Dejaron a los hoyas en Ojo Azul, menos a Tazzi, que acompañó a Bunch y Cutler en calidad de intérprete; Nochte, aún con la muleta, se había quedado en Fort McLain. Se instalaron los tres en la alameda donde anteriormente se había presentado Caballito. Cutler estaba preocupado por la ausencia de señales de los apaches.
Tazzi hizo un reconocimiento de los desfiladeros y cerros colindantes, volviendo con una melodramática expresión de inquietud. Desmontó, sacudiendo de un lado a otro su cuerpo de anchos hombros, diciendo con una mueca:
—¡Esepés!
—¿Qué dice? —preguntó Bunch.
—S y P, mayúsculas —explicó Cutler—, «Seguridades Públicos». Son una especie de milicia particular del gobernador de Chihuahua. Van a la caza de cabelleras.
—Muchos —añadió Tazzi.
—No sé por qué debemos evitar a esos tipos —observó Bunch—. Somos norteamericanos que hemos venido al sur en una expedición de caza. ¿Crees que han empujado otra vez a la Sierra Madre a los franjas coloradas?
Cutler conferenció con Tazzi sobre el asunto. Con Tazzi, el toma y daca de la interpretación era un asunto delicado, y echaba de menos el tranquilo español de Nochte. Bunch deambulaba de un lado para otro, respirando agitadamente.
—¡Yo no voy a huir de una partida de guindillas! —exclamó.
—Nadie que tenga el pelo negro y largo está seguro por aquí —recalcó Cutler—. Así que no tienes nada que temer, Sam. —Dirigiéndose a Tazzi, ordenó—: Vuelve a Ojo Azul con los demás. Si no regresamos, ve a informar a Nantan Lobo.
Los duros ojos negros que parecían inhumanos se clavaron en los suyos; en el rostro de Tazzi destelló una sonrisa demasiado humana.
—¡Sí!
Tazzi volvió a trepar a la silla, blandió la carabina por encima de la cabeza y se alejó.
—No creo que el viejo Lobo nos dé las gracias si nos vamos porque nos da miedo una pandilla de irregulares que anda por aquí dando empujones —dijo Bunch.
—Desde luego —dijo él, pero empezó a armar una bandera blanca, atando unos calzoncillos de la muda a un trozo de rama por las tiras de los lados. Una vez se oyó una lejana descarga de armas de fuego, prolongada, que parecía venir del sudoeste. En aquel territorio plagado de desfiladeros resultaba difícil determinar la dirección del sonido.
—Ah, no —dijo Bunch.
Cutler se apresuró a levantar la rama con los calzoncillos, agitándola lentamente. Desde el cerro los observaban cuatro jinetes, tres indios y un hombre blanco con un sombrero mexicano de copa alta. Eran indios tarahumaras, enemigos mortales de los apaches. Los esepés los utilizaban a la vez como exploradores y soldados.
—¡Amigos! —gritó Cutler. Los cuatro del cerro no contestaron. Agitó la bandera de tregua. El hombre blanco, fusil en mano, condujo el caballo ladera abajo, con los tres tarahumaras detrás.
—¡Norteamericanos! —gritó Cutler, agitando los calzoncillos. Bunch se mantenía en posición de firmes. El mexicano se acercó con el caballo y dio a Cutler en el esternón con el cañón del fusil.
—¡Vámonos! —dijo con voz ronca—. ¡Vámonos, gringos!
* * *
En una ancha barranca acampaba el sórdido ejército, doce o quince tiendas requemadas por el sol, una del doble de tamaño que las demás, la bandera mexicana ondeando en un mástil con un destello rojo y verde. Soldados vestidos con tela de sucio algodón descansaban por allí, algunos con fusiles. Entre los árboles de la barranca se había construido un corral de ramas, y los caballos alzaban inquisitivamente la cabeza sobre la barrera. Precediendo a sus captores, Bunch y Cutler entraron a caballo en la zona de tierra frente al mástil, donde los soldados los miraron con el ceño fruncido.
—No parece muy reglamentario, este destacamento —observo Bunch en voz baja.
—¡Silencio! —ordenó ferozmente el mexicano.
