4

Con Bunch y los exploradores, menos Tazzi, que se había adelantado con el mensaje para el general Yeager en Bosque Alto, Cutler salió del último paso del desfiladero de Live Oak, y el fuerte apareció a la vista. A la decreciente luz distinguió los retazos de blanco, rojo y azul, tan pequeños desde allí que bien podría haberlos imaginado, en lo alto del mástil situado en el centro de la plaza de armas: el color simbólico que siempre hacía latir más deprisa su corazón, pese al desagrado que le suscitaban sus compañeros oficiales y al desdén que sentía por la estupidez militar. O quizá sólo significara que aquella noche dormiría en su cama, en su cubículo del alojamiento de oficiales solteros.

McLain no era más imponente que otros puestos fronterizos, un fuerte situado en un terreno poblado de álamos plantados por algún antiguo comandante, o más probablemente, por su esposa; en una loma baja, entre colinas más altas, seis cuarteles y comedores de adobe con tejado de chapa ondulada, un edificio administrativo de piedra a un lado de la plaza de armas, y una serie de alojamientos para oficiales casados al otro. Los exploradores vivían en un grupo de tiendas de campaña descoloridas por el sol más allá de los corrales. A Cutler le preocupaba que, si al fin se lograba mantener la pacificación, los exploradores fueran a perder el miserable sueldo del que ahora dependían. Comprendió que aquélla era precisamente la exigencia que motivaba a las Redes Indias, con sus beneficios procedentes de las guerras apaches.

En el portón, Sam Bunch y él se separaron de los hoyas para pasar a caballo frente a un guardia que los saludaba formalmente. Jumbo Pizer, como si esperase su llegada, estaba sentado a su escritorio en la antesala del despacho del comandante del regimiento; se levantó para saludar a Bunch y, sin mirar siquiera a Cutler, los hizo pasar al despacho del coronel Dougal. El coronel, un viejo soldado de cara agria, con la perilla y el pelo tan descoloridos como su rostro sedentario, los saludó efusivamente. Era un oficial tímido e inepto, que sin embargo gozaba de buenas relaciones en las altas esferas militares. Cutler no lo respetaba ni en su capacidad oficial ni en las veladas informales que se celebraban en casa de Ran Boland, donde era propenso a mostrarse sensiblero sobre los viejos tiempos de la guerra. Sus ambiciones quedaron cumplidas después de un hecho de armas sin importancia en Antietam, cuando lo ascendieron temporalmente a teniente general. El coronel ansiaba recuperar al menos una de aquellas estrellas, igual que Cutler añoraba a veces el júbilo de sus primeros años en el ejército.

—De modo que esta vez el general Yeager no ha podido capturar al granuja de Caballito —dijo Dougal, tan complacido como rara vez lo había visto Cutler—. ¡Ya podían haberle advertido de que la suerte no le podía durar siempre! ¡Vaya, vaya!

—Hemos tenido mala suerte, señor —convino Bunch—. Una tormenta, y ya sabe, el trueno habló personalmente con Caballito. ¡Algo increíble!

—Pero creemos que pronto recibiremos noticias de que quiere ir a Bosque Alto —dijo Cutler, sosteniendo la vidriosa mirada de Dougal.

—¿Ah, sí? —contestó alegremente el coronel, volviéndose hacia Bunch—. Bueno, capitán, veo que se nos ha unido en la misma capacidad que el teniente Cutler, aquí destinado como ayudante del general en su proyecto favorito. Cutler, espero que el edecán del general tenga tiempo para informarme del descalabro del comandante en Rock Creek.

—¡Se le agradecería que presentara ese informe mañana mismo, Cutler! —dijo enérgicamente Pizer, aún sin mirarlo directamente.

—Supongo que se me agradecerá igualmente si lo hago pasado mañana, señor Pizer, ¿o no?

—¿Sigue el general en Bosque Alto, señor? —preguntó Bunch.

—No, no, ha vuelto a Santa Fe —respondió el coronel. Se recostó en la butaca y entrelazó las manos en la nuca—. Vaya, vaya, los generales pueden permitirse ser tercos e imprevisibles, si se me permite decirlo. ¡Ja, ja! Y como desde luego bien sabe el teniente, ser ayudante de un general no es un lecho de rosas, ¿eh, Cutler? Bueno, bueno, no quiero retenerlos más tiempo, caballeros; deben de estar muy cansados después de todos sus esfuerzos, por infructuosos que hayan sido. El comandante está furioso, se queja de todo lo que hay bajo la bóveda celeste. —Guiñó un ojo a Cutler, con las mejillas iluminadas con una expresión de complacencia. Luego, inclinándose hasta rozar la superficie de la mesa con la perilla, inquirió en un sonoro murmullo—: ¿Se adentraron mucho en México, caballeros?

—Unos ochenta kilómetros, más o menos, señor —contestó Bunch.

—¿Y qué es lo que han visto por allí, si me permiten la pregunta? ¿Han detectado fortificaciones, capacidad ofensiva, sentimientos antigubernamentales? Seguro que, de hombre a hombre, no dirán que en México se dedicaron simplemente a perseguir a unos renegados, ¿no?

—Pues, sí, señor —respondió Bunch—, eso es exactamente lo que estuvimos haciendo.

Cutler se preguntó cuál era realmente el propósito del coronel; no creía que fuese simple necedad. Estaba cansado, tenía los músculos de las piernas hechos polvo.

—No importa, no importa, caballeros —repuso Dougal guiñándoles el ojo con picardía—. Después de treinta y dos años al servicio de esta nación, cuando uno empieza a atar cabos quizá se vuelve demasiado suspicaz.

Con una sonrisa de depredador disecado, el coronel exhibió una dentadura amarillenta mientras les daba autorización para retirarse con un amistoso gesto de la mano.

—Entonces, me entregará el parte pasado mañana, ¿verdad, Cutler? —preguntó el asistente, mirando con el ceño fruncido hacia la ventana de la antecámara.

—Le daré una copia de mi informe al general —repuso él en tono desdeñoso, saliendo por delante de Bunch.

—¡Por amor de Dios! ¿Quieres decirme qué demonios pasaba ahí dentro? —dijo Bunch, mientras bajaban los huecos escalones hacia la calle.

—Al cabo de treinta y dos años, empiezas a atar cabos y tienes la invasión de México. Y entonces a lo mejor te ascienden a general de brigada.

—Ah, son todos iguales, esos viejos coroneles de mierda —observó Bunch.

* * *

En el salón de oficiales del puesto comercial, Jud Farrier estaba apoyado en el mostrador mientras el soldado que hacía de camarero servía whisky. Alzó la cabeza cuando entró Cutler y rápidamente desvió la mirada. En una mesa, Pete Olin y el menudo Phil Tupper de la Compañía E estudiaban sus cartas, y más allá el Comandante de Hierro y el capitán Smithers jugaban una partida en la desvencijada mesa de billar. Llevaban meses sin invitar a Cutler a jugar debido a su actitud de superioridad así como a su habilidad, pero ésta era la primera vez que no lo saludaban al entrar en el salón de oficiales.

Pidió whisky. En el local se mezclaba el atrayente olor a café, harina, panceta y manzanas secas que salía del almacén detrás de la cortina verde, con el desagradable tufo del alcohol. Los de la mesa comentaron las cartas en un murmullo, como si también le negaran el placer de oír sus voces. Preguntó al del mostrador si ya había pasado por allí el doctor Reilly.

