7

Una pista apenas visible cruzaba las rojas llanuras, serpenteando en dirección este hacia unas montañas púrpura que nublaban el horizonte como si fueran humo. Avanzando por el ancho valle de un río, el enorme carruaje de Palacios, un gigantesco vehículo superviviente de otro siglo, con sus cocheros uniformados pero sin afeitar, se balanceaba sobre las correas de suspensión. Cutler iba dentro a veces, con el impertérrito y sombrío don Fernando, una pálida María y su dama de compañía, doña Hortensia, una mujer achaparrada de mediana edad con un lunar en la mejilla, un tenue bigote y una observadora mirada que con frecuencia fijaba en Cutler. Y otra cabalgaba junto al carruaje en una de las mulas de monta. En una ocasión se les acercó un tropel de jinetes con una agitación de sombreros y caracoleo de monturas: soldados de uniforme gris perla con muchos bordados y sombreros de copa alta. El oficial saludó a don Fernando y cabalgó junto al carruaje. Eran rurales, musitó uno de los cocheros a Cutler, la policía rural mexicana.

Cuando se alejaron, don Fernando se recostó en su rincón del carruaje, mientras el polvo nublaba la última luz de la tarde que entraba por la ventanilla. Tenía un puro delgado sobresaliendo de la comisura paralizada de su boca mientras miraba el paisaje. A Cutler le fascinaba ese doble aspecto de su rostro: la expresión rígida, llena de severidad y arrogancia; la otra, sensible e inquieta. Pese a todas las incomodidades, Cutler disfrutaba de aquel viaje interminable a través de un territorio desértico que él conocía bien por sus dos años de campaña en el sudoeste. Su español mejoró al esforzarse en seguir la conversación en el interior del viejo y rechinante carruaje, y a medida que los iba conociendo, cada vez le caían mejor María Palacios y don Fernando.

María se mostraba enfurruñada por haber tenido que dejar atrás las reuniones, los bailes y los blancos uniformes de Guaymas, pero al momento siguiente se emocionaba ante la perspectiva de estar de nuevo en su amada Las Golondrinas, con su querido caballo Güero. A Cutler le fascinaba observar su léxico de mohínes, gestos melodramáticos y muecas triunfales e insignificantes. Casi poseía el don de entablar conversación sólo con los ojos. ¿Cómo había aprendido todos aquellos trucos femeninos, secuestrada en una hacienda en lo más profundo de Sonora, con infrecuentes visitas a Hermosillo y un mes al año en Guaymas? O se los había enseñado doña Hortensia, que hablaba con reverencia y nostalgia de grandes asuntos amorosos en Ciudad de México, o eran algo genético en las jóvenes damas mexicanas nacidas en los grandes latifundios.

Era superficial, desde luego. No mostraba interés alguno por Estados Unidos, por su vida como oficial norteamericano, por las guerras contra los apaches, ni siquiera por su misión en México. Sí le habló de su primo Pedrito, el cadete que le había presentado en Guaymas. Cutler observó que a la mención de Pedrito don Fernando y doña Hortensia intercambiaban una mirada contrariada. María le parecía la joven más absolutamente consentida de cuantas había conocido, pero incluso pálida y cubierta de polvo, su enfurruñado rostro resultaba fascinante y cuando encendía la llama de su encanto resultaba cautivadora.

¿Cuándo iba a casarse? Su abuelo, a quien se refería como «mi abuelo» pero a quien se dirigía como «don Fernando», la llevaría a la capital para que conociese allí a los jóvenes que cumplieran los requisitos necesarios. Ella esperaba que fuese aquel mismo año, pero su abuelo había estado enfermo. Al año siguiente, sin duda, en el otoño. Durante toda la discusión don Fernando no dejó de atisbar por la ventanilla con su pétrea mirada de gárgola.

—Sí, ha de ser el próximo otoño, sin duda —apostilló con firmeza doña Hortensia—. El tiempo pasa muy deprisa para los jóvenes.

—Hay que poner mucho cuidado en la elección de un compañero para toda la vida —terció don Fernando.

María se dio unos expresivos toques en el pelo, hizo un mohín, giró los ojos hasta casi ponerse bizca, y dijo:

—Eso ya me lo ha dicho, don Fernando.

—¡Mirad! —exclamó el hacendado, señalando con su purito sin encender—. ¡Hemos llegado a Las Golondrinas!

En el ancho valle de tierras cultivadas, aparecían rectángulos y acotadas curvas, armoniosas parcelas de color, sombra y textura —verdes puntas de agave, la suavidad del trigo mecido por la brisa, el pardo rastrojo de campos en barbecho—, un castillo, un fortín de barro. La escala, el volumen del lugar, con el verde estallido de las copas de los árboles sobre los muros de la fortaleza, dejaron sin aliento a Cutler.

Los invadió una sombra repentina al pasar bajo un enorme portón que en tiempos quizá soportara un puente levadizo. Se abrieron altas puertas de herrumbroso aspecto. El carruaje se vio de pronto rodeado de vociferantes peones y personal administrativo que venían corriendo, saludando ruidosamente, saltando para ver el interior del carruaje, gritando. Los perros ladraban. Cutler identificó al mayordomo, un individuo de cuello grueso con chaleco a rayas, la pesada cadena de su cargo en torno al cuello. Allí estaba el padre, tonsurado y con sotana. Los sirvientes domésticos también llevaban chaleco a rayas. Una vieja bruja, encorvada sobre un grueso bastón, fue identificada como la hermana de don Fernando. Un regordete y oficioso lacayo dio una patada a un ruidoso perro para apartarlo a un lado y ayudó a bajar a doña Hortensia y María por unos escalones portátiles. Les correteaban perros entre los pies, junto a un par de gallos de orgullosa cabeza y patas amarillentas.

El tumulto decreció, y don Fernando, tomando a Cutler del brazo, le indicó puntos de interés en el amplio patio, seis anchos escalones que llevaban a una puerta con un marco de piedra labrada, dos frondosos robles a cada lado, macizos de flores. Pegadas a la muralla estaban las habitaciones del servicio doméstico, con chimeneas que arrojaban humo sobre techumbres bajas, cubiertas de tejas, huertos frente a las cocinas, gallinas y pavos de roja carúncula en corrales vallados. Más allá se veía la capilla, coronada por una cruda estatua de piedra del Salvador, con un lacio cordero como un perrito sobre un brazo doblado, el otro alzado, impartiendo la bendición.

Se les acercó el padre, las faldas de la parda sotana recogidas con una mano. Asintió solemnemente cuando le presentaron al teniente Cutler.

—¿Ha sido un viaje agradable, don Fernando? ¿Don Patricio?

En un primer momento Cutler no comprendió que se refería a él. ¡Don Patricio!

—¡Largo, padre! —contestó don Fernando—. Más largo cada vez. Cuando a uno ya no le queda mucho tiempo en este mundo, lamenta perderlo dentro de un carruaje bamboleante.