Empezaron a congregarse más soldados, la mitad de ellos tarahumaras. Cutler calculó una fuerza de unos doscientos hombres. Un indio llevaba una corneta abollada. Un oficial salió de la tienda grande, un joven de pelo negro cuidadosamente peinado hacia atrás, rostro devastado, cínico, con un bigote que parecía pegado. Iba con la guerrera marrón desabrochada. Llevaba un revólver a la cintura.
—Pero ¿qué es esto, por favor? —preguntó en español.
El oficial que iba con ellos le contestó, escupiendo las palabras. Aquellos espías gringos habían sido descubiertos no lejos de allí practicando su perverso oficio. Los habían traído inmediatamente a presencia del coronel.
Cutler vio que había otra barricada, más allá del corral de caballos, ésta guardada por soldados sentados en los travesaños. No llegaba a ver lo que había dentro.
Les ordenaron desmontar. El joven coronel paseó frente a ellos, mirándolos en silencio de arriba abajo. A su alrededor se agolpaban cada vez más soldados.
—Así que son espías gringos —dijo el coronel.
—No, señor —repuso Cutler—. Simples cazadores.
—¿Qué ha dicho? —musitó Bunch.
El coronel se insertó entre los dientes un purito retorcido.
—Espías —repitió.
—No, señor.
El otro se detuvo frente a él, los brazos cruzados, el purito sobresaliéndole de la mandíbula.
—¿Y qué hacen en México si no son espías?
—Cazamos pécaris, guajolotes, ciervos…
—¡Miente! —Hubo murmullos entre la multitud de soldados. Bunch miraba de reojo a derecha e izquierda—. Creo que son soldados norteamericanos que han venido a espiar a México —dijo el coronel—. Serán fusilados.
—Usted no fusilará a ningún ciudadano norteamericano —afirmó Cutler, con toda la calma de que fue capaz. Bunch murmuraba acaloradamente, preguntando qué decían.
—Ha dicho que nos va a fusilar por espías…
El puño del coronel estalló en la mejilla de Cutler, que se tambaleó.
—¡Habla español! —aulló el coronel. Con más calma, añadió—: Vas a decirme de dónde venís, espías.
—De Ojo Azul, señor.
—¿Y antes de Ojo Azul?
—De Madison, de Santa Fe, de la capital de Estados Unidos, Washington. Somos amigos del general Yeager, del Departamento Militar de Nuevo México, que nos ha dicho que hay buena caza al sur de Ojo Azul.
—Embustero, sois espías —dijo el coronel. Su sonrisa no era tranquilizadora—. ¡Estáis espiando para la invasión gringa de México, y se han descubierto vuestros malvados planes! Se os fusilará cuando se establezca que sois espías y estáis mintiendo descaradamente. ¿Ese otro no habla español?
—No, señor.
—¡Chinga… voos! —exclamó Bunch, escupiendo a las botas del coronel. El joven desenfundó el revólver y aplastó el cañón en la cara de Bunch, que se mantuvo rígidamente erguido, con la mano cubriéndose la nariz, mientras le corría la sangre por la barbilla. El coronel volvió a enfundar el revólver.
—Dile a ese cabrón que lo voy a matar —dijo Bunch con voz apagada.
—No, eso no se lo digo.
—Dile a tu compañero que lo voy a matar seguro —dijo el coronel—. Julio, me vas a atar a estos espías de forma que no puedan escapar, y ponles una buena guardia, ¿eh?
—¡Sí, mi coronel! —dijo su aprehensor, y a empujones los hicieron avanzar frente a la hilera de tiendas.
Por allí pudo ver mejor el corral más alejado, negras cabezas en su interior: mujeres y niños apaches. No había forma de saber si eran sierraverdes o pertenecían a algún grupo asentado en México. Las mujeres y los niños se vendían a los hacendados de Chihuahua y Sonora, una cosecha aún más lucrativa que el pelo de los guerreros, aunque no vio cabelleras expuestas. Dentro de una tienda les ataron las manos a la espalda en torno al poste central, de modo que Cutler se encontró sentado con la espalda apoyada en la de Bunch, incómodo pero no dolorido. Montaba guardia un par de soldados mestizos con fusiles que se cargaban por la boca del cañón.
—¡Moriréis por la mañana, gringos! —dijo uno, alegremente.
—¿Qué ha dicho, Pat? —preguntó Bunch, con voz apagada.
—Que moriremos por la mañana.
