Cutler, Percy Robinson y el general Yeager, los tres con ropa de paisano, bajaron del vagón de los Ferrocarriles de México en la ciudad de Chihuahua para encontrarse con un frío viento del norte. El general estaba cumpliendo la promesa de Cutler a Caballito con pocas esperanzas de éxito. Era más optimista en cuanto a convencer a las autoridades mexicanas de la necesidad de colaboración en materia de persecución transfronteriza. En la estación tuvieron la sensación de que los vigilaban, gente que merodeaba con el sarape hasta los ojos, mexicanos espiando a espías norteamericanos. Se instalaron en el hotel de la estación, el general Yeager en una habitación grande, sus ayudantes en otra contigua, más pequeña. Tomaron unos brandies en el bar antes de salir a dar una vuelta por la plaza mayor.
—Tu dominio de esta lengua tan rápidamente hablada, resulta muy útil, Pat —dijo Yeager. Llevaba el sombrero de lana calado hasta las orejas, el cuello del abrigo subido—. Claro que en caso necesario puedo hacerme entender, pero un intérprete resulta más adecuado para mi cargo.
—Lo aprendiste en San Francisco, ¿verdad? —preguntó Robinson.
—Con unas hermanas mexicanas —contestó Cutler—. Y de vez en cuando también con un proxeneta chileno que quizá estuviera casado con una de ellas. Él me enseñó palabrotas y me pegó un acento horroroso.
—¡Qué buena experiencia para un joven! —observó el general en tono jocoso—. Crecer rodeado de pulcritud femenina. En teoría eso debe formar espléndidamente el espíritu. Dime, Pat, ¿estaban sus favores al alcance de un joven criado en su entorno?
—Sí —contestó él, y, consciente de un lascivo interés, tuvo a bien no decir más.
—Ah, yo creía que Mme. Bellefleur regentaba un establecimiento muy puritano —dijo el general, que volviéndose hacia Robinson añadió—: Pat y yo tenemos algo en común: conocimos a una mujer sin igual en su género. Una mujer llena de sorpresas e imaginación, que marcaba estilo, centro de atención en cualquier estancia en la que entraba, tema de conversación en el hogar de las más altas esferas de la sociedad. Cómo encandiló los afectos de un joven teniente de Presidio. «Jamás declaró su amor, sino lo dejó oculto, como el gusano en el capullo…»[6] —Suspiró dramáticamente, dejando de recitar.
—Qué circunspección la suya, general, al no mencionar a esa dama en sus memorias —observó Percy Robinson.
—Ah, algunos asuntos son demasiado tiernos para transmitirlos a cualquier tontaina que disponga de un dólar para comprar un libro. Además, la muchacha ha muerto. «La muerte la cubre como escarcha intempestiva»[7], ¿eh Pat? —dijo, y soltó una carcajada.
Cutler lo maldijo entre dientes. Pero sabía que Yeager no había tomado aquella muerte a la ligera, con su amarga insistencia en «pasando estrecheces» y «asquerosa enfermedad». Él también había llorado aquella noche, tras mantener una rígida compostura en presencia del general, pero Yeager había expresado a su manera su propio dolor.
Doblaron una esquina y entraron en la plaza, dejando por un momento de tener el viento de frente. Allí, los edificios eran redondeados y tenían cornisas de piedra labrada, con efigies del Redentor y los Apóstoles en hornacinas practicadas en las fachadas de la catedral. Al cruzar la plaza, el viento los azotó con violencia. Cutler observó que los extremos de las vigas sobre los pórticos estaban decorados con extrañas excrecencias negras que oscilaban al viento como plantas marinas. Comprendió lo que eran justo cuando Robinson dijo:
—Esos objetos…
—Cabelleras —dijo el general con voz rotunda.
—¡Santo Dios! —exclamó Robinson. Las contó, subiendo y bajando el dedo índice, hasta que al fin dijo—: Ciento setenta.
Cutler había contado ciento sesenta y ocho. Antes, lo de la caza de cabelleras había sido una repugnante abstracción. Ahora se sintió enfermo de ira.
—La recompensa es de cien pesos —informó el general.
—A cien dólares la pieza…, aquí tenemos unos diecisiete mil dólares —calculó Robinson.
—Ésas deben llevar un tiempo ahí —comentó el general con su voz rotunda—. Van retirando las viejas a medida que aparecen otras nuevas.
—Qué carnicería —dijo Cutler, con voz tan pastosa que ni él mismo entendió lo que acababa de decir. Se quedó con los hombros encogidos y los puños enérgicamente metidos en los bolsillos del pantalón, observando cómo Robinson arrostraba el viento mientras cruzaba la plaza para examinar de cerca las cabelleras.
