Tuve que aceptar aquella colaboración. Nick no podía imponérmela, pero la deseaba; era un compromiso calculado, en función del cual me enviaba a aprender los trucos infra de un veterano en quien confiaba para que cuidase de mí. Yo sabía (y ello me amargaba) que Kovacs antes sublevaría las torres contra el Ejército que consentiría que yo sufriera daño. También Nick lo sabía. La pareja Kovacs-Conway era un equipo que había planeado hacía mucho tiempo y que ahora tenía ocasión de poner a trabajar.
Acepté, asimismo, porque Mamá no quería que lo hiciera, y yo no había vuelto a casa para someterme a la servidumbre familiar.
Acepté porque era imposible no hacerlo, una vez Arry hubo efectuado su excitada declaración. Ni podía negarme después de que Kovacs me hubiera elegido como acompañante: él era el último hombre en el mundo a quien permitiría que me considerase incapaz.
Estas cosas estaban claras, pero ¿por qué dije «papá»? No había sido involuntario; era la decisión consciente de comunicar algo. Pero ¿qué? Afecto, no. Ni siquiera esto. Creo que intentaba decirle a Nick que yo podría trabajar con aquel hombre, a Mamá que los resentimientos podían ser dejados de banda, a Kovacs que yo era tan bueno como él (y no lo era), pero que le admitía como jefe en su propio terreno. Le decía (y con solapado pasmo me lo decía a mí mismo) que confiaba en él.
Él pensó que me burlaba.
Cuando los demás se marcharon, se inclinó a través de la mesa, pálido, con los ojos como ágatas ardientes incrustadas en su rostro.
—¡No utilices nunca esa palabra conmigo si no la dices de corazón! ¡Te toleré muchas cosas años atrás, pero hoy no voy a aguantar ni una mierda de un extra fatuo, aprendiz de pasma!
Con su cara a unos centímetros y con una cólera que resultó ser el sentimiento más honesto que jamás vi en él (y con la premonición de que si llegábamos a la violencia yo me echaría atrás porque la razón estaba de su parte), tenía que apuntalar mi propia dignidad mientras aplacaba la suya.
—Usted no me gusta ni me gustará nunca —dije—, pero confío en usted y le respeto por lo que es.
Me dedicó su sonrisa de tiburón, que era peor que una amenaza.
—Y lo que yo soy no es mucho, según crees.
No conseguí dominar mi cobardía para negarlo o buscar una evasiva, sino sólo lo suficiente para sostener su mirada y no decir nada en absoluto. Él asintió enérgicamente para sí mismo y salió del cuarto.
Mamá, que debió haberlo presenciado todo con una especie de horror, exhaló un suspiro y dijo:
—Por lo menos esto aclara la atmósfera. —Situaba un mal momento en inteligente perspectiva—. Pero él siempre fue bueno contigo y es muy vulnerable.
—También lo son sus víctimas, supongo.
—No conozco ese lado suyo, no me deja que lo vea. —Fijó en mí el género de mirada con que imagino que las madres espartanas enviarían a sus hijos a desastres como las Termópilas, orgullo materno sofocando un corazón acongojado—. Cuida de él, Teddy, se está haciendo demasiado viejo para su trabajo.
Por el amor de Dios, ¿quién de los dos le preocupaba?
—Mamá, será él quien cuide de mí, y es el viejo más duro y sinvergüenza que nunca te has echado a la cara.
Pareció absolutamente satisfecha.
Kovacs reapareció vestido de manera más adecuada al concepto que tenía de un domingo (una toalla arrollada a la cintura), tan tranquilo como si sus diques personales no hubieran estado a punto de romperse, y empezó a exponer sus ideas respecto a nuestra operación.
Me quedé fascinado por las fuerzas, no entrenadas pero dóciles, que se hallaba en condiciones de movilizar, y de los extraordinarios riesgos que él y la gente de su torre estaban dispuestos a correr. Podía planear acciones que el SIP, embarazado por los condicionantes políticos y las normas policiales, no se hubiera atrevido ni a soñar. En un determinado momento dije:
—Con esa clase de influencia y el recurso de las torres, podría apoderarse de la ciudad.
—¿Eso crees? Por supuesto que podría. Fácilmente. ¿Y después qué? ¿Acaso estaríamos mejor cuando terminase el saqueo? La mitad de las funciones de un Jefe de Torre consiste en impedir que las bestias estúpidas se amotinen. Si nosotros domináramos la ciudad, no sabríamos siquiera cómo hacer funcionar el transporte, y mucho menos la Sección Médica o el suministro de alimentos. Melbourne se moriría de hambre antes de que saliéramos de ella. Nunca des a las personas lo que quieren: es malo para ellas y para los demás.
De este modo comprendí un poco mejor cómo se mantenía el equilibrio entre los supra y los infra: éstos lo respetaban porque sin él vivirían aún mucho peor.
Kovacs preguntó:
—¿Sabías que los infra están más sanos que los supra? Hay estadísticas que lo prueban.
—No lo sabía. ¿Cómo es?
—Dieta. Calorías, proteínas, vitaminas, todo eso: compensado. Reciben lo suficiente de todas las cosas necesarias y adecuadas. Los supra consiguen con sus cupones todos los lujos y requisitos, con los cuales se vuelven gordos, lentos y enfermizos. Es un chiste dedicado a ti.
La cara agria del mundo también tenía su sonrisa.
—Otra cosa —añadió—. Nuestros infra viven mejor en muchos aspectos que la mayoría de la gente en todo el curso de la historia, con excepción de una parte del siglo pasado.
Aquél era uno de los hechos abrumadores de nuestra sensación de pobreza general: en la mayoría de los períodos históricos nuestros pobres habrían sido envidiados, porque por lo menos estaban alimentados, alojados y atendidos médicamente. Lo que les faltaba era la esperanza de tener algo más.
Mi visión de los infra se modificó por enésima vez escuchándole describir una comunidad a un tiempo desorganizada por su carencia de objetivos y estrechamente unida por sus propias convenciones y preocupaciones. Existía orden porque una mayoría insistía en el orden, y desorden porque una minoría no quería ser ordenada; había bloques de pisos donde reinaban la paz y el espíritu comunitario, y había pisos enzarzados en guerras sangrientas; había estratos sociales, con las familias de los jefes en el vértice y golfillos callejeros tratados a puntapiés en la base y, en medio, esnobismo de presuntuosos semiliteratos, grupos de aficionados a los juegos, cómicos, cantantes, actores, valiosos comerciantes, e incluso ejemplares de una fauna tan exótica como la de los artistas.
—Hay de todo en las torres, pudriéndose porque los buenos cerebros no tienen nada en que ocuparse.
—Falta algo —sugerí yo—: Escondrijos.
—¿Para qué?
—Sexo. ¿Dónde se dedican a retozar las chicas y los soldados?
—¿Te refieres a dónde está el picadero? En la pista de asalto. ¿Sabes dónde es?
Yo no sabía qué era, y menos dónde estaba.
Él cambió burlonamente a la jerga infra.
—Na s’as mu’o, sosupra.
Reconocí que no sabía todo lo que necesitaba saber.
—Na s’as na. Yo t’searé.
—Tendrás que hacerlo.
—¡Infra!
Quería decir que hablase en infra.
—Sip. Tú m’searás to.
A partir de aquel momento hablamos como él deseaba. Era algo más que una manera de practicar la jerga; era una astuta superación de las barreras sociales establecidas por una gramática y un acento superiores. Kovacs era un psicólogo práctico. Supongo que tenía que serlo por fuerza.
Trazó unos diagramas en trozos de papel para mostrarme cómo las torres de Newport se distribuían a partir de un punto central, con los cuarteles militares en su pivote y, detrás de ellos, una extensión de terreno baldío que llegaba hasta el río. En aquel terreno estaba la pista de asalto, una especie de pista de obstáculos sembrada de trincheras y alambradas y barricadas utilizadas en la instrucción de los soldados de infantería. Se me ocurrió que la mayor parte del tiempo estaría bajo las aguas, pero resultó que había sido construida a suficiente altura para que la sudorosa soldadesca la usara con más frecuencia de lo que habría deseado. Las tropas aprovechaban las sombras y cavidades para reunirse con las muchachas y copular, según Kovacs, nueve de cada diez noches. Las chicas se aproximaban a hurtadillas por el flanco, vadeando las aguas desbordadas del río, y trepaban a la pista por medio de cuerdas que les arrojaban desde lo alto.
Pero ¿cómo establecían contacto para concertar las citas?
—¿Concertar citas? —repitió Kovacs, divertido. (Continuábamos hablando el dialecto infra, pero olvidémoslo porque se haría incomprensible.)— Tú has sido educado entre gente fina, so supra. Las chicas, desde abajo, silban.
—¿Y se lían con quien quiera que responda?
—¿No te gusta la idea? Teddy, esas criaturas venden su cuerpo, no se dedican a devaneos sociales. Es su negocio.
—¿Por comida?
—A veces. Depende de lo que sus chulos les ordenen que pidan. Últimamente piden mascada… La nueva, la que es extra fuerte, es la que les gusta, Dios les ampare.
—Así pues, usaremos a una chica para averiguar dónde consiguen la mascada los soldados.
—¿Te figuras que se lo dirán?
No, pensé que no se lo dirían.
—¿Entonces, qué?
—Lo que haremos —dijo Kovacs— será encontrar una muchacha que nos ayude a secuestrar a su soldado. Él me dirá a mí quién le suministra.
No me gustó cómo sonaba aquello, pero no era momento de discutir el tema; deberíamos actuar sin un grado de violencia indecente.
—¿Dónde encontraremos la chica? —pregunté.
—No la encontraremos nosotros. Nosotros no haremos absolutamente nada que permita suponer que intervenimos. Si despertamos las sospechas de alguien, será Nick quien se jugará el cuello. No, mis chicos organizarán lo de la muchacha. Les resultará mucho más fácil a ellos que a ti y a mí.
Y así fue. Dos días después recibimos un mensaje de Vi anunciándonos que ya tenía su pájaro en la jaula.
Volver de día a la Veintitrés fue una prueba para mi capacidad de adaptación. Tener el aspecto adecuado, despedir el olor adecuado, hablar fluidamente de la manera adecuada, no bastaban. Los hombros fortalecidos por años de ejercicio físico tenían que caer con indolencia y el paso gallardo y castrense convertirse en un ocioso arrastrar los pies. Yo debía ser infra sin esforzarme visiblemente en ello. En un escenario puedes valerte del gesto, de la expresión, de la inflexión de voz para convencer a una audiencia predispuesta, pero en los corredores de la torre necesitaba ser correctamente indetectable. Era un reto similar a la más difícil de las tareas que puede desempeñar un actor, que es la de situarse recatado y sin llamar la atención en el centro de una escena.
El nerviosismo aguzó mis dotes de observación. Vi a los infra a la luz de lo que Kovacs me había enseñado, notando que algunos iban vestidos, mientras que otros meramente se cubrían, y cómo contrastaba el cuidadoso ritual social con la conducta insensible y ruda. Me llamaron especialmente la atención los niños y el hecho, que se me antojó paradójico, de que fueran generalmente ruidosos, activos y felices. («¿Por qué no habrían de serlo?», preguntó Kovacs. Sí, ¿por qué no? La mirada del niño no se fija en las cosas que no tiene. Esto viene después). Irrumpían en grupos en los corredores y los adultos les cedían el paso en lugar de empujarles u ordenarles que se apartaran, que era lo que los supra habrían hecho con sus propios hijos. Recordé vagamente haber leído que las sociedades primitivas tenían aquella misma actitud respecto a la infancia y que los psicólogos hablaban favorablemente de ella. El Estado debería aprender de los infra unas cuantas cosas.
Los adolescentes eran menos seductores, más sucios que sus mayores, e iban también más desaliñados. Se reunían en grupos y se comportaban más como bandas, adoptando el aire de violencia que busca un pretexto para manifestarse. Conocían a Kovacs y le ignoraban deliberadamente, como en rebeldía contra su autoridad, pero se percataban de su presencia y ello era un signo de respeto, aunque involuntario.
A aquellos adolescentes se debían probablemente los grafitos.
Las paredes estaban cubiertas (literalmente llenas, invadidas, ocultas) de trazos y dibujos acumulados desde el día de la inauguración de la torre, décadas atrás. Había escritas pocas palabras (éstas en su mayoría obscenas y plagadas de faltas de ortografía) y no muchas muestras de pensamientos o ideas, pero entre los cuerpos deformes y los monstruosos genitales torpemente dibujados aparecían algunos rasgos de arte espontáneo, diseños chocantes que retenían tu mirada, yuxtaposiciones de colores que halagaban la vista. Pudriéndose porque los buenos cerebros no tienen nada en que ocuparse.
Subir aquellas escaleras requería entrenamiento y músculos de montañero en las piernas; llegamos al piso de Kovacs con mis muslos y pantorrillas medio pulverizados. Allí fuimos saludados por lo que parecía un corredor entero lleno de niños, una arremetida de gritos concentrados en Kovacs, con una queja unánime:
¡Tía Vi nos ha echado a patadas!
Cuando él dijo que quizá su esposa quería estar sola y tener un poco de paz, una niña de unos siete años le replicó:
—No, no quiere eso. Tiene a Bettine ahí dentro.
—¿Qué Bettine?
—Bettine la Zorra, de la Cinco.
—Ah. Muy bien, largo, ¡largo todos!
Se apartaron de la puerta, pero formaron un semicírculo, sin mostrar intenciones de marcharse, hasta que él vio lo que algún artista local había hecho en aquélla. Un pene sobrehumano, toscamente delineado, había sido pintado sobre otras decoraciones más antiguas con algún producto blanco, húmedo y brillante. Más abajo, en letras temblorosas, se leía: EL GRAN BILLY.
Kovacs, inequívocamente halagado, bramó:
—¡Ojalá fuera cierta la mitad, bibrones! —Los chiquillos chillaron de alegría y se alejaron corriendo—. No vale la pena quitarlo. Por la mañana habrá otro.
Cuando abrió la puerta y se apartó para dejarme pasar, surgió desde el interior del apartamento una pequeña arpía que gritaba, escupía y se debatía desenfrenadamente y que cargó contra la boca de mi estómago… La agarré, y entonces intentó darme un puntapié en los testículos y me clavó los dientes en una mano. Kovacs lanzó una maldición, consiguió asirla por la cintura, la transportó al interior y cerró la puerta antes de dejarla caer.
Ella se quedó, de rodillas donde había caído, mirando fijamente a Vi, quien se hallaba sentada en su mecedora, interesada pero impasible. La arpía le chilló a Kovacs:
—¡Tu maldita vieja me ha pegado!
Vi murmuró:
—Te pegaré más fuerte aún si no vigilas lo que dices.
Bettine aporreó el suelo en un acceso de rabia que a mí me pareció más bien coraje fingido para encubrir el miedo. Kovacs echó una mirada a mi mano, que sangraba, y dijo:
—Lávate eso enseguida.
Vi se levantó de la mecedora.
—Han cortado el agua, pero hay té frío en la tetera. Podéis usarlo.
Me condujo a la cocina, derramó té frío sobre el mordisco de Bettine y abrió un tampón antiséptico (¿hurtado quién sabe dónde?) para que me secara la mano con él; luego me dio una pieza de tafetán adhesivo para cubrir las marcas de los dientes. Cuando envolvió el tampón usado en un trozo de papel y le prendió fuego, yo pregunté:
—¿Cree que puede llevar veneno en los dientes?
—Es posible. Ha estado comerciando con mascada.
Hasta aquel momento no se me había ocurrido lo obvio, y no sé exactamente cómo me sentí. Quizá no había nada que sentir, porque tampoco había nada que hacer. Yo estaba infectado o no lo estaba. Si lo estaba… Mi primer pensamiento fue para mi futuro con Carol, y aquello desató en mí un pánico glacial.
—Mala suerte, pasma —dijo Vi—. Gajes del oficio, ¿eh?
Su llana brutalidad me devolvió la conciencia y el control.
—Usted lo ha dicho.
Me pareció que mi voz sonaba firme.
Ella respiró profundamente, y un estremecimiento sacudió su copiosa envoltura de grasa.
