Montaron el campamento en un terreno volcánico a veinticuatro kilómetros al sur de la frontera: Cutler, Bunch y los hoyas Tazzi, Kills-a-Bear, Lucky y Jim-jim. Iban a encontrarse con los emisarios de Caballito, con quien Lucky había establecido contacto. Cuando se concertara la hora y el lugar, el general Yeager se dirigiría al emplazamiento elegido para parlamentar con Caballito y Dawa.
Sudando en el ardiente calor, Cutler y Bunch esperaron, sentados a la sombra de unos álamos junto a un arroyo seco, con los exploradores vigilando en una altura.
Tazzi emitió un penetrante silbido, alzando y bajando el fusil por encima de su cabeza cuatro, cinco, seis veces. Esperaron. Cutler observó cómo corría una gota de sudor por la mejilla de Bunch, poblada por una barba rubia de varios días. En el promontorio aparecieron seis guerreros, larga melena enrollada en una tela, calzados con los altos mocasines apaches, los muslos desnudos bajo el taparrabos, uno de ellos con un chaleco de ojo pálido, dos con camisas de gamuza. Franjas de pintura roja les cruzaban la cara en sentido horizontal.
—¿Pintura de guerra? —musitó Bunch, apoyándose cómodamente en el tronco de un árbol sin apenas corteza.
—Sólo identificación sierraverde. El Pueblo de la Franja Colorada.
—Buena táctica, para ser salvajes.
Lucky bajó hacia ellos con dos de los guerreros. Llevaban los fusiles ladeados exactamente en la misma posición: un guerrero de mediana edad y cara oscura, chato, y otro más joven con una mugrienta cinta en la frente.
Tazzi, orgulloso de su papel de intérprete en ausencia de Nochte y a la espera de que Dandy Bill llegara con el general, se irguió y gritó a los verdes. Consultó algo con Lucky. Asintió solemnemente a Cutler y, con un gesto de la palma de la mano al estilo apache, indicó a los emisarios que se acercaran. Cutler y Bunch se pusieron en pie para recibirlos. Cutler conocía al hombre mayor, era Cump-ten-ae, que llevaba prendida en el sucio chaleco toda una serie de botones y baratijas. El joven parecía asustado, moviendo rápidamente los ojos a derecha e izquierda. Sobré sus cabezas susurraba una brisa entre las ramas, refrescante.
Con ayuda de Tazzi y Lucky, un poco de lenguaje de signos, algo de español y el apache que sabía, Cutler transmitió el mensaje. Nantan Lobo y Nantan Caballito se reunirían en el lugar que se decidiera, con objeto de que el jefe apache y el Pueblo de la Franja Colorada pudieran regresar en paz a Estados Unidos. No a San Marcos, eso quedaba sobreentendido; a Bosque Alto. Lucky ya habría mencionado esa idea. Cump-ten-ae adoptó un aire desdeñoso al oír el nombre de la reserva del condado de Madison, y recriminó a Tazzi: ¡los sierraverdes no podían confiar en ojo pálido, que tantas veces había roto sus promesas!
Lucky, Tazzi y Cutler intercambiaron una mirada. Bunch permaneció con el ceño fruncido, los gruesos brazos cruzados. Cump-ten-ae hizo un gesto para indicar que Caballito se encontraba lejos de aquel lugar.
—Nantan Lobo también está lejos de aquí. Quizá puedan encontrarse dentro de tres días —le comunicó Cutler—. Aquí mismo, o en otra parte.
Los dos sierraverdes conferenciaron. En sus cartucheras, los casquillos de bronce centelleaban al sol que se filtraba entre el verde claro del follaje. A medio día al sur de allí había buen agua y mejores pastos.
—Está bien. Dentro de tres días —dijo Cutler, alzando tres dedos.
Cump-ten-ae asintió con la cabeza y saludó levantando la palma de la mano. Sin decir palabra, los sierraverdes dieron media vuelta a sus ponis e iniciaron la ascensión de la colina hacia donde esperaban sus camaradas, con los fusiles preparados. Cuando desapareció el último de ellos, Bunch se deslizó por el tronco del álamo hasta sentarse.