—Es recomendable una actitud de fría ironía —dijo el general—. Esta gente lleva generaciones sufriendo atrocidades a manos de los apaches. Si en nuestro país los ánimos están caldeados, aquí lo están aún más.
—Indeh —dijo Cutler.
—Los muertos. Sí.
Robinson volvió diciendo que varias cabelleras que había examinado estaban tan curtidas como la piel de sus botas. Al fin y al cabo, Caballito había dicho que sólo había perdido dos guerreros, aparte de las mujeres y niños de Cump-ten-ae.
Caminaron frente a la catedral, apresurando el paso por el viento a su espalda.
—No veo ninguna perspectiva para esta misión que me has legado, Pat —dijo el general—. Estaremos hablando de centenares de pesos por prisionero, si es que los cautivos valen efectivamente más que las cabelleras que se les podrían arrancar.
* * *
Uniformados, se reunieron con el gobernador y su secretario en la sala de baldosas verdes del palacio, frente a un patio lleno de plantas. Don Victoriano Molino era un hombre pulcramente afeitado, con muelas de oro que destellaban en las comisuras de su boca cuando sonreía. Estaba orgulloso de su inglés, pero dejaba que su secretario se ocupara de la traducción. Hubo calurosos apretones de mano, salutaciones, lugares comunes. Cutler sintió que le faltaba la respiración al ver que aparecía un joven por el patio, caminando hacia ellos con aire despreocupado, con un uniforme verde y altas botas negras, su rostro macilento adornado con un bigote que parecía pegado al labio.
—¡Mi sobrino, señores! ¡El coronel Pascual Molino!
De nuevo hubo apretones de mano. Al encontrarse con la indiferente mirada del joven coronel, Cutler pensó que no lo había reconocido. Dio las gracias por tener un aspecto poco memorable. A Sam Bunch, el de los bigotes rubios, no sería tan fácil olvidarlo.
El secretario fue colocando sillas altas de respaldo recto hasta que todos estuvieron sentados a satisfacción del gobernador, que entonces dijo:
—Señor general, es conveniente que nos reunamos aquí para hablar de Caballito, ese diablo apache al que una vez más han confinado en la…, ¿cómo se dice en inglés?
—… ¡En la reserva, señor gobernador! —contestó el secretario.
—En la reserva de Estados Unidos —prosiguió el gobernador, con un destello en los dientes—. De la cual, sin duda, volverá a escaparse, para causar la muerte y la destrucción en México como ya ha hecho en dos ocasiones.
—Confiamos en que permanezca en la reserva para siempre, gobernador —repuso el general, mientras Robinson garabateaba en su cuaderno de notas.
El coronel dijo en español, con Cutler traduciendo:
—No teman, señores. Si Caballito vuelve a Chihuahua, acabaremos con él.
—Diles esto —dijo Yeager—. Caballito es consciente de que debe permanecer en la reserva. Si vuelve a huir, la tribu sierraverde será aniquilada, a manos de mis tropas o las del coronel —concluyó, inclinándose hacia el sobrino.
—Señores —intervino el coronel—, recibiré con agrado la siguiente visita de Caballito a Chihuahua, porque la próxima vez lo mataré. No les quepa la menor duda.
—Caballito ha prometido —repuso Yeager, yendo al grano— volver a la reserva y permanecer allí si las mujeres y niños de su tribu que fueron capturados, son devueltos a su pueblo.
Los mexicanos conferenciaron, frunciendo el ceño, sacudiendo la cabeza. El gobernador dijo:
—Pero señores, esos indios no desean volver con su pueblo. Los han acogido buenas familias mexicanas, que los tratan bien. Tienen suficiente comida. Nadie los persigue, se convertirán en personas sensatas. Los niños reciben una educación. Se vuelven religiosos. Es mucho mejor para ellos. Les aseguro, señores, que no hay ninguno, ni uno solo, que quiera volver a su antigua vida.
—Entenderá, señor gobernador, que se ha hecho una promesa a Caballito.
—¡Ah, una promesa hecha a un salvaje! —exclamó el gobernador, con un brillo de oro.
—Les diré una cosa, señores —terció el coronel en español, inclinándose hacia delante en la silla—. Si esos salvajes vuelven a México les daremos la bienvenida. ¡Los recibiremos con los brazos abiertos!
—¿Sería posible —preguntó Yeager— hablar con algunos de esos cautivos, para ver lo que piensan sobre volver a Estados Unidos?
Otra conferencia, aunque Cutler estaba seguro de que contestarían que era imposible.
—Imposible, mi general —afirmó el secretario—. Esos indios, comprende usted, no hablan inglés ni español. No tendría sentido.