—Dile que si nos matan el Ejército de Estados Unidos volverá a entrar aquí, y esta vez nos quedaremos con todo su destartalado país, no sólo con la mitad.
—¡Habla español! —dijo el otro, haciendo un gesto amenazador.
Al cabo del rato uno de los guardianes salió de la tienda y volvió con una pequeña olla de aguardiente, mezcal probablemente, de la que bebieron los dos. Finalmente, sentados, se pusieron a jugar a las cartas, golpeando contra la mesa los maltrechos trozos de cartulina. No consumieron tanto mezcal como para que Cutler pudiera albergar esperanza alguna.
—No van a matarnos sólo porque siempre he deseado que me fusilaran al amanecer unos mugrientos charros en su asqueroso país de mierda —declaró Bunch.
—¡Habla español! —ordenó uno de los guardianes, golpeando a Bunch con la boca del fusil.
—¿Cómo se llama su coronel? —preguntó Cutler.
—Don Pascual Molino.
—¿Es hijo del gobernador de Chihuahua?
—Sobrino.
—¿Qué ha dicho? —musitó Bunch.
Pronto oscureció. Les llevaron unas tortillas duras y un queso maloliente, y les dieron unos tragos de ardiente mezcal de la olla, que habían rellenado.
—¿Crees que saldremos de ésta, Pat? —musitó Bunch.
Él mintió, asegurando que no creía que la situación fuese tan grave como parecía, y volvieron a advertirles que sólo hablaran en español. Logró recostarse en una postura que no le cortaba la circulación de los brazos, e intentó resignarse a esperar que transcurriera la noche. Afuera, los caballos se removían mansamente.
Un centinela lanzaba un grito ininteligible a largos intervalos. Bunch se lamentaba de vez en cuando.
Cutler se despertó al oír un movimiento; luego, silencio.
—¿Nantan Tata?
—¡Aquí!
—¡No miedo, Nantan Tata!
Sintió el frío de la hoja de un cuchillo en la muñeca; enseguida tuvo las manos libres. Agarrándose al poste de la tienda, irguió sus entumecidos miembros.
—¿Qué pasa? —murmuró Bunch, cuando una sombra oscura, voluminosa, se arrodilló para cortarle las ligaduras de las manos. Tazzi, Kills-a-Bear y al menos otros dos más estaban dentro de la tienda. Los dos guardianes yacían despatarrados en el suelo, pero no dormían. Bunch se puso en pie, mascullando—: ¡Dios mío! ¡Santo cielo!
—¡Vamos, Nantan Tata! ¡Nantan Bigotes!
Salieron tambaleantes por la acuchillada pared de la tienda. Afuera había caballos, coceando nerviosamente, dos jinetes delineados contra el cielo, que palidecía. Uno llevaba un sombrero de copa plana, recortado en la oscuridad: ¡Nochte! ¡Con caballos de la brida!
Montaron y empezaron a salir del campamento de los esepés. Hubo un grito y el restallido de un fusil, más gritos. Desde el fondo del desfiladero, subieron la prolongada gradiente a galope tendido. Más arriba, la aurora asomaba por el este.
—¡No miedo, Nantan! —gritó Tazzi—. ¡Tazzi aquí!
Allí estaban todos, galopando juntos en un ceñido grupo: Tazzi, Kills-a-Bear, Skinny, Lucky, Benny Dee, Chockaway y Nochte, que sin saber cómo sé había reunido con ellos. Cutler se oyó reír como un coyote enloquecido. Alzó la mano para saludar a Nochte, que le respondió levantando la suya. Las vistosas cintas de su sombrero flotaban al viento. Se oían tiros dispersos. Luego pasaron la cumbre del risco y se alejaron.
—Caballito y el Pueblo de la Franja Colorada están en Ojo Azul —dijo Nochte en español—. Están dispuestos a ir a Bosque Alto, Nantan Tata.
* * *
Estuvieron tres días en Ojo Azul, esperando a que los últimos sierraverdes cruzaran la frontera y a que llegaran los dos escuadrones de caballería que los acompañarían a Bosque Alto. La tribu de Caballito había tenido dos encuentros con los esepés del coronel Pascual Molino, y había matado a «muchos». Por su parte, los irregulares habían capturado a doce mujeres y algunos niños del grupo de Cump-ten-ae. No obstante, Caballito había cruzado la frontera con un buen rebaño de ganado, y era evidente que en Estados Unidos se sentía completamente a salvo de los irregulares de Chihuahua.
