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Siguiendo a sus rastreadores apaches por la pendiente de la hondonada, entre chumberas y ocotillos, Cutler los vio congregados en lo alto, señalando, riendo. Eran seis: piernas cobrizas bajo las sucias camisas, montados en ponis de color pardo, larga cabellera negra envuelta en turbantes. Nochte hizo una señal moviendo dos veces la carabina hacia arriba y hacia abajo.

Cutler apretó el paso cuesta arriba, tan agotado al cabo de dos semanas de perseguir indios hostiles que apenas era capaz de picar espuelas, y con Blackie demasiado fatigado para responder. Tazzi le gritó al estilo indio, como si el hombre blanco fuera sordo:

—¡Eh, mira, ojo pálido loco[1]!

Abajo, en la distante hondonada, había dos buscadores de oro con sus mulas, harapientos y cubiertos de polvo, sudorosos, con sombreros oscuros calados sobre la frente. Uno estaba sentado en el suelo con el pico sobre las piernas y mirando el fusil que sostenía entre los brazos, como temiendo alzar la vista hacia los apaches de la cima, que se mofaban de ellos. El otro se esforzaba en subir por un terraplén de tierra rojiza, que no llegó a coronar, porque apenas podía mantenerse en pie. Tomó carrerilla y volvió a fallar. También empuñaba un fusil, y tampoco miraba hacia lo alto.

¡Mucho miedo! —dijo Nochte.

Skinny y Lucky hablaban socarronamente en apache. Jim-jim se irguió en los estribos para agitar la carabina con aire amenazador.

—¡Eh, ojo pálido, no te asustes! —gritó Tazzi—. ¡Éste, amigo!

Cutler oía jadear al buscador de oro como si se le fueran a reventar los pulmones mientras intentaba de nuevo subir a la carrera los tres metros de terraplén. Agitó la gorra y gritó:

—¡Caballería! ¡Exploradores!

Ninguno de los dos respondió. El buscador sentado parecía paralizado. El otro emprendió otra desesperada carrera hacia el terraplén. Cutler cayó en la cuenta de que él mismo no debía tener un aspecto muy diferente al de los hoyas. Aunque llevaba uniforme —pantalones y gorra—, estaba tan mugriento como ellos, y seguro que no se le veían los galones plateados en las hombreras. Llegaron Chockaway y Benny Dee, que venían con los animales de carga.

—¿Qué ves? ¿Qué ves? —gritó Benny Dee.

El buscador de oro que trataba de subir corriendo el terraplén estaba ahora apoyado en el fusil, jadeando, inclinado como un signo de interrogación. El otro dejó con cuidado el arma en el suelo, a su lado, y se apoyó en el mango del pico para ponerse en pie.

Skinny y Lucky seguían con sus rechiflas, dándose palmadas en la pierna. ¡El sentido del humor de los apaches! Sin dejar de reír atarían a un colono capturado a una de las ruedas de la carreta, boca abajo, y lo asarían a fuego lento hasta que se le saliera el cerebro derretido por las orejas. Riendo, los exploradores hoyas prepararían una emboscada a guerreros de su propia raza fugados de la reserva y, por tanto, catalogados como «hostiles» por la ley de ojo pálido. Y esos mismos hostiles devolverían riendo el favor. Muchos soldados de los territorios de Arizona y Nuevo México habían muerto oyendo carcajadas apaches. Resonaban entre los horrores de la guerra, la derrota, las depredaciones y las represalias, la pacificación, la concentración y el exterminio.

Cuando Cutler recibió aquella misión como ayudante de campo del general Yeager, sentía como todo militar la habitual mezcla de desprecio y respeto hacia los apaches, que eran torturadores, devoradores de entrañas, crueles salvajes, hombres de la Edad de Piedra. Al principio no se preocupó de aprender su lengua, discordante y gutural, porque podía dar a entender sus requerimientos por medio de Nochte, su intérprete, capturado de niño por mexicanos y criado en un rancho de Chihuahua. Muchos otros apaches también sabían algo de español, que él conocía debido a su peculiar infancia. Poco a poco se fueron ganando primero su interés, y luego, muy a su pesar, su afecto. Si una vez le habían parecido imposibles de distinguir, ahora le resultaban tan diferentes como lo eran los soldados de caballería. Nochte, Kills-a-Bear y él habían intercambiado confidencias, aunque Cutler, como oficial propiamente dicho, mantenía cierta reserva con ellos. Aquellos dos eran hombres serios, inteligentes. Tazzi no hacía sino lanzar pullas, lo que ocultaba cierta vulnerabilidad. Los otros se mostraban más tímidos con su oficial que él con ellos. Había elaborado un diccionario para su propio uso, con ayuda de Nochte, trasladando confusamente lo que parecía un exceso de consonantes a signos fonéticos, consciente del riesgo de que una simple pronunciación incorrecta transmitiera significados diferentes.

