16
TEDDY
Año 2050

I

Mi primera idea cuando me alistaron fue que la misión llenaría las vacaciones de Navidad; la siguiente, que según la tradición y el folklore académico una primera operación «disfrazada» tenía que ser inesperada y desagradable.

Lo fue.

Cuatro novatos nos dirigimos a los llamados «cuartos infra» para que nos encerrasen en ellos durante los seis días previos a la fecha señalada, en compañía de cuatro veteranos (dos hombres, dos mujeres) dedicados a observarnos y evitar desastres. Ocho personas eran el promedio reconocido para un apartamento infra de tres piezas; en las torres los había también de cuatro piezas, pero supongo que se pretendía ofrecernos la máxima incomodidad.

—Cuando salgáis —dijo el simio que nos encerró— tendréis sólo una remota noción de lo que significa ser infra.

Los tres-piezas habían sido diseñados unos treinta años antes para albergar, como máximo, tres personas. «Como máximo» indicaba ahora el número total de personas que podían encontrar espacio en el suelo. Dos de los veteranos se apropiaron de la cama doble mientras nosotros tratábamos todavía de asimilar la depresiva mugre general, y nos anunciaron burlonamente:

—Padre y madre se quedan la dormidera, los demás os acostaréis donde podáis.

La otra veterana (se llamaba Elsie) reclamó la cama individual y Freddy el Cerdo (uno de nuestros extutores) se instaló en el diván.

—El suelo está libre —dijo, disponiéndose a dormir.

Ninguno de ellos tenía la menor intención de ayudarnos.

Examinamos el apartamento. El mobiliario, viejo, gastado y desvencijado, estaba de acuerdo con el ambiente. En el dormitorio no había luz artificial. («No se necesita» dijo el «padre» con desenvoltura). Los aparadores estaban vacíos; en la cocina, un anaquel sostenía unos cuantos recipientes y sartenes y la mitad de la vajilla que necesitábamos, en su mayor parte desportillada y descolorida. Las sucias ventanas ofrecían la vista de una pared desnuda al otro lado de un callejón.

Nuestro equipo personal no era mejor. Teníamos el atuendo infra que llevábamos puesto y que vestiríamos durante la misión, más una muda de ropa interior. También teníamos cupones estatales para el suministro de una semana, que deslizaríamos por debajo de la puerta con una nota de lo que queríamos.

Debatimos cómo usar inteligentemente los cupones para cubrir nuestras necesidades durante aquellos días. Prescindimos de nuestros monitores, sabiendo que continuarían sin ayudarnos. Previmos un gasto en alimentos muy inteligente antes de que alguien pensara en detergentes y papel higiénico, y tuvimos que efectuar una serie de modificaciones más inteligentes todavía para incluirlos sin minimizar las raciones. Afortunadamente, yo recordé algunas de las cosas que le había oído a Arry y pensé en inspeccionar la cocina. Uno de los fogones funcionaba. Los otros podían repararse fácilmente… si alguien disponía de una llave o un destornillador, lo que no era el caso. Aquello nos obligó a modificar otra vez la lista, aumentando el pedido de frutas y conservas, cuyo precio en cupones era alto. La sencilla cuestión de fijar una dieta suficiente empezó a complicarse, pero nos reímos de nosotros mismos y salimos del paso.

Dejamos de reír cuando, tras la llegada de los suministros, descubrimos que la nevera no funcionaba y tuvimos que hacer unas cuantas comidas copiosas antes de que se estropeara lo que no podía conservarse, y pasar con raciones penosamente ligeras los últimos tres días. Los monitores en ningún momento se brindaron a compartir sus más experimentados apaños.

La pantalla del triv estalló la segunda noche. Una llamada sin esperanzas a Averías produjo un resultado nulo.

No tiene objeto detallar las hecatombes de la semana: lo malo fue humillante y lo bueno poco mejor.

Un hecho sumamente depresivo fue el descubrimiento de que el agua, cuando no era herrumbrosa, manaba sólo de vez en cuando, no siempre a las mismas horas y entonces en chorros sin presión. Tuvimos que almacenarla en la bañera por falta de recipientes (después de haber improvisado un tapón) y usarla principalmente para cocinar. El segundo día la limpieza personal se fue a paseo.

El retrete se convirtió en un gran problema. Llegado el cuarto día aprendimos las consecuencias de vaciar la cisterna únicamente cuando manaba agua, en lugar de utilizar parte de la preciosa reserva de la bañera: el desagüe se obstruyó. Olvidemos las maniobras e improvisaciones a que nos vimos forzados el resto del tiempo. El hedor era asombroso.

Los monitores, por supuesto, se adaptaron como acostumbrados desde la cuna. Las muchachas nos enseñaron la realidad de la falta de intimidad desnudándose indiferentes cuando les convenía y eligiendo nuestras idas al retrete para sentarse en el borde de la bañera y conversar mientras hacíamos nuestras necesidades, sin moverse ni cuando llegaba el momento de echar mano del rollo de papel. Limpiarse el culo bajo la mirada de una mujer atractiva es un excelente remedio contra las inhibiciones. Por lo demás, los monitores se limitaban a observarnos y a chistarnos si el mal genio asomaba con excesivo calor.

Porque no fue raro que asomase. La primera pelea ocurrió el tercer día, tras una discusión sobre comidas, bochornoso asunto que acabó sin ocasionar mayores males. Los monitores fueron observadores atentos. La segunda pelea llegó algo más tarde, pero continuó siendo una confrontación caballeresca. La última, la víspera de Navidad, desató un alboroto de gritos que pudo haber terminado mal de no haberse interpuesto los monitores con unas pocas llaves y algún que otro golpe vigoroso.

—Buenos infra sacaremos de este puñado de matoncillos —comentó Freddy, y dejó de prestarnos atención.

Cuando llegó el momento de salir en libertad, el aire del corredor fue como un perfume, pero el guardia uniformado que nos abrió dijo:

—Por Dios, vaya si habéis acertado con el olor exacto. —Pedimos ir al baño, y él nos envió directamente a la Reunión Informativa—. Cuidado con eliminar ese aroma después de haber trabajado como cerdos para conseguirlo.

Aquello, según creímos (erróneamente, como de costumbre), sería la razón principal del sucio ejercicio que nos había sido impuesto.

Había sesenta y cuatro operadores en la Sala de Reuniones, disfrazados todos, con aspecto general de haber pescado sus míseras galas en algún vertedero de basuras. Posiblemente era así, pero cualquier cosa que no fuera un retrete atascado olía para nosotros a agua de rosas.

El oficial encargado de la información era Nick. Yo pensé: De modo que ha conseguido atraparme; y no estuve seguro de si me sentía enojado u orgulloso, aunque sí me mostré precavido.

Su apariencia no era distinta de la de aquella noche, en el Centro Urbano, tres años antes. Me saludó con familiaridad y dijo:

—Arry te desea buena suerte.

Con ello restablecía la intimidad, como si nunca nos hubiéramos separado. Pero a continuación me trató sencillamente como uno más del grupo operativo, dando por hecho que retomábamos nuestra relación en el punto donde la habíamos dejado. La confianza en sí mismo que traslucía le volvía a uno loco.

Los cuatro novicios permanecíamos juntos, olvidadas nuestras disputas, buscando apoyo uno en otros. Nick nos contempló un momento y comentó:

—Veo que ha habido guerra. ¿Quién empezó?

—Yo empecé —dije, tratando de no parecer resentido.

—¿Alguien no te dejaba hacer lo que querías?

Sus malditas preguntas siempre requerían respuesta.

—Algo así.

—¡Señor!

—Señor.

—Apostaría a que fue exactamente eso; a que en seis años no has aprendido. ¿Cómo estuvieron, May?

May, que había pasado la mayor parte de la semana en cama con Roger (quien finalmente se nos reveló que era su marido), dijo:

—Como ratas en un pozo. Quejumbrosos, pero hinchados como víboras del desierto. Tuvimos que parar una pelea. Más o menos normal para lo que es el curso, diría yo. —Luego añadió—: Estómagos muy delicados.

La observación provocó la risa despiadada de los miembros veteranos del grupo: también ellos habían conocido los días de los «cuartos infra».

Nick todavía lo empeoró:

—Es una manera dura de entrar en el estado adecuado de olor corporal y ropa interior sucia, pero en el futuro podréis perfumaros convenientemente en el último minuto. El verdadero propósito de la prueba ha sido haceros comprender algo de lo que representa ser infra y quitaros el prejuicio de nosotros contra ellos. Vais a tratar con seres humanos, algunos de los cuales serán monstruos, otras gentes cuyas oportunidades e intelecto no admiten comparación con los vuestros, pero que no por ello son menos vuestros iguales a los ojos de Dios, del Servicio de Inteligencia e, incidentalmente, de ellos mismos.

¿Los ojos de Dios? Nick se proclamaba ateo, pero las antiguas maneras de hablar tardaban tanto en morir como la fe que las había engendrado.

—No vais a estar indagando tranquilamente por ahí y arrestando a alguna que otra persona desagradable, o quizá peligrosa —continuó—, sino protegiendo a los buenos y a los inocentes, de cuyo degradado entorno habéis tenido un atisbo la pasada semana.

