18
NOLA PARKES
Año 2050

La familiaridad hace automática la doblez de trato, de modo que la aceptación de mi posición debería serme más fácil, pero no ocurre así. Una anomalía me perturba hasta que se corrige; lo inesperado me hace temblar ante las múltiples posibilidades de bocas que no se cierran cuando deberían permanecer cerradas, o de grietas sin sellar. Vivo acosada por una alarma latente.

Detrás de mi apariencia profesional de educada irritación yo estaba preguntándome qué querría aquel «padre» de mi «sobrino» periférico. Porque no es un hombre frívolo; su presencia tiene especiales significados.

Ahora parecía un poco más viejo (el trabajo duro, el libertinaje sexual y la abrasión de la edad madura se hacían notar), pero su esbelta figura se movía con la gallardía de siempre en sus atavíos usados hasta el límite del desecho, pero limpios y remendados: su personificación de la Periferia era excelente. La Conway cuidaba de su patito feo con buen ojo para la caracterización.

Esperaba que él empezase el ataque. Era siempre un ataque, caballeresco por ambos bandos, con el consenso como objetivo, no la decisión unilateral. Tuve tiempo de notar cómo la sexualidad animal (una sonrisa de niño con dientes de lobo asomando entre los labios, ¡cuidado, vírgenes!) infundía vida a su poco atractivo rostro. De haber sido una mujer más joven, con menos responsabilidades peligrosas que exigían circunspección, quién sabe si no me habría tentado una caída.

Él dijo, con sorprendente respeto en un hombre con tanta autoridad en sus propios dominios:

—¿Conoce usted al señor Nikopoulos, señora?

—Le recuerdo.

Había prometido no extorsionarme. ¿Habría caducado su promesa?

—Él me envía.

—¿No podía venir en persona?

—Pensó que era tarea mía. —¿Sería evidente mi nerviosismo? Él me tranquilizó apresuradamente—: No hay problema. —Luego lo pensó mejor—: Todavía no, por cuando menos.

Aguardé a que corrigiera el pequeño lío de palabras. Con un ligero fruncimiento de cejas reconoció el error, pero lo pasó por alto. La bella Conway, sospeché, le estaría persuadiendo de que aceptase sus fallos de gramática en lugar de exhibir la pedantería de enmendarlos. Una mujer inteligente.

—Se trata del chico —dijo él.

Por supuesto que se trataba del chico. Siempre se trataba del chico. Me habría gustado no haber visto nunca a Francis o no haberme dejado persuadir para introducir un elemento exótico entre mi personal; los beneficios habían sido copiosos, pero las tensiones adicionales lo superaban.

—Tiene que vigilar lo que hace —añadió Kovacs.

Su voz se apagaba tras una especie de pudor vergonzoso. Aquel tenaz afecto por Francis no encajaba aparentemente con su dureza, pero sentimentalismo y pragmatismo van con frecuencia emparejados en la mente, porque cada uno ofrece un refugio contra la tiranía del otro.

—Ya lo vigilo, señor Kovacs. ¿Qué está usted pensando?

—El chico guarda secretos, ¿no? Secretos de usted.

—Algunos.

—Bastantes, imagino. Puede revelarlos.

—¿A quién?

—A personas más influyentes que usted.

Por supuesto, por supuesto.

—¿Esa idea es de Nikopoulos?

—Sí, señora. —Y a desgana—: También es mía.

—¿No confía usted en Francis?

De haber tenido lágrimas, Kovacs las habría derramado en aquel momento por el-hijo-que-nunca-fue.

—Es sólo un chiquillo, y todo lo que tiene detrás es la Periferia y son los infra. Le horroriza la chusma.

—Lo sé.

—Señora, ¡envíelo a casa! ¡Su madre y yo le enderezaremos!

¡Billy, unas veces tu gramática y otras tus impúdicos alegatos! Pobrecito Jefe de Torre, afligido por las flaquezas humanas.

La petición llegaba demasiado tarde; tenía que ser franca con aquel hombre en quien había aprendido a confiar.