El médico contratado aún no había ido aquella noche. Farrier se había vuelto de espaldas. Smithers dirigió parsimoniosamente la mirada hacia Cutler, para desviarla bruscamente.

Comprendió que aquello era el Silencio, una conspiración con la que los cadetes de la Academia castigaban a quien hubiera cometido alguna ofensa. El cadete culpable de algún acto deshonroso que no acarreara la expulsión recibía el tratamiento del silencio por parte de sus camaradas, que no le dirigían la palabra ni daban siquiera muestras de haberlo visto salvo cuando era inevitable por motivos de servicio. Había oído jactarse a antiguos alumnos de West Point de aplicar el tratamiento del silencio a un oficial a todo lo largo de su carrera. Hombres hechos y derechos. Ahora se lo aplicaban a él.

Se encontraba en un dilema, no sabía cuánto tiempo debía permanecer frente al mostrador para dejar claro el desdén que le inspiraba su desprecio. Claro que el Comandante de Hierro, que sin duda tendría que afrontar una junta investigadora sobre la emboscada de Rock Creek, tenía cubiertas las espaldas. Por su parte, haría bien en escribir esa misma noche su informe sobre ese episodio al general Yeager, acompañado de una copia para el coronel Dougal.

Le alegró pensar que por mucha curiosidad que sintieran, no podrían preguntarle por la incursión al sur de la frontera.

—Una noche tranquila —dijo al camarero de turno, antes de firmar su nota y marcharse sin esperar a Bunch, con quien había pensado encontrarse allí. Que Bunch les contara la expedición a México. Mientras volvía a su habitación bajo los álamos mecidos por la fresca brisa, contuvo un agrio acceso de náuseas.

Subió cansinamente las escaleras hasta su cuarto, encendió una vela y se dejó caer en la cama, alerta por si oía señales de la simpática rata que compartía su aposento.

Llamaron quedamente a la puerta, musitando su nombre. Estaba molido de cansancio, asqueado de sí mismo: el uniforme sucio, él todavía sin lavar, todos los despreocupados errores, desprecios y resentimientos de su vida agitándose como un rumor en sus entrañas. Emily Helms entró apresuradamente, con un traje negro y un velo tapándole la cara. Se arrodilló frente a él con uno de aquellos precipitados movimientos que él creyó admirar una vez.

—¡Pat!

—Creía que ya te habías ido, Em.

—Mañana.

A la tenue luz de la vela distinguía detrás del velo los profundos ojos fijos en los suyos. Ella tomó su mano en la suya, enguantada en negro.

—Siento lo de Lonny.

—Dejaste que lo… —Se interrumpió con un sollozo.

—Estaba muerto, Em —repuso él, en tono paciente—. Lo mutilaron después de muerto. Es su costumbre.

Los apaches mutilaban a su enemigos muertos para que estuvieran lisiados en la otra vida, como Mangas Coloradas, que asesinado y mutilado por los soldados de la Columna California tendría que pasar la eternidad sin cabeza.

—Dicen que tú…

—No saben nada. Yo sí. Lamento que mutilaran su cadáver, pero te aseguro que no lo torturaron.

—¡Lo abandonaste allí! —exclamó ella en un susurro—. ¿Fue por mí, Pat?

Sus procesos mentales eran tan complejos como su atuendo de viuda. ¿Quería creer que había permitido que mutilasen a su marido —o que lo torturasen horrorosamente, aún vivo— debido a su insensato amor por ella? Aspiró profundamente su aroma a polvo de espliego y flores secas, pero también el hedor de su propio agotamiento.

¿Debía recordarle que no había sido él quien la había seducido, tal como ella parecía suponer? Le había estado dando la lata para que la llevara de caza, para que le enseñara a disparar —a Lonny no le gustaba la caza— para que la llevara, en particular, a cazar pavos silvestres. Aquel día no cazaron nada. Ella parecía creer que había sido él quien promovió la aventura, para, después de salirse con la suya, abandonarla por otra mujer. Cutler sabía que, antes de él, ya había sido infiel a su marido, pero por la razón que fuese, el hecho de abandonarla por Lily Maginnis había suscitado la ira de las demás mujeres de oficiales. Lily planteaba cierta amenaza a la institución del matrimonio, de modo que podía entender que cerraran filas contra ella y contra cualquier hombre que se atreviera a frecuentar su compañía. En cambio, Emily simplemente era digna de lástima.

—No pude hacer nada más, Em —dijo él—. Lonny estaba muerto, y el explorador que envié a sacarlo de allí, resultó gravemente herido.

—¡Rescataste a un indio en vez de a Lonny! ¡Dejaste a Lonny para que lo mutilaran unos salvajes! ¿Tanto me odias, Pat?

Escuchó sus sollozos, tratando de reunir fuerzas para negarlo amablemente. Le parecía que todo el mundo pensaba de manera sesgada. Pero ese sesgo quizá sólo estuviera en su imaginación.

—Sé que quieres… a otra —gimoteó ella—. ¡Pero no odies a la pobre Em, Pat!

—No te odio. Lo siento por ti. Lo siento por todo. Ojalá pudiéramos hacerlo de nuevo.

—¡Hasta odias el amor que una vez tuvimos! ¡Hasta de eso te arrepientes!

—Nunca te he prometido nada, Em. Los dos sabíamos que era una locura momentánea.

—Creo que nunca has prometido nada a nadie, Pat. —Se puso en pie, él aún sentado al borde de la cama, mirándolo desde arriba. Tenía las enguantadas manos firmemente apretadas contra el pecho. Sus ojos centelleaban a través del velo.

—Algún día, en alguna parte, Pat, cuando hagas una promesa…, ¡acuérdate de mí!

—Adiós, Em —repuso él.

Cuando no hizo movimiento alguno para besarla, ella salió sin decir palabra de la habitación.

* * *

Bernie Reilly, el médico del puesto, no era militar sino un paisano empleado por el ejército, un hombre pelirrojo, flaco, ligeramente encorvado, con afligidos ojos castaños, la cabeza irónicamente ladeada y una boca torcida, oculta entre la barba rojiza. Llevaba un uniforme de oficial sin galones salvo por una pequeña franja cosida en el bolsillo de la pechera que mostraba un caduceo bordado. Cutler no sabía mucho de él. En la frontera no se preguntaba sobre los orígenes y antecedentes de nadie a menos que el interesado brindara información. El ejército de posguerra había sido un paraíso para voluntarios de apellido corriente y acento sureño, y seguía siendo destino de hombres que deseaban olvidar su pasado. Bernie era de Nueva Inglaterra —a juzgar por la leve estridencia que resonaba en su voz—, un médico competente y humano, casado con una mujer sin hijos de encantos que empezaban a marchitarse y la expresión levemente transida de angustia de quien ve pasar la vida demasiado deprisa.

Al día siguiente, después de que Emily Helms saliera en una ambulancia militar hacia el ferrocarril, los Reilly, como tantas otras veces, invitaron a Cutler a tomar el té. Rose Reilly lo sirvió en una gastada tetera de plata, y Cutler se puso la taza y el platillo en equilibrio sobre la rodilla.