—¿Sería posible —dijo Cutler de pronto— volver a comprar a alguno de esos cautivos, señor gobernador?
Captó el estremecimiento de Robinson, sentado junto a él, y el destello de cólera en la mirada del general. El gobernador puso mala cara.
—Pero señor teniente, por supuesto que no están en venta. Se ha entregado a esas mujeres y a sus hijos a buenas familias católicas que pueden permitirse el hecho de acogerlos y tratarlos mejor de lo que se merecen. Nosotros sólo les decimos que «saquen el diablo» del cuerpo a esos desgraciados. La esclavitud es contraria a las leyes de México mucho antes de que se prohibiera en su país, señor.
—Es bien sabido que, en Nuevo México, y no hace tanto tiempo, era costumbre comprar niños apaches a hombres que se ganaban la vida capturándolos, como animales salvajes. Era una práctica común y corriente.
—Ah, en tiempos, quizá, pero hace muchísimos años…
El coronel se inclinó hacia delante de nuevo para interrumpir en rápido español:
—¡Pero son animales, teniente! Cabría decir que un animal de ésos, joven y bonito, valdría unos seiscientos pesos. Uno feo, menos, y otro de más edad, mucho menos. Los cachorros, a veces la mitad, cuando saben hacer gracias. —Sus ojos llamearon súbitamente al mirar a Cutler, y sus rasgos parecieron estirarse sobre los pómulos. El coronel Molino le reconocía perfectamente. El rostro de calavera prosiguió—: Entienda, caballero, que a los machos los matamos sin vacilar. Porque todos son animales. Los matamos a todos, a ellos y a quienes les prestan ayuda. Ésos harían bien en no visitar Chihuahua. ¿Me entiende, teniente?
—Sí, entiendo que son animales en todos los países, señor coronel —contestó Cutler.
El jefe de los esepés se recostó en su asiento, sonriendo tenuemente, con los rígidos huesos de la calavera revistiéndose nuevamente de carne. Su tío y el secretario, asombrados, se quedaron mirándolos a Cutler y a él.
El general se apresuró a mencionar el asunto de la persecución transfronteriza de los sierraverdes o cualquier otra tribu en caso de que escaparan de la reserva y se adentraran en México. Tales incursiones temporales ya se habían permitido en el pasado con arreglo a ciertas normas.
El gobernador y el secretario sacudieron la cabeza y extendieron los brazos en ademán de impotencia. Tal cosa era contraria a las leyes de México, aunque tal vez el general Ordaz, en Guaymas, podría dictar alguna disposición… Cutler vio que Yeager se daba por vencido, relajándose en su alta silla con una sonrisa tolerante.
—No hay necesidad de esa persecución a la que aluden, caballeros —afirmó el coronel Pascual Molino, cuyas palabras traducía Cutler—. No hace falta que vengan gringos a México a perseguir apaches. —Se dio unos golpecitos en el pecho con la punta de los dedos y concluyó—: México se ocupará de sus propios enemigos.
Todos se pusieron en pie, estrechándose la mano, haciendo reverencias, expresando un halagüeño placer ante los avances que, en materia de entendimiento mutuo, resultaban de aquella reunión entre caballeros de naciones amigas. Los oficiales norteamericanos disfrutarían del magnífico paisaje que ofrecía la línea del ferrocarril hasta Guaymas…
* * *
—¡Me traes aquí —dijo el general Yeager— por esa promesa a Caballito que calificas de absolutamente necesaria, y luego lo echas todo a perder delante de mí! ¡Por supuesto que no admitirán que venden a los cautivos por buen dinero!
—El coronel lo ha reconocido —replicó él.
—¿A qué venía esa diatriba que te ha soltado, Pat? —preguntó Robinson.
—El coronel quería hacerme saber que me había reconocido y que me fusilará en caso de que vuelva a atraparme aquí en las circunstancias adecuadas.
—Y tú has respondido con un insulto descarado —dijo Yeager con frialdad. Inclinándose hacia Cutler con un desdeñoso bufido, prosiguió—: Me dejarás a mí llevar las negociaciones para las que me has hecho venir, ¿entiendes? ¡No permitiré que los traductores interfieran en las negociaciones!
—¿Y si no qué hará, mandar que me fusilen? —inquirió Cutler. Impávido, el general se irguió; Robinson lo miró con ojos desorbitados. Recobrando la compostura, si no con fría ironía, Cutler se disculpó—: Lo siento, señor.
—Creo que he sido objeto de esa impertinencia de la que se quejan tus superiores —observó el general—. El último, el coronel Dougal. No volveré a tolerarlo, Pat.
—Sí, señor —dijo él.