Pensé que se había extraviado en uno de aquellos mensajes que emanaban del corazón sin una idea clara que los guíe, pero en aquel momento se interrumpió en seco, echó una mirada a sus notas y siguió diciendo:

—La operación consistirá en capturar a un importante grupo criminal, una banda muy fuerte, con cuatrocientos componentes, si no más. El Grupo de Soporte del Ejército estará a la espera, únicamente como reserva, para intervenir si lo necesitamos.

Cuatrocientos. O más. Sesenta y cuatro nosotros. Si lo necesitamos. Aquello era gordo. Casi se notaba cómo aumentaba la excitación en la sala.

—Nos trasladaremos al área en cuanto esta información concluya, y la operación empezará a las tres de la madrugada.

Alguien murmuró:

—Día de Navidad y narices sangrando por todas partes.

—Más o menos. El objetivo es la Torre Veintitrés de Newport. Una fuerza de cooperación interna será dirigida por el Jefe de Torre Istvan Kovacs.

No miró en mi dirección, ni lo necesitaba. ¿Qué otra cara ocultas en la manga, tahúr?

—Las torres Veintidós y Veinticuatro están controladas por la familia Swain, quienes parecen creer que necesitan la Veintitrés para consolidar su dominio del ángulo norte. Quieren las conexiones de Kovacs. Se sirvieron del aviso de inundación del pasado día dieciocho para infiltrarse en los pisos bajos, antes de que el agua subiera, con maleantes que se hacían pasar por tipos de la calle no comprometidos y se quedaban a dormir en los corredores.

El procedimiento era propio de las luchas internas en las torres: nadie cuestionaría la presencia de refugiados de la riada ni los expulsaría antes del reflujo. Un invasor podía introducir hombres suficientes para bloquear las salidas y las escaleras y aterrorizar a los vitales pisos bajos, y luego sentarse tranquilamente mientras el hambre hacía su labor más arriba.

Una voz preguntó:

—¿Y Kovacs no ha tomado ninguna medida?

—La ha tomado. Se ha puesto en contacto con nosotros.

—¿Para que hagamos el trabajo por él? ¿A nosotros qué nos importa? ¿Cuál ha sido el señuelo?

—Ofrece pruebas de dos asesinatos cometidos por orden de los Swain y evidencias de otros dos.

—¡Gran corazón el de Kovacs, el amigo del policía! Aprovecha la inundación para tenerlos sitiados hasta que lleguemos nosotros. El perro se come al perro e invita por anticipado al banquete. Pero ¿un par de muertes son excusa suficiente para llamar al Ejército?

Buena pregunta. Los asesinatos infra raramente importan por sí mismos. En cambio, si se hubiera eliminado a un supra…

Nick dijo:

—En esto hay algo más que un par de ratas estranguladas, unas pocas familias hundidas en la miseria y una manada de lobos arruinando la vida que a los infra les queda. —No nos reprochaba nada, únicamente establecía un hecho. Es sumamente fácil adoptar un punto de vista distanciado cuando estás pensando en términos de tácticas y eficiencia en vez de pensar en personas—. Kovacs asegura tener evidencia de la conexión de los Swain con la falsificación de cupones, que está causando una gran confusión en las entregas y la distribución en Newport. —Con frialdad, concluyó—: Es una oferta que no podemos rechazar.

Ciertamente que no podíamos. El sistema, el equilibrio, el statu quo, debían ser preservados: era un hecho que trascendía todo lo demás.

Elsie tomó la palabra:

—Nosotros le limpiaremos su nido de ratas, y entonces él nos paga con una evidencia que no bastaría ni para ahorcar a un perro.

—Kovacs es de fiar: en este rasgo basa su supervivencia. No arriesgaría su torre si no estuviera seguro de sacar un buen bocado. Dejó entrar a los Swain para atraparlos indefensos.

—Pero ¿qué bocado saca, excepto reforzar su reputación de sinvergüenza amigo de los policías?

—¿Qué te parece que gana… Teddy?

Ningún problema. Respondí.

—Un enemigo muerto. Además, el control de las torres Veintidós y Veinticuatro. Todo el ángulo norte para él.

Mi voz debió de sonar áspera.

—¿Lo desapruebas?

—¿Qué diferencia habrá entre Kovacs y los Swain? Probablemente se quedará también con el negocio de los cupones.

—¡Eso no! Y la diferencia entre él y los Swain es importante. Podemos hablar con el propio Kovacs de ello.

Su sonrisa falsa indicaba que no se andaría con rodeos para valerse del trabajo en beneficio de sus interferencias en mis asuntos personales.

Una de las chicas preguntó si llevaríamos armas.

—¡No! Si se nos enfrentan con pistolas, cosa improbable, llamaremos a los soldados. Sin embargo, tan pronto como esta reunión termine, os pondréis cotas de malla.

Las ligeras camisetas metaloplásticas eran una novedad y no habían sido probadas; así, pues, seríamos conejillos de Indias además de combatientes, aunque el karate contra cuchillos y barras de hierro no implique una desigualdad. Uno puede acabar con las manos cortadas o la cabeza rota si no es rápido, pero muy pocos infra tenían algo más que nociones elementales de combate individual: su fuerte eran las tácticas de grupo; tampoco tenían los instructores ni la dieta adecuados para adquirir la energía direccional y la reacción en fracciones de segundo imprescindibles en aquel género de lucha.

Las cotas eran de malla sólo por el nombre. Habían sido cortadas de láminas que tenían un tacto suave como el del percal. Eran lo bastante largas para cubrir los genitales y, por arriba, protegían la base del cuello y los brazos hasta el codo; la pechera, que habría sido demasiado visible, fue previamente ensuciada de polvo por la intendencia. No tenían la menor apariencia, ni menos la textura, de una armadura convencional, pero ni el más fuerte de nosotros consiguió hacerles un rasguño. Nos causaron una impresión considerable.

II

Las unidades de transporte nos llevaron bordeando la tierra firme de Yarraville y luego a través de la franja industrial entre Yarraville y Newport hasta el comienzo de la zona inundada. A la luz de las estrellas, sin luna, subimos a bordo de unas canoas, cuatro en cada una, y avanzamos remando por el agua que invadía las calles descendentes. Veíamos ante nosotros las torres de Newport, negras formas como fichas de dominó donde los puntos fueran ventanas iluminadas. Los infra quizá vivían de día, pero las torres nunca estaban enteramente a oscuras.

Como era de suponer, Nick me había incluido en su canoa. También estaba con nosotros Elsie: la idea parecía ser que una mujer inspiraría calma y confianza a las mujeres infra cuando empezara el alboroto, por lo cual había una en cada escuadra de ataque. Psicológicamente quizás era correcto, pero yo compadecía al infra que tuviera que enfrentarse a Elsie tomándola por una doncella desvalida.

Hacía un calor repugnante, incluso para una Navidad australiana, y los poros de la cota eran un magro alivio: nos sentíamos como encerrados en un baño turco. Remar era perforar la resistencia de la noche. Ninguna luz se distinguía en las fábricas de la franja industrial, que carecían de ventanas y estaban prácticamente selladas contra la violencia y el pillaje; su zumbido lejano era el único sonido en la densa soledad. Flotando frente a sus moles automatizadas, en cada una de las cuales media docena de empleados supra vigilaban las pantallas y los indicadores, porque nadie tenía que instruir a las máquinas en su trabajo, no era difícil aprender la lección de economía deducible del hecho de que aquellos edificios se asentaban sobre pilares, a salvo del acoso del agua, mientras que no ocurría lo mismo con las viviendas de los infra. La maquinaria no debía sufrir daño, pero los infra sí deberían evacuar dos o tres pisos habitados hasta que pasara la incomodidad.

Pese a ello, las fábricas no estaban seguras: las crecidas eran más copiosas de lo que los constructores habían calculado y, en muchos casos, el agua llegaba ya uno o dos centímetros más arriba del umbral de las puertas. Fueron situadas a aquella altura en los años en que el pánico aconsejó hacerlo, confiando en que las riadas seguramente no alcanzarían aquel generoso nivel. Las riadas lo alcanzaron y alcanzarían niveles superiores. Era hora de trasladar la producción a las colinas. Si se podía soportar el coste. Los problemas engendraban problemas.

Mientras el Estado se debatía en la bancarrota, el Servicio de Investigación Policial, sin ningún interés por el automatizado sustento de la civilización, se dirigía a Newport Veintitrés respondiendo a la llamada de un trafagón intrigante que se había jugado su torre y todo cuanto contenía para ampliar su imperio personal. Yo no podía ver nuestra operación de otra manera.

Nick, sentado directamente frente a mí, era sólo una silueta, firmes los hombros, de los que llevaba colgado el cilindro de una bomba de sonido. Su sirena sería la señal para entrar en acción.

En voz baja le pregunté cómo sabría Kovacs con tiempo suficiente que debía tener preparados a sus hombres, aunque la pregunta podía ser tonta y la respuesta obvia. Quizá lo eran, porque al parecer Nick había destacado allí un agente, desde el primer día (un agente «conectado», según dijo), cuando se produjo la infiltración. Los Swain no tuvieron nada que hacer desde el momento en que Kovacs los eligió como ofrendas a la ley y a su propio provecho.