—Si le devuelvo al lado de su madre, escapará. Sabe bien en qué otros lugares será bienvenido. Me abandonaría hoy mismo si no tuviera dudas sobre mi capacidad de hacerle volver, pero algún día lo hará.

—¿Y a donde iría?

—Al encuentro de alguien que, como usted dice, tiene más influencia, que le protegerá mejor de la larga caída. Usted me conceptúa como una servidora del Estado cargada de poder, pero mi poder es muy limitado y puede ser contrarrestado por otros que también llevan una segunda contabilidad fuera del alcance de los ordenadores. Retuve en exclusiva la colaboración de Francis, pero al fin me vi obligada a… cederle en alquiler. Ahora tiene fuertes conexiones a un nivel superior al mío.

Sus dientes, grisáceos por la adherente tintura de la mascada, mordieron el labio inferior, traicionando su sufrimiento.

—Pensé que hacía lo mejor por él, que le abría un camino para que progresara.

—Usted lo hizo, y él tomó el camino. Pero es egoísta y, como todos los egoístas, se precipita sobre cuanto desea y comete los errores de la prisa insensata. —Captó el rumbo de mis pensamientos y le oí tomar aliento con un susurro—. Es posible que intente utilizar lo que sabe para arrancarle concesiones a un patrono menos maleable que yo. Todavía no tiene el valor necesario, pero puede ocurrir si adquiere más confianza.

—Le matarán.

Lo dijo como si aludiera a un hecho cotidiano.

—Arreglarán su desaparición —repliqué yo, como si aquello suavizase el significado de las palabras.

Él seguía a merced de sus remordimientos.

—¡Fui yo quien le metió en esto! —Y enseguida, como un colegial asustado—. No me atrevo a decírselo a su madre.

Yo tampoco me habría atrevido.

—Me veo capaz de sacarle de apuros si me entero a tiempo del conflicto, pero ya se ocupará él de que no me entere. Ni es probable que me escuche. La codicia y el miedo son irracionales.

Súbitamente pareció casi alegre.

—Creo que eso podría arreglarlo yo… Encontrar algo que le inspire un miedo todavía mayor…

—¿Usted mismo?

Sonrió ampliamente.

—No, señora, su hermano.

No me agradó lo que oía.

—¿El agente del SIP? Es joven y probablemente está todavía en la etapa de entrega al deber. Nos exponemos a que duplique el peligro que esto encierra para mí y otras personas.

—No, na, ¡naaa, se’ra! —No le había oído un acento infra tan áspero en años—. Teddy está de nuestra parte. Lo mismo que Nick, su jefe.

No voy a pretender que la revelación me sorprendiese; no me dejo engañar más que otros por el ideal de la probidad de los funcionarios, pero tuve la sensación de que ya no entendía la relación de toma y daca entre infra y supra. La idea de que los dedos de araña de Kovacs hurgaran en el SIP era insólita. ¿O acaso estaba el SIP estableciendo una base potencial en la torre?

—Creo que eso es todo, señora —dijo él.

Se levantó y se entretuvo a mi alrededor por si yo tenía algo que añadir.

No se me ocurrió nada que pareciera útil, pero, impulsada por un sentimiento de compañerismo hacia aquel hombre tan atrapado en su mundo como yo lo estaba en el mío, le ofrecí un crudo consejo:

—Olvídese de Francis. El chico para el cual hizo de padre ya no existe.

—No, el pasado no se borra, señora. Un niño pequeño no muere por el mero hecho de crecer.

Un caso perdido. Estoy segura de que, después de marcharse, se puso a trazar planes para el Francis que en su corazón tenía todavía nueve años.

Demasiado tarde pensé en la pregunta que debí haber hecho: ¿cuál era «nuestra parte» y cuál el interés del SIP en Francis?

Kovacs me lo habría dicho si hubiese sido necesario, pero quizás era mejor no saberlo. En cuanto a Francis, ¿qué era lo que yo debía vigilar? Sólo esperaba que mis alarmas internas sonasen cuando algo no fuera como debía ser.