—Cuando diga «Sí, señor», póngase firmes, teniente.
Se puso firmes y repitió: Sí, señor.
Estaban en la habitación del general, Robinson sentado frente al escritorio. Pisando fuerte, el general cruzó la habitación y se echó en la cama, apoyando las botas en el pie de hierro forjado.
—No anote ese pequeño intercambio de palabras, Robinson. Lo dejaremos pasar. ¿Ya tiene la charla con el gobernador y su sobrino?
—Con ayuda de Pat, sí, señor.
—«La belleza es verdad y la verdad belleza».[8] Y ninguna de las dos cosas debe dejarse al albur de la memoria. Supongo que no podemos pedir a esos caballeros latinos que hagan una declaración de los hechos.
—No cuando el negocio de la familia Molino consiste en cortar cabelleras y esclavizar mujeres —sentenció Cutler.
—Parece que has perdido completamente la ecuanimidad —dijo el general—. Te insto una vez más a adoptar una actitud irónica en vez de manifestar ese torpe partidismo.
—Sí, señor.
—Pronto veremos si el general Ordaz, del Ejército Nacional, tiene influencia sobre la industria privada de Chihuahua.
—Creo que antes de irnos debería ver al obispo de Chihuahua, señor —recomendó Cutler, bajando la vista y observando la palidez de sus nudillos en los puños cerrados.
—Ah, muy bien —repuso Yeager, malhumorado—. Pero te comportarás con un poco más de circunspección, Pat. Te encargarás de organizar la cita, ¿verdad?
El obispo, un hombrecillo regordete y acicalado, con anillos en los dedos, los recibió en sus aposentos de la catedral. Se mostró aún menos servicial que el gobernador.
—Caballeros —tradujo Cutler—, esos niños están mucho mejor viviendo con familias cristianas. Se les inculcarán las enseñanzas de la Santa Iglesia. Los frailes les impartirán una buena educación. En vez de haber vivido en la oscuridad, vivirán en la luz…
Ante la insistente mirada del general, Cutler no preguntó por las mujeres. A la mañana siguiente se embarcaron en el tren semanal para Guaymas, en la costa del golfo de California, en Sonora.
* * *
Guaymas estaba entre una roja cordillera semejante a la espalda de un dragón y un puerto mugriento. Entre las muescas de las cumbres se veían más montañas, que palidecían a lo lejos a través de muchos matices de azul. Había cañoneras mexicanas ancladas en el puerto, y en lo alto de la fortaleza ondeaba una bandera roja, blanca y verde. Una grandiosa iglesia ostentaba dos agujas y una cúpula revestida de mosaicos azules. En los muelles comieron langostinos frescos y unas ostras pequeñas con sabor a cobre, esperando a que acabara la siesta del general Ordaz.
El jefe del Departamento, un hombre de ciento treinta kilos, estaba sentado en una butaca colonial del tamaño de un trono, y se puso laboriosamente en pie para recibir a los norteamericanos. El sudor le manchaba el blanco uniforme, de enormes charreteras con bordados de oro y la pechera cubierta de medallas. Lo rodeaban jóvenes oficiales de deslumbrantes uniformes blancos. Se mostraron más amistosos que los de Chihuahua.
—Señor general —tradujo Cutler—, con arreglo a las leyes vigentes en la República no es posible que tropas extranjeras crucen nuestras fronteras, aunque sea por la meritoria causa de perseguir al malvado apache. Sin embargo, deben encontrarse medios para que las dos grandes naciones colaboren en esa causa común.
Yeager se abrió paso tan dignamente como pudo a través de aquel discurso introductorio y de toda clase de obstáculos y extravagancias, y finalmente el general Ordaz prometió ponerse en contacto con el Ministerio del Ejército a ese respecto.
—Es algo muy complejo, señor general —dijo alegremente el general Ordaz. Sus rasgos gruesos y oscuros relucían de sudor—. Estos asuntos entre naciones van con mucha lentitud.
Cutler pensó que si Yeager no sacaba a relucir la cuestión de los cautivos apaches, tendría que excederse una vez más en su función de traductor, pero, lanzándole una breve mirada con los ojos entornados, el general Yeager dijo:
—General Ordaz, hay otro asunto que le ruego tome en consideración.
Ordaz escuchó la traducción de la petición, enjugándose el sudor que le caía sobre el mentón. Los demás oficiales escuchaban en silencio.
—Lo que acaba de describir es un asunto grave, señor general —dijo Ordaz—. Sólo puedo asegurarle que será investigado.