Miró a Cutler con la expresión benigna, casi de disculpa, del lado izquierdo de su viejo rostro.

Cutler estaba absorto observando el funcionamiento del aquel dominio feudal. En realidad, don Fernando parecía enseñárselo como haría con un posible comprador: las zonas de trabajo, las cuadras, donde dos mozos cepillaban preciosas grupas. Las famosas mulas de monta de Las Golondrinas coceaban en el suelo mientras comían en lujosos pesebres. Le enseñaron el granero, los almacenes de maíz y la fábrica de tortillas, donde una máquina patentada, atendida por una musculosa mujer con delantal, transformaba la pasta amarillenta del maíz en tortas achatadas; la lechería, donde se depositaba en moldes el contenido de una mantequera y se estampaba con el escudo de los Palacios. En las bodegas, hileras de barriles cenicientos y herrumbrosos se extendían en la oscuridad. Todos los peones que encontraban se quitaban el sombrero para hacer reverencias a don Fernando, que preguntaba por Juan y Pablo, Caterina y Adela. Cutler pensó que adoraban a su patrón, quien invariablemente le presentaba como don Patricio. Mañana, anunció don Fernando, irían a caballo a inspeccionar los rebaños, mulas, caballos, vacas, ovejas —¡también había cerdos!— y las tierras de la hacienda. ¡Y mañana irían de caza! Don Patricio dispararía con el precioso fusil belga que constituía uno de los innumerables orgullos de la hacienda. María ya había planeado una merienda campestre a la orilla del río, pero sin duda los planes del patrón tenían precedencia.

Volvieron a lo largo de los muros de la casa grande, sobre la que revoloteaban las golondrinas en torno a los nidos hechos bajo el alero, don Fernando con paso rígido, vestido con una corta chaqueta negra y plateada, de estilo militar, pantalones ajustados y el sombrero gris de alas anchas que Cutler admiraba. En el interior, relucientes losetas de color rojizo, paredes revestidas de baldosines azules y amarillos, techos altos, estancias amplias y frescas, helechos, flores, grandes y oscuros retratos, ventanas que reflejaban fragmentos de luz solar, un repiqueteo de tacones de botas sobre el piso. En una habitación fregaba el suelo una sirvienta, pasando un trapo cogido con un palo sobre unas baldosas ya relucientes. Más allá estaba la biblioteca, con más cuadros tenebrosos cubriendo las paredes, hombres y mujeres de severo rostro con atavíos de generaciones pasadas. En la sala grande había una chimenea en la que podían bailar varias parejas, muebles oscuros y pesados, altos búcaros con flores o ramilletes de plumas de pavo real. Allí se detuvieron.

—Es una hermosura, don Fernando —dijo Cutler en español, gesticulando.

Por un lado de la cara, su anfitrión pareció puerilmente complacido, amargo por el otro.

—Gracias, señor. Esto es algo muy querido por su patrón. Quizá no tanto por su nieta.

—Con el tiempo, sin duda.

Don Fernando sacudió tristemente la cabeza.

—Me ha dicho —dijo Cutler— que sus padres han muerto.

—Su padre, que era mi hijo, fue fusilado por el victorioso ejército de Porfirio Díaz. Era un traidor a México, ya sabe; un adulador de Maximiliano y los franceses. Dicen que su mujer murió de pena enseguida. Murió de vergüenza. Esta hacienda se ha visto profundamente infectada por la traición, don Patricio. Creo que sólo en los últimos años un Palacios ha podido levantar la cabeza de nuevo, y tengo la suerte de que don Porfirio siga considerándome su amigo.

—Lo lamento —dijo Cutler.

—Es una vida mezquina, sin lugar para la tragedia —sentenció don Fernando, con un dolor antiguo crispándole un lado del rostro y agria ferocidad en el otro—. Pero venga, vamos a probar este amontillado.

Cutler sabía que aquel vino, cuidadosamente escanciado de una botella cubierta de cuero, debía de ser muy valioso. Era como néctar seco.

Don Fernando volvió a sonreír ante sus cumplidos.

—En Las Golondrinas producimos mezcal, aguardiente y un vino tinto que según dicen no está mal, pero en cuanto al jerez me remito a un viejo amigo mío de Jerez, en España. Éste es el mejor que me ha enviado.

Cutler tenía la creciente y angustiosa sensación de que se esperaba de él algo importante, aún por anunciar. Uno frente a otro, con el viejo mexicano casi sacándole la cabeza, bebieron a sorbos el jerez.

Don Femando dio una palmada, a la cual acudió al instante uno de los sirvientes de librea.

—Conduce a don Patricio al aposento del roble, donde podrá bañarse y cambiarse de ropa después de nuestro largo viaje. —Volviéndose hacia Cutler, añadió—: ¿Querrá reunirse con nosotros más tarde, amigo mío?

Cutler siguió al mozo por las escaleras, cuyos peldaños de baldosas estaban gastados por los pies de los Palacios, que los habían pisado durante generaciones.

El aposento del roble quedaba frente a las ramas de uno de los árboles de la entrada. Le habían vaciado el bolso de viaje y colgado la ropa en el armario, colocándole otras prendas en los cajones de una achaparrada cómoda de madera oscura, y habían retirado la ropa sucia. Llegaron sirvientes con ollas de agua caliente que vaciaron en una bañera de baldosines azules y amarillos. Se bañó, deleitándose con lo que consideraba el estilo de vida de la hacienda, y luego se restregó con una especie de cepillo hecho con fibras de cactus. Se puso su uniforme de gala frente a un vaporoso espejo con un recargado marco dorado. El rostro que lo miraba no era el feo que correspondería a un hijo del general Yeager, ni el aristocrático que sería el del hijo de una judía relacionada con la nobleza húngara. Parecía un soldado raso irlandés que acababa de emigrar de la patria ancestral.

¿Qué querían de él allí? Don Fernando parecía considerarlo como alguien de importancia. ¿Era por su destreza al billar, la recomendación dada por el general Yeager, su sangre judía? Presentía con insistencia una vaga posibilidad, pero no tenía más remedio que desecharla.

Adoptó la posición de firmes, la barbilla pegada al pecho, y bajó con paso resuelto a encontrarse de nuevo con su anfitrión. Esta vez todo un grupo de gente observó su entrada en la sala. Don Fernando llevaba una levita que le quedaba un poco grande, como si hubiera encogido con la edad. María, moviendo los hombros como al ritmo de una música que sólo ella oía, también exhibía un atuendo formal, un elaborado vestido rosa, con flores en su pelo caoba, y ostentaba en su pálido rostro una expresión asombrada en los ojos muy abiertos con los que muchas veces parecía observarlo de la misma forma que su abuelo. También estaban presentes el padre, doña Hortensia y la anciana hermana, derrumbada en una de aquellas butacas como un pajarillo muerto de color pardo, con el bastón negro inclinado sobre las rodillas; además de un oficial con el uniforme gris de los rurales, que le presentaron como coronel Kandinsky, jefe de la policía de Sonora. Era un hombre tan alto y erguido como don Fernando, y de cierta edad indeterminada ente los cuarenta y los sesenta. Tenía el cabello rubio, algo canoso, y hablaba con acento europeo tanto en inglés como en español.

