tal modo que le procurasen un beneficio decente, pero también quería construir algo que beneficiara a otras personas, aparte de a sí mismo. Las cosas le parecieron bien en el condado de Madison, donde había adquirido el Rancho Peters y dos buenos rebaños. También estaba la oportunidad de abrir una tienda en la ciudad, en la que Boland y Perkins llevaban las cosas a su manera desde hacía ya mucho tiempo y en detrimento de los ciudadanos del condado.

Su padre era un viejo temible, prosiguió, que había hecho fortuna fabricando zapatos y artículos de cuero en las Midlands. Su hermano, un abogado de éxito, tenía aspiraciones políticas. James era un bravucón estirado a quien el señor Turnbull no tenía en gran estima.

—Me parece que, de haberme quedado en Inglaterra, me habría vuelto igual que él —explicó—. Y eso no habría estado bien. Creo, Johnny, que lo que hace que Inglaterra sea estrecha de miras es su reducido tamaño. La gente es mezquina, y no desea nada bueno al vecino. No se me ocurre nadie que sea capaz de compartir un secreto de forma tan generosa como tú acabas de hacer hoy… con alguien que es prácticamente un desconocido.

Estaba comprometido para casarse con Lady Mary Rose, que era un ángel, y que se reuniría con él en Nuevo México en cuanto estuviera instalado.

El señor Turnbull se recostó en uno de los muros bajos, mirando con los ojos entornados a los oscuros huecos que se abrían sobre sus cabezas.

—Encargaré libros para ver si podemos averiguar algo sobre los Antiguos. Su historia. Las circunstancias de su desaparición.

—A lo mejor nosotros desaparecemos igual, algún día —dijo Johnny—. Así, por las buenas, y mucho tiempo después algún vaquero en busca de ganado extraviado se encuentra con una ciudad llena de edificios… —Se interrumpió con un chasquido de la lengua, porque no sabía cómo concluir el pensamiento. El señor Turnbull declamó:

—«La sencilla nodriza hace lo que puede / para que su hijo adoptivo, el que comparte su casa, el Hombre, / olvide las glorias que ha conocido / y el imperial palacio del que salió.»[11]

—Sí —dijo Johnny, asintiendo con insistencia—. Eso parece acertado, desde luego.

—En un lugar como éste puede una persona olvidar sus insignificantes preocupaciones —prosiguió el señor Turnbull—. Mandamientos y recursos judiciales, embargos y reclamaciones. —De pronto parecía desanimado—. En Madison me están creando todos los problemas que pueden, Johnny.

—Por eso nos tiene Joe a Pard y a mí cerca de usted, por si hay problemas.

—Sencillamente no creo que todo eso degenere realmente en violencia —dijo el señor Turnbull con el ceño fruncido, bizqueando hacia la cazuela de la pipa mientras la llenaba de oloroso tabaco—. Sin duda estamos en una nación civilizada.

—Cuando los apaches salían de incursión, éste no era un país civilizado.

—Ah, ya han devuelto a Caballito a la reserva; seguramente, ésas ya son cosas del pasado.

—Hay otros apaches aparte de Caballito, y otros indios distintos de los apaches, si entiende lo que quiero decir.

—Joe cree que intentarán embargar el rebaño que he comprado —dijo el señor Turnbull, recostándose y alzando la mirada—. ¡Sencillamente no puedo creerlo!

—Me parece que es hora de que volvamos —dijo Johnny—. Pard estará preocupado.

* * *

Pard estaba esperando en el vado del río al otro lado de Corral de Tierra, sentado a la sombra, mascando tabaco y escupiendo en el agua, mientras su poni pastaba a cierta distancia. Un poco más allá alcanzaron a Carlito con la recua de mulas, cargadas de grano y de suministros de la tienda de Corral de Tierra. En donde los riscos empezaban a elevarse, cerca de la propiedad del señor Turnbull, Johnny se separó de los demás y subió por el sendero de la montaña para contemplar el panorama. Le encantaba aquel territorio; cuando lo vio por primera vez tuvo la sensación de haber encontrado su hogar. Los distintos niveles se extendían en diferentes ángulos hacia el horizonte, grises, pardos, dorados y rojos ascendiendo hacia el inacabable azul del cielo. El terreno estaba salpicado de manchas de maleza, con algunas cabezas de ganado pastando. Vio cómo se formaba un remolino de polvo, que estalló con un reflejo dorado cuando lo atrapó el sol. Le encantaba el amanecer por aquella parte, el gran disco amarillento surgiendo tan súbito y enorme que parecía salir sólo para él, y el crepúsculo del mismo color de un hierro de marcar al rojo vivo cuando empezaba a enfriarse.