Yeager hizo una inclinación y no dijo más. Todo el mundo se sintió aliviado, las sonrisas volvieron al rostro de los oficiales de estado mayor. Se envió a un sirviente a que trajera bebidas frías. Mientras las consumían, se invitó a los oficiales norteamericanos a un gran baile aquella noche, en casa de un amigo del general Ordaz, el hacendado don Fernando Palacios, que afortunadamente estaba pasando una temporada en Guaymas.
La ocasión requería uniforme de gala, y Cutler se arregló la barba y el bigote con unas tijeritas que le prestó el capitán Robinson, observando en aquel rostro ordinario, que efectivamente había reconocido el coronel Pascual Molino, más de unas cuantas hebras grises acumuladas, un pequeño semicírculo de canas, como una marca, en el lado izquierdo del mentón. Lily se había enamorado de un inglés con un rostro aún más corriente que el suyo. Debía haberse guardado mucho de revelarle sus emociones; quizá hubiera podido disfrutar de sus brazos al tiempo que eludía sus garras. El general le habría aconsejado una actitud de fría ironía hacia las mujeres, igual que con respecto a las injusticias que el mundo infligía a los apaches. En cambio, la tierra se había abierto bajo sus pies. Era hora de recobrar la serenidad. En el espejo, los hombros con los galones plateados se irguieron; admiraba su guerrera azul de gala, que, sin embargo, habría ganado con un poco de plancha. Dirigió sus expectativas hacia el baile en la mansión de don Fernando Palacios.
Fueron los tres en un carruaje abierto proporcionado por el general Ordaz y tirado por un par de magníficas mulas adornadas con escarapelas rojas, blancas y verdes. El general y el capitán Robinson iban arrellanados en el asiento delantero, y Cutler, menos cómodamente, sentado frente a ellos. Con el sol poniéndose tras los enrojecidos riscos, recorrieron diversas calles llenas de baches, unas adoquinadas y otras de tierra, hasta llegar frente a una alta fachada encalada en un estrecho callejón, donde se oía tenuemente una música procedente del interior. Se detuvieron entre otros carruajes, de los cuales descendía la flor y nata de Guaymas: oficiales de uniforme blanco y mujeres con mantilla y encajes, jóvenes y viejas, delgadas y rechonchas. Al otro lado de la verja, entre una jungla de fragantes plantas en flor y árboles frondosos, la música se oía más cerca y entre la vegetación se atisbaban parejas bailando.
La primera vez que Patrick Cutler vio a María Palacios fue cuando ella le rompió en la cabeza una cáscara de huevo que contenía dorados y plateados pedacitos de confeti, y se alejó de él con el risueño rostro, enmarcado por un cabello rojizo, vuelto sobre el hombro, y recogiendo con ambas manos la falda de su blanco vestido de encaje para que no rozara el suelo mientras corría. Pensó que era deliciosamente atractiva. El antídoto que necesitaba contra el abandono de Lily no era una fría ironía, sino la atención de una muchacha bonita.
Conocía esa costumbre mexicana y rió ante la cara de asombro del general y de Robinson, pensando que el capitán anotaría en su diario ese detalle del folclore de Guaymas. Pronto abandonó los esfuerzos por quitarse de la guerrera los pedacitos de papel.
—¿Es algún ritual de cortejo? —preguntó Robinson, con las cejas enarcadas como un tejado a dos aguas.
—Sólo coquetería. Es el mayor atrevimiento consentido a una señorita.
El general Ordaz se dirigió bamboleándose hacia ellos, con su espeso pelo negro, de indio, reluciente de brillantina. Les presentó al anfitrión, don Fernando, delgado, alto, con bigote y la cabeza coronada de blanco. Un lado de su quijotesco rostro, por alguna forma de parálisis, parecía fijado en una expresión amarga. La otra sonreía en signo de hospitalidad.
—¡Bienvenidos, bienvenidos! —dijo en inglés—. ¡General, capitán, teniente, les ruego que se sientan cómodos en esta casa!
En una estancia en penumbra, abierta a los jardines, con el pálido resplandor de las velas por todas partes, una banda de uniforme tocaba en una tarima adornada con ramas de pino, helechos y flores. Las parejas evolucionaban hábilmente, las jóvenes de blanco o en tonos pastel, muchas con diademas de flores, los hombres con uniforme blanco o traje negro. Cutler buscó con la vista a la coquette que le había cascado el huevo en la cabeza, localizándola finalmente en brazos de un joven oficial, ambos describiendo rápidos giros por la pista con brío y con estilo. Se detuvieron, riendo y mirándose a la cara, cuando cesó la música.
Pusieron tazas de ponche en las manos de la delegación norteamericana. Los dos generales asentían con la cabeza en una conversación que evidentemente no requería sus servicios de traductor. Se apartó de ellos a propósito, y encontró a su asaltante y su pareja de baile cogiendo un refresco de una enorme mesa justo cuando la música empezaba de nuevo.
