Caballito llego a México no muchas horas antes que Cutler y los hoyas, que se vieron frenados en la frontera como si la divisoria internacional fuese un muro de piedra. Cutler se estableció en la aldea de Ojo Azul, compuesta de una cantina y una tienda, unas cuantas casuchas de adobe y algunas construcciones de ranchos largo tiempo abandonados, entre cuyos derruidos muros se abrían angostas troneras para hacer fuego de fusilería. La aldea se había fortificado contra incursiones apaches, porque aquélla era una de sus rutas hacia los santuarios de la Sierra Madre.
Por la tarde llegaron las tropas de caballería, con los pendones desplegados, el Comandante de Hierro al frente del Escuadrón A, y el capitán Smithers, un sureño alto y aristocrático, con recuas de mulas, carros cuba y toda la impedimenta que hacía posible la persecución de los apaches e imposible su captura. Más allá de la cenagosa charca se erigieron tiendas de campaña en ordenadas hileras piramidales de color pardo. Aparecieron los tenientes Farrier y Olin con los Escuadrones F y H, arrastrando una nube de polvo entre pardo y amarillento que se recortaba contra el sol poniente.
En la cantina había tequila, mezcal y whisky, y al otro lado de la charca se materializó una granja de cerdos con mujeres indias y mexicanas. Los cuatro escuadrones del Decimotercero de Caballería de Fort McLain esperaban en la frontera a que el general Yeager, jefe del Departamento, llegara de Fort Blodgett, cerca de Santa Fe.
Aparecieron primero dos oficiales con un destacamento de soldados de caballería, uno de ellos el asistente del Decimotercero, el gordo Jumbo Pizer; el otro, un extraño, un capitán, alguien a quien reconoció enseguida, un individuo gigantesco con fiero mostacho rubio y mandíbula de carnero. Era Sam Bunch, a quien Cutler no veía desde que se marchó del Territorio de Dakota.
En un impulso salió corriendo hacia su amigo, que estaba desmontando.
—¡Sam!
—¡Pat! —La enorme mano de Bunch asió firmemente la suya—. ¡Cuánto tiempo!
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Acaban de trasladarme. Supongo que el general supuso que unos tipos como vosotros nunca atraparían a Caballito sin mí. —Guiñó exageradamente un ojo. Cutler pensó que si seguía sonriendo de aquel modo se le partiría la mandíbula. El único amigo que tenía en Fort McLain era Bernie Reilly, el médico civil contratado por el ejército. Y ahora ahí estaba Sam Bunch, trasladado del Territorio de Dakota. Compensaba con creces la enemistad del comandante.
Pizer observaba el encuentro con una mirada nada amistosa.
—Así que os conocéis, ¿eh?
—¡Servimos juntos en Fort Meade! —explicó Bunch—. Pat y yo fuimos juntos de exploración un mes de marzo, y casi nos morimos congelados. ¡En territorio sioux! Me han dicho que diriges una patrulla de exploradores apaches, Pat. Yo he mandado una compañía de policía crow.
Esa coincidencia parecía tener un alcance que Cutler no lograba determinar. Un agudo toque de corneta anunció la llegada del general, montado en Aggie, su famosa mula torda. Llevaba un salacot y su guerrera de lona de campaña, con múltiples bolsillos. Portaba una escopeta en bandolera, a la espalda, y un par de pavos silvestres colgaban de unas correas atadas a la silla. Lo acompañaba un pelotón de soldados negros y el capitán Robinson, su secretario y asistente principal. Los soldados procedieron a instalarle la tienda, amplio alojamiento que parecía destinado a albergar a algún jeque del desierto. En su mástil central se desplegaron la bandera de Estados Unidos y el estandarte de dos estrellas de Yeager.
Yeager tenía un rostro áspero y desagradable, enmarcado con unas rojizas patillas de hacha. Miró con el ceño fruncido a la tropa formada para inspección y, con aire despreocupado, devolvió el ostentoso saludo del comandante Symonds.
—¡Descansen, descansen! —ordenó, empezando a estrechar la mano a los oficiales de tercer rango. Cutler oyó que decía al capitán Bunch—: ¡Se ha dado prisa en llegar, capitán! ¡Hola, querido muchacho! —dijo a Cutler, estrechándole la mano con firmeza y rapidez.
Avanzó sin prisas a saludar a los suboficiales que habían servido con él en el Territorio de Wyoming, dejando a Cutler con la familiar mezcla de emociones que le invadía siempre que el general volvía a aparecer en su vida: recelo y gratitud, la expectación royéndole las entrañas como un zorro, y junto con una agria resignación, por encima de todo, afecto y respeto.
En cuanto sonó la retreta el general presidió la cena en su enorme tienda, haciendo el primer brindis reglamentario por la caballería. Se bebió un agrio vino tinto del Pass, mientras el soldado negro rellenaba las copas y servía de camarero. Yeager conferenció con el Comandante de Hierro, a su derecha, y el capitán Smithers, a su izquierda. Jud Farrier y Petey Olin, con su rojizo rostro de chico del Bowery, estaban entre los comensales menos importantes, y Jumbo Pizer frente a Cutler, sentado entre Farrier y Sam Bunch.
—Me han dicho que has vuelto a las andadas, ¿eh, Pat? —murmuró Bunch—. ¡Desobedecer órdenes! De la forma más flagrante, sin duda.
Bunch era de Maryland, y siempre alargaba las vocales al final de las palabras.
—No sé a qué viene tanto jaleo —repuso Cutler—. Me ordenaron que no rescatara a un oficial herido y no lo hice.
No lo dijo precisamente en un murmullo, y el comandante, rojo como un ascua, giró los ojos hacia él. Si Bunch ya sabía lo de la disputa, es que había chismorreos sobre la escaramuza de Rock Creek. Tenía la impresión de que los demás oficiales le prestaban aún menos atención que de costumbre.
—Sí, lo abandonaste por uno de tus valiosos exploradores, según me han dicho —dijo Bunch.