—Celebraré que no te hayas contagiado, aunque no les tenga a los Conway ningún cariño.
—Ni yo a Kovacs y su prole.
—¿No? —Agitó un dedo ante mi rostro—. Al final te convencerá.
—Y una mierda.
Frunció el entrecejo y, súbitamente, me dio una palmada en la cara.
—Ya sabes que no tolero malas palabras en mi casa.
Medio aturdido, con los ojos clavados en el parche de tafetán y la mente en lo que había debajo de éste, articulé una especie de disculpa.
Bettine se había calmado y mi aspecto debía ser miserable. Kovacs me miró la mano, apartó la vista enseguida y murmuró:
—A ningún precio habría consentido que esto ocurriese. —La chica no parecía enterarse de que el asunto le concernía muy seriamente, pero Kovacs estaba profundamente turbado cuando me preguntó—: ¿Cómo se lo voy a decir a tu madre?
Su desaliento, por contraste, me devolvió la energía, el aplomo, la capacidad de decisión.
—¿Por qué decírselo? Quizás hemos actuado a tiempo. El virus es muy débil cuando está expuesto.
Él sacudió la cabeza con amargo disgusto. Yo descubrí en el rostro de Vi, antes de que la disimulara rápidamente, una extraña expresión, mezcla de malicia, satisfacción y piedad.
Kovacs, incapaz de contenerse, trasladó su atención a Bettine.
—Me dicen que jodes con un soldado. —Vi abrió la boca para recurrir a sus normas de lenguaje, pero la volvió a cerrar. Él añadió—: Eres menor de edad, ¿no?
La muchacha le escupió su respuesta:
—Tengo diecisiete años.
Vi intervino:
—Según el registro tiene catorce. Es la hija mayor de Sally Beech, la que vive allá abajo, en la Cinco. La llaman Bettine la Zorra. Es una camorrista.
—Y otras cosas —dijo Kovacs—. Busca camorra en demasiados sitios a la vez. ¿Quién es tu soldado?
—¿Qué soldado?
—El soldado con quien jodes. El que te da esto.
Sostuvo en alto una tableta de mascada verdeazulada.
—Váyase al carajo.
La forma en que él le soltó un bofetón en plena boca pareció apática, desganada, pero el golpe sonó como un trallazo. Sorprendí en Kovacs un asomo de vergüenza mientras la chica chillaba y se arrastraba bajo una de las camas. Desde la semioscuridad de su refugio, ella le increpó:
—¡Hijo de puta!
—Quién sabe… A ver, ese soldado…
—¿Qué soldado?
Vi dijo cansadamente.
—Déjalo correr, niña. Mis chicos te vieron con él anoche. Tú no eras la única que zanganeaba por la pista de asalto. Por eso te han traído aquí.
Ella vociferó:
—¡Espere a que pille a esos hijos de puta! ¡Espere y verá!
—¿Dónde está Stevie? —preguntó Kovacs.
—¿Qué Stevie?
—Tu chulo. El que te envía a los soldados para conseguir mascada.
La muchacha se tomó tiempo para convencerse de que Kovacs sabía más de lo que sus negativas podían evadir, y luego dijo lúgubremente:
—Está enfermo.
—¿Muy enfermo?
Ella se encogió de hombros.
—Tiembla y habla de una manera rara.
—Jodes con él, ¿no es así?
—Por supuesto.
La chica podía ser transmisora; inmune ella misma, nunca enferma, dispensadora imprudente de traicioneras delicias sexuales. A mí me escocía la mano mordida.
—Bueno, no morirá por ti.
—¿Qué más da si muere o no? Hay chicos a montones.
—Te zurra, ¿no?
—¿No lo hacen todos?
—¡Valiente novio!
—Todos son iguales. Una mierda.
Kovacs volvió a mostrar la tableta.
—¿Masca?
—Seguro.
—¿Y tú?
—Seguro. —Con petulancia, añadió—: No de la buena. Ésa se la guarda para él, mierda, el muy hijo de puta.
—La mascada buena es la que le ha hecho enfermar.
La chica dijo, con el aburrimiento de la incredulidad:
—Y un carajo.
Costó mucho persuadirla. Costó mucho más aún que aceptase la idea de que su generoso soldadito supra estaba causando cierta clase de daño misterioso, quizá no de manera intencionada. Cuando quedó claro que la mascada era responsable de la enfermedad de Stevie y de su mente errante, y acaso también de las dolencias de varias docenas de niños más, Bettine cesó de mostrarse dura y se acurrucó llorando bajo la cama. Vi se levantó trabajosamente para sacarla a rastras de allí y consolarla en su enorme regazo.
A la hora de convencer a la chica de que acudiera todavía a una cita más, y basta, con el soldado (éste la esperaba la noche del siguiente jueves, dos días después), ella se mostró maleable. Kovacs le presentó la historia como una trama de intriga novelesca, como una bella espía arrastrando al enemigo a su condena, y Bettine la engulló como chocolate. Por añadidura, consideró que debía hacerle pagar a aquel hijo de puta la enfermedad de Stevie.
Tras haberla enviado a su casa, Kovacs me dijo:
—Mejor será que regreses a tus cuarteles y hagas que los sanitarios se ocupen de ti.
Intenté dar la impresión de que no estaba dispuesto a escabullirme en busca de su protección como un conejo asustado.
—Volveré el jueves por la noche.
—No, no, quédate fuera de esto. Todo lo que he empezado con vosotros, chicos, ha salido mal.
Su propensión a darse puñadas en el pecho me hacía a mí mismo más obstinado.
—Trabajo para Nick, no para usted. Si no me he contagiado seguiré adelante con mi tarea, y si me he contagiado valdrá más que siga, que no me siente por ahí a esperar los síntomas y a compadecerme de mí mismo.
Se cubrió el rostro con las manos.
—Soy yo quien se compadece. —Pero no discutió—. Te esperaré al pie de las escaleras.
Lo último que vi al salir fue la gran cara de Buda de Vi, su máscara de malicia mezclada con piedad.
Pensé que Nick reaccionaría mal cuando, aquella tarde, le informé del mordisco. Quizá fue así, pero su respuesta fue práctica:
—¿La chica dice que no consume la mascada tóxica?
—Eso es. Pero duerme con su chulo, quien precisamente ahora está enfermo. Puede ser transmisora.
—Seguro que lo es.
En medio de la confusión de mis ideas y sentimientos, dije:
—Quiero casarme.
—Con Carol. Ya lo sé.
Lo sabía todo, ¿no? Su existencia era lo que el binomio amor/odio significaba para mí.
—Pero si pido ayuda a los sanitarios querrán saber cómo he pillado la enfermedad, y esto le hundirá a usted en la mierda. Nos hundirá a los dos. El SIP se habrá acabado para nosotros.
—No, eso no ocurrirá, chico. La Sección Médica mantendrá la boca cerrada. Desde el momento en que accedimos a desempeñar esta misión, la Sección perdió todo el poder de perjudicarnos. Connivencia. Actuaremos por intermedio de Arry, ya que él es quien tiene los contactos.
Localizar a Arry por la trivlínea no fue empresa fácil. Las tentativas en las posibles jurisdicciones dieron por resultado, en unas, que acababa de marcharse, y en otras que llegaría más tarde. Nick persistió, perfectamente impasible, mientras yo procuraba no perder la calma que su ejemplo exigía, y soportaba la tensión de mi mente. El pensamiento de Carol y de un futuro impotente arrancaba lágrimas de mis ojos, que Nick simulaba no ver.
Al cabo de cincuenta minutos localizó a Arry, entre todos los sitios posibles, en un seminario interdisciplinario: sólo bajo amenazas la secretaria se avino a hacerle salir de la sesión de trabajo. Al propio Arry no le gustó; hubo que discutir con él.
—No, Arry, no puedo, no en una línea pública… Por el amor de Dios, es urgente. Teddy está en un apuro… No, ni siquiera una hora, nada, ya hemos perdido demasiado tiempo… No puedo decírtelo… ¿no te da esto un indicio? Sí, sí, ¡es así de grave!
Desconectó el triv, me miró sombríamente y dijo:
—Vendrá.
Llegó a los veinte minutos. El pánico por lo que me había ocurrido le duró diez segundos, y enseguida tomó en consideración a los sanitarios.
—El hecho es —dijo— que probablemente no habrán visto nunca un caso en que la infección haya sido tan reciente. No querrán desperdiciar la ocasión de examinarle.
Yo repliqué ásperamente que quería que me curasen, no que me investigaran. Tuvo la gracia de desconcertarle.
—Con tanto secreto, no sabemos cuánto habrán progresado por el camino de la curación. Mis contactos lo ignoran… o dicen que lo ignoran. Así que, actuando tan desde el principio… Vamos, no nos entretengamos más.
Nick nos despidió con un «buena suerte». Su tono era preocupado, pero ¿cuánta preocupación podía permitirse? Por definición, el trabajo en el SIP debía ser algunas veces peligroso.
Fuimos directamente a la Sección Médica, en los límites de la ciudad, muy fuera del Centro; en un disperso complejo hospitalario heredado del pasado siglo. Arry localizó a su contacto por el intercomunicador, desde la planta baja, y tras la agitación que se produjo cuando dio su nombre, fuimos remitidos a la Habitación 717.
Subimos a la planta séptima en un ascensor expreso. La siete-diecisiete era una sala de espera con butacas profundas, una mesa y una muchacha vestida de enfermera. La chica saludó a Arry con una media sonrisa de complicidad que sugería que era ella la persona que le había atrapado en el juego sexual iniciado por él, y con perceptible condescendencia dijo:
—¿Un resultado tan pronto? —Me miró con aire satisfecho—. Es joven para ser un policía, ¿no?
—No hay resultado todavía —dijo Arry.
—¡Un crío haciendo un trabajo de hombre! ¿Es así? —Reía con ganas—. Entonces, ¿qué quieres? Aquí no deberías dejarte ver.
—Está infectado.
La muchacha se separó un paso de mí. Pudo haber sido por la inesperada declaración de Arry, o pudo ser una reacción de temor. Arry se vengó de sus ironías:
—Ya sabes que el virus no se transmite por el aire. Tendría que haberle dejado que te restregase con la mano. Un poco de sudor…
La insolencia de ella se evaporó.
—¿Cuándo ha pasado?
—Hace unas cuatro horas. Quiero que os ocupéis de él.
—El tratamiento… Bueno, realmente no saben…
Con mano insegura se acarició la mejilla para apartar un bucle de cabello rubio.
—¡Avisa a Arnold! —gruñó Arry.
La muchacha se marchó rápidamente, con apariencia preocupada, y reapareció a los pocos minutos para conducirnos a un gabinete de cirugía. Un hombre sentado tras un escritorio la despidió con un movimiento de cabeza. Arnold, supuse. A mí me miró con tanta fijeza que pensé que no estaba seguro de sí mismo y que trataba de dominar una situación que le turbaba en exceso. Apenas saludó a Arry, para dirigirse a mí con lo que debía creer un tono autoritario:
—Cuénteme qué ha pasado.
Lo hice, sin mencionar nombres ni dar el número de la torre ni el distrito. Él chasqueó los dedos, irritado.
—De modo que no hemos adelantado nada. Lo de los soldados ya lo sabemos. La cuestión es: ¿dónde se contagian?
—Eso lo averiguaremos… después de que me hayan tratado.
—¿Coacción, agente?
—Digamos que estamos unos en manos de otros.
—Cierto. —Levantó la cabeza en dirección a Arry—. Debe usted retirarse antes de que sea demasiado tarde.
—No puedo. Teddy es mi compañero. Le ayudaré a salir del lío.
—No es necesario —le dije yo—. Más vale que te marches.
—Yo soy el primer responsable de esto, de modo que me quedaré por si acaso sirvo de algo.
Percibir la firmeza de aquel frágil cuerpo contribuyó a perfilar la imagen cada vez más clara que de la solidez fundamental del estrato infra se iba formando en mi mente. Arry habría sido mucho más sensato marchándose, pero este pensamiento se diluyó en la cálida sensación de tener un amigo a mano cuando yo estaba solo ante el peligro y asustado de la cosa que llevaba en mi interior.
Arnold me dijo:
—Puede usted no estar infectado.
—¿Se hace una prueba?
—Sí.
—Bien, cuando quiera.
Se levantó y salió de detrás del escritorio.
—Arremánguese —dijo. Abrió un armario de la pared y sacó los instrumentos necesarios para una toma de sangre. Al pincharme una vena, preguntó—: ¿Cómo se llama, agente?
—¿Se lo he preguntado yo a usted? Sé que le llaman Arnold. Es suficiente.
No contestó. Llenó una jeringa de sangre y se la llevó por una puerta interior. A los quince minutos volvió con la cara pálida del jugador que ha perdido una partida sin posibilidad de desquite. Supuse que había tenido que cubrirse informando a algún superior, a alguien que se había enfurecido ante el riesgo de contaminación que yo representaba.
—Está infectado —dijo secamente.
—¿Y ahora qué?
—Supongo que tendremos que hacer algo por usted.
—¿Supone?
Extendió los brazos con sincera aflicción.
—Sí… ¡lo supongo! No es seguro, pero lo intentaremos.
Yo dije, acosado por una mezcla de temor y esperanza y forzando la mano:
—Mejor será, joder, que sea seguro. Déjenme en la estacada y hablaré con todo aquél que quiera escucharme. Incluyendo los infra.
—Venga conmigo y no diga tonterías. —Miró ceñudamente a Arry—. Puede usted venir también y comprobar que jugamos limpio, si cree que ésa es su obligación.
Fue entonces cuando me di cuenta de que aquella gente podía matarme para eliminar un estorbo, y que posiblemente saldría impune.
Arnold me informó con enojada seriedad:
—No pretendo abrirle en canal ni extirparle nada. —Supongo que sonreí, porque me devolvió una sonrisa amarga—. Lo que voy a hacer es cocerle.
No contesté. Mejor era dejarle que se divirtiera y confiar en que sólo fuese una diversión.
Nos condujo a un quirófano de anfiteatro.
—No habrá otro personal presente; cuanto menos sepan de esto, mejor. Lo primero que debo averiguar es si está usted en condiciones de ser cocido. Quítese la ropa. —Me despojé de la camisa, los pantalones y los zapatos—. La ropa interior, todo. Parece usted bastante saludable.
Me sometió a un examen rutinario completo, incluida una cardiografía.
—Sería muy desagradable que le diera un colapso en el horno. Difícil de explicar que se ha cocido a un policía sin autorización.
Arry decidió que aquello era cómico y rió ruidosamente: era un entusiasta de los chistes morbosos. Yo guardé un silencio hostil, cosa que siempre pilla a los chistosos a contrapié.
—No es broma —dijo Arnold—. Aquí está el horno.
Se trataba de un cilindro de acero de dimensiones suficientes para contener a un hombre, con una ventanilla en lo que entendí que correspondía a la «cabeza», un manojo de cables conectados en toda su longitud y un tablero de mandos no demasiado complejo.
En medio de su hilaridad, Arry farfulló:
—¿Carbón o gas?
—Una especie de microondas. En muchos aspectos, casi lo mismo. —Se me acercó con una jeringa y yo levanté el brazo. Seleccionando una nueva vena, añadió—: ¿No le interesa lo que le hago?
—Sí me interesa.
—¿Quiere que se lo explique?
—Simplifíquelo.
Fuera lo que fuese lo que había en la jeringa, pasó a mi flujo sanguíneo.
—La dificultad de los virus es que se esconden en las rendijas. Invaden las articulaciones, el cerebro, los ganglios linfáticos, el hígado, y tenemos que expulsarlos a chorro de sus escondrijos. Para eso sirve la inyección. Trastorna los órganos donde se han refugiado, cosa que no les gusta. Escapan a las venas y arterias, de las cuales el cuerpo puede volver a expulsarlos de forma natural… después de muertos. ¿Me sigue? —Asentí—. El juego, entonces, consiste en matarlos allí donde pueden atacarlos los sistemas de eliminación. Usted sabe, supongo, que este virus cambia su estructura para defenderse de los medicamentos… pero no soporta un verano largo y caluroso. Por lo tanto, crearemos un ambiente de unos cinco grados de temperatura corporal por encima de la normal y durante varios minutos. Aproximadamente ocho. Para un cuerpo, este calor es mucho, y en términos víricos equivale al verano largo y caluroso. Puede causar la muerte a los humanos si sus corazones no tienen la resistencia suficiente, y durante esos minutos se está al límite del riesgo. No creo que dañen a un joven saludable como usted, pero existe la posibilidad. Existe incluso la de muerte. ¿Un riesgo aceptable?