—¿Me concede este baile, señorita?
—No faltaba más, señor —repuso ella con una sonrisa que le marcó unos hoyuelos en las mejillas, mientras su acompañante hacía una inclinación y se retiraba.
Con la mano alzada bajo el codo de ella, pero sin llegar a tocarla, la condujo hacia la pista de baile. Ella caminaba a su lado con el rostro vuelto hacia un pequeño abanico que llevaba colgando de una cinta en la muñeca; los lóbulos de las orejas, pálidos y diminutos, se le perdían entre el pelo, recogido con una diadema de rosas blancas. Cutler se presentó. Ella se llamaba María Palacios.
—¿La hija de don Fernando?
—Su nieta, señor. Y escuche, ahora tocan la canción preferida de mi abuelo.
La banda tocaba «La Golondrina», y mientras él la introducía con un giro en la pista, ella explicó que la hacienda de su abuelo, que estaba al sur, se llamaba Las Golondrinas. Era ligera en sus brazos, y la mejilla que le presentaba con el rostro ladeado, suave y pálida como un pétalo. Unos zapatitos plateados aparecían y desaparecían bajo el borde de encaje de su vestido. Olía a flores indefinibles y a transpiración. Había una trama apenas perceptible de diminutos granos en las comisuras de su boca. Cutler sintió la pegajosa humedad de sus manos unidas. Le pareció que había pasado mucho tiempo desde la última vez que se sintió como un joven caballero.
Él observó que hacía calor en Guaymas; ella, que hablaba muy bien español. Le explicó que pertenecía a la Caballería de Estados Unidos, destinado en Nuevo México, y que era originario de California, donde también se hablaba español.
—¿De San Francisco, señor? —preguntó ella, alzando la mirada con interés.
—Sí, de San Francisco.
¿Había visitado ella alguna vez esa ciudad? Nunca. A veces iban a Guaymas, otras a Hermosillo. ¡Jamás había visto la capital! ¡Cómo deseaba viajar, conocer las grandes ciudades como la capital, San Francisco, París! En la Hacienda de las Golondrinas todo era muy solitario. No, no tenía hermanos, y sus padres habían muerto cuando era muy pequeña. Sólo tenía diecinueve años.
Un joven mexicano de uniforme blanco, bien parecido, de terso rostro pálido y pequeño bigote, ojos oscuros y enternecedores, le pidió el siguiente baile. Se inclinó sobre la mano de María Palacios un momento de más, según le pareció a Cutler, que no deseaba apartarse de ella. Era su primo, Pedrito. Teniente Cutler, alférez Carvajal. Cutler estrechó una mano blanda y la soltó, dejando a aquella deliciosa señorita en los brazos de su primo, cadete de la marina.
En la sala de billar encontró al general, Robinson, don Fernando, el general Ordaz y un ayudante, bebiendo jerez. Con gestos despreocupados, el general Ordaz convocó a Cutler y al otro ayudante a la mesa de billar. Enseguida se vio que el teniente Vaca era un jugador experto, y que los dos generales habían sido los organizadores de la partida. Cutler, molesto por la manipulación de Yeager, pecó de falta de concentración y perdió la primera tanda. En la segunda, confiado en su superioridad, Vaca abusó de los tiros a banda, en los que tuvo más suerte de la que merecía. Cutler ganó a duras penas. En la tercera tanda, Vaca falló por poco los tiros a banda, y le faltó un pelo para hacer carambola: demasiado efecto en una niebla de polvo de tiza. Como Jimmy Blazer había dicho una vez: «Cuando la suerte te abandona, hay que compensarlo con efecto». Pero dejó que la partida continuase sólo para ver las miradas que el general Yeager le lanzaba con el rabillo del ojo mientras fingía seguir la conversación con los mexicanos. Finalmente hizo una tacada de cero a quince y acabó empatando con un tiro que llamó la atención de todo el mundo. Vaca y él se estrecharon la mano, felicitándose mutuamente con benigna enemistad.
—¡Ah, juega usted espléndidamente, señor teniente! —observó el general Ordaz, dándole una palmadita en la espalda con su acolchada mano—. ¡Hay que felicitarle, general, por la destreza de su subordinado!
—Se le da bien la mayoría de las cosas —aseguró Yeager, apoyándose en el borde de la mesa, como si nunca hubiera tenido la menor duda—. Nuestros jóvenes oficiales están bien entrenados.
—Ah, pero creo que éste tiene más experiencia que juventud —objetó el general Ordaz.
Excusándose con una variedad de floridas expresiones, se marchó con el teniente Vaca. Cutler notó que don Fernando lo observaba con curiosidad, entornando los ojos desde el lado móvil de su rostro.
