Durante cierto tiempo, después de que las aguas retrocedieran, vi poco a Billy, pero su conducta siempre había sido impredecible; siempre hubo épocas en que entraba en casa y volvía a salir enseguida, como si hubiera venido únicamente para demostrarme que no me olvidaba. Apartaba de mí su vida infra con errónea gentileza, pero aprendí a no perderme en inquietudes cuando venía bajo los efectos de la violencia, necesitado de masajes o curas. Nunca compareció mal herido: un brazo fracturado, en seis años, no es demasiado, teniendo en cuenta su forma de vida.
La ausencia no me preocupó, pero su comportamiento al regresar me turbó y posteriormente me asustó. No se trataba sólo de que no hubiera pasado ni una noche en casa durante dos semanas, sino de que ahora me besaba en la mejilla en lugar de besarme en los labios y al poco tiempo vi que evitaba totalmente tocarme la piel. Daba la impresión de que antes abrazaría un saco de ropa que mi cuerpo.
Pensé lo obvio, me dije a mí misma (salvajemente) que seis años eran probablemente más que los que muchas mujeres habían tenido de él, y me pregunté por qué se demoraría y no abandonaría ya la escena. Tuve que soportarlo pacientemente, con aquella esperanza que, según dicen, nunca se marchita.
Sin embargo, cuando un sábado por la mañana vino a anunciarme con aire indiferente que al día siguiente Teddy traería consigo a dos amigos, decidí, sin elegir racionalmente el momento, que ya era suficiente, y le grité que mi casa no era una maldita sala de reuniones y que podía llevarse a sus conspiradores a otra parte. ¿Qué inconveniente había, quise saber, en que planease sus bribonadas en casa de su nueva amante? ¿O estaba ella protegida contra la verdad sobre él?
Seguí así como una bruja, inflamada de furia, rabiando por ganarme el bofetón que recompensa a las perras rencorosas y pensando que aquel estrepitoso alivio de la tensión bien valía un cardenal o un diente flojo. La pareja anciana de la otra mitad de la vivienda debió pensar que se cocía un asesinato: su puerta se cerró de sopetón y la llave giró en la cerradura, barricada contra la catástrofe doméstica.
Billy retrocedió ante mi cólera con la boca abierta, como un chiquillo, hasta que me di cuenta, incrédula, de que no comprendía qué provocaba mi furor. Al final me planté con las piernas abiertas y los brazos en jarras, perfecta caricatura de una marimacho, y le contemplé exhausta, jadeante, mientras él murmuraba y se excusaba, y lo que decía no tenía sentido, y yo titubeaba respecto a mi dudosa victoria. Por último me contó, avergonzado y como si fuera culpa suya, que había una enfermedad en las torres, que había tenido miedo de infectarme porque no existía manera de saber si él podía transmitirla y se rumoreaba que podía contagiarse por el sudor de dos cuerpos en contacto.
Si alguna vez ha existido un idiota brutal y brillante con el corazón blando como la manteca, éste es mi Billy.
—¿Por qué no me lo dijiste, estúpida criatura?
A su manera ratonil y zarrapastrosa, parecía una solterona pudibunda.
—Porque tú no deberías saber cosas como ésa —dijo.
¡Protegida, Dios mío, contra la malignidad del mundo real! Momentos así, ¿son para reír o para llorar?
—Yo no soy de cristal, que no se debe tocar por temor a romperlo.
—Sí lo eres, ¿sabes? —replicó, y me quedé sin habla porque, en todo el tiempo que llevábamos juntos, aquello era lo que más se había aproximado a decir Te quiero.
A continuación, con un aire de Gracias a Dios que ha terminado, pidió una taza de té y se sentó a la mesa.
Sin premeditación, sin pensar verdaderamente en lo que hacía, me coloqué detrás de él, pasé las manos por debajo de su mentón, empujé su cabeza hacía atrás y le besé de lleno en los labios antes de que pudiera hacer nada por evitarlo.
—Si la epidemia se te lleva —le dije— no tendrá ningún sentido que yo quede colgada por ahí. Por lo tanto, serás mío para todo mientras sigamos juntos.
—Estás loca —respondió, pero me devolvió el beso.
Más tarde pensé que realmente estaba loca, pero no me arrepentí. Aquella noche se quedó, y yo no me llené de ampollas ni me bajó la temperatura en los días siguientes. En la Periferia o en las torres no se desdeña a la muerte, pero tampoco se la respeta, de modo que aprovechamos temerariamente todas las ocasiones.