El agua cobró vida a nuestro alrededor, se llenó de cabezas enfundadas en negros gorros: los submarinistas del Ejército se unían al avance, nadando perezosamente. Estábamos ya cerca de la Torre Veintidós, lo bastante cerca para distinguir vagamente las grandes lanchas neumáticas militares amarradas a su sombra, cuatro en total, y en cada lancha un pelotón armado con metralletas. Su misión era capturar prisioneros, posiblemente los cuatrocientos; nadie quería que intervinieran para otra cosa, salvo que la situación se hiciera desesperada. No necesitábamos sangre ni muertos.

Progresamos a través de la falda sumergida de hormigón, camino de la Torre Veintitrés, y a una señal de Nick remamos a la inversa hasta detenernos. Los submarinistas se acercaron para recibir las instrucciones finales. Nick habló sosegadamente, pero cada palabra fue audible a la distancia adecuada.

—Ésta es la Veintitrés. Como podéis ver, el agua llega hasta la mitad del segundo piso. Afortunadamente para nosotros, porque allí es por donde entraremos. Las luces que brillan sin protección en los pisos tercero, cuarto y quinto están al extremo de los corredores. La gente de Swain está en esos pisos, esperando que Kovacs ataque desde arriba. No es probable que vigilen el agua, pero podría ser, de modo que procederemos desde la esquina, totalmente en la sombra, rozando la pared hasta que cada fachada esté cubierta por cuatro destacamentos. Entonces, adentro por las ventanas. Ya sabéis lo que debéis hacer a continuación. ¿Preguntas?

—¿Algo para nosotros?

Era el capitán de los submarinistas.

—Quedaos en las ventanas del segundo piso, en el agua. Coged a quienquiera que intente salir. Nada más si no os aviso. No espero encontrar excesiva resistencia.

¿No lo esperaba? ¿Con cuatrocientos hombres listos para atacar?

No hubo otras preguntas.

—Muy bien. De ahora en adelante hablad únicamente infra. Haré ejecutar al papanatas que hable supra.

Era una orden necesaria. Sólo unos pocos hombres de confianza de Kovacs sospecharían cómo éste había sacado de las aguas desbordadas a una tropa de combatientes infra para emparedar a los Swain entre un asalto desde arriba y otro desde abajo.

La piel me hormigueaba. Era mi primera operación policial, una operación importante, y yo era lo bastante joven para responder al dramatismo de la negra noche y al pálpito de violencia que se percibía en el aire.

La realidad no fue frustrante; fue más bien una deflación gradual que según la correcta planificación iba demostrando para qué sirve planificar. Todo se desarrolló con la precisión de un taladro.

Cada canoa eligió un punto a lo largo del muro para aplicar sus ventosas de amarre, a distancia suficiente unas de otras para que cada grupo tuviera cerca una escalera interior distinta. Nick quitó el panel de una ventana con un instrumento que yo nunca había visto anteriormente, un cortavidrios que disminuía la cohesión molecular hasta sacar el panel entero sin el menor ruido. Por la abertura nos colamos en el apartamento inundado. Nadar completamente vestido no es difícil si la distancia es corta.

Ante la puerta de entrada del apartamento, Nick se sumergió en busca de la cerradura y la descorrió con una llave maestra. En menos de treinta segundos estuvimos al otro lado del corredor, en el apartamento opuesto, que daba acceso a un patio de luces. Nick se adelantó para abrir la ventana interior y arrojó la bomba de sonido al patio de luces, donde quedó flotando mientras su espoleta ácida empezaba a consumirse.

Continuamos hasta la escalera que teníamos asignada. El primer piso ocupado estaba a menos de dos metros sobre nuestras cabezas; oímos gruñidos y ronquidos. Los Swain, según calculamos, lo utilizarían como dormitorio, posiblemente también el inmediato superior, y mantendrían centinelas sólo en el nivel más alto.

La fetidez desafiaba toda descripción. Nuestros «cuartos infra» no nos habían preparado, pese a todo, para el denso hedor de una humanidad sucia, sudorosa, apretujada, y de sus emanaciones tras una semana de encarcelamiento por la inundación. Sólo el Cielo sabía lo que había ocurrido con sus desagües cuando subió la riada, pero lo cierto es que habíamos estado nadando en una auténtica cloaca. Oí detrás de mí el sonido de una arcada contenida.

—Si alguien necesita vomitar —susurró Nick— que se sumerja primero un metro o dos.

Era un sarcasmo: a mí nada me habría inducido a abrir la boca bajo la superficie de aquella letrina.

Él subió al rellano de la escalera y atisbó por el corredor; luego nos hizo señas de que asomáramos la cabeza y observásemos. El corredor tenía unos cien metros de longitud por dos y medio de anchura. Los cuerpos dormidos yacían tan estrechamente apiñados que resultaba aventurado estimar su número; hombres y mujeres estaban embutidos como sardinas en lata, la mayoría semidesnudos para defenderse del agobiante calor. Aquí y allá alguno se movía o murmuraba o roncaba, pero casi todos eran meros trozos de carne, exhaustos como estaban, quizá menos a causa del calor y la tensión que del momentáneo y bendito alivio de la degradante vigilia.

Debía de haber más de mil personas en cada piso de los setenta que tenía aquel hormiguero. La realidad era mucho peor que los tradicionales temores supra o que las enseñanzas del SIP: allí no había desesperación ni miseria, sino existencia simple y bruta. Uno nunca puede precisar el momento exacto en que la revolución estalla en su corazón y en su mente, pero creo que fue aquel burdel de desesperados y desposeídos lo que ahuyentó de mí el último espasmo de desprecio por los infra. Vi la verdad en el fondo del pozo humano: aquellas gentes eran las más infortunadas de todas, brutalizadas incluso más allá de sus pobres normas por las rivalidades entre los Jefes de Torre, pateadas y hundidas por sus propios hermanos.

No se trataba de que mi compasivo corazón se derritiera de pena: el sentimentalismo fácil nunca ha sido cosa mía, y los años de crudo realismo de la academia del Servicio de Investigación habían agudizado mi visión más que desarrollado mis emociones. Sin embargo, sí me sentía culpable, porque todos nosotros, los felices y privilegiados supra, compartíamos la responsabilidad de la existencia de aquel corredor y de otros centenares de corredores similares. El nauseabundo olor de aquel lugar era el olor de nuestras propias manos, limpias, enjuagadas, y sin embargo sucias para siempre.

Aquel sentimiento vino y se fue instantáneamente. No era momento para entretenerse en filosofías turbadoras.

Nick nos guió por el siguiente tramo de escaleras. Consultó el reloj que llevaba cubierto por la manga, oculto a la vista, contando los segundos que transcurrían mientras la espoleta ácido devoraba el tapón de la bomba que flotaba en el patio de luces. Nos indicó por gestos que nos colocáramos las orejeras que formaban parte de nuestro equipo. Encontramos el cuarto piso tan atestado como el tercero. Nick nos hacía señas: deprisa, deprisa, y nos situamos cada uno en posición hasta que los dieciséis que componíamos el pelotón asignado a aquel tramo de fachada quedamos distribuidos en grupos de cuatro en los rellanos superiores de las cuatro escaleras.

En aquel piso algunos estaban despiertos, y cuando entramos en el corredor un niño se puso a berrear en brazos de su madre, que se alarmó inmediatamente. De algún punto de la alfombra humana brotó una voz de alerta y enseguida todo el lugar estuvo en movimiento. Lo que vieron o creyeron que veían en el acceso a cada escalera fue la intrusión de unos infra chorreantes por haber vadeado la riada; error que persistió lo suficiente para que empezasen a preguntar quiénes éramos y qué ocurría, hasta que observaron que nos colocábamos espalda contra espalda, por parejas, bloqueando las salidas, con cachiporras y nudillos metálicos.

Fuera lo que fuese lo que habrían hecho, los congeló el sobresalto general producido por el repentino aullido de la bomba de sonido. Justo a tiempo, en el momento mismo en que estábamos en posición y a punto, la espoleta perforó el tapón de plástico y el aire comprimido hizo sonar la sirena. Empezó con plena fuerza y en el tono más alto, no ascendiendo, sino chillando desde el primer instante como para perforar los tímpanos. Nadie en todo el edificio habría escapado a aquel sonido diabólico; debió de oírse desde el Centro Urbano y desde las torres de Hampton, que estaban al otro lado de la bahía. Nuestras orejeras eran una buena protección, pero los infra fueron presa inmediatamente del dolor, y aunque la plena intensidad del aullido no duró más de diez segundos tuvo que causar destrozos entre ellos. Luego fue bajando de registro hasta terminar como los gemidos de un perro, y al fin cesó.

Los infra se habían quedado con la mirada fija, sin reaccionar, paralizados por el alarido, conscientes del desastre e incapaces de hacer nada contra él por falta de una orden o de una idea.

En la pausa siguiente, una mujer se golpeó las orejas con las palmas de sus manos temblorosas. Cuando me quité las orejeras la oí gritar:

—¿Quesquesquesqués…?