—¿Cómo ha ido todo, Pat? No he podido entender mucho. Habéis hablado de tres días.
Cutler suspiraba de alivio.
—Quizá vaya mejor cuando aparezca Dandy Bill. Una de sus quejas es que los intérpretes mienten.
Aquella tarde Tazzi y él salieron de caza. Lucky llevó un mensaje al general, y Jim-jim cabalgó hasta el pueblo más cercano para volver con dos botellas de mezcal. Por la noche se dieron un festín de jabalí y los exploradores se emborracharon, haciendo tonterías, tambaleándose y soltando estrepitosas carcajadas ante sus propias payasadas: Cutler sabía que podían ser muy desagradables cuando bebían demasiado. En la reserva estallaban peleas brutales en plenas juergas de tiswin, la cerveza apache. Pegaban a las mujeres, mataban gente. El historial de los soldados azules, sin embargo, no era mucho mejor. Borracho de whisky, él mismo había pegado al capitán Howie, dejándolo inconsciente en un salón de Deadwood.
—La diferencia —dijo a Bunch— consiste en que ellos carecen de ese sentido que a nosotros nos previene de las inevitables consecuencias de nuestros actos. Ellos hacen cualquier cosa sin preocuparse por nada.
—Igual que tú, caballo loco —repuso Bunch—. En cualquier caso, estoy deseando formar una compañía de exploradores. No sé cómo se lo tomará Caballito.
—Con esa misma actitud de no pensar en las consecuencias, supongo —opinó Cutler.
Al día siguiente se desplazaron al lugar del encuentro, donde había un bosquecillo más espeso de álamos junto a un riachuelo con una serie de charcas a lo largo de su lecho. La zona estaba llena de señales apaches, los exploradores parecían inquietos, y su nerviosismo afectaba a Cutler más de lo que le hubiera gustado admitir. Las horas pasaban despacio. Bunch parecía de todo menos nervioso, tallando en un bloque de madera blanca una caja cuadrada con una bola en su interior. Con sus pantalones de faena, zahones de cuero, camisa a cuadros y sombrero de ala ancha, parecía un vaquero en expedición de caza al sur de la frontera. Cutler llevaba un atuendo similar, en caso de que fueran interceptados por tropas mexicanas.
A la tercera mañana, Kills-a-Bear lo despertó con las primeras luces, dándole un codazo, susurrando y señalando con el dedo. Como por arte de magia, en lo alto de la siguiente loma había aparecido una ranchería, cinco wickiups[5] construidas con ramas tiernas y atadas en el centro por arriba, dos de ellas ya cubiertas con mantas, pieles y trozos de lona. Entre las chozas se afanaban mujeres y se elevaban volutas de humo.
Hacia mediodía llegó el general Yeager a lomos de Aggie, ataviado con su casco de lona y su guerrera caqui de múltiples bolsillos. Lo seguía una ambulancia militar y una recua de mulas guiada por un mulero que escupía tabaco. El capitán Robinson se apeó de la ambulancia con dos squaws, polvorientas como piezas de museo. Yeager explicó que Caballito no se las había llevado en su fuga, y las habían traído allí después de enseñarles Bosque Alto para que describieran la reserva a los renegados. Entre ellas estaba una de las mujeres de Dawa, Pow-ae, una anciana matrona de rostro chato con una elaborada serie de faldas superpuestas, blusa corta y trenzas de cabellos grises. La otra, joven y regordeta, estaba muda de terror. Tras ellos salió Dandy Bill, un joven moreno y desabrido, sacudiéndose con un sombrero negro el polvo de su traje de ojo pálido. Era un mestizo capturado de niño por los apaches que se había criado con ellos.
