22
NOLA PARKES Y ARTHUR DERRICK
Año 2051

I
Nola Parkes

A las siete, envuelta en mi bata y esperando a que mi té de la mañana se enfriase, ordené:

—¡Entre!

Esperaba que fuera Gwen con la ropa que había de ponerme aquel día, pero era Tallis, vestido con su delantal de despensero.

—He creído más oportuno venir yo mismo, señora, para evitar murmuraciones entre el personal.

Era extraño. En veinte años, Tallis nunca había pasado de la puerta exterior de mi suite privada.

—¿A propósito de qué, Tallis?

—De un visitante, señora. Un tal señor Arthur Derrick.

Sólo una estúpida no se habría alarmado al oír aquel nombre y a aquella hora, pero media vida de disimulo me permitió manifestar sólo un ligero interés.

—Gracias por haber pensado en ello, Tallis, pero no estoy a punto de ser detenida. —¿No lo estaba?—. ¿Le ha reconocido usted?

Se permitió la media sonrisa cómplice que puede hacer insufrible a un sirviente doméstico.

—En el servicio de la sociedad, señora, una memoria eficiente puede evitar contratiempos.

Los años le otorgaban el derecho a alguna que otra pequeña insolencia gratuita.

—Dígale que espere diez minutos.

—Tiene prisa, señora, y hay otros con él. Policías de paisano, a mi entender.

Yo exclamé, con la frivolidad simulada de una mujer que envejece:

—¡Ninguna mujer de cincuenta años hace esperar a un caballero que tiene prisa! —Cincuenta y seis, de hecho, y él lo sabía—. Pero ¿debo recibirle en desbabillé?

A Tallis no le hizo gracia.

—La prisa aconsejaría que sí, señora.

Un cínico cortés, mi Tallis, pero había tenido la prudencia de orillar al resto del personal.

—En el despacho, dentro de tres minutos.

Me pasé un limpiador por la cara y un peine por el cabello, me puse una redecilla y unas zapatillas y llevé conmigo la taza de té a manera de recurso escénico para manosearla si me fallaban los nervios; y le recibí perfectamente caracterizada de mujer de negocios que toma el día tal como viene. Para mi sorpresa, además, sin temblar.

Él dejó a sus cuatro policías (incluso en mi inexperiencia pude identificar sus robustas plantas y sus caras estólidas, ligeramente sobrealimentadas) en la pequeña biblioteca, se dejó caer en la butaca de los clientes y comentó con frialdad:

—No has cambiado mucho, Nola.

Me sorprendí a mí misma replicándole con sincera aspereza:

—En doce años he cambiado considerablemente. Lo mismo te ocurre a ti. ¿Qué es lo que quieres? ¿Té y un rato de charla?

¿Por qué imaginamos que la agresividad implica dominio de uno mismo e inocencia?

Los doce años eran el tiempo transcurrido desde que fuimos (casi) amantes. Fue para bien, creía yo, que sus ambiciones departamentales y mis operaciones clandestinas me sugirieran que aquella relación podía ser peligrosa. Me las arreglé para romper, sin demasiada maña, y ahora su espontáneo uso de mi nombre de pila me sonaba un poco a encono y acusación.

Había cambiado en algo más que la apariencia. Su esbelto cuerpo era tan gallardo ahora como entonces, su cabello un poco más gris, su ancha y generosa boca la misma hendidura falaz, sus ojos gris verdoso igualmente vivos, pero fríos; su vanidad, más patente. El éxito había distendido la prudencia con que en otro tiempo disfrazaba de entusiasmo el amor propio, había dejado al descubierto la satisfacción mental de un varón orgulloso de su situación y su presencia y en todo momento consciente de ambas.

Reprimí la tentación de decirle que el juvenil corte de pelo era un error en un hombre que rozaba los sesenta años.

—Podré agradecerte el té más tarde, Nola, pero ahora no. Creo que debes esperar una visita.

—¿Otra? ¿Tú crees?

—Estoy casi seguro. Me he puesto en el lugar de la otra persona y me he preguntado qué haría. ¿La respuesta? Venir aquí inmediatamente.

—¿Otra persona?

Al insistir pensaba, ante todo, en Kovacs, en algún error que hubiera delatado nuestra inexpresable amistad. Porque tenía que ser aquello.

—El capitán Nikopoulos.

Mi sorpresa fue genuina.

—¿Y qué puede querer él?

Se rió de mí.

—No te quiere a ti, Nola, no a ti. A quien necesita es a Francis Conway.

Fue un golpe bajo. Francis era un elemento vulnerable que debí haber descartado mucho tiempo antes. Si hubiera sabido cómo. El contento de Derrick era propio de un chiquillo travieso. Encontraba placer en detectar los síntomas de miedo, y yo lo encontraba en negárselos.

—No seas misterioso, Arthur. ¿Qué está pasando?

—Puedo contarte una parte. El resto tendrá que decírtelo Nikopoulos. —Se inclinó hacia adelante para dar sensación de intimidad—. A ti no te necesitamos, Nola… En todo caso, todavía no. Me tienen sin cuidado tus pequeños hurtos. Se aceptan mientras evites la codicia total. Qué desagradable camarilla sois los comerciantes, amiga mía.

Aquello, procedente del llamado Servicio Secreto, era demasiado.

—Porque tu banda no trata con gente honesta.

En mí había más desvergüenza que valor. Los auditores sabían y eran suaves, pero la Seguridad Política representaba un terror más sutil.

Él ignoró el insulto. Chasqueó los dedos para que un acólito de rostro impasible le entregara una caja y retrocediese rígidamente a su posición. Yo misma había representado escenas parecidas en otras ocasiones. Arthur (no, el superintendente de Asuntos Internos Confidenciales) depositó la caja sobre mi escritorio.

—¿La reconoce, señora?

La visita se había tornado oficial. Empezaba el verdadero diálogo.

—Caramelos para mascar extrafuertes, importados. Por supuesto que reconozco el envase. Es expedido, sospecho, a través de tu Departamento, para que lo distribuya el mío.

—¿Lo sospecha?

—¿Por qué no? Se trata de un artículo de distribución restringida, consignado directamente a los oficiales de inteligencia de las unidades militares, vía servicio de intendencia, en las áreas de las torres.

Mi aplomo me infundió confianza.

Él enarcó las cejas, fingiendo sorpresa, e insistió:

—Según calculo, pasan por su Departamento alrededor de 30 000 artículos, y sin embargo presta usted atención a uno tan nimio como éste.

—Yo presto atención a lo insólito, especialmente si está relacionado con una repugnante historia sobre la adicción deliberada a las chicas infra. ¿Es cierta la historia?

—Quizá, quizá. ¿Qué hay de ello?

—En el nombre de Dios, Arthur, ¿qué sacarán vuestros malignos archivos de los desvalidos infra?

—¿Es desvalida la gente como su amigo Kovacs? ¿Se ha convertido usted en una amante de los infra?

—No seas vulgar.

—¡Vulgar! Ellos son el pulso del mundo. Es esencial conocer cómo piensan y lo que piensan y lo que pueden hacer como animal colectivo.

Su tono había cambiado; había dicho algo en lo cual también yo creía, pero no me dejé engañar.

—A fin de impedirles hacerlo.

Frunció el entrecejo como si yo hubiera dicho una tontería.

—Algunas veces. Y otras veces para alentarles y respaldarles. En la mayoría de ocasiones, sólo para preocuparse por ellos. A largo plazo, los infra serán el mundo, no nosotros, los supra.

Era un reproche oportuno. En otras circunstancias su respuesta habría picado mi curiosidad con respecto al ser humano oculto en el interior del burócrata, pero él se percató de la irrelevancia de la disgresión y volvió al tema principal.

—Si no me equivoco al juzgarle, Nikopoulos estará aquí antes de una hora. Tenga al joven Conway disponible. Y por favor, asegúrese de que todo el personal se mantenga alejado de esta parte de la casa. No quiero que algún amigo insospechado alerte a Nikopoulos.

—La policía no tiene espías entre mi personal.

Se puso en pie.

—No esté tan segura de eso.

