17
NICK
Año 2050

I

Cuando has metido la pata a fondo, retírate con discreción. Aquello significaba para mí apartar mis manos de los Conway, aunque seguía preguntándome qué debería hacer Teddy a propósito de su hermano. No vi señales de que hiciera nada, pero ¿realmente se desentendería del muchacho? Luego procuré ponerme en su lugar y pensar qué podía hacer: no se me ocurrió una sola cosa. Francis era un problema que no tenía solución inmediata.

Teddy fue a su casa con regularidad y puso especial cuidado en no hablarme del tema. Por ello no merezco crédito alguno. Tampoco le utilicé como mensajero de Kovacs, pues no quería forzar este aspecto de la cuestión.

Durante aquellas semanas sólo una vez me preguntó algo referente a las torres que no estuviera relacionado con el servicio. Fue cuando, inesperadamente, dijo:

—¿Están todos los ascensores de las torres averiados?

—Casi todos.

—¿No se presenta el operario?

Arry le habría informado sobre el particular.

—No, ya no. En otro tiempo iba, pero los ascensores envejecieron y se averiaron con mayor frecuencia y repararlos se hizo demasiado caro. La gente encontraba maneras de salir del apuro cuando las averías duraban un mes o más. Las maneras eran efectivas, por lo cual el Estado dejó de preocuparse.

—¿Suspendió deliberadamente las reparaciones?

—En esta ciudad. Fue eliminado un subdepartamento administrativo completo. Los recortes presupuestarios se hacen allí donde son posibles.

Cada nuevo acto de salvajismo resulta increíble al principio. El muchacho se mordió los labios, digiriendo aquél, hasta preguntar finalmente:

—¿Cómo se las arreglan los viejos, los enfermos, los niños pequeños?

El conocimiento tiene sus zonas áridas.

—Si las personas viven en los niveles altos, emprenden la ascensión cuando no les queda otro remedio. Los viejos y los enfermos son reunidos en pequeños grupos cada dos o tres pisos y allí pasan el resto de sus días. —Él se estremeció, y yo apreté el tornillo un poco más—. No están peor de lo que están los supra en una residencia de inválidos permanentes.

Cuando hubo asimilado también aquello, preguntó:

—¿Cómo se procuran alimentos?

—Unos grupos formados en los pisos bajos recogen todos los cupones y van, cada uno, en busca del racionamiento que corresponde a un piso entero, luego lo pasan de mano en mano desde el nivel de la calle hasta el último piso, cinco o seis niveles por relevo. Requiere tiempo, pero funciona. Además, proporciona a los parados algo que hacer.

Él vio en esto un poco de luz.

—¿Actúan como una comunidad?

Uno no debería ser soñador tratándose de personas.

—No es el amor lo que les motiva, no son sentimentales fuera del ámbito familiar. Si alguien no colabora, los vecinos tienen maneras de perjudicarle. A él o a ella. El ostracismo es el más simple. Las culturas se fundamentan en necesidades de grupo, así que cooperan, y es castigado quienquiera que no entre en el juego.

—Hará falta mucha organización.

—Pregúntale sobre ello a tu Jefe de Torre favorito. Él carga con las culpas cuando el sistema falla. Pregúntale a Billy Kovacs.

Su buen talante se esfumó al oír la mención del nombre.

—Cualquier cobarde miserable puede decir: Lo siento, es culpa mía. Kovacs dice que Francis es como es por culpa suya, ¿pero hace algo para remediarlo?

Fue en aquel momento cuando descubrí algo obvio: que Billy era el agente ideal para mantener a Francis bajo vigilancia.

II

Aunque vistiera de la manera adecuada y apestase de forma conveniente y hablara como es debido, yo nunca me sentía tranquilo moviéndome solo por las torres, excepto en el territorio de mi propia familia. Algunos de los hombres de Billy sabían quién era y me habrían tendido una mano si mi cara desconocida provocaba algún conflicto, pero entrar abiertamente en la Veintitrés era incluso así un poco arriesgado.