—¡Así que el joven oficial norteamericano ha venido a México con el famoso general Yeager para negociar la futura persecución de renegados apaches! —dijo Kandinsky, dándole un fuerte apretón de manos y sonriendo de oreja a oreja.

Cutler le preguntó si era ruso.

Kandinsky le dijo que no moviendo el dedo de un lado a otro al estilo mexicano.

—¡Polaco, querido amigo! Por consiguiente entiendo bien los recelos de los vecinos de naciones más poderosas. México alberga temores bien fundados ante la idea de abrir las fronteras a soldados norteamericanos.

—También estoy interesado en conseguir la liberación de las mujeres y niños de la tribu de Caballito que los esepés de Chihuahua han vendido como esclavos.

—Pero ésa es otra cuestión, don Patricio. También deben considerarse los derechos de propiedad mexicanos, ¿no? ¡Y no cabe duda de que esos indios se encuentran ahora en mejor situación, seguramente viven aquí en circunstancias más favorables que en su país natal!

—He prometido a su jefe que lo intentaría.

—¡Este joven mantiene sus promesas! —observó Kandinsky, lanzando una mirada a los demás—. ¡Es un rasgo admirable, y bastante raro! Pero dígame, ¿es necesario cumplir las promesas que se hacen a unos asesinos sanguinarios, que además han sometido a cautividad a muchos niños mexicanos?

—Si tratáramos a tales hombres con honor y cumpliéramos nuestras promesas, quizá dejarían de ser asesinos sanguinarios —sentenció con más untuosidad mexicana de la que se creía capaz.

Kandinsky soltó una carcajada y le dio unos golpecitos en el hombro.

—¡Muy bien, señor! ¡Muy bien! El otro asunto, al menos, se mencionará a don Porfirio por conducto de don Fernando y el mío propio. ¡Ya veremos, ya veremos! —Volviéndose a María, le preguntó—: Y dime, mi preciosa ahijada, ¿no te has cansado de esas grandes fiestas de Guaymas?

—¡No, no he tenido bastante, Lalla! —Con una mueca lanzo un oscuro mensaje a Cutler—. ¡El abuelo insistió en que nos marcháramos al cabo de sólo dos semanas!

Le encomendaron conducirla a la larga mesa del comedor, donde la sentaron entre el coronel Kandinsky y él. Don Fernando presidió la mesa, con su hermana a su derecha, junto al padre.

—Mañana celebraremos esa merienda campestre en el recodo del río, tal como le he prometido, señor teniente —le dijo María.

—Creo que su abuelo tiene otros planes.

Ella hizo un explosivo chasquido con la lengua.

—¡Ah, puaf!

—Ha mencionado una partida de caza.

—¡Oh, de caza, puaf!

Se quejó con cierta estridencia, lo que hizo que Kandinsky la mirase con el ceño fruncido. Don Fernando se limitó a reír y dijo que había tiempo para todo.

—Mañana montará usted a Malcreado —dijo a Cutler—. ¡Ese caballo puede ser el mejor amigo del hombre!

—En Cracovia había un refrán que decía que un caballo veloz vale más que una esposa entrada en carnes —sentenció el coronel mientras escanciaban vino.

Cutler consideró la importancia de aquella declaración.

—El mexicano aprendió del español su relación con el caballo —dijo don Fernando—. Y al español se la enseñó el árabe. El árabe quizá lo aprendiera del judío, porque antiguamente el árabe y el judío se consideraban primos, y el judío montaba a caballo cuando el árabe iba en camello. En España, en la época de la Reconquista, los caballeros montaban a la brida. ¿Sabe lo que significa ese estilo, don Patricio? La caballería de Estados Unidos monta de esa forma, con los pies bien plantados en largos estribos, guiando con la brida. Porque así era como el caballero, revestido con una cota de malla, aseguraba su enorme peso al embestir con su larga lanza. El caballo le servía de simple soporte. Entonces llegó el árabe con caballos que trataba como a hermanos, al jinete: inclinado hacia delante en la silla sobre estribos cortos, de modo que iba casi arrodillado. Hacía girar al caballo con las rodillas. Así era cómo los sarracenos arrodillados aniquilaban a los caballeros a la brida con sus cimitarras, abriéndose paso entre sus filas, de frente y a los lados, con suma agilidad.

»Al jinete llegó a México con los españoles, y de ahí han aprendido los indios su propio estilo de montar. La equitación que practica el salvaje es sarracena y la del soldado de caballería, la del caballero con cota de malla. —Se rió de su discurso; incluso el lado paralizado de su rostro parecía menos amargo de lo habitual—. Pero como decía el gran Napoleón, Dios está hoy día al lado de la artillería pesada, y no de la veloz caballería.

Kandinsky también rió, aplaudiendo con suaves palmaditas.

—Hay una diferencia, sin embargo —dijo Cutler—. Los apaches no tratan a sus caballos como hermanos, sino de forma cruel, y los montan hasta matarlos.

Más tarde, en torno a la mesa de billar, Kandinsky explicó que se había marchado de Polonia «por un afán, que bebí con la leche de mi madre, de verdad, justicia y dignidad nacional».

Los miembros de su familia, prosiguió, habían sido ciudadanos de la República de Cracovia, suprimida por los austriacos en 1848.

—¡Cómo revelan esas fechas mi avanzada edad! De modo que aprendí a luchar contra los austriacos en las guerras de independencia italianas, hasta que, como aliado de Napoleón III, descubrí que era a los franceses a quienes se debía combatir. Y así llegué a México, a luchar al lado del buen presidente, el Indio Juárez. Me quedé aquí a petición del general y amigo mío don Porfirio Díaz. Que ha demostrado una vez más el adagio internacional de que el militar siempre suplanta al paisano a quien ha ayudado a conquistar el poder. —Miró a Cutler, entornando cómicamente los ojos—. Estará pensando, amigo mío, que ese dicho no es cierto en lo que respecta a esa gran nación virgen, los Estados Unidos. ¿Acaso preguntaré si los presidentes que han seguido a aquel gran hombre, Abraham Lincoln, no han sido militares?

Él admitió que era cierto, y resonó la alegre risa de Kandinsky.

—¡Porque los militares son ambiciosos e insaciables en lo que se refiere al rango, comprende, amigo mío!

Ésa era una faceta del general Yeager que a Cutler le costaba considerar, pero era un motivo para las memorias en las que trabajaba Percy Robinson, que desde luego no incluían todos los aspectos de la vida de Yeager.