—¿Se ha enterado Pat, Bernard? —preguntó Rose.

Los ojos castaños de Bernie lo miraron de soslayo.

—Hay una nueva ordenanza, Pat. Los oficiales subalternos no podrán asistir a las reuniones sociales de la señora Maginnis, ni tampoco entrar en casa de los Maginnis sin autorización expresa.

Sintió que sonreía como una calavera. Le dieron ganas de arrellanarse en el asiento, pero le preocupaba la taza en la rodilla. Los Reilly lo observaban, Rose inquieta, Bernie irónico.

—¿Desde cuándo?

—Hace una semana o diez días.

Él soltó una carcajada y anunció:

—Pero si yo soy el único oficial subalterno que va por allí.

—Es simplemente increíble que ese imbécil haga semejante estupidez —dijo Rose—. Con eso sólo conseguirán que te empeñes más en visitar a Lily Maginnis, Pat.

—Y a ti no te cae bien, Rose —apostilló Cutler.

—Ya sabes que no —repuso ella—. Puede que en ciertos aspectos del asunto esté de acuerdo con el coronel Dougal, pero no creo que tenga derecho a imponer algo así. —Sonrió desganadamente a Cutler—. Aunque tampoco creo que vayas a hacerle caso, Pat.

—No.

—No sé cuánta fama quieres labrarte por desobedecer órdenes, Pat —dijo Bernie en tono ligeramente irónico.

—Entonces, todo el mundo está enterado de lo de Rock Creek.

—Yo lo he sabido por el comandante, pero también por algunos soldados —contestó Bernie—. A pesar de todo, sólo Pat Cutler podría conseguir que el comandante y el coronel Dougal se aliaran. Tampoco estoy tan seguro de que esta nueva prohibición sea ilegal. Creo que estaría justificada en razón del «buen funcionamiento del servicio».

—Yo recibo órdenes del general Yeager, no del coronel Dougal —sentenció, deseando no parecer petulante.

—A mí sólo me preocupa el hecho de que la prohibición va a fortalecer tu inclinación por esa mujer —dijo Rose.

—Parece que Pat posee cierto don —terció Bernie—. Emily Helms, y luego Lily Maginnis. Es un alivio que yo nunca haya sido atractivo para las mujeres casadas.

—Lo eres para una mujer casada, Bernard —aseguró Rose, ruborizándose mientras se inclinaba para servir más té. Añadió—: Bernard y yo no te criticamos por lo de Emily, Pat. Otras personas, sin embargo, están más que dispuestas a hacerlo.

Rose Reilly estaba interesada en sus asuntos amorosos algo más de lo que a él le resultaba cómodo. Pensó que si surgía algo que le impidiese ver aquella noche a Lily Maginnis, se haría añicos como una copa de cristal. Y no sólo por la profunda expectación de estar con ella. Sus veladas musicales irradiaban un dorado resplandor de buen ambiente, buena compañía, buena conversación —el mayor nivel cultural que podía ofrecer una comunidad fronteriza—, y de belleza también, porque Lily era preciosa. Se respiraba cierta exquisitez, y las cosas no concluían simplemente al término de la velada, sino que podían disfrutarse después y proseguirse en otra ocasión.

—El enfrentamiento entre facciones se ha agudizado en Madison —anunció Bernie frunciendo el ceño—. William Prim me ha dicho que Maginnis y el inglés tienen intención de abrir una tienda por su cuenta. El coronel manifiesta su apoyo a Ran Boland que, después de todo, es un antiguo militar.

El coronel Dougal quizá hubiera sacado provecho de la conferencia del general Yeager sobre las Redes Indias, aunque probablemente no habría reconocido a la tienda de Boland y Perkins como una Red, ni a sí mismo como a uno de los «oficiales corruptos».

—Tú eras asiduo a las partidas de póquer de Boland, Pat —prosiguió Bernie—. Y te alejaste de ellas seducido por las veladas musicales de Lily Maginnis. Así que entenderás la táctica del coronel como amigo de Boland.

—No creo que Ran Boland sea amigo suyo —dijo él. Pero echaba de menos la confraternización masculina de las sesiones de póquer de encima de la tienda, y, aunque había llegado a calificar a los demás habituales de bravucones y aduladores, lamentaba dar la impresión de haberlos abandonado por sus enemigos declarados. Preguntó—: ¿Sabes cómo llama Frank Maginnis a la tienda? «Usura, Maldad y Falsedad, Sociedad Anónima.»

—Y yo sé cómo le llaman a él —repuso Bernie, riendo entre dientes.

La enemistad entre Frank Maginnis y Ran Boland parecía derivarse en principio del testamento del fallecido socio de Boland. Boland calificaba al abogado de buscapleitos y villano rencoroso, aunque a Cutler esa malevolencia le parecía excesiva. Por su parte, las proclamadas denuncias de Maginnis sobre el caciquismo y los beneficios de la tienda también resultaban exageradas.

—Nuestra amistad —dijo Rose— está seguramente bastante consolidada, así que puedo decirte lo que he averiguado de Lily Maginnis. Mi prima vive en Albany, en Nueva York.

Su amistad estaba lo bastante consolidada para constituir el único consuelo que le brindaba Fort McLain. Le había llevado cierto tiempo superar la idea de que la simpatía que le mostraba aquella pareja no era sino una especie de condescendencia, pero eso ya lo había asimilado y su buena opinión tenía ahora su importancia para él. Aunque Lily Maginnis constituía otro lujo cuya pérdida no era capaz de imaginar.

—Lo sé —repuso él—. Fue mala esposa y mala madre. Abandonó a su marido y a su hijo para fugarse con Frank Maginnis.

Rose sacudió la cabeza con tal fuerza que uno de sus rizos castaños le cayó sobre un ojo, y se lo apartó con un gesto de irritación.

—Eso no es todo. Estaba muy entregada a la idea del sufragio femenino. ¡Yo no estoy en contra de eso, Pat! Pero en Albany había un pastor joven y guapo, también partidario de la causa, que era muy buen predicador. Tuvieron una aventura. Fue un gran escándalo, según me dice mi prima en la carta. Aquello produjo una profunda conmoción en Albany, y el movimiento sufragista quedó muy desacreditado. El asunto se convirtió en el hazmerreír de la prensa local. Lily Maginnis no abandonó a su marido y a su hijo. La desterraron ignominiosamente, y además salió a relucir un montón de ropa sucia sobre la custodia del niño. Frank Maginnis era un joven miembro del gabinete jurídico de su marido. Y su relación fue otro motivo de escándalo.

—La gente que viene en el Oeste suele tener un pasado escandaloso en el Este, Rose —repuso Cutler discretamente.

Los ojos azules de Rose se velaron, y bajó la vista hacia la taza. Cutler temió de pronto que rompiera a llorar, su labio superior estirado hacia abajo como el de una criatura que acabaran de regañar.

—Lo que te he contado no te importa nada.

—Me temo que no, Rose.

—Cariño —terció Bernie—, me parece que Pat está irremediablemente atrapado en las redes de esa hembra escandalosa.

—Sí, ponte de su parte —dijo Rose.

—Creo que lo que dice Bernie es cierto —corroboró Cutler.

—Entonces es que estás enamorado y no hay nada que hacer, según veo —concluyó Rose.