Me alarmé. Él sabría mejor que yo si acogía a alguna serpiente en mi hogar. Para encubrir mi confusión, dije:

—Uno de los miembros del servicio debe quedarse en la parte delantera. Ni siquiera un policía esperaría de mí que acudiese a abrir la puerta en persona.

—Naturalmente que no. —Me dedicó una sonrisa irónica—. El excelente Tallis se quedará con nosotros para eso.

Estuve segura de que había nombrado a la serpiente.

Repitió la escena del chasquido de dedos. Otro policía servil se adelantó con un rollo de un material transparente que extendió sobre un panel de la ventana, lo recortó para ajustarlo y lo alisó con un pequeño rodillo. Una vez aplicado, era invisible. Regresó en silencio a su lugar, como una persona que no existiese. Merecía que le hubieran recompensado con un terrón de azúcar.

Pero Derrick se hallaba en vena comunicativa.

—Un juguete para espías —explicó—. Un micrófono invisible accionado por la voz humana. Ahora, si mis hombres y yo nos retiramos a la cocina, ¿podemos contar con su oferta de una taza de té?

—Toma lo que quieras y vete al infierno.

Era barato y mezquino, pero resquebrajó la superficie, de su compostura.

—Siempre te has comportado como una zorra deslenguada.

Había bastado un momento para devolvernos la malevolencia y el rencor. Tanto mejor para nuestro pasado común: cada uno había visto en qué se había convertido el otro.

Hice llamar a Tallis y le dije que el personal no debía salir de sus correspondientes zonas de trabajo, pero no conseguí encontrar un motivo que justificase la orden.

—Invente cualquier cosa, Tallis.

Que se ganara una propina.

Ignoro cómo explicó la presencia de la policía en la cocina, o si se molestó en explicar algo.

Me vestí despacio, reflexionando, y llegué a la conclusión de que los caramelos de mascar habían puesto al descubierto un filón inesperado y de que a Nikopoulos se le había tendido una trampa. ¿Qué podía haber hecho él? Estaba acostumbrada a que la máscara de honestidad de los funcionarios públicos escondiese mentes deshonestas, pero consideraba al capitán como uno de los pocos incorruptibles.

Regresaba a la oficina, y estaba todavía en el corredor, cuando Tallis abrió la puerta de entrada a un nuevo grupo de matones policiales que traían un prisionero. No era Nikopoulos.

Billy había sido brutalmente golpeado. Un matón a cada lado le asía del brazo para mantenerle erguido. En su cara, apenas reconocible, la sangre y los cardenales enmarcaban sus ojos enrojecidos y llameantes de odio. Incluso el dorso de sus manos aparecía amoratado, como si se las hubieran pisoteado.

Lancé una exclamación banal, como «¡Oh, no!», y él me escupió. O intentó escupirme. La saliva quedó colgando de sus incontrolables labios partidos. Me eché a llorar, sin comprender qué podía yo haber hecho para perjudicarle.

Derrick emergió del corredor de servicio, diciendo:

—No, no, señor Kovacs, la Señora no tiene la culpa. Las personas con quienes usted se relaciona han sido indicio suficiente para que le diéramos caza.

Billy pareció entender que aquello era verdad: sus ojos perdieron fuego. Yo había llorado de emoción al verle, y entonces lloré por uno de los pocos hombres buenos que había conocido y me enfurecí con Derrick.

—¿Era necesario que tus animales le trataran así?

Él me miró sonriendo especulativamente y preguntó a sus hombres:

—¿Lo era?

Uno respondió, lleno de resentimiento:

—Ha sido muy difícil capturarle, señor. Si los soldados no nos hubieran acompañado no habríamos salido vivos.

Billy dijo con precaución, articulando las palabras en su boca arruinada:

—Ese hijo de puta ha pegado a Vi.

Otro de los hombres levantó una mano vendada.

—La mujer me mordió, señor, se me quedó colgada de los dientes.

Oí mi propia voz, sonando sin comedimiento ni dignidad:

—¿Por qué? ¿Por qué? Es un buen hombre…

Derrick sacudió furiosamente mi brazo.

—Si supieras lo que le hizo anoche a un infeliz sargento del Ejército pensarías de otra manera. ¿Tienes un botiquín? —Asentí con un ademán, y él se dirigió al estupefacto Tallis—: Lléveselo y cúrele.

—Billy, lo siento —dije.

Supuse que la nueva zozobra que expresaba su rostro pretendía ser una sonrisa. Él era el hombre a quien debí conocer años atrás.

Desaparecieron en las áreas de personal y yo me encaminé a la oficina para contemplar la pared, la taza de té todavía intacta y el entramado de circunstancias que se centraba en mi casa y que aún no entendía.

Me pareció que había transcurrido sólo un fugaz instante desde la llamada de Tallis a la puerta de mi cuarto y el momento en que, a través del micrófono transparente, vi el hovercoche de Nikopoulos rozando la verja del jardín para detenerse a la entrada.

Derrick reapareció como si el éxito de sus predicciones le hubiera catapultado otra vez a la existencia.

—Déjale que explique lo que quiere, Nola. Necesito saber cuánto sabe. —Me miró duramente a los ojos, como para penetrar en mi mente—. No le pongas sobre aviso. Ni lo intentes. No me causaría ningún placer tener que enviarte a vivir en las torres.

Se marchó, dejándome con la amenaza que únicamente solía atemorizar a los pequeños supra, a los supra prescindibles. Pero la brusquedad de su malicia me descubrió la naturaleza de aquel temor. Habíamos creado el abismo entre clases como una necesidad económica para controlar el mundo que se desmorona, sin verlo como el gigantesco basurero que podía engullirnos vivos.

Mi ira hervía con todos los impulsos convencionales de rebelión y desafío, pero yo sabía que haría lo que Derrick deseaba. Toda una vida de privilegios te deja sin valor para afrontar las torres.

—¿También tiene prisa?

—Sospecho que sí, señora. Ha preguntado por Francis Conway.

El capitán era directo; a veces eso proporciona ventajas.

—¿Motivo?

—La policía no acostumbra a exponer sus motivos, señora.

—¿No lo hace? Está bien, tráigales aquí.

—¿Y el muchacho, señora? ¿Conway?

—¿No le ha dado ya órdenes el señor Derrick? —Se excedió un poco en quedarse impasible; el autocontrol incluye el saber cuándo relajarse—. Téngale a mano, pero fuera de la vista.

—Sí, señora.

Se retiró.

No era probable que yo diese a Nikopoulos una impresión de calma y serenidad. La visión de Billy había desmantelado mi hermetismo. Una cosa es saber que se cometen abominaciones tras las pantallas del poder y otra completamente distinta es encontrártelas en el cuerpo apalizado de un amigo. Existía, además, el micrófono; yo soportaba la carga del fraude. Si mis manos se mostraban firmes, mi espíritu temblaba, y supongo que mi voz también, mientras pronunciaba los convencionalismos de rigor.

—¡Capitán Nikopoulos! No esperaba volver a verle tan pronto.

Él hizo un breve saludo casi militar.

—Señora.

Si el tono era inexpresivo, el rostro no. Su apariencia era fría como el hielo y sus ojos me llenaban de sospechas. ¿Sospechas de qué?

Seguí hablando nerviosamente:

—Por su aire de familia, aventuraría que su joven colega debe ser el otro chico Conway.

Lo decía por decir algo, aunque sí era perceptible un parecido superficial con Francis.

El muchacho se cuadró como bisoño que era, todavía no educado en el esquema de los formulismos sociales.

—Soy Edward Conway, señora.

De cara tan hosca como Francis, despuntaba en él un indicio de belleza.

Nikopoulos dejó sobre mi mesa de trabajo una nota manuscrita. Por lo que más quiera, desconecte la grabadora.

—No hay ninguna en funcionamiento.

No era del todo una mentira, más bien una evasiva. Mi vergüenza era la seguridad de que él no podía menos que detectar el esfuerzo que me costaba no volver la cabeza hacia la ventana.

No se anduvo con rodeos para rebasar el escritorio y examinar mi tablero de mandos. Luego dijo abruptamente:

—Voy a llevarme a Francis. Está metido en un lío y es mejor que sean personas bien intencionadas quienes traten con él, antes que lo hagan otras.