Se vio también cada vez más interesado en sus creencias y costumbres, basadas en un sólido sentido común. Al vivir en grupos familiares, al menos conocían a sus antepasados. En eso llevaban ventaja a su superior.

Cutler se consideraba buen soldado, pese a algunas anotaciones adversas en su hoja de servicios, y la principal, bien lo sabía, consistía en que era un teniente «chusquero», y no fruto del Gran Batallón Gris del Hudson[2]. También los hoyas eran buenos soldados, pese a su cara sucia y su pelo enmarañado. Kills-a-Bear, con Nochte traduciendo, le había dicho que casi era ya adulto cuando descubrió que además de por la fuerza los hombres también morían de otra forma.

Si la caballería, sin ayuda de los exploradores apaches, daba con una partida de hostiles, lo más probable es que fuera una emboscada, y lo único que los soldados verían de su presa serían nubes de humo detrás de unas peñas. Sin embargo, oficiales tercos y arrogantes como el coronel Abraham Dougal, al mando de Fort McLain, desconfiaban de los exploradores y se resistían a contratarlos. Aunque Cutler y los hoyas estaban acantonados en McLain con el Decimotercero de Caballería, él se encontraba en comisión de servició como ayudante de campo del general Yeager, jefe del Departamento.

Dijo a Nochte que mantuviera a los exploradores en la cima y dirigió a Blackie cuesta abajo, hacia el campamento de los buscadores de oro. Alzó la palma de la mano en señal de paz, confiando en que aquellos idiotas no empezaran a dispararle al buen tuntún.

—¡Exploradores de Fort McLain! —gritó.

Ninguno de los dos se movió, sólo lo miraron fijamente bajo el ala del sombrero. Habían hecho algunos tajos en el terraplén. Más allá de la tienda de campaña pastaban dos mulas, sacudiendo la cabeza para arrancar la correosa hierba.

Cuando se acercó, el del pico empezó a mover las mandíbulas. Escupió un salivazo de tabaco. Sus ojos inexpresivos eran de un azul tan claro, que al mirarlos Cutler tuvo la sensación de atisbar en el interior de una calavera. El hombre suspiró, tosió, sacudió la cabeza.

—¡Por Dios Todopoderoso, creí que esos demonios iban a acabar ya mismo con nosotros! ¡Santo cielo!

—Caballito se ha fugado de la reserva. Creemos que ha pasado cerca de aquí.

—¡Santo Dios!

—¿Qué dice, Georgie? —gritó el otro.

—Dice que Caballito anda suelto otra vez.

—Se dirige a México —les informó Cutler—. Con unos doscientos sierraverdes. Es una fuga numerosa.

—Esos tipos de ahí arriba van con usted, ¿no? —dijo el que jadeaba, poniéndose derecho—. Ya nos dábamos por muertos, estaba hecho.

—Ha habido algunas matanzas, pastores y soldados. De momento estarán más seguros en la ciudad.

—¿Es que el ejército no puede mantener en la reserva a los apaches, esos diablos asesinos?

—Lo intentamos. Para que ustedes no sufran tanto cuando andan por ahí cavando hoyos. Les aconsejo que se vayan a Madison hasta que acabe todo esto.

Hizo girar a Blackie e inició la lenta ascensión hasta donde esperaban los hoyas. Eran como parte integrante del terreno, de aquellas prominencias de color terroso que salpicaban el territorio, hombres a caballo que se habrían fundido con el paisaje a no ser por la blanca pata delantera del poni de Kills-a-Bear y por la mancha pálida en el de Lucky. Habían dejado de reírse de las payasadas de los buscadores de oro y ahora mantenían simplemente una actitud vigilante.