—Bastante —dije yo, fanfarrón, duro, pero temblando por dentro.
Apoyó contra mi brazo un vaporizador cutáneo y apretó el resorte.
—Un soporífero.
Antes de que empezaran sus efectos, dije:
—Arry, llama al jefe y cuéntale lo que pasa. —Pregunté a Arnold—: ¿Cuánto durará esto?
—Si sale usted vivo, será antes de una hora.
—Dile que le veré esta noche, Arry.
Arnold preguntó como al descuido:
—¿Quién es su jefe?
Un aficionado…
—¿Quién es el suyo?
Frunció los labios.
—Le conocerá antes de marcharse.
Yo no podía dejar pasar la ocasión.
—Dios quiera que no conozca usted al mío si esto sale mal.
Él se dirigió a Arry:
—Llame a ese maldito tipo. No empecemos una pelea de colegiales.
Era una desfachatez, viniendo precisamente de quien fomentaba la beligerancia. Pero, cuando Arry salía, empecé a notar la distensión.
—¿Fatigado?
—Sí.
—Suba aquí. —Me ayudó a subir a un estrecho carrito que, según vi ya nebulosamente, encajaría en unas aberturas del extremo del horno, y me empujó hacia éste. Se inclinó sobre mí para ofrecerme un último consuelo—. Hemos ensayado este aparato con tres clases de monos y un gorila muy ofendido, así que sabemos que funciona. Con monos y gorilas. Uno nunca puede estar seguro de que el organismo humano vaya a reaccionar exactamente igual: el noventa y nueve por ciento no es un grado de seguridad suficiente. ¿Algún último deseo? ¿Por si acaso?
Arnold debía haber recibido incuestionablemente carta blanca de sus superiores, pero sólo un monstruo habría llevado las cosas tan lejos, salvo que estuviera mucho más convencido del éxito de lo que demostraba.
Yo me deslicé apaciblemente en el sueño.
Desperté bajo unas mantas, con dolor de cabeza y aquella peculiar frialdad de la carne que aparece después de haber sudado mucho, y con la sensación general de querer dormir indefinidamente. Debió de haberme despertado la punzada de la aguja: Arnold extrayéndome más sangre.
Arry acudió a mi lado con una inesperada taza de té, y forcejeé para enderezarme. El cansancio me golpeó como un bastón, pero confié en que pasaría. El té era de la calidad barata que se encontraba en las teteras de las cantinas, agrio en comparación con el de contrabando que había en casa.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Arry. Yo asentí—. Se lo he contado al jefe.
—¿Qué ha dicho?
—Que te recomendara confiar en que tus infortunios, al final, serán mínimos.
Sí, lo habría dicho, porque una broma borra las lágrimas.
Arnold, que manipulaba unos tubos de ensayo en una mesa de laboratorio contigua a la pared, dijo sin mirar hacia nosotros:
—Bébase el té y tome una ducha en el cuarto que está al otro lado de la puerta. Apesta como un infra.
—¿Cómo lo sabe?
Debí de haber previsto la respuesta:
—Porque nací infra.
¡Oh, la superación del orgullo del propio origen! ¡El orgullo de la condición de extra! Ahora que él lo había mencionado, pude detectar vestigios en su manera de hablar. Varios de los hombres más capaces que entonces conocía habían nacido infra. Ello tendría algún significado. Lo pensaría más tarde.
—Cuando se haya vestido —agregó Arnold— verá a alguien que le está esperando.
—¿Su jefe anónimo?
—Alguien.
Colocaba los tubos de ensayo en un soporte, cada uno con una pequeña cantidad de líquido de diferente color, ordenados desde un escarlata venoso, pasando por un rojo azulado, hasta un rojo claro.
—¿Está limpio el conejo de Indias? —pregunté.
—Todavía faltan un examen microscópico y un recuento.
—Por lo menos sigo vivo.
—Sí. —Se hubiera dicho que le dolía—. Tómese su ducha.
El agua me alivió, pero continuaba sintiéndome como la ira de un dios vengador. Arnold pareció pensar también que aquél era mi aspecto, porque me dio una poción indefinible, de gusto áspero, y me hizo sentar durante cinco minutos. Fuera lo que fuese lo que bebí, ayudó.
—Eso le aliviará temporalmente —precisó él—. Dije que le cocería y le he cocido, pero se recobrará pronto. —Dio instrucciones a Arry—: No le deje hasta que le haya llevado a casa.
—Puede estar seguro —dijo Arry—. No me perdería ni un compás de esto.
Por lo menos, pues, uno de nosotros lo estaba pasando en grande.
Zumbó un interfono y Arnold lo atendió.
—El caballero le espera. —Y a Arry, que estaba a mi lado—: A usted no. Usted esperará aquí. Sígame, joven conspirador.
Me llevó a un cubículo de interrogación, en realidad un Cuarto de Diagnóstico, no muy distinto de las instalaciones del SIP, con equipo de grabación y cámaras.
Detrás del escritorio había un hombre de unos cincuenta años, de cara pálida, rígida y sin expresión, la cara de los inquisidores que quieren hacerte creer que no sienten ningún interés. No le reconocí, ni había razón para que reconociese a uno entre centenares de funcionarios civiles, pero le estudié centímetro a centímetro para poder identificarle después: ojos azul-gris, boca generosamente ancha pero de labios mezquinamente finos, cabello corto según la moda supra del momento, orejas pegadas al cráneo, mentón sorprendentemente débil y profundos surcos (no de sonreír) a ambos lados de la boca.
La entrevista fue breve.
El hombre dijo, sin aparentes prejuicios en favor o en contra:
—Tiene la suerte de estar vivo. Ha servido de sujeto de prueba para un tratamiento experimental altamente cuestionable y ha sobrevivido. —Su voz era fría, su audición exacta, su expresión nula—. Permití la prueba porque no habría importado si hubiese usted muerto.
La época de estudios y la instrucción de un aspirante a policía son etapas de vergonzosas renuncias y humillaciones personales, pero nada en aquellos años podía compararse al impacto de la información ecuánime e incontrovertible de que yo carecía de importancia, que mi vida no tenía entidad para nadie excepto para mí mismo. Se puede aceptar que sólo una persona entre un millón tiene verdadera importancia para la especie, pero cada uno de nosotros constituye el centro de su universo, el pivote de la energía y de la mente. Aquel hombre me había dicho en una sola frase que el mundo ni siquiera pestañearía si yo cesara de existir, que a nada habría afectado el hecho de que yo no hubiese existido nunca y que la continuación de mi existencia no significaría nada en el flujo del tiempo.
Con el odio sereno de un enano adopté una actitud desafiante, que no era sino un recurso para no llorar.
—El uso de elementos desechables evita remordimientos de conciencia.
—Sí.
Simplemente Sí.
—¿Y puesto que he sobrevivido?
—Puede ahorrarme tiempo. ¿Quién es su inmediato superior?
—Descúbralo. ¿Quién es usted?
Una actitud pueril, quizá, pero deliberada, porque el estilo desafiante provoca encono. Me contempló como si reconociese una forma familiar de intransigencia.
—Naturalmente que lo descubriré… antes de que usted logre identificarme.
No dudé de que lo intentaría pues para algo mi rostro había sido ya grabado en vídeo desde todos los ángulos y mi voz registrada para cualquier comprobación, pero aquello no le conduciría a Nick porque los miembros jóvenes del SIP no están destinados a un grupo específico sino que forman una reserva estratégica que los agentes superiores reclaman cuando es necesario. No se había molestado en preguntar mi nombre; quizá lo conocía, quizá no le importaba. Manipuló su tablero de mandos y mi voz surgió con claridad de la nada, amenazando a Arnold con difundir lo que sabía entre los infra.
Cortó la grabación.
—¡Provocaciones canallescas! ¿Lo haría?
En aquel momento yo no sabía lo que podía hacer, pero preferí apostar sobre seguro.
—Creo que no. Si los enfermos son tratados adecuadamente por los sanitarios y el suministro de mascada alterada se suprime, no habrá necesidad de decírselo a nadie.
Insensateces, por supuesto, y él lo sabía.
—A eso, dos cosas. Una, el origen inmediato del narcótico adulterado es conocido y el suministro está en vías de supresión. Si le interesa, entra por la frontera. Los indonesios también están contaminados, y la fuente última se ignora todavía.
—¿Pero impulsan ellos la epidemia hacia nosotros?
—No a propósito. Hay un cierto grado de fraternización entre las patrullas fronterizas que es muy difícil de evitar.
Aquello explicaba el papel de los soldados. ¿O no? Ponerlo en cuestión sólo habría revelado que yo sabía más de lo que él imaginaba.
—¿Y la otra cosa? —pregunté.
—Deben desarrollarse nuevas terapias. Rápidamente, espero. El virus es vulnerable, pero, si bien nadie muere de la infección, muchos pueden sucumbir a la cura de calor.
Aquello sonaba verídico; sin embargo, ¿por qué contármelo? ¿Para que yo lo transmitiera como información fidedigna y se considerase innecesaria cualquier investigación posterior? ¿Para dar a conocer al SIP que había relaciones internacionales implicadas y que la Sección Médica tenía las cosas bajo control?
El hombre dijo, como si yo le aburriese:
—Puede marcharse ya.
No hay pequeñez comparable a la de una nulidad.
En el anfiteatro, Arnold me dijo que los análisis eran negativos.
—Vivirá usted con los testículos en funcionamiento.
Valía la pena alejarse de su inquina.
Cuando bajábamos en el ascensor pregunté qué podría tener contra mí aquel Arnold Como-se-llamara. Arry suspiró y me habló como si yo fuera el tonto de la clase:
—El hecho de que hayas pescado una dosis de virus y hayas tenido que venir a la Sección Médica repartiendo amenazas, eso es lo que le reconcome. Era una complicación de la que no podía prever el final, así que informó del caso para cubrirse, y a los dos minutos escasos todas las personas que no debían saberlo se habían enterado de que algunos jóvenes de la Sección Médica se dedicaban a un pequeño trabajo clandestino allí donde el silencio es oro. Ahora, unos cuantos sanitarios serán sancionados con pérdida de antigüedad y todas esas cosas, Arnold entre ellos.
También la enfermera que has visto al principio. Eres tan popular como la misma epidemia.
Evidentemente, se alegraba de ello. La humillación sufrida en su peripecia sexual con la chica tenía sin duda algo que ver con su actitud.
—Debí haber pensado en todo eso.
—Tu mente estaba ocupada en otras cuestiones. Ahora puedes elevarla por encima de tus testículos y dejar que se ponga en marcha.
Aquello sonaba más a aspereza que a buen humor.
Tomamos un hovertram en dirección al Centro Urbano y el trayecto, efectivamente, dio tiempo para que mi mente se pusiera en marcha. Cualquiera que fuese el objetivo que aquel personaje pretendía cubrir con nuestra entrevista y que no alcanzó (¿o sí?), yo tenía la seguridad de que investigaría el nombre del funcionario del SIP que había organizado una ilícita incursión entre los infra. Por lo tanto, me haría vigilar hasta que informase a mi gente; por lo tanto, pues, un informe inmediato quedaba descartado.
¿Me haría vigilar?
Yo me había desprendido de mis ropas por algún tiempo, en el anfiteatro. Arnold pudo haber colocado un micrófono de alfiler y un señalizador en la tela de mis pantalones: aquellos minúsculos aparatos, sin un detector adecuado, escapaban a cualquier búsqueda.
Escribí apresuradamente una nota y se la pasé a Arry: Puedo llevar oculto un micro. Él reflexionó y movió afirmativamente la cabeza, comprendiendo que no me era posible presentarme a Nick hasta que estuviera limpio. Peor aún, si no regresaba a los cuarteles y me marchaba a casa de mi madre en Newport, la pista llevaría directamente a Kovacs.
Volví a escribir. Dame una contraseña para Richmond.
Enseguida vio dónde encajaba Richmond, trazando con la imaginación mis movimientos y verificando cada uno de ellos antes de acceder. Entonces anotó: Di que llevas un mensaje de Arry el Sardineta para Top Nick. Torre Once.
Yo repliqué: Avisa a Nick.
Se metió los trozos de papel en el bolsillo. Supongo que más tarde los reduciría a confetis y los echaría a las aguas del río. Ni el más hábil de los expertos podría recoger y unir convenientemente aquellos papelitos empapados.
En voz alta, porque era algo que los posibles escuchas de mi hipotético micrófono esperarían oír, pregunté:
—¿Qué te sucederá a ti?
Me mostró sus dedos cruzados.
—No gran cosa, confío. Los buenos físicos son muy escasos. Yo soy bueno.
Pero no parecía muy tranquilo al respecto. Hoy sé que había empezado a tener reservas mentales. Sin embargo, hizo llegar el mensaje a Nick.
Regresé al acuartelamiento y me perdí la cena a cambio de dos horas de sueño mientras caía la noche. Lo que tenía que hacer necesitaba de la oscuridad, pero haberme saltado la cena era lamentable: la noche podía resultar larga y activa, y los efectos de aquella horrible fiebre todavía se dejaban sentir en mi organismo.
Me despojé de todo lo que vestía y me peiné el cabello meticulosamente, porque los micros de aguja pueden colocarse allí. Luego volví a vestirme con el mínimo atuendo infra, es decir, una camisa sin mangas y unos calzones cortos, que de hecho eran unos viejos pantalones corrientes cortados a mitad del muslo. Estaban decentemente sucios, pero no olían mal; tomé un pequeño vaporizador de fetideces para usarlo cuando llegara el momento. Encima del atuendo infra me puse pantalones largos y una camisa con mangas, añadí calcetines y zapatos y un pañuelo para el cuello, y al momento quedé convertido en un sensual jovenzuelo presto a pasar la noche con su novia.
Llamé a Carol y convine con ella encontrarnos en su Sección Administrativa de Melbourne Este. Carol se inquietaría cuando yo no acudiese, pero si los ordenadores de rastreo me estaban controlando, la cita haría plausibles mis desplazamientos. Melbourne Este está a medio camino de Richmond.
Registré mi salida nocturna en la puerta y anduve hacia el Centro Urbano, preguntándome si algún micro oculto en las ropas que había dejado en los cuarteles señalaría mi inmovilidad y paralizaría la vigilancia, o bien si ésta se efectuaría sobre mi persona física. No hice intento ninguno por comprobar si me seguían, sino que caminé directamente por Flinders Street hacia Melbourne Este, con la antigua vía del tren ya en desuso a mi derecha, diez o quince metros por debajo del nivel de la calle. El río se desborda aquí periódicamente y cubría los herrumbrosos carriles y algún que otro solitario material de transporte que llevaba pudriéndose medio siglo. Pudrirse era la expresión correcta, pues la zona apestaba cuando el agua se empantanaba en ciénagas entre las sucesivas riadas.
Me dirigí al punto donde la vieja línea de Richmond Oeste se separa de la línea principal y transcurre durante aproximadamente un kilómetro y medio por una cortadura. Hay grandes árboles, viejos y frondosos, donde la línea desciende para entrar en aquel cauce; me permitieron permanecer inmóvil entre sus sombras unos diez minutos, vigilando cualquier signo de que alguien me siguiera. Era poco después de las ocho, una hora no punta, sin cambios de turno, y se veían escasas personas en los caminos de aquel flanco del Centro Urbano. Las que vislumbré parecían ocuparse de sus propios asuntos, ninguna remoloneaba ni demostraba una actitud sospechosa. Decidí que el momento no ofrecía peligro y salté la valla de estacas para entrar en la zanja del ferrocarril.