—Mi explorador pesaba menos que un ojo pálido muerto. Y resultaba más útil, además.
—¡Ay, Pat, serás teniente toda la vida! Liándote a puñetazos con un capitán en Dakota e incomodando a tus superiores aquí.
Quizá fuera cierto. En Dakota había tenido bastante más rango que Bunch, pero ahora Bunch era capitán, mientras él llevaba ya siete años de teniente. Sin duda eso se debía en buena parte a la pelea que tuvo dos años atrás con el capitán Howie en un salón de Deadwood, estando los dos borrachos. No quería que nadie pensara que le importaba, ni siquiera Bunch.
—Un oficial siempre puede renunciar al servicio —replicó, deseando no parecer un mojigato al decirlo.
—¡Ah, pero sólo conocemos este oficio! ¿Qué otra cosa podrías hacer?
—Jugar a las cartas. Al billar. Hacer de proxeneta.
Al otro lado de Cutler, Jud Farrier evitaba su mirada, cortando un tieso muslo de pavo. Tenía un rostro estrecho, bien afeitado, un alargado labio superior y aspecto de predicador metodista. Ahora arrugó el gesto con aire de censura. El comandante Symonds debía de haber puesto empeño en propagar su versión de lo ocurrido en Rock Creek.
El general se levantó en la cabecera de la mesa, con una mano metida en el bolsillo lateral de la guerrera, mientras Percy Robinson daba golpecitos a una copa con un tenedor.
—Les interesará saber, caballeros —anunció Yeager con su aguda voz—, que el ejército no ha sufrido un ataque semejante por parte de la prensa del Territorio desde la guerra contra Victorio. La noticia de que Caballito se ha vuelto a escapar con doscientos sierraverdes ha levantado un clamor por mi cabellera. «Las malas noticias llegan antes que las buenas, pues aquéllas van raudas, mientras éstas se entretienen»[3], ¿no es eso?
Rió entre dientes, sonriendo luego a los atentos rostros de los oficiales del Decimotercero sentados en torno a la mesa. A Cutler le interesó aquel intento de cautivar a sus subordinados, y también la expresión del capitán Robinson mientras miraba a su jefe, a la vez petulante y obsequiosa, pero también con un asomo de ironía en su maduro rostro, grueso, con la sarta de capilares rotos en las mejillas y la nariz como una ciruela. Percy Robinson era un hombre de talento indiscutible, una autoridad en historia bélica de la caballería y un erudito en asuntos indios, que había publicado una serie de opúsculos en una colección informativa del ejército, delgados volúmenes encuadernados en lona verde: Chamanes navajos, Flora del Territorio de Nuevo México, y otros.
—¡Ah, las Redes! —prosiguió Yeager—. Nuestro recién llegado, el capitán Bunch, estará familiarizado con las Redes Indias del Territorio de Dakota. ¡Ésas no son sino débiles tramas comparadas con las de nuestro territorio! La Red de Tucson, la Red de Santa Fe; ustedes, los de Fort McLain, conocen desde luego la Red de Madison, un apéndice de la de Santa Fe. ¿Qué población que se encuentre cerca de los límites de una reserva india y de sus contratos con el gobierno es tan pobre de espíritu como para no poseer su propia Red India?
Hubo risas, y Yeager sonrió apoyando la mano libre sobre la mesa.
—¿Quiénes son esos caballeros, señores? Puede que el capitán Bunch no lo sepa. Son republicanos, lamentablemente, capitalistas, oportunistas, muchos de ellos, que llegaron durante la Guerra con la Columna California y se quedaron aquí para hacer fortuna. Se los reconoce fácilmente, porque no tienen un aspecto descarnado y famélico. Van bien vestidos, bien calzados, hablan bien. No pueden encontrarse mejores amigos que esos hombres, con tal de que todo vaya según sus deseos. Son mercaderes, banqueros, negociantes, directores de periódicos, políticos y sus lacayos, agentes indios; incluso, lamento decir, algunos oficiales corruptos…
Y algunos, pensó Cutler, como el coronel Dougal, que ni siquiera eran corruptos, sólo de pocas luces y leales a antiguas amistades. Ya había oído antes las opiniones de Yeager sobre la cuestión de las Redes Indias y la prensa del Territorio, que con frecuencia amargaba la vida al general. Aunque parecía que el general hablaba específicamente para él, cosa que era una de las habilidades de Yeager, porque los hombres de Madison que había mencionado eran todos californianos y amigos de Cutler, que había jugado a las cartas con ellos en casa de Ran Boland, encima de la tienda Boland y Perkins. Era bien sabido que dirigían la ciudad y el condado, y hacían grandes beneficios abasteciendo al fuerte y a la reserva de Bosque Alto. Había reído con sus chistes sobre la caballería a la vez que se sentía ofendido por ellos, aunque peor le sentaban sus bromas sobre los apaches, en particular ciertos rumores sexuales que parecían interesar especialmente a los miembros del club de póquer. La compañía de sus paisanos californianos empezó a resultarle cada vez más incómoda, que fueron sus amigos cuando no tenía ninguno en Fort McLain, pero dos meses atrás había conocido a Lily Maginnis y cambió la sala de juego por las veladas de su casa.
—Están llenos de justiciera indignación porque Caballito haya escapado de nuestras garras y pronto vuelva a hacer incursiones al norte de la frontera —prosiguió el general Yeager—. Sin hablar de los estragos que ha cometido en su huida hacia el sur.
Se apoyó en la mesa con ambas manos, paseando la mirada de rostro en rostro.
—¡Pero son unos hipócritas, caballeros! En el fondo se alegran. Se frotan las manos como Shylock. Preparan sus libros de cuentas para las cifras que pronto consignarán en ellos. Porque sus beneficios se incrementan en época de guerra contra los indios. Dentro de su radio de acción se destacan nuevas unidades del ejército, a las cuales suministran provisiones y alcohol, cubriendo todas las necesidades de unos escuadrones cuyo avance depende del estómago. Se hacen ricos en tiempos de guerra, caballeros. En época de paz se sienten cómodos, pero impacientes: engañando a los indios de las reservas e imponiendo sus condiciones a los colonos más necesitados, prestando dinero, recaudando intereses, ejecutando hipotecas, comprando barato y vendiendo caro.