Nick le hizo una mueca.

—¡Esa bomba que te descabeza, niña Swain!

Aquello, como él pretendía, nos identificó al nivel de su capacidad de comprensión. Un hombre gritó:

—¡Zon lo chico Billy!

Se precipitó hacia el angosto vestíbulo. Nick le dio un puntapié en la rótula y le mostró amenazador sus nudillos metálicos. La cólera y un murmullo hostil se extendieron por la apretujada masa. Ésta empezó a moverse, informe, contra nosotros.

Pero la suerte no nos abandonó. En aquel instante estalló la lucha en los pisos superiores, un tumulto de sordos golpetazos y gritos que, por el hueco de las escaleras, llegó hasta nosotros. Kovacs, según supimos más tarde, había tenido a sus hombres situados prácticamente sobre las cabezas de la gente de Swain, y atacaron en cuestión de segundos. El estrépito hizo cundir la vacilación en nuestro corredor el tiempo suficiente para que la turba de cazadores se diera cuenta de que eran ellos los cazados y de que cuatro vigilantes en cada salida a las escaleras, armados y resueltos, podían defender indefinidamente los estrechos pasos contra una masa sin planes ni concierto.

Hubo un momento de peligro cuando el tropel del piso inferior subió a la carrera para averiguar qué había pasado y los infra se vieron rechazados a puntapiés por unos grupos de lo que supusieron eran secuaces de Billy, empapados y salidos de ninguna parte.

La lucha fue mínima. La desorganizada oposición se desintegró como Nick había predicho en la Reunión Informativa. La mayoría de los infra optó por la salida obvia de lanzarse al agua desde las ventanas, sólo para ser apresados por los submarinistas y conducidos a las lanchas neumáticas; los demás se retiraron en melancólico silencio. Pocos escaparon de un lote de más de trescientos, de los cuales únicamente tres, al final, quedaron detenidos como los asesinos denunciados por Billy.

Éste había soltado un torrente de hombres y de no pocas mujeres combatientes escaleras abajo, con tanta rapidez que se apoderaron de las salidas antes de que los seguidores de Swain se percataran de lo ocurrido. Quienes no tenían nervio para arrojarse al agua cedieron tras una resistencia simbólica. El problema de los líderes de Swain era que, en retirada, no propiciaban la lealtad: sus seguidores habían estado demasiado coaccionados y eran demasiado proclives a la deserción si ésta se producía sin riesgo. Kovacs probablemente habría podido expulsarlos sin el apoyo de nuestra sorpresa y nuestro ruido, pero quizá no en aquel momento, sino en alguna ocasión futura. Además, no buscaba únicamente la victoria, sino trofeos y beneficios. Como nosotros, educados en el pragmatismo, veía claro a su manera.

En nuestro corredor, unos pocos exaltados pretendieron luchar (siempre hay entre los necios un elemento de «gloria o muerte»), pero yo diría que no pegué a nadie con fuerza suficiente para causarle daño. ¿De qué hubiera servido? Aquello era una operación policial, no una pelea callejera. Terminamos conduciéndolos como un rebaño al nivel del agua, donde el Ejército los fue embarcando apenas asomaban la cabeza. Resultó, en suma, una acción prácticamente mecánica, pero yo me alegré de volver a guardar mi porra y mis nudillos metálicos. No me disgusta una buena trifulca, pero, sólo si la parte contraria tiene alguna oportunidad.

III

Kovacs compareció con un puñado rezagado de fanfarrones camorristas del arroyo a sus espaldas. Me vio situado detrás de Nick y me reconoció a pesar de lo que había crecido y de los seis años de separación, pero sólo me dedicó una mirada rápida. Examinó apreciativamente nuestro grupo, mascando lentamente, y dijo:

—¡’Migos! ¡M’legro veros! ¿Qui’ns Nick?

Deduje que sabía de sobra quién era Nick, pero que aquella farsa debía representarse en beneficio de sus incautos compañeros.

S’yo —dijo Nick—. ¿Tu’s Billy?

S’yo. —Kovacs se dirigió a sus seguidores—: Nick é lo chico d’Ya’ville. C’lega.

De este modo, con una mentira fácil, se establecía nuestra procedencia y aparecíamos como héroes a los ojos de una bienqueriente banda que olía tan mal como nosotros, más el aroma agridulce de la mascada que se mezclaba con el tufo a sudor. Hechas las presentaciones, ellos fueron absolutamente prácticos: su conversación estuvo dedicada por entero a poner de nuevo la torre en condiciones, en particular los desagües. Hablaron de un fontanero recién caído en la Periferia, automáticamente excluido de la vida supra… Se le podía traer, a la fuerza si era necesario, hasta que aprendiera los hechos esenciales de otra vida distinta…

Kovacs no me miraba, pero a mí no me quedaba la menor duda de que él era la razón por la cual Nick me había reclutado para aquella incursión. Era más bajo de lo que recordaba, ¿o se debía a que yo había crecido? Las arrugas de su cara de rata se habían hecho más profundas y tenía en torno a la boca como una sombra de tristeza que antes no tuvo. Yo no podía saber entonces que había perdido a su hijo mayor y había visto a otro menor tullido de por vida desde la última vez que nuestros caminos se cruzaron. Era todavía anguloso y fuerte, a la vez flaco y musculoso, alerta y completamente distendido, vivaz pero reacio a desperdiciar energía en movimientos inútiles; dedicado ahora a envolver a Nick en un afecto hipócrita y a estrecharle en el típico abrazo del estafador. ¿Acaso esperaba engañar al Nick de las torres de Richmond, que le tenía por un mentiroso, un falsario y un asesino? (A pesar de que seguía elogiándole en mi presencia).

Les escuché mientras ambos parloteaban en la jerga en la que fueron educados, a una velocidad que me obligaba a imaginar más que a entender buena parte de lo que decían. Nick reclamaba el precio de la intervención, en tanto que Kovacs eludía la cuestión y divagaba para reservarse todo lo que pudiera como salvaguardia ante la eventual necesidad de futuras traiciones. Tenía, no obstante, que dar lo prometido.

Cuando el cambalache terminó, Nick me empujó hacia adelante.

—¡Billy! S’Teddy Conway. ¿’Noces?

Kovacs lanzó al suelo un escupitajo y lo restregó con la suela del zapato, tan inocentemente que la acción pudo no tener significado alguno.

—Sip. ’Nozco.

—Ve coné, Teddy. Yeva su tra’to.

La frase causó en mí una ligera conmoción. ¿Llevar sus trastos, ayudarle a acarrear su equipo? En el retorcido y frecuentemente ambiguo lenguaje infra, dada la situación, podía significar que me fuera con Kovacs y «cargase con lo que me diera», es decir, con toda la evidencia que él soltase. Pero también significaba literalmente otra cosa.

Vi la trampa que se abría ante mí, en cuyo fondo estaba el reencuentro con mi pasado. Pregunté:

—¿I coné, yo?

Lo que quería decir era: ¿Por qué yo? Encárgueselo a otro. Nick me entendió perfectamente. Esbozó una sonrisa fría y dominante.

—Nah. Tú.

Volvió a empujarme hacia adelante con suavidad.

Yo habría deteriorado su imagen discutiendo, y no digamos negándome, pero no tenía coraje para ello. Un tropiezo a aquellas alturas habría arruinado mi futura carrera. Por otra parte (y él lo sabía, como lo supo siempre), una chispa de curiosidad brillaba detrás de mis resentimientos.

Kovacs no dijo nada, pero empezó a subir las escaleras. Cuando llegó al primer rellano, una mirada de reojo le reveló que yo subía inmediatamente detrás de él y esto le aportó mayor rapidez. Tenía alrededor de cincuenta años, casi el triple de los que tenía yo, y sin embargo subió cuatro pisos a una velocidad que me dejó rendido. Era una de esas descarnadas maravillas de energía natural que, como si nada, hacen cosas que a los demás nos cuestan esfuerzos agotadores. Se detuvo en el descansillo entre los pisos ocho y nueve, me escudriñó con aquella mirada hambrienta que era parte tan importante de su personalidad y habló suavemente en su pedante y dificultoso inglés.

—¿Te digo algo? Hay ocho ascensores en la torre, y una vez conseguí que funcionaran todos. Pasaron tres semanas antes de que volviera a estropearse el último, y ya lo dejé correr.

Me habría gustado saber cómo se las arreglaban los habitantes de los pisos superiores, pero estaba demasiado enojado para hablar. Él se encogió de hombros y prosiguió su veloz ascensión.

Vivía en el piso duodécimo, al fondo de un corredor. Ante la puerta de su apartamento hizo un alto para decirme:

—Tienes un excelente aspecto, Teddy. —Movió afirmativamente la cabeza y me dedicó su sonrisa de rata—: El estilo pasma te sienta muy bien.

¿Quería tirarme de la lengua? Lo consiguió.

—Sí —dije—. No lo olvide nunca.

Levantó las manos fingiendo un grotesco horror.

—¡No querrás molerme a palos, socio!