Aquella noche, en la cama, se puso a mirar por la ventana, más allá del pálido entramado de las ramas del roble, hacia el engalanado cielo nocturno. Se rió de la ensoñación en la que se veía cabalgando hacia la hacienda, que se erguía como un buque de guerra entre los verdes campos, vestido con uno de aquellos trajes cortos, ajustados a la cintura y llenos de bordados. Al desmontar, daba la mano a su bella y risueña esposa, de piel traslúcida y un lunar en la comisura de los brillantes labios, para ayudarla a bajar del gran carruaje de Las Golondrinas. De todas partes acudían peones, sombrero en mano, para agruparse como el coro de una orquesta mientras cantaban un himno de salutación y reverencia. Él los saludaba con su pesado sombrero, y, con su mujer del brazo, entraba a grandes zancadas en la casa grande con sus pantalones adornados con discos de plata. Desaparecidos, como basura tirada de un armario, estaban el general Yeager, el coronel Dougal, el comandante Symonds, el capitán Smithers, Caballito —incluso Sam Bunch y Bernie y Rose Reilly, hasta Lily—, aquella otra vida, aquella desolación.

Las estrellas titilaban con un brillo frío, un meteoro cruzó el firmamento como si hubieran rascado en él una cerilla. Ni siquiera se atrevía a desearlo, riendo encantado ante la maravilla de verse en Las Golondrinas.

* * *

Al día siguiente le proporcionaron un traje de vaquero exactamente igual al que había soñado, lujosamente confeccionado, con estrechos chaparejos de cuero, una chaqueta con alamares de plata y un sombrero cargado de bordados metálicos. Admiró su imagen en el espejo, riéndose de sí mismo. Con don Fernando y el coronel, acompañados de una cuadrilla de vaqueros, cabalgó por el valle hasta las colinas orientales para inspeccionar vastos rebaños de ganado. Ovejas, cabras y cerdos, afortunadamente, quedaron para otro día, y se reunieron con María, doña Hortensia y su sobrina, Ysabel, que parecía la confidente de María, en el recodo del río, donde los atendieron unos sirvientes de la casa. El almuerzo fue formal, laborioso, con muchos platos y abundancia de vino tinto de Las Golondrinas para acompañar. Después del almuerzo se instalaron bajo la cambiante sombra de los árboles a los acordes de unas guitarras. Intentó encontrar algún tema para charlar con María mientras don Fernando y Kandinsky asentían con la cabeza en alguna conversación solemne que no alcanzaba a oír. Ysabel observaba el espacio que había entre él y María, y los dos hombres mayores también lanzaban frecuentes miradas en su dirección.

A última hora de la tarde volvió a cabalgar con los hombres hasta un desfiladero densamente arbolado en donde sacaron el precioso fusil belga de un funda forrada de piel de borrego y se lo ofrecieron como si fuera la Excalibur. Admiró como era debido la culata labrada y perfectamente barnizada, la cincelada recámara de acero, el cañón con sus destellos azulados y el alto punto de mira. Se apostó detrás de una peña, con los dos hombres mayores detrás en una posición algo más elevada, mientras unos empleados daban una batida por el fondo del desfiladero hacia ellos.

El ciervo apareció saltando con patas como pértigas, exhibiendo una alta y espléndida cornamenta. Era difícil que fallase. Su disparo alcanzó al animal justo detrás del hombro y murió instantáneamente, aunque siguió otros diez metros como un buque a toda vela enfilado hacia la costa.

—¡Bravo! —exclamó Kandinsky, aplaudiendo con sordas palmaditas.

Cutler tuvo la impresión de que había pasado un examen crucial y percibió buenos presagios.

—Un día iremos a cazar un tigre —anunció don Fernando, poniéndose en pie y estirándose—. Hay un tigre en las colinas que a veces se lleva una cabra y ya ha matado dos perros. Un día iremos a cazar ese jaguar, y usted pondrá fin a su vida con ese hermoso fusil, don Patricio.

En las cuadras Kandinsky se disculpó, y don Fernando condujo a Cutler a uno de los compartimientos. Un alto caballo castrado volvió hacia él un ojo inteligente. Como con tantas otras cosas de Las Golondrinas, era el caballo más hermoso que Cutler hubiera visto jamás: castaño claro, de cabeza pequeña, músculos rizados bajo el pelaje, que después de almohazado relucía como agua bajo el viento.

—Éste es Malcreado, el caballo que le había prometido —dijo don Fernando—. Es un animal de sangre árabe y entrenamiento mexicano. Le será muy útil.

—Es precioso —dijo Cutler, tartamudeando su agradecimiento, que don Femando desechó con un gesto.

El caballo lo observó serenamente. Era como si, uno a uno, fueran cayendo sobre él filamentos de una poderosa red.

* * *

Don Fernando y él volvieron a tomar jerez en la penumbra de la sala grande, con sus altos techos. Esta vez su anfitrión lo condujo a una butaca y se sentó frente a él a una mesa baja, sobre la cual había un tablero de ajedrez con incrustaciones de madera oscura y clara. Le ofreció un cigarro puro, que aceptó. Le dolían los hombros de la tensión mientras observaba el rostro desigual del anciano. El lado triste se volvió hacia él.

—Los jóvenes de Sonora, los jóvenes de México —empezó don Fernando—, no son como los de antes. Siguen muy influidos por los franceses que estuvieron aquí. Aquellos oficiales eran más dandis que soldados, ya me entiende. Adoptaban poses con sus preciosos uniformes, se pavoneaban, se enceraban el bigote. Muchos de nuestros jóvenes decidieron emularlos entonces, y lo siguen haciendo ahora. Llevan el pelo de cierta manera. La ropa también. Quizá lo haya notado usted en Guaymas. Hay una expresión, de que ése tiene «más maneras que hombría». No saben lo que es trabajar, esos individuos vacíos. Viven para los bailes. Van en carruajes y hablan con cierto acento francés, empleando mal algunas frases de esa lengua. ¡Hablan de París como si hubiesen nacido allí! Sus jóvenes deshonran a México. Mi propio hijo era de esa clase. Cuando expulsamos a los franceses, creí que todo aquello había acabado. Pero no ha sido así.

El anciano se inclinó rígidamente para sacudir la ceniza del puro en el cenicero que había junto a Cutler, y dio un sorbo a su copa.

—No puedo llorar la muerte de mi hijo porque lo desheredé cuando se convirtió en un mono de imitación de los franceses. ¿Entiende usted lo que estoy diciendo, don Patricio?

Sintió un sudor frío en la frente.

—Debo decirle que la madre de la que habló el general Yeager, que era judía, sólo era mi madre adoptiva.

—Tampoco yo soy enteramente judío —repuso don Fernando con una melancólica sonrisa—. Sólo quedan algunas gotas, han pasado muchos años… Pero es sangre de la que me siento orgulloso, como bien sabe usted.