—«Combate el huracán a los más altos» —declamó el general, paseando de un lado a otro frente a Cutler, Bunch y Robinson—. «Y si caen, hácense pedazos.» Eso es de Ricardo III. Ah, pero lo que da su chispa a la vida es la asunción de riesgos. Si tenemos éxito en esta empresa nos considerarán héroes durante un tiempo. Si fracasamos, se me va a caer el pelo.
—Zigosti —anunció Kills-a-Bear, acercándose con una pálida hogaza de aromático pan de mezcal. Había estado comerciando con los verdes instalados en la ranchería—. Nantan Lobo, Nantan Bigotes, Nantan Tata —dijo Kills-a-Bear, ofreciendo la hogaza. Cutler la cogió y le dio las gracias.
—¿Qué significa eso, bigotes y tata? —preguntó Bunch.
—Bigotes son bigotes, ya sabes. Tata es una especie de tío comprensivo, o sea, yo. Lobo es el lobo gris.
Yeager parecía complacido; unas veces tan retorcido y otras tan claro como un niño, Cutler pensaba que jamás llegaría a entenderlo. Los exploradores empezaron a llamar a Cutler Nantan Tata cuando rescató a Nochte en la escaramuza de Rock Creek. Kills-a-Bear permanecía en pie, viendo cómo Cutler partía la hogaza y ofrecía trozos al general y Sam Bunch. Los tres masticaban el alimento básico de los apaches, sustancioso y dulzón, el general asintiendo con la cabeza y señalándose apreciativamente la garganta, hasta que Kills-a-Bear se retiró.
—Sabe a perfume —observó Bunch.
—Si lo comieran los soldados, podríamos perseguir a los apaches con menos impedimenta —repuso el general, masticando su trozo con evidente placer.
Más allá de la ambulancia, en un claro, vigilaban los exploradores, sonriendo y hablando en susurros. Formaban un exótico grupo de desharrapados con sus mugrientas ropas y las rojas cintas del pelo, la melena revuelta y la cara sucia: salvajes de una raza asesina y desesperada, pensó Cutler. En el fondo de su ser sabía que los apaches, depredadores durante toda su vida como sus antepasados desde siglos atrás, no podrían cambiar para acomodarse al modelo de ojo pálido hasta la siguiente generación. En la reserva veían su vida constreñida por el aburrimiento y ensombrecida por injusticias y vejaciones. No habían tenido más remedio que aprender a robar para dar de comer a sus hambrientos hijos, y para comprar whisky, el paliativo universal de la desesperanza. Algunos se incorporarían a los exploradores para ganar el dólar del soldado azul, y en su desesperación otros escaparían de la reserva para hacer incursiones de nuevo: hostiles, que con el tiempo serían aniquilados. Porque si mataban a un guerrero, se necesitaba una generación para formar otro; si un soldado de caballería moría, Nantan Lobo se limitaba a pedir un sustituto. Se llamaban a sí mismos indeh, los muertos; los hoyas también. San Francisco, tal como pensaba Yeager, quizá pudiera cambiar a Joklinney, el joven jefe de los sierraverdes, y convertirlo en algo que sus congéneres nunca serían, pero eso estaba por ver.
—Nantan Lobo no traer muchas squaws bonitas. ¡Eh! —gritó Tazzi con su voz intimidante. Desternillándose de risa, añadió—: Squaw fea cocina para explorador, ¿eh?
Soltó en apache una perorata a las dos mujeres, que estaban muy juntas para protegerse mutuamente, mirando alternativamente a Tazzi y Dandy Bill, mientras él se acercaba. Cruzándose de brazos, empezó a interrogar a la anciana con su áspera voz.
—Esta vieja dice que Dawa la dejó atrás —dijo con desdén Dandy Bill al cabo de un momento—. Demasiado vieja para vivir fuera de la reserva. ¡Le duelen mucho las rodillas! No puede caminar tan lejos. —Se puso a hacer preguntas a gritos a la más joven—: Esta otra, temer palizas de marido. Se esconde cuando Nantan Caballito dice que dejan San Marcos. ¡No la encuentran! No gusta San Marcos, pero no gusta mucho Sierra Madre.