—Creo que habría ganado enseguida de haber querido, señor —observó don Fernando.
—Todo lo hace siempre a propósito, ya sea jugando al billar o persiguiendo apaches —dijo Yeager con su sonrisa de pillo—. ¿Eh, Pat?
—Yo también he combatido contra los apaches —anunció su anfitrión—. De todos modos, albergo simpatía hacia un pueblo cuya raza se ve amenazada por pueblos más poderosos.
—Entiendo que esa simpatía es rara en México, don Fernando —comentó el capitán Robinson.
—Por mis venas corre sangre de un pueblo al que en otros tiempos todos consideraban enemigo.
Hubo un silencio para asimilar aquellas palabras. Don Fernando esbozó una sonrisa glacial.
—¿Conocen ustedes la historia de los judíos en Nueva España, señores? Isabel la Católica decretó que se marcharan de España o se convirtieran. Fueron perseguidos, señores. A muchos los torturó la Inquisición, otros tantos ardieron en la hoguera. Algunos llegaron a las Indias, y los hubo que acompañaron a Hernán Cortés a Nueva España. Estos hombres se congregaron y recibieron tierras en el Panuco. Criaron caballos y mulas que fueron famosos por su calidad. Pero la Inquisición los siguió a México. A unos los quemaron, a otros los encarcelaron, y todos vieron cómo les arrebataban sus tierras. Unos cuantos huyeron hacia el oeste. Mis antepasados adquirieron tierras al sur de aquí, y criaron caballos y las mejores mulas de todo México. Igual que hago yo hoy en día, trescientos cincuenta años después.
Cutler vio que Yeager observaba a don Fernando en silencio y con el ceño fruncido, una atención absoluta que indicaba que podría sacar alguna utilidad de lo que estaba oyendo.
—Creo que los apaches también se consideran los elegidos de Ussen, don Fernando —terció el capitán Robinson.
Cutler recordó a Caballito haciendo reproches a su dios. Se preguntó si los sierraverdes podrían encontrar paz y dignidad criando caballos, ganado y excelentes mulas en las tierras que les habían asignado.
—El teniente Cutler está al mando de un destacamento de rastreadores apaches —informó Yeager—. Además, su madre era judía, una mujer muy bella.
Bajo la penetrante mirada de don Fernando, Cutler se sintió desnudo, desprotegido. Era la primera vez que oía aquello, una revelación al fin. Los judíos eran un pueblo del Antiguo Testamento, y también comerciantes que vendían cacharros, artículos de confección y mercería en carromatos abarrotados de cosas. Había chistes de colegiales sobre judíos a quienes les olían los pies. Pero lo de «judía» no era lo importante, sino que Yeager había dicho que Ruth Anna era su madre.
—¿Converso? —le preguntó don Fernando.
—Sí —contestó él, recordando el colegio de St. Catherine. Dijo al abuelo, igual que había dicho a la nieta, que era de California, de San Francisco. Allí fue donde había aprendido español. En esta ocasión no anunció que se había criado en una casa pública.
Tuvo la impresión de que el general jugaba con don Fernando una especie de partida de ajedrez en la que él, Cutler, estaba incluido de algún modo y que, además, tenía algo que ver con su misión en México. Se sentía inquieto y confuso mientras se disculpaba y volvía a la más tenue luz y a la música de la gran sala. Esta vez no encontró a María Palacios, pero se contentó bailando con otra atractiva señorita de Guaymas, también con aroma de flores pero no tan esbelta ni tan encantadora.
En el carruaje abierto, mientras volvían al hotel traqueteando en la cálida noche con sus superiores, contempló la senda de la luna en el mar y, aspirando humo del cigarro, se permitió pensar en Ruth Anna con aquel laberinto de emociones que era como descender al fondo de un pozo. Pues claro que no había sido su madre. Sencillamente la maternidad no formaba parte de su carácter. «¡Así que te ha mandado conmigo!», había dicho Yeager. ¿Cómo podía haber pensado que esa declaración suponía la admisión de su paternidad? Observó a los dos oficiales que iban frente a él, borrosas siluetas marcadas por la brasa de los puros. «Pero ¿por qué lo hizo?», había preguntado Bunch, refiriéndose a la anulación del consejo de guerra y el traslado al Territorio de Nuevo México. Era consciente de que el general manipulaba a la gente por puro placer. «Pat y yo tenemos en común el hecho de que conocimos a una mujer sin parangón entre las de su género», había dicho Yeager a Percy Robinson. ¿Era eso todo lo que había?