(El tiempo erosiona. De hecho, yo tampoco estaba a gusto con mi familia. Ellos no compartían la obsesión de Kovacs por la limpieza, y su olor y su mugre los situaba a una distancia que me resistía a aceptar. El aroma del mundo supra nos corrompe a todos).

Me aseguré de que Billy estuviera esperándome: era imposible pescar a aquel saltamontes atareado sin una cita previa. Su apartamento estaba aquel día lleno de nietos, mocosos que jugaban en torno y debajo de las camas y que me saludaron burlonamente en jerga infra hasta que Vi les chilló que no usaran aquel lenguaje en casa; en la calle sí, ¡pero no dentro! La familia era, efectivamente, bilingüe. Sus miembros, estaban también presentes en todo género de conversaciones; nadie decía a los niños salid a jugar ahí fuera. No existían secretos en el hogar; los pequeños debían distinguir desde el principio entre chismes y «charla familiar». Los mayores eran incorporados a la red de Billy tan pronto como se podía confiar en ellos, es decir, sumamente temprano. Billy Kovacs estaba instituyendo una dinastía.

En aquel apartamento transcurría su vida real. Yo ubicaba a Alison Conway en una vida de fantasía que él necesitaba desesperadamente para sostener el peso del liderazgo y de las dos veces doble moralidad; con ella era el hombre que quería ser, y con Vi el hombre que debía ser. Una lectura fácil, quizá, pero cercana a la verdad.

Vi preparó café auténtico (cortesía de la Señora) y ofició de ama de casa, en tanto que los niños jugaban en derredor, tranquilos pero, por lo demás, como si nosotros no estuviéramos. Al principio me intimidó hablar de los Conway, pero la mujer no demostró ningún prejuicio. Ella y Billy debieron haber establecido un terreno de tregua hacía mucho tiempo. Cómo, no podía imaginarlo. En el lugar de Vi, yo habría matado a aquel bastardo.

Fue ella quien preguntó, después de mis explicaciones:

—Pero ese crío, Francis, ¿qué puede hacer que sea peligroso?

Billy dijo enseguida:

—Venderse.

—¿Cómo? Ahora no es lo mismo que cuando había dinero. Todo el mundo sabe lo que te corresponde tener, y un exceso de cualquier cosa es sospechoso.

—Puede vender su aritmética a alguien situado muy arriba, con más influencia que la Señora. Y después a otro más arriba aún, hasta llegar a donde sea posible.

Ella consideró la idea.

Su gruesa e inteligente cara trabajaba mientras se relajaba su obeso cuerpo.

—¿Pero qué conseguiría así? ¿Acaso quiere ser primer ministro?

—Seguridad —sugirió Billy, inclinando la cabeza hacia mí.

—En efecto —asentí—. Fue educado en el terror a lo infra. Además, su padre…

Billy me interrumpió:

—Le ocurrió algo feo el primer día de su estancia en la Periferia. Algo que heló de miedo las tripas de la pobre criatura.

Yo ignoraba aquello, pero encajaba.

—Quiere un lugar seguro del cual no puedan derribarle. Ese lugar no existe, pero ello no le detendrá en su ascensión, arriba, arriba, y por lo que me han dicho de él deduzco que no le importará a quien pisotea mientras sube.

Billy se inquietó.

—¿A la Señora, por ejemplo?

Vi no lo entendía.

—¿Cómo?

Tuve que explicar algo de la trama de interdependencias que la señora Parkes no estaba en condiciones de romper, de la que no podía liberarse, y del precario equilibrio de corrupciones (individualmente pequeñas, pero monstruosas en total) que minaban la Administración.

Aquello la divirtió.

—¿Quieres decir que el Estado tolera eso porque es más fácil que combatirlo?

—Más aconsejable. Los corruptores son los que tienen talento.

—¿Y esa mosca asustada puede derrumbarlo todo plantando el pie encima de una cabeza equivocada?

—No todo, pero al desalojar a la Señora derribaría a algunos de sus contactos, y cada uno de ellos… Bien, pasaría como con las fichas de un dominó.