»Lo que me preocupa, don Patricio, es que parece haber muy pocos jóvenes competentes en México. Ninguno que yo conozca. Ninguno que sea capaz de trabajar duramente, de mantener la debida amistad con peones y presidentes, necesaria para que una hacienda grande pueda subsistir y, si Dios quiere, prosperar. Que tenga coraje e inteligencia… ¡y suerte! ¡Suerte, don Patricio!

¿Le estaba ofreciendo alguna especie de puesto administrativo?

—Caballero, no poseo experiencia alguna en los asuntos que un hacendado debe tratar. Si se refiere a eso.

Don Fernando alzó la mano para interrumpirlo, con una expresión implacable en el lado paralizado.

—Le ruego que me disculpe, señor teniente, pero sí la tiene. El general Yeager ha hablado de usted en los términos más elogiosos. Y tampoco cuenta mucho la experiencia propiamente dicha. Cuando yo falte, un hombre competente debe ocuparse de todo esto… —Hizo un amplio gesto con la mano—. Un hombre enérgico que también sea una persona razonable. O todo se perderá. El patrón quizá tenga que luchar por Las Golondrinas, Patricio…, si puedo tutearte. Porque creo que en este trágico país pronto habrá una revolución. Creo que el hombre que busco es un militar.

Seguía sin entender. «Cuando yo falte», había dicho don Fernando.

El hacendado se recostó en la butaca, apartando con la mano el humo del puro que se alzaba frente a su rostro.

—Has dicho que Las Golondrinas te parecía hermosa, Patricio.

—La encuentro encantadora, don Fernando.

—Y qué dices de mi nieta. ¿También te parece hermosa?

Respiró hondo.

—Muy bella.

—¿Encantadora? —inquirió don Fernando, enarcando una ceja gris.

—Sí, desde luego; encantadora. —Vio cómo sus dedos se movían sobre los escaques del ajedrez para coger su copa, y luego soltarla y retirarse. Con mucho cuidado, añadió—: Estoy seguro de que a su nieta no le intereso en ese sentido, don Fernando.

—Sólo le interesa su primo, Pedro Carvajal.

—Lo he conocido, el cadete de marina.

—¡Juega a ser cadete! —exclamó el anciano con una agria ferocidad que le torció el gesto entero—. ¡Igual que juega a todo, ese perfumado! Como jugaría a ser esposo de María. ¡Igual que jugaría a ser patrón de Las Golondrinas! ¡Jamás será ninguna de esas cosas, por vida mía! Pero sí, le interesa el perfumado en ese sentido. No importa.

—Le importa a María.

—¡He dicho que no importa! En este país, en esta clase, uno no se casa por amor. Casarse por amor es pasar un año o dos en el lecho de la flor del cactus, y cuarenta años en las espinas. Te pregunto si estás dispuesto a hacerlo, Patricio.

Cutler se sorprendió de su persistente recelo al examinar aquel ofrecimiento, como si se tratara de alguna broma celestial en lugar de un regalo de proporciones asombrosas. Un soldado no disponía de muchas ocasiones de conocer a jóvenes casaderas, y menos uno que jamás había tenido acceso al mercado matrimonial de las hijas de oficiales en los bailes de West Point. Le ofrecían una bella joven de familia aristocrática, y otras muchas cosas además, un sueño al que no se había dado cuenta que aspiraba hasta que de pronto se hizo real, la lotería a la que ni siquiera sabía que jugaba.

—Sí —contestó.

Don Fernando se puso en pie. Cutler se puso en pie. Se abrazaron. El cuerpo del anciano era un armazón de cálidas astillas. En silencio, el hacendado se dio la vuelta para coger de nuevo la botella forrada de cuero y rellenar las copas. Cutler vio que las lágrimas le nublaban la vista.

—¡Salud, hijo mío!

Salud, don Fernando.

—¡Por los herederos de Las Golondrinas!

Bebieron en silencio. Ahora Cutler se sintió al borde del pánico. ¡Aquello iba demasiado deprisa!

—Ha estado muy consentida —dijo don Fernando—. Tú harás de ella una auténtica mujer. La esposa de un soldado, viviendo en circunstancias incómodas, en peligro, a veces. ¡Creo que su sangre despertará en ella! Luego, al cabo de dos o tres años, volveréis. Con el niño. Creo que me quedará ese tiempo.

—Dentro de dos años las guerras contra los apaches habrán acabado —observó Cutler. Era como si la mano del general Yeager lo hubiera contenido hasta ese momento.

—Como esposa de oficial, María aprenderá a ser una mujer, y no esta niña mohína, aficionada a los bailes. Esposa y madre.

Cutler preguntó cuándo se celebraría la boda.

—¡De inmediato!

Volvieron a alzar las copas.

—Es muy bella, don Fernando —dijo con voz pastosa.

La blanca cabeza asintió espasmódicamente.

—La llevarás a Estados Unidos durante dos o tres años. Pero Patricio, si yo empiezo a flaquear… si resulta evidente que… ¿entiendes? Entonces debes venir antes. ¿Me puedes prometer eso?

Se lo prometió.

Y así, la boda se organizó para dentro de tres semanas, y después volvería a Fort McLain con su esposa. Cuando le informaron de los planes, María no salió de sus aposentos en dos días. Entonces, con los ojos hinchados y la cara enrojecida, comunicó a Cutler que sería su esposa.

Las Golondrinas se superó a sí misma en el esplendor de los festejos de boda: carruajes y jinetes que venían del norte y el oeste; bellas mujeres y hombres bien parecidos, con un estilo que Cutler no había visto fuera de San Francisco; cuarenta y ocho horas de beber y celebrar, de bailar, cazar y jugar al billar, su abuelo político revelando ahora su destreza. La novia estaba preciosa con su vestido blanco de encaje y la mantilla, tan impecable como su reputación, con sus ojos húmedos y enrojecidos, su compasión por sí misma.

En la noche de bodas hubo un turbado y piadoso fracaso en el lecho nupcial, por el cual llegó a sospechar que María no era virgen.

* * *

Desde Tucson se dirigieron hacia el este en una ambulancia del ejército, Cutler, su mujer, y la acompañante de su mujer, Ysabel, con un corpulento cabo de conductor, cuatro mulas, y el precioso castrado Malcreado, regalo de su abuelo político. Cutler fue cabalgando junto a la ambulancia a través de llanuras de cactus y desfiladeros rocosos donde una vez podrían haber acechado indios hostiles. Ya no había peligro, porque el general Yeager, el gran pacificador, había «concentrado» a los apaches en reservas, sobre todo en San Marcos y Fort Apache, a los nahuaques y el Pueblo de la Franja Colorada en Bosque Alto.