Cutler agitó un brazo: adelante. Nochte y Tazzi imitaron su gesto. Emprendieron la marcha, esperando cortar el paso a los sierraverdes antes de que hallaran refugio al otro lado de la frontera. En algún sitio detrás de aquellas colinas estaba el comandante Symonds con los escuadrones A y D. Toda la caballería disponible se había dirigido de inmediato a los principales pasos y abrevaderos, con la esperanza de interceptar a Caballito en su huida, mientras los exploradores, más despacio al principio, rastreaban el avance de los renegados.

Nochte y Kills-a-Bear cabalgaban delante con su característica postura encorvada, buscando señales. Así llamados por su hogar ancestral de la Sierra de Hoyas, los hoyas eran apaches occidentales, y aunque el resto de su tribu se había instalado en reservas de Arizona, conocían bien aquel territorio por la época de sus propias incursiones. Eran exploradores por naturaleza y formación, como todos los apaches. Toqueteando una mierda de caballo sabían si era de la caballería o de una montura hostil. Por la huella parcial de un mocasín sabían si era chiricahua o mimbre, mezcalero o sierraverde; por la huella de una herradura determinaban si al caballo lo habían herrado mexicanos o norteamericanos.

Kills-a-Bear hizo una seña a Nochte y los dos desmontaron ágilmente, agachándose entre la maleza. Asintieron a la vez, el rostro de Nochte resuelto y joven, aquilino para el de un apache, el de Kills-a-Bear mayor y horriblemente desfigurado, con su ojo averiado y la mejilla surcada de cicatrices. Nochte se incorporó, limpiándose los dedos de forma precisa, casi melindrosa.

—¡Verdes! —gritó. Sierraverdes. Del Pueblo de la Franja Colorada. La tribu de Caballito.

Siguieron las señales. Siempre que perdían el rastro, los hoyas se desplegaban en semicírculo, encorvados sobre la silla mientras estudiaban el terreno. No eran amigos de los sierraverdes, y, cuando algún grupo se fugaba de la reserva y empezaba a cometer expolios, la vida de los que se habían quedado, de todos los apaches, de todos los indios, se volvía difícil. Los periódicos del Territorio reanudaban su clamor en favor del exterminio de los apaches, los jóvenes fusilados o ahorcados, las mujeres y los niños repartidos entre las tribus pacificadas del Territorio Indio.

Cutler también sabía interpretar algunas señales, una rama partida con el centro de color claro, rayas en el suelo, y en una ocasión una serie de arañazos en tierra blanda. Los exploradores aceleraron la marcha y él percibía su seguridad en la erguida postura de sus cabezas. Un grupo tan numeroso como aquél, que tenía que cargar con niños y ancianos, podía viajar con mayor rapidez que la caballería, cuyo avance se veía obstaculizado por cuerdas de mulas y material móvil. Los exploradores eran más veloces. Sin embargo, viajar más rápido que Caballito suponía el riesgo de alcanzarlo en un lugar de su elección.

A última hora de la tarde oyeron una tenue sucesión de disparos. Por delante se alzaban unas colinas, y entre ellas una depresión por donde, según sabía Cutler, el Rock Creek serpenteaba a través de un angosto desfiladero. Allí era donde el comandante Symonds había alcanzado a Caballito, o más probablemente, donde Caballito había tendido una emboscada al «Comandante de Hierro». Las fatigadas monturas respondieron por un momento, con Tazzi, Nochte y él ahora en vanguardia, siguiendo los demás en fila y los animales de carga a la zaga. Llevaban el sol a la espalda.

Tras un silencio se reanudó el tiroteo, más cerca. Avanzaron en fila de a uno a lo largo del arroyo, casi seco en aquella época del año, con un hilillo de agua comunicando las pedregosas charcas. Allí saltaba claramente a la vista el rastro de muchos caballos, herrados por la caballería: los escuadrones A y D alcanzando a Caballito en un lugar escogido por el indio.

Cutler apretó de nuevo el paso en dirección al desfiladero, un abrupto acantilado cubierto de cactus a la derecha y terrazas volcánicas a la izquierda. Se avivó el tiroteo, muy cerca ya; distinguió una voluta de humo en la parte empinada. Los exploradores se habían quedado en taparrabos, preparados para el combate, los sucios rostros sonrientes bajo los rojos turbantes, la carabina en la mano.