—No, eso no debe ocurrir —decidió Vi—. Las cosas empeorarían todavía más. Muchos países están peor que nosotros, así que aún podemos caer más bajo. Lo que roban los supra, ¿representaría mucho si se repartiera?

Inteligente pregunta.

—Entre millones, ni siquiera se notaría.

—Bien —dijo, acercándose a los labios la taza de café ilegal—, nosotros también tenemos parte en el chanchullo.

—Nos ganamos lo que tenemos —objetó Billy.

Ella me guiñó un ojo.

—A Billy le gusta sentirse honrado. Mejor será que avises a la Señora, Billy.

—Lo descubrirá ella misma.

—Por si acaso.

—Está bien.

Se entendían perfectamente uno a otro: en cuatro frases habían debatido un tema y llegado a un acuerdo.

Yo dije:

—A pesar de todo, tú deberías vigilarle.

—¿Crees que no lo haré? Si las cosas se ponen feas para Francis, también se pondrán feas para mí, ¿no? Por lo tanto, vuestro codicioso Billy tendrá los ojos bien abiertos.

Vi observó:

—Dices que es muy listo, Billy. ¿Qué pasará si él decide ocuparse de ti? Ya te clavaron una vez un cuchillo en el vientre. Y fue un adolescente quien lo hizo.

Pensé que necesitaba un retrato más claro de Francis.

—¿Iría tan lejos si le asustaras?

Billy abrió y cerró la boca, perplejo por tener que encontrar una respuesta. Vi le contempló inquisitivamente, hasta que él dijo:

—No es tan malo. —Fue un murmullo sin convicción—. Es mi chico, a fin de cuentas.

—Lo ha sido mientras tú le eras útil —replicó secamente Vi—. Los niños no son juguetes vivientes; son animalitos de los que, además de quererles, hay que guardarse.

Debajo de su grasa había músculo. Pregunté a Billy cómo le plantearía la cuestión a la Señora, y se puso de mal humor.

—Tengo que pensarlo.

—Muy bien. Infórmame de lo que diga.

—Lo haré.

Vi sirvió más café, mientras regañaba a su marido por ser demasiado rudo. Me habría gustado saber cómo reaccionarían los habitantes de la torre viendo el comportamiento de su Jefe en el hogar.

Luego, Vi dijo inesperadamente:

—Cuéntale lo de los soldados.

Tuve la impresión de que ambos habían estado pensando en aquello todo el tiempo, especialmente por la forma en que Billy titubeó y descartó la cuestión con un ademán.

—No es incumbencia de Nick.

—Pero él puede enterarse. Puede preguntar por ahí.

Comprendí que era un precio a pagar. Toma y daca.

—De acuerdo —dijo Billy—. Hay gente enferma. Demasiada.

En las torres, aquello podía ser peligroso: la posibilidad de una epidemia en la inmediata vecindad era un temor que la Sección Médica verificaba constantemente.

—¿Qué dicen los sanitarios?

—No dicen nada. —Lo que añadió me produjo un escalofrío—: Simplemente, se llevan a los enfermos.

—¿Al hospital del Ejército?

—Fuera del Enclave.

Mis reflejos proclamaban: plaga, mientras mi mente procuraba concentrarse en los detalles esenciales.

—Vi ha hablado de soldados. ¿Qué tienen que ver con ello?

—Al principio fueron los soldados quienes caían enfermos. Luego fueron las chicas de aquí que jodían con soldados. Después, unos cuantos vecinos.

Confié en que Billy se hubiera formado una idea inteligible de la extensión del mal.

—¿Cuántos?

—Hasta ahora, diecisiete en esta torre.

—¿En cuánto tiempo?

—Aproximadamente en dos semanas.

No era mucho, pero sí suficiente.

—¿Se ha establecido alguna cuarentena?

—¿En la torre? No.

—De modo que es una infección por contacto. ¿Venérea?

Sus hombros subieron y bajaron.

—No se dice, pero, aunque se supone que el Ejército está sanitariamente limpio, el mal viene de los soldados a través de sus relaciones con las chicas. Quizá se propaga indirectamente, como el cólera a través de la mierda.