El domingo por la mañana fue tan difícil como siempre conseguir que se vistiera en lo que él consideraba su día libre. Su atuendo dominical consistía como máximo en unos calzones cortos, y como mínimo en nada. En su esquelética desnudez, se instalaba en el mezquino césped del jardín trasero «absorbiendo un poco de sol», mientras la vieja señora Sanders cerraba de un portazo su parte de la casa y después fisgaba por la ventana para ver lo que hubiera que ver. (Que no era mucho, a decir verdad).
Yo quería que se vistiese para que la presencia de un ultra en la casa fuera un acontecimiento (los «acontecimientos» eran raros y se festejaban con café y galletas y mi toque de anfitriona), pero él objetó:
—Arry es un infra como yo…
—Es un infra, pero no como tú.
Aquello desató una ligera discusión, pero condujo a un resultado: aunque no se puso calcetines ni zapatos, sí se afeitó y se vistió con camisa y pantalones. Nuestros pocos apaños sociales usualmente zozobraban en locos compromisos.
Los dos chicos llegaron a la hora del almuerzo, permitiéndome desempeñar hasta el límite el triple papel de ama de casa, anfitriona y madre, con una comida que a cada bocado proclamaba su procedencia Parkes, aunque por lo menos la aportación culinaria fuese mía.
Teddy, como de costumbre, se mostraba pulcro y reservado, todavía inseguro de cómo hablarme a mí con libertad, y fríamente educado con Billy, en tanto que su amigo, Arry Smivvers (¿Smithers?) resultaba apenas descriptible. A pesar del calor iba completamente vestido: camisa, chaqueta, pantalones, calcetines y pesados zapatos, pero, o no tenía átomo de gusto, o no le importaba lo que llevara puesto con tal de que pareciese caro. Dudo que a ninguna otra persona le hubiese pasado inadvertido el efecto de la chaqueta roja, los pantalones amarillos, la camisa malva, los calcetines blancos y los zapatos negros. Era bajito, flaco y, a primera vista, frágil (¿cómo habría superado aquellos años de intensa preparación física?), y tenía la cara de un conejo sosegadamente feroz, aliada a la voz aflautada de un niño pequeño.
Habló cortés y superficialmente de esto y de lo otro: me resultaba difícil creer que uno de los intelectos más finos de la ciudad comía a mi mesa. ¡Y de qué forma comía! Engullía los alimentos como si a partir del día siguiente estuviera condenado a ayunar, mientras tanto charlaba como una cotorra. Teddy me había advertido:
—Sólo tiene talento cuando se necesita talento para alguna cosa.
Le creí, por descontado.
En un determinado momento le pregunté si conocía al capitán Nikopoulos, quien debería reunirse con nosotros más tardes.
—¿Nicky? Le conozco hace años. Su padre era mi Jefe de Torre. Todavía lo es, en cierto modo.
Aquello era desconcertante. Yo me había hecho a la idea de los intelectuales infra, pero me resultaba trabajoso emparejarlos con el Servicio de Investigación Policial. ¡Sería sin duda como regalarle un arma a un delincuente! Pensamientos como aquéllos tenían que ser expurgados y reprimidos, tan fuerte era el peso del ayer.
Teddy se percató de mi confusión y se rió de mí:
—Nick es un caballero.
Arry levantó el dedo índice.
—¡A ratos! Nick es un policía de principio a fin, y cuando se muestra franco y abierto más vale no preguntarse qué esconde en la manga, porque nunca imaginarías que una manga pueda ocultar tantas cosas. Pero entre el principio y el fin tiene sus propias ideas sobre lo que es el trabajo de un policía.
—¿Quieres decir que forma parte del circuito de sobornos?
Teddy se quedó atónito al oírme decir aquello sin remilgos, pero Arry rió disimuladamente y su rostro tomó una expresión astuta.
—Él no acepta sobornos, señora Conway, pero los paga. Se entrega él mismo, ¿verdad, Billy? ¿Verdad, Teddy? —Billy había adoptado un aire de juiciosa desaprobación y estaba pálido de ira—. Te convence de la estupenda persona que es, te impresiona, y tú te lo crees y harías cualquier cosa por él. Entonces te tiene atrapado para siempre y ya no te soltará nunca. —Dobló hacia dentro sus flacos dedos hasta cerrar un puño que parecía la pata de un gallo—. Eso es Nick.
Una puede cansarse de personalidades dominantes. Dije con ligereza:
—A mí no me atrapará. Estoy prevenida.
—A usted no la necesita —replicó aquel directo hombrecito—. Ya tiene a Teddy, ¿verdad, chico?