»En estos tiempos tranquilos suministran a las reservas carne echada a perder y pesada con balanzas trucadas, harina con gorgojo y azúcar mezclada con arena. ¿Conocen todos ustedes la historia de los sierraverdes, caballeros? Dejaré que Percy les informe de su compleja jerarquía.
Cutler observó a Robinson, que con las mejillas coloradas se puso en pie y colocó con cuidado la copa de vino junto al plato. El capitán, con una voz que recordaba a la de un maestro de escuela, dijo:
—Deben entender que Dawa, no Caballito, es el verdadero jefe del Pueblo de la Franja Colorada. Caballito es lo que denominan su segundo, y es una chamán de considerables poderes vinculados al trueno. Es decir, el trueno le habla y es la fuente de su poder en su calidad de vidente. Es hechicero y jefe guerrero en la misma medida en que lo fue Sitting Bull en las guerras contra los sioux. El heredero de Dawa propiamente dicho es Joklinney, que actualmente languidece en la prisión de Alcatraz por las sangrientas incursiones que dirigió durante la anterior fuga de Caballito…
—Gracias, Percy —lo interrumpió tranquilamente Yeager—. La otra huida se produjo tres años atrás, como algunos de ustedes recordarán, pero es preciso hacer un poco de historia. Cuando se firmó la paz, a los sierraverdes se les otorgó una reserva en sus montañas natales, la Sierra Verde. Colonos y mineros, sin embargo, empezaron a ejercer la presión habitual, y la Oficina de Asuntos Indios su política, que consiste en derogar los tratados y concentrar las tribus apaches en un número reducido de reservas más grandes. Se trasladó a los sierraverdes a San Marcos. Ése fue su «camino de lágrimas» a un lugar que odiaban: un desierto llano y caluroso, plagado de insectos, con agua insalubre. Además, al encontrarse cerca de Tucson, el agente indio estaba bajo el influjo de la Red de esa ciudad. La primera fuga se produjo por los motivos que he mencionado: los hombres se desesperan cuando ven hambrientas a sus familias. El reverso del «camino de lágrimas» fue el «camino de sangre», la vuelta a la Sierra Verde. Allí, tras una dilatada campaña, estuvimos en condiciones de obligarlos a rendirse y volver a San Marcos.
»Esta vez la Red fue más astuta a la hora de precipitar la fuga. Un sheriff llegó a San Marcos con sus ayudantes y unas órdenes de detención contra Caballito, Dawa y otros bravos “no identificados” por las depredaciones cometidas; todo ello a pesar de las condiciones de rendición, que firmaron conmigo. A los apaches les aterrorizan los “papeles” del ojo pálido, caballeros, y con razón. La cárcel castiga con la rápida muerte de la “enfermedad del hombre blanco”: la tuberculosis. De modo que yo acuso a la Red de conspirar directamente para provocar esta fuga. ¡Son como buitres, caballeros!
Guardó silencio durante un momento, paseando torvamente la mirada por la mesa.
—Y ahora, a través de sus lacayos de la prensa están urdiendo su impía falacia contra el ejército. «Recurriremos, cuando invaden nuestro país, / A palabras pacíficas, transacciones, / Insinuaciones, negociaciones y treguas vergonzosas…»[4] —Esbozó de pronto su mellada sonrisa, y Cutler volvió a maravillarse del encanto que transmitía—. ¡No, no! Que me despellejen por esforzarme en trabar amistad con un enemigo derrotado, que me considera su «Nantan Lobo». Que se quejen de ineptitud, de estupidez, de falta de determinación. ¡Pero que no pongan en duda nuestro valor, la lealtad a la nación que servimos! ¡Y que no lancen calumnias contra nuestros camaradas que han dado la vida en esta empresa!
»Y en una campaña dilatada, ¿cuántos más morirán? —continuó con afán—. Militares y civiles, por no mencionar a los mexicanos…, algunos horriblemente asesinados. ¿Cuántos centenares murieron así en la guerra contra Victorio, cuántos miles en la incursión de Josanie, en la de Chato, en la de Joklinney y en la anterior fuga de Caballito?
»He defendido, caballeros, un convenio transfronterizo que nos permita perseguir a indios renegados en territorio mexicano. Sin éxito. Y así nos vemos retenidos aquí, en una línea invisible que los depredadores apaches pueden cruzar con total impunidad. Cuando lo hagan, no sabemos cuántos expolios y muertes de hombres valerosos se producirán en esta frontera de más de tres mil kilómetros, imposible de patrullar. Hasta esa consumación que los paisanos de este Territorio desean piadosamente y que los buitres de las Redes proclaman con hipocresía: borrar a ese pueblo trágico de la faz de la tierra.
Volvió a detenerse, alzó el puño y lo aplastó con fuerza contra el borde de la mesa.
—Pero, caballeros, los que hemos combatido contra ellos podemos permitirnos un punto de vista más magnánimo. Existe otra vía, que es la que estoy decidido a adoptar: encontrar el medio de convencer a Caballito de que vuelva pacíficamente a otra reserva distinta de San Marcos. ¡Creo que podemos hacer esa concesión a un valeroso enemigo!
El general se sentó entre los aplausos de sus oficiales. Cutler pensó que había llevado a todo el mundo a su bando, incluso al comandante Symonds, a juzgar por su expresión.
El comandante se puso en pie para proponer un brindis por el general Yeager. Con su mandíbula semejante a un cascanueces y su negro mostacho de caballería, parecía un descomunal soldadito de plomo pintado con vivos colores, y representaba todo lo que Cutler detestaba de aquel ejército de posguerra. Era rigorista y bravucón, al tiempo que cobarde y estúpidamente temerario. ¡Además de hipócrita, porque Cutler le había oído discursear sobre la necesidad de «exterminar a esos diablos»! Cutler pensó que el coronel Dougal, otro desquiciado a su modo, quedaría complacido si el comandante Symonds emprendía un galope hacia la muerte en una especie de Little Bighorn con los apaches. Como casi había hecho efectivamente en Rock Creek.