Había más de cuatrocientas cabezas en el rebaño robado. Ante la imposibilidad de convencer a Caballito de que aquellos animales debían devolverse a sus dueños, la única solución consistía en conducirlos a Bosque Alto. A Cutler le hizo gracia pensar que el ganado robado iba a llevar una escolta de caballería. Bunch y él estaban sentados en sillas de campaña en las derruidas fortificaciones de adobe, tomando café y viendo cómo los lomos pardos de las reses se removían por la hierba reseca de la pradera, al otro lado de la charca. Guerreros a caballo, armados con fusiles Springfield, pasaban entre ellas, como ganaderos normales y corrientes.
Al día siguiente Cutler salió de exploración hacia el norte con Tazzi y Nochte, esperando encontrar a los retrasados escuadrones de caballería, pero sin éxito. Al volver, vio que Bunch salía corriendo a su encuentro, con botas de montar y la camisa abotonada bajo el triángulo tostado por el sol de su cuello. Incluso sus bigotes de vikingo estaban erizados de alarma.
—¡Otra vez se ha ido todo al carajo, Pat! —Bunch lo agarró del brazo y lo condujo a la vuelta de la esquina de la vieja fortificación de adobe—. Por la mañana temprano aparecieron dos tipos. No me extrañó. Pero entonces empezaron a enseñarme placas y órdenes judiciales. Uno es del servicio de marshals de Estados Unidos, el otro de aduanas. El primero trae órdenes de detención contra Caballito, Dawa y el otro, Big Ear, y contra Cump-ten-ae. Además de contra un montón de indios sin identificar. Y el de aduanas anda detrás del ganado con el que han cruzado la frontera. —Hizo una pausa, jadeando, para rascarse la costra que se le había formado en la nariz del golpe que el coronel Molino le había dado en la cara con el revólver—. ¡Joder, se volverán derechos a la Sierra Madre!
Los papeles de ojo pálido que temía Caballito; el destino no quería que los sierraverdes aceptaran su pacificación en Bosque Alto.
—Y no sólo eso —prosiguió Bunch—. El marshal me ha nombrado ayudante suyo. Para llevar a Tucson a Caballito y los demás. Le he dicho lo que pasaría si intentaba hacer algo así, tripas de ayudantes salpicando todo el territorio. Ha enviado recado a Tombstone para que vengan más hombres.
—Tardarán un par de días en llegar.
—¡Eso no es todo, Pat! El tío de aduanas quiere unos mil quinientos dólares de aranceles por el ganado. Se ha subido al tejado con unos gemelos y los ha contado. Anotó la cuenta en un pequeño formulario que tiene. Si no recauda, va a embargar las reses. —Cutler soltó una carcajada; Bunch rió con un bufido—. ¡Te lo juro, Pat, la civilización ha llegado hasta aquí sin que nos diéramos cuenta!
—Nunca he oído que un marshal de los Estados Unidos nombrara ayudante a un oficial del ejército.
—¡El hijo de puta juró que me llevaría a los tribunales y me aplicaría todo el peso de la ley si no colaboraba! Se puso a escupir leyes y números. ¡No sé qué hacer!
—Actúa como si colaboraras, yo procuraré que no me vean y esta noche intentaré que Caballito emprenda camino a Bosque Alto. Si algo se les da bien, es desplazarse en silencio y con rapidez. Por el camino tendremos que encontrarnos con la caballería.
Bunch gimió dramáticamente.
—¡No querrá ir deprisa! Su rebaño perderá peso. ¡Maldita sea, ojalá estuviera aquí el viejo Lobo, para ocuparse de todo esto!
—Tendrán que moverse deprisa, si no quieren que los alcancen los papeles de ojo pálido. Me llevaré a Nochte, y dejaré aquí al resto de los exploradores, para que parezcan sierraverdes: es decir, vistos con gemelos.
—¡Ja! —exclamó Bunch, pareciendo más animado—. ¡Con un poco de pintura roja darán el pego!
—¿Qué están haciendo ahora?
—Bebiendo en la cantina de José.
—Voy para allá.
—¡Espera un momento! —dijo Bunch, irguiéndose—. ¡Yo estoy al mando aquí! Muy bien, vete. ¡Es una orden!