Teddy se ruborizó y guardó silencio. De modo que mi hijo, tan autosuficiente, había encontrado un héroe… Fue grato saber que todavía era humano, un romántico en el fondo del corazón.
Me sorprendí a mí misma plagiando el esnobismo de una mujer de mundo:
—Vuestro Nick no me gusta. Una forma de corrupción no está más justificada que otra.
—Pero ¿dónde iríamos a parar sin ella? —preguntó vivamente Arry. Luego cambió de tono, como si quien hablaba fuera otra parte de su persona, y prosiguió—: Toda transacción persigue una ganancia, por un lado, por otro o por ambos, y la transacción que se dice desinteresada es corrupta por definición. La corrupción es el estado natural de una sociedad que reprime sus excesos por medio de la ley o de la moral, que son, las dos, corruptas en sus efectos y en su intención. —Me sonrió con absoluta perversidad—. Nuestra seguridad y nuestro bienestar se mantienen en equilibrio gracias a la manipulación de las corrupciones, de manera que quizá la palabra que no sea a fin de cuentas tan obscena. Nos preserva de los excesos de una sobrecarga de virtud… que es otra clase de corrupción.
—¿Así que no existe la pureza, sólo el compromiso entre el bien y el mal?
—¿Y quién sabe lo que es el bien y lo que es el mal?
Renuncié a discutir con un ultra guasón, particularmente porque no estaba segura de que bromease. Era extravagante, pero no resultaba fácil contradecirle. Me contenté, pues, con obsequiar a mis huéspedes con mi pequeña cuota de corrupción gastronómica. Si él tenía razón (y posiblemente la tenía), vivíamos en un estado de confusión entre crisis y crisis, salvando nuestro buen concepto de nosotros mismos con la añagaza de aplaudir como triunfos morales e intelectuales lo que no eran sino recursos de nuestra desesperación. Según su concepto, nuestro siglo veintiuno sólo tenía sentido como una carrera para situarse por delante de las consecuencias de su propia corrupción (el Efecto Invernadero entre ellas), con la esperanza de que el futuro ofrecería espacio donde albergar a una humanidad sin rumbo.
Era una maravilla incluso que descubriéramos motivos para reírnos, pero los descubríamos día tras día. Por lo tanto, aun en el caso de que él tuviera razón, no importaba. Sólo cuando se agotara la risa llegaría la hora de las lágrimas.
Hasta más adelante no me di cuenta de que Arry no había pretendido distender una conversación más o menos delicada con unos comentarios sarcásticos, sino que estuvo diciéndome que debíamos mirar a la cara al bien y al mal, a lo justo y lo injusto, si queríamos entender no sólo lo que somos sino lo que podemos ser.
Cuando llegó Nikopoulos, después del almuerzo, no me impresionó. Debo matizar esto: sí era impresionante su animalidad; estatura mediana pero evidentemente vigoroso, con los tallados rasgos mediterráneos que prometen una fuerte personalidad y la dan muy raras veces, y la voz apacible que puede o no puede guardar energía de reserva. Tenía, además, los ojos fríos de un fanático controlado. Mi instintiva reacción fue: físicamente vulgar y tortuoso intelectualmente; no me pareció un hombre adecuado como modelado para Teddy.
Cuando mi hijo me lo presentó, escudriñó mi rostro, aunque sin insolencia, y semejó satisfecho, como si hubiera confirmado alguna suposición.
Le ofrecí café, que tomó sin leche; sonrió y dijo:
—Calidad Royal Papuan, del distrito de Lae. Llega a través del Departamento de Nola Parkes y no es frecuente encontrarlo en la Periferia.
Era exhibicionismo deliberado, pero también una manera de decirme que hoy era un simple ciudadano civil, de acuerdo con sus ropas informales, no un policía. Yo repliqué, acusando recibo del mensaje:
—El salario del pecado.
Y con ello caí en sus redes.
—El salario de Francis —me corrigió, sin perder la sonrisa—, de quien por cierto tenemos que hablar. Teddy le habrá dicho que me intereso por él.
—No, no me lo ha dicho. —Al instante me asusté; procuraba no pensar en Francis con demasiada frecuencia, pero me asusté. Y Teddy esquivó la mirada—. ¿Qué ha hecho Francis?
—Oh, nada todavía. Se trata de lo que puede hacer. ¿Billy?
Tampoco Billy me había hablado de aquello. Ahora describió su visita a la señora Parkes y concluyó:
—Ella le tendrá vigilado, pero temo que es lo bastante listo como para no despertar sospechas. Ingenuamente listo —corrigió—, de modo que puede conseguir lo que persigue y, sin embargo, no prever las consecuencias.