Cuando volvieron a sentarse después del brindis, Bunch musitó:
—Robinson dice que Nantan Lobo quiere verme después de la cena. ¿Por qué crees que será?
«Jefe Lobo Gris» era el nombre que los apaches daban a Yeager, en quien confiaban más que en cualquier otro ojo pálido.
—¿Algo que ver con esa misión de convencer que ha mencionado?
—¡Ah!
El camarero negro sirvió más vino, y Cutler se dio un toque de atención porque estaba bebiendo más de la cuenta. Los excesos lo habían llevado a insultar a sus compañeros oficiales y a pelearse con algún capitán.
—¿Te gusta el pavo? —dijo a Jud Farrier.
Farrier asintió con la cabeza, los labios fruncidos.
—Es pavo de la Red, o sea, buitre.
Farrier no contestó, parpadeando nerviosamente. El capitán Robinson se inclinó sobre el hombro de Cutler para decirle que el general esperaba que asistiera a una conferencia cuando acabara la cena.
* * *
En un compartimiento más pequeño de la tienda el general se arrellanó en una silla plegable, con el cuello de la guerrera abierto. Señaló unas sillas a Cutler y Bunch, mientras Robinson se sentaba al baqueteado escritorio de campaña con papel y pluma frente a él.
—Propongo que pasemos a México para ver si Caballito entra en razón —dijo Yeager. Les sonrió a los dos—. ¿Crees que podremos transmitirle la noticia, Pat?
—Pienso que sí, señor. La hermana de uno de mis exploradores está casada con un sierraverde.
—Quiero organizar una reunión al sur de la frontera. Caballito y, digamos, diez guerreros. Otros diez por nuestra parte. Ha jurado no volver a San Marcos. Muy bien, si vuelve a la reserva de Bosque Alto todo quedará perdonado. Asuntos Indios no tendrá más remedio que dar su conformidad. ¿Crees que le tentará esa propuesta?
—Si no le tienta, puede que muera un general con nueve de los suyos —apuntó Robinson.
Yeager miró a su asistente con los ojos entornados, abrió una caja de puros, escogió uno para él y dio la caja a Robinson.
—Pásala, ¿quieres, Perce?
Robinson pasó los cigarros y los encendió, con su silueta de farola lanzando voluminosas sombras en las paredes de lona.
—Confiaré en ese viejo salvaje, y creo que él confiará en mí —dijo Yeager—. No le culpo por ser incapaz de llevarse bien con Dunaway en San Marcos. ¡Qué trabajo nos dan esos cabrones ambiciosos! No hay descanso para los malvados, ¿eh?
Si la Red de Madison tenía su centro en la tienda de Boland y Perkins, entonces Chet Dipple, el agente indio de Bosque Alto, también formaba parte de ella, pensó Cutler. Bosque Alto, la reserva de la tribu de apaches nahuaques; Fort McLain, que se había establecido para supervisarla, y Madison, la ciudad que había surgido para dar servicio al fuerte y la reserva, formaban, sino una red, las tres puntas de un triángulo.
—No sé si Dipple es mejor que Dunaway, señor —manifestó.
—¡No podrá superar a Dunaway en arrogancia! De todas formas no podemos hacer nada, ¿verdad? La Oficina tiene jurisdicción mientras ellos se encuentran en la reserva, y nosotros la tenemos cuando no están allí. ¡Los únicos indios con los que tenemos algo que ver son los hostiles, según parece! Bueno, basta por hoy. Nos llevamos a tus hoyas, Pat. Y a Dandy Bill de intérprete. Y ahora, capitán Bunch, he solicitado que lo transfieran a mi mando porque posee usted altas calificaciones en la instrucción de exploradores crows en el norte.
—Yo diría que presté cierta ayuda al comandante Nixon en esa empresa, señor —dijo Bunch, irguiéndose en la silla.
—Y el servicio no le disgustaba, ¿verdad?
—En absoluto, señor. Un crow no es simplemente un indio como los demás, ya sabe, señor; son una especie de indios blancos. Yo diría que el comandante Nixon y yo entrenamos a una tropa bastante disciplinada.
—Los apaches tampoco son indios «normales», ¿verdad, Pat? Pero yo no diría que son «blancos». Y dígame, capitán, ¿qué le parecería participar en la expedición que estoy planeando?
—¡Parece una espléndida aventura, señor!
—Tengo la impresión de que se llevará bien con Pat Cutler. Sirvió con él en el norte, ¿no?
—Sí, señor —sonrió Bunch—. Solíamos llamarlo el Viejo Cutlery. Era todo un pugilista, Pat Cutler.
El general ladeó la cabeza para mirar detenidamente a Bunch.
—Ah, vaya, Pat necesita que le protejan de su impulsivo carácter, ¿no es así? Juró no agredir nunca más a un oficial superior. Salvo si hubiera de por medio la más extrema provocación, desde luego.
Bunch rió entre dientes. Cutler sintió que le ardía la cara. Percy Robinson le sonreía insulsamente. Era desesperante pensar que Robinson conociera aspectos de su vida que él mismo ignoraba, por las memorias que le dictaba el general Yeager.
Yeager pidió a Robinson que sirviera una ronda de brandy, y una vez más, la amplia sombra se movió encorvada sobre las paredes de la tienda, mientras Yeager hablaba del empleo de exploradores nativos:
—Ya hace tiempo que los británicos pusieron en práctica esa idea, gurkas, sijs, afganos. Tuvieron aquel motín, desde luego; pero en general el método ha demostrado repetidas veces su validez. Es eficaz y barato. Este país sólo ha utilizado sus recursos en raras ocasiones. Mis propios esfuerzos se han topado con una diabólica oposición. Pero desde luego los crows han demostrado su competencia frente a sus enemigos hereditarios, los sioux. Y por supuesto los rastreadores de Pat han dejado su valía fuera de duda en acciones contra otros apaches. Y ahora, Sam, si me permites tutearte, cuando hayamos llevado a Caballito de vuelta a Bosque Alto, ¡pretendo establecer una compañía de exploradores sierraverdes!