Al despedirse, Cutler le dio unas torpes palmaditas en el hombro y le dedicó la sonrisa que, según su impresión, ella esperaba.

* * *

Madison se encontraba a una cómoda hora a caballo de Fort McLain, y se dirigió a la ciudad con el espíritu bien alto tras casi un mes de expedición. Al este, por encima de la oscura linde de los pinos, el sol animaba en las laderas los destellos de la nieve tardía. Las colinas más cercanas ya estaban en sombra. Pasó un carro, tirado por bueyes, también camino de la ciudad, con el carretero sesteando en el asiento. Por aquella región, los transportistas debían pasar no hacía mucho con ojo avizor por si aparecían indios hostiles, con los fusiles cargados y al alcance de la mano. Ahora los apaches estaban concentrados en las reservas, salvo por el Pueblo de la Franja Colorada, que seguía en las profundidades de la Sierra Madre, en México.

Pensando en Lily sentada frente a su piano de cola, tocando para los invitados de aquella noche, se acordó de pronto de Jimmy Blazer. Si había sido un expósito en una casa llena de «madres», también había habido hombres que representaban el papel de padres. Jimmy fue uno de ellos, el «profesor» que tocaba el piano en la casa de tres plantas de la calle Delight. Con su pulcro traje, chaleco de flores, pañuelo al cuello, sombrero ladeado sobre la cabeza y el menudo cuerpo inclinado hacia atrás como en éxtasis, tocaba las notas con muchas florituras, para entretener a las chicas y a su clientela: hombres de negocios del distrito financiero, mineros de la sierra, rancheros de los valles, elegantes de las grandes propiedades de la península. Aquellas veladas cantando sin parar con Jimmy Blazer suscitaban una poderosa sensación, una promesa no tanto de placer como de júbilo, y sabía que aquello era lo que también buscaba en las veladas musicales de Lily Maginnis.

Como otros personajes de su juventud, Jimmy, de misterioso pasado, había recibido una buena formación. Leía poemas, que recitaba y declamaba con grandes ademanes. Hablaba de libros con Ruth Anna y con una de las chicas mayores, llamada Gwen, también de refinada educación. Jimmy enseñó al Pat muchacho a jugar al billar por dinero. Otro hombre, un sureño con levita y manos largas, blancas y hábiles, le había enseñado a jugar al póquer.

No recordaba cuándo se dio cuenta por primera vez de que su vida doméstica era distinta a la de los demás chicos que conocía. Vivía en las dependencias del servicio con dos doncellas mexicanas, dos hermanas regordetas y joviales que le enseñaron español y fueron las primeras mujeres que lo mimaron. Veía a las chicas de la casa, que también lo malcriaban, a la temprana hora de la cena, después de la cual Ruth Anna lo invitaba a veces a su salón del tercer piso, donde le daba zarzaparrilla y ella se servía jerez de una licorera de cristal tallado. Muchas veces la acompañaba alguno de sus galanes, y charlaban los tres como si Pat Cutler también fuera un adulto. En la casa, la actividad no empezaba hasta que él se acostaba, y, por la noche, cuando miraba a hurtadillas por cierta ventana, veía a las chicas con sus impecables enaguas y a los caballeros, casi todos con ropa elegante, apiñados en torno al piano de Jimmy Blazer, abrazados, cantando. Fue mucho más tarde cuando comprendió que el propósito de la casa no era cantar con Jimmy Blazer.

Ruth Anna lo envió a St. Catherine’s School, donde instintivamente trató de ocultar a sus compañeros el hecho de que vivía en una casa pública. Fue en St. Catherine donde estableció un Primer Principio. Una circunstancia vergonzosa o escandalosa no debe esconderse, sino proclamarse.

Mientras cabalgaba hacia Madison en el ocaso del día, animado por la distancia que lo iba separando de Fort McLain y aproximando a la ciudad, reflexionó sobre el adulterio. Frank Maginnis era un marido complaciente muy distinto de Lonny Helms, igual que sus mujeres habían sido diferentes en su manera de llevar sus respectivas aventuras amorosas. La licencia que se tomaba Lily Maginnis procedía de cierta independencia ya establecida, de ahí que el consentimiento de Frank —¡en caso de que prestara alguna atención!— pareciera derivarse de una posición sólida. La de Emily Helms provenía del desprecio hacia su marido, que a su vez parecía despreciarse a sí mismo. Para los apaches el adulterio era un asunto completamente distinto. Las squaws solían ser fieles, pero en ciertos casos excepcionales el marido engañado estaba moralmente obligado a cortar la punta de la nariz a la esposa culpable. En la reserva estaba prohibida esa práctica, junto con la elaboración de tiswin. Cuando la prohibición entró en vigor, los maridos ofendidos pasaron a dar una tremenda paliza a su cónyuge, hasta llegar a matarla en alguna ocasión, y Cutler sabía de cierto honor perdido que había acabado en asesinato y suicidio. Seguramente, cercenar la nariz era una forma más humana de castigar el adulterio.

Lily ponía de relieve que los hombres culpables, por su parte, no recibían castigo alguno.

* * *

Al entrar en la ciudad se encontró con el sheriff Smith, que charlaba a caballo con otro individuo frente a la tienda mexicana, mientras un mexicano de enorme sombrero los observaba desde el porche. El sheriff alzó la mano para saludarlo, un hombre agradable de ojos inquietantemente desiguales en su pálido rostro bajo un sombrero claro de alta copa, con la estrella de su cargo prendida en el chaleco. Cutler reconoció al otro: un bravucón de la ciudad llamado Mortenson, un tipo larguirucho, de cara chupada y mala reputación.

—Mucho tiempo sin verte, Pat —dijo el sheriff—. Persiguiendo apaches, según creo.

Pogie Smith era un habitual de las veladas de póquer en la tienda de Ran Boland, junto con el fiscal Neill MacLennon y el juez Arthur, y perdía con mucha frecuencia. ¿De dónde sacaba los fondos, con mujer, un montón de hijos que mantener y lo que debía de ser un pequeño salario? La respuesta era, sin duda, Usura, Maldad y Falsedad, Sociedad Anónima.

—Una parada para ver a Ran, supongo —dijo Pogie, y, cuando Cutler respondió con un gruñido, sin comprometerse, le lanzó una larga y circunspecta mirada, moviendo a un lado la mandíbula—. Yo lo haría, Patsy. En este momento, Ran está contando a sus amigos.

—A lo mejor me paso —repuso él—. Además tengo que comprar algo.

—Bien, estupendo —dijo Pogie, sonriendo—. ¡No creas que te he echado de menos en las partidas de póquer, Pat! —Volviéndose hacia el otro, añadió—: Jugando a las cartas hay que tener cuidado con éste, Clay.

—¿Ah, sí? —dijo Mortenson, sin interés.

Cutler siguió cabalgando y desmontó frente a la tienda, ató las riendas a la baranda, y cruzó la acera bajo el gran letrero de BOLAND Y PERKINS para comprar algo a Nochte, que tendría una pierna más corta que otra de por vida porque su oficial le había ordenado rescatar a un ojo pálido ya muerto. El interior de la tienda estaba fresco, en penumbra, con rizadas tiras de papel matamoscas colgando de los ventiladores. Al fondo, dos hombres armados se apoyaban en el mostrador. Cutler tuvo la impresión de que se ponían tensos al verlo entrar, relajándose cuando el empleado se dirigió a él.