—¿Trae usted una orden de arresto?

Sonrió con amargura.

—Señora, no pierda el tiempo en evasivas. Su misma seguridad está en cuestión. Envíe a por Francis —y añadió a desgana, para guardar las formas—, hágame el favor.

—No le haré ningún favor, sin una explicación de esa amenaza implícita.

Oh, muy altiva, la Señora.

Él pareció contenerse para no ceder al apresuramiento descontrolado: el otro, Edward, me contemplaba con la expectante malignidad de la juventud.

Nikopoulos los rebuscó en un bolsillo y sacó algo que yo debería haber esperado de no haber tenido mis facultades mentales embotadas: una tableta de mascada extrafuerte, inconfundible por su color azul.

—La nueva clase —dijo.

—Ciertamente.

Retiró la envoltura del caramelo y me lo tendió.

—Másquela, señora.

—¿Está borracho?

—No, señora. ¡Másquela!

—No pienso hacerlo.

Siempre había considerado antihigiénico aquel hábito, que hacía a la gente escupir por todas partes, y había oído contar que los adictos se guardaban la pasta a medio mascar pegándosela detrás de la oreja.

—¿Los supra no mascan, señora? Créame, lo hacen.

—Esta supra no.

Adoptó un tono halagador, tan falso como desagradable:

—Mascar un poquito no causa ningún daño, señora. ¿Por qué habría de causarlo? —Repentinamente dejó de fingir—. Usted sabe lo que es esto, ¿verdad?

Procuré conservar la seguridad y el aplomo.

—Contiene un narcótico de elevada potencia. No lo apruebo en absoluto, pero ha sido entregado para distribución especial y yo no tengo autoridad para rehusarlo.

—¿Distribución especial?

—A la Inteligencia Militar. Doy por sentado que usted lo sabe perfectamente.

—Sí, lo sé. Másquela, señora.

Su determinación era atemorizante. Intenté una aspereza inútil:

—Está usted delirando. Esa sustancia crea dependencia.

—No por mascarla en pequeña cantidad y una sola vez. —Se inclinó hacia mí a través del escritorio, para intimidarme—. Usted mascará esto, señora, aunque tenga que metérselo en la boca por la fuerza y moverle las mandíbulas con las manos.

Me asió de la muñeca y me plantó enérgicamente la tableta en la palma.

Sólo pude preguntar, todavía displicentemente:

—¿Se trata de algún tipo de prueba?

—¡Valiente pregunta!

En él no había odio, únicamente falta de piedad. Recordé que Arthur Derrick, en la cocina, escuchaba todo lo que estábamos diciendo. ¿Y no intervendría? Quizá no era el momento aún. No permitiría que me ocurriese nada malo. ¿Seguro que no lo permitiría?

Confiando en que tenía la protección cerca, dije:

—Muy bien.

Me introduje la tableta en la boca. Era agradablemente dulce.

Instantáneamente, la mano de Nikopoulos me apresó la mandíbula, pero no forzándome a mascar sino apretándola con vigor para impedirme hacerlo. Me empujó la cabeza adelante y hacia abajo.

—¡Escúpala!

La escupí en su mano abierta y él la envolvió en un pañuelo. Me sentí sucia y degradada.

El capitán suspiró.

—Estoy dispuesto a creer que usted no lo sabe.

Entonces me contó qué era aquella maldita tableta y lo que había hecho.

Nikopoulos era un profesional que guardaba la humanidad en algún cajón del escritorio de su vida, para entregarse a ella secretamente; en cuanto al resto, era todo cálculo, no para agradar o desagradar, sólo para ser temido… o quizá para que se confiase en él precisamente por lo que era. No fue amabilidad lo que le hizo guardar silencio mientras yo estuve atónita por lo que me había contado, sino la conciencia de que arrancarme una respuesta por la firmeza no conduciría a ninguna parte. ¿Cuál sería la respuesta adecuada?

A su debido tiempo, Nikopoulos dijo:

—La historia que circula afirma que esas tabletas son importadas del extranjero, de los orientales. ¿Debo creer tal cosa?

Aquello podía ser contestado sin reflexión:

—No debe creerla. Las muestras importadas se habrían analizado para determinar su grado de pureza y los posibles efectos secundarios de la supuesta droga de mayor potencia. El cultivo de virus habría sido detectado enseguida.

—Entonces… hay dos posibilidades: los caramelos son importados con pleno conocimiento de sus propiedades, o son manufacturados aquí y distribuidos con… ejem… preconcebida malignidad.

Su urgencia se había esfumado; anteriormente pudo no ser genuina. Ahora se mostraba conversador y, por supuesto, yo pregunté como un títere:

—Pero ¿por qué?

—Billy Kovacs diría que es de conocimiento general. ¿Nunca la ha mareado con su solución definitiva del problema de la superpoblación? ¿No le ha hablado de la gran selección?

Lo había hecho, y había abandonado el tema al ver que yo no lo tomaba en serio.

—Creí que era su manía personal, una obsesión de ésas que tiene la gente.

—¿Y ahora?

¿Cómo podía yo imaginar que mi propia gente se entregaría deliberadamente a la esterilización de un sector importante de la especie humana? Intenté encontrar razones por las cuales se efectuaría la operación.

—El riesgo es demasiado grande. Si no existiese vacuna, y si penetra en las áreas supra, la epidemia puede volverse contra quienes la han extendido.

—Quizás exista una respuesta a eso. Si no oye hablar de ella por algún tiempo acaso contribuya a su paz de espíritu. Además, a la enfermedad se le aplica un tratamiento que el joven Teddy, aquí presente, ya conoce, pero tiene el inconveniente de que puede matar a tantos como cura.

El «joven Teddy» escuchaba como un perro a su amo; aquel hombre desalmado podía despertar el culto al héroe.

—Pero esto es marginal —continuó Nikopoulos—. Una cuestión apremiante, señora, es lo que hará usted con lo que ahora sabe.

Respondí a aquello con mucha cautela:

—Necesitaré hablar con algunos colegas, confidencialmente. Cabe la posibilidad de descubrir dónde debe ser aplicada cierta presión.

El joven Conway rompió su silencio:

—Yo amenacé con contárselo a los infra, pero la idea no era buena. Provocaría disturbios y muertes y no salvaría a nadie.

Era un buen razonamiento para alguien que estaba en la edad del entusiasmo desenfrenado y la acción irreflexiva. Le pregunté:

—¿A quién amenazaste?

Él miró a su capitán.

—¿Cómo se llama aquel hombre?

—Arthur Derrick.

Todas las actividades de la mañana cobraron de pronto sentido.

—¿Qué dijo él a eso?

—Me preguntó si realmente lo haría, y cuando lo pensé mejor vi que no.

Nikopoulos se levantó de su asiento.

—Ya conoce la situación, señora. Ahora, necesito llevarme a Francis de aquí.

—No entiendo el motivo.

—Mire —dijo él—, usted le ha utilizado como mensajero especial para las cajas de mascada. Su presencia era para el oficial de inteligencia la señal de que lo que se entregaba era el producto extra. En nombre de la sensatez, ¿por qué le encomendó a él aquella tarea?

Porque, de una manera atolondrada, había intentado hacer algo útil.

—Todos sus problemas personales provienen de su miedo a las torres. Pensé que le haría bien acostumbrarse poco a poco al ambiente infra. No correría ningún peligro, porque la furgoneta de reparto no se detendría, excepto en las zonas militares.

Edward dijo:

—Sólo por conducir entre las torres se habría cagado de terror.

Inmediatamente se ruborizó y murmuró una disculpa.

—He oído antes esa expresión —repliqué—. Sigo sin entender por qué Francis debe marcharse.

Nikopoulos me habló de un sargento que había descubierto la verdadera naturaleza de las tabletas (Arthur había dicho algo de un sargento en relación con Billy) y que actualmente habría ya difundido la noticia por toda su unidad. Francis, el mensajero, sería el foco de la cólera de los militares. ¿Injusto? ¿Qué tenía que ver la justicia con la ofensa? El peligro de que se pudiera seguir su pista hasta las Dependencias era real. Preguntándome cuánto tiempo más debía continuar aquel acertijo, decidí:

—Enviaré a por él.