Esbozando su maliciosa sonrisa, Yeager exhaló una nube de humo y se llevó la copa de brandy a los labios.
—¡Sierraverdes contra sierraverdes! —exclamó Bunch.
—¡Precisamente! Hemos descubierto que los indios prestan buen servicio como exploradores tanto contra una tribu enemiga como contra un grupo hostil de su misma tribu. Ahora veremos si estamos en condiciones de sembrar la división en un mismo grupo, de manera que podamos mantener a exaltados como Caballito en una situación comprometida. Propongo ponerte a cargo de su instrucción, Sam.
—¡Gracias, señor!
—Tú los reclutarás. Se convertirán en privilegiados. ¡En hombres ricos! ¡Con qué rapidez se convierten seis dólares al mes en una necesidad! Caballito en libertad es un bochorno para mí, Sam, Pat. Amotinaremos a una parte de sus bravos. Pretendo que ésta sea su última fuga. ¡Estoy harto de que me despellejen en los periódicos!
—Planifica operaciones a largo plazo, general —observó Robinson.
Yeager soltó una carcajada.
—También dispondré de otro medio para controlar a Caballito. Explica al capitán Bunch la estrategia que vamos a seguir con Joklinney, Perce. Puede que tú ya la conozcas, Pat.
—Un poco —repuso él. Sabía que Yeager era tan hábil como Caballito para tender emboscadas, y, como Percy Robinson acababa de decir, planeaba las cosas a largo plazo.
Yeager permaneció inmóvil en su asiento, sonriendo mientras Robinson hablaba.
—Ya me han oído decir antes que Joklinney, el legítimo heredero del viejo Dawa, estaba preso en Alcatraz. En realidad, el general se ha ocupado de que lo trasladen a Fort Point, también en la bahía de San Francisco. Allí se le ha otorgado cierta libertad de movimientos con objeto de que observe las costumbres del hombre blanco, su gran número, sus máquinas, barcos y riquezas; en una palabra, su poder. A su debido tiempo Joklinney volverá con el Pueblo de la Franja Colorada.
—¡Ah, magnífico, señor! —dijo Bunch.
—Creo que, con una compañía de exploradores sierraverdes, Joklinney será capaz de inmovilizar a Caballito en el futuro —afirmó el general—. Y adoptaré procedimientos similares para otras tribus inquietas. Claro que con un tratado que nos permitiera perseguir hostiles en el interior de México remataríamos el asunto.
—Lo que es imposible de considerar son las atrocidades que acompañan a esas fugas —sentenció Robinson gravemente.
—De eso se trata, por supuesto —concluyó Yeager.
Cutler había visto algunos de tales horrores en el tiempo que llevaba en Nuevo México, pero también había llegado a comprender que quienes habían presenciado más horrores que él por haber vivido más tiempo en el Territorio, respetaban a un enemigo que luchaba por su supervivencia. Nochte le había contado algo desde el punto de vista contrario: el asesinato de Juan José, la traicionera captura de Cochise y la tortura y asesinato de Mangas Coloradas por la Columna California. Los apaches no eran los únicos depredadores.
—Pat —dijo Yeager—, intentarás por todos los medios concertar una entrevista con Caballito no muy al sur de aquí, y cuanto antes. Nosotros no seremos más de diez, y espero encontrarme con el mismo número por su parte. Nantan Lobo hablará con Nantan Caballito sobre su marcha a Bosque Alto en vez de a San Marcos.
—Saldré con Lucky a primera hora de la mañana, señor.
—¡Muy bien! —concluyó Yeager, agitándose laboriosamente para sacar un reloj de oro de un bolsillo, consultarlo y darle cuerda.
Cutler y Bunch se pusieron pronto en pie para despedirse.
Fuera de la enorme tienda, en la oscuridad, Bunch se detuvo a mear, suspirando cuando el chorro salpicó en el duro suelo de tierra.
—Menudo pajarraco loco, ¿eh? Será mejor que te diga lo que les he oído decir sobre ti, Pat. Te acostabas con la mujer de un tenientucho, el que no rescataste de aquella emboscada.
—No lo saqué de allí porque estaba muerto —repuso él, sintiendo un frío cerco de sudor en la frente.
—Ah, bueno, ya estás advertido y todo eso —dijo Bunch—. Y a propósito, antes de emprender esta demencial expedición de Nantan Lobo no me vendría mal un coño a la hora de acostarme. ¿Vienes?
—No me apetece, gracias —contestó él.
Así que pensaban que no había rescatado a Lonny Helms porque se acostaba con Emily Helms. La aventura había concluido tiempo atrás, extinta por las desalentadas recriminaciones de Emily de que él la traicionaba con otra.
—Echado a perder por tanta carne blanca —observó Bunch—. Como meterla en un cuenco de cerámica, en mi opinión. A mí me gusta un poco de colorido. Putillas negras, mozuelas indias: si les lavas la grasa de oso del pelo y las endulzas con un poco de perfume entre las tetas, resultan fenomenales. Ellas están ansiosas de dinero para comprar cosas bonitas, y yo estoy deseoso de coños que no estén impregnados de esa profunda tristeza que infunde la carne blanca. Un simple intercambio económico.
—El mismo intercambio económico que el general va a utilizar con sus exploradores sierraverdes.
—¡Ja! —dijo Bunch—. Ah, ahí hay una luz que me guía.
Avanzó pesadamente hacia el farol rojo, mientras Cutler torcía hacia la cantina. Allí se encontraría con sus compañeros oficiales, y, seguramente, con algo desagradable. Más valía que lo afrontara.