Como si ya hubiera cumplido su misión, Dandy Bill se alejó a grandes zancadas hasta detenerse a la sombra, mirando a una charca con el ceño fruncido.
Cutler consideró el hecho de la rebelión de las mujeres frente a la marcha del Pueblo de la Franja Colorada de San Marcos por orden de Caballito. ¿Y si la mayoría de una tribu no deseaba volver a una vida de incursiones? ¿Estaba su cabecilla obligado a inclinarse ante su voluntad? Si a la mujer de Dawa le dolían las rodillas, ¿cómo no iban a dolerle al propio Dawa, que debía de tener más de setenta años? Observó cómo Lucky ofrecía pan de mezcal a las squaws.
—Apuesto a que Caballito acepta mi ofrecimiento después de discutirlo durante un tiempo conveniente —dijo el general Yeager.
—Y ahí lo tenemos, me parece —observó el capitán Robinson.
En el cerro los observaba una cuadrilla de apaches con franjas rojas en las mejillas. Uno de ellos, algo adelantado de los demás, llevaba una camisa de gamuza. Era Caballito.
Tres de ellos bajaron en fila al campamento, con cintas en el pelo, las terrosas mejillas cruzadas por franjas rojas, ropa variopinta, excelentes caballos robados y Springfields de retrocarga: Caballito, Big Ear y el viejo Dawa. En el cerro quedaron otros siete, con los fusiles preparados.
Big Ear, joven, con boca de tiburón, cinta blanca en torno a la frente, negros mechones cayéndole sobre los hombros, miraba a izquierda y derecha con los ojos entornados. Iba muy erguido, cabalgando al lado del viejo jefe, un hombre flaco con el rostro arrugado como una nuez. Pero quien atrajo la mirada de Cutler fue el primer jinete: el infame jefe de la tribu, un hechicero que supuestamente hablaba con el trueno, un jefe vilipendiado como cruel asesino, pero famoso por la astucia de sus emboscadas, la ferocidad de sus guerreros, la rapidez de sus movimientos en una incursión, y el coraje demostrado en su enfrentamiento con el general Yeager en la Sierra Verde tres años atrás, un cabecilla que había convertido a los sierraverdes en el epítome de la palabra apache.
Más joven de lo que Cutler habría pensado, nariz grande, ojos muy juntos, la boca como un tajo, y un anillo de oro destellando en su oreja izquierda. Tenía un aspecto salvaje, arrogante e inteligente, mientras movía la cabeza con lenta dignidad para estudiar los grupos de hombres que estaban esperándolo.
Desmontaron los tres, Big Ear ayudando a Dawa. El general Yeager avanzó a su encuentro; Caballito y él se abrazaron con fría formalidad. Con paso inseguro, Dawa fue a sentarse junto a la raíz de un árbol caído. Con voz profunda, Caballito habló en apache; Dandy Bill, con su herrumbroso traje negro, permanecía frente a él.
A Cutler no le gustaba el mestizo, tampoco tenía confianza en él como intérprete.
—Discúlpeme, general —dijo—, pero creo que Nantan Caballito sabe suficiente español para que yo pueda dirigir estas conversaciones.
Yeager le lanzó una dura mirada.
—Prefiero conducirlas a través de un intérprete apache como es debido, Cutler. En aras de una mayor precisión. ¿Comprende?
Dandy Bill, que se había puesto rojo de cólera, dijo:
—Caballito dice: «¿A qué has venido aquí, Nantan Lobo?».
—He venido a convencerlo de que vuelva a Estados Unidos a vivir en paz.
—Dice que nunca volverá a San Marcos.
—Yo le pido que vuelva a Bosque Alto.
Hubo una pausa mientras Caballito reflexionaba. Tenía un aire orgulloso y lejano. Cutler pensaba que consentiría en volver a Bosque Alto después de discutir durante un tiempo conveniente, tal como había vaticinado el general.