El «juguete para espías» de Derrick era algo más que un micrófono. Podía hablarnos. En aquel momento dijo:

—No es necesario, Nola, lo tengo aquí.

La mirada de Nikopoulos no expresó nada, a pesar de que su cuerpo hervía de ira y despecho contra mí. Se acercó a la ventana, la examinó, pasó el dedo por encima del panel (crujió y siseó), asintió para sí y articuló venenosamente:

—¡Zorra!

Ahora que la solución estaba a la vista pude preguntar con compostura:

—¿Qué podía hacer yo? Llegó aquí una hora antes que usted, con amenazas. Tiene con él a varios hombres. Aunque le hubiese prevenido a usted, no podía escapar.

—¿De quién me habla?

—De Derrick.

—¡Ah! —Nikopoulos se dirigió al muchacho—. ¡La cabeza alta, chico! Y no hables hasta que tengas que hacerlo.

II
Arthur Derrick

Ahora que ya los tengo a todos en mis manos, ¿qué voy a hacer con ellos? Algunos de los funcionarios de mi Departamento se encargarán de eliminarlos, de extirparlos… Es conveniente que un hombre (o media docena) muera por el bien de los demás… Después no pensarán más en el asunto, o no me hablarán de él. Archivarlo y olvidarlo. Asesinar es fácil cuando el control es absoluto, las comunicaciones no sólo están censuradas sino que se aceptan censuradas, y el pueblo se halla dividido por antagonismos mutuos. Todo resulta sencillo. Por muy monstruoso que sea. Como la siembra aleatoria de la infección.

¡Cuánto se horrorizarían mis maestros políticos si conocieran el asesinato por conveniencia! No por el asesinato en sí, sino por tener sus públicamente impolutas narices metidas en él. Seguramente habrá, Derrick, algo menos… ejem… definitivo

¿He obrado mal? ¡Entonces castíguenme, maestros! ¡Hagamos que impere la justicia y el Estado se descomponga! Pero el Estado imperará y la justicia se descompondrá mientras vuestros dilemas necesiten de mí como mi cobardía necesita de vosotros.

Ah, bien, en ese caso… Quizá, después de todo, uno comprende las presiones de la necesidad… el enfoque pragmático

Y así, fin de la cuestión.

Nola mira, o cree que mira, en el interior de mi alma para ver allí un iceberg, porque sólo los icebergs sobreviven en los frígidos mares de la política. Un asomo de tibieza en la sangre y las rémoras se aglomeran, frías bocas hambrientas de debilidades.

Pero yo soy, como tantos otros, un falso iceberg con el miedo a la caída en el corazón. Y cierta tibieza, cierta escondida y temerosa tibieza.

Nosotros, la gente de los niveles ejecutivos del Servicio Civil, somos los fantasmas congelados de los jovenzuelos que entraron en liza para ser los pilares idealistas del Estado. Al cuerno el temple moral. La tasa de suicidios entre nosotros resulta muy instructiva: selecciona a los seres humanos entre los seres de hielo.

Yo no me desprecio a mí mismo por ello, pero todo llegará.

Nunca he ordenado que mataran a nadie.

Ni lo haré.

Pero el precio de la compasión es una mirada congelada que oculta el miedo a la caída.

Y bien, ¿qué voy a hacer con ellos?

La cuestión de Sykes ya la he resuelto. Y tiemblo por ello. El oficial de inteligencia tuvo la cordura de llamarme directamente cuando encontraron al hombre en estado de colapso y delirando cerca de la garita de un centinela: hablaba de conspiraciones, de horrores, había evidentemente enloquecido por el dolor y la conmoción. No hubo problema: la Sección Hipno se ha hecho cargo de él y le tendrá bloqueado… toda la vida si es preciso. Ha superado el periodo de incubación y sus fluctuaciones de temperatura han dado comienzo; tendrá posteriores conflictos psicológicos cuando se entere de que es irreversiblemente estéril. (Lo de irreversible ya lo veremos: se está investigando en esta línea). O cuando note que en su mente hay un extraño espacio en blanco.

Debería llorar por el pobre Sykes, pero no puedo recordar dónde guardé mis lágrimas.

Debería llorar por Kovacs, el mejor de todos ellos, la única persona irremplazable, retorcida y desperdiciada pero irremplazable. Aquellos imbéciles no necesitaban atizarle hasta dejarle medio muerto, pero el olor de la sangre aviva la violencia en los espíritus mezquinos. Sólo un loco mataría a Kovacs. Sin hombres de su especie no tendríamos siquiera el Estado glacial, sino un manicomio en ruinas.

Nikopoulos es inteligente, tiene sangre fría (fría, no helada) y es peligroso si te interpones en su camino. ¿Cuál es el precio de su silencio? Algo saldrá. Habla, me dicen, de «Hombres Nuevos»…

Edward Conway no es más que un joven todavía por pulir, pero al parecer ha hecho de Nikopoulos su ídolo personal, así que el capitán es la clave para llegar a él. Y los extras son un recurso nacional. O eso esperamos.

Su desagradable hermano… He pasado media hora sentado en la sala comunitaria del personal, escuchando a través de mi auricular a Nola y a Nikopoulos forcejear en arenas movedizas mientras en mi oído libre este rastrero escupenúmeros intentaba ganar mi aprobación. Todavía no sabe por qué se le ha convocado, pero se pega a mí, con instinto certero, porque soy el poder que hay que cultivar.

¿A quien le importa lo que le ocurra?

A su infortunada madre, supongo.

¿Podría ser ella la clave de su silencio?

Y luego está la pobre Nola. No temas, Nola, tu puesto en el glaciar está asegurado. Adiestrar sustitutos requiere demasiado tiempo. Tú callarás por miedo a mí. Ya me ocuparé de ello. No será la venganza del rechazado, mi ex amada, sino la autoestima de quien ya ha logrado la curación.

Y el pequeño y brillante Arry Smivvers con su fatal tacha, seducido por el número de monedas que cuesta mantener el estilo de vida ultra al que tan deprisa se ha ido acostumbrando… ¿Qué hay de él? No dirá nada; pero ¿qué consecuencias tendrá para él convivir con un pequeño y corrosivo deshonor? Bien, posiblemente socavará su confianza en sí mismo y garantizará la seguridad de ambos.

Pero Francis es un imbécil y un imbécil asustado. Tiene la inmerecida suerte de que yo me contenga ante una condena a muerte. El día en que deje de hacerlo, habré alcanzado el final de mi resistencia emocional, habré caído en la tentación de la salida fácil.

Bien, adelante con ello:

—No es necesario, Nola, le tengo aquí.

Y conduje mi pequeña caravana de problemas hacia su oficina.

III
Nola Parkes

Los policías aparecieron armados en la puerta de mi oficina. Derrick empujaba a Francis delante de él. Los hermanos se miraron uno a otro con la dura cólera que una ve en los fanáticos y en los jóvenes desinhibidos. Encontrarme ante un Francis que había desnudado sus sentimientos me llenó de perplejidad por no haber sabido reconocer en él la fuerza de la pasión reprimida. Tenía el don de la suavidad propio de los oportunistas, pero la visión de su hermano extrajo de él por sorpresa un instante de autenticidad. Desapareció en cuanto se aproximó a mi escritorio y declaró con intrepidez:

—Yo no he hecho nada malo, señora.

No lo había hecho, pero Derrick le dio un rápido pescozón en la oreja.

—¡Cállate!

—¿Por qué he de callar? Yo…

Soltó un jadeo entrecortado cuando Derrick le empujó a los brazos de uno de los policías.

—Si vuelve a hablar antes de que yo lo autorice, rómpale un par de dientes. —Estudió al muchacho con el desagrado de un experto—. Tú eres aquí la única parte inocente y la única que no me inspira ni pizca de respeto.

Debía de haber hecho buen uso de su tiempo en el área de servicio, y nunca había sido lerdo cuando se trataba de escudriñar personalidades. Se volvió a Nikopoulos:

—Capitán, no puede usted actuar siguiendo sus impulsos momentáneos y esperar que no queden pistas. Conducir un coche patrulla por la Periferia le ha identificado tan pronto como he oído el informe sobre Sykes. —Nikopoulos acusó el punto con un fruncimiento de labios. Derrick se mostraba genial—. No tenía usted elección, lo reconozco. Confiaba en la velocidad para salir del aprieto, pero no sabía que yo estaba enterado de lo de Sykes.