Una bala se aplastó en una peña al lado de Cutler. Como a una señal, el purpúreo sol se ocultó tras el meandro del cañón. Desmontó y se puso a cubierto tras una peña grande y lisa, Kills-a-Bear y Tazzi con él, los demás refugiándose donde podían. Las mulas habían quedado retenidas más atrás.

—Ve a ver —dijo a Tazzi.

El hoya, achaparrado y de anchos hombros, se abrió paso, agachándose, entre los peñascos que tenían delante. Hubo otra tregua de disparos. Kills-a-Bear señaló con el dedo a diversos puntos de la colina de enfrente para indicar la posición de los fusileros. Por supuesto, había descubierto a más de un hostil. Cutler hizo señas a Jim-jim, el mejor tirador, señalando a una voluta de humo. Jim-jim apoyó el cañón de la carabina en una peña, guiñando el ojo. La carabina restalló. Accionó la palanca y volvió a disparar. Una bala golpeó contra la piedra y emitió un silbido.

Aparecieron Tazzi y un soldado, agachados; un sargento del escuadrón A, el rostro sucio y manchado de pólvora.

—Mucho problema, soldado azul —observó Tazzi.

—¡Teniente Cutler, señor!

—No ha tenido el comandante el suficiente sentido común para no seguir a Caballito y caer en una trampa como ésta, ¿verdad?

—¡No sabíamos que los hostiles estaban tan cerca, señor! Nos obligaron a dividirnos. El comandante, el teniente Helms y una docena de soldados están atrapados ahí enfrente. ¡Hay muchas bajas! ¡No sé si aguantarán hasta la noche, señor! El capitán Smithers se alegrará mucho de que haya aparecido usted.

Dudaba de que el capitán Smithers o el Comandante de Hierro se entusiasmaran con la ayuda de unos exploradores apaches, y tampoco complacería al teniente Lonny Helms que Pat Cutler le echara una mano.

—Dile que intentaré darles un respiro haciendo una maniobra de distracción. —Volviéndose a Nochte dijo en español—: A ver si alguien conoce un atajo que lleve al otro extremo del cañón. El comandante y unos soldados azules están atrapados allí.

Skinny conocía el camino. Apenas parecía mayor que un muchacho, con unas piernas como barritas de regaliz, cabellera espesa y una carabina casi tan larga como él. Dejando a Tazzi con el sargento y llamando a Chockaway, que estaba con las mulas, Cutler emprendió la marcha con los seis exploradores. Con dobles cartucheras cruzadas sobre la espalda desnuda, se apresuraron delante de él por el lecho del arroyo hacia otro desfiladero, por cuya ladera de pizarra los condujo Skinny. Por allí volvió a aparecer el sol, y Cutler sudaba con su uniforme de lona, jadeando por el esfuerzo de seguir el paso a sus subordinados. Entonces oyó disparos abajo. Indicó a Jim-jim que cubriera el borde del acantilado y le ordenó abrir fuego contra cualquiera que asomara la cabeza cuando él diera la señal disparando un tiro contra la cara de granito. Desde el borde vislumbró las negras cabezas de varios guerreros de Caballito, y, más allá, cierto movimiento por donde se refugiaban las mujeres, los niños y los ancianos. No pudo establecer el paradero de la manada de caballos, entre los que había remontas robadas a la caballería. Hubo otro alto el fuego.

Abajo, a la izquierda y cerca de una charca redonda, había dos soldados muertos y el cadáver de un caballo. No pudo distinguir la posición del Comandante de Hierro y su destacamento hasta ver una gorra que se agachaba tras una roca. Los apaches eran malos tiradores, pero gracias a los fusiles de repetición compensaban con potencia de fuego lo que les faltaba en precisión. Los soldados no eran mucho mejores. Debido a la tacañería del gobierno, muchos reclutas disparaban en combate su primer tiro.

Vio un rápido movimiento en la pared de enfrente, sobre el desfiladero: dos cuerpos cobrizos que actuaban en concertación. Una roca empezó a rodar hacia abajo, despacio al principio, casi deteniéndose, ganando impulso luego. Rebotando en un pronunciado saliente, cayó con estrépito y rodó hacia la atribulada avanzadilla del Escuadrón A, para estrellarse contra las peñas del fondo del cañón.