Había percheros con ropa, piezas de arneses colgando de clavos en las paredes, estantes de camisas de cambray, pantalones vaqueros y productos en conserva, sacos de arroz apilados, trigo y harina de maíz, un agradable olor a granero. Salvo por los dos guardianes, una novedad, la tienda irradiaba una desfasada y anticuada inocencia. Era en el piso de arriba donde se concentraba el poder feudal del condado de Madison.

—¿Se le ofrece algo, teniente Cutler?

Ya había visto lo que quería, colgado en la pared: un sombrero de paja de copa plana adornado con cintas rojas y azules. Mientras el empleado quitaba el polvo a su adquisición con un cepillo, Cutler vio que los dos tipos armados alzaban la mirada hacia la escalera. En el rellano apareció Ran Boland, de hombros estrechos y piernas delgadas, obeso por la cintura.

—Hola, Ran.

—¿De visita, Pat? —dijo Ran Boland, apoyándose pesadamente en la barandilla. Mirando hacia abajo le colgaban los gruesos carrillos.

—Y a comprar un sombrero elegante.

—¡Ah, bueno, es jueves, no! Ya sé por dónde vas: ¡nuevos intereses, nuevos intereses! —Boland sonreía con sus labios rojos como un hinchado payaso de circo—. Vaya, recuerdo no hace mucho, cuando venías a hablar con Ran y los muchachos sobre San Francisco. ¡Nombrabas esas calles de Nob Hill como un meapilas pasando las cuentas del rosario!

Los dos matones miraban boquiabiertos a su jefe mientras el empleado se apresuraba a envolver el sombrero de Nochte en una hoja de periódico. En 1863 se había formado la Columna California para marchar hacia el este y expulsar a los texanos que habían invadido Nuevo México y Arizona. Muchos de ellos, como Ran Boland, se quedaron en el territorio después de la guerra para convertirse en los padres fundadores del nuevo poder angloamericano. Cuando lo trasladaron al Departamento dos años atrás, Cutler se alegró mucho de encontrar un círculo de conciudadanos de California.

—Apreciaba la compañía, Ran —contestó.

—Apuesto a que has estado persiguiendo a Caballito. El viejo Lobo cometió un par de errores por allí, según me han dicho. Cruzó la frontera de tapadillo para capturar a Caballito y en cambio los franjas coloradas lo capturaron a él. ¡Ah, eso sí que tiene gracia! Aunque supongo, Pat, que me dirás que no acierto ni con mucho.

—Has fallado del todo, Ran.

—Bueno —repuso Boland, riendo—, nos encantaría verte por aquí, Pat. Aunque supongo que te habrás cansado de nuestra forma de jugar.

El hombre gordo se volvió para ascender laboriosamente dos escalones y desaparecer por una puerta.

Le pareció que no debía tener en cuenta el doble sentido de sus palabras, y le dolía el cuello de tenerlo estirado para mirar aquella cara de payaso. Pagó el sombrero, ya envuelto en papel de periódico. Cuando se disponía a salir, uno de los pistoleros —un tipo rechoncho llamado Duffy— le lanzó una mirada beligerante. Al parecer, lo habían catalogado como partidario de Maginnis.

Afuera, entornando los ojos para esquivar el mazazo del sol, Cutler pensó que su presencia en las sesiones de póquer del piso de arriba había seguido el curso de la enfermedad de Ran. La primera noche fue bien acogido, la conversación giró en torno a la hija de un ranchero que los demás conocían bien, una preciosa niña de ocho años que se había caído del poni rompiéndose la pierna. Se hizo una colecta, excesiva, según él; conjuntamente, se logró llenar una calesa de golosinas, muñecas, juguetes, vestidos, zapatos, un parasol: todas las maravillas que una niña de la frontera fuese capaz de soñar. Ran Boland, por entonces un hombre robusto, jovial, de encarnadas mejillas e inmejorable salud, condujo personalmente la calesa y entregó su carga a la aturdida niña. Pero en el revés de la medalla estaba el caso de un granjero llamado Cobb. de las cercanías de Riveroaks, que debía atrasos a la tienda. Cobb había tratado de ocultar unas espléndidas monturas californianas que poseía, diciendo al idiota de su hijo que las escondiera en las colinas, en una garganta sin salida. La tienda tuvo noticia de ello a través de un informador, y Boland les envió dos jinetes con máscaras mexicanas del Día de los Muertos compradas en la tienda de González. Asustaron al chico idiota, que salió corriendo: «¡Parecía que no iba a dejar de correr hasta Chicago!». Le expropiaron todo el ganado.

—Él se lo ha buscado —sentenció amargamente el ahora enfermo y obeso Ran Boland mientras daba cartas—. ¡Así aprenderá, él y algunos otros!

En aquella época también se incrementaron los comentarios despectivos sobre el coronel Dougal. Los jugadores de póquer se referían a él como el «viejo de los cojones hechos papilla», debido a sus chistes sobre los maltrechos testículos de la caballería, ridiculizándolo al calificarlo como «el más insignificante coronel del ejército que combate a los indios», al principio a sus espaldas y luego cada vez más a la cara. También resultaba gracioso el sarcasmo de que Dougal mantenía su posición gracias a que su mujer «andaba en compañía de generales en Washington»: eso, seguido de guiños y sonrisas de complicidad. Aunque Cutler, por su parte, menospreciaba a su superior, sentía vergüenza ajena al ver que Dougal era tan insensible que consideraba sus crueles chanzas como prueba de amistad y no de desprecio.

Una tarde vio que un hombre y un adolescente paraban un carro frente a la tienda; el hombre bajó y cruzó la acera mientras el chico se quedaba en el pescante con un pie en el freno, la cabeza baja y un estropeado sombrero de paja tapándole la cara. Su padre se quitó el suyo antes de entrar en la tienda.

Aquella noche Cutler se llevó el bote en la partida de póquer, y al día siguiente llevó los doscientos sesenta dólares a la ruinosa cabaña de la granja cercana a Riveroaks. Casi tuvo que pelearse con Cobb, el granjero, histérico de miedo y recelo, para que cogiera el dinero, mientras que su hijo idiota permanecía inmóvil, frotándose nerviosamente las manos como si se las estuviera lavando.

A la semana siguiente, como castigo o recompensa, conoció a Lily, que estaba comprando en la tienda, una mujer hermosa vestida a la última moda, con una fragancia que parecía una emanación de otro mundo. Se presentó y lo invitó a su soirée del jueves. En aquella primera velada de los jueves lo llevó a ver su biblioteca particular, y, mientras él examinaba las estanterías de libros lujosamente encuadernados en piel, lo llamó desde el dormitorio adyacente. Allí estaba, completamente desnuda en la cama, su piel tan blanca que parecía iluminar todo el espacio circundante.

* * *

En la puerta, Frank Maginnis apretó la mano de Cutler entre las suyas.

—¡Entra, Pat, pasa!