Se apartó a un lado para que introdujeran a Billy. El brillo de los ojos de éste me indicó que le habían dado algún tipo de estimulante, pero cojeaba mucho; si se sostenía en pie sin ayuda era más por orgullo que por vigor. Le habían vendado las manos y tenía la cara limpia y sembrada de parches esterilizados. Apenas me atrevía a imaginar las heridas que pudiera haber sufrido y que sus ropas cubrían.

Derrick dijo:

—El señor Kovacs tiene más corazón que sentido común. Permitió que Sykes regresara al cuartel y, después de aquello, lo único que todos ustedes podían hacer era correr riesgos adicionales y multiplicar los errores.

Yo me cansaba ya de sus alardes de maestría, aunque probablemente él los prodigaba con algún objetivo, y tan ásperamente como mi voz insegura me permitió, dije:

—¡Denle una silla al señor Kovacs! ¡Joven Conway! —Edward había estado mirando a Billy con una mezcla de horror y fascinación, y se sobresaltó como si le hubiera pinchado—. ¡Levántate y déjale que se siente!

Una mirada extremadamente enigmática, de afecto, duda y complicidad, se cruzó entre el hombre y el muchacho, quien pasó un brazo en torno a los hombros de Billy y dijo quedamente:

—Siéntate, papá.

La última palabra desencadenó una serie de reacciones. Las cejas de Derrick se alzaron en desaprobación de aquel acercamiento entre supra e infra, Nikopoulos adoptó el aire de incrédula sorpresa del jugador de golf que acierta un hoyo imposible y Francis emitió media risa antes de que una mano le tapara la boca. Yo no tenía idea de lo que aquello significaba, pero Billy consiguió su silla, que era lo menos que podía hacer por él. Y, según temía, lo máximo.

Derrick continuaba infatigablemente eufórico.

—¿Todos están cómodos? ¿Podemos continuar?

Billy le dijo entre los hinchados labios:

—¡Boca de mierda!

Un policía se desplazó para golpearle, pero Derrick empujó hacia abajo el brazo del hombre. Su jovialidad se esfumó; observó a Billy con la misma malhumorada preocupación que había dejado traslucir ya anteriormente, cuando habló de los infra.

—El señor Kovacs puede ser el hombre más honorable de cuantos estamos aquí… a su manera. Puede incluso ser el de mayor estatura… en su estilo. Yo, en cualquier caso, le respeto… hasta cierto punto. ¿Capitán?

Nikopoulos asintió. Francis destilaba aversión, aunque yo sentí la pequeña alegría que produce ver confirmadas las propias convicciones. Edward reveló que no había salido aún de la adolescencia dirigiéndole a Billy un guiño de aprobación y aliento. Billy no distendió su hosca y pensativa expresión. Pensé que sabía exactamente cuán bueno y cuán malo era, cuán intuitivamente competente y cuán falto estaba de genuina sabiduría; y me pregunté por qué Derrick usaría con él unos términos tan flagrantemente conciliadores.

Como si hubiera adivinado mis pensamientos, prosiguió amablemente:

—Ahora deberíamos poner a prueba su estatura. ¿Eh, capitán?

—Usted no puede —dijo—. Es usted un aficionado.

No era el momento que yo hubiera elegido para lanzar un insulto, pero supuse que él creía que ya no le quedaba nada que perder. Hoy considero que estaba haciendo perder el equilibrio a Derrick, buscando la palabra o la alusión de la que pudiese sacar ventaja.

Derrick reaccionó con inteligencia: permaneció completamente inmóvil durante quizá medio minuto, engullendo su cólera. Después habló a sus policías:

—Retiren esa cosa de la ventana.

Uno de los hombres levantó un ángulo del adhesivo con la uña y tiró de la lámina entera.

—Retírense todos al área de servicio.

La arrogancia de la orden, sin asomo de explicación, cortaba el aliento. El agente que retenía a Francis empezó a preguntar:

—Señor, ¿está seguro…?

—Completamente seguro. No me van a atacar. Su comedia ha terminado. Ya no tienen dónde correr a refugiarse.

En su rostro se dibujó una leve sonrisa helada mientras los policías salían. Declarar abiertamente que no quería testigos de lo que allí se iba a decir y hacer a partir de ese momento era una impresionante demostración de confianza; y asumir que le tenían sin cuidado, además, lo que después, a sus espaldas, se comentase, murmurase o criticase.

Con la leve sonrisa todavía helada, preguntó:

—Nola, ¿estás segura de que quieres escuchar una información peligrosa?

No era, ni yo consentiría que lo fuese, una despedida informal.

—Quiero saber cómo y para qué he sido utilizada.

—Lo sabrás, pero no significará gran cosa. —Se volvió a Francis—. Háblame de esos caramelos para mascar extra fuertes.

La evaluación del muchacho había hecho su obra, señalando a Derrick como el poder que había que acatar. Sumisamente recitó:

—Es una nueva línea de escaso volumen para el suministro exclusivo de unas bases militares selectas. Viene por entrega especial del Departamento Uno, Asuntos Internos…

—Mi Departamento —dijo Derrick.

Francis calló, sorprendido e incapaz de decidir de qué manera le afectaba aquello.

—Vamos, Francis. ¿Por qué se distribuye?

El chico se estremeció.

—Se supone que no debo decirlo.

—Se supone que no debes saberlo. Muy bien, dilo.

—Es para los soldados, para que se lo den a las chicas infra y ellas les cuenten lo que ocurre en las torres a cambio de que les den más. Se vuelven adictas.

—El imbécil que te contó eso está arrestado. No puede ayudarte. ¿Protestaste contra la distribución del producto?

—No podía.

—¿Aunque ello fuera ocultarle unos hechos a la Señora? Pensaste que las confidencias de un personaje bien situado demostraban que sentía interés por ti y que ello te podía reportar ventajas. ¿No tuviste dudas?

—¿Sobre decírselo a la Señora? Ella habría…

—Ella te habría matado. Cosa que no le habría importado a nadie, excepto a ti mismo. Quiero decir, ¿tuviste alguna duda por el hecho de convertir en adictas a chicas adolescentes?

No lo entendió. Realmente no lo entendió.

—¿Por qué? Sólo son infra.

Creo que nunca he soportado nada parecido al silencio que siguió. Francis escrutó nuestros rostros en busca de aquiescencia.

—Bien, ¿no lo son? —Apeló a Derrick para que le apoyase—. Es correcto, ¿no? Es su Departamento el que ha puesto la mascada en circulación. De modo que tiene que ser correcto.

Derrick asintió y volvió a hablar en aquel tono triste e introspectivo:

—Como tú, muchacho, yo hago lo que debo. El castigo por la rebelión de conciencia es demasiado grave.

Allí estaba. Él también se hallaba preso en las redes de la supervivencia supra y temeroso de debatirse, llevando la autoridad como una máscara para las actividades de la desesperación. Vi de nuevo algo de lo que me había atraído en los años anteriores a que alcanzase la eminencia donde la corrupción es el único camino para la continuidad. Asiente, colabora y encubre… o quítate de la vista. Qué bien lo entendía yo.

Él recuperó la sangre fría para declarar:

—El Control Serie XC 42 es un represor del sistema inmunitario activado por la saliva. Provoca fuertes síntomas que pasan rápidamente y sólo son peligrosos para personas que padecen debilidad cardíaca. Las infecciones comunes contraídas durante los doce días de manifestación de los síntomas pueden ser combatidas fácilmente mediante los tratamientos rutinarios sin afectar al virus, que es un producto sintético recombinante con una mutación progresiva incorporada que lo hace inofensivo en doce días. Durante este tiempo puede ser transmitido por contacto íntimo, como el beso, el mordisco o el coito. En su etapa activa puede ser destruido por métodos casi heroicos, que el agente Conway conoce bien, pero que no encierran peligro para la vida de un paciente medianamente saludable. —Su fría mirada dio paso a una sonrisa de cocodrilo dedicada al joven—. A él le mordió una muchacha infectada que parece ser naturalmente inmune, pero que era transmisora. No hay duda de que estaba preocupado por su futuro en el mercado matrimonial, pero después del tratamiento sus espermatozoides conservan la plena avidez operativa que corresponde a su robusta juventud. Ningún otro paciente puede presumir de ello. Todos los demás son estériles. Éste es el resultado final de la infección. Es también, como lo expresarían los militares, el propósito de la maniobra. —Trasladó su desolación a Billy—. Como proponente de la teoría de la selección, ¿qué piensa usted del método?