—¿Y si no lo hacemos? —preguntó Caballito en un inglés parsimonioso.
Yeager se dio un golpecito en la bota con la fusta de montar, dio dos pasos a la derecha y se volvió, deteniéndose bruscamente.
—Entonces te perseguiré y te mataré, aunque tarde cincuenta años.
Dandy Bill tradujo sus palabras en un discordante aullido apache. Caballito esbozó una amplia sonrisa.
—¿Dices verdad? —inquirió.
—¡Digo verdad!
—¡Entonces me quedaré en México!
—¡Los mexicanos os matarán, os arrancarán la cabellera y venderán a las mujeres y los niños!
Caballito soltó una áspera carcajada e hizo un gesto cortante con la mano derecha.
—¡Indeh matan mexicanos con piedras, ahorran balas para ojo pálido!
Los apaches odiaban a los mexicanos más que a los norteamericanos, debido a siglos de masacres, de arrancar cabelleras a cambio de recompensas, y a la esclavización de mujeres y niños. Los mexicanos odiaban y temían a los apaches aún más que los norteamericanos, debido a esos mismos siglos de incursiones y matanzas.
Big Ear, riendo a su vez, hizo el mismo gesto.
—¡Sí! ¡Con piedras!
Dawa emitía una risa tonta, asintiendo vigorosamente. Caballito empezó a caminar frente a ellos de un lado para otro, hablando fuerte y largamente, mientras Dandy Bill traducía con frases como breves ráfagas.
—Yo vivía en paz en San Marcos. Prometí a Nantan Lobo que viviría en paz y así lo hice. Ese hombre, Dunaway, es muy malo. Siempre engaña a los indeh. El peso de la carne nunca es justo. La harina muy mala. Pero viví en paz hasta que unos hombres vinieron con papeles contra mí. Dicen que me llevan a prisión, y a estos dos que están aquí conmigo, Nantan Dawa y Big Ear, también a otros. Como a Joklinney lo llevaron a la cárcel de ojo pálido. Nantan Lobo prometió que eso no pasará. Esos hombres vinieron con papeles contra mí, así que ya no podía vivir en paz en San Marcos.
Se detuvo, cruzándose de brazos, y lanzó una mirada desafiante a Yeager, que permanecía erguido frente a él, en postura militar.
—Esos papeles son por crímenes cometidos hace tres años por los sierraverdes, cuando la fuga de San Marcos. Los papeles no pueden ejecutarse mientras Caballito permanezca en la reserva. Sólo cuando escapa y se convierte en hostil pueden conducirlo a la prisión de ojo pálido, como a Joklinney.
—Las promesas de Caballito igual que promesas de Nantan Lobo —sentenció Caballito.
—Nantan Caballito debe hablarme de esos papeles antes de escapar a México. En Bosque Alto, los sierraverdes estarán con los nahuaques, que son sus amigos. En Fort McLain hay soldados azules que se ocuparán de que el sheriff de Tucson no lleve papeles para conducir a Caballito a la prisión de ojo pálido. Pero los soldados azules no podrán ayudarte si te has ido de la reserva, porque para ellos la ley dice que eres un hostil, y deben perseguirte con ánimo de matarte. Debes volver ahora, cuando todavía estás a salvo, y vivir allí en paz.
—¡En México estoy a salvo! —declaró Caballito, irguiéndose en toda su estatura.
—No lo creo. El ejército mexicano te perseguirá y te matará.
—¡Tú hablas de matar, Nantan Lobo! —gritó Big Ear—. ¡Nosotros te mataremos también!
A su grito, los guardianes del cerro alzaron sus armas, casi apuntándolos directamente. Presa de la tensión, Cutler sintió la culata del revólver en la mano. Las squaws se encogieron, como protegiéndose de algún golpe. Caballito hizo un amplio gesto con las manos y los guardianes bajaron los Springfield.
—No habrá muertos. Aquí hablamos. El viento, las piedras, los árboles oyen lo que decimos. Yo te digo, Nantan Lobo, que confío en ti. De otros ojos pálidos, no me fío.