—¡Ese lenguaje! —le regañó Vi, en tono de maestra de escuela.

Detrás de cada hombre que triunfa, afirmó alguien, hay una mujer que vigila, o algo por el estilo.

—¿Síntomas? —pregunté yo.

—Raros. Una especie de fiebre que va y viene, pero la temperatura baja en vez de subir. También baja la tensión arterial. Más adelante afecta al cerebro: los enfermos pierden el control del habla y se les enturbia la memoria. Después les salen ampollas alrededor de… ¿de qué, Vi?

—De los ganglios —dijo ella—. En los sobacos.

—Ganglios linfáticos.

—Si, ésos.

No recordé nada parecido entre las enfermedades corrientes.

—¿Cuántos han muerto?

—No lo sabemos. En la torre no ha muerto nadie, pero ¿qué sé yo?

—¿Han devuelto a alguien?

—A nadie. Estarán todavía en el hospital. O habrán muerto.

Probablemente un virus. Las bacterias pueden ser eliminadas en uno o dos días, pero un virus nuevo requeriría una recombinación de técnicas para llegar a la inmunización.

—¿Cuántos han enfermado en las otras torres?

—Varios en la Veintidós y la Veinticuatro, pero no tengo las cifras. Ningún muerto, de todos modos. —Se quejó con disgusto—: Allí ni saben lo que es organización.

Yo dije:

—Algo de lo cual podrías ocuparte tú.

Pero rechazó la idea en redondo:

—¡Un cuerno! Les he quitado de encima la mierda de los Swain, ¿no? Pues cuando ellos hagan algo por nosotros será el momento de volver ayudarles.

—Personas muy egoístas. —La lengua de Vi era escrupulosamente formal—. No cooperan.

—¿Se ha prohibido a las chicas de las torres la relación con los soldados?

—Se ha intentado, pero ¿qué puede hacerse? ¿Cómo impides que una criatura hambrienta intercambie un polvo por un poco de fruta o de chocolate?

—¡Billy! —Vi estaba al borde de la indignación—. Te he advertido mil veces de que no hables así delante de los niños. Después tengo que reeducarlos, y cada día es más difícil.

Él asintió, aunque no parecía arrepentido:

—Lo siento, querida.

En el silencio subsiguiente, y desde un escondrijo seguro, una voz infantil exclamó:

—¡Jódete!

Una risita siguió a la emocionante impudicia. La abultada cabeza de Vi se volvió al oírla, sus ojos buscaron por los rincones, sus miembros vibraron preparándose para la persecución y el castigo, y la habitación entera contuvo el aliento.

—Recogeré toda la información que pueda —dije yo.

Me marché antes de que estallara la tormenta.

Fue coincidencia que en mi camino me cruzase con un equipo sanitario uniformado (los únicos supra que podían moverse por las torres sin ser molestados) que sacaba a una mujer en una camilla. Su presencia era siniestra; su salida lo fue todavía más. Una epidemia en las torres infra, sin una sola queja pública de la Sección Médica… ni una palabra a los informadores secretos que operaban en los Enclaves…

III

La idea de Vi de que obtendría información simplemente preguntando en mi entorno emanaba del desconocimiento de la conducta administrativa fuera de las torres. Aquella clase de preguntas me depararía únicamente labios sellados y, lo más probable, un trompazo de las alturas: El Servicio de Investigación Policial no iniciará, repito, no iniciará pesquisas en áreas asignadas a otros Departamentos estatales. La Sección Médica podía ser muy quisquillosa en lo concerniente tanto a sus secretos como a sus errores.

Yo estaba preocupado por las implicaciones de un elevado riesgo de contagio. Aquello, en un Enclave lleno de personas jóvenes, briosas y pagadas de sí mismas, con los soldados proclives a quebrantar las normas sobre fraternización por la clase de revolcón apresurado que pagarían con media ración de cualquier cosa, podía extenderse sin freno. Diecisiete casos en la torre de Billy representaban, si se tomaban como promedio, varios centenares solamente en Newport. Y en otros distritos…

Ni una palabra, ni un indicio, en el Boletín Confidencial semanal. El Comisario del SIP podía saber algo al respecto, pero pertenecía al género de los que únicamente hablan con el Gobierno y con Dios.