Era un hombre corpulento, con un terno de grueso tejido, cuello alto y almidonado, y un pañuelo a rayas prendido con un alfiler de diamante. En un territorio en el que hasta el último hombre y no pocas mujeres no se consideraban plenamente vestidos sin un arma de fuego, él nunca llevaba ninguna. Cutler se había formado la idea de que el gran amor en la vida de Frank era la justicia. Más en concreto, estaba obsesionado por las injusticias perpetradas por la Red de Boland. Granjeros y rancheros se veían obligados a comprar en su tienda suministros, provisiones y semillas obligados por la proximidad y las deudas, sobre las cuales pagaban un veinticinco por ciento de interés anual, con la expeditiva cooperación del sheriff, el fiscal y el juez en la ejecución de la propiedad de quien se atrasara en los pagos.

Debido a tal preocupación por la justicia, o la injusticia, suponía Cutler, Lily se veía libre para entregarse a sus asuntos amorosos como una mujer liberada dentro de lo que ella denominaba una «unión libre». Y sin embargo era evidente que en aquel matrimonio ambos se querían.

Lily afirmaba que Frank la había rescatado de la esclavitud. Había sido socio comanditario en el bufete de su primer marido, y Maginnis era un apellido con cierto peso político en Albany, donde un tío de Frank había sido vicegobernador. Frank y ella habían venido al Oeste, contaba Lily, en busca de un ambiente más libre y más sano que el de Albany; primero a Santa Fe, donde Lily tenía parientes, y luego al sur, a Madison, lugar en el que Frank se convirtió inmediatamente en el adversario de Ran Boland, como si hubiera sido obra del destino, como si fueran dos mastines con las fauces mutuamente enganchadas al cuello.

Lily estaba de pie junto al piano, medio vuelta hacia un lado, de modo que con su vestido color espliego parecía el tallo de una flor. Hablaba con un hombre con chaqueta de tweed que estaba de espaldas a Cutler. El doctor William Prim, sentado e inclinado hacia delante, charlaba con Tom Fletcher, el topógrafo, que alzó la mano para saludar a Cutler, y Penn McFall, el ganadero más importante del condado, un hombre mayor, ruidoso, de anchos hombros y pelo blanco que, como Cutler, había sido una vez asiduo a las partidas de póquer en la habitación de encima de la tienda.

Dos jóvenes rancheros, ambos armados con revólveres, estaban detrás de Maginnis, no muy lejos, un vaquero joven, delgado y rubio, de poco más de un metro sesenta de estatura, el pelo peinado hacia atrás con una onda sobre atractivas facciones de femenino aspecto. Su compañero, cuyo afilado rostro de rasgos duros le resultaba familiar, le sacaba la cabeza y llevaba pantalones a rayas remetidos en unas maltratadas botas y una camisa azul planchada con esmero.

Lily tenía el pelo recogido en un oscuro moño en la nuca, y el encendido rostro alzado hacia el de la chaqueta de tweed. Sonrió a Cutler con aire ausente. Frank le presentó al vaquero rubio, que se llamaba Johnny Angell. El nombre del más alto era Joe Peake. Los pistoleros de Frank resultaban más presentables que los de Ran Boland.

—¡De vuelta de perseguir a los franjas coloradas, eh, Pat! —lo saludó el doctor Prim.

—¡Los perseguiste hasta que ellos te sorprendieron a ti, según me han dicho! —dijo Penn McFall, como haciéndose eco de Boland.

—De vuelta —dijo él, estrechando la mano de Peake, a quien identificaron como capataz de Martin Turnbull.

Le habían hablado de Turnbull, nuevo en el condado, inglés. El que estaba con Lily debía de ser Turnbull, entonces. La postura de flor de Lily cambió, y el pálido redondel de su brazo hizo un gesto en alguna respuesta al inglés. Cutler se sorprendió al ver que se elevaba humo entre los dos. Turnbull se movió ligeramente, revelando su pipa. De perfil común y corriente, era de estatura media, pelo castaño cuidadosamente cepillado y cejas tupidas. Cutler observó que el joven Johnny Angell estaba tan atento como él a la pareja que se encontraba junto al piano.

—Sí, claro que he visto antes a este soldado —decía Joe Peake—. Dirige esa cuadrilla de rastreadores apaches. Así que ha estado persiguiendo a los indios, teniente. ¿Ha habido suerte?

—Sí —contestó él—. Mala.

—Algunos ya estábamos combatiendo a los apaches cuando los soldados llevabais tricornios y pantalones cortos de montar —dijo McFall, casi a gritos.

Frank llevó a Cutler ante Turnbull. Los ojos de Lily, fijos en el inglés, eran como un castigo a su despreocupada crueldad con Emily Helms, porque parecía haberla perdido en el mes que había estado ausente persiguiendo sierraverdes. Estaba enamorada de Martin Turnbull.

Turnbull era de modales tímidos, y tenía un discreto acento inglés.

—Encantado de conocerlo, teniente. He oído hablar mucho de usted.

—Entonces me lleva ventaja, señor.

—Martin ha venido hace poco de Texas, donde ha estado considerando ciertas inversiones —explicó Lily—. Es un capitalista inglés, y el hombre más agradable del mundo, Pat.

Tenía un húmedo brillo en el rostro, y las manos, adornadas con varios anillos, cruzadas bajo la barbilla. La piel de su pecho y sus hombros resplandecía a la luz de la lámpara.

—Martin ha comprado a Penn el rancho de Peters —anunció Frank, echando la espalda hacia atrás y enganchando los pulgares en los bolsillos del chaleco, su postura característica—. Hemos constituido una sociedad, y vamos a abrir una tienda para hacer la competencia a Boland y Perkins.

—Sí, eso me han dicho.

—He visto al señor Boland hace un rato —dijo Turnbull—. Quería que le comprara un rancho, ha insistido mucho. Le he dicho que nunca me habría instalado en este condado de no haber pedido asesoramiento jurídico de Frank, y que hemos descubierto que somos almas gemelas, por no hablar de la encantadora señora Maginnis. Esperamos obtener buenas ganancias al tiempo que beneficiamos a la comunidad.

—Haremos conjuntamente la competencia a Randy en todas y cada una de sus empresas —declaró Frank—. Es decir, en todas las legales. Prestaremos dinero, pero no al veinticinco por ciento. Y desde luego no exigiremos la condición de que nos compren todos los suministros a nosotros, ni que nos vendan las cosechas.

—¿Qué dice de un «rebaño milagroso», señor Turnbull? —preguntó Joe Peake, lo que provocó más carcajadas. El rebaño milagroso de Boland nunca parecía decrecer, por muchas cabezas que vendiera a Fort McLain y a la reserva de Bosque Alto.

—No, no creo que nos dediquemos a robar ganado, Joe —afirmó Turnbull.

—A Martin ya lo han amenazado —informó Frank—. Un coyote muerto a su puerta. Y por supuesto, yo he recibido muchas muestras de cariño semejantes.

Frank lanzó una significativa mirada al joven vaquero con su revólver enfundado. Johnny Angell hizo un guiño a Cutler, antes de adoptar una expresión severa.

—¡Vigilamos de cerca a esos coyotes!

—Martin no se toma en serio esas amenazas, lo que sin duda es la actitud correcta —dijo Frank—. Pero yo insistí en que contratara a este joven, y Joe dirigirá el rancho.

—Parece que ha caído de pie en el condado de Madison, señor Turnbull —observó Cutler.

—Desde luego ha sido agradable venir a parar a esta morada de ciudadanos de ideas afines. No ocurrió lo mismo en Texas, se lo aseguro.