La cortadura tenía una profundidad de seis o siete metros en aquella parte y estaba invadida por malezas y arbustos que creían espesos, con silvestre desorden, pero la vía se encontraba sobre un terraplén y libre de agua; con mi calzado silencioso avancé a buen paso, de traviesa en traviesa para evitar las piedras cortantes. Calculé que podría llegar a la estación de Richmond Oeste sin que nadie me descubriese.
La línea volvía a ascender hacia la mitad del Parque Jolimont, abandonado y selvático, pero los setos a lo largo de la cerca eran lo bastante densos para ocultarme. Pasé sin incidentes la estación de Jolimont, ruinosa y olvidada, allanada por la vegetación y enterrada bajo su veranda derrumbada, y penetré en el largo túnel que discurre por debajo de la colina para emerger cerca de Richmond Oeste.
En la oscuridad tuve que caminar más despacio, pero me había adentrado ya mucho en el túnel cuando distinguí el pálido fulgor de una linterna y oí el roce de zuecos de madera contra las piedras de la entrevía.
Debió habérseme ocurrido que aquel fácil acceso a Richmond sería para los infra una cómoda salida con ocasión de sus merodeos nocturnos por el Centro Urbano. Retrocedí hasta el exterior del túnel a toda velocidad, trepé por el margen de la zanja, me quité las prendas supra, me rocié con el vaporizador, tiré el recipiente a lo lejos, escondí las ropas fuera de la vista, entre la maleza, y salté de nuevo a la vía. Todo aquello duró menos de un minuto.
Descalzo, en camisa y viejos calzones cortos, esperé entre los carriles con los brazos abiertos en señal de amistad.
El repentino silencio me avisó de que me habían visto. Enseguida estuvieron a mi alrededor; eran una docena o más. Uno levantó la linterna y me iluminó la cara. No me había afeitado, y una barba de dos días era algo que un supra no llevaría nunca.
—¿Quiené?
La voz no era hostil: interrogar a un forastero formaba parte de la rutina.
—Uno e Neport —dije—. Amío.
—¿Y va’?
—Richmon’. Tore O’se.
—¿Pa quié?
—Top Nick. De Billy Kovacs.
Habían oído hablar de Kovacs, que era una leyenda entre los jefes.
—¿Y?
—Informasió pa Top Nick.
—¿Qué infomasió?
Sacudí violentamente la cabeza.
—No la dío. La dío a Top Nick no a vo’otro.
Refunfuñaron, pero aceptaron mi negativa mejor de lo que había esperado. El viejo Nikopoulos, al parecer, infundía algún respeto y nadie se atrevería a interferir. Pese a todo, se aseguraron: tres fueron destacados para acompañarme a la Torre Once, dos asiéndome de los brazos en la oscuridad y el tercero detrás. De este modo llegué a las torres de Richmond.
El Enclave de Richmond tenía sobre el de Newport una poderosa ventaja: estaba situado por encima del nivel de las avenidas. Era diez años más antiguo que Newport, edificado según un plan ligeramente distinto y notablemente más discreto en altura que los monstruos erigidos después, cuando el desmoronamiento de la economía había arruinado a la mayoría trabajadora y profundizado el abismo entre ricos y pobres. Aquellas diferencias eran superficiales: las paredes estaban recubiertas de los mismos grafitos y el hedor de los desagües y de la humanidad hacinada estaba igualmente presente. Un añadido propio de la Once era el penetrante olor a putrefacción que se percibía en la planta baja. Deduje que Top Nick tenía problemas con la eliminación de basuras y que toneladas de materia en descomposición colapsaban un sistema de destrucción de residuos sobrecargado y mal atendido. Pensé por un instante si Kovacs tendría algún especialista a quien pudiera trasladar allí en misión de auxilio.
El apartamento de Nikopoulos estaba situado precisamente en la planta baja: el viejo tenía ideas estratégicas menos exigentes que las de Kovacs.
Mis escoltas no me soltaron los brazos hasta que la puerta se abrió, por no correr riesgos con un desconocido. Una adolescente flaca, con furiosos ojos griegos, atisbo por la rendija de la puerta entreabierta y me inspeccionó con inquisitivo descaro antes de abrir un poco más. Creo que fui reservado para posterior atención, pero nunca llegamos a trabar combate.
Ella gritó:
—¡Abuelo!
Después continuó su inspección bajo los ojos y la sonrisa irónica de mis guardianes, hasta que un hombre viejo, fragoso, calvo y malhumorado, con inconfundibles rasgos Nikopoulos, acercó su cara a la mía como si las hostilidades debieran romperse al instante y me preguntó con voz cascada y amenazadora qué era lo que quería.
—¿S’usté Top Nick? —le pregunté.
—S’yo. ¿Y qué?
—Veno e parte d’Arry e Sa’dieta.
Desde el interior llegó la voz de Nick.
—Es mi chico. Hazle entrar, Poppa.
Top Nick dijo malignamente:
—¡Er jodío pa’ma! —Y a mis acompañantes—: ¡Largo!
No parecía una persona dotada para ser amable con los huéspedes ni con quien le hacía un favor. (Más tarde supe que todo era teatro y baladronada, que se ufanaba de ser todavía el todopoderoso Jefe de Torre mientras su propia familia actuaba sin ni siquiera consultarle). Mis escoltas me dedicaron sendas miradas de despedida que más o menos significaban: Tiés sue’te q’no supimo q’era pa’ma, mientras yo procuraba que no se notase que mi corazón volvía a latir con normalidad después de una hora de incertidumbre.
La vivienda de Nikopoulos se parecía a la de Kovacs en que evidentemente alojaba a más personas de las que razonablemente podía contener, con la diferencia de que ésta estaba sucia. Yo había visto lugares mucho más sucios en mis breves entradas en la torre de Newport, y el apartamento de Top Nick correspondía probablemente a una gente que había renunciado a toda clase de pretensiones: se necesitaba un Kovacs con sus instintos de ascensión social para combatir la desigualdad de condiciones exhibiendo una nobleza de oropel. Nick dijo:
—Ya era hora de que te dejaras ver.
Había otro hombre con él, asimismo en harapos infra, un policía a quien yo conocía de vista, pero no por el nombre. Nick me presentó a su padre, quien saludó con un torpe aire de superioridad. Su hijo podía ser un oficial de policía y podía habernos avalado a su ayudante y a mí, pero ello no significaba que gozase teniéndonos en casa. Aprovecharse de aquellos bastardos era una cosa, pero recibirles mancillaba el buen protocolo griego.
Nick no me presentó al otro hombre del SIP, quien también desafiaba las normas estando allí. Ni nombres ni represalias.
Sólo nosotros cinco nos hallábamos presentes, hablando infra porque, como pronto se reveló, el viejo Top Nick tenía dificultades para entender el inglés supra. Luego fuimos únicamente cuatro, porque Nick le dijo a la muchacha:
—¡Largo, Lissa!
Ella protestó ya que tenía dieciséis años, edad para participar en debates familiares, hasta que Top Nick la empujó a la puerta y repitió la escueta orden de su hijo.
Nick me contó que Arry se había puesto en contacto con él a través de una cadena de intermediarios, los suficientes para borrar su rastro, y que él había acudido directamente a la torre para esperarme. El otro hombre del SIP no pronunció una palabra durante la entera conversación.
Entrando enseguida en materia, Nick me forzó a recordar todo lo que Arnold y su jefe habían dicho. Mi especial adiestramiento había aguzado mi oído natural para el diálogo hasta el extremo de hacerlo casi automático; en ello no había problema. La charla de Arnold no despertó su interés, pero me hizo volver una y otra vez sobre una de las declaraciones del jefe: Una, el origen inmediato del narcótico adulterado es conocido y el suministro está en vías de supresión. Si le interesa, entra por la frontera. Los indonesios también están contaminados, y la fuente última se ignora todavía… Hay un cierto grado de fraternización entre las patrullas fronterizas que es muy difícil de evitar.
Top Nick entendió poco de aquella lengua para él extranjera, pero simuló una comprensión alerta mientras Nick me hacía repetir las frases hasta el aburrimiento y analizaba cada palabra.
—¿Podrías imitar su voz, Teddy? ¿El acento, el sonido?
La calidad neutra del jefe era menos fácil de reproducir de lo que un tono individual lo habría sido; me costó una docena de intentos sólo notar que ya me aproximaba. Nick lanzó una mirada al otro agente del SIP, quien movió la cabeza indicando que no reconocía la voz.
—¿Crees que decía la verdad? —me preguntó Nick.
—Era un tono que no traslucía nada… La verdad y la mentira habrían sonado igual.
—Entonces probablemente mentía. Quiero identificarle. Descríbelo.
Empecé por los puntos más importantes: tez pálida, ojos gris-azulados, boca ancha, labios estrechos, orejas pegadas, cabello corto, líneas profundas en las comisuras de la boca.
—¿Cara larga? ¿Ancha? ¿Estrecha?
—Cara cuadrada, mentón débil.
El policía anónimo dibujaba algo rápidamente en un bloc de notas, y cuando terminó le dio la vuelta para que yo viese el resultado.
—¿Una cosa así? —preguntó Nick.
—Parecida. La frente más alta. La mandíbula un poco más redonda. La boca más ancha. Los pómulos muy altos. Las líneas de la boca mucho más profundas… muy profundas.
El segundo dibujo contenía elementos definidos del hombre, pero sólo elementos. El artista del SIP empezó de nuevo a perfilar el retrato robot. Yo había visto hacer aquello mediante la superposición de rasgos básicos en un ordenador, pero no se me había ocurrido nunca que fuera posible hacerlo a mano. Aquel hombre dibujaba a una velocidad de relámpago, sin añadir una línea. Al cabo de veinte minutos tuvimos un retrato todo lo parecido al jefe médico que mi memoria fue capaz de reconstruir.
Nick dijo, pensativo:
—Esto le identifica. Puede ser un serio problema.
—¿Le da la impresión de que realmente mentía?
—Sí y no. Es alguien que cree que la verdad es todo lo que sirve al Estado. Un patriota, en cierto modo, pero ¿un patriota honesto? Si lo es, ¿por qué te contó todas esas cosas?
Como de costumbre, esperaba una respuesta.
—Para que yo se las repitiera a mi superior, quien entonces concluiría que no tenía objeto que el SIP continuara interfiriéndose.
—¿Y qué pasa si mentía?
—¿Para encubrir algo? El resultado sería el mismo: hacer perder su interés al SIP.
—¿Y si pensaba que el SIP podía identificarle y sospechar que mentía?
—En tal caso sería un aviso al SIP para que abandonase.
—¿Abandonase, u otra cosa?
¿Qué otra cosa? Yo no tenía ni la más remota idea de lo que la venganza administrativa podía abarcar; el Estado parecía alojado en compartimentos estancos con escasa comunicación entre ellos.
—Pero ¿por qué —continuó Nick— nuestras actividades habían de preocuparle tanto?
Todas las posibles respuestas a aquello eran tan irreales como los argumentos de los seriales del triv. Sólo atiné a decir:
—Nunca lo sabremos si nos detenemos ahora.
—¿Entonces?
—Seguiremos.
Él debería haber exclamado: ¡Buen chico!, o algo parecido, salido directamente de los guiones del triv, pero lo que dijo fue:
—Asegúrate de que Billy sabe bien en qué se está metiendo.
—No creo que se eche atrás.
Nick no se molestó en responder a aquello. Uno de sus rasgos menos atractivos era su convicción de que los demás haríamos siempre lo que él quería. Lo hacíamos siempre.
Despachó al dibujante relámpago con una escolta que Top Nick convocó para él. Pasada la medianoche, me dijo:
—Vámonos.
Salimos de la torre con una banda de basureros. Hizo un arreglo con ellos para que me pasaran a través de la ciudad, de grupo a grupo, hasta Newport, sabiendo que ninguno de nosotros estaría seguro mientras yo no me dejara ver en los cuarteles.
En el último instante pregunté quién era aquel jefe médico, pero Nick sacudió la cabeza y no quiso decírmelo. Cuanto menos supiera…
Los infra que me condujeron de Enclave a Enclave en un amplio cuarto de círculo alrededor del Centro Urbano, a través de Kensington y hasta Newport, no fingieron amistad hacia mí; estaban haciendo un trabajo recíproco para un conocido contacto del SIP cuya reputación garantizaba que cuanto pedía era necesario, pero ello no incluía querer al hijo de puta. El trayecto, unos diez kilómetros de pie, me abrió los ojos sobre las maneras de viajar a través de la ciudad sin ser visto, por las zonas periféricas y supra y por los Enclaves, utilizando callejones traseros, zanjas de ferrocarril olvidadas, túneles de transporte, espacios industriales donde nada excepto las máquinas automáticas se movía, jardines públicos, solares infestados de malezas y algunos insospechados y fantasmales bloques de casas antiguas, mohosas, desplomadas, desalojadas.
Me abandonaron en Newport justo antes de amanecer y se volvieron sin despedirse. Estuve tentado de ir a casa de mi madre para ducharme y dormir, pero tuve que asumir que mi identidad por entonces sería ya conocida y aquel refugio quedaba cerrado. «Ellos» podrían conectarme allí con Kovacs, pero sacar a un hombre de una torre, a alguien que estuviera bajo la protección de un jefe, podría causar precisamente el tumulto público (implicando a una escuadra militar pacificadora) que «ellos» desearían evitar. Con Kovacs yo estaría a salvo unos pocos días antes de que «ellos» encontraran un modo de arrancarme de su lado, tiempo suficiente para atrapar a nuestro soldado y conseguir nuestra información.
Así, pues, anduve cuesta abajo hasta el nivel de la ribera donde el río y el mar se conjugaban para mantener las calles permanentemente bajo medio metro de agua y continué, chapoteando, hasta la Veintitrés. Subir los doce pisos hasta el apartamento de Kovacs me dejó casi exhausto; la cocción a que Arnold me había sometido sacó de mí más de lo que sospechaba.
Vi respondió a mi llamada, una mole cubierta por una bata de noche y anegada en sueño.
—Pensaba que serías tú. Despierta toda la noche esperándote. ¿Qué hay de la plaga?
—Estoy limpio.
—Mejor será. Tendrás que dormir en el suelo.
Mediado el día llegó Kovacs, me sacudió para despertarme y se sentó en el suelo a mi lado, desnudo en sus tres cuartas partes, que era como solía estar en su apartamento, nudosos los miembros de araña, preocupado.
—¿A qué viene esto, chico? ¿Qué estás haciendo aquí? —Antes de que pudiera responderle añadió—: ¿Qué hay de la epidemia? ¿Estás o no enfermo?
—Lo he estado, pero la Sección Médica tenía una cura. Salvaje, pero rápida.
Cuando se la describí, su alivio fue tan sincero que deseé poder pensar tan bien de él como él quería que pensara. A veces, el lobo que escondía bajo su piel parecía una ilusión, y sin embargo nunca estaba demasiado lejos. Un lobo solícito no es un animalito casero.
Le conté la historia de mi día y mi noche, terminando de acuerdo con las instrucciones que Nick me había dado:
—Dijo que me asegurase de que usted supiera en lo que se estaba metiendo.
No pensaba en los peligros, sino en otras cosas. Inquirió:
—El tipo de la Sección Médica, suponiendo que fuera de la Sección Médica, dice que los indonesios pasan la mascada a las patrullas fronterizas. ¿Es así?
Reflexioné sobre las frases que le había repetido a Nick.
—No exactamente. Sólo lo sugirió. Dijo que también ellos están enfermos, de modo que quizá viene de otra parte. Pero no estoy seguro de creerlo.
—Tampoco yo. —Su rostro se ensombreció súbitamente—. ¿Por qué no le crees tú?
—¿Por qué se molestó en contarme esas cosas? Pudieron haber sido simplemente una cortina para detener las pesquisas del SIP.
—Entonces, ¿de dónde procede el virus?
Yo sabía lo que tenía en mente, la fobia de la «selección», y no quería renovar una discusión sobre algo que, cuanto más pensaba en ello, más disparatado parecía. Repliqué que no se me ocurría una respuesta, y él lo dejó correr.
Vi nos dio sopa para almorzar. Las sopas constituían una gran porción de la dieta infra, porque en ellas todo se aprovechaba; desperdiciar comida era un pecado imperdonable, las sobras no existían.