Billy se situó a su nivel, hielo por hielo:

—Menos engorroso que perseguirlos a tiros. No hay problema de eliminación masiva de restos. Ya tenemos bastantes dificultades con las cloacas tal como están las cosas ahora. —Se humedeció los labios, porque al hablar le dolían—. A pesar de lo cual aún habría capacidad para echarles a ellas a usted y a los de su especie.

Se refería a todos nosotros. El tiempo se detuvo, creo, mientras tratábamos de asumir que una leyenda se había convertido en mortífera realidad. Nikopoulos había tenido ocasión de asimilar y considerar; su susceptible pragmatismo (una necesidad de su oficio, supongo) había ya dado vuelta a la cuestión. Preguntó:

—¿Pueden ustedes controlar la epidemia?

—Se controla sola. Las mutaciones hacen el virus inofensivo incluso en los transmisores al cabo de dos semanas. La mascada especial está siendo retirada, de modo que el brote ha terminado a todos los efectos.

Nikopoulos rió.

—¡Un simple ensayo de tanteo! Esta vez no nos ha tocado ir al matadero. Ahora pueden ustedes hacer recuento de los casos, trazar las gráficas de proliferación y efectuar las estimaciones demográficas.

Toda aquella frialdad se me aferró a la garganta; no pude contener una cierta expresión de horror.

—Arthur, ¿cómo ha podido tu propia gente hacer eso? Podría comprenderlo en un enemigo… en tiempos de guerra se hacen cosas horribles… pero esto es pura barbarie.

Me dio lo que merecía:

—¿Hacérselo a otra gente no es barbarie? ¿No es mejor que el invierno nuclear que hemos podido evitar durante un siglo y al que nadie sobreviviría? Ninguna plaga en la historia mató a la totalidad ni siquiera de una comunidad cerrada. Si tiene que haber una selección, y sabes condenadamente bien que tarde o temprano la habrá, aprendamos al menos a hacerla con un mínimo de sufrimiento para los seleccionados.

Los argumentos de la desolación son difíciles de rebatir. El corazón los rechazaba, la mente los rechaza, pero el intelecto se encoge ante las intimidaciones de lo inevitable… Nikopoulos no había terminado conmigo. Algo del hombre perdido tras el burócrata gemía melancólicamente en su voz:

—Nosotros somos bárbaros. Con la supervivencia como única piedra de toque de la moral, mostramos lo que somos. Matamos para vivir. Nuestra última decencia es la capacidad para ver lo que somos y ejercer sobre ello alguna forma de control racional. Los supervivientes del mundo serán los despiadados, no los mansos bienaventurados.

Yo pregunté:

—¿Es eso lo mejor que la filosofía puede inventar para nuestro futuro?

—No seas maliciosa, Nola. La filosofía no inventa nada, así que nos disponemos a aguantar la tormenta. Es demasiado tarde para lamentarse. Siempre fue demasiado tarde.

Billy dijo con voz apagada:

—Hemos tenido trescientos millones de años.

Derrick interpretó en seguida la insólita interrupción:

—¡Ah, un hombre que ha leído! Eso es un cálculo de cuánto tiempo puede haber existido vida en este planeta. Hay otros, pero todos cuentan la misma historia. Nosotros somos únicamente el principio de la humanidad, la fase larvaria, la que prepara a la especie para el descubrimiento de para qué sirve la inteligencia. Sobreviviremos y nos desarrollaremos, cada cresta un poco más arriba que la precedente. El tiempo cuidará de nosotros… de una manera u otra.

Francis había seguido todo aquello en hechizado silencio. Ahora dijo, con aire de haber extraído el significado esencial:

—Todo eso son cosas del futuro. No vamos a morir hoy.

Derrick rezongó:

—Tú puedes morir si no andas con tiento.

El muchacho se puso sorprendentemente alerta, un animal presa de terror, olfateando al enemigo.

—¡Yo no he hecho nada!

—Te has convertido en un símbolo… lo cual es peor que hacer algo. Los soldados de Newport son conscientes del daño que se les ha causado. Doce de ellos son estériles y tienes garantizada su venganza.

—Pero yo no lo hice.

—Conocen la cara y el nombre del repartidor. Te encontrarán. Estás marcado.

Francis habló en lo que yo llamaría un grito mudo:

—¡Pero no tengo porqué volver allí! No tengo que volver, ¿verdad, señora?

No tenía fuerzas ni para pedir ayuda directamente; en el vacío de su interior no quedaba nada que no fuese su atropellada necesidad. Sólo le angustiaba que Francis continuara impune. A fin de cuentas, tenía únicamente quince años. Apresuradamente, porque el total egoísmo de su miedo se me hacía intolerable, le dije:

—No, no tienes que volver. Se ha acabado.

Derrick continuó, ignorándonos:

—Los militares te encontrarán. Cuando ello ocurra, tú tratarás de implicar a otros y posiblemente precipitarás el caos del que tu hermano tuvo el suficiente sentido para retirarse. Dejarás inmediatamente el servicio de la Señora.

Nikopoulos asintió vigorosamente; aquellos dos se ponían de acuerdo sin necesidad de palabras.

Con una mirada de soslayo hacia mí, Francis charloteo:

—Hay otros interesados en mis servicios. Otros departamentos. Conozco a mucha gente.

Derrick le zarandeó ligeramente.

—¡Nada de nombres! Tú eres un crío peligroso como una bomba de relojería y no me arriesgaré a que estalles por sorpresa. Es hora de retirar de la circulación tu equipaje de habilidades. —Fijó en mí una mirada cínica—. Pobre Nola. No te diste cuenta de lo que empezabas. Creaste un mercado de niños prodigio. Hay por lo menos otros dos operando por ahí. Este ejemplar puede irse a casa con su madre. Allí no estorbará y su familia cuidará de él.

Francis chilló y se arrojó al suelo, literalmente a los pies de Derrick, suplicando con frases ininteligibles. Derrick retrocedió y el chico le siguió, tratando de agarrarse a sus tobillos. Su hermano, Edward, con una mueca de viejo desprecio, le dio un puntapié en las costillas, le asió por el cabello y por un sobaco y le levantó bruscamente. Sacudió la cabeza de Francis adelante y atrás y le dijo con un gruñido:

—¡Cállate, pedazo de mierda!

Sorprendentemente, Francis se quedó quieto, parpadeando como si le costara enfocar el rostro que tenía delante. Edward le soltó y Francis se arrojó contra él, que era más rudo y más fuerte, pero que, tomado a contrapié, chocó con la cabeza contra la pared y se deslizó al suelo. Yació momentáneamente inconsciente, y Francis pareció encenderse en una llamarada de odio triunfante. Había descubierto en sí mismo una energía que vencía incluso el miedo. No dudé que se había tomado una revancha que estuvo esperando toda su vida.

Derrick le cogió antes de que llevara a la práctica su obvia intención de patear a su hermano hasta dejarle inválido. Nikopoulos se arrodilló para atender a su maltrecho agente, quien se estremeció y se sentó rápidamente. Billy se adelantó con lo que semejaba timidez para separar a Francis de Derrick, pero éste le apartó con firmeza. El chico miró a Billy con renovado terror, esperando un castigo, e intentó escapar, pero Billy se lo impidió.

—Todo irá bien, chico. No pasará nada.

Francis temblaba como una hoja mientras por sus mejillas rodaban lágrimas infantiles; y aprovechó inmediatamente la ocasión para murmurar:

—No quería hacerlo, Billy. Yo nunca te he odiado.