* * *
En la cantina había cinco oficiales del Decimotercero, que volvieron un instante el rostro hacia él, y luego al frente, con la luz de la lámpara enmarcando el movimiento en un juego de sombras. En el mostrador, junto al capitán Smithers se erguía Jumbo Pizer, el del grueso rostro, con el acharolado pelo del estado del Maine dividido por una raya en el centro mismo de la cabeza. Dos mexicanos se sentaban en un rincón, enfrentados a un tablero de damas. Cutler se apoyó en el mostrador al lado de Smithers y, en español, pidió un vaso de whisky. Le hormiguearon los músculos de la mandíbula al ver que el dueño, un mexicano de triste bigote, le servía una pócima de una botella sin etiqueta. Smithers se volvió a mirarlo por encima del hombro.
—Una actuación poco brillante la de Rock Creek, Cutler —le dijo, con un marcado acento de Alabama en la voz. Era vástago de un orgulloso linaje militar, cuyo padre había renegado de su juramento de West Point para alzarse en armas por la Confederación. En el dedo medio de la mano izquierda, Smithers llevaba el grueso anillo de oro de la Academia del Ejército.
—Muy poco —repuso Cutler. No creía que Smithers se refiriese al hecho de que el Comandante de Hierro cayese en una emboscada.
—Me gustaría oír su versión.
—¿Mi versión de qué?
—A Lonny deben haberlo tratado muy mal esos franjas coloradas.
—Lo siento, no entiendo. Tendrá que decírmelo a las claras, capitán.
Hubo un denso silencio, con Jud Farrier mirándolo fijamente a la derecha de Smithers, Petey Olin y el asistente desde el otro lado del mostrador. El comandante estaba bebiendo solo, fingiendo que no oía nada.
—¡Vaya —dijo Smithers—, rescatar a uno de sus negros en vez de a Lonny Helms!
El whisky sabía a carbón sazonado con pimienta roja, y un solo trago le produjo un acceso de tos. Smithers le clavó la vista como un tirador de primera a lo largo del cañón de su nariz.
—Es muy justo que oigamos su versión de los hechos, Cutler —insistió, como protegiéndolo del juicio de los demás.
—Ah, bueno, me ordenaron que no rescatara a Lonny —repuso él. Alzando la voz, añadió—: Usted dará fe de eso, ¿verdad, comandante?
El Comandante de Hierro decidió no haber oído.
—De todos modos… —empezó a decir Smithers.
—Lonny estaba muerto —explicó Cutler—. Así que rescaté a mi explorador, que no lo estaba.
—Una orden es una orden, Cutler —afirmó Pizer severamente.
—¡Yo no me estoy refiriendo a las órdenes, maldita sea! —exclamó Smithers.
Bunch le había advertido de que el motivo ya estaba servido. Lonny Helms había sido un joven delgaducho con un corte de pelo presbiteriano, un oficial lamentable cuya infiel esposa solía disertar sobre sus deficiencias en reuniones sociales. Había tenido al menos una aventura antes de Cutler, pero parecía que lo habían escogido a él para cargar con la culpa de su mala reputación.
—Tú dices que estaba muerto, Pat —terció Jud Farrier, sin mirarlo directamente.
Así que era eso.
—Muerto —repitió, asintiendo con la cabeza—. Mi explorador también lo dirá, aunque supongo que el capitán Smithers no aceptaría la palabra de un negro.
El comandante Symonds miraba la partida de damas de los mexicanos, como si absorbiera todo su interés. Cutler no perdía de vista el vaso de Smithers, por si el capitán pensaba despachar el asqueroso whisky en algún sitio distinto de su gaznate.
—No sé —dijo Smithers, con más pesar que ira— si estoy dispuesto a aceptar su palabra en este asunto, Cutler.
—¿Cómo? —replicó él—. ¿Un compañero oficial? ¡Soy consciente de que no he recibido instrucción en West Point, capitán, pero pensaba que el juramento de fidelidad era lo más importante para los sureños como usted!
Supuso que era mejor que Smithers no hubiese entendido a lo que se refería, aunque Pizer lo captó, porque se le quedó mirando con la boca abierta. En aquel preciso momento Sam Bunch, pisando fuerte, se detuvo a su lado.
Cutler le sonrió, algo borracho por el vino del Pass, el brandy del general, el whisky de sabor a petróleo, o por el odio que lo embargaba. En el fragmento de brumoso espejo de detrás del mostrador observó su rostro de barba rala y ojos azules. Sin duda tenía aspecto de alguien que dejaría que unos apaches vengativos torturasen al marido de su amante. El silencio, sólo quebrado por el tintineo de los vasos, duró lo suficiente.
—¿Qué te ha parecido el burdel de la localidad? —preguntó a Bunch.
—Un poco maloliente —rezongó su amigo.
Dejaron la alegre compañía del mostrador y se sentaron a una de las mesas en penumbra, al fondo de la cantina, y el menudo camarero llevó a Bunch una botella de whisky y un vaso.
—¿Por qué no me cuentas lo que ha pasado, Pat? —preguntó, inclinando sobre la mesa el robusto torso. Apestaba a sudor, semen y fluidos femeninos—. ¡Rumores y conjeturas! Te arrestaron por romperle a Charley Howie su cara bonita en una pelea de bar, y debían haberte sometido a un consejo de guerra, con lo que sin duda te habrían despedido. De pronto la cosa se olvidó y te trasladaron aquí. ¡Todo el mundo sabe que fue cosa de Yeager! —Bunch lo miró con los ojos entornados en la penumbra y concluyó—: Corre el rumor de que eres hijo bastardo suyo.
Cutler sintió una familiar turbulencia interior. ¿Acaso no se le había ocurrido a él la misma posibilidad? Y la seguía considerando. Había buscado alguna semejanza suya en el desagradable rostro de Yeager, enmarcado por unas patillas del color del óxido. No existía ninguna, mientras que el parecido era considerable en la fotografía del hijo legítimo de Yeager, un capitán de ingenieros, que el general tenía sobre su escritorio. Ningún parecido con Yeager en su jeta irlandesa, y ninguno tampoco con la recordada belleza de ojos negros de Ruth Anna.