—El teniente Cutler toca muy bien el piano —terció Lily.

—¡Espero oírlos a los dos esta noche! —repuso Turnbull, poniéndose entre los dientes la corta pipa.

La sirvienta mexicana, con un impecable vestido blanco y un fajín rojo, pasó una bandeja con tazas de ponche.

—¿Y también toca usted ese instrumento, señor Turnbull? —inquirió Cutler. El cinismo frente a las pretensiones de aquella provinciana reunión social parecía el único antídoto para los venenos que intentaba digerir. Pero Lily era como era, ya se lo había advertido. Y debía recordar lo que él mismo había dicho a Emily sobre la locura momentánea.

—¡Oh, yo soy un simple aficionado! —repuso Turnbull—. ¡Pero insisto en que nuestra anfitriona ejerza inmediatamente sus talentos para nosotros!

La sugerencia fue secundada, y Lily se volvió majestuosamente hacia el piano. Sentada, la falda bien arreglada, se inclinó con gesto miope hacia el atril de las partituras, que hojeó. Cutler apostó consigo mismo a que empezaría con un étude de Chopin. Acertó. Tras los aplausos, pasaría a una pieza humoresque. Volvió a acertar.

—¡Bravo! —exclamó Martin Turnbull, aplaudiendo.

El médico, de cara redonda y rojiza entre patillas canosas, estaba al lado de Cutler; originario de Filadelfia, de linaje antiguo y selecto, amigo del presidente de la República, había decidido perderse en aquel apartado lugar del Oeste: rumores de un asesinato, de un matrimonio trágico; muchas habladurías, ningún hecho. El doctor Prim aplaudía dándose golpecitos con dos dedos en la muñeca de la mano con la que sostenía la taza de ponche. Lily se volvió sobre el asiento giratorio del piano y llamó a Cutler.

Sentado frente a las relucientes teclas, pensó en Jimmy Blazer y en las otras reuniones de aficionados al piano: no muy diferentes en estado de ánimo a la de esta noche. Se echó hacia atrás en el asiento tal como hacía Jimmy, imaginándose un sombrero de paja ladeado sobre la cabeza, con un puro del que caía ceniza al florido chaleco. Tocó «La última rosa del verano», pasando a un popurrí de Blazer, y luego a una serie de piezas militares hasta que lo aclamaron. Especialmente entusiastas se mostraron el joven pistolero y Penn McFall, que estaba cerca de él, cantando.

Su destrozado corazón le dio agilidad en los dedos. Tocó «Madre, bésame mientras sueño», «Susan Jane», «Pequeña Annie Rooney», «La paloma». Cuando dejó de tocar y se puso en pie, agotado su repertorio, sonriendo y sacudiendo la cabeza ante las peticiones de que tocara otra, se sintió más animado. Esta vez, Lily bien podía soportar que la eclipsaran.

—¡Muy ameno, señor! —observó Turnbull. Había cargado la pipa de nuevo—. ¡Tiene usted un toque muy popular!

—¡Ah, qué recuerdos me trae eso Pat! —dijo el doctor Prim.

Se reanudaron las conversaciones. Cutler observó que Johnny Angell no perdía un momento de vista a Martin Turnbull, como si se tomara su trabajo en serio incluso allí. El doctor Prim, que estaba leyendo la última novela de León Tolstói en traducción francesa, desbordaba entusiasmo y, pensó agriamente Cutler, también de suficiencia. Turnbull también la había leído, pero no se deshizo en tantos elogios sobre la obra. En realidad, resultaba difícil no apreciar al inglés, al que ya debían haber convocado a la biblioteca de Lily.

—Cuando leo pasajes sobre la más madura Natacha Rostov, pienso en nuestra encantadora anfitriona —dijo el doctor Prim—. Es una dama fascinante y decidida.

—Me parece una comparación acertada —aprobó Turnbull, asintiendo con la cabeza.

—Oh, yo tendré que esperar a la traducción inglesa —dijo Lily—. Sencillamente mi modesto francés no está a la altura de la tarea.

—A mí me enseñaron a leer con la Biblia —dijo Johnny Angell—. ¡En ese libro sí que hay gente decidida!

Todos rieron. Cutler consideró curiosa la elección de aquel guapo hombrecillo como pistolero. Johnny había trabajado para McFall, le informó Peake, para él hasta hacía poco, y ahora para Martin Turnbull.

—¡Oiga, tenga cuidado con ese individuo bajito! —dijo McFall a Turnbull—. ¡Tomaría el pelo hasta al mismísimo diablo!

Se excusó ante Lily, dándole las gracias largamente, mencionando lo tardío de la hora, su edad, sus articulaciones, y la digestión.

Cuando el ranchero se marchó, Johnny, como explicando su posición, dijo a Cutler:

—Hace un año o así cabalgué con los Reguladores del señor McFall. Joe y yo, junto con Jack Grant y Jesse Clary. Nos llamábamos las Cuatro Jotas. Había unos fastidiosos cuatreros de Texas a quienes convencimos de que cambiaran de hábitos. Pero entonces hubo que hacer otro tipo de trabajo que a mí no me apetecía, así que lo dejé y deambulé por ahí hasta que Joe me contrató. Ahora trabajo en la propiedad del señor Turnbull, como ya le han dicho.

—¡Cuéntale la broma que le gastaste al viejo Mac en persona, Johnny! —sugirió Joe—. ¡Ah, fue increíble!

—Bueno, pues un día —empezó a contar Johnny con cierta timidez— se presentó un buscador de oro en el rancho: la Ciudadela, lo llama el señor McFall. Un tipo mayor, de barba gris, estrafalario, como suelen ser esos tíos, la mirada como perdida en la lejanía. Venía a pedir algún favor al señor McFall, y le dije que tenía que alzar la voz, porque el señor McFall estaba bastante sordo. Y al señor McFall le dije lo mismo de él. —Prosiguió con aire solemne—: Bueno, pues empezaron a gritarse el uno al otro. Ya saben cómo es el señor McFall, que no tolera que nadie le gane a nada, y no iba a dejar que aquel minero gritara más que él. Los peones que oían la conversación tuvieron que meterse el pañuelo en la boca, pero supongo que al final fue uno de ellos quien advirtió al señor McFall de que le estaban tomando el pelo, y en todo este tiempo no creo que me haya perdonado del todo.

Joe Peake reía estrepitosamente, pero ahora Johnny parecía avergonzado mientras aceptaba otra taza de ponche.

—Había algo más en todo aquello —dijo Martin Turnbull—. Tal como ha sugerido Johnny, McFall dedicó sus Reguladores a otras tareas distintas de la de expulsar a los cuatreros.

—Le dio por creer que le pertenecía toda la tierra por la que pastaba su ganado —prosiguió Joe Peake—. Tierras que aún no había encontrado el momento de registrar. Así que el trabajo consistía en echar a la gente que trataba de instalarse cerca del agua, y al cabo de un tiempo a todo el mundo.

—Cualquiera puede confundirse a veces sobre lo que está bien y lo que no —dijo Johnny—. Pero allí había mexicanos desde antes que el señor McFall viniera de Texas a criar ganado. Y también son amigos míos.

Su tono era grave, y hubo un respetuoso silencio. Frank Maginnis dijo lentamente, con mucho énfasis:

—Los Reguladores no son la ley. La ley es la ley. A Penn McFall le resultará difícil defender la tarea de sus Reguladores.