Abajo, el señor Turnbull, Pard y Carlito cabalgaban en fila, con los animales de carga a la zaga. Haciendo girar a Whitey, dio un grito y bajó hacia ellos, agitando el sombrero en la mano. Pard le contestó con otro grito, sacó el revólver y disparó al aire. Todos se lanzaron al galope, el señor Turnbull mirando hacia atrás bajo el ala plana del sombrero con una enorme sonrisa. Asustaron a una bandada de pavos silvestres, que emprendieron el vuelo con un frenético aleteo, pasando justo por encima de la maleza con un zumbido y dirigiéndose hacia el barranco que se abría bajo un cerro de poca altura.

—¿Por qué no traéis un par de pavos gordos para la cena, muchachos? —dijo el señor Turnbull, mientras esperaban a que los alcanzase la recua de mulas, así que, muy animados, Johnny, Pard y Carlito se dirigieron a toda velocidad hacia el barranco en pos de los pavos. Dispararon varias veces con el revólver, sin hacer blanco más que en los arbustos de artemisa, hasta que Johnny se detuvo y sacó el fusil de la funda. Abatió un pájaro a diez metros y otro a treinta.

Siguieron por el barranco y, finalmente, Carlito acertó un pavo con el Colt.

¡Ayyy carrramba, guajolote! —gritó.

Luego volvieron despacio, deteniéndose a recoger los pájaros que habían cazado: nueve en total, todos buenos y rollizos ejemplares.

—¡Vamos a enseñarle esos pavos gordos que quería! —dijo Johnny, y moviendo las manos con rapidez ató los pavos por las patas de modo que las alas cayeran extendidas por la silla y la cincha de Whitey, cobrando así el caballo el aspecto de un enorme pavo silvestre. Lo que no gustó nada a Whitey, que se puso a recular agitando las patas delanteras, mientras Carlito y Pard soltaban sonoras carcajadas. Cuando Johnny acabó de adornar la montura, emprendieron el descenso por el barranco.

El señor Turnbull y las mulas se habían perdido de vista, y trotaron hacia el siguiente cerro. Desde allí se veían más grupos de reses de Turnbull. El señor Turnbull iba levantando polvo a kilómetro y medio más adelante.

—¿Qué es eso? —exclamó Pard, deteniéndose, porque desde el norte se veía una enorme nube de polvo que avanzaba hacia el señor Turnbull, bajo la cual se distinguía un grupo de jinetes, al menos treinta, al parecer. Al frente iban cuatro, bastante adelantados de los demás, y se acercaban deprisa. Pard gritó—: ¿Qué demonios es eso, Johnny?

Iba más despacio que los demás, con Whitey obstaculizado por los pavos que llevaba atados encima. Se sintió como un payaso en aquel caballo pavisoso. Picó espuelas al tiempo que sacaba el cuchillo para cortar los pájaros que tenía al alcance de la mano.

—¡Es una partida de la ciudad! —gritó Carlito.

Galoparon los dos en pos del señor Turnbull, Johnny tratando de alcanzarlo. Dejando las mulas atrás, el señor Turnbull se había desviado para ir al encuentro de los cuatro jinetes de vanguardia. La partida, al galope, se desplegó en apresuradas formas que corrían sobre la hierba de los pastos.

El señor Turnbull y los cuatro jinetes aflojaron el paso para encontrarse. Hubo el ruido seco y flojo de una detonación lejana, y Johnny sintió que un gruñido como de dolor se le escapaba de la garganta. Era como si todo fuese una pesadilla, con aquella nebulosa lentitud, su pulso precipitándose y aquel extraño sonido estrangulado, que ni siquiera quería hacer, saliéndole de entre los labios.

Pard y Carlito se habían parado, y él se detuvo junto a ellos. Resultaba imposible saber lo que estaba sucediendo, sólo se veía a los cinco jinetes que describían un círculo; no, eran cuatro. Resonó otro disparo. El resto de la partida seguía galopando hacia aquellos cuatro. Sintió que el estómago se le subía al pecho, y creyó que iba a vomitar el almuerzo.

—Lo han matado —oyó que decía Pard.