—¿Crees que me parezco a él?
—No te ofendas —dijo Bunch, sonriendo—. Si él tuviera rabo en vez de nariz, se le podría confundir con el culo de esa mula suya yendo de cara al norte. Algún vínculo hay, sin embargo.
Cutler recordó la primera vez que vio a Yeager, en el segundo piso de un edificio de Washington. Nunca había visto tantos oficiales de alto rango, tantos botones en aquella época de levitas cruzadas, tantas hombreras con estrellas.
—Una amiga suya me envió a verlo en el sesenta y cuatro —explicó—. Iba a hacer de mí todo un soldado. —«Un hombre decente», fue lo que Ruth Anna le había dicho en realidad—. Por entonces era oficial de Estado Mayor en el cuartel general de Old Brains. Me asignó a un coronel, que a su vez me asignó a un capitán; acabé sirviendo en un regimiento de Pensilvania justo al final de la guerra, cuando las cosas empezaron a desmoronarse. Capturé a una partida de rebeldes en un colegio. Me concedieron el rango de oficial…
—El teniente chusquero —dijo Bunch—. Pero ¿tuvo Yeager algo que ver con eso?
—Con eso no, pero arregló las cosas para que siguiera en el ejército después de la guerra, conservando el grado. Probablemente tuvo que mover ciertos hilos.
—¿Y por qué lo hizo?
Era otra pregunta habitual. Cutler dio otro trago de whisky. Si tenía un amigo en el ejército, ése era Sam Bunch.
—Debió de ser la mujer que me envió a él —contestó—. Era una madama de San Francisco.
—Ah, sí, sí, te criaste en una casa de putas, como todo el mundo sabe.
—Me metí en un lío y los Perros iban detrás de mí…
—¿Los Perros?
—Una banda de proxenetas y pistoleros. La madama era una antigua amiga de Yeager. Le gusta alardear de que estaba enamorada de él. «La mujer más bella de San Francisco enamorada de un joven teniente de Presidio», eso es lo que dice.
Comprobó su organismo: cierta trepidación en el pecho, un extraño dolor en los brazos, las manos aferrando el vaso de whisky como si fuese una especie de asidero. Pero era un alivio contar esas cosas a Sam Bunch.
—En cualquier caso, ha estado al tanto de mis actividades a lo largo de estos años. Lo veo cada seis meses o así; con más frecuencia en los dos años que llevo aquí. Hablamos sobre Ruth Anna. Me cuenta historias sobre aquella época de San Francisco…, antes de que yo naciera. Los tiempos de la fiebre del oro. Una vez se presentó en Fort Meade para decirme que Ruth Anna había muerto. Aquella noche se emborrachó, de modo que debía significar mucho para él.
Aquella noche fue cuando comprendió que el «joven teniente de Presidio» había estado enamorado de la mujer más bella de San Francisco. Y a partir de entonces se dio cuenta de que todas las mujeres por las que él había sentido algún interés se parecían de algún modo a Ruth Anna. Había fallecido en Sacramento, «pasando estrecheces». Por supuesto había muerto víctima de una asquerosa enfermedad, dijo Yeager amargamente, repitiendo la frase una y otra vez, como para hacérselo creer a sí mismo. Él ni siquiera había sido capaz de creer que había muerto. ¿Cómo podía haber muerto una persona que estaba tan viva en su memoria? Y si ella vivía en él, ¿acaso no viviría en el «joven teniente de Presidio»?
Bunch lo estaba mirando, entornando un ojo y luego el otro, fingiendo quizá una embriaguez mayor de lo que venía al caso. En el mostrador mantenían cierta discusión.
—Siempre que lo he visto así, he creído que iba a producirse alguna revelación —prosiguió Pat—. Pensaba que podría ser un bastardo suyo… con alguna chica de la casa, digamos. Pero nunca me ha explicado nada. Perce Robinson siempre está con él, y como le ayuda con sus memorias, supongo que anotará todo lo que diga.
—De modo que te libró de un consejo de guerra por pegar a un oficial superior en una riña por una puta —dijo Bunch.
—Le estoy sumamente agradecido por el hecho de que utilizara su influencia para convencer a ciertas personas interesadas de que no me apartaran del servicio —dijo él, tocándose la frente con dos dedos en un saludo de respeto—. Y por haberme trasladado aquí en calidad de ayudante suyo. Por entonces el jefe de los exploradores era un paisano. Cuando murió del tétanos, me hice cargo de los hoyas. Se hablaba de que iban a ampliar mi grupo hasta convertirlo en una compañía, debido a la fe que tiene Yeager en los exploradores indios. Pero entonces había paz, después de la otra escapada de Caballito, y dejó de interesarse por eso. Yo informo directamente a Yeager, de manera que Dougal no tiene mucho que decir sobre cómo debo proceder. O, si no, informo a Percy, y él es quien me transmite las órdenes. Sin embargo, de vez en cuando Yeager tiene un acceso de nostalgia, y aparece, o me convoca a Fort Blodgett. Creo que tengo cariño al viejo buitre, y desde luego le estoy agradecido: él se ocupa de recordármelo. Pero puede ser un verdadero incordio.
—Tiene fama de serlo —convino Bunch.
Cutler recordó que desde el toque de retreta había bebido vino, brandy y ahora aquel horrible mejunje; corría peligro de hablar demasiado, como un dique roto. Nunca había habido confidencias como aquéllas entre Sam y él, ni siquiera cuando se quedaron diez días atrapados en Dakota durante una tormenta de nieve, acurrucados uno junto a otro y arropados con mantas y una piel de búfalo. En aquellos días Bunch no había tenido preguntas que hacerle, y en caso contrario Cutler no se habría sentido impulsado a contestarle. Cuando el general Yeager intercedió en el procedimiento del consejo de guerra, Cutler se encontró camino del Territorio de Nuevo México de forma tan precipitada que no tuvo tiempo de despedirse de Sam Bunch.