Su tono sonaba práctico, pragmático, pero yo sabía que su corazón, tan poco racional, sangraba por el Francis que había amado. Francis nunca había sido un niño que inspirase amor, pero Billy, amándome a mí, había entregado su afecto al chico para ganarse mi corazón. Las emociones suelen conducirnos por rutas sinuosas.
—¡Envíamelo a casa! ¡Le quiero aquí!
Aquel chillido, mezcla de rabia y dolor, fue mío, pero no me produjo el menor bochorno.
Billy dijo con tristeza:
—No querrá quedarse, lleva fuera demasiado tiempo. Y la Periferia le infunde tanto miedo como los infra.
—¡Yo le retendré! ¡Yo haré que se quede!
Me concedieron la paciencia de la compasión reprimida, demasiado corteses para tratarme como la imbécil que en aquellos momentos aparentaba ser.
—Yo haré que se quede.
Lo repetí para desafiarles, mientras que, miserablemente, la garganta se me cerraba en un gemido de derrota, consciente de que mis posibilidades de retener a Francis se habían esfumado en el ofuscamiento sexual, tres años antes.
Nikopoulos tendió la mano (una mano sorprendentemente pequeña y delicada, no la zarpa de un patán) para tomar la mía.
—El miedo social es difícil de superar. Los policías lo llaman el Sueño Supra, el temor a caer.
La caída es terrible, ciertamente. Incluso una caída a medias, como la mía, que no llegó al fondo del abismo…
Arry, que no tenía interés personal en la cuestión, sugirió:
—Intimídenle con otro miedo más grande, algo que le asuste tanto que corra a casa en busca de protección.
Para él era un simple problema de comportamiento, susceptible de fácil solución. Billy no replicó, pero Nikopoulos dijo:
—Merece la pena pensarlo. Ten la idea en reserva. Ahora trataremos de cosas más inmediatas.
Mi semihisteria se rebeló contra aquel abominable desplazamiento de la atención hacia otros temas. Le grité:
—¡Quiero a mi hijo!
Las angulosas líneas de su rostro se alteraron; su actitud se tornó enérgica y sombría.
—Y yo quiero que usted le tenga; el asunto no quedará olvidado. —Aunque no me agradó más por sus palabras, dejé de sentirme como una niña a la que ofrecen un dulce para después negárselo; hasta que agregó—: Pero Francis no constituye el principal problema. —Se volvió a Arry, dejándome al margen—. Ésta es tu reunión, Arry. ¿Qué deseas?
El muchacho (costaba recordar que su cara de golfo correspondía a un crío de sólo dieciocho años) ocultaba algo en su huesuda garra cuando contestó:
—Un papel en la obra.
Aquella antigua frase, o alguna de sus variantes, todavía circulaba en la jerga infra, pero no vi que tuviera allí ningún significado. Nikopoulos sí, puesto que dijo:
—Olvídalo. Tú has de ser más que un policía. —Luego, observando la cara del chico, lo entendió mejor y se echó a reír ruidosamente—. ¡Te han pescado! —Arry enrojeció—. ¡Te sobra inteligencia, pero te falta la práctica, hijo! ¡Te pasaste de listo y te han atrapado con las manos en la masa! Ya veo, quieren utilizarte para que hagas un trabajito en su favor. ¿Qué pretende la Sección Médica?
Arry se lo tomó con filosofía.
—Era un plan astuto. Había puesto en acción mi poderoso atractivo sexual… —Esto era difícil de imaginar, pero los hombres más raros tienen espectaculares vidas amorosas; Arry quizá triunfaba allí donde un físico privilegiado y una buena presencia no conducirían a ninguna parte. Me pregunté cómo sería la chica—. Hasta que ella me devolvió la pelota. Conseguí la información, por supuesto, pero luego toda la maldita Sección se me echó encima y me amenazó con cortarme el cuello con la Ley del Secreto de la Investigación si no revelaba quién estaba fisgando en su terreno. Tuve que admitir que era el SIP, pero no mencioné tu nombre, Nick. Están metidos en algo que ha de mantenerse en silencio, y sin embargo les faltan los contactos adecuados para profundizar más. De manera que, si los intrusos hijos de lo que sea del SIP encuentran lo que ellos buscan, no habrá denuncia por injerencias interdepartamentales. Tengo que llevarles lo que quieren o nos iremos todos a paseo. —Burlonamente, se secó una lágrima imaginaria—. ¡Tus prometedores pupilos hundidos en la vergüenza!
Nikopoulos dijo con preocupación.
—No le veo la gracia. ¿Qué he de hacer para salvarte el pellejo?