Si las indicaciones eran tal como yo las veía, al diablo con el comisario y el Gobierno. Su forma de tratar a los infra estaba marcada por el temor de clase que sus predecesores habían creado a rastras del miedo a las masas. Se sentaban, aterrorizados, sobre sus secretos.

Las vías de información pueden ser tortuosas; los contactos privados y personales suelen ser útiles. Para extraer información de lo más alto debes a veces introducir la pipeta por fondo. Así, pues, hice venir a Teddy.

—Un pequeño trabajo para ti. Tranquilízate, no es oficial.

—¿Necesita un recadero?

—Deja de ser un crío de una vez. Lo que necesito es tu ayuda. Tendré que revelarte más de lo que debería y confío en que mantendrás la boca cerrada.

Le gustó aquello. Para lograr que las personas sean dignas de confianza debes empezar por confiar en ellas. Le repetí lo que Billy me había contado, sin los detalles clínicos, destacando que los sanitarios sacaban subrepticiamente a los pacientes de las torres.

—No hables de esto con nadie, excepto con la persona cuyo nombre te daré. Con nadie más, ni siquiera con tu madre.

—¿Montó Kovacs su numerito cuando le contó esas cosas? —me preguntó.

—¿Número?

—Disertar sobre la Gran Selección. Cómo el problema de la superpoblación se resolverá por medio de epidemias inducidas. Matar a todos los infra y dejar a los dichosos supra celebrando grandes fiestas en el nuevo mundo medio vacío. La idea le obsesiona.

No era el único que tuviera esa obsesión. Aquella idea circulaba de vez en cuando, o mejor dicho, con bastante frecuencia, entre los alarmistas. Era el tipo de teoría que satisfaría a una persona como Billy, informada a medias, y sin embargo nadie que conociera la desagradable cara oculta del racismo internacional, de la pobreza y del hambre, se atrevería a jurar que no iba a hacerse realidad. Se rumoreaba que habían sido inventados algunos trucos arteros, como, por ejemplo, un gen autolimitativo que evitaría que la plaga afectase a sus creadores…

Era importante descubrir de qué modo los miembros del Ejército habían contraído la enfermedad. Tenía que existir un portador, un contacto peculiar de los soldados.

—Olvídate de Billy —dije—, ¿estás todavía en relación con ese pequeño ultra compañero tuyo? ¿Arry?

—Seguimos relacionándonos, sí.

No admitiría sentir afecto por nadie. ¿Por Carol, quizá? Sería interesante espiar a Teddy entregado a sus efusiones sexuales. O nauseabundo.

—Los ultras —dije— tienden a hablar especialmente entre ellos, entre personas que entiendan su jerga especializada y su dicción abreviada sin dificultad.

Replicó agriamente.

—Puede que Arry haga una excepción conmigo, porque yo no hablo de física.

Hace una excepción contigo, mocoso, porque años atrás se le dijo que te instruyera informalmente en la práctica y la filosofía infra. Además, tú le caes bien, no entiendo por qué.

—Puede, pero en su otra vida habla con docenas de científicos bisoños como él, y todas las ciencias, tarde o temprano, tienen que recurrir a los físicos.

Se me anticipó:

—Entonces, si tiene contactos en el ámbito médico… y puede pescar algún chisme de laboratorio junto a la máquina de café… ¿Sabe que tienen café auténtico? —Yo lo sabía: la distancia entre extras y ultras es insultantemente grande—. Luego, yo le transmito a usted lo que haya averiguado.

—Él me informará a mí. Si quiere hacerlo. No puedo coaccionarle, está fuera de mi jurisdicción. No le preguntes por los resultados, déjale que venga a mí, porque cada eslabón adicional introduce alguna distorsión y deja una pista.

Lo tomó como cosa personal, por descontado, siempre a la expectativa de un desaire.