Permanecí en el apartamento todo aquel miércoles y el siguiente día, curioseando entre los viejos libros de Kovacs, muy notables algunos, que él guardaba apilados debajo de las camas, siempre a la espera de recibir aviso de Nick, aunque el sentido común me decía que él debía quedarse quieto por el momento.
El jueves por la noche, ya tarde, recogimos a Bettine, que se daba importancia en su papel de mujer fatal, dispuesta a seducir a la soldadesca traicionera, y salimos a la oscuridad: Bettine, Kovacs y yo, más Gordy y Jim, los hijos gemelos de Kovacs, de dieciséis años, callejeadores expertos, peleadores expertos, réplicas retoñantes de su padre.
Desde el momento en que nos metimos de pies en el agua en los peldaños inferiores de la escalera de la torre supimos que habríamos de vadear todo el camino, salvo por lo que esperábamos serían apenas uno o dos minutos en la pista de asalto. Los más jóvenes, curtidos por toda una vida de pisar cemento y agua, iban descalzos; Kovacs y yo llevábamos calzado de goma. La luna estaba alta, pero su luz era pálida tras nubes vagabundas.
Una vez en la calle, nos confiamos a la guía de los muchachos, y ellos fueron tan certeros como los pájaros cuando regresan al nido.
Apresar al soldado fue ignominiosamente fácil; la dificultad estuvo en llegar hasta él y regresar.
Contribuyó no poco el hecho de que la oscuridad impedía la identificación de la porquería que había en el agua. Tropezamos con tocones sumergidos y nos metimos en masas de desechos flotantes, malolientes basuras procedentes de las viviendas; nos tambaleamos en innumerables hoyos que los chicos, pese a sus conocimientos, no sabían evitar, y forcejeamos para salir de ellos entre el fango resbaladizo y pegajoso que se nos quedaba adherido.
Los muchachos se dirigieron en línea recta al antiguo malecón del río, ahora permanentemente cubierto por las aguas, más allá del lindero de las torres. Allí torcimos hacia el sur, en dirección a los cuarteles. El complejo militar era brillantemente visible, rebosaba vida por sus ventanas iluminadas; sus edificios de dos o tres plantas resplandecían a los pies de los monstruosos bloques infra. Parecían flotar sobre el montículo artificial que les servía de base, y cuando la luna se liberó de las nubes por unos segundos pudimos discernir la mole no iluminada de la pista de asalto que se adentraba en el agua, un voluminoso promontorio levantado también artificialmente.
Caminando a lo largo de lo que en otro tiempo fue el malecón, en cuarenta minutos alcanzamos la pista, cada minuto del trayecto con el agua hasta la cintura.
Y el agua era fría; pese al persistente verano estaba siempre fría, porque se alimentaba de nuevas corrientes generadas por la fusión de los hielos. Temblando mientras vadeaba, me acosaba el pensamiento de aquellas muchachas que noche tras noche recorrían aquel ingrato y penoso camino para vender sus cuerpos a cambio de lo que pudieran conseguir. En cuanto a la encallecida avidez de los jóvenes proxenetas que las explotaban… Pero ya quedaban atrás mis juicios morales en lo que a los infra concernía, y quizás en lo que concernía a los seres humanos de cualquier clase. La necesidad mandaba.
El muro de la pista de asalto se hizo pálidamente visible en la débil luz: cien metros de longitud, cinco metros de altura sobre el nivel del agua; sus flancos de cemento gris estaban coronados por líneas de alambre de espino, apenas dibujadas contra el cielo nuboso. Aquellos flancos uniformes no parecían contener ninguna referencia, pero Bettine sabía exactamente adonde se dirigía y nos condujo a un punto inmediato a una tosca flecha negra, la señal que algún amante (un infra codicioso o un soldado ardiente) había trazado con un aerosol en el muro, indicando la vía de acceso.
Puestos de acuerdo sobre lo que debíamos hacer, dejamos a Bettine allí, nos apartamos considerablemente de ella y nos sumergimos en el agua hasta los ojos. Mis dientes castañetearon. Su tarea consistía en subir la primera y distraer la atención del hombre; la nuestra, en seguirla mientras éste estaba distraído. La chica había comprendido, entre risitas, que no le queríamos con los pantalones bajados, cosa que sólo nos habría ocasionado retrasos. Pretendíamos entrar y salir del recinto a toda velocidad.
Cuando estuvimos en posición, ella se llevó dos dedos a la boca y perforó la noche con un silbido. No había, a juzgar por las apariencias, nada furtivo en aquellas transacciones, lo cual significaba que eran conocidas y tácitamente ignoradas por las jerarquías militares. Quizás en adelante dejarían de ignorarlas.
Una voz sonó en lo alto del muro:
—¿Eres tú, Betty?
Otra, más lejana, en la oscuridad, dijo tranquilamente:
—Jonno tiene la pesca a punto. ¿Repartimos la suerte, sargento?
Bettine no había mencionado que fuera sargento. Un sargento bienhumorado, además, que respondió:
—¡Cáscatela, hermano! Esto es cosa de hombres.
Su forma se distinguía vagamente en la alambrada.
Bettine dijo:
—Sí, tío. S’yo.
Él no era del todo imprudente. El haz de luz de una potente linterna enfocó por un momento a la chica y barrió los alrededores, pero nosotros estábamos suficientemente lejos. Luego la apagó, y el alambre espinoso produjo un ruido metálico cuando echó algo por encima para establecer un puente. Una manta doblada, deduje.
—¡Ahí va! —anunció el soldado.
Adiviné que una soga se deslizaba muro abajo, aunque no pude verla.
Nos desplazamos hacia Bettine, que estaba ya trepando. No pareció encontrar dificultades en subir descalza por el cemento desnudo, inclinado en un ángulo de sesenta grados. Por un instante se la vio perfilada contra el cielo, pasando por encima de los alambres como un mono.
Su método para concentrar la atención del sargento fue la simplicidad misma: inició una disputa tan pronto pisó el suelo. No todo era comedia: estaba encendida de cólera por el bestia de su Stevie y más que razonablemente asustada, y acometió a su amante como un huracán desenfrenado. De lo que decía no se entendía mucha cosa, aunque la palabra mascada la repetía furiosamente y el conjunto sonaba como si le culpara de todas las plagas de Egipto.
Yo me encontraba ya a mitad de la ascensión por la cuerda, con Kovacs detrás de mí, antes de que el hombre intercalara unas frases para preguntar de qué en nombre de Cristo le estaba hablando, como respuesta a lo cual recibió una nueva andanada de la más degradada jerga infra. Con la cabeza justo por encima del borde del muro vi que ella se había desplazado de manera que el sargento quedara de espaldas a nosotros. Tendí la mano a Kovacs para ayudarle a remontar la cima del terraplén.
Lo que el amante de Bettine había echado cubriendo la alambrada era una colchoneta de campaña, cuya blanda goma era suficientemente gruesa para neutralizar las espinas. Cuando el tipo acosado perdió la calma y empezó a llamar a la chica con todos los nombres infamantes que le vinieron a la boca, yo apoyé las manos sobre la colchoneta y salté por encima.
Al pasar Kovacs en pos de mí el alambre vibró y chirrió. El hombre no podía menos que oírlo, pero estaba al alcance de mi mano y, con la cabeza vuelta, se encontraba a mi merced. No se necesita fuerza para dejar a alguien sin sentido, sólo hay que saber exactamente dónde golpearle. Además, yo llevaba unos nudillos metálicos de modo que se derrumbó sin proferir un gemido. Aquello fue un golpe de suerte, como también lo fue que la vigilancia, en lugar de estar a cargo de centinelas fijos, correspondiese a un piquete, que en aquel momento se alejaba en el curso de su ronda. Pensé que habíamos merecido la suerte por pura audacia. Kovacs tenía una mordaza a punto. Al sargento lo atamos las manos delante, no atrás, porque le esperaba un largo y duro paseo.
Kovacs chistó a Bettine y ella se deslizó por encima de la alambrada y descendió por la cuerda. Nosotros levantamos al sargento, le colocamos sobre la colchoneta y los gemelos le recogieron desde el otro lado. Para bajarse por el muro tuvimos que sostener el peso muerto de su cuerpo con los músculos tensos de un brazo (era más corpulento que cualquiera de nosotros) y la cuerda con el otro. La necesidad de silencio prolongó el trabajo más del doble de lo que debería haber durado, y todos estábamos doloridos y sin aliento cuando le depositamos en el agua.
El frío repentino le hizo volver en sí, y se debatió y gruñó detrás de la mordaza. No hubo otro remedio que golpearle otra vez. Luego tuvimos que arrastrarle, sosteniendo su cara fuera del agua, hasta que nos alejamos lo suficiente de la pista de asalto. Allí le pusimos de pie y Kovacs le dijo que debía andar porque la distancia era demasiado grande para cargar con él. Enseguida se dejó caer de rodillas, sacando del agua únicamente los hombros y la cabeza, expresando claramente que pretendía quedarse en aquel lugar.
Kovacs murmuró a su oído:
—Siempre podemos volver y atrapar a otro. —El sargento le miró, pero no se movió—. Lo que no haremos será dejarte atrás, ¿entiendes?
Metió la cabeza del hombre bajo el agua y se apoyó en sus hombros. El sargento era vigoroso, pero con las manos atadas nada podía hacer. Aunque pataleó como un caballo salvaje, lo único que consiguió fue quedarse antes sin aliento. Sus forcejeos se transformaron en convulsiones, y yo protesté:
—¡Suéltele, hombre, le está ahogando!
—¡Cállate, caballero policía! —me replicó Kovacs ásperamente.
Y mantuvo sumergido al desdichado hasta que las convulsiones se debilitaron y casi cesaron. Luego le levantó la cabeza tirándole del cabello y le retuvo mientras nuevamente se debatía tratando de respirar. Yo le habría aflojado la mordaza, pero Kovacs rugió:
—¡Déjale! Esto va en serio, y más vale que él se entere.
Iluminada por un fugaz rayo de luna vi por un momento la faz de Kovacs y me pareció, incongruentemente, que él estaba sufriendo. Recordé una frase de mi infancia: A mí me duele más que a ti, y me pregunté si Kovacs llegaría hasta el final y ahogaría al soldado si éste no capitulaba; sufriendo todo el rato, sin duda. Y si yo sería o no capaz de presenciarlo y permitírselo. No estaba seguro. Creedme, no estaba seguro.
Los chicos parecían interesados, pero no conmovidos. ¿Qué grado de brutalidad habían aprendido a asimilar mientras crecían?
Cuando volvimos a enderezar al sargento sobre sus pies, inclinó la cabeza y no nos miró. Había perdido el espíritu de lucha; sólo un tonto muere por simple obstinación.
—Tenemos por delante un largo camino, sargento —dijo Kovacs—. No me lo pongas difícil.
Difícil para él.
Emprendimos la retirada lentamente, con aquel hombre medio exhausto. En un determinado momento oímos gritos detrás de nosotros y vimos los destellos de las linternas en lo alto de la pista de asalto, pero para entonces ya estábamos muy lejos. Si hubieran tenido un foco móvil, quién sabe… Pero un piquete de vigilancia, ¿cómo iba a tenerlo?
Transcurrida una hora chapoteábamos en el vestíbulo de la Veintitrés. Era todavía noche cerrada. La operación había sido de una sencillez casi estúpida, y así se lo dije a Kovacs, quien replicó:
—¿Qué clase de mierda os enseñan en el SIP? —Aquellas palabras hicieron al sargento enderezar bruscamente la cabeza—. El éxito se basa en saber lo que tienes que hacer y no cometer ninguna imprudencia.
La empresa me había parecido a mí un encadenamiento de circunstancias afortunadas, pero debía admitir que él sí sabía lo que tenía que hacer y que no le faltaba lo necesario para haberse ganado una reputación entre los Jefes de Torre.
Sin embargo, le habría preferido sin sus lágrimas de cocodrilo.
Kovacs tenía una pequeña linterna. Con los pies en el agua atravesamos el oscuro vestíbulo y llegamos a una puerta situada debajo de la escalera, detrás del pozo del averiado ascensor.
Cuando Kovacs la abrió, una bocanada de aire caliente nos trajo un olor dulzón y penetrante. Los gemelos retrocedieron un paso y Bettine expresó con sonidos diversos que se le revolvía el estómago. El sargento se sorprendió, pero apenas delató su repugnancia; se quedó inmóvil, esperando, el cuerpo alerta y los ojos vivos.
Como si aquélla fuera una de tantas noches, Kovacs dijo:
—Vosotros, chicos, a la cama.
A los gemelos no les gustó, pero, como conocían bien a su padre, no discutieron. Bettine, ajena a la disciplina del clan Kovacs, se mantuvo firme cuando él la señaló con el pulgar y ordenó:
—¡Largo!
Su cara de niña vieja se endureció.
—¡S’mía!
—¿Eh?
—¡Ahora s’mi parte! ¡Lá’guese uté!
¡Argumentaba, con su propia y perversa lógica, que tenía derecho a participar! También ella había apresado al sargento, ¿no? ¡Tenía derecho a ver cómo Kovacs le castigaba! ¡Sabía lo que iba a ocurrir y quería verlo!
El sargento lanzó al enojado Kovacs una mirada de pasmo que, cuando la trasladó a Bettine, reflejó auténtico horror. Kovacs dijo:
—Sólo tiene catorce años. A esa edad son como animales.
El sargento pensó que mentía.
—Ella me dijo…
—¿Que tenía dieciséis? ¿Que era mayor de edad? En las torres se envejece deprisa. Bettine, ¡lárgate!
Al final tuvo que decir a los gemelos que se la llevaran, mientras ella chillaba su indignación y su protesta en una parrafada que se centró, peculiarmente, en la venganza de su Stevie enfermo, el chulo que la pegaba y la explotaba. Todo drama y ningún sentido.
El sargento la estuvo observando hasta que desapareció de la vista. Como si temiera que le acusáramos de algo relacionado con la chica, repitió:
—¡Catorce años!
Kovacs le empujó hacia la puerta.
—Entra ahí.
Continuamos chapoteando por un breve corredor hasta otra puerta; cuando Kovacs la abrió, el nauseabundo olor brotó de pleno y yo reconocí la fetidez del pozo de la basura. Había en la torre una docena de ellos, profundos fosos donde, con excepción del vidrio, el plástico y el metal, todo se reducía a un espeso lodo que era precipitado a las cloacas y expulsado por las unidades bombeadoras de la ciudad a alguna parte de la contaminada bahía.
El hedor de las materias en descomposición, con el añadido de una acritud que sugería que el sistema de desagüe de los retretes se filtraba también hasta allí, rozaba el límite de lo que yo podía soportar sin sentir náuseas. El sargento se puso a vomitar súbita y desesperadamente. Kovacs le contempló sonriendo y guiñándome un ojo. Yo había estado a punto de protestar por el uso de aquel cuarto, pero su guiño me recordó la ventaja psicológica que nos proporcionaba la inferioridad física de un hombre ya asustado.
El lugar no tenía ventanas y la linterna sólo daba visiones fugaces de las formas; Kovacs, sin embargo, se movía con familiaridad, encendiendo unos quinqués que mostraron la existencia de lámparas eléctricas, pero rotas y sin bombillas. Los quinqués sumaron una nueva carga de fetidez al hedor; Dios sabe lo que habría en ellos, probablemente una mezcla de aceites y grasas residuales recogidos en los vertederos de las fábricas y tratados con algún proceso casero inventado en las torres.
Aparte de algunas herramientas (rastrillos, garfios, palas) apoyadas contra la pared, el perímetro del pozo se encontraba vacío. El sumidero central lo protegía una barrera de sacos de arena de aproximadamente un metro de altura, necesaria porque el suelo estaba permanentemente encharcado. En época de inundaciones toda el área se convertiría en una cloaca, pero poco podía hacerse al respecto. El colector de basuras descendía del techo casi hasta el nivel de los sacos, y mirando por encima de ellos se veía un enrejado de acero que cubría el pozo. El enrejado retenía todas las botellas, latas y plásticos que deberían pasar el reciclaje en lugar de caer al fondo. Las herramientas evidentemente servían a los hombres de Kovacs para retirar aquellos materiales cuando desembarazaban el enrejado. Bastante más abajo oí un rumor de desagües; las tormentas que provocaban la conjunción de marejadas y desbordamientos harían que aquellas aguas corruptas retrocediesen precipitadamente para dar a las calles un hediondo baño.
