20
NICK
Año 2051

Escarnecer a Billy era innecesario, pero Arry, por mucho talento que tuviera, era un infra salido del arroyo, y los infra del arroyo no gastan unos con otros mucha sensibilidad. En cualquier caso, Arry no la gastaba. Pero Kovacs sí; él era una masa de superficies burdas que actuaba constantemente con dureza porque el hombre oculto en su interior sufría. Alison Conway era su anhelado refugio.

A mí no me atraía, en cambio, lo que había debajo de la pulcra superficie de ella. Una mirada bastaba para ver qué era lo que había cautivado al ambicioso pero simple espíritu de Billy; su donaire era la secuela de una gran belleza, pero su aplomo espontáneo (llamado, en su mundo supra, «talante social») hablaba de una dureza subyacente, de una capacidad de cálculo que le permitía sujetar y probablemente manipular a su hombre. Debió irrumpir en su vida como un deslumbramiento, como la encarnación de la «clase» colocada por sorpresa a su alcance, mientras su corazón de infra latía como un tam-tam salvaje y sus avarientos lomos temblaban de ansia a su compás. Había sido un robo; la pobre Vi no tenía nada que hacer frente a aquella seducción. Sin embargo, la pobre Vi gozaba de la confianza de Billy en áreas donde Alison no podía ni entrar; Vi era la firme compañera de batalla del soldado, y Alison la puta de la victoria que debía sacar el máximo provecho de su efímera suerte.

Mientras yo pensaba en estas cosas, ella mostró que además de su eventual valía en la cama poseía parte de la habilidad de Vi para atender a lo esencial. Con un ínfimo asomo de su frialdad de anfitriona, dijo:

—Arry, deja de dramatizar y cuéntanos por qué tienen otros que hacer el trabajo duro. Sin duda la Sección Médica dispondrá de equipos que actúen sobre el terreno.

—Se supone que habría de ser así, ¿no? —dijo Arry—. Pues no lo es.

—Una de las razones —intervine yo— es que los equipos móviles tienen estrictas órdenes de mantenerse lejos del área de las torres.

Billy descargó una palmada sobre la mesa.

—Por eso no ha habido sanitarios desde hace una semana, o más.

—No son necesarios —continuó Arry—. Nadie morirá. Es el contagio por contacto lo que les preocupa, porque hace muy fácil que la epidemia se extienda a las zonas supra.

Alison no vio sentido en aquello.

—Se extenderá de todos modos. Los soldados van a sus casas con permiso. Solíamos verlos…

—Ahora ya no van, señora Conway, ni los ve nadie. Y no irán hasta que los equipos de virología lo autoricen. Los soldados se quedan en los cuarteles de los Enclaves.

Ella se indignó.

—¿Estás diciendo que los Enclaves han sido sellados? ¿Para proteger a cuatro supra inútiles? Además, nosotros, los periféricos, compramos en las torres. La epidemia saldrá de allí.

Arry la contempló con aprobación por su ánimo, si no por su inteligencia.

—Entonces la Periferia pasará a ser infra —dijo escuetamente—. Siempre lo ha sido, en realidad. Será incluida en la cuarentena. Y los supra no son inútiles, señora… Ellos lo administran todo, ellos trabajan, ellos hacen que las cosas funcionen. Los inútiles son los infra, que han de ser alimentados, alojados y pagados por un Estado en bancarrota, sin que den nada a cambio.

—Dos veces he oído la voz de la deserción en mi familia —dijo ella—. La tuya no me suena extraña.

La súbita palidez del muchacho reveló que el comentario había hecho mella en su conciencia. Yo le habría prestado mayor atención, pero Billy intervino:

—Nosotros somos sacrificables; de nosotros se puede prescindir.

Lo dijo sin animosidad: había sido educado en aquella idea. (Aunque él y los suyos no fueran sacrificables. Aunque nadie, de hecho, lo fuese).

Con denodada compostura, Arry prosiguió:

—Las torres no pueden ser selladas abiertamente sin provocar el pánico general; lo que se hace es suprimir todos los contactos posibles. —Miró de hito en hito a la señora Conway—. Aislar a los infra es, simplemente, la amenaza sensata de limitar las pérdidas al ámbito donde mejor se pueden afrontar.

—¡A sangre fría!

—¿Cómo lo haría usted, señora Conway? ¿Dejaría a la epidemia campo libre para que esterilizase a las mejores mentes del Estado?

En el rostro de la mujer se leyó claramente que le habría gustado abofetearle.

—Supongo que no. Pero si es allí donde la investigación debe empezar, ¿para qué sirve el aislamiento?