Ahora vio que el alazán del señor Turnbull estaba en el suelo: sólo un atisbo del caballo entre el movimiento de las otras monturas, ni rastro del señor Turnbull. De un tirón, sacó el fusil de la funda, apuntó, apretó el gatillo y no salió el tiro; había agotado el cargador disparando a los pavos. Hubo un angustioso y continuado silbido de balas que les pasaban por encima, seguido de las detonaciones. El cuerpo principal de jinetes se dirigía derecho hacia ellos.

Por fin se le pasó por la cabeza que quienes habían matado al señor Turnbull eran esbirros de la tienda.

—¡Tenemos que largarnos de aquí, Johnny! —gritó Pard, y los tres dieron media vuelta a los caballos y salieron a toda velocidad de los pastos, con más plomo volando sobre sus cabezas agachadas. Jadeaba, le sangraba la nariz, tenía espasmos en el estómago. Los cascos resonaban sobre el duro terreno. El viento doblaba contra la copa el ala del sombrero de Pard, que proyectaba la barbilla hacia delante como si quisiera ir más rápido que su montura.

Su trabajo consistía en estar junto al señor Turnbull precisamente por si ocurría algo así, pero ellos estaban entretenidos cazando pavos. Retozando como niños con los pájaros. Había sido culpa suya.

Se detuvieron en el siguiente altozano. La partida había dejado de perseguirlos y ahora daba vueltas en torno al sitio en donde el señor Turnbull había desaparecido. Pard se colocó el fusil y apuntó alto, pero Johnny lo bajó de un manotazo para impedir tal estupidez. Ya habían hecho demasiadas tonterías. Sabía que no había nada que hacer. Bajo el vacío de su cabeza, había una conciencia como una enorme máquina que echara a andar, una locomotora resoplando con una pesada y lenta aceleración, ignorante aún de la dirección que debía tomar.

—¿Qué hacemos, Juanito? —preguntó Carlito.

—Observar —contestó una extraña y grave voz, que erá la suya—. Averiguar quién es quién.

—Malditos maricones asesinos… —dijo Pard, dejando de pasarse la manga de la camisa por los ojos.

Ahora todo el grupo se movía en la misma dirección, volviendo al norte, hacia Madison. Uno de los caballos iba sin jinete, pero algo que podía ser el cuerpo del señor Turnbull colgaba atravesado en la silla, aunque era imposible distinguirlo desde tan lejos, ni siquiera alguien con una vista tan buena como la suya. Cabalgaron los tres durante un tiempo tras la partida. Pasaron frente a los animales de carga, que pastaban en la hierba. Por dos veces oyeron disparos, pero las balas se quedaron muy cortas. Preguntó a Pard si había reconocido a alguien.

—A Clay Mortenson —dijo Pard entre dientes.

Él también había creído verlo entre los cuatro de delante, uno con sombrero negro, la clase de hombre que Boland y los suyos contratarían para hacer el trabajo sucio.

—Entonces ya me imagino a otros —dijo Carlito.

—No es difícil —aseguró Pard.

Llegaron a donde habían visto por última vez al señor Turnbull. El alazán estaba muerto, de un tiro en la cabeza, sin silla ni arreos. Carlito desmontó para examinar el terreno, inclinándose como un explorador apache. Cogió una piedra del tamaño de un paquete de café con sangre, sesos y cabellos pegados. Carlito se incorporó, alzando la piedra y enseñándosela.

—¿Por qué tenían que aplastarle la cabeza? —gimió Pard. Ya lo habían matado de un tiro.

Johnny desmontó a su vez. Llevando a Whitey de las riendas, reconoció el terreno lleno de huellas de cascos. Se agachó y recogió un revólver bajo la rodilla del caballo muerto. Olió la boca del cañón.

—Es del señor Turnbull —dijo Pard.

—No lo han disparado —informó, guardándoselo entre el cinturón.

—Malditos maricones asesinos —repitió Pard.

Aún había dos pavos colgando de la silla. Johnny cortó la cuerda, dejándolos caer, mientras Pard y Carlito lo observaban con la misma expresión en la cara.

—¿Qué hacemos ahora, Juanito? —preguntó Carlito.

—Vamos a ver a Joe. Traed los animales de carga, ¿queréis?

—Joe se va a poner como un lobo rabioso —dijo Pard.