* * *
Nochte y él salieron de la ranchería de los sierraverdes, el indio montado, la muleta metida en la funda del fusil bajo la pierna lisiada, Cutler llevando de la brida a su caballo, que mantenía entre el muro de adobe y él, por si el marshal o el agente de aduanas estaban observando desde las fortificaciones. Un guerrero con franjas rojas en las mejillas y fusil en ristre se irguió por detrás de unos arbustos. Nochte habló en apache y el vigía les contestó señalando con la barbilla, gesto que Bunch habría calificado de «muy reglamentario».
En el campamento, mujeres de espesa cabellera y rostro cobrizo los observaban con sus atentos ojos negros. Apoyados en las wickiups había criaturas en tablas, y en todas partes se respiraba el olor dulzón del mezcal cociéndose en el horno. Empezaron a seguirlos dos adolescentes, armados con fusiles. Nochte, que había desmontado, caminaba bastante rápido con ayuda de la muleta, con un arrogante pañuelo a la cabeza bajo el vistoso sombrero.
Cutler trataba de explicarse la hegemonía del poder militar sobre el civil, en un asunto en el cual la división de competencias entre el ejército y la Oficina de Asuntos Indios resultaba un verdadero enigma. La cuestión pura y simple era que entre la frontera y el refugio de la reserva, el Pueblo de la Franja Colorada no era sólo «hostil» en términos militares, sino que también estaba sujeto a la acción de la justicia. En caso de que llegaran las tropas de Fort McLain, podrían pasar por alto al marshal y al agente de aduanas, pero no estaría de más, pensando en el general Yeager, que pudiera evitarse un gran escándalo en la prensa. Caballito se encontraba en una situación delicada.
Caballito y Big Ear estaban jugando al aro con otros tres, empujándolo con el palo y gritando como niños. Los rodeaba un público elogioso: mujeres con sus complicadas capas de faldas, delantales y blusas, niños desnudos o a medio vestir. Caballito llevaba su camisa de gamuza, taparrabos largo y mocasines altos, la melena recogida en un turbante rojo. Se encaró con Cutler con una mirada de águila, las comisuras de la boca como una incisión en las franjas rojas de las mejillas.
Se dirigió a Cutler con voz intimidante, mientras la congregación de indios a su espalda guardaba un súbito silencio. Nochte se volvió hacia él y, apoyándose en la muleta con menos arrogancia, tradujo:
—Cuando el Pueblo de la Franja Colorada se dirigía a este lugar de reunión, se ha visto atacado por los esepés. Ha matado bastantes, pero ellos han raptado a mujeres y niños. Nantan Tata debe prometer que serán devueltos a sus maridos y padres antes de que los sierraverdes salgan de aquí para dirigirse a Bosque Alto.
Cutler se vio ante la imposibilidad de luchar contra el destino. Dijo:
—Dile que si los sierraverdes hubieran cruzado la frontera hace una luna, esto no habría ocurrido. Dile que no puedo hacer esa promesa.
Una vez transmitido el mensaje, Caballito adoptó un aire aún más feroz, los brazos cruzados en la parte alta del pecho, como un indio de estanco. Caballito no sólo era más astuto y poseía más experiencia que él en tales asuntos, sino que sus argumentos partían de una postura desesperada como responsable del bienestar de su tribu. Mientras que él se limitaba a defender, sin verdadera convicción, una orden bastante vaga del general Yeager.
—Dice que Nantan Lobo debe prometerlo —dijo Nochte.
Él sacudió la cabeza. Vio a Dawa entre las squaws; a Cump-ten-ae, erguido, con el palo apoyado en el suelo. A la vista puede que hubiera otros quince guerreros, en su mayor parte armados y bien ataviados para ser apaches. Evidentemente, su estancia en México había sido provechosa. Caballito se sentó bruscamente en el suelo, y los demás jugadores siguieron su ejemplo. Cutler también se sentó; era la postura para parlamentar. Nochte lo hizo a continuación, apoyándose en la muleta.
—Es preciso —dijo Cutler— que Nantan Caballito se dirija rápidamente a Bosque Alto: han llegado a Ojo Azul dos hombres con papeles como los de San Marcos. Esos hombres tienen poder sobre Nantan Bigotes.