El sargento dejaba vagar la mirada por los sacos.
—Suministros del Ejército.
Kovacs asintió.
—Hemos de tomarlos de un sitio u otro, ¿no?
—¿Robados?
No era raro que un hombre atemorizado se protegiera controlando la voz y hablando de cosas triviales.
—Digamos que comprados y pagados… de cierta manera. A los oficiales de intendencia les gusta un buen polvo tanto como a los sargentos de guardia, aunque usen una moneda distinta.
—Ah.
La alusión parecía haber dado en el blanco.
—Muy corrupto, el Ejército.
Aquello no recibió respuesta. El abominable hedor del lugar semejaba más intenso en el silencio que prosiguió.
—Voy a soltarte las manos, sargento —dijo finalmente Kovacs—. No corras a la puerta. El chico que está allí te volverá a tumbar.
Yo no estaba seguro de poder derribar a aquel hombre si no lo pillaba por sorpresa. Pesaba por lo menos veinte kilos más que yo y tenía toda la apariencia del combatiente bien adiestrado; era capaz probablemente de actuar con mayor rapidez de la que uno esperaría de su corpulencia, y si su adiestramiento incluía karate me pondría en apuros. Sin embargo, allí estaba Kovacs, cuya forma de luchar era imprevisible, aunque sin duda aviesa y efectiva.
El sargento me estudió e hizo un breve movimiento afirmativo con la cabeza. Su examen de Kovacs duró más, porque no cometió la tontería de menospreciar la delgadez, ni la edad, ni el cuchillo con que Kovacs cortaba sus ligaduras. Se recostó contra los sacos de arena, respirando suavemente, en espera de que nosotros cometiéramos algún error.
No pertenecía al tipo de militar legendario, rudo, duro, rígidamente disciplinado, sino que era un hombre de unos veinticinco años, rubio, de piel clara, con el fino perfil que mi escasa experiencia atribuía a artistas y escritores y labios carnosos, rojos, casi femeninos. Pero no por ello dejaba de ser una sólida y bien parada máquina de combate.
La débil iluminación, que proyectaba sombras sesgadas, convertía el estrecho cráneo y los rasgos prominentes de Kovacs en la faz de Satán. Supongo que él lo sabía, como sabía todo aquello que pudiera serle de alguna utilidad. Sacó dos tabletas de mascada y las sostuvo cerca de un quinqué antes de arrancar la envoltura de una de ellas y metérsela en la boca.
Ofreció la otra al sargento, quien sacudió negativamente la cabeza.
—¿Tu no mascas?
—No.
—Sucia costumbre, ¿verdad?
—No he dicho eso.
—Prueba, entonces.
—¿Por qué?
—Para experimentar de primera mano lo que das a las niñas infra a cambio de un poco de jodienda.
El hombre frunció el entrecejo.
—No le sigo. ¿Hay algo malo en esa cosa? Se supone que es de alta calidad.
—¿Quién lo dice?
—Lo dice la caja.
—¿Qué caja?
Era una pregunta atinada, porque, para abaratar el precio, la mascada viene envasada en bolsas de papel desechable. Pero también era desatinada, porque Kovacs la había formulado con excesiva premura, traicionando la naturaleza de su interés y poniendo al sargento sobre aviso de que allí había una cuestión importante.
Con rapidez y claridad, el hombre dijo:
—Sykes, John Phillip, sargento, Seguridad Almacenes, segundo grado, V3472688.
Después cerró la boca con fuerza y nos miró desafiante.
—Se acabó lo que se daba —gruñó Kovacs, reprendiéndose a sí mismo.
Me sorprendió que supiera lo que había ocurrido, porque el uso del disparador hipnótico no era de conocimiento común. Un prisionero de guerra interrogado está obligado, según la ley internacional, a revelar sólo su nombre, rango y número, pero el Ejército había manipulado el cerebro de nuestro hombre implantando «nombre, rango, número» como clave para bloquear cualquier otra respuesta en una camisa de fuerza psicofísica. Era una operación hipnótica rutinaria para todos cuantos servían en las patrullas fronterizas.
Kovacs me preguntó:
—Lo he oído mencionar.
—¿Y qué?
—No puede contestar ninguna pregunta relacionada con temas militares.
—Exacto. —Sonrió malignamente a Sykes—. ¿Qué pasa si lo intenta?
—Jaqueca cegadora, náuseas, calambres musculares, constricción de los músculos de la garganta, No puede contestar.
Sykes pensó que ahora tenía cierto control sobre la situación. Me dijo:
—Ése ha mencionado antes el SIP. ¿Qué haces con los infra? Ahora te toca hablar a ti.
Como si no le hubiera oído, Kovacs mostró la mascada adulterada por segunda vez.
—Toma, soldado.
—¿Qué tiene de malo?
—¿Quién sabe? Posiblemente nada. Y si nada tiene de malo, mascar un poco no te perjudicará.
—Yo no uso esas cosas.
Sin previo aviso, sin ninguna tensión del cuerpo que yo viese, Kovacs le descargó un aplastante gancho de derecha en mitad de la cara. Percibí el chasquido de la nariz al romperse y, a la luz de los quinqués, la sangre oscura que manaba de los orificios nasales y de los labios. El sargento se echó atrás y chocó contra los sacos con tanta fuerza que pensé que caería al enrejado, pero quedó apoyado allí, doblado hacia el maloliente pozo, gritando algo que, distorsionado por el dolor, resultaba ininteligible.
—¡Hombre, ten cuidado! —exclamé yo.
Kovacs rezongó:
—¡Cierra esa jodida boca! —Si alguna vez los quinqués han alumbrado los ojos de un demonio, fue entonces. Tendió la tableta—. ¡Tómala, hijo de puta!
Sykes bajó las manos y, entre la sangre, su expresión era de total incredulidad porque le hubieran hecho aquello por un motivo tan fútil. Con evidente estupefacción tomó la tableta y le quitó la envoltura con dedos temblorosos. Dirigió a Kovacs una última mirada de desesperada interrogación y se llevó la mascada a la boca.
—¡No! —grité yo.
Pero ya Kovacs se me había adelantado, arrebatándole de un manotazo la tableta. Ésta dio unas vueltas en el aire a la luz de los quinqués y cayó al pozo.
Kovacs dijo:
—Es honesto. No lo sabe.
Era imposible no compadecerse de Sykes mientras escuchaba lo que le contó Kovacs; pocos horrores son comparables al de enterarse con amargo y sórdido detalle de cómo ha sido uno utilizado para difundir la enfermedad entre seres inocentes mientras se entregaba al placer. En aquel ámbito de sombras escudriñé su rostro cuando lo que le contaban iba encajando entre los fragmentos de lo que seguramente sabía y ocultaba. En pocos minutos fue el único de nosotros que conocía las dos caras del asunto y no podía hablar de éste.
Rompió a llorar, cosa que yo no había visto hacer a un hombre desde que mi padre huyó de la cocina al dormitorio en el último desespero de su vida. En otro tiempo le habría despreciado, pero Carol y Nick y Arry me habían purgado de mi desdén; sufrí por aquel pobre bruto encerrado en su cárcel psicofísica, y solo.
Kovacs parecía inmune a todo excepto a la ira contra sí mismo por haber precipitado el bloqueo hipnótico. Alegó que todo lo que quería averiguar era la procedencia de la mascada.
—¡Eso lo sabes! ¡Estás en intendencia y tienes que saberlo!
Sykes rió a través de su máscara de sangre.
—Se lo habría dicho. Ahora ya no puedo.
Kovacs deploró con gran sequedad:
—Creo que sí puedes.
Un interrogador diestro, astuto y oblicuo puede a veces penetrar un bloqueo sonsacando respuestas sobre temas sólo vagamente relacionados con la cuestión principal hasta que un perfil de la información suprimida aparece entre la masa de disparates, pero nosotros no teníamos la pericia necesaria para aquel sinuoso procedimiento.
Kovacs se proponía otra cosa, algo bastante distinto, y Sykes sabía lo que era: sostenía la mirada de su interlocutor con comprensión y miedo. Yo lo habría comprendido también pero se trataba de algo tan en desacuerdo con todos mis instintos que, de entrada, no tuvo cabida en mi mente. Me chocó el miedo que traslucían sus rostros; Sykes tenía indudablemente motivos de aprensión, pero no podía imaginar qué afligía a Kovacs, y no entendí sus sentimientos hasta que todo hubo terminado. Mi primera conclusión había sido que no temía ni sentía nada.
Tomó un quinqué y aproximó su rostro al de Sykes, situando la luz de modo que le diera en los ojos.
—¿Cuánto hace que te pusieron el cepo?
—No podrá contestar a eso —dije yo—. Es militar.
Kovacs me ignoró completamente. Quizá vio alguna reacción que a la voz le era imposible expresar, porque pareció fugazmente creer que algo había sido comprendido.
—Hace algún tiempo, ¿eh? ¿En la patrulla fronteriza? —Bajó el quinqué y se dirigió a mí—: Se debilita con el tiempo. Llega un momento en que un hombre puede romper sus propios condicionantes… si está expuesto a un dolor o un miedo excesivos.
Comprendiendo lo impensable, yo protesté:
—Eso es barbarie.
Él estalló en instantánea y violenta cólera. Vociferó:
—¡Corre junto a tu madre si no eres capaz de soportarlo!
Sykes eligió aquel momento para precipitarse entre nosotros como una centella, pero en la media luz y por la angostura del espacio le faltó precisión. Su peso me expulsó de su camino y me tumbó de espaldas en el agua; fue mala suerte que mis pies, agitándose, tropezaran con sus tobillos, lo cual momentáneamente le hizo caer de rodillas. Aun así, consiguió golpearme en el pómulo con más dureza de lo que nadie me había golpeado hasta entonces, en el instante en que se enderezaba.
Kovacs se le echó encima por detrás e hizo algo con tanta sangre fría que todavía hoy lo llevo clavado en mis sueños. Agarró el brazo derecho de Sykes cuando éste se levantaba sobre una rodilla, tiró del miembro hacia fuera y ligeramente hacia atrás, e inmediatamente incrustó fuertemente un pie en la articulación del hombro.
Sykes aulló (no hay otra palabra para expresarlo) en la agonía de la dislocación y se quedó arrodillado, gacha la cabeza, jadeante la respiración entre sollozos de dolor y pasmo. Kovacs se inclinó sobre él, gritando como loco, completamente fuera de sí:
—¡Me lo dirás! ¡Dímelo! ¡Me dirás todo lo que sepas!
Aporreó el hombro maltrecho, Sykes gimió plañideramente, y como encarnación de la demencia prosiguió, unas veces a voz en grito y otras implorando como un niño:
—Me lo dirás, soldado. Oh, me lo dirás, dímelo, ¡dímelo!
Yo traté nuevamente de intervenir:
—¡Kovacs, basta ya!
A mis propios oídos mi voz sonaba sólo horrorizada y fútil. Él me lanzó una mirada de odio ciego.
—Si no eres hombre para esto, ¡vete y escóndete!
Luego, vigilándome con ojos llenos de furia por si intentaba interferir, dio un violento tirón torcido al otro brazo de Sykes que sacó el húmero de su cavidad, y los aullidos del hombre resonaron de nuevo entre las húmedas paredes.
Se oyeron voces en el exterior, la puerta se abrió, y media docena de personas se apelotonaron en el estrecho pasillo, llamando:
—¿Qu’es? ¿Qu’aces?
Lo que había pasado, lo que se había hecho, no era algo que no hubieran visto antes: Billy Kovacs tratando de obtener algunas respuestas. Se habrían quedado a presenciarlo, como los chicos, si él no les hubiera despedido con gestos, volviendo hacia ellos su faz demoníaca. Se retiraron sin más, satisfecha su curiosidad, no precisamente bromeando sobre lo que habían visto, pero tampoco impresionados por ello. Entraron, miraron y salieron, y a mí me habían mostrado al fin el embotamiento del alma que sufren aquéllos en cuyas vidas nunca hay cambios ni esperanzas de que las haya. Entraron y salieron como una irrelevancia, como la inconsistente pieza que la mente sitúa en su lugar del rompecabezas y luego olvida.
Así que seguíamos como estábamos, Sykes de rodillas en el agua sucia, gimiendo como un perro herido, con los brazos inútiles colgando de sus hombros, mientras la demencial figura de Kovacs se arrodillaba a su lado, acercaba la boca a su oreja, articulaba amenazas en una voz quebrada y tensa como los chasquidos de una rama que se rompe. Y yo… Yo miraba como si fuera yo mismo el hipnotizado, el incapaz de liberarse del bloqueo.
Pude haberlo interrumpido, haber apartado a Kovacs, dejarle fuera de combate. ¿Y que habría hecho yo entonces con aquel hombre torturado cuya agonía podía presenciar pero no aliviar?
Era un dilema emocional. Había otros. Tenía la convicción de que, si era factible averiguar lo que queríamos, debíamos averiguarlo, y la conciencia debía hacer la vista gorda a los medios empleados. He de decir en mi descargo que tenía dieciocho años, que era un adolescente arrojado a la perversidad del mundo, fruto inmaduro todavía de lo que el adiestramiento recibido me había inculcado machaconamente: que era necesario el sufrimiento individual por el bien común. Todavía estaba formándome, todavía bajo presión, todavía no tan lleno de horrores como para cuestionar lo que me habían metido en mi ávida cabeza, de modo que lo presencié todo con revulsión, detesté lo que Kovacs hacía, le detesté por lo que era y me dije, sin embargo, que debía continuar porque al final se encontraba la salvación de nuestro pueblo. Cuando miro atrás, ni aquélla ni otras excusas hacen que me sienta mejor.
Era grotesco, era distorsionante el hecho de que Sykes intentaba responder, ahora que conocía la verdad oculta tras el intercambio de tabletas por sexo. Quería hablar y no podía. Parte de su ronco y estrangulado jadeo era su intento de hablar pese a la contracción condicionada de su garganta. Quería contestar no porque hubiera perdido el coraje, sino porque sabía que, para bien o para mal, debía responder; al arrodillarse no se rendía, sólo cedía a la tortura de los espasmos de su estómago, contingentes con el esfuerzo de hablar. Kovacs, en realidad, le sostenía para que no cayera de bruces en el suelo encharcado.
Misteriosamente, la voz de Kovacs cambió a un tono nuevo de susurrante persuasión. Yo apenas oía sus murmullos:
—Cuidado… no lo pruebes así… no con tanta fuerza… Déjalo que salga solo, soldado… Cuando quieres contarlo se te anuda el cuerpo. Déjalo que venga… cuando esté a punto… cuando salga solo porque ya no quede nada que lo pare…
Sykes levantó la cabeza para escudriñar los ojos de su verdugo y su garganta produjo extraños ruidos, que eran posiblemente palabras estranguladas. Asintió débilmente y logró pronunciar algo que superó apenas el peldaño más bajo de mi capacidad auditiva:
—Sí…
Tuve entonces la sensación de que no sabía absolutamente nada de los seres humanos o de lo que la mente humana podía hacer; lo pensé cuando loco y víctima parecieron concordar con la brutalidad y la manera de ejercerla, y Sykes dijo:
—Duele…
Su voz se apagaba en suspiros, mientras Kovacs murmuraba una especie de afectuosas palabras de aliento:
—Un poco de dolor y terminará enseguida… buen soldado, buen chico… un poco de dolor nada más…
Su rostro volvió a cambiar mientras hablaba, era ahora el de un idiota, el de un retrasado con la mente en blanco que soñaba con su próxima angustia.
En el fondo, pensé, tenía que estar completamente loco.
Lo que hizo a continuación fue asombroso por cuanto implicaba respecto a sus capacidades, algo que yo no habría sabido cómo hacer. Tomó, uno tras otro, los brazos de Sykes, tiró de cada miembro hacia fuera, manipuló la articulación del hombro con dedos de araña y, entre los gemidos del hombre, soltó la presa para que el hueso encajara en su cavidad. Su voz astillosa no cesó de crepitar y susurrar mientras duró la operación.