—Don Fernando —decía ahora el general— ha dado a entender que podría ayudarnos con el general Ordaz. Creo que tiene influencia en la política de Sonora. Además, parece que conoce a Porfirio Díaz.
—Ha mencionado varias veces al presidente —le secundó Robinson.
—Nos ha invitado a su hacienda, a tres días de viaje de aquí —prosiguió Yeager—. Las Golondrinas. Nos ofrecerá una buena partida de caza, me ha dicho. Y billar también.
—Ha insistido mucho en que vinieras, Pat —añadió Robinson.
Cutler encontró agradable aquella perspectiva. La nieta de Las Golondrinas era lo bastante atractiva para disipar en cierta medida su depresión por el nuevo amante de Lily.
—He presentado un excelente informe de ti —dijo el general, y resplandeció la pálida punta de su cigarro—. Magnífico oficial. Entregado a su cometido. Leal. Responsable. ¡Un hombre verdaderamente competente es muy raro de encontrar!
El halago le produjo cierta picazón en la cara, aunque sabía que era simple adulación y, una vez más, obedecía a algún motivo. Era como si nunca pudiera recobrar el equilibrio en presencia del general; como enfrentarse a un boxeador superior.
—Ojalá hubieras demostrado un poco más tu dominio del idioma. Pero su inglés es excelente, desde luego. He tenido que excusarme, a mí y a Percy, por no visitar Las Golondrinas. Pero tú sí irás, Pat. —Soltó una carcajada y concluyó—: ¡Pero no te olvides de volver!
—Me gustaría saber por qué le ha dicho a don Fernando que mi madre era judía —dijo él.
—¡Pues porque lo era! Estoy convencido de que lo era. Claro que contaba muchas historias contradictorias sobre sus románticos orígenes. —Hizo una breve pausa antes de concluir—: Era conveniente.
—¿Mi madre?
—Ah —repuso Yeager—. Sólo una forma de hablar. Madre adoptiva habría sido un término más preciso, desde luego.
Sintió la cabeza llena de alguna sustancia cálida más densa que el aire.
—Cuando me envió al este, me dijo que usted tenía el deber de hacer un hombre de mí.
—¡Bueno, y lo he hecho! Y un magnífico oficial, además.
—¿Por qué era su deber? —inquirió él, sacudiendo la saturada cabeza.
—¡Por amistad, claro está! —Yeager rió entre dientes, con ganas—. ¡Ella me había hecho favores, Pat! Era impertinente, por supuesto. ¡Mujer astuta y frívola, estaba acechando la gran oportunidad de su vida! Dentro de la infinita variedad de la naturaleza, era una maravilla. Sí, creo que era judía. Como he dicho, he debido de oír una docena de versiones sobre sus orígenes. ¡Antigua nobleza húngara! Y sin embargo su madre era una judía parisina. Una infancia entre las flores y el sol de Provenza, y en cambio de niña vendía cerillas en las sucias callejas de Londres. Encerrada en la torreta de la mansión de una gran plantación en el valle del Misisipí. ¡Embustes! ¡Para ella mentir era tan fácil como respirar! En realidad no procedía de ningún sitio. Simplemente existía, como la luz y el aire. ¡No la pongamos en entredicho!
—¡Tengo cierto interés en descubrir quién soy, señor! —anunció.
—Pues claro. Ya hemos hablado antes de eso, Pat. Ella me dijo que eras expósito. Que te había encontrado a la puerta de su casa. No era algo insólito en las casas públicas, ¿sabes?
Sospechaba que, a su vez, para Yeager mentir era tan fácil como respirar.
Robinson cambió de tema.
—Me pregunto si conoces la teoría apache sobre el origen del hombre, Pat. —No la conocía, y Robinson le informó—. La tierra es la madre que mira hacia arriba. El cielo es el padre, que mira hacia abajo. La lluvia es el semen.
—¡Ahí lo tienes, Pat! —exclamó el general, soltando otra carcajada.
La rabia creció de manera insoportable en su cráneo, centrada en Robinson; luego se disipó. Nada de aquello tenía sentido, salvo sus persistentes ansias de saber.
—Creo que don Fernando ha dicho que saldrán para Las Golondrinas pasado mañana —prosiguió Robinson.
—Esperemos —dijo Yeager en un tono diferente— que a través de sus buenos oficios podamos obtener un acuerdo sobre la persecución a este lado de la frontera.
Cutler cerró los ojos, se recostó en el respaldo, y dejó que le oscilara la cabeza con el movimiento del carruaje.
—Creo que también debo seguir con el asunto de las mujeres y niños de Cump-ten-ae —resumió.
—Yo que tú no me molestaría por eso, Pat —sentenció Yeager.
—Sé que usted no se molestaría.