—Me pregunto —dijo— si puede entenderse que una madama sea la mujer más solicitada de San Francisco. Eso fue en los años cincuenta. Claro que entonces San Francisco era una ciudad especial, y también eran especiales las mujeres que regentaban los prostíbulos.
Ruth Anna quizá hubiera muerto efectivamente de una «asquerosa enfermedad», pensó, pero algo en su cabeza rechazaba la idea de que hubiera tenido clientes, o incluso amantes. Cuando él la conoció, la rondaban bastantes admiradores.
—Fui al colegio con las monjas —prosiguió—. Allí me peleaba con los chicos, y recuerdo que una vez convocaron a Ruth Anna al colegio. Puede que tuviera siete años por entonces. —Hubo de contenerse para no soltar una risita tonta—. Fue como si en el estanque de fuera hubiera surgido un crucero de combate. Llevaba un sombrero con el que parecía medir más de dos metros. Tenía un cutis precioso, aceitunado, y unos ojos enormes; era tan corta de vista que se ponía unos lentes extraños, pequeños y redondos, cuando hacía las cuentas. Llevaba un vestido rojizo, entallado, que debía de tener diez metros de tejido entre pliegues y jaretas, unos veinte kilos de terciopelo. Tenía un pecho impresionante, y entonces se llevaban los polisones, y podías abarcarle la cintura con las dos manos. Bueno, pues allí estaba, junto a la pequeña y reseca hermana Joseph con su hábito blanco. La monja ni siquiera miraba a Ruth Anna a la cara, sólo tenía la vista fija en el alfiler de oro que llevaba a guisa de broche en la garganta…
Ya era suficiente.
—Interesante —observó Bunch, asintiendo diplomáticamente. Se sirvió más whisky—. Y más adelante, cuando tú te estabas ganando el nombramiento de oficial, yo bailaba con mujeres bonitas en la Academia. Pensaba que la vida de un oficial era toda recepciones y bailes, con unas cuantas batallas contra los rebeldes entre medias. ¡Y me casé con una de aquellas mujeres bonitas, además! ¡Pero no sentía mucho cariño por su amorcito, aquélla! Creo que se casó porque pensaba que yo no tenía polla. ¡Menuda conmoción cuando se enteró de que sí tenía! Nunca lo superó.
Cutler sintió alivio de que se hubieran desviado del tema de Yeager y Ruth Anna.
—¡Bueno, por las mujeres, Sam!
—No se puede vivir con ellas ni sin ellas —sentenció Bunch, chocando los vasos. Bajó la voz y prosiguió—: Así que te estabas follando a la mujer del tenientucho que mataron, a la vez que a la mujer de un abogado de Madison. No sé cómo lo haces, sarnoso bastardo.
—Deben ser mis encantos y mi amable carácter.
—El bueno de Cutlery —dijo Bunch afectuosamente—. Pero no parece que tengas muchos amigos en esta brigada.
—No muchos —convino él.
* * *
Aquella noche en su petate, oyendo los resoplidos y ronquidos de Kills-a-Bear mientras contemplaba las innumerables estrellas con la cabeza dándole vueltas y el estómago revuelto por tanto whisky malo, Cutler vio un muerto que le acechaba en la memoria. No era Lonny Helms, sino un proxeneta llamado Big Ed Raines. En su vida de soldado había visto muchos muertos, pero de todos ellos el más impresionante era Ed Raines. Le había disparado un tiro en el ojo por dar una sangrienta paliza a una joven puta de la que él, a los diecisiete años, creía estar enamorado. Raines yacía despatarrado en el suelo, con el ojo encharcado en sangre que le corría por la mejilla, mientras Lizzy, encogida en la cama, en enaguas, se metía los dedos en la boca para no gritar. Y así había sido completamente natural que, cuando oyó en un salón de Deadwood que un capitán odioso de todos modos alardeaba de haber dado una paliza a una puta, afirmara que, según su experiencia, sólo los chulos pegaban a sus fulanas, y que le sorprendía saber que admitieran proxenetas en la Academia, y mucho menos que los nombraran oficiales del Ejército de Estados Unidos. Ese discurso suyo, y la respuesta del capitán Howie, acabó con él dando un puñetazo a un oficial superior, que, al caer al suelo, se dio un golpe en la cabeza contra el borde de una mesa lo bastante fuerte como para quedar inconsciente.
Por ese primer delito y otros abusos en los que, como niño mimado del salón de Delight Street, en el barrio de Nob Hill de San Francisco, había incurrido —polvos gorroneados, puros, alcohol y láudano consumidos y sustraídos, más la general arrogancia de un varón de diecisiete años, criado en un burdel y atractivo para las mujeres—, fue desterrado a Washington, D.C., con instrucciones de presentarse ante el viejo amigo de Ruth Anna, el general Yeager.
—Es hora de que ese caballero se ocupe de ti —le dijo Ruth Anna—. Que haga de ti un soldado, ya que has decidido divertirte con armas de fuego. Le informarás de que es su deber convertirte en un hombre decente.
En su memoria permanecía como un ángel del destierro. Jamás olvidaría un solo detalle de su rostro ni su figura, sobre todo aquellos enormes ojos en los que aún podía sumergirse, la nube de pelo negro que aureolaba sus rasgos fruncidos en una mueca de desaprobación, decepción e incluso desagrado, y sin embargo, pese a toda su severidad, su aspecto irradiaba aquella ternura que quizá constituyera la verdadera base de su belleza, de modo que incluso en su desgracia sintió que algún día lo perdonaría, que lo llamaría de vuelta a su lado, como si sólo se tratara de un castigo temporal…
Pero nunca había vuelto a verla, y cuatro años después el general Yeager le dijo que había muerto, en Sacramento, pasando estrecheces, de una asquerosa enfermedad.