Su mirada se cruzó un momento con la de Cutler, sus ojos como trozos de obsidiana, duros, tercos y oscuros.
—Entonces, ¿volverás a Bosque Alto? —preguntó Yeager.
Cutler tuvo la impresión de que Caballito temblaba sin moverse. Yeager llamó a las dos squaws. Acudieron con premura y se presentaron a Caballito. Dandy Bill les dijo que describieran lo que había visto en Bosque Alto. Cutler sabía que, a diferencia de la región desértica de San Marcos, allí al menos había bosques y arroyos que corrían por las colinas de la reserva nahuaque. La mujer de Dawa habló con entusiasmo; a la otra, abrumada por la presencia de los grandes hombres que la rodeaban, tuvieron que inducirla a hablar varias veces. Big Ear le lanzó una pregunta con brusquedad y la joven india retrocedió como si la hubieran golpeado. Dawa habló a su mujer con voz trémula, sonriendo y dándose palmaditas en el redondeado vientre.
Caballito paseó la mirada de rostro en rostro, y Cutler sintió una vez más la presión de aquellos ojos desafiantes como un soplo ardiente sobre la cara.
—Volveré a Bosque Alto —declaró Caballito.
Yeager y él se abrazaron. Ahora relucían lágrimas en los ojos negros. Alejándose del general, el apache declamó algo con voz profunda, y Dandy Bill hizo una pausa antes de traducir:
—Cómo asfixia ojo pálido a los indeh, hasta que seamos menos y menos cada vez, hasta que los indeh desaparezcan de la faz de la tierra. ¿Es ése, entonces, tu deseo, gran Ussen?
Cuando Caballito fue a sentarse con Dawa y Big Ear, parecía haberse recobrado. Se procedió a organizar los detalles. Yeager volvería inmediatamente a Bosque Alto para asegurarse de que la reserva estuviera lista para recibir al Pueblo de la Franja Colorada. El capitán y el teniente Cutler permanecerían aquí para acompañar a la tribu hasta el otro lado de la frontera. De allí en adelante serían escoltados por soldados azules. Todo ello llevaría tiempo, porque los sierraverdes se habían dispersado en grupos familiares y muchos de ellos ya se habían internado en las profundidades de la Sierra Madre.
Cutler pensó que al viejo Dawa le había complacido el acuerdo. Big Ear ostentaba una expresión desdeñosa, pero ahora Caballito parecía resignado, la indignación ya extinguida. Abrazó a Cutler y a Bunch, y asintió sonriente con la cabeza, dando las gracias por la ingeniosa talla creada por el capitán: la bola resonando en el interior de su jaula labrada. Los tres indios montaron de nuevo y ascendieron el risco para reunirse con sus guardianes. Desaparecieron.
—Bueno, señor —dijo Bunch—. No parece que se le vaya a caer el pelo todavía.
Yeager echó a andar de un lado para otro, muy ufano, las manos enlazadas a la espalda.
—¡Ah, pero aún no están en Bosque Alto! Ha prometido ir, pero del dicho al hecho hay mucho trecho, y ¿cuánto tiempo tardará en escaparse otra vez? Teniente Cutler, voy a confiarle una misión. Se ocupará de que Caballito no tenga motivos para fugarse de Bosque Alto. Puede contar con mi apoyo total y absoluto, quiero que esta fuga suya sea la última y definitiva. La escapatoria es un tremendo revés para la pacificación, para las relaciones entre ambas razas, para los apaches asentados en las reservas, así como para los ciudadanos del Territorio, desde luego; para el ejército y —apuntó a Cutler con el dedo, como si fuera el cañón de un revólver—… ¡para mí también! ¡Es una orden directa de la que se ocupará usted, teniente!
—Sí, señor —dijo Cutler.
Bunch se quedó mirando al general con las cejas enarcadas como puntos de interrogación.