Una persona no puede romper el condicionamiento psíquico moderno por su propia voluntad; aquél debe ser eliminado por el mismo operador que lo implantó, o bien se borrará gradualmente con el tiempo… o será rechazado por un cuerpo que lucha por su vida o su cordura. El atormentado binomio cuerpo-mente, empujado a la propia conservación, puede en circunstancias extremas conseguir aquello de lo que la voluntad no es capaz. Los dos hombres compartían la elemental idea, sanguinaria en uno, increíblemente valerosa en otro, de que Sykes no había sufrido aún suficiente daño. Encajarle de nuevo los hombros no había disminuido el dolor; los brazos le quedarían inútiles durante días, colgando como masas de ligamentos retorcidos y carne magullada y negra. En aquel momento, su continuada agonía era un refuerzo capital.
La tortura experta exige instrumentos, refinamientos centrados en nervios específicos; lo que se puede hacer con las manos desnudas tiene límites. Kovacs conocía todo lo que se podía hacer. Sin previo aviso, soltó a Sykes y se enderezó.
El sargento cayó de bruces en las corruptas aguas y allí se quedó, ahogándose, pataleando en busca de un inexistente apoyo para los pies; su cuerpo se convulsionaba, agitaba los brazos, inútilmente porque no le servían para nada, porque con ellos no podría levantarse. A duras penas consiguió sacar la boca del agua y aspirar un soplo de aire antes de que Kovacs volviera a hundírsela. Moría lentamente y lo sabía, moría castigado por la máxima desesperación; llegó un instante en que ya no se esforzó en levantar la cabeza.
Quizás entonces ya deseaba plenamente morir, y pudo haberlo logrado si su enorme coraje no hubiera deseado, en contrapartida, vivir y hablar. Entre los dos hombres se había establecido un terrorífico sentimiento de cooperación. Kovacs le agarró por el cabello, tiró hacia arriba para ponerle en pie y le situó contra la pared, sosteniéndole e inmovilizándole con una mano apoyada en su pecho, extendido el brazo, de una forma que dificultaba todavía más su laboriosa respiración.
Todavía con aquella vacía expresión en los ojos, separó con la rodilla las piernas de Sykes y dijo:
—Voy a aplastarte los cojones.
Era una amenaza que suele penetrar donde los otros dolores se soportan, que afecta a las profundidades psíquicas. Sykes, medio ahogado, fue casi incapaz de reaccionar, aunque sacudió cansadamente la cabeza y quiso cruzar sus inútiles brazos por delante del cuerpo. Kovacs asintió con violencia, como para reafirmar su promesa, y recurrió a toda su fuerza para incrustar los puños en el expuesto y vulnerable escroto.
Sykes era demasiado vigoroso, estaba en condiciones físicas demasiado buenas y, sobre todo, tenía demasiado coraje para desvanecerse, y había rebasado ya el límite de los gritos. Resbaló suavemente pared abajo y quedó sentado como un muñeco roto. Kovacs volvió a levantarle, lastimando sus maltrechos brazos, sin interrumpir su apremiante interrogatorio, y otra vez le separó las piernas.
Cuando alzaba de nuevo el puño, Sykes gimió algo parecido a «¡Por favor, no!», con absoluto terror. Kovacs titubeó y examinó de cerca el rostro del sargento, donde, increíblemente, una sonrisa se dibujaba entre la fatiga y la sangre. La boca tumefacta empezó a hablar entrecortadamente.
Se había acabado.
Kovacs le sostuvo como si fuera un niño, satisfecho de su obra, estrechando el triunfo contra su corazón y desgranando preguntas, preguntas, preguntas.
Mi alivio fue tan grande que al principio las palabras se me antojaron sólo un confuso goteo de sonidos a la luz de los quinqués, hasta que Sykes dejó caer un nombre e incluso el ensimismamiento de Kovacs cobró vida con un espasmo de emoción.
Escuché entonces, preso yo mismo en una red de emociones, al descubrir que si el purgatorio del sargento había terminado, la puerta de un purgatorio de distinta clase se estaba abriendo para mí.
Mi primera idea fue que debía proteger a mi hermano, fuera la que fuese la cosa miserable que había hecho o en la cual se había convertido; la segunda idea me mostró por qué debía protegerle: para que Mamá no supiera nunca en qué se había involucrado Francis.
Hubo un largo silencio cuando Sykes terminó su confesión. Kovacs se sentó en cuclillas, adivinando mis pensamientos. Parecía viejo en aquella luz ingrata, una máscara de huesos prominentes y profundas arrugas, huido el demonio que habitó en él para dejar únicamente el raído presuntuoso que mentía, timaba y torturaba en nombre de su imperio, la Torre Veintitrés. Quizá recordaba su entrada en nuestras vidas, cuando pugnábamos con nuestras pertenencias en la acera de aquella calle a la que nos había llevado el exilio. En Francis, el equipo de Kovacs y Conway había elaborado su producto final.
Se levantó a medias, inclinado hacia mí, y tendió el brazo para apoyar una mano en mi hombro. ¡Brindándome consuelo, por Dios! Dijo quedamente:
—Teddy.
Rechacé su mano con tanta rudeza que sus nudillos chocaron contra la pared con un chasquido como el de un bastón que se rompe. Perdió el equilibrio y cayó al agua. Le increpé:
—¡Animal! ¡Bárbaro, animal!
Alzó las manos en un gesto como de miedo, no un miedo físico, más bien una súplica ante el rechazo. Fue tan inesperado que frenó mi instintivo impulso de destrozarle a golpes. Su reserva de disculpas y persuasiones parecía no tener fin.
—Tenía que hacerlo, Teddy.
Lo horrible era que decía la verdad. Acaso existían otros métodos, acaso debiéramos haberlos conocido, pero en sus circunstancias había tenido que hacer lo que pudo. Me desasosegaba el pensamiento de que no era sólo en sus circunstancias: también en las mías.
—Tú no podías hacerlo, chico —dijo—, pero yo estaba obligado.
No, yo no habría podido hacerlo. Puedo luchar mejor que la mayoría en condiciones competitivas, puedo luchar salvajemente por mi vida si es necesario, pero no podría hacer nunca lo que él había llevado a cabo. Él había convocado al asesino que llevaba dentro y lo había utilizado a voluntad, pero no había un asesino en mí. Yo tenía un pasado supra, era un ser civilizado, captaba los latidos del corazón de la humanidad; yo no tenía defensa contra el género de realidad a que se acomodaban los infra. Yo era, en aquel fétido mundo de miserias, un incompetente.
El conocimiento de aquello no mejoraba las cosas; el hecho de que el perro que me acompañaba necesitase unas palmaditas afectuosas no disminuía su perversidad ni la desconfianza que inspiraba.
Mis reacciones eran tan caóticas que pronuncié las palabras más estúpidas que uno puede dirigirle a un hombre desequilibrado:
—Usted no es humano. Es un demente.
Pude haber reavivado su ciega cólera, pero sacudió la cabeza para expulsar el agua de su cabello y dijo con vigor:
—No es demencia ver claro lo que uno tiene que hacer.
Poseía una habilidad similar a la de Nick para lanzar afirmaciones que desafiaban mis convicciones, abriendo en mi mente recintos que me resultaban fantasmales y, en suma, amenazadores porque no conseguía escudriñar su interior. Un residuo de testarudez me inspiró la frase: Pero hay que ser un demente para hacerlo, si bien cierto sentido de ignorancia incómoda me impidió decirla. En lugar de ello señalé a Sykes, tendido en el suelo con la cabeza apoyada en los sacos de arena, increíblemente dormido y roncando violentamente.
—¿Qué pasará con él? Ya no hay sanitarios en las torres.
—Se pondrá bien.
—¿De qué manera? No puede usted, simplemente, abandonarle para que se cure por sus propios medios.
—¿Por qué no? —Aquel salvajismo estaba destinado únicamente a hacerme reflexionar. Con áspera fatiga, añadió—: Pon tu cerebro a trabajar y deja que descansen tus sentimientos.
Se marchó chapoteando en dirección al vestíbulo.
Regresó con cuatro de los rufianes que habían aparecido antes con intención de presenciar el espectáculo. Traían una tosca camilla hecha de palos y sacos. Levantaron a Sykes con el cuidado de quienes han manejado otras veces a personas heridas, y le colocaron sobre el parapeto de sacos de arena. Él recobró el conocimiento y lanzó un grito sordo. Uno de los hombres dijo:
—Lo siento, tío, no tenemos drogas.
Le bajaron los pantalones, le almohadillaron los genitales con trapos y fijaron la almohadilla con tiras de tela cosidas en forma de vendas.
Nada podían hacer por sus magullados hombros, y no pudieron evitar el dolor al juntarle las manos con cuidado sobre el vientre. Sykes gemía. Dos de los hombres emitieron tranquilizadores sonidos de impotencia mientras alzaban la camilla del agua y los demás maniobraban para colocar al sargento encima.
Éste jadeaba como un corredor exhausto cuando Kovacs se inclinó sobre él.
—Si te ponemos de pie, ¿podrás caminar un poco?
—¿Cuánto? —preguntó Sykes roncamente.
—Unos cincuenta metros.
El sargento movió levemente el mentón, esbozo de un gesto de asentimiento.
—Probaré… probaré…
Kovacs le rozó con los dedos la mejilla.
—¡Buen soldado! ¡Magnífico soldado!
En la torcida sonrisa de Sykes reconocí una vaga forma de comunicación elemental, un entendimiento que no precisaba de palabras. Ahora que ambos hombres sabían las mismas cosas, la cuenta personal estaba a cero. En el lugar de Kovacs yo estaría implorando perdón, pero ambos sabían que no era necesario, que no importaba.
Kovacs dijo al grupo de camilleros:
—Dejadle todo lo cerca de las puertas del cuartel al que podáis llegar. Ponedle de pie, y que entre andando. Ayudadle si es preciso, pero cuidado con que os capturen. Si cae, llamad al centinela y echad a correr. Tenéis que llegar allí cuando todavía sea de noche, así que daos prisa.
Los hombres se llevaron a Sykes y nunca más volví a verle, por suerte porque no me hubiera atrevido a mirarle a los ojos.
Sentí que no podía soportar a Kovacs ni un minuto más. Como despedida, dispuesto a desembarazarme de él, dije:
—Me voy a casa de mi madre.
—¡No!
—Usted ha terminado su parte. La mía empieza ahora.
—No con tu madre. No hasta que hayamos preparado algo. Una historia, una versión de…
—No le diremos nada, simplemente.
—Tú no piensas, Teddy. Hay que sacar a Francis de allí; debe desaparecer.
Kovacs, pese a su confesión emocional, había captado un punto que a mi brillante mente de extra le había pasado inadvertido: que Francis no sólo era el hijo de la mujer que amaba, sino que la pista que conducía a él conduciría también, en cuanto Nick entrase en acción, al poder que mi hermano tenía detrás.
—Le matarán —prosiguió Kovacs—. Quienquiera que sea, le matará. Nosotros podríamos ocultarle, en las torres podemos ocultar a quien nos convenga. Ven arriba, tenemos que hablar de ello.
Tenía razón. Necesitábamos un plan u otro antes de que yo informase a Nick, lo cual debería hacer muy pronto.
Fuera todavía era de noche. La salvajada del pozo de las basuras había durado menos de media hora, pero yo necesitaba escapar urgentemente de la intolerable torre. Cuando llegamos a lo alto del primer tramo de escaleras, dije:
—No hay nadie en las cercanías. Podemos hablar aquí.
En el descansillo estaba encendido un globo de escasa intensidad, porque aquella gente procuraba tener las escaleras iluminadas de noche. Bajo su débil resplandor, me atrevería a decirle que yo parecía tan ojeroso y enfermo como Kovacs, quien por su parte semejaba encontrarse al borde del colapso. Pensé vagamente en una reacción emotiva cuando, un peldaño por encima de mí, miró hacia abajo y vi que lloraba. Entre desagradables balbuceos murmuró:
—No me abandones, Teddy.
No quería decir entonces, en aquel momento. Quería decir que no le abandonase nunca, y la vanidad de su súplica me enfureció. Yo sabía lo que iba a seguir: Lo hice lo mejor que supe, traté de ser un padre para ti. Si lo oía, se me revolvería el injuriado estómago.
Como tantas veces en aquel terrible mundo nuevo, me equivocaba. Se aferró a la baranda de la escalera y se deslizó hacia abajo como alguien que se desmaya, hasta sentarse en el primer peldaño con la cabeza apoyada en un grafito venenosamente obsceno trazado en la pared. Añadió:
—Soy demasiado viejo, no puedo aguantar más.
Sus lágrimas no fluían, saltaban una a una, como con renuencia, mientras yo me preguntaba qué demonios hacer con él. No podía simplemente volverle la espalda y marcharme.
—Todavía es capaz de hacer una imitación condenadamente buena —dije.
Abatió los hombros, hundió la cabeza y se convirtió en la criatura más vilmente afligida que yo viera jamás. Pensé que había herido a un niño desamparado que nada tenía en común con el demonio del pozo de basuras. Intenté ayudarle a levantarse.
—Está bien, vámonos. Le acompañaré a su apartamento.
No quiso moverse.
—Tengo que hacerlo yo, Teddy —articuló—. No puedo pedir a otros que hagan lo que yo no haría.
Aquello era algo de lo que había oído hablar pero no conocía directamente: la inmensa, la vacía soledad de la cumbre. Significaba más que el aislamiento de un líder que no osa intimar ni favorecer; significaba ser el hombre que debe hacer todo cuanto es necesario, capacitado para dar órdenes únicamente a quienes no pueden equiparársele. Era la clase de comprensión ante la cual vacila la vanidad personal.
Siguió diciendo:
—Y no estoy loco.
Ignoro a quién de los dos pretendía convencer, pero yo necesitaba mantenerme firme frente a la compasión. Repliqué, en el tono más duro y cortante que pude adoptar:
—No era cordura lo que vi babeando simpatía mientras planeaba el siguiente tormento. Vi su cara de matarife cuando le torturaba. —Una vez iniciado, no podía interrumpir el intento de borrar de mi mente toda aquella carnicería—. Usted actuaba a sangre fría. Usted jugaba a la piedad en los momentos intermedios, pero la verdad se leía en sus ojos enloquecidos. Usted amaba lo que hacía.
Durante largo rato no dijo nada, sólo permaneció hecho un ovillo, recostado contra la pared, en tanto yo meditaba sobre qué era lo que conseguía, aparte la indigna liberación de un rencor que llevaba dentro de mí desde los doce años.
Finalmente, él murmuró:
—Los jóvenes, sois duros. No habéis sufrido lo suficiente.
Al parecer, tendríamos que esperar a que saliera de su crisis de autocompasión. Pero se rehízo y rompió a hablar con rapidez y súbita energía.
—No insistas en que estoy loco, Teddy. No lo estoy. Las cosas hay que hacerlas, y no es fácil. Tengo que adaptarme a ellas, convencerme a mí mismo de que son buenas y justas, pensar en el tipo de hombre que tengo que ser y ponerme en su pellejo. Serlo por un tiempo.
Parecía creer que aquello lo aclaraba todo. En cierto modo, efectivamente era así. Buscaría en su interior lo que en realidad era, y lo dejaría suelto, como quien suelta a un animal salvaje… Y a continuación, en ocho palabras, demolió mis ideas:
—Nick dice que eres un actor. Deberías entenderlo.
Lo entendía. Yo sabía con cuánta frecuencia había seguido las huellas de Kovacs, llamándome Macbeth y estrujando mi coraje hasta concentrarlo, o Brutus cuando agobiaba mi alma con la intención de matar al hombre que se había constituido él mismo en mi padre, o Hamlet en su ira final, su único momento de auténtica demencia, cuando mataba como un vándalo; y cómo, en los instantes de transfigurada intensidad, había mirado el escenario y a los otros actores para descubrir, aturdido, que ellos eran reales y yo la imitación que debía encontrar su vía de regreso a la conducta humana.
Si mis ojos insanos hubieran mirado a la realidad correspondiente en lugar de a unos decorados pintados, ¿habrían los asesinatos escénicos llegado a su consumación?