Los sierraverdes, por supuesto, habían reparado en ellos. ¿Quiénes eran?
—Uno tiene papeles contra Nantan Caballito, Nantan Dawa, Cump-ten-ae, Big Ear y algunos sin nombre. El otro quiere llevarse el ganado de vuelta a México.
Caballito rió con desdén. Tenía los ojos hipnóticamente fijos en los de Cutler, como si quisiera atisbar en su interior. Normalmente, al chamán se le descubría de niño, según le había explicado Percy Robinson. El niño formulaba alguna predicción, en el tiempo o en el espacio, que se presentaba a la atención del hechicero oficial, quien, si estaba convencido, emprendía la instrucción de su sucesor. El aprendizaje era riguroso. Si no de verdadera clarividencia, se trataba simplemente de una manera de ver las cosas más intuitiva, o quizá de una especie de capacidad hipnótica, como la que ahora ejercía Caballito con él. Se preguntó qué visión había tenido Caballito de niño, tal vez algo que ver con el trueno: voces que salían del trueno. ¿Qué veía Caballito en el futuro para los sierraverdes? ¿Un futuro de paz en Bosque Alto, una tercera fuga, la muerte? Indeh.
—Vendrán otros a ayudar a esos hombres —prosiguió Cutler—. Habrá graves problemas si llegan antes que los soldados azules. Quizá sea mejor que Caballito vuelva a la Sierra Madre, donde podrá liberar personalmente a esas mujeres y niños.
Le pareció que Caballito sonreía levemente ante su transparencia, como si hubiera previsto cada uno de sus movimientos en aquella especie de partida de ajedrez que los indeh no podían permitirse perder.
Ante el silencio de Caballito, Cutler prosiguió, diciendo:
—Una vez el Pueblo de la Franja Colorada era famoso por su capacidad de salir de noche de un sitio tan en silencio que nadie se enteraba, porque nada se oía. Puede que en San Marcos se hayan olvidado de hacerlo.
Caballito sonrió aún más ampliamente, mirándolo casi con afecto. Ambos sabían que Cutler acabaría prometiéndole al menos que Nantan Lobo procuraría rescatar a las mujeres y los niños de México.
Con implacable resolución, los apaches envolvían con trozos de gamuza los cascos de los caballos, rebanaban la garganta de perros y caballos de piel clara, y hasta se decía que estrangulaban a los niños pequeños para que no los delatara algún grito. Aquella vez no fueron tan crueles. Al anochecer, las mujeres empezaron a empaquetar sus pertenencias en fardos para amarrarlos a lomos de los caballos. Apenas se escuchaba un murmullo. Ningún perro ladró, ninguna criatura lloriqueó. Todo quedó cargado con admirable celeridad, y los doscientos doce hombres, mujeres y niños de la tribu de Caballito, el Pueblo de la Franja Colorada —y acompañándolo, el teniente Patrick Cutler y Nochte, el explorador hoya—, se pusieron en marcha con el rebaño de ganado hacia Medicine Pass.
Cuando el sol aclaró la cordillera de color chocolate hacia el este, Cutler calculó que habían recorrido veinticinco Kilómetros. Ascendieron hacia el paso por terrazas plagadas de cactus, y lo cruzaron a mediodía. En un descanso en el que se consumió cecina y pan de mezcal, Nochte y él conferenciaron con Caballito y los principales bravos. Podían continuar directamente por el valle hacia las Bucksaw, para llegar a Bosque Alto por uno de los pasos, o bien, en caso de que los persiguieran, podrían utilizar la táctica apache de mantenerse en las alturas, desde donde tendrían a sus perseguidores en continua observación. Si eran soldados azules, se verían obligados a seguir por el fondo de los valles debido a sus pesados carros cuba y torpes recuas de mulas. Aún no había señales de la escolta de caballería, ni tampoco de persecución alguna. En línea recta, entonces; comprendió lo que debían ser las emociones de un apache en fuga: ansiedad, euforia, desprecio hacia el enemigo.
Continuaron a buen paso por el valle, los hombres montados, las mujeres jóvenes correteando con sus paquetes o niños en tablas: figuras menudas, rechonchas, de tupida cabellera, que serpenteaban entre cactus y piedras mientras seguían fácilmente el paso a los jinetes. Cutler observó que siempre había algún bravo cabalgando cerca de Dawa, mientras el delicado anciano iba tambaleándose en la silla como un saco de trigo.