* * *

El pequeño rancho de Joe Peake estaba junto al del señor Turnbull. Su casa era un viejo refugio de vaqueros arreglada, con las junturas entre los troncos rellenas de barro y encalada por dentro, muy limpia y cuidada. Le habían añadido cobertizos por tres lados, con puertas entre ellos: cocina, dormitorio y un cuarto para el niño, Chuckie, que era la luz de los ojos de su madre y la vida entera de su padre. Joe estaba en pie en el centro de la habitación principal, con los brazos cruzados muy arriba del pecho y la mirada perdida, como si lo hubieran noqueado pero aún no se hubiera derrumbado. Luego estiró el cuello y miró a Johnny con expresión iracunda.

—¿Dónde estabais vosotros?

—En un barranco, cazando pavos para la cena.

—Malditos seáis —dijo Joe, sin rabia.

—Fue el señor Turnbull quien nos mandó cazarlos, Joe —explicó Pard.

Joe se quedó mirándolo.

—Cuando volvimos ya estaban liados con él —dijo Carlito, sombrero en mano.

Fanny Peake apareció junto a la puerta de entrada, con su delantal de flores. Desde su habitación, Chuckie llamó: «¡Pa! ¡Pa!».

—La guerra ha empezado —declaró Joe.

—Ha sido culpa mía —dijo Johnny—. Tardamos demasiado. Cazamos más pavos de los que hacía falta. Nos dio por hacer el tonto.

Los negros discos que eran los ojos de Joe giraron hacia él. Joe asintió con la cabeza, como si ya hubiera oído demasiado.

—No pensáis que fuera el sheriff, ¿verdad? —preguntó.

—No creo que Pogie Smith estuviera en el primer grupo —dijo Pard.

—Clay Mortenson era uno de ellos —aseguró Johnny.

Repasaron la escena, lo que habían visto, lo que habían pensado desde entonces. A veces sentía alguno de aquellos espasmos en el estómago.

—Clay Mortenson sería capaz de algo así, supongo —opinó Joe con voz cansina—. Aplastar la cabeza a un hombre con una piedra después de muerto. —Aspiró entre los dientes, con ruido, como deshaciéndose de un montón de saliva y añadió—: Ya lo veremos. ¿Quién más creéis que fue? Ed Duffy, probablemente, si estaba Clay.

—Puede ser —admitió Johnny.

Joe empezó a deambular por la habitación, frotándose los brazos como para que le circulara la sangre. Apartó la mano de su mujer cuando ella se la puso en el hombro.

—Si enviaron a tanta gente —prosiguió—, habrá sido para llevarse el rebaño por el que andaban pleiteando, o para detener al señor Turnbull. Debe de haber sido eso. Pero en cambio lo mataron. Si se trataba de una partida legal, Pogie Smith debió nombrarles ayudantes, aunque él no fuera con ellos. El juez tuvo que haber dictado el embargo, o un mandamiento judicial. Claro que todo el mundo sabe que el juez, Boland y Jake Weber, de Santa Fe, son viejos amigos de los tiempos de la Columna California. —Alzó las manos—. En cualquier caso, sólo podemos empezar por Clay Mortenson.

—¿Qué hay de su familia en Inglaterra? —preguntó Fanny Peake, acercándose y rodeándole la cintura con el brazo.

—Hay una Lady Nosecuántos con la que estaba comprometido… —empezó a decir Johnny, pero se interrumpió.

—Frank Maginnis sabrá cómo comunicárselo —apuntó Joe. Se apartó nuevamente de su mujer, como si su contacto le confundiera—. Será mejor que vayamos a ver a Frank.

—Deja que el señor Maginnis se ocupe de todo —le sugirió Fanny Peake. Era una mujer grande, de anchas caderas y busto bajo, mejillas flojas y encendidas y una mirada temerosa en sus ojos parpadeantes—. Al fin y al cabo, es abogado. ¡Haz caso a Frank, Joe!

—Él dirá simplemente que con las armas no se arregla nada —repuso Joe con voz pastosa—. Aunque han arreglado las cosas a más de uno, que nosotros sepamos.

—Eso seguro —le secundó Pard.

—Me parece que no veo otro camino que el de las armas —dijo Johnny con cautela—. Pero escucharé con gusto el consejo del señor Maginnis.

—Vamos para allá —concluyó Joe. De un percha de la pared cogió el cinturón con cartuchera y un Colt enfundado.

—Ay, Joe —se lamentó Fanny Peake.