¿Cómo manejas a un tipo como él? Abrió la puerta, y me habría pasado un brazo por los hombros para introducirme si yo no me hubiera apartado. Razonó:

—El ayer se fue ya, Teddy.

Así que todavía persistía su vena sentimental de fullero hipócrita. Le dije:

—Olvídelo. Donde está usted siempre es ayer, apesta a ayer.

Retrocedió para cederme el paso.

Era un apartamento de cuatro piezas y estaba limpio. Registrando los pisos ocupados por la gente de Swain en busca de emboscados habíamos visto algunos cubículos que eran como madrigueras de animales, pero en éste se podía vivir. Y nada más. Cada accesorio, cada mueble, eran viejos, estaban a punto de desecho, pero no rotos, y en todo caso se notaba que habían sido reparados. Aparte los inevitables olores de la pobreza, de la mascada y de los desagües, lo que peor olía allí era yo. Kovacs, descontando una mejilla arañada y un labio hinchado, tenía una apariencia casi impecable. Me sentí en desventaja, en presencia de una tronada aristocracia infra, nadando en aguas demasiado profundas.

Ignoro cuántas personas habitaban en aquel apartamento (había camas y catres por doquier), pero sólo una se encontraba presente, una mujer enormemente gorda que rebosaba, sudorosa, de una mecedora de fabricación casera y que me examinaba con curiosidad.

Kovacs me señaló con un ademán.

S’Teddy Conway.

Por un instante centelleó la hostilidad en los ojos de la mujer, aunque se ocultó en seguida tras una nube de vago aburrimiento.

—¿Er p’riférico?

Kovacs no dio señales de que lo que ella pensara le afectase, como si el hecho de introducir en el hogar familiar al hijo de su amante no implicara la menor ofensa.

—Er m’mo, amó. ’Sta’n la pa’ma. —Sustituyó la jerga por el inglés—: Teddy, ésta es mi esposa.

No pude hacer otra cosa que saludar cortésmente:

—¿Cómo está usted, señora Kovacs?

Ella prescindió igualmente de la jerga infra:

—Todo lo bien que podría esperarse. ¿Vienes disfrazado, o andas siempre tan sucio?

—Me visto según conviene a la compañía.

La mecedora se balanceó con su risa.

—Agudo, ¿eh? No se te contagia la bobaliconería infra, ¿eh? —Su cabeza se proyectó hacia adelante con súbita agresividad—. ¿Cómo está tu madre?

Yo me sentía demasiado furioso para responder. Ella tomó un trozo de tela de su regazo, lo aproximó a la luz, le dio un punto de costura y añadió:

—No es que me preocupe si está viva o muerta, entiéndelo. Por otra parte, según lo que dice Billy, tampoco te importa a ti.

Con la sensación de haber sido aporreado, repliqué:

—Me importa.

—¿Lo sabe ella?

Era demasiado.

—Ocúpese de sus condenados asuntos.

La mujer agitó su trozo de tela en mi dirección.

—Son mis asuntos. Mi Billy cuidó de un par de desperdicios como tú y tu hermano —dijo esto sin despecho, como exponiendo una verdad irreversible— cuando llegasteis indefensos a la Periferia, y sus asuntos son mis asuntos. ¡Soy la Esposa de un Jefe de Torre! Vosotros, los dos mocosos, erais una pésima inversión para un hombre que echa las tripas por gente que no lo vale. Alguien debe velar por sus intereses.

Deben existir pocas sensaciones más desagradables que la de servir de blanco a alguien que ejercita contigo sus dotes de tirador. Me volví hacia Kovacs, aunque sólo fuera para darle la espalda a ella.

—¿Me ha traído aquí para esto?

Él dijo, pensativo:

—No, pero cabía la posibilidad. A las mujeres les gusta opinar.

Mi cólera iba más allá de la noción del bien y el mal.

—Y su esposa tendrá muchísimo por decir. Sus noches deben ser muy solitarias.

Hay que reconocer en su favor que no me acometió con aquel cuchillo que llevaba, siempre a mano, en el cinturón. La expresión pétrea de su cara se tensó lentamente como una máscara que se agrieta; en algún recoveco de su interior debía llevar clavada una astilla de complejo sexual. A mis espaldas la mujer rió entre dientes; en algún recoveco de su lealtad debía ella llevar clavada una astilla de ánimo vengativo.

Era hora de poner punto final antes de que ocurriera algo peor.

—Bien, deme lo que me han enviado a buscar.

En silencio, sacó de debajo de una de las camas una bolsa y me mostró su contenido: rollos de cupones del Estado, pruebas de imprenta, un diseño con rectificaciones, un grueso bastón con una mancha como de sangre seca, un puñado de virutas y fragmentos metálicos cuya finalidad yo ignoraba, un corte de un rollo de papel de pulpa y (sorprendente, pues por aquellos días no era fácil conseguir armas) una antigua Beretta aparentemente en condiciones de uso.

—¿Esto es todo?

Asintió.

—Bastará para que los cuelguen.

—Y para pagar el trabajo sucio que hemos hecho por usted.

Su fácil sonrisa me hizo saber que el comentario era una vulgaridad.

—Cuento con ello.

Reaccionaba rápidamente y no se dejaría provocar.

Cogí la bolsa.

—Mi gente está esperando.

—Bajaré contigo.

—No es necesario.

—¿Eso crees? No estás en tu territorio, pasma. Las cosas pueden torcerse.

—¿Y le preocupa?

—Por ti no. Pero un pasma muerto es malo para las relaciones públicas.

—¿Parezco yo un pasma?

Reconoció que pocos podrían identificarme.

—Pero eres una cara nueva, y eso también es malo si no tienes quien responda de ti.

Cuando salíamos, la señora Kovacs gritó alegremente.

—¡Dale a tu madre recuerdos de mi parte! Le encantará.

Tuve ganas de echar a correr, y cuando Kovacs cerró de golpe la puerta a su espalda me habría gustado golpearle la cabeza contra ella. Pero sólo pude murmurar lleno de rabia:

—¿Había urdido todo esto con ella?

—No.

—Siempre ha sido un embustero.

—Sólo miento cuando es necesario. En este caso no lo era. Ella sabe lo que quiere.

En el corredor había escasas personas, que pasaban a nuestro lado envueltas en un aura de mascada y sudor. Kovacs se apoyó en la pared, forzándome a detenerme, y retomó su jerga infra.

—Te digo.

O sea, que tenía algo que decirme. No intentaré transcribirlo, pues, por mucho que uno se esfuerce en la grafía, no hay fonética que reproduzca el sonido infra. Vino a decir que un Jefe de Torre necesita un confidente íntimo porque a todas las demás gentes debe mantenerlas a distancia, y su esposa, Vi, era su confidente. Lo que él sabía lo sabía ella. Correcto, ¿no?

¿Y mi madre?

No, aquello era diferente. Ella era su amor, su deleite, nada tenía que ver con los sucios asuntos de la torre. (¿Amor? ¿Deleite? Me sería imprescindible una dolorosa reflexión). Ella quedaba al margen, a ella debía protegerla.

¿Y a Vi no?

Un poco, sí, pero la cuestión era distinta… Se quedó sin explicaciones porque, de hecho, no tenía ninguna; no percibía la paradoja entre sus actitudes respecto a las dos mujeres. Se trataba de lo que debía a cada una, ¿cierto? Esto era comprensible, ¿no?

Sí, yo podía comprender que él hacía lo que le parecía adecuado a sus necesidades, calculando por instinto (es decir, por egoísmo) y no parándose nunca a pensarlo de verdad. Sí, pero es diferente… Era un ser lleno de apetitos y con libertad para satisfacerlos, lleno de respuestas instintivas y con la habilidad egoísta de encontrarles justificación.

La canoa de Nick esperaba bajo la ventana del corredor del primer piso no anegado. Dejé caer la bolsa y él la atrapó. Mientras examinaba con curiosidad su contenido, yo pasé una pierna por encima del alféizar para saltar también a la canoa, pero Kovacs se adelantó y, con frío aplomo, cruzó su brazo por delante de mi pecho y le anunció a Nick:

Teddy’ra ve a su mae.

¿Ir a ver a mi madre? ¡Ni pensarlo! Le aparté el brazo, cosa no tan sencilla como mi vigor juvenil esperaba, y me incliné hacia fuera para proseguir mi acción.

—No, por supuesto que no voy —declaré.

Kovacs me retuvo agarrándome por la chaqueta y me susurró al oído:

—¿No tienes agallas? ¿No has sabido nada… —incluso entonces se interrumpió para rectificar—: aprendido nada al crecer?

Mirando abajo, a Nick, me olí la confabulación, percibí a la luz de las estrellas el pálido e interesado fruncimiento de sus labios: su encuentro con Kovacs al finalizar la operación no había sido el primero, a pesar de la comedia de los saludos y las presentaciones. Evadirme ahora me acarrearía el desprecio de ambos lados y poco importaría si era simulado o real. Buscando una vía para escabullirme entre los dos, ganando tiempo para pensar, pregunté blandamente:

—¿Aprender qué?

Kovacs me sorprendió:

—Si no tienes un pasado donde refugiarte nunca podrás decir que has vivido.