Podemos convencernos a nosotros mismos de la rareza porque las posibilidades están en nosotros; existen realidades en el fondo de la mente a las cuales se puede apelar para vigorizar la simulación. Todo hombre, en caso de necesidad, puede hacer cualquier cosa, ser cualquier cosa. Todo hombre, o toda mujer, puede matar. La demencia es cuando no puedes detenerte, no puedes retardarte, no puedes eludir el último toque.
Examinar las capacidades de mi propia mente era como escudriñar un universo paralelo donde las leyes del buen sentido no operaban y todo era posible. La medida de Kovacs se encontraba en su habilidad para entrar allí, tan lejos como la necesidad le condujese, y retirarse a voluntad.
Se estaba poniendo en evidencia cuánto daño le causaban aquellas experiencias. Se había ganado el derecho a ser un hombre extravagante y difícil.
Como si yo fuera juez y jurado, preguntó:
—¿No lo entiendes en absoluto? ¿No lo entiendes?
Con la sensación de que quemaba un puente crucial detrás de mí, repliqué:
—Puedo intentarlo, papá.
Él me gritó:
—¡Te advertí de que nunca me llamaras así!
Tuve que apartarme para evitar su puño balanceante. Desesperadamente, dije:
—Salvo si me salía del corazón. —Sus turbados ojos clavaron en mí intensos destellos—. Vámonos, papá. La ascensión será muy larga.
¿Creía alguna parte de mí en las palabras que estaba pronunciando? No lo sé. Me sentía muy pequeño, muy confuso respecto a mis intenciones, y la ascensión hasta el apartamento de Billy Kovacs sería de veras condenadamente larga.
Vi nos abrió la puerta, flotante en una bata de noche que parecía un saco, disgustada porque la habíamos despertado. Nos previno de que no despertáramos a los niños, de lo cual, pensé, había pocas probabilidades: con tantas personas viviendo en aquel reducido espacio, el sueño de los niños tenía que ser a prueba de casi todo. Las camas aparecían llenas de ellos, envueltos en mantas y colocados como sardinas. Gordy y Jim, asimismo entre mantas, estaban tendidos en el suelo.
La cama de Billy permanecía vacante para él (privilegio real), y era un estrecho armazón de tablas con un decrépito saco de dormir. Él se derrumbó encima como otro saco vacío, y pidió té.
Vi dijo con venenosa suavidad:
—¡Sí, té vas a tener! ¡A esta hora de la mañana! Te compadeces de ti mismo, ¿no? —Él apartó la vista sin responder—. Ha sido una de esas noches, ¿eh? ¡Tú, pasma! ¿A quién ha apalizado hoy? —Como yo guardara silencio, porque entonces no me apercibí de su intención terapéutica, ella retornó a sus quejas—: ¡Té a estas horas!
Se instaló en su mecedora, y ello me indujo a decir:
—Yo lo prepararé.
Vi me examinó con burlona perplejidad.
—¿Tú vas a prepararlo? ¿No dije que acabaría por hacerte suyo?
Aquello me dio tema para reflexionar mientras preparaba el té en la cocina de Kovacs. Para bien o para mal, yo estaba al parecer comprometido en una lealtad, abstrusamente esquizofrénica lealtad hacia él, cuyo final sólo podría ser un conflicto de intereses y deberes. Mamá sería feliz con ello y Nick se sentiría orgulloso del éxito alcanzado por su manipulación. Francis, si yo le interpretaba bien, no experimentaría más que desdén, pero lo que sintiera importaba poco, pues mientras subíamos por la escalera habíamos decidido lo que debía hacerse con respecto a él.
Cuando llevé a Vi su taza de té, reemprendió su discurso:
—Verás mucho de esto antes de que termine: el Jefe de Torre sin corazón, que pasa una semana enfermo después de haberle azotado las posaderas a cualquier pillo y viene a casa a llorar su culpa.
Yo dije que había sido algo más que azotar posaderas.
—¿Huesos rotos? ¿Un poco de sangre derramada? ¿Cuál es la diferencia? ¿Sabes una cosa? En cierta ocasión le dio por la religiosidad y buscó un cura que le confesara. ¡Luego decidió que Dios no podría soportarle y lo dejó correr! —Se balanceó lentamente, con súbita desolación—. Fue un buen motivo de risa. Siempre tendría que haber un motivo para reír.
—No podrá usted decir que le falta coraje —protesté yo.
—¿Coraje? —Se levantó de la mecedora conteniendo su ironía, o quizá conteniendo las lágrimas—. ¿Sentimientos caballerescos? ¿Te refieres a las simples y viejas entrañas, la sólida materia de que están hechos los Jefes de Torre? Empiezas a tener dudas después de presenciar durante veintiocho años cómo las entrañas de este jefe se hacen agua tan pronto como cede la tensión.
Me marché tan pronto como pude, pensando que Billy pagaba un alto precio por la lealtad de una mujer y el amor de otra. Pensando, también, que mi educación en relaciones humanas sólo producía desconcertantes contradicciones y que cualquier cosa que pudieras opinar de la gente, buena o mala, sería probablemente cierta en el interior del mismo corazón y la misma mente inconsistentes.
Una figura corrió escaleras arriba, a mi encuentro. Era Nick, que decía:
—Te he pillado a tiempo.
Yo debía de estar atontado por la fatiga y la falta de sueño.
—¿Cómo sabía que me encontraría aquí?
—¿En qué otro sitio iba a encontrarte? ¿Adonde vas ahora?
—A casa de mi madre. A por ropas supra. Las necesito.
—No las necesitas. Mantente apartado de tu madre. ¿Te figuras que no la vigilan? Y bien, ¿tienes la historia?
—Sí. Esa mierda entra por los almacenes…
—¡Más tarde! ¿Es necesario que vea a Billy? ¿Sabe algo que tú no sepas?
—No. He estado con él toda la noche.
—Bien. ¡Salgamos de aquí!
Desde el vestíbulo nos lanzamos a plena luz del día, aunque era demasiado temprano para que hubiese muchas personas en derredor. Las calles infra, vacías de su arremolinada muchedumbre, eran extrañas, eran otra cosa. Las grandes faldas de hormigón que rodeaban cada torre las separaban unas de otras, extranjeros silenciosos, esclavos mudos que sostenían el arco del cielo. La mañana se cernía sobre ellas en un silencio catedralicio.
Nick me condujo, no hacia fuera del área de Newport, sino más adentro todavía del Enclave, tomando una ruta en la que el suelo sobresalía del agua y nos permitía avanzar con rapidez. Aunque no había nadie que pudiera oírnos, dijo en voz muy baja:
—Te está buscando una gente que simula un interés casual. Se suponía que conducirías a tus seguidores hasta tu jefe, pero escapaste de las redes. Estás al rojo, al rojo vivo.
Yo no tenía nada que decir. En vista de que callaba, preguntó con impaciencia:
—¿Entiendes por lo menos el motivo de que seas centro de tanta actividad?
Por supuesto que lo entendía. Lo sabía, y había estado reprimiendo el recuerdo, sobresaltado por anticipado ante la cólera que había provocado.
—¿Lo entiendes? —insistió, exigiendo como siempre la humillación.
—Abrí demasiado la boca.
—¿Sí?
—Amenacé con contar a los infra lo que sabía.
—De todo lo que creías saber no tenías ni una maldita prueba, pero el jefe médico no podía asegurarse de que fuera así. Pudo habértelo sacado con la ayuda de drogas, pero —se detuvo en seco, me asió del hombro y me miró a la cara— entonces habría tenido que matarte, antes que devolverte al SIP, y luego afrontar la tempestad gubernamental que aquello habría provocado.
Alegué haberle dicho al jefe que no tenía realmente intención de cumplir mi amenaza, que había cambiado de idea.
—Y podías volver a cambiar si sufrías una presión demasiado fuerte. Ese hombre no es idiota. De modo que tuvo que arriesgarse a soltarte, para ver adonde le conducías. Estaba dispuesto a correr riesgos, pero te perdió y estará resentido. Tu casa y cualquier lugar que frecuentes habrán sido puestos bajo vigilancia. No tardarán más de unas horas en registrar la Veintitrés.
Pregunté tímidamente:
—¿Pues adonde iré?
—A donde yo te lleve. Cuéntame lo que pasó anoche.
Escuchó con fría impaciencia los detalles del secuestro, que para él era una operación rutinaria que cualquiera podía llevar a término, pero maldijo a Billy por desencadenar el proceso de bloqueo mental del sargento. Le dije que había sido accidental, y replicó que Billy debió de haber tenido en cuenta que el bloqueo es una medida rutinaria y que había cometido una chapuza. Estaba furioso. Después, gravemente, porque conocía la única respuesta posible, preguntó:
—¿Y qué hizo Kovacs? —Atendió impasible a mi exposición de la tortura, para inquirir únicamente—: ¿Le ayudaste?
—No podía. No habría sido capaz. En realidad, tampoco Billy lo era. Le ha costado padecer una especie de colapso.
Nick ni se sorprendió ni demostró simpatía.
—Es famoso por esas cosas: el criminal que llora por sus víctimas.
—No —dije yo—. Billy llora por sí mismo.
Nick reaccionó salvajemente, contra Billy, contra mí, contra toda la nauseabunda operación.
—De manera que ahora es «Billy», ¿eh? ¡El contacto con la realidad marca la diferencia! ¿Tú sabes que forzar un bloqueo mental puede provocar un ataque cardíaco? ¿Qué os dijo aquel pobre bastardo?
Para mí, la gran revelación había sido la participación de mi hermano; prescindiendo de ella, el resto significaba muy poco. El producto era entregado en cajas a la intendencia militar, dirigido a la atención personal del oficial de inteligencia de la unidad (Nick intercaló un satisfecho «¡ah!»), quien lo ponía a disposición de las tropas como cebo sexual. El pretexto era que se trataba de un ejercicio de fraternización simulada para tener a las putillas infra fuertemente enganchadas a un narcótico potente y de este modo abrir una línea de información con algún propósito de alta importancia, no especificado.
—Se recibe por servicio especial y procede de Eastern Imports.
—Eso forma parte de los dominios de Nola Parkes.
—Sí. Y lo entrega un mensajero determinado.
—¿Conseguiste su nombre?
Al observar la expresión de mi rostro, su talante agrio se modificó. Dándose una palmada en el muslo, dijo vivamente:
—¿A quién se le habría ocurrido? ¡Así que el joven Francis tiene un tigre agarrado por la cola! Para él deben ser sólo cajas de mascada, esa porquería maloliente que consumen las clases bajas. Deleites infra.
Yo repliqué, con la paciencia especial de la ira contenida:
—Está en peligro. Ahora que el sargento Sykes sabe lo que es en realidad aquella sustancia, hablará, y los soldados se volverán contra Francis porque es el único a quien tienen a su alcance. ¡Matemos al mensajero del infierno! Varios de ellos han mascado el producto.
—¿Estás diciéndome que Billy ha devuelto al sargento a su unidad? ¿Ha perdido la cabeza?
—¿Qué otra cosa podía hacer? El tipo estaba en pésimas condiciones. ¿Adonde iba a ir? Si Billy no le hubiera enviado de regreso al cuartel, habría quedado lisiado para toda la vida.
Nick dijo, pensativo:
—Yo habría dejado que se pudriese. Piensa en lo que ocurrirá cuando esa historia circule por los regimientos.
—Nada peor que si circulase entre los infra.
—¡Reflexiona, chico! Los militares pueden mantener a raya a los infra, pero ¿quién tiene a raya a los militares?
Por una vez no esperaba respuesta, y mi opresiva sensación de haber caminado a ciegas por el borde de un precipicio no era precisamente confortante. Guardamos silencio mientras atravesábamos el límite más lejano del Enclave y entrábamos en una sección de la Periferia que yo no sabía que existiese. Nos detuvimos ante una casa mugrienta cuya fachada correspondía a un local comercial, un género de edificio que no se construía hacía más de un siglo: espacio para almacén y tienda en la planta baja, y una pequeña vivienda arriba. La planta baja, dijo Nick, era una «reserva», uno de los varios lugares que el SIP tenía para uso en situaciones de emergencia. No le pregunté quién vivía en la planta superior. Tampoco me lo habría dicho.
La anticuada sección destinada a tienda contenía un mostrador, un aparador, una mesa y unas sillas; era puramente para aves de paso. Nick abrió una maleta que estaba sobre la mesa.
—Nuestros uniformes. —Los sacó—. Toalla. Equipo de afeitado. Hay un lavabo en la parte trasera. Date prisa.
Descubrí, en un cobertizo al fondo del patio posterior, el hocico de un pequeño patrullero aerodeslizador.
—Nuestro transporte —añadió Nick. Y repitió—: Date prisa.
No pregunté el motivo, simplemente me di toda la prisa que pude. En algo menos de cinco minutos estuvimos afeitados, lavados y uniformados. Mientras me ponía los pantalones dije:
—Si estoy en un aprieto, ¿hasta qué punto es grave?
—Tu carrera ha terminado si yo no puedo salvarla. —Fue rudo—. ¡Aquel sargento! ¡Válgame Dios!
—¿Y usted?
—Conmigo tendrán más problemas.
No era difícil creerlo.
—¿Quién los tendrá? ¿Quiénes son?
—Según el último análisis, todo el maldito Gobierno. —Cerró la maleta con nuestros harapos infra dentro—. ¡Vámonos!
A las siete y media estábamos en camino.
—¿Hacia dónde, Nick?
—A recoger a Francis. Podemos ocultarle en las torres…
—Billy pensó en eso. Se morirá de espanto.
Nick prosiguió, sin hacerme caso:
—Tendremos un peón para negociar y presionarles.
—¿Negociar qué?
—Principalmente, la salvación de nuestros pellejos. Una vez nos hayamos ocupado de nosotros mismos, veremos lo que hay que hacer.
—¿Qué pasará después con Francis?
Metió una mano en la gaveta del tablero de mandos y sacó un paquete de sándwiches.
—¿Tienes hambre?
—Sí. Respecto a Francis…
—Cuanto más oigo hablar de él, menos me importa lo que le ocurra.
Sin mucha convicción, dije:
—El no tiene toda la culpa de haberse convertido en lo que es ahora. —Nick miraba al frente, observando la ruta; yo lo intenté de nuevo, preguntándome cuán bien le conocía a pesar de todo—. A mi madre sí le importa. No habla de ello, pero le importa.
—Las madres son impenetrables. —Me dedicó el fantasma de una sonrisa—. ¡Cómo te has puesto tú a amar, de pronto, a la humanidad doliente! Tu hermano debe ser retirado de la circulación, ha de esconderse, tanto si lo merece como si no. En cuanto al futuro, ni en la bola de cristal más transparente veríamos lo que pasará. Si nosotros no le encontramos, y pronto, mejor será que se deshagan de él antes de que los militares le atrapen.
Dieciocho años no son muchos; me sentí desesperadamente joven en medio de las realidades de un mundo sobre el cual creía estar en curso de aprender, pero que sólo había dado por hecho.
—¿Quiénes… se desharán de él?
—¿Quiénes le matarán? La división ejecutiva de la Seguridad Política. Lo que en el triv llaman Servicio Secreto. El jefe a quien viste en la Sección Médica era Arthur Derrick, superintendente de Asuntos Internos Confidenciales. Ya ves la importancia que has adquirido.
La vi, y la conmoción me dejó petrificado. Las implicaciones tardaron algún tiempo en revelarse por sí mismas.
—Todo eso significa que quien distribuye la mascada es nuestra propia gente. No viene del exterior.
—Puede proceder del exterior, pero seguro que es nuestra gente quien la utiliza.
—La selección de Billy.
—Creo que no. Ésta sería una idea a aplicar como último recurso. Más bien considero que se trata de un ensayo para comprobar qué puede hacerse y cómo, si algún día llega a ser necesario. Nuestra intervención se lo habrá estropeado seriamente.
Me palmeó la rodilla, y pensé que se disponía a presentarme sus inútiles disculpas por haberme metido en un asunto tan peligroso, pero lo que dijo fue:
—Conviene estar siempre razonablemente asustado, pero lejos de cagarse de miedo. Cómete el sándwich.