La ambulancia chirriaba a lo largo de la hollada pista que serpenteaba entre peñascos y pitahayas. Las cortinas laterales de lona iban enrolladas, y a través del polvo su mujer e Ysabel lo observaban desde sus duros asientos de madera, apartadas contra su voluntad de las comodidades de Las Golondrinas y traídas a aquel territorio áspero, difícil y peligroso. Ysabel lo fulminaba con la mirada. María ostentaba una expresión de sufrido reproche, y con frecuencia se llevaba un empapado pañuelo a los ojos. Sus lágrimas, sabía él, eran por la pérdida de Pedrito más que por su alejamiento de la hacienda.

Su desgracia le había conmovido al principio, pero ahora le irritaba, aunque estaba seguro de que con el tiempo se ganaría el afecto de su mujer. Tenía la sospecha de que de nuevo lo había manipulado un hombre mayor y más astuto, pero la contrapartida seguía siendo fastuosa.

El capitán Robinson le había enviado un telegrama en nombre del general, dándole la enhorabuena y concediéndole el permiso que había solicitado. Cutler llevaba la promesa de don Fernando de que hablaría con el presidente de México sobre el asunto de la persecución transfronteriza, aunque no sobre el de las mujeres y niños apaches capturados.

Cuando se estrechó el camino y se vio obligado a conducir a Malcreado más cerca de la ambulancia, María, alzando la voz, le dijo:

—Por favor, señor, dígame otra vez qué clase de alojamiento se nos asignará en el fuerte.

—El teniente Olin, de quien soy superior jerárquico, y su mujer tendrán que desalojar sus aposentos. Ocuparán los del teniente Tupper y su mujer. —Tales eran las ventajas del rango en el ejército—. Dispondremos de dos habitaciones con escorpiones en las paredes, una cocina y un cuarto adyacente donde dormirá Ysabel. Excusados al otro lado del callejón. Nos levantaremos todos antes del amanecer con el toque de diana, y nos servirán el desayuno a toda prisa. Se nos asignará un cabo como sirviente…, a quien suele llamarse «ordenanza». Será muy mal cocinero, Ysabel tendrá que enseñarle.

María alzó hacia él la cabeza con ojos enrojecidos y devotos, los de Ysabel estaban llenos de odio. La parte incompatible de su mujer se había personificado en su acompañante, a quien Cutler detestaba sin paliativos.

—¡Pero me ha prometido que habrá bailes, señor! —dijo María.

—Sí, sí, la banda toca, y algunos hombres tocan el banjo y el birimbao. —Decidió no hablar más de aquellos tediosos asuntos.

—Creo que nos pinta muy mal esa vida por motivos difíciles de imaginar, don Patricio —dijo Ysabel. Tenía un perfil de bruja, la nariz y el mentón atrayéndose mutuamente.

—Ya verá como no exagero, señorita.

Pese a la transpiración que relucía en su pálido rostro, María se envolvió más estrechamente en la capa. A medida que el matrimonio seguía sin consumarse, sus pensamientos volvían cada vez más a Lily Maginnis. Trató de quitárselos de la cabeza.

—En Madison hay gente que le parecerá simpática —dijo a María—. El abogado, su mujer, el médico…, le caerán bien, y ellos le caerán bien a usted.

—La mujer del abogado… ¿es guapa?

—Sí, lo es —dijo, con una inclinación y una sonrisa tan falsa que parecía pintada—. Pero no es joven y guapa, señora.

Picó espuelas para ponerse a la altura del conductor, retrepado en su asiento con una bota apoyada en el freno.

—¡Sí, señor! —dijo el cabo, con un descuidado saludo.

—¿Qué le parece, cabo? ¿Mañana a mediodía?

—Al anochecer lo más probable, señor. Tiramos de un montón de peso.

Era cierto, porque María se había traído cuatro baúles en previsión de los grandes bailes de Fort McLain y Madison. Cuando volvió a informar de los cálculos del conductor sobre su llegada, ella le dijo, alzando la voz:

—¡Pero Ysabel tampoco sabe guisar, señor! —Era un grito de dolor.

—Su abuelo desea —repuso él, inclinándose hacia ella en la silla— que conozca usted otra clase de vida, distinta a la de la hacienda y los bailes de Guaymas y Hermosillo. Dentro de un par de años volveremos a Las Golondrinas. ¡No es para siempre!

* * *

Cutler había conocido al coronel Dougal jugando al póquer en casa de Ran Boland. El coronel procuraba no arriesgarse mucho. Apostaba poco a menos que tuviera triunfos en la mano, y con prudencia incluso entonces. Cutler no podía menos de equiparar su capacidad militar con su comportamiento con las cartas. Era bien sabido que adquirió el rango de coronel del Décimo Tercero gracias al afortunado matrimonio de su hermana. Cutler comprendía la ira que suscitaba a Dougal su abandono de la compañía masculina de las partidas de póquer de Boland por la femenina y prohibida de las veladas de Lily. Era una cuestión de lealtades básicas, y el coronel Dougal era un hombre de lealtades básicas. También comprendía el antagonismo del coronel con el Comandante de Hierro, la aversión del incompetente tímido por el incompetente temerario.

Soltero por el hecho de que su mujer residía en Washington, y ocupante del Alojamiento de Oficiales n.° 1 —la única residencia con tejado de listones, aislada de la lluvia y preparada para el mal tiempo—, el coronel decidió recibir al teniente y a la señora Cutler en su despacho. Se mostró bastante cortés con aquella incorporación a la sociedad femenina de Fort McLain. Cuando María extendió la mano para que se la besara, sin embargo, o bien no entendió el gesto, o bien la mano de una mexicana jamás debía tocar unos labios escoceses. María, sin duda con su propio bagaje de prejuicios, pareció no darse cuenta de los del coronel. Probablemente achacó el descuido a la simple y bárbara ignorancia de los buenos modales.

Dougal siempre adoptaba una posición erguida en presencia de las damas, hombros derechos, un pie adelantado, la mano derecha remetida entre los botones de la guerrera y la izquierda a la espalda.

—¡Sus aposentos están dispuestos, señora! —informó con el estridente tratamiento necesario para comunicarse con las personas que no hablaban inglés. A Cutler le dijo—: Los Olin se han mudado. ¡Le he asignado un ordenanza, el cabo Brent, un buen hombre!

—Gracias, señor.

—Vaya, vaya, Cutler, otra expedición a México, ¿eh? —Guiñó un ojo—. ¡Y se ha traído este precioso rehén!

—Sí, señor.

—Me interesaría mucho escuchar los detalles de esta incursión, desde luego. A menos que haya jurado secreto al general Yeager, ¡ja, ja!

Cuando se marcharon, María le ofreció nuevamente la mano. Esta vez Dougal se inclinó sobre ella. Incorporándose, con la cara roja, afirmó en tono estridente:

—¡Encantado de conocerla, señora! ¡Espero que sea feliz en esta compañía! —Y añadió, volviéndose hacia Cutler—: Estoy seguro de que las damas irán pronto a visitarla. La señora Reilly habla un poco de mexicano, según creo.