Todavía hoy no estoy seguro de si aquello era o no era una necedad. Kovacs pudo haber apelado al instinto filial, a los sentimientos, incluso a la razón, pero en lugar de ello había apuntado tan por detrás de todas estas cosas que el choque de una comprensión elemental conmovió mi desprevenida mente.

—Está bien —dije en voz alta, para que me oyeran ambos—. Está bien.

Hubo un eco de júbilo en la réplica de Nick:

—Ahora son aproximadamente las cinco de la madrugada. Tienes un permiso especial de ocho horas. Devuélvele a los cuarteles puntualmente, Kovacs. Os llevamos hasta el borde del agua.

Ya no se molestaba en disimular.

Me lancé al agua junto a la canoa y Kovacs lo hizo a mi lado; las ventosas de amarre retuvieron firmemente la embarcación mientras nos izábamos a bordo. Nick puso rumbo a tierra firme en la dirección en que estaba nuestra casa, sin preguntar, pero nada habría yo ganado mencionando este detalle: Nick sabía siempre lo que había que saber.

Remamos remontando la calle negra, entre casas anegadas que emergían gradualmente a medida que la pendiente subía debajo de la canoa. Durante todo el trayecto ocupó mi mente una cuestión, que en realidad era un racimo de cuestiones. ¿Cómo se desenvolvían los habitantes de las torres sin ascensores? Había que bajar hasta setenta pisos cada día y volverlos a subir. Mujeres cargadas con la compra, ancianos, niños pequeños. No se lo preguntaría a Kovacs, y mi resentimiento contra Nick era en aquellos momentos demasiado grande.

Apuntaba el alba cuando desembarcamos en la acera ante nuestra casa. La crecida, en recesión, quedaba por debajo de la puerta trasera, pero la marca del lodo en la cerca mostraba que había llegado más arriba. Veinticuatro horas antes el agua debió de correr por el interior de la vivienda.

Yo estaba cansado y ni remotamente preparado para un enfrentamiento. Pensé en la palabra enfrentamiento y me sentí desvalido. ¿Contra qué? ¿Contra el pasado?

Hay que decir la verdad. Nunca tuve mucho ni muy definido afecto por Mamá. Ni por nadie, hasta que Carol se deslizó por una rendija y, simplemente, compareció, sin apenas la sorpresa del descubrimiento. Mis padres me habían querido, pero por mi parte no hubo el sentimiento profundo de un vínculo emocional. Estuve bien tratado, pasé por la infancia recogiendo una procesión de beneficios, aunque sin ver razones para la gratitud: lo que le daban a Teddy era suyo por derecho y darlo era el deber de los padres. Nuestra caída en la Periferia había sido un descuido en el deber, su deber. Cuando abandoné el hogar lo hice sin remordimientos.

Los remordimientos vinieron después: la sensación de una pérdida inidentificable, el agudo filo de una congoja indefinida que cortaba la soledad hasta alcanzar los secretos páramos de la mente…

Reconocer dónde estaba el fallo no despertaba automáticamente el cariño, ni anhelo, ni el arrepentimiento, sólo provocaba una profunda aprensión, así que, en la puerta de entrada, la mano de Kovacs en mi hombro me impulsó, tembloroso, más allá de un punto sin retorno.

IV

El jardín había sido allanado, era una ruina. Mientras que mi única sensación era de inquietud ante lo que se me venía encima, Kovacs se demoraba entre las destrozadas borduras.

—Esto ocurre dos o tres veces al año, y ella cada vez vuelve a empezar. Es sorprendente.

Yo dije secamente:

—La gente no se rinde con facilidad.

—¡Un cuerno! Naturalmente que se rinde. ¿Qué crees tú que hace un Jefe de Torre, sino persuadir a la gente de que resista? Alison sería una buena esposa para un Jefe de Torre.

Aquello era un ataque duro. Yo estoy más próximo a ella que tú, querido Teddy. Tú tienes todavía que aprenderlo todo.

Preferí mirar hacia la casa que mirarle a él. Las tablas rotas de la veranda habían sido reemplazadas; las paredes, pintadas; la puerta de entrada, que fue de color castaño, era ahora verde pálido. La presencia de un hombre en el hogar…

Kovacs abrió la puerta y vi que las paredes estaban todavía humedecidas por una franja de lodo hasta la altura del tobillo, en toda su longitud. No más tarde de la noche anterior… El lugar olía a moho y a basura.

En tono tranquilizador, Kovacs anunció:

—Soy yo, Allie. Traigo un visitante.

La recordada voz llegó desde el dormitorio, saltando por encima del tiempo:

—Muy bien. Espera mientras me levanto.

Fuimos a la habitación-sala, donde nada parecía haber cambiado en seis años. Era indeciblemente más triste que los fríos colores de mi residencia policial. En la cocina, Kovacs manoseó el hornillo de gas y dijo:

—Prepararé unas tazas. Té auténtico, cortesía de la Señora de tu hermano. ¿La conoces?

—De referencias.

Me resistía a conversar, pero él persistía en su talante hablador.

—Buena persona. Cuida mucho de Francis. Ahí tienes a otro mocoso desvergonzado que ha sabido abrirse camino…

Su modo de balancearse entre conciliación e insulto traslucía un cierto grado de nerviosa incertidumbre, de la cual podría yo haber extraído alguna ventaja, de no ser porque me encontraba demasiado tenso para maniobras tácticas.

—¿Y qué esperaba? Usted lo preparó todo.

El té que depositó en la tetera era mucho más caro que cualquiera de los que veíamos en nuestros cuarteles.

—Yo cometo errores —admitió con amargura—. Lo mismo que tú, en ocasiones. No tienes muchos amigos, me dicen.

—¿Quién se lo dice? —La cara de rata se iluminó con una sonrisa presuntuosa, teatral, y al instante me propuse obtener respuesta a la pregunta—. ¿Quién era el hombre del SIP que estuvo clandestinamente en su torre toda la semana pasada?

—¿Quién supones?

Debí haber comprendido que Nick querría hacer él mismo aquel trabajo. Aquella pareja debió de pasarlo en grande intercambiando chismes sobre la vida privada de los Conway. A mí me era imposible odiar a Nick, pero me resultaba fácil enfurecerme contra él; pasaría mucho tiempo antes de que le perdonase su contubernio con Kovacs.

Entonces entró mi madre, vistiendo sobre el pijama un kimono japonés que recordé de nuestro hogar supra. Miraba a Kovacs, pero me vio a mí y se paró en seco en el umbral con una expresión extraordinariamente pensativa, como si necesitara adecuar su mente a algo y no quisiera darse prisa.

Como mis nervios se habían desatado y mi lengua no podía estarse quieta, dije:

—Buenos días, Mamá.

Mi voz habría avergonzado a un niño asustado, y ella frunció el entrecejo exactamente como solía hacerlo antes de regañarnos o castigarnos.

Dijo, pero no a mí, sino a Billy:

—Ya era hora de que aparecieses.

Le besó; uno de esos besos que dicen Es mío sin malgastar esfuerzo en palabras, un beso de posesión y entrega a la vez.

—Estaba ocupado —respondió él.

—¿Ha salido bien? ¿No ha habido problemas?

—No demasiados. Teddy estaba allí. Él te lo contará.

Mi madre vino hacia la ventana, donde yo me encontraba, y me aterrorizó el brote de emoción que creí no ser capaz de contener. Ella, sin embargo, tenía mejor sentido de la oportunidad que yo. Dijo:

—Pondré agua a calentar para que te bañes. En mi casa no te sentarás a desayunar oliendo a mofeta. Puedes ponerte alguna ropa de tu padre; no te irá a la medida, pero de momento saldremos del paso. —Como yo seguía mudo, agregó—: ¿Bien?

Me facilitaba las cosas, no pedía nada.

—Sí, Mamá —asentí roncamente.

Quizá se había exigido demasiado a sí misma, porque hizo algo que me desarmó. Retomó un viejo juego privado, no de seis años atrás, sino de mi primera infancia: apoyó la yema de un dedo en su mejilla y dijo:

—Si has sido buen chico puedes besarme… exactamente aquí.

Lo hice, temblando un poco, y ella me abrazó y lloramos. Sus lágrimas brotaban por los motivos propios de una madre, las mías por el cese de la tensión. Restablecer un vínculo no es cosa fácil, pero al menos era ya posible.

Aquella vena de dureza es común a todos los Conway. El momento había cumplido su cometido, y mi madre levantó el rostro para decir:

—¡Dios mío, qué mal hueles!

Así, pues, se había cerrado el paréntesis, más fácilmente de lo que yo merecía, y fui expulsado al cuarto de baño.

No había mucha agua (¡en plena inundación!), ni estaba muy caliente, pero me pareció una pequeña delicia. Aunque mi padre había sido más alto y delgado que yo, sus ropas me sentaban bastante bien. Su calidad me sorprendió. ¿Tan ricos habíamos sido? O, en la penosa mezquindad del Estado, ¿se había degradado la ropa que usábamos hasta una calidad inferior incluso a la que correspondía a la economía de la provisionalidad? Ciertamente, ya nunca decíamos: «Cuando las cosas mejoren un poco…» ni «Cuando acaben los malos tiempos…».

En la mesa, me senté ante unos huevos con jamón, té de importación y auténtico pan de trigo: alimentos supra que exigían cupones de lujo. Los infra tenían huevos en polvo, té adulterado, lonchas de carne que podían ser cualquier cosa y lo que ellos llamaban «pan estirado», todo calculadamente sano, pero no apetitoso.

La instrucción deja marcas profundas. Estuve realmente a punto de rechazar el contrabando, hasta que me di cuenta de que en el mejor de los casos parecería imbécil y en el peor, hipócrita. Kovacs observó mi vacilación y la comprendió; tenía algo de la perspicacia de Nick.

—Los frutos del pecado —dijo—. La Señora paga con productos de buena calidad a su falsificador de contabilidades. —Y cuando yo ataqué con resolución la comida—: ¡Atención! ¡Un policía comiendo raciones conseguidas ilegalmente! Seguro que eso es un delito.

—No le provoques, Billy —dijo Mamá—. No es justo.

—Puede soportarlo.

Yo habría estallado si no me hubiese fijado en su expresión, que no era sardónica ni maliciosa, sino insólitamente protectora. Podía muy bien pasarme sin ella, pero, con toda la despreocupación de que fui capaz, dije:

—He oído hablar del sistema de toma y daca. —Mientras lo decía recordé que se lo había oído a él mismo seis años antes de que Arry me lo explicase—: Ahora lo conozco directamente.

Él observó:

—Ahora te lo comes.

Sí, por supuesto: me comía mi orgullo, o lo que fuera. Kovacs añadió todavía:

—El bien y el mal no se distinguen fácil… fácilmente uno de otro.

El muy bastardo trataba de ser paternal. Me alegré cuando chupeteó una segunda taza de té con un ruido como el de destapar un desagüe y anunció que tenía que marcharse.

—Las riadas no interrumpen los negocios.

Besó a Mamá, me saludó elegantemente con el dedo y salió como cualquier esposo cuando se marcha al trabajo.

Cuando aún sonaban sus pasos en el corredor, yo solté la clase de tontería que genera la animosidad:

—Se comporta como si fuera el dueño.

—Ésta es su casa.

La frialdad de mi madre indicaba que mi desagrado haría bien respetando unos límites, pero yo había aguantado demasiado para contenerme.

—Tiene otra vida. La he visto.

Ella ignoró el intento de herirla y preguntó con sincera curiosidad:

—¿Cómo es? ¿Está tan bien como ésta? No puede ser.

—No está tan bien.

—¿Sucia? No, no puede estar sucia.

—Está muy limpia, pero atestada, y huele. ¿Por qué te interesa?

Me estudió como preguntándose si la inocencia se podría inculcar.

—Me interesa todo lo que se relacione con él, y en todas partes. Le quiero.

¿Más que a Papá? ¿A pesar de su verdadera esposa? Era demasiado pronto para preguntas tan violentas. Y allí estaba, por otra parte, aquella palabra sencilla y brutal: cariño. Pensé en Carol y en mí mismo y no pude equipararnos con Mamá y Kovacs. ¿Por qué es tan difícil imaginar a la madre de uno amando a alguien, besándole y acariciándole y retozando con él en la cama?

—No sé lo que ves en él —dije, enfurruñado.

—¿Porque tú no ves nada? ¿Qué sabes de Billy que justifique una opinión?

No me atacaba, sólo preguntaba.

—Es un asesino.

Replicó tranquilamente:

—Eso me han dicho. Puede ser verdad. No lo sé.

Tampoco yo lo sabía, en realidad. Era una de aquellas cosas que «todo el mundo sabe» y nadie cuestiona.

—¿Y si lo supieras?

—No habría ninguna diferencia. —Empezó distraídamente a retirar las cosas de la mesa—. No puedes añadir condiciones a tu elección una vez la has hecho; te pasarías la vida titubeando.

—No quieres saberlo —la acusé.

—Me gustaría saberlo todo sobre él.

—Podrías preguntárselo. Te lo contaría, claro como el agua. —Mi rencor volvió a desatarse—. Ahora mismo, no sabes dónde está ni con quién está.

Desde la fregadera, ella no se molestó en mirarme.

—Ni lo sé ni lo pregunto. ¿Por qué fastidiar a un hombre que apenas ha dormido durante una semana y que sigue trabajando porque se debe a su gente? ¿Te parece que merece que en casa le espere una zorra charlatana y preguntona?

Hubo un largo silencio, hasta que yo admití:

—No puedo remediarlo. Odio hasta sus tripas.

—Nada sabes de sus tripas. Estaba dispuesto a ser tu padre cuando necesitabas uno, pero le rechazaste sólo con verle. No te lo recrimino. A mí me costó tiempo descubrirle. Es un hombre desolado, un hombre necesitado.

¿Necesitado? ¡Oh, el ojo del espectador! Vi claramente que yo no era aceptado por entero; amado, quizá, pero no encajaba en el cuadro. El eje emocional se había inclinado en aquellos seis años y era yo quien debía buscar un nuevo equilibrio. Mamá no se desviaría de su elección. Cuando se apartó del fregadero, secándose las manos, observé que había envejecido más de lo que habría correspondido a su edad; aunque seguía siendo una mujer hermosa, parecía más dura de lo que yo recordaba, alguien que me daría la bienvenida pero que no me necesitaba. Kovacs colmaba su necesidad de amor, y mía era la humillación de comprenderlo.

Quizá para quebrar la melancolía, dijo:

—Es Navidad y no tengo ningún regalo para ti.

Ni yo para ella. Buenos deseos, seguro, pero no mi corazón. Debíamos aprendernos de nuevo uno a otro.

Se marchó al dormitorio para vestirse y regresó con un aspecto mejor y más lozano. Pensé: Demasiado para Kovacs, y en lo mucho más fácil que habría sido todo sin su sombra proyectada sobre nosotros.

Hablamos, ella y yo, toda la mañana, llenando los años perdidos, hasta que agotamos los temas y continuamos por mera inercia. El momento emotivo quedaba atrás y ninguno de los dos podía refugiarse en sensiblerías. Lo que viniera después dependería de la tolerancia del tiempo.

Kovacs regresó hacia las once, con aspecto fatigado al fin, después de una semana que debió de poner a prueba sus límites. El día se había hecho caluroso y él se desnudó hasta quedar en calzón corto sin ni siquiera pretender excusarse. Era, decididamente, el señor de la casa.

¿Qué veía mi madre en él? Semidesnudo, parecía un haz de nudos y bastones, con cicatrices en media docena de lugares y una, especialmente, en el vientre, un corte espectacular que sin duda estuvo a punto de acabar con él. Probablemente afrontaba el peligro con coraje, pero lo mismo debían hacer sus víctimas… Y siempre le envolvía el olor agridulce de la mascada.

Quise marcharme, pero un residuo de buenos modales bloqueó el insulto que habría significado salir cuando él entraba. Luego me disculpé y fui al jardín trasero para estar unos minutos a solas. Mamá había plantado también allí sus flores, destrozadas por el agua, aunque el ardiente sol lo secaría todo en un par de días para que ella volviese a empezar. Cosa que indudablemente haría. Una vida entera de volver a empezar. Y volver otra vez.

El quedo sonido de unos pies desnudos me anunció que Kovacs me había seguido.

—No me marcharé simplemente por ti, Teddy. No la abandonaré nunca.

No era una explicación, no era un ruego: estaba demasiado seguro de sí. Únicamente quería asegurarse de que yo entendía cuáles eran nuestras respectivas posiciones y cuál la más elevada de las dos.

Dije entre dientes:

—Usted no es digno de ella.

—No seas ingenuo, chico. Soy lo que ella necesitaba cuando no tenía a nadie. No me miró por encima del hombro. —Yo sí lo había hecho, y debía pagarlo. Su tono se endureció—: Y también soy digno de ti. Tan bueno como tú.

Así que se le podía zaherir.

—Es usted un asesino.

Dio un pequeño rodeo para situarse frente a mí.

—Una vez maté a un hombre. No por mí, sin embargo, sino por la torre. Alguien tenía que hacerlo, y yo no acostumbro a delegar trabajos sucios, pero ello no me convierte en asesino. —En un tortuoso acceso de honestidad, añadió—: Volvería a hacerlo si me viera obligado.

—¿Quién era el hombre?

—Ésa es una pregunta propia de la pasma, y Nick sabe quién, cuándo y cómo. Tú ocúpate de tus asuntos. —Recurrió a su sonrisa de rata—. ¿Me entregarías si pudieras culparme? No sería tan difícil. ¿Lo harías?

¿Causarle semejante daño a mi madre? ¿Tan pronto? ¿Ser el gran policía con alma de acero?

—No.

—Entonces tendrás que acostumbrarte a verme por aquí.

—Supongo.

—Eso duele. Me doy cuenta. Irás por buen camino, chico.

Su confianza reavivó mi despecho.

—Por el amor de Dios, no vuelva a endosarme la historia del segundo padre. No necesité a mi padre ni nunca le necesitaré a usted.

Mamá apareció en la puerta trasera justamente entonces, enharinada hasta los codos por lo que había estado preparando en la cocina.

—Por favor, Billy, han llamado a la puerta de entrada.

—Voy —asintió él. A mí me dijo—. Sé quién es. Te interesa. Ven.

Le seguí, preguntándome qué más podía depararme aquella condenada Navidad.

Cuando Kovacs abrió la puerta no vi de inmediato quién estaba allí, de espaldas a la luz; sólo que era un hombre joven, vestido con buenas ropas cortadas a su medida. Kovacs no le dio la bienvenida, sólo esperó. El silencio semejó cargarse de significado antes de que, quienquiera que fuese, mostrase algo y dijera:

—Debo entregarle esto a Mamá.

¡Francis! ¿Otra vez Nick en acción?

Kovacs se volvió a medias para dejarle entrar, y yo avancé un poco y le vi con mayor claridad. Él me vio también y enderezó la cabeza como un animal alerta. A los quince años era esbelto y se preparaba para ser alto y apuesto en un estilo cenceño y tierno, pero entonces tuve limitadas posibilidades de apreciarlo. Al reconocerme se quedó absolutamente rígido, como si toda la energía se le hubiera escapado del cuerpo. Sólo su faz se alteró para expresar un rechazo profundo, total, furioso, alarmante.

Se habría dicho que estaba acorralado, pero de pronto cobró vida, espasmódicamente, y arrojó un sobre al pasillo, a mis pies, y exclamó como si escupiera las palabras:

—¡Dáselo tú, niño mimado!

En su mirada se leía un deseo como de mutilarme, de tullirme. Yo había sido objeto de desagrado otras veces en mi vida, pero no se parecía a aquélla. Cuando recogía la carta, él añadió, como una maldición:

—A mí ya no se me necesita aquí para nada, ¿verdad?

Retrocedió, desapareció del quicio de la puerta, se marchó. El perfecto supra sacudiendo de las suelas de sus zapatos el inmundo polvo infra.

Desde el interior de la casa preguntó mi madre:

—¿Quién es, Billy?

El eterno simulador contestó con la nota justa de indiferencia:

—Nada, uno que traía un recado. —Y a mí me dijo—: No ha sido agradable, no ha sido agradable en absoluto.

—¿Sentirse odiado? Enojoso más bien…

Pero no era aquello lo que él había querido decir: mis sentimientos le tenían sin cuidado.

Entregué la carta a mi madre, quien reconoció la letra.

—La señora Parkes. Siempre recuerda la Navidad. Debe de ser una buena mujer.

Por lo que yo había oído, era una vieja impostora, falsa, intrigante y traicionera. Mamá me mostró su tarjeta de felicitación, una de aquellas antiguallas con escenas de nieve que yo recordaba vagamente de tiempo atrás.

—Ingenua, ¿no? Pero bonita. Hubo una época en que todos solíamos enviárnoslas unos a otros. —Leyó en voz alta el texto impreso en el interior—: Alegre la Navidad el nido familiar y bendiga la dulce reunión con los seres queridos. Vaya, ¿cómo habrá acertado con una cosa tan oportuna?

—Dotes psíquicas —dije.

Porque algo había que decir para disimular el grotesco error. Le gustase o no a mi madre, yo era el regalo navideño que Francis debía haber sido.

Más tarde, cuando Mamá cocinaba y nos quedamos un rato solos, Kovacs comentó:

—No ha funcionado.

—¿Francis? ¿Cree que Nick tenía algo que ver?

—Lo sé con certeza. Bien, cuando menos ella sí ha recibido la mitad del regalo de Navidad.

Hizo algo entonces que yo nunca pude presenciar sin revulsión: se sacó de la boca un fragmento de mascada, lo aplastó entre el índice y el pulgar y se lo pegó detrás de la oreja. «Para luego», decían los infra. Era una costumbre tan repugnante como extendida. Todo lo que él decía, hacía o simulaba procedía irremisiblemente del arroyo; como la tosca sensiblería con que añadió:

—Era un chico adorable.

—Era un quejica, un mentiroso y un pelmazo.

—También era todo eso. Tú no tienes piedad.

¡Dicho por un Jefe de Torre!

—¿Le gustaría que volviera?

—Sí. Yo soy el responsable. Yo hice de él lo que es. —Me obsequió con una de aquellas repelentes confidencias sentimentales a las que parecía ser tan proclive—: Intenté comportarme como se habría comportado un padre, pero fallé.

Incapaz de soportar una palabra más en aquella vena, le dejé y me fui a la cocina a hablar con Mamá.

V

Nick me hizo llamar apenas llegué a los cuarteles.

—¿Bien?

Quería decir: Infórmame con detalle.

—Gracias.

Si te interesan los detalles, búscalos; tú gobiernas mis actividades, no mi vida interior.

—¿Gracias por la experiencia? —Secamente—: Háblame de Kovacs.

—No es como yo pensaba, pero ¿se suponía que iba a descubrir que me gusta? Pues no. Me pone enfermo. ¿Por qué lo hizo usted?

—Para ampliar tu educación. Te habrás dado cuenta a estas alturas de que la cúspide de la décima parte del uno por ciento de los intelectos no constituye de por sí una élite, de que a una mente útil se le exige algo más.

El broche final de aquel imperfecto día iba a ser un sermón de Nick.

—Conocimiento del mundo —aventuré, dispuesto a aburrirme.

—Una mierda, chico. La inteligencia superior tiende a apartarse de las consideraciones generales como si éstas pudieran dejarse a cargo del personal de servicio y sólo lo abstruso mereciese atención. No siempre, sin embargo. Tu amigo Arry está incluido en la centésima parte del uno por ciento. ¿Lo sabías?

No lo sabía, y me sentí cruelmente minimizado.

—El cosmos del quantum es muy peculiar.

—Sólo es una realidad más elemental. A tu amigo, además, le gustan las personas y les dedica su inteligencia. Le gustas incluso tú.

Yo estaba, al parecer, rodeado de benefactores empeñados en decidir quién y cómo debía ser. Para desviar el discurso e introducir un elemento propio, dije:

—El truco de Francis se ha ido a paseo. —Le conté lo ocurrido—. ¿Qué pretendía usted?

La noticia le disgustó bastante.

—Quería hacer un gesto que me atrajese aún más la confianza de Kovacs, y eso creo que salió bien. E intentaba ayudar a impedir un crimen. En esto he fracasado.

—¿Un crimen de Kovacs?

—Un crimen de Francis.

Debí haber sospechado mucho antes que el terreno era más escabroso de lo que pensé.

—¿Qué crimen?

—Todavía no lo sabemos. Pero habrá un crimen, un crimen auténtico, no una insignificante manipulación de cifras. Nuestro deber no es sólo capturar al delincuente, sino prevenir su delito.

—¿Y dónde encajo yo en eso? ¿Soy el Judas de la familia, encargado de delatar?

—No me tomes por tonto. Tú eras un disparo a ciegas. Existía la posibilidad de que los dos hermanos, en el seno de una familia reunida, facilitaríais un cambio en las cosas; que el tener siempre a la vista un hermano mayor policía sirviera de freno. Estamos probando todo lo que ofrezca alguna posibilidad de funcionar. Ahora habré de buscar una vía distinta.

—Pero ¿por qué Francis?

—Porque está donde está y es lo que es. Es egoísta, ambicioso, le asustan los infra y lo supra ocupa una posición desde la que puede causar daño. Como ves, sé mucho de tu hermano. Un día se le presentará la ocasión y la aprovechará para esconderse más entre las filas de los grandes supra, a quienes cree que la catástrofe no puede perjudicar. De manera que si la Señora termina, digamos, en el patíbulo, Francis tendrá otros amigos que le escuden.

Mientras yo reflexionaba, con un asomo de sorpresa, sobre lo sencillo y maliciosamente claro que era aquello, él cambió abruptamente de tema.

—La redada de hoy valía la pena. Tres asesinos en espera de juicio y un puñado de empleados y regentes de la Imprenta Estatal camino de desvanecerse entre los infra. ¿Quién te parece que va a preocuparse? ¿Alguien, aparte de sus amigos y personas queridas? A veces pienso que solamente los infra cuidan unos de otros. ¿Has conocido nunca a un supra a quien le importase algo que no fuera su propia seguridad?

¡Qué maravilla los infra, qué mierda el resto de nosotros!

—Entonces, ¿qué quiere usted que sea yo? —Una frase me vino a la memoria y la utilicé sin recordar su origen—: ¿Un supra con corazón infra?

—No. Uno de los nuevos hombres.

Aquella expresión era inédita en él. ¿Una doctrina personal?

—¿Y quiénes son ésos?

Con repentina y forzada jovialidad, dijo:

—No tengo la menor idea, pero habrán de ser mejores que los viejos si la raza ha de sobrevivir a sus propias estupideces. Buenas noches, Teddy.

Dios, según dicen, actúa de forma misteriosa para hacernos víctimas de sus jugarretas. Hubo un crimen, por supuesto, pero no lo cometió Francis. No creo siquiera que, a despecho de su egotismo, se hubiera mostrado en connivencia con él.