—Para salvar el mío y el tuyo. —Abrió la mano y mostró una tableta cilíndrica de aproximadamente dos centímetros de longitud, envuelta en polímero transparente—. Averiguar de dónde procede esto.
La tableta de color verde pálido era un elemento familiar: simplemente la razón de que el aliento de Billy tuviera con tanta frecuencia un perfume agridulce. Nikopoulos hizo ademán de cogerla, pero Arry la retiró. Billy dijo:
—Mascada. ¿Y qué?
—¿Lo es realmente?
—Déjame ver.
Arry le entregó la tableta.
—No la abras.
Billy la examinó muy de cerca con sus débiles ojos y sacó otra tableta suya para compararlas. Arry le previno:
—Por Dios, no las confundas.
—No son exactamente iguales. La tuya es de un verde más azulado. ¿Cuál es la diferencia, aparte el color?
—Que la tuya procede de las fábricas del Estado y ha sido distribuida con los cupones de racionamiento, mientras que la mía procede de Dios sabe dónde y ha sido comercializada por Dios sabe quién. Lo que saben los sanitarios es que la mía salió del bolsillo de un infra muerto, muerto violentamente, no de enfermedad, y que el pasma que examinó el cadáver sabía lo suficiente para fijarse en el color. La entregó para que la analizaran, porque la mascada del mercado negro siempre se analiza para determinar su nivel narcótico.
Billy comentó:
—Los muy tontos la hacen demasiado fuerte. Siempre les descubren.
—Esta vez no han podido duplicar exactamente el color porque el componente narcótico es un poco distinto. Tiene que serlo para acomodar el caldo de cultivo.
Todos reaccionamos sobresaltados, excepto Billy, que no conocía el término. Nikopoulos y Teddy se inclinaron para mirar de cerca la tableta.
Fui yo quien preguntó:
—¿Te estás refiriendo a la nueva enfermedad?
—Ya lo creo. La mascada es el primer transmisor. —Sacó otra tableta con una marca roja, le quitó la envoltura y la partió en dos—. Ésta es una simulación. ¿Veis cómo está hecha? El narcótico y el aromatizante están contenidos en estos panales de celdillas, que se abren con la acción de mascar. Esa otra —indicó con la cabeza la peligrosa evidencia que Billy tenía en la mano— contiene además virus latentes en un medio neutro. Cobran vida en presencia de la saliva. No son virus naturales, sino productos de laboratorio.
Hay ideas demasiado grandes, demasiado ramificadas para asimilarlas inmediatamente; perciben su existencia por la vía emocional, y el impacto viene después. Fue, pues, sólo aparente la calma con que yo observé:
—Pero eso significa que la epidemia se ha extendido a propósito.
Él ya se había acostumbrado a la idea y podía adoptar aires de sabihondo:
—¡Exacto!
—¡Matar a la gente de una manera tan horrible!
—¡Oh, pero si no ha muerto nadie! —Los ojos de Arry brillaban como cargados de sorpresas en reserva—. Todos los enfermos se recuperan. Incluso sin tratamiento se recuperan. Una bajada de temperatura, unos pocos días con la mente turbia, que muchos ya la tienen por naturaleza, luego unas temperaturas altas que hacen mutar al virus a una forma inofensiva, y se acabó. Existe cierto riesgo de una infección secundaria, como la pulmonía, pero no es preocupante.
—Entonces, ¿por qué no ha vuelto ninguna de las personas que se llevaron los sanitarios? —inquirió Billy.
—Porque las tienen en cuarentena para posterior observación. La Sección Médica guarda la operación en completo secreto.
Nikopoulos comentó enojado:
—¡Qué no cunda el pánico! ¡Que las víctimas se porten bien! —Aspiró profundamente y levantó la cabeza como el sabueso que ha descubierto un rastro—. Pero los enfermos se recuperan. No hay víctimas, dices.
—¡Oh, sí, las hay! ¡Todos ellos, Nicky! Estériles… hasta el último hijo o hija de madre. —Le hizo a Billy una alegre y pícara mueca—. De esta manera que aquí está la selección de la que cuentan que tú hablas tanto. Muy humana, además… no mucho peor que un vulgar ataque de gripe. Y autolimitada por la seguridad de que no habrá una generación siguiente para transmitirla. —Su buen humor era irritante de por sí, pero lo que le dijo a Billy fue horrible—: ¿Qué se siente cuando uno es el tipo que siempre ha tenido razón?
Aquello fue cruel. Billy depositó la venosa tableta sobre la mesa y guardó silencio. Más tarde, cuando sólo yo le veía, lloraría por su atroz perspicacia.