—Y a lo mejor hay algo que usted no quiere que yo sepa.

—A lo mejor.

—Bastardo.

Le gustaba introducir aquella palabra cuando nuestra conversación no era, por decirlo así, oficial. Probablemente equivalía a Yo también te quiero, cabrón, pero esto rebasaba el límite de lo que jamás confesaría.

Dos días después me anunció que Arry estaba interesado.

Durante una semana no me llegó ninguna noticia y estuve mordiéndome las uñas. Me encontraba a merced de la buena voluntad de Arry, quien a su vez dependía de intangibles tales como su afecto por Teddy o el hecho remoto de que él y yo nos habíamos llevado bien, como instructor y alumno, en aquellos días de formación, tierra adentro, después de que me hubieran relevado del campamento supra para trasladarme a terreno más «seguro».

Los ultras pueden ser una curiosidad cuando abren sus bocas de alta energía, por muy ordinarios que parezcan. Pero Arry era una curiosidad hasta que abría la boca, momento en que revertía a lo agobiantemente ordinario. Hablaba su jerga sólo con los iguales. Era un infra que nunca olvidaba sus orígenes: conservó sus relaciones en la torre con genuino cariño y les rendía voluntarias visitas, para las cuales había desarrollado una identidad de «visitante» que recogía y guardaba al regresar al mundo supra.

Incluso físicamente resultaba curioso, flaco, de hombros redondeados y sólo metro cincuenta y cinco de estatura. Su cara traslucía la sabiduría del arroyo propia de un chico malo, y del arroyo era, pero de ningún modo malo; era un triunfo de la mente sobre el entorno, y absorbía la instrucción con desenfadada facilidad, sin sumergir su personalidad infra en el baño de los privilegios supra. Él sería uno de aquellos «hombres nuevos» que yo no alcanzaba a definir, la raza que utiliza toda su experiencia de la vida en lugar de buscar refugio en el profesionalismo, gente aprovechable cualquiera que fuese la evolución de la cultura.

Perdía ya mis esperanzas cuando, un día, Arry chocó literalmente conmigo en la calle, se excusó mientras deslizaba algo ligero y resbaladizo en la pechera de mi camisa, y se alejó para atender sus propios asuntos; y yo para atender los míos, con una pequeña cosa rozándome el estómago justo encima de la hebilla del cinturón. Había sido una maniobra perfecta, auténtico fruto de la sabiduría del arroyo.

De regreso en la sede del SIP, examiné uno de los filamentos magnéticos más delgados que jamás había visto, fino como la seda. Lo llevé a la zona estéril del SIP, único lugar del edificio que esperaba estuviese a prueba de espionaje electrónico. Los técnicos parecían familiarizados con aquel tipo de hilo y me proporcionaron el aparato adecuado para escucharlo. Utilicé un gabinete individual con auriculares, seguro al 99 por ciento de que estaba aislado.

Arry es la única persona que conozco que puede hablar como un supra con acento infra. Su voz me llegó como una especie de plañido:

—¡Compañero, has puesto el dedo en algo gordo! Sé que escribes taquigrafía, así que para un momento y toma papel y lápiz. No te pierdas nada porque esta grabación se borra sola a medida que reproduce cada palabra.

No necesité parar: llevo siempre conmigo una pluma y un cuaderno de notas, porque el adiestramiento mnemotécnico es bueno, pero no infalible. Arry continuó con lentitud suficiente para facilitar la trascripción:

—Este documento confidencial está reservado exclusivamente para tus orejas de burro. Cuando estés seguro de recordarlo todo, por favor destruye tus notas.

Todavía lo recuerdo con precisión:

1. La infección de las torres es básicamente un depresor del sistema inmunitario. Difiere del SIDA del pasado siglo en sus síntomas preliminares: baja temperatura, baja tensión arterial, interferencias del habla, pérdida de memoria y ampollas linfáticas.

2. Estos síntomas desaparecen a los diez o doce días, pero pueden enmascarar otras infecciones aletargadas en la baja temperatura corporal. Suprimida la inmunidad, un resfriado común puede causar la muerte. Hay también algunas recaídas, todavía no explicadas.