—¿Qué ha dicho, Patricio? —musitó María, cuando bajaron ruidosamente los huecos escalones de la entrada.

—Ha dicho que eres bienvenida y espera que seas muy feliz.

—Es un hombre simpático —comentó María.

El Alojamiento de Oficiales Casados n.° 5 disponía de un salón con chimenea de rincón, al estilo mexicano. Los Olin habían cubierto el techo con una muselina cruda que estaba bastante sucia y salpicada de marcas parduzcas. En el áspero suelo de madera de pino también se veían manchas marrones. Habían forrado las paredes con papeles de periódico como protección contra el frío del invierno, que luego habían pintado con gruesas capas de cal. A través de una puerta se pasaba al dormitorio contiguo, que contenía el rudimentario armazón de una cama; pasando otra puerta se encontraba el comedor, con tres sillas y una mesa de madera sin pintar. Más allá estaba la cocina.

María permaneció de pie en el salón, mirándolo todo. La cara le relucía de sudor, las manos enguantadas en mitones blancos fuertemente apretadas contra el pecho.

—Sencillamente horroroso —declaró Ysabel con satisfacción—. Simplemente es imposible.

Cutler, deambulando de una habitación a otra con los brazos cruzados, intentaba contemplar aquella casucha con los ojos de María, y estaba de acuerdo con que era una imposibilidad. Tampoco comprendía cómo viviendo allí iba a convertir a María en una auténtica mujer. «Una esplendorosa miseria», había dicho la mujer de un general sobre la vida de los oficiales subalternos. Él mismo nunca había visto esplendor en el ejército, salvo de vez en cuando un uniforme de gala en algún espejo empañado.

María no recibió visitas de las mujeres de los demás oficiales, de modo que Cutler seguía sometido al régimen del Silencio. Rose Reilly acudió con prisas y un ramo de sus preciosas rosas para envolver a María con su simpatía y ofrecerle ropa de cama, cristalería, porcelana y cubertería. Bernie Reilly llevó una botella de buen vino de Cucamonga. María y Rose charlaron y no se entendieron bien mientras Cutler y Bernie chasqueaban los labios bebiendo el vino, e Ysabel permanecía sentada nada más pasar la puerta del comedor, observando con desaprobación la pequeña fiesta.

—¿Aún silenciado, Pat? —preguntó Bernie.

—Evidentemente.

—Preciosa chica, Pat —observó Bernie, mirando a María con los ojos entornados—. Muy guapa. Y aristócrata, según me ha dicho Rosie. —Y se despidió diciendo—: ¡Esta incorporación incrementará los atractivos del puesto, Pat!

María se animó un poco con la visita. En la cocina, el cabo Brent, que había fregado algunos cacharros, preparaba slumgullion. Cutler observó que la desaprobación universal de Ysabel no incluía al ordenanza, alto y de ojos azules, rubio, peinado con una raya justo en mitad de la cabeza.

Aquella noche, en la cama llena de bultos, intentó de nuevo hacer el amor conyugal a su bella y aristocrática esposa mexicana. Ella no le musitó ternezas al oído, sino avemarias, y él tropezó con la mano con que se santiguaba. Desistió, enojado. La encantadora coquette, que en Guaymas le había roto un huevo de confeti en la cabeza, se había convertido en aquella llorosa criatura. El heredero de Las Golondrinas aún tendría que esperar para empezar su existencia.

Al día siguiente pasó a ver a los hoyas a su ranchería, detrás de los establos. Se alegraron de verlo, congregándose a su alrededor y sonriendo complacidos. Tendió las dos latas de peras que había traído a Jim-jim, que las abrió hábilmente. Se pusieron en cuclillas con las conservas en medio y fueron sacando las nacaradas y dulces peras, cortadas por la mitad.

—¡Bueno! —exclamó Kills-a-Bear, con el jugo chorreándole por la barbilla.

Nochte tenía la pierna bastante bien. Podía caminar cojeando sin ayuda de la muleta, aunque estar en cuclillas en torno a las latas le resultaba doloroso, de modo que se retiró para apoyarse en la cerca. Benny Dee y Chockaway hablaron rápidamente en apache, Chockaway riendo tontamente sin parar. Nantan Bigotes estaba formando exploradores sierraverdes en Bosque Alto, le dijo Nochte.

—¡Muchos! —dijo Tazzi—. ¡No bueno! ¡Hoya bueno, no muchos! —Los fue señalando uno por uno, riendo y dándose palmadas en los muslos.

—¿Se encuentra Caballito a gusto en Bosque Alto? —preguntó Cutler a Nochte.

—Creo que todo va bien, Nantan Tata —repuso Nochte. Llevaba su sombrero nuevo con las cintas colgando sobre el hombro, y le dio unas palmaditas mientras esbozaba su tenue sonrisa para mostrar a Cutler que apreciaba el regalo.

—¡Buena pera! —exclamó Tazzi, con la voz estentórea que también empleaba cuando se dirigía a quienes no hablaban su lengua.

Con la ayuda de Rose Reilly, el Alojamiento n.° 5 adquirió cierto orden, aunque Cutler sospechaba que su afecto por María se debía al desagrado que le inspiraba Lily Maginnis. Al fresco del atardecer María se sentaba en el porche, a la sombra de los cactus filiformes que crecían entre toscas celosías, esperando a su marido. Había llegado a apreciar los toques de corneta, y uno de los primeros momentos agradables que pasó con ella fue cuando le enseñó a diferenciarlos. Supuso que era un gesto de conciliación cuando le dijo que si no hubiera accedido a casarse con él, su abuelo la habría obligado a contraer matrimonio con el coronel Kandinsky, que era viejo.

El cabo Brent era un apuesto y erguido joven de Ohio, que ya había servido de ordenanza, y apreciaba el hecho de tener de nuevo aquel cómodo destino. Era un cocinero de recursos, especialmente orgulloso de su ragú de pavo. Cutler le felicitó por su labor, cuando cenaba con María en el pequeño comedor, con Ysabel manteniendo su posición justo a la entrada, donde hacía punto. A Cutler le hizo gracia descubrir que tejía ropa de niño. Ysabel se había convertido en una aliada. La miseria, si bien no esplendorosa aún, parecía haber adquirido cierto brillo.

* * *

El primer jueves que llevó a María a Madison se sintió muy complacido por el recibimiento que dispensaron a su mujer en casa de Lily. La propia Lily estuvo de lo más cortés, y Frank se mostró hospitalario en su bienvenida. Estaban presentes Martin Turnbull, el médico, Tom Fletcher y los esbirros de Turnbull, Joe Peake y el menudo pistolero, Johnny Angell. Penn McFall llegó tarde, con su alboroto habitual.