—¿Ante quién, Frank? —inquirió Tom Fletcher, que inmediatamente pareció como si deseara no haberlo dicho.

—Ante sí mismo —respondió Frank—. Ante mí. Ante la posteridad. Ante el todopoderoso.

Pidieron a Cutler que contara la campaña contra Caballito, y él los complació. Tuvo la sensación de que no arrojaba luces sobre el asunto, en comparación con la franqueza de Johnny Angell.

—Se pensaría que es la solución perfecta —comentó Turnbull, apartándose de la cara una nube de humo grisáceo—. Pero en México no van a quedarse quietos, ¿no es ése el problema, teniente?

—No, señor, tendrán que hacer nuevas incursiones para suministrarse de caballos, carne, armas y munición.

—¿Y las autoridades mexicanas se muestran dispuestas a colaborar?

Explicó que como los mexicanos temían otra invasión del Norte, cuando los renegados apaches se adentraron en México no permitían que las tropas norteamericanas los persiguieran.

—Las naciones más poderosas tienden a ser poco respetuosas con los derechos de otras que no lo son tanto —observó Turnbull—. Mi propio país es el mayor culpable en ese aspecto, y me atrevería a suponer que Estados Unidos ha aprendido mucho en las rodillas de su madre.

—Conozco a muchos compatriotas que creen que la verdadera frontera meridional de este país es el istmo de Panamá —intervino el doctor Prim—. Y a hombres de por aquí que consideran que debería exterminarse a los apaches, guerreros, squaws y niños.

—Es el principio de que si quieres liberarte de los piojos, primero has de acabar con las liendres —sentenció Tom Fletcher con voz queda. Era un hombre alto, encorvado, de cabello escaso y traje negro, con los inexpresivos ojos azul claro de quien viene de contemplar grandes distancias. Era jefe del grupo de topógrafos que estudiaban la nueva ruta hacia el sur del ferrocarril a través del Territorio. Normalmente se las arreglaba para estar en Madison los jueves por la tarde, y era otro de los que consideraban a Lily con devoción.

—¿Y qué opina usted, teniente? —preguntó Joe Peake—. Que ha disparado contra ellos.

—Que tienen su parte de razón —contestó él.

—Recuerdo que mi padre hablaba de los afganos como muchas veces se habla aquí de los apaches, y en Texas de los comanches —dijo Turnbull—. Pero los respetaba porque combatían por su hogar y por su patria.

—He oído en algún sitio que apache significa «enemigo» en el idioma de los indios —dijo Johnny Angell.

—¿Ha aprendido la lengua apache durante el servicio que ha hecho con ellos, teniente?

—Un poco —contestó él—. En general hablamos en español.

—¡Dinos algo en apache, por favor, Pat! —rogó Lily.

In-yiu —dijo él—. Significa «muy bien».

Esperaron que continuase. Turnbull rió primero, Johnny Angell lo acompañó.

—Está claro —observó Frank al cabo de un momento— que si tratas injustamente a las personas, se convertirán en enemigos tuyos. Cuando ya son enemigos, uno está justificado por haberlos tratado injustamente en un principio. Cuántas veces ha ocurrido esto en la vida del imperio.

Cutler pensó que si esa frase la hubiera pronunciado alguien distinto de Frank Maginnis, habría estado de acuerdo. Con Frank, la impresión era que había que discrepar si uno no quería sentirse tratado con condescendencia. Con sus abultados globos oculares y su boca ancha y apretada, el abogado parecía una rana indignada.

Vio cómo observaba Johnny Angell a Turnbull, con una especie de luminosidad en la expresión que corría pareja con la de Lily. Ambos querían al inglés. Sintió una espiral descendente de vacío.

Tras una cena ligera pasaron de nuevo al salón. Lily tocó «Reminiscencias» de la ópera Norma, de Liszt. Después, Chopin. Cutler pronosticó que la culminación de la velada sería el tema de amor y muerte de Tristán e Isolda, de Liszt. Acertó.

Cuando empezaron las despedidas en el vestíbulo de la entrada, Frank y Martin Turnbull desaparecieron en el despacho de Frank, y Lily atrajo a Cutler a un rincón del comedor, ya a oscuras. Allí se apretó entre sus brazos, el rostro contra su pecho. Luego estiró el cuello hasta que su boca encontró la de él.

Apartando los labios, maldiciendo su falta de aliento, Cutler dijo:

—¡Estás enamorada de Martin Turnbull!

Los afilados dedos se clavaron en su espalda. Ella aún tenía el rostro alzado, deseando sus besos. Él sintió, más que vio, cómo sus ojos escrutaban los suyos.

—¡Sí! —jadeó ella—. Sí, lo estoy. Más de lo que habría creído posible. ¡Sí! ¡Y también te quiero a ti, Pat!

—No, gracias.

—¿No lo puedes aceptar?

A lo mejor, sí. ¿La mitad en vez de nada? ¿Una cuarta parte? Su voz sonó como si tuviera herrumbre en la garganta:

—Si no tengo otro remedio.

—Oh, Pat, es absurdo y excitante…, y espantoso. No quiero ni pensar en cómo acabará. Fatal, sin duda. Pero entiéndelo, por favor. Una vez me dijiste que lo comprendías.

—Lo sé.

Ella se alzó sobre la punta de los pies para besarlo otra vez; sus labios ardían. Él no respondió.

—Buenas noches, Lily; será mejor que me vaya.

Fuera, a la luz de las estrellas, vio que Joe Peake y Johnny Angell ya habían montado, la silueta de un sombrero más alta que la otra.

—Me ha gustado mucho al piano, lo que ha tocado antes, señor —le dijo Johnny Angell—. Esa música conmovería a cualquiera.

—Vaya, gracias —contestó él.

Desató a Brownie, montó y se despidió. Emprendió el camino de vuelta al fuerte en plena noche, a la luz de las estrellas. El caballo conocía el camino.

* * *

Dos días después, por la mañana, camino del comedor, vio que un jinete moreno se acercaba por el Ala de Oficiales. Nochte, que llevaba su magnífico sombrero nuevo. El explorador desmontó del poni haciendo un elegante giro para aterrizar sobre la pierna buena, sacó la muleta de la funda del fusil y se la colocó bajo el hombro.

—¡Nochte!

—Sí, Nantan Tata. ¡Ves, estoy bien!

—¿Se te ha curado la pierna?

—Se me ha curado bastante bien. ¡Mientras, la muleta! —Alzó la muleta a guisa de saludo, una tenue sonrisa en sus apuestas facciones oscuras—. Pow-ae ha venido aquí, la mujer de Dawa. También la squaw más joven. Caballito está listo para ir a Bosque Alto, si Nantan Lobo vuelve al lugar donde ya han hablado.

—Voy a telegrafiar a Nantan Lobo inmediatamente. Me alegro de verte tan bien, Nochte.

La sonrisa de Nochte indicaba que no habría habido problemas con Caballito si él hubiera estado disponible.

* * *

El general Yeager, sin embargo, ordenó al capitán Bunch y al teniente Cutler que recibieran sin él la capitulación de los sierraverdes, e hicieran lo necesario para entregarlos en la frontera a la caballería, que luego los conduciría a Bosque Alto.