El agua potable se almacenaba en una tripa de caballo de unos cuatro metros de largo, cerrada herméticamente por un extremo y bien atada por el otro, que iba cargada al cuello de una montura. A Cutler le daban arcadas cuando se humedecía la boca reseca con aquella agua caliente y no demasiado limpia, y era consciente de que aquello hacía gracia a Nochte, aunque no lo manifestara. Por la noche acamparon en una ladera entre grandes rocas: una perfecta posición defensiva. Fumó cigarros apaches con Caballito, Dawa, Big Ear, Cump-ten-ae y otros varios guerreros, algunos de los cuales hablaban un poco de español, aunque no hubo mucha conversación. En cierto modo, sin embargo, se había ganado el favor de Caballito, convirtiéndose, en realidad, en persona de confianza. Él era consciente de que, a su vez, y por complejos motivos, nunca llegaría a confiar plenamente en los sierraverdes: por las responsabilidades del jefe ante aquellos centenares de personas que habían depositado en él su fe y su bienestar, y por la larga y funesta historia del trato recibido por el ojo pálido. Sin duda existían buenas razones, legítimas e históricas, para las promesas rotas, para las tierras arrebatadas que fueron convenidas en un tratado, para la corrupción, venalidad, despreocupación y puro odio racial de los estamentos oficiales. Nada de aquello debía preocuparle, porque era una zona de arenas movedizas en las que un oficial podía hundirse sin dejar huella.
Así que atravesaron Benjamin Pass y bajaron a la reserva nahuaque de Bosque Alto, donde ya se esperaba a los sierraverdes desde tiempo atrás. Frente a los edificios de la Agencia, donde las Barras y Estrellas se henchían en lo alto de un mástil, los nahuaques observaban —los hombres sentados en la baranda del corral, la mujeres de pie, riendo tontamente— mientras Águila Joven, su jefe, montado en un poni completamente blanco, con un cinturón de abalorios de plata y plumas de águila en el pelo, esperaba para saludar a Dawa y Caballito. El agente Dipple, conocido como Nantan Malojo por ser bizco, estaba en su elevado porche sonriendo de oreja a oreja. Para él era un día señalado, salario y beneficios extra, con doscientas raciones más que repartir: más ganancias para todo el mundo, del primero al último, en el condado de Madison, con los sierraverdes ya en Bosque Alto.
Mientras el Pueblo de la Franja Colorada se apresuraba camino abajo después de la curva hacia la Agencia, los bravos montados, las squaws cargadas, el rebaño de ganado levantando polvo, Cutler se puso a silbar «Carry Owen», la canción de marcha de la Caballería. Proporcionó acompañamiento musical a aquel momento histórico, silbando hasta reventarse las mejillas, con los sierraverdes mirándolo asombrados, algunos sonriendo mientras él, silbando sin parar, celebraba su pacificación, su salvación.
Condujeron el ganado al redil, y el Pueblo de la Franja Colorada se arremolinó en la zona entre el almacén y los corrales, donde les repartieron víveres, a ellos y a sus anfitriones nahuaques. Cutler subió pesadamente los escalones de la Agencia para estrechar la mano a Dipple. Allí había un joven nahuaque, con el pelo al estilo de ojo pálido, sentado con un cuaderno donde llevaba la cuenta.
—Bueno, ya están aquí, por fin —dijo Dipple—. Espero que se lleven bien.
—Puede que sí.
—Confío en que les guste el sitio que he elegido para su ranchería, un par de valles más allá.
—Quizá —dijo Cutler.
—¡Qué buen aspecto tiene ese ganado! ¿Cuántas cabezas, según sus cálculos? Me refiero a los indios. Nosotros hemos contado doscientos veinticinco.
—Doscientos doce.
—Incluyendo niños pequeños en tablas.
—Deben de haber nacido una docena por el camino. Bueno, de ahora en adelante vamos a vernos a menudo —anunció Cutler.
Dipple lo miró con el ceño fruncido, el ojo bizco yéndose hacia un lado y centrándose de nuevo.
—¿Ah, sí? ¿Y por qué?
—El general me ha encargado de asegurarme de que estén a gusto para que no vuelvan a escaparse.
—Sí, a la tercera va la vencida —sentenció Dipple.