A Cutler no le caía bien el viejo ganadero, pedante y pagado de sí mismo, larguirucho, inquieto y artrítico, de miembros flojos, como si se le hubieran desprendido las articulaciones tras largos años de cabalgar en un poni entre las reses. La velada tuvo un carácter comedido, como si Lily hubiera advertido a todo el mundo que prestara atención a la presencia de la reciente esposa de Cutler, y al parecer McFall se sintió responsable del entretenimiento, porque se embarcó en una larga historia de cómo había llegado a Nuevo México. Deambulando de un lado a otro de la sala, con la cintura doblada en su artrítica postura, gesticulando con sus nudosas y grisáceas manos, describió la conducción del ganado desde Texas; la confrontación con el viejo Pie Roto, jefe de los apaches nahuaques y padre del actual jefe; la tormenta de rayos que había asustado al ganado, y la granizada con pedruscos como ladrillos que causó una estampida; el cruce del desbordado río Pecos; la deserción de la mitad de sus vaqueros; la muerte de su hermano, de apendicitis. Contó cómo eligió el sitio donde enclavar el rancho, y la construcción de la casa, la Citadel; su desafío al banquero de El Paso que había intentado denegarle el préstamo; sus litigios con los mexicanos, convencidos de que seguían poseyendo la tierra desde los tiempos anteriores a la venta de la Mesilla[9]; su batalla con la banda de Davey Stovall, y sus continuos encontronazos con los ladrones de ganado.

A medida que la historia progresaba, su voz grave y resonante iba adquiriendo el ritmo de un Homero de campamento. Y en la sala iluminada por la lámpara, con la gran sombra del ranchero acechando y gesticulando en las paredes, Cutler observó cómo imitaba Johnny Angell los ampulosos ademanes de McFall, que, con las manos alzadas, ilustraba aquella terrible tormenta de granizo, o se inclinaba con ternura para atender al hermano agonizante al tiempo que expresaba su dolor, sacando pecho y alzando la barbilla para enfrentarse al incumplidor banquero, a los nahuaques, a los hidalgos, la mano abierta rozando la culata del revólver en respuesta a los cuatreros. Los gestos eran contenidos y breves, sin exagerar, como reflejados en un espejo cóncavo, y a medida que la narración proseguía, la mímica fue haciéndose más amplia, aunque nunca burlona. El atractivo rostro de Johnny, con el mechón sobre la frente manifestaba una concentración absoluta, y, a medida que la profunda voz de McFall se hacía más grave y resonaba el pulso de la acción, la mímica cobraba gracia, asemejándose a alguna danza oriental. Cutler pensó que contemplaba no uno, sino dos preciosos números de arte de la frontera. Miró en torno para ver si alguien más contemplaba la imitación en vez de la representación en sí. Frank, no, concentrado en McFall, ni Tom Fletcher ni William Prim; pero Joe Peake sonreía de oreja a oreja, Lily parecía tener el labio superior pegado a los dientes, y Martin Turnbull le lanzó una mirada poniendo los ojos en blanco. María apoyaba la mano en su brazo, y de cuando en cuando le daba un apretón significativo. El propio McFall, sin embargo, no se dio cuenta del espectáculo secundario, mientras Johnny, como ajeno a su público con la cabeza ladeada y una circunspecta expresión en el rostro, en ningún momento llegó a esbozar una sonrisa.

Cuando acabó el espectáculo, la gruesa Berta sirvió la cena, y después Lily tocó a Liszt. Durante un interludio, Cutler alcanzó a oír unas palabras que Frank y Martin Turnbull cruzaban sobre una acción judicial.

—No pueden reclamar ese rebaño —dijo Turnbull con irritación en la voz.

—Se han procurado un mandamiento de embargo, Martin. Por supuesto, yo me opondré a sus acciones a medida que las vaya percibiendo, pero sería conveniente no subestimar ni su determinación ni su capacidad de crear problemas.

—No tengo paciencia para esas maniobras —confesó Turnbull. Hizo una mueca y se encogió de hombros, como sacudiéndose algo de encima.

—Debes ser paciente. Esto no es Inglaterra.

—Frank lleva teniendo tratos con ellos mucho más tiempo que tú, Martin —dijo el doctor Prim, que también había estado escuchando.

—Sí, sí —dijo Turnbull, alzando expectante el rostro cuando Lily empezaba a tocar de nuevo.

María guardaba silencio mientras la calesa volvía balanceándose hacia el fuerte bajo un alto gajo de luna, como asimilando lo visto y oído aquella noche.

—¿El hombre alto es un hacendado? —preguntó.

—Es el que más ganado posee en esta parte del territorio. Aquí no hay haciendas tal como tú las conoces.

—Habla mucho. El otro me cae mejor, don Martin.

—A todo el mundo le cae bien don Martin.

—La mujer del abogado es guapa, pero como tú dijiste, Patricio, ya no es joven.

—Sí.

—Toca muy bien el piano, pero hay muchos que prefieren que toques tú, porque pueden cantar.

—Bueno, pues eso es lo que hacemos en la casa de la mujer del abogado. Tocamos el piano, y a veces cantamos. Hablamos mucho. Unas veces sólo de chismes, y otras hay buena conversación. Todo el mundo admira a Lily Maginnis, y ahora a todo el mundo le cae bien don Martin.

—Me ha gustado ese bajito tan atractivo, con el pelo rubio que le cae sobre la frente. —Hizo un gesto con la mano.

—El pistolero —dijo en inglés.

—¿Cómo?

—El pistolero de don Martin.

—Ése. Tiene mucha gracia.

Se retrepó en el asiento de la calesa con aire satisfecho, envolviéndose aún más en la capa, con la mano rozando accidentalmente la suya mientras lo hacía. Había estado compitiendo toda la velada con Lily Maginnis, sin manifestarlo, y debía saber, pensó Cutler, que había salido bastante bien parada. ¿Y no lo habría hecho para ganarse la admiración de su marido?

—Dime, Patricio, ¿qué es esa guerra de la que hablaban? ¿Es de los indios de quienes hay que tener miedo?

—Esa guerra es de paisanos que luchan entre sí. Los indios están todos en la reserva.

—Pero ¿quiénes son los que combaten, si me lo puedes decir?

—Los que has conocido esta noche contra otros. Esos otros tienen un establecimiento desde el que llevan mucho tiempo engañando a soldados y prestando dinero a granjeros y estafándolos también. Don Martin y el abogado van a abrir otra tienda. Se piensa que sus enemigos lucharán contra eso.

—Siempre es el dinero la causa de la guerra, dice mi abuelo —observó ella remilgadamente.

—Esta noche me he sentido muy orgulloso de ti —declaró Cutler—. Estabas muy guapa. Los hombres sólo tenían ojos para ti.

—Ah, qué tontería, Patricio —repuso ella, ajustándose la capa. De nuevo le rozó con la mano, esta vez de forma no tan accidental. Él se la apretó entre la suya.

—Creo que tu abuelo espera noticias del niño —aventuró él.

—Sí, me ha escrito, Patricio —dijo ella, sin retirar la mano.