—Póngalo por escrito en forma resumida, capitán Robinson —ordenó Yeager.
—Creo que Big Ear no estaba muy complacido con la solución —opinó Robinson—. El viejo, algo más.
—Anótelo también. Lleven registro de todo, caballeros —aconsejó Yeager a Cutler y Bunch—. El futuro discurre con menos complicaciones cuando se ha tenido cuidado en documentar el pasado. —Volvió a caminar de un lado para otro, sacudiendo la cabeza—. Es muy desalentador pensar que haya gente tan cínica como para desear que los apaches vuelvan a hacer incursiones sólo porque sacan más provecho en tiempos de guerra que en la paz.
—Desde luego, a Caballito no le falta energía —observó Bunch—. Si yo fuera apache, seguro que le seguiría.
A Cutler le habían conmovido las lágrimas en los ojos del jefe cuando invocó a su dios. Verse cada vez más asfixiado, con menos y menos hombres, hasta que los indeh desaparecieran de la faz de la tierra. También él pensaba que habría seguido a Caballito a la Sierra Madre, de haber sido apache. Era lo bastante combativo para imponer ciertos criterios a Dipple, el agente de la reserva, y a Ran Boland, el de la tienda, pero también poseía la suficiente dosis de realismo para saber que la orden del general era tan imposible de ejecutar como prohibir al viento que soplara.
* * *
El general Yeager a lomos de Aggie, con el capitán Robinson y Dandy Bill en la ambulancia, emprendieron la marcha a la mañana siguiente con la recua de mulas detrás. Los exploradores cavaron un horno para hacer mezcal y salieron a cazar en parejas. Bunch empezó a tallar otra caja con su bola, silbando de forma poco melodiosa. Cutler recordó la tormenta de nieve en Dakota, esperando, con un tranquilo Bunch, a que se produjera un deshielo que tardó en llegar. En sus salidas a caballo, Cutler no dejaba de observar pequeños grupos de apaches, unas veces todos montados, otras sólo los guerreros, con mujeres cargadas apresurándose al paso de los caballos, llevando a la espalda niños amarrados en tablas. Más rancherías aparecían en un ancho semicírculo al sur del campamento.
Una noche empezó a susurrar el viento entre las ramas de los álamos, soplando cada vez con más fuerza hasta que de pronto se puso a llover como si arrojaran cubos de agua desde las alturas. Al cabo de media hora rugía el arroyo. Cutler se acurrucó con Bunch al abrigo de una pequeña tienda apresuradamente montada. Le dominaba una fuerte sensación de ansiedad, como si barruntara una pérdida, una especie de alarmante vacío que no llegaba a comprender. Bunch rezongaba sin dejar de moverse, tratando de ponerse cómodo y de no mojarse al mismo tiempo. La lluvia caía en violentos aguaceros con rachas de truenos, que cesaron antes del amanecer.
Por la mañana, Cutler, Bunch y los exploradores permanecieron junto al henchido y embarrado arroyo, observando la lejana ladera donde habían estado las rancherías sierraverdes más próximas. La estructura de ramas entretejidas seguía en pie, pero la cubierta había desaparecido. No se movían siluetas en la pendiente, tampoco caballos. Enviaron a Lucky a ver si podía encontrar algún sierraverde.
El explorador volvió al campamento alzando las manos vacías. Se habían marchado todos, absolutamente todos. Lucky señaló al sur con la mano.
—¡Muy mala señal! —observó Tazzi con su áspera voz. En español, añadió—: Caballito, hijo del trueno. ¡Trueno habló con Caballito!
Los apaches atendían a diversos temores, a muchas señales y portentos, Cutler lo sabía. Qué fácil sería creer que la tormenta había traído un mensaje. De modo que Caballito no iría esta vez a Bosque Alto, y todo había sido en vano.
—Yo diría que el general te ha dado una orden imposible —dijo filosóficamente Bunch—, mantener a los franjas coloradas en Bosque Alto, cuando ni siquiera vamos a poder conducirlos hasta allí.