Deseé que Billy estuviera en condiciones de darle la zurra inmisericorde que se había ganado. Y supe, sin embargo, que no lo habría hecho. Edward empezó a moverse para ponerse en pie y dijo burlonamente:

—¡Oh, por el amor de Dios!

Derrick estaba intrigado.

—Ignoro a qué viene todo esto, pero si ha de servir para que el chico se marche a casa sin más dramas, bien, adelante. Allá estará seguro, siempre y cuando nadie descubra su paradero. Y siempre que se mantenga alejado de los soldados.

Edward rió sin alegría.

—No tendrá tripas para pasar por una calle infra.

Billy se enfadó repentinamente.

—¡Tú tendrías que aprender! La mitad de sus problemas vienen de la condenadamente buena opinión que tú tienes de ti mismo.

—Y la otra mitad de que tú lo vendieras a la Señora.

Derrick comentó que nada aclaraba más la atmósfera que una riña familiar, pero, por favor, ¿les importaría dejarla para después?

—Tenemos cuestiones más importantes que discutir, ¿no es así, capitán?

Nikopoulos sacudió la cabeza.

—No, esto ha terminado. Usted no nos corromperá. A ninguno.

Derrick, al parecer, no esperaba menos.

—Me gustan los hombres que no pierden la cabeza. Usted sería útil en mi Departamento.

—No. Tarde o temprano me daría usted una orden intolerable «por el bien del Estado» y yo vomitaría sobre sus botas. Yo no me he rendido a la necesidad tan completamente como usted. Nací infra y puedo volver junto a los míos, donde tantas cosas importantes esperan a que alguien las haga.

—¿Que las hagan sus Nuevos Hombres, por ejemplo?

Por una vez el capitán fue pillado por sorpresa.

—¿Dónde ha oído eso?

—De boca de su amigo Arry Smivvers. He pasado la mitad de una noche escuchando sus indecorosas confidencias. —Hizo un gesto conciliador en respuesta al suspiro de desaliento de Edward—. No le llamen traidor, hizo cuanto pudo para santificarles a ustedes dos y al complicado señor Kovacs, aunque debo decir que la imagen de Kovacs se difuminó cuando me llegó la historia de Sykes, poco después de amanecer.

Edward preguntó agresivamente:

—¿Qué ha hecho usted para conseguir que Arry hablase?

—Nada, joven amigo, nada. Es muy inteligente. Vio cuál debía ser el final y optó por tener la conciencia limpia, cosa que puede salvarle del castigo por su participación en la aventura. Esto fue todo, realmente… Él no quería enfrentarse a la posibilidad de quedar relegado. Como decimos en el Departamento, No hay mejor supra que un ex infra. Añada a su inteligencia que es un excelente abogado, que arguyó muy convincentemente que yo no debería emprender ninguna acción contra ninguno de ustedes. De ese modo se liberaba parcialmente del estigma de suplicar en favor de sí mismo. ¡Y el capitán Nikopoulos había previsto desde mucho tiempo atrás sus argumentos! ¿Verdad, capitán?

Yo no sabía entonces quién era el tal Smivvers, pero la explicación de una traición que en cierta medida no era una traición parecía encajar con la lastimosa ética que mantenía enteras nuestras vidas a costa de zurcidos y remiendos.

Derrick propuso alegremente:

—Yo no haré nada y ustedes cerrarán la boca sobre lo que saben. ¿Convenido?

Nikopoulos gruñó:

—Convenido.

Billy murmuró:

—Correcto.

Aquello pudo ser el apacible y equitativo final de todo, de no ser porque Edward parecía incapaz de creer lo que estaba oyendo.

Gritó:

—¡Nick! ¿Vas a permitirle que se salga con la suya? ¿Que trate a las personas como animales de laboratorio?

Nikopoulos replicó bruscamente:

—¡Usa la cabeza, chico!

Fue Derrick quien enseñó los dientes sin reservas:

—¡Habla y te haré matar! Judicialmente si es preciso. Ésta es la amenaza, muchacho. Y ésta es la razón que la respalda: ayer comprendiste la inútil estupidez que sería hablar a los infra, hoy, dime qué se ganaría hablando a los supra, aunque tengan el corazón más blando.

—¡Los supra podrían reducir a ruinas ese sanguinario Estado suyo!

—Dudoso. ¿Capitán?

—Muy dudoso. Ustedes cuentan con las fuerzas armadas. Los infra no se movilizarían para ayudar a los supra, y si lo hicieran quedarían atrapados en sus guetos, que son fáciles de controlar.

—Digamos que lo consiguen. ¿Quién estaría en mejor posición?

—Nadie.

Edward dijo desesperadamente:

—Tendríamos seres humanos en el poder, en lugar de robots.

Derrick se mostró razonable, hizo un honesto esfuerzo por clarificar sus puntos de vista:

—Pronto serían tan robots como sus predecesores. Gobernar significa hacer lo que uno debe hacer, no lo que querría. Este país y todos los países han sobrevivido al siglo nuclear a base de continuar hablando y no dar nunca un paso irreversible. Sobrevivirán a las próximas décadas de guerra biológica secreta por medio de la vigilancia constante y la investigación defensiva, y todo lo demás quedará supeditado a ambas cosas. Después de ello, ¿qué? ¿Guerra por control climático, con lluvias tóxicas? No lo sé, pero si es suficientemente horrenda y no extermina a los mismos que la perpetran, llegará. Los Estados sobrevivirán haciendo lo que deben. Derriba a un gobierno, y sus sucesores se verán constreñidos a repetir las acciones monstruosas contra las cuales se rebelaron. El Estado que rompa el statu quo puede destruir el planeta. Señor Kovacs, ¿está usted de acuerdo?

—Todo Jefe de Torre sabe esas cosas. Los que no, no duran mucho.

—¿Se deshacen de ellos?

—Naturalmente.

—¿Lo mismo que el Estado cuando preserva el equilibrio?

—Igual.

Sólo quedaban, al parecer, trivialidades a las que dar vueltas sin objeto.

Derrick dijo:

—¿Por qué no se marchan todos a casa? Aquí hemos terminado.

Y eso fue lo que se dispusieron a hacer, entre una racha de floreos convencionales.

Edward miró de Nikopoulos a Billy como si sus ídolos hubieran caído. El capitán apoyó una mano en su hombro e hizo una mueca cuando el chico se contorsionó para esquivarla: una gran estructura de idealismo juvenil era ahora polvo que se llevaba el viento. Aquella aflicción no duraría mucho. Nikopoulos y el SIP le tenían bien agarrado y sabrían cómo ofrecerle nuevas metas.

Billy se levantó lentamente, moviendo una articulación cada vez para que sus lesiones no protestaran.

—Cojearé un poco. —Extendió el brazo—. Acércame tu hombro, Francis.

Francis titubeó, probablemente resolviendo dudas e impulsos en torno a la naturaleza de su acogida, luego se situó delicadamente debajo de la mano que le esperaba.

Juraría que lo que vi por un instante en los ojos de su hermano eran celos ultrajados.

Billy tenía su segunda familia reunida de nuevo, y era una familia que le daba la bienvenida.

—Adiós, Francis —dije yo, sobresaltándole, colocándole cara a cara con el hecho inmediato de volverle la espalda a la vida supra. Era mejor que la ruptura se produjese rápida y limpiamente—. Te mandaré enseguida tus cosas.

—Gracias, señora. Adiós, señora.

Fue con aquel tono desolado como salió de mi vida súbitamente y para siempre jamás. La señora Conway sería aquel día una mujer rodeada de sorpresas.

Lo cual me recordó…

—Billy, venga a verme cuando se sienta mejor.

Sonrió como pudo, comprendiendo que yo no suprimiría su «paga». La mantendría, por lo menos, como contribución a la decencia humana.

Observando a Billy casi me perdí otro último detalle: hubo una vacilación, apenas un mínimo retardo cuando Nikopoulos pasó junto a Derrick ante la puerta, un fugaz y frío cruce de miradas.

No estoy segura de que el capitán no dedicase un leve saludo a la máscara de vacía sonrisa de Derrick. Sí estoy segura de que se intercambió un mensaje, de que se estableció un mutuo acuerdo.