Skinny siguió conduciéndolos, hacia abajo ahora, entre matorrales a los que se agarraban para facilitar el descenso. Cutler maldijo la estupidez y la mala fortuna del comandante Symonds. A la vuelta de un recodo de granito volvió a aparecer el arroyo, a unos treinta metros bajo sus pies. Envió a Lucky de nuevo a lo alto del risco para eliminar a los verdes que surgiesen, y apostó a otros en posiciones estratégicas, sirviéndose de Nochte como intérprete en vez de emplear su rudimentario apache. Otro peñasco inició su estrepitosa caída hacia el fondo del desfiladero. Esta vez uno de los guerreros permaneció demasiado tiempo al descubierto, agitando desafiante el taparrabos, y Cutler pudo apuntar con toda comodidad y hacer fuego. El indio giró en redondo, cayó al suelo y se arrastró para ponerse a cubierto. Pasaron silbando unas cuantas balas.

Agachándose entre las peñas, Nochte y él bajaron corriendo la última pendiente hasta el lecho del arroyo. Allí encontraron entre las piedras el cadáver de un cabo, boca abajo, despatarrado, la espalda hecha papilla. Más adelante había otro, yaciendo de lado, como dormido, con una pierna flexionada. Un poco más allá había un soldado con los ojos tan desorbitados como dos huevos fritos.

—¡Por Dios santo, teniente, en qué posición tan mala nos encontramos aquí!

—¿Dónde está el comandante?

Otra roca cayó por la pared del acantilado y, retumbando como un disparo de cañón, rebotó describiendo un alto semicírculo.

—¡Por los clavos de Cristo, nos van a aplastar a todos! —gimió el soldado—. ¡El comandante está en algún sitio por ahí, si no lo han matado!

—¡Comandante Symonds!

—¡Aquí!

Cutler fue agachándose entre las peñas, con Nochte pegado a sus talones. El comandante estaba agazapado tras el cadáver de un caballo tordo. Su expresión recordó a Cutler al buscador de oro llamado George; tenía el bigotudo rostro pálido y pastoso, y un pañuelo atado en torno a la frente con una mancha de sangre a la altura de la oreja. Miró a Cutler con miedo cerval en los ojos.

—¡Sáquenos de aquí, Cutler!

Un cabo se acercó arrastrándose.

—Comandante…, teniente Cutler…, el teniente Helms está malherido. Fíjense, se le ve la pierna desde aquí. Y los hostiles se están acercando. ¡Tenemos que hacer algo!

—¡No se preocupe por eso, Cutler! —dijo el Comandante de Hierro en un espasmódico murmullo. El sudor le brillaba en las mejillas, y accionaba una y otra vez la palanca de la carabina, deslizando el trasero hacia Cutler—. ¿Cómo vamos a salir de aquí, Cutler? ¡Tiene que sacarnos de ésta, hombre!

Hizo una mueca de dolor cuando otra roca se estrelló en el fondo del desfiladero.

Cutler señaló la pernera azul del teniente Helms, que sobresalía por detrás de una peña, y dijo a Nochte en español:

—El teniente Helms está herido. ¿Lo puedes traer hasta aquí?

Nochte miró hacia la pierna, claramente de ojo pálido. Echó a correr en zigzag, agachándose. Se oyó a la vez la descarga, la percusión y el silbido del rebote. Nochte trastabilló y echó a rodar, perdiéndose de vista. ¡Tocado!

—Cutler… —empezó a decir el comandante, tapándose la cabeza con las manos cuando otra peña caía estrepitosamente por el acantilado.

—¿Puedes correr la voz? —dijo Cutler al cabo—. Mis exploradores están detrás de los guerreros de Caballito. Cuando empiecen a disparar, saldremos de aquí a toda prisa.

—¡Deme cinco minutos, señor!

Al marcharse a gatas, el cabo puso mucho empeño en no mirar al Comandante de Hierro.

Symonds limpiaba meticulosamente la arena del cañón de su carabina.

—Le agradezco que haya aparecido por aquí, Cutler —dijo—. ¡Ha sido una tarde horrorosa! Hemos perdido varios hombres. ¡Buenos soldados! Los granujas nos sorprendieron con mucha astucia. ¡No vimos ni señal de ellos!