3. Los agentes transmisores no se han determinado aún. El esperma, con seguridad, quizá la saliva y sólo posiblemente el sudor. Si esto último es así, se trata de una enfermedad por contacto instantáneo; tiene que serlo, porque el virus muere enseguida cuando se le priva de humedad.

4. Los portadores no presentan síntomas, sólo anticuerpos. Esto significaría un largo período de incubación o indicaría alguna inmunidad natural que puede ser identificada y utilizada en el tratamiento.

5. Se conocen hasta ahora tres cepas y los investigadores sospechan un alto índice de mutación. Representa un serio problema de tratamiento.

6. Es definitivo que se extiende radicalmente a partir de los cuarteles militares de los Enclaves. Tres Enclaves han dado signos hasta ahora.

7. Difícil aislar los portadores, porque los soldados no admiten que buscan relaciones sexuales con las muchachas infra. ¡Escándalo social! ¡Niegan que ensucien sus pulcros penes supra entre las chicas del arroyo! La mitad de ellos caerán de todos modos entre los infra cuando terminen el servicio y no encuentren empleo. La respuesta consiste en analizar la sangre de todos los militares del país. Ya se está haciendo.

8. Pregunta clave: ¿Dónde se han contagiado los soldados? No a través de los turistas, porque no hay. Tendrás que averiguarlo. También yo quiero saberlo. No dejaré de visitar a mis amigos de las torres si no es absolutamente necesario.

9. Alguna gente de los laboratorios hace circular rumores de «selección», ese antiguo espantajo. Sus jefes les dicen que callen la boca y que no sean críos, aunque apostaría a que ellos lo pensaron antes. Pero ¿quién puede estar seleccionando a quién? Quizá si tú descubrieses dónde atraparon los soldados el virus… (Su voz se apagó en el curso de la sugestión, luego volvió a sonar con renovada fuerza). Quiero una compensación por esto. Señala sitio y hora y haz que Teddy me avise.

Se había ganado la compensación que pidiera. Hice retroceder el hilo para pasarlo de nuevo. Silencio. Tal como dijo, la grabación se había borrado a medida que rozaba con el cabezal. Yo no tenía la menor idea de cómo se conseguía tal cosa.

En lo referente al sitio y hora… Reclamé la presencia de Teddy.

—Lleva a tu amigo ultra a conocer a tu familia el próximo domingo por la tarde. Yo también iré.

Me serví de las redes del SIP para filtrar la cita hasta Kovacs. Su presencia era esencial, y yo no pensaba ir a las torres hasta que se hubiera adoptado algún tipo de profilaxis.

Reflexioné sobre el secreto que mantenía el brote epidémico excluido de los canales de información. Sería de dominio público cuando se extendiera lo suficiente; concretamente, cuando un par de supra enfermaran y pusieran el grito en el cielo…

¿Y cómo se contagiarían los supra? A través de los soldados que marchaban a casa con permiso, naturalmente. También el SIP tenía frecuentes contactos infra… Si lo único que se necesitaba era el roce con un brazo sudoroso en el curso del trabajo corriente, la enfermedad podía ya haber llegado a los supra y estar oculta por la cortina de silencio de la Sección Médica. Aunque los sanitarios no parecían saber muchas cosas, más allá de conocer los síntomas.

El viernes por la mañana, el comisario superior promulgó una Instrucción General de Aplicación Inmediata. Toda penetración del SIP o de cualesquiera fuerzas policíacas en el área de las torres cesaría a partir de aquel momento. No se mencionaba el motivo. Alguien tenía sensatez suficiente para asustarse, pero no para actuar honestamente. La más sigilosa e intrigante de las camarillas es un Gobierno que se dice democrático; a veces pienso que al Estado le importan un comino los ciudadanos mientras sus mandamases puedan guarecerse indefinidamente en sus privilegiados cobijos. Pero no, no es justo decir esto; simplemente, no saben qué hacer mientras las crisis se van amontonando.