IV
Arthur Derrick

Nikopoulos no previo los argumentos de Smivvers. ¿Cómo podía haberlos previsto? Preferí concederle el crédito público a que la verdad respecto a Sykes estallase delante de Francis. El capitán (aquel campesino griego encumbrado no era precisamente tonto) sabía que yo habría silenciado a Sykes antes que oficiales y soldados se alarmasen por algo de mayor enjundia que unos ininteligibles desvaríos, y seguramente había adivinado la acción que obviamente se emprendió. Por lo tanto, sabía que yo mentía.

Dado que lo sabía, vio que la mentira destinada a amordazar y asustar a Francis (una mentira suministrada por el propio campesino griego a través de mi «juguete para espías») representaba la amnistía para todos ellos.

Él ignoraba el motivo, pero es un oportunista. (¿No lo somos todos?). Así, «Usted no nos corromperá» era una burla, atrevida si quieren, en tanto que únicamente él y yo conocíamos la cuestión que no se planteaba: ¿Cuánto costará esta clemencia y cómo emplearé yo mi salario?

Le digo, y no de forma demasiado oblicua, que tengo un puesto para él, y lo rechaza enérgicamente para salvar la faz ante sus amigos. Al mencionar a los Nuevos Hombres voy tan lejos como me atrevo sin saber lo que significan aquellas palabras, y él ve (o me figuro que ve) que en los corredores de hielo hay algunos que pueden columbrar una llamita esperanzadora en la chusma desbordante y avivarla… discretamente.

Los trucos de la profesión habían hecho de él y de mí sendos adeptos de la conversación subliminal.

V
Nola Parkes

Sólo deseaba que se marchase y me dejase sola con toda aquella brutalidad, y él lo sabía, pero se sentó en el borde de mi escritorio para decir:

—Ahora ya has visto al Estado en acción.

Sugería con ello, quizá, que debía mostrarme agradecida por ser objeto de un trato especial, pero le respondí:

—No seas repugnante. Un Estado que ataca a sus propios ciudadanos a la ventura, para practicar experimentos, está más allá de toda esperanza.

—Fue precisamente una esperanza lo que inspiró el experimento; la esperanza de sobrevivir. Cuando las grandes naciones se desmembran, cada nuevo país se retira detrás de sus fronteras, roído por la desconfianza hacia sus vecinos. Las pequeñas guerras de pinpanpún, las rencillas motivadas por nimiedades, sirven para mantener la moral a flote, pero también para vaciar las arcas del tesoro público y sembrar el hambre. La guerra auténtica se desencadenará cuando alguien posea un arma que, según crea quien la posea, no se volverá contra él, por lo cual, como hace todo el mundo, nosotros procuramos no quedarnos atrás.

—He soportado dosis suficiente de cinismo popular por una mañana.

Con insultante paciencia, él insistió:

—No es cinismo. La despoblación es una necesidad futura, y estamos en la carrera por la supervivencia, compitiendo con los demás. Pudimos haber difundido esa mascada entre los vietnamitas: se las robamos a ellos, si esto te ayuda a ver las cosas en perspectiva; pero nos es imposible enviar equipos a su tierra para contar los casos y observar los progresos. Teníamos que practicarlo en casa. Y, como el desdichado mocoso ha subrayado, las víctimas «sólo son infra».

—A quienes hace una hora llamabas el pulso del mundo.

—Y me ratifico. Ellos serán los supervivientes. Nosotros, los privilegiados, con nuestros planes, nuestras intrigas, nuestros retorcidos ardides, como Nola y sus colegas, defenderemos juntos la plaza hasta donde nos sea posible y sucumbiremos con ella, pero los infra sobrevivirán. Han adquirido la preparación adecuada a lo largo de toda su vida, día tras día, aprendiendo a hacer más con menos.

—¿La supervivencia por simple capacidad de resistencia?

—En términos evolucionistas, por exceder en inteligencia.

Él esgrimía sus necesidades, santificadas por la política, y yo no tenía alternativas que ofrecer. El mero resentimiento me impulsó a decir:

—También habéis infectado a los supra. ¿Contabais con tener soldados estériles?

No se dejó provocar.

—No. No sabíamos que muchos de ellos practicaban también el hábito de mascar. Es un ejemplo típico de la pequeña pero significativa información que con frecuencia les falta a los planificadores. El pobre Sykes nos lo habría contado, si hubiera pensado que había algo que contar.

—¿El sargento? ¿Qué le pasó?

Me lo especificó con nauseabundos detalles.

—Ésta es la otra cara de tu amigo Kovacs. —Nada pude objetar a ello—. Lo chusco es, si tu sentido del humor lo admite, que Sykes, una vez se percató de la existencia de la trama, estaba plenamente dispuesto a que le extrajeran la información por medio de la tortura, pues era la única forma de obtenerla con rapidez. ¡Y todo ello para nada! ¡Pero eso es para ti un hombre!

—¿Sugieres que nos convirtamos en bestias estúpidas?

—Nola, Nola, el idealismo es cosa del siglo pasado, cuando todavía quedaba tiempo. Cada cual tenía su visión del mundo único e indivisible… con tal de que la otra parte jugara al mismo juego. Pero todos quieren ser los que fijen las reglas. No, nosotros hemos descendido a necesidades más primitivas. El nivel del mar subirá, las ciudades dejarán de funcionar y la gente las abandonará. ¿Y luego qué? ¿Una etapa de la primitiva cultura de cazadores y recolectores, mientras los ecosistemas se lamen las heridas? No lo sé. Lo que sí sé es que, con esas cosas en mente, el Estado no tiene tiempo para enredarse en sofismas éticos, ni tampoco para preocuparse —se deslizó del borde del escritorio— por tus triviales raterías.

Llamó a sus policías y se marchó.

Tallis vino a decirme que el servicio doméstico volvía a funcionar con normalidad. Yo le dije que empacase las pertenencias de Francis y replicó que ya estaba en ello, que se ocupaba personalmente de la cuestión. Para apropiarse de cuanto se le antojase útil, sin duda. Pero yo no tenía ya poder para castigar la insolencia.

Nunca más volví a ver a los dos hermanos, ni a Nikopoulos. Tampoco a Derrick. Billy me visita ocasionalmente como amigo, sin reservas. Entra en mi casa por la puerta principal y los dos reímos juntos como niños ante la severa desaprobación de Tallis.

VI
Arthur Derrick

¡Y pensar que quise casarme con ella! No tenía la disculpa de la juventud o del primer amor, sólo la locura de la madurez, que nos impulsa a aullarle a la luna. ¡Cómo nos habríamos aborrecido, cómo habría cada uno exacerbado la insatisfacción de sí mismo que el otro sentía! Gracias, Nola, por perder el ánimo; yo, al cabo de uno o dos años, habría perdido el juicio.

Regresaba al gobierno de su satrapía de chatarreros, ahora con la tarea adicional de llevar tu complicada contabilidad. Confío, como tú deberías también confiar, en no volver a ver jamás a aquel mocoso gimoteante; en otra época me habría puesto a darle puntapiés en el abyecto culo y no habría sabido cómo parar.

Tampoco quiero ver a Kovacs, aunque probablemente lo veré. Su inexorable virtud me humilla de forma insoportable. Hace cosas asombrosas porque cree que son necesarias; yo las hago peores únicamente porque creo en la venganza de mis patronos políticos. Temo la caída.

El cachorro de policía no tiene peso alguno, pero su dios doméstico es otra cosa. Nikopoulos es un planificador y lleva algo entre ceja y ceja. Le sobra juicio para ser un revolucionario (nuestra historia ha ido demasiado lejos para que la revolución pueda cambiar nada, como no sea para peor), pero lo que el pequeño Arry dice de los Nuevos Hombres alerta mi intuición de alguna actividad inminente.

Debo vigilar. Puede ser necesario atajarle. O prestarle ayuda.

Me gustaría dejar tras de mí por lo menos una obra que no me hiciera pensar que debería unirme a Sykes en la galería hipnótica de las fantasías y los olvidos. Hasta entonces debo aplicarme a la cruda política de apaños temporales que el abatido Estado requiere, manteniendo el ojo atento a todas nuestras Ñolas y todos nuestros Arrys.