La norma era que cuando se veían señales de apaches había que andar con cuidado, pero que cuando no se veían había que ir con muchísima precaución.

—Tengo a mis exploradores bien apostados ahí arriba —dijo Cutler—. A mi señal empezarán a disparar. Entonces nos replegaremos para reunirnos con el capitán Smithers.

—Muy bien, Cutler. Ahora dependemos de usted.

El cabo, a rastras, se acercó de nuevo a ellos, jadeando.

—Listo, señor. Parece que han alcanzado al explorador que envió a buscar al teniente Helms. No va a dejar ahí al teniente, ¿verdad, señor?

—Intentaré sacarlo de ahí.

—¡No hará semejante tontería, Cutler! —bramó el comandante—. ¡Le he dicho que ahora estamos en sus manos! ¡Sáquenos de este horrible agujero, Cutler!

El cabo parpadeó. Cutler volvió la carabina hacia el peñasco de granito y acarició el gatillo; la culata le sacudió el hombro. Una bocanada de humo salió de la carabina de Jim-jim, y los demás exploradores dispararon a su vez, apuntando a los sierraverdes que tenían debajo. Poniéndole una mano bajo la axila, Cutler ayudó a levantarse al Comandante de Hierro.

—¡Adelante! —le dijo.

Entonces echó a correr por el lecho seco del arroyo en la dirección en la que Nochte había desaparecido y por donde asomaba detrás de una peña la pierna azul con la bota negra.

—¡Vuelva aquí, Cutler! —gritó el comandante Symonds—. ¡Maldito sea, Cutler, es una puñetera orden! ¡Cutler!

Cutler se agachó tras la peña donde Helms yacía boca abajo en la arena. Nochte estaba acurrucado junto a él, con la revuelta cabellera negra tapándole la cara. Había utilizado la cinta del pelo para vendarse la pierna.

¡Muerto! —dijo, moviendo bruscamente la cabeza hacia el cuerpo del teniente Helms.

Cutler se arrodilló para ver si le oía respirar. La sangre de Helms manchaba la arena. Muerto.

—¿Rota? —preguntó, señalando la pierna de Nochte.

¡Sí!

Lo cogió del brazo igual que había hecho con el comandante y lo puso en pie. Nochte se sostuvo en equilibrio sobre la pierna buena, y Cutler se agachó y se lo cargó sobre los hombros. Avanzó tambaleante por el lecho arenoso del arroyo, trastabilló entre las peñas, cayó de rodillas, y, jadeante, descansó un poco. Luego se irguió bruscamente con su carga y se puso de nuevo en marcha.

De pronto se encontró entre soldados, y ya había cesado el fuego. Caballito y sus guerreros, las mujeres, los niños y ancianos —llamados el Pueblo de la Franja Colorada por los trazos encarnados que se pintaban en las mejillas, y sierraverdes por las montañas de su lugar de origen— se estarían escabullendo hacia algún lugar previamente concertado, para desde allí dirigirse a su refugio en la Sierra Madre, al sur de la frontera.

Cuando Cutler sentó a Nochte con cuidado sobre una peña, el Comandante de Hierro se abalanzó hacia él con el rostro ensombrecido por la ira bajo el ensangrentado pañuelo.

—¡Ha desobedecido una orden directa, teniente! ¡Le voy a arrancar las pelotas! ¡Usted es testigo, cabo!

El cabo se puso firmes, pero no respondió de otra manera. Cutler vio indignación en el rostro de los mugrientos soldados, manchados de sangre y agotados, ante el espectáculo que daba el comandante Symonds. El Comandante de Hierro lo miraba con ojos desorbitados, abriendo y cerrando la boca como un pez fuera del agua. Cutler sabía, por otro lado, que no podía presentar cargos contra él sin pasar por cobarde y por idiota. El coronel odiaba a su segundo oficial al mando, pero Symonds era un intrigante y Cutler se había ganado un serio enemigo.

Lo saludó con elegancia y logró no abrir la boca, mientras el comandante daba media vuelta para atender otros asuntos.

Antes del anochecer habían rescatado los cadáveres. El del teniente Helms y el de uno de los soldados los había mutilado el Pueblo de la Franja Colorada en su retirada.