—Quizá para nada. Depende de cómo se mire. El Gobierno teoriza sobre la posibilidad de que la contaminación venga de fuera de nuestras fronteras. Esto tiene cierto sentido, porque, ¿qué gana un australiano esterilizando a los suyos? En consecuencia, la Sección Médica piensa que los servicios secretos trabajan desde aquel ángulo sin necesidad de acercarse a los infra. Pero también piensa que nosotros podríamos descubrir una pista rápida en las torres.

—¿Todo eso no te asusta? —preguntó ella.

—Yo soy infra. Nací asustado, aunque ahora ya no se note. La supervivencia primero; hay tiempo para asustarse después.

Aparentemente, la posición del Estado parecía razonable, pero a mí me faltaban elementos para emitir un juicio. A pesar de todo, podía ser una acción desde el interior; había posibles compensaciones para la traición.

Alison se dirigió a mí:

—Señor Nikopoulos, ¿qué quiere de usted este joven?

Billy se levantó y estiró sus miembros como tenazas desplegables, y le dijo:

—Prepara algo de té, madre. Lo que él quiere es lo que ha dicho al principio, averiguar de dónde viene esta mierda verde. Deducimos que los soldados se le dan a las chicas, pero ¿y si fueran las chicas quienes se la dan a los soldados?

¡Oh, cómo se escandalizó!

—¡Pero si los soldados son supra! Ellos no mascan.

Arry le dijo fríamente:

—Sí mascan. Siempre lo han hecho. Los hombres que se aburren se sientan por ahí sin hacer nada… y mascan.

—La depravación no termina en las torres —intervine yo—. Precisamente donde alcanza sus puntos máximos es en territorio supra. Existen supra que se fabrican su propia mascada, cuatro o cinco veces más fuerte y con un aroma incorporado para que sus íntimos no perciban el olor. Aquella concentración genera adicción y puede causar mucho daño.

Alison fue a preparar la tetera y, de espaldas a nosotros, se excusó:

—Sigo siendo una esnob. Todavía creo que hay cosas que los supra no hacen. Disculpadme.

Billy dijo:

—Sea de supra o sea de infra, la mierda huele igual. Lo siento, cariño, pero así es. Y ahora, ¿alguien tiene algo que sugerir sobre la manera en que he de tratar este asunto?

—La manera en que hemos de tratarlo —dije yo—. Puedes tener serios problemas si quien no debe se entera de lo que haces.

—¿Problemas yo? Nicky, soy yo el tipo que crea problemas. Tú no puedes intervenir, de todos modos. Los equipos operativos incluyen al SIP, ¿no? Entonces, no puedes ir a los Enclaves sin que se note tu ausencia. Y si yo cometo errores y organizo un escándalo público, te necesitaré en tu puesto para que me saques del lío.

Su fe en mí era amargamente conmovedora, pero estaba en lo cierto al decir que yo no podía desaparecer ni que fuese por pocos días.

Arry, impaciente, anunció:

—La mayor parte de mi trabajo consiste en estudiar en casa por terminal. Puedo ausentarme sin que se note.

Billy le agarró por el cinturón y le levantó a la altura del hombro con más facilidad de lo que yo habría imaginado.

—¿Cuánto pesas? ¿Cincuenta kilos? Quizá seas peligroso con un cuchillo, pero se necesitan buenos músculos si te atrapa una pandilla. Me llevaré a Teddy si Nick puede cubrir su ausencia.

—¡No! —exclamó Alison Conway furiosamente.

—Sí —replicó Billy—. Para eso le han adiestrado.

—¡Billy, Teddy es sólo un niño! ¡Señor Nikopoulos!

Le dije, sin el menor placer:

—Le han preparado para eso y yo puedo cubrir su ausencia.

Y créame, señora Conway, dejó de ser un niño hace bastante tiempo.

En el tenso silencio observé que Arry miraba con curiosidad una cara tras otra, estudiando aquel concepto que le era extraño, una familia, y en un momento en que toda reserva emocional quedaba anulada.

Teddy resolvió la situación. Estaba recostado en su silla, balanceándose sobre las patas traseras de ésta, y dijo tranquilamente:

—Me gustará trabajar con papá.

Actor consumado o no, era un triunfo. Ni por un momento creí en la tregua que ofrecía a Billy, implícita en sus palabras, pero me sentía orgulloso igualmente de la forma en que había procedido. La cara de Billy se crispó y después se quedó impasible; quizá le había engañado, o quizá no.

A Alison, creo, no la engañó. Con sequedad, aceptando la derrota, dijo:

—El agua del té ya está hirviendo.

Su rendición era generosa, pero sus dos hijos habían abandonado la protección de sus faldas y tanto al amor como a la autoridad no se renuncia fácilmente. A pesar de todo, no me habría importado estar en el lugar de Billy cuando, más tarde, se retiró con él.