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NICK
Año 2050

Mi padre, a los setenta y un años, creía que todavía gobernaba su torre, en Richmond. De hecho, mis hermanos y sus respectivos hijos mayores se ocupaban de las tareas violentas, y mi hermana, que había fallado el Test por un pelo, era quien planeaba y administraba; el viejo se llevaba todos los honores disponibles y se amaba infinitamente a sí mismo. Nunca me perdonó el que me hiciera policía, rehusaba hablarme cuando iba de visita, pero una vez al año atestiguaba que su paternal corazón sangraba todavía por aquel hijo testarudo: me enviaba una tarjeta de felicitación en Navidad.

En un pasado sentimental había adquirido, quién sabe cómo, varios centenares de aquellas tarjetas y cada año distribuía unas pocas como muestra de estimación. Las felicitaciones eran tradicionalmente estúpidas, con rojos Santaclauses saludando entusiastas desde sus trineos que, tirados por sonrientes renos, se deslizaban por el cielo azul de la medianoche sobre paisajes nevados, y con unos versitos en el dorso escritos por algún analfabeto de buena fe. Todo ello para festejar la Navidad australiana, con el aire a una temperatura superior a los cuarenta y dos grados, asfixiante como vapor escapado de una caldera.

El detalle, como suele decirse, era una delicadeza, pero la tarjeta del año 2050 contenía algo más que el usual y escueto: Nick, de Tu Padre. Contenía un mensaje, el primero en casi veinte años, garabateado por su mano inexperta: No vienes a verme nunca. Lo cual era falso: iba dos o tres veces al año y me estaba por allí mientras él fingía no verme. Sin embargo, supe lo que realmente significaba el mensaje: estaba dispuesto al perdón oficial.

Dejé la felicitación sobre mi escritorio mientras iba a ver qué deseaba el coronel (Maestro Jefe de Operaciones).

Lo que quería eran mis servicios durante el período de las vacaciones navideñas. Debido a una confluencia de previsiones meteorológicas que hacían del día de Navidad una fecha tácticamente favorable, según sus estimaciones, para una incursión en territorio infra. Yo pude haberme hecho el remolón, pude incluso discutírselo, de no ser porque la misión debía cumplirse en Newport y a petición (por canales ilícitos) de la Torre Veintitrés: Billygoat.

Guardé la tarjeta de mi padre en el cajón donde estaban todas las demás que había recibido de él, pensando que necesitaba encontrar una manera de explicar que el deber profesional se anteponía incluso al perdón más soberano, cuando se me ocurrió una idea (relacionada con el perdón) que al principio sólo estimuló mi imaginación, pero que luego, considerada más a fondo, me pareció prometedora. Podía adelantar un propósito mío demorado ya excesivamente, podía colocarme en excelentes relaciones con un Jefe de Torre cuya buena posición no era un valor demasiado firme, y podía dar el espaldarazo a un joven agente de Investigación Policial, brillante pero todavía desorientado.

Aquel germen de idea tuvo consecuencias de largo alcance.

Ahora voy a ocuparme de la corrupción… y de Nola Parkes.

El sistema de cupones era engorroso pero necesario. El racionamiento computerizado habría sido más sencillo; sin embargo, colocar a los infra a merced de la Contabilidad Molecular de Almacenaje (lo cual les habría dicho cuándo y cómo podían tener qué, sin margen para las preferencias individuales) podría haber constituido una incitación a la violencia, más grave que la controlable sin recurrir a matanzas. Las turbas estaban siempre a punto de ebullición, y el acosado Estado sabía lo que hacía al no suprimir del todo la autodeterminación.

Se había confiado en que el sistema de cupones inhibiría la corrupción; el Servicio de Investigación Policial, para el cual la corrupción era un componente del aire que se respiraba, podría haber dicho algo muy diferente. Aun cambiando los colores cada mes, identificando los números de serie con las personas, imprimiendo sus huellas digitales en cada cupón que entregas: la perversión sabrá encontrar su camino. Los cupones, por supuesto, no eran moneda… ¡oh, pero sí que lo fueron! No podían ser atesorados, aunque sí gastados pródigamente. Pequeños beneficios, rápida retribución… para los falsificadores.

Asimismo, el SIP los utilizaba para sobornar a los delatores, con imitaciones cuidadas a las que hasta el computador más sensible daba el visto bueno. La moralidad de la corrupción depende de la mano que uses y de que procures que la izquierda no se entere de lo que hace la derecha. Nosotros nos valíamos de la corrupción para alcanzar los que considerábamos fines justificables. ¿Escrúpulos morales? Los imperativos culturales, que articulaban la moralidad, cambian como el tiempo.

La auténtica corrupción florecía entre los jefes de departamentos que controlaban la producción, importación y distribución de los artículos de consumo. De éstos últimos podía borrarse el rastro y burlar la contabilidad con más facilidad que con los cupones: ningún sistema computerizado puede seguir el paso de un artículo por una docena de manos que nunca oprimen una tecla. El Estado ni siquiera lo intentó. Lo que hizo fue emplear el SIP para descubrir quiénes entre los grandes supra rapiñaban más libremente de lo que su valía para el Estado justificaría como tolerable. Después de que unas pocas cabezas rodaran a territorio infra los demás entendieron el aviso.

La señora Parkes, superintendente en el Ministerio de Importación Marítima, no necesitaba aviso: nunca había sido codiciosa.

Jamás le habíamos llamado la atención; a muchos de nosotros nos caía simpática. Se había hecho cargo de los negocios (cuando «negocios» todavía significaba «finanzas») a la muerte de su marido porque tenía olfato suficiente para oler la putrefacción y prever que la liquidación de aquellos negocios para vivir de una renta fija podía terminar muy mal, entre migajas y con un futuro amenazante. Lo que no había olfateado era la red de presiones y contrapresiones, la extorsión tanto social como financiera entre las cuales el difunto Raymond Parkes había mantenido a flote sus negocios en un mar de tiburones. Tenía que adaptarse o sucumbir, y sucumbir era precipitarse en el submundo infra.

De acuerdo con la moralidad clásica, tendría que haber llevado sus problemas a los tribunales, confiando en la virtud para que se hiciera justicia, pero la ley nunca en la historia ha reconocido la «virtud»: prefiere el aséptico «deber» y el maleable «derecho» para mantener sus veredictos libres de trabas, y ella lo sabía. La honestidad habría sacado del agua las redes, con los tiburones y con la misma agua, a la cual todos ellos habrían vuelto a caer para hundirse sin dejar huella.

Eligió la vida del subterfugio y del temple de acero. Yo también la hubiera elegido. Obramos con rectitud cuando el coste es soportable, pero la moralidad florece sólo entre aquellos que no sufren por su causa.

Todo lo cual conduce a esto: nosotros sabíamos y ella sabía que nosotros sabíamos, de modo que no me negaría un sencillo favor.

Camberwell está en un lugar elevado, confortablemente seguro en la actualidad, aunque algún día será parte de una cadena de islas difuminadas entre la ciudad sumergida y los Dandenongs. La mansión Parkes es antigua, fue construida cuando la arquitectura todavía imitaba los estilos ingleses. El suyo lo clasifiqué yo como estilo satisfecho-sedante, no concebido para un lugar que sería el centro de una tela de araña, con una inquieta y vigorosa araña anidando en él. Allí intrigas y los ardides contables deberían ser conducidos con bien educado aplomo. Todo eran muros desgastados por la acción de los elementos, verandas entre columnas, altas ventanas abiertas entre finas hileras de mosaico verde, rojo y amarillo, una senda para vehículos aerodeslizantes discretamente protegida por árboles ornamentales, y céspedes brillantes, vigorosos bien regados en una tierra de aguda carestía. El Estado valoraba a la señora Parkes y seguiría valorándola al mismo nivel mientras ella royera las arcas nacionales sin saquearlas.

Era demasiado inteligente para dirigir sus operaciones clandestinas desde las oficinas que tenía en el Centro Urbano, donde los oídos celosos se agudizarían para captar retazos de información.

El trabajo delicado (por ejemplo, la doble contabilidad a cargo del joven Francis) se llevaba a cabo donde pudiera efectuarse con todo el refinamiento supra, es decir, en casa.

Elegí una hora temprana de la tarde con la esperanza de encontrar a Francis, a quien nunca había visto, antes de que se retirase a las Dependencias (una especie de cuartel situado en la trasera de la mansión) para pasar la noche. El control de la puerta no perdió tiempo conmigo: Guiñó, miró, guiñó; mi uniforme me garantizaba la entrada.

Un sirviente personal de la Señora vino a abrirme. La visita de un policía habría provocado comentarios innecesarios entre el resto de los empleados.

El sirviente personal era Francis. No había posibilidad de confundirle, aunque, observado el detalle, los dos hermanos no se parecían. Teddy, a los dieciocho años, era macizo, fuerte, taciturno, con una vena de mal genio domesticado y disciplinado, pero siempre a punto y siempre perceptible. Francis, quince años, era ya el más alto, también el más esbelto, casi frágil, con una expresión de «en qué puedo servirle» heredada de muchas generaciones de gente que se restregaba las manos como los usureros. En su estilo, recordaba físicamente a su madre, a quien yo sólo conocía por excelentes holografías del Servicio de Investigación, pese a que en cierta ocasión dejé a Teddy creer lo contrario. A primera vista, Francis me desagradó, y me pregunté qué inocencia infantil habría seducido el corazón de Kovacs en otro tiempo. Billy, no obstante, tenía fama de chiflarse por los niños; Dios sabía que él mismo los había engendrado en ristra y que se hallaban esparcidos por todas partes.

—La señora Parkes.

Yo sabía que estaba en casa.

La desinteresada expresión del chico no cambió al preguntar si tenía concertada una cita. No la tenía.

—Quizá —sugirió— debería pedirla de antemano.

—Quizá deberías decirle que vengo a hablarle de algo concerniente a Kovacs.

Aquello, pensé, le haría reaccionar, pero se quedó impasible como una roca: guardar secretos ajenos es una gran escuela de autodominio. Se encogió de hombros, muy ligeramente, con lo que debió considerar exquisita insolencia. Entonces agregué:

—Joven aritmético —aquello sí le afectó—, limítate a correr en busca de la Señora para comunicarle lo que el perverso policía ha dicho.

No se atrevió a escupir. Replicó:

—Sírvase esperar. —Se retiró, y volvió momentos después para añadir—: Sírvase seguirme.

Estaba bien adiestrado en los negocios de la araña: ni siquiera había preguntado mi nombre. Tampoco, al parecer, lo había preguntado la propia araña. Cuantos menos nombres, menos engorros.

De nada serviría describir la casa. La mitad de mi vida había transcurrido entre los infra y la otra mitad en dependencias del Estado; ignoro los términos apropiados para referirme a la mayor parte de lo que vi. Cosas como mobiliario de artesanía, pinturas, cortinajes, ornamentos de metal y cerámica, habitaciones como joyas, alfombras como cuadros y una iluminación que revelaba y acariciaba.

Algunas personas de mi clase detestan todo esto y hablan de pan robado a las bocas de los necesitados y de que unos merecen más que otros. A mí no me importa en absoluto la lógica del desposeimiento (ningún mundo tendrá nunca lujos bastantes para todos), porque vendería mi alma, suponiendo que valiese algo, por poseer lo que vi en aquella casa. Yo no guardo ningún resentimiento contra la Señora; simplemente la envidio.

Sin embargo, la pequeña oficina donde fui a parar era sólo una oficina: un escritorio, sillas, una terminal de comunicador, una calculadora empotrada, una grabadora vocal y una mujer.

Ésta tenía unos cincuenta años, ojos y cabellos negros, estaba en camino de poseer un cuerpo pesado, apenas llevaba maquillaje y era bella de un modo que dependía más de su personalidad que de su estructura ósea. Según su ficha, nunca se había sometido a cirugía plástica. Su mirada no era defensivamente inexpresiva, sólo un poco entre inquisitiva e irónica.

—Eso será todo por esta tarde, Francis —dijo.

El chico se hizo el remolón; quería quedarse y escuchar. Observó:

—Ha mencionado a Kovacs.

—Eso me has dicho. Hasta luego.

—Buenas tardes, señora.

Cuando salía me dedicó una dura mirada, acaso destinada a fijar mi rostro en su memoria. En el inventario de sus dotes constaba que poseía una memoria anormal.

La Señora esperó. Ambos esperamos, jugando en silencio a un juego de fuerza, sabedores los dos de que era un juego. Ella suspiró, no porque cediera, sino para poner fin a aquella insensatez, y dijo;

—Cinco minutos.

Respondí enseguida:

—Soy un oficial del Servicio de Inteligencia Policial. Nací infra. Soy amigo de Billy Kovacs.

Lo último era falso. Aún no le conocía personalmente.

—¿Está él en alguna dificultad?

Aquello me sedujo irremediablemente. No: ¿Qué es lo que quiere?, sino: ¿Está en alguna dificultad? Entre una supra y un infra significaba mucho.

—No, señora, ni tampoco necesita nada que no tenga ya.

Era un modo de hacerle entender claramente cuánto sabía yo.

Ella asintió, y su mirada mostró un poco más de luz, menos irónica y se tornó más inquisitiva.

—Por lo tanto, es usted quien quiere algo.

—Nada que usted no esté dispuesta a dar.

Se distendió a ojos vistas, porque la palabra que no había sido pronunciada, extorsión, quedaba implícitamente excluida del intercambio.

Yo dije:

—Quiero ofrecer a Billy y a la señora Conway un regalo de Navidad. Quiero que Francis pase el día de Navidad en casa con ellos.

No preguntó el motivo: una persona de mundo sabe que nadie es honesto a la hora de revelar sus motivos. Fue directa al grano:

—Se negará.

—Confíe en él.

—¿Qué bien le hará eso a Francis? —preguntó.

—No lo sé. Puede que ninguno, y no me importa. Pero su madre lo merece. Y también Kovacs, puestos en el caso.

—Oh, coincido en ello. No conozco a la mujer, pero él es un hombre excelente, desaprovechado en aquel entorno.

—Desaprovechado no, señora. Está haciendo un trabajo para el cual nació.

—Y tiene por amigo a un policía. Se me ocurren una docena de preguntas que usted rehusaría contestar.

—Le contestaré una: Billy jamás me ha dicho una palabra referente a usted y Francis.

—Gracias. Siempre ha tenido toda mi confianza.

—Siga dándosela. Bien, ¿qué hay de Francis?

Una leve mueca me sugirió que el chico Conway le era más necesario que querido.

—Hasta Navidad dispongo de siete días para reflexionar sobre la manera de enfocar el asunto. ¿Ha de relacionarle a usted con ello?

—Es mejor que no.

—Muy bien. ¿Qué más?

—Nada más, señora.

Cuando me marchaba pensé en decir: «También puede usted confiar en mí». Ella me sonrió; es decir, pensé que en realidad sonreía a aquello y a las otras muchas cosas que ambos no habíamos dicho. Era como la jugadora que contempla el resultado de una partida. Pero me apresuré a salir de la casa porque si me hubiera demorado habría sido por horas, roído de envidia. Fue la única ocasión en que vi cómo vive la centésima parte del uno por ciento.

La causa de aquella intromisión mía era Teddy. A los dieciocho años había completado su formación básica y pasaba al aprendizaje sobre el terreno. Había cumplido como era de esperar (es decir, muy bien) en los estudios técnicos, y menos bien en su desarrollo como ser humano. Comprendía la estructura social y las desesperadas razones para preservarla frente a la menguante calidad de vida, pero apenas parecía pertenecer a tal estructura. Observaba el mundo como si no participase en su devenir.

Había tenido una única relación sexual, la cual semejaba, contra toda expectativa, dar señales de estabilidad con Carol Jones. A su edad no era suficiente; digan lo que digan la psicología y las convenciones sexuales, un hombre del Servicio de Investigación necesita amplia y, si es preciso, desdichada experiencia de la vida.

De un modo similar, había hecho sólo un único amigo, como si de todas las cosas le bastara siempre con una. Su amigo Arry Smivvers era un infra flacucho que demostró especial aptitud para las ciencias físicas, y que por tal razón fue trasladado a un ámbito de sutilezas intelectuales donde un policía tendría escasos contactos exteriores. Teddy había encajado la separación con malhumorado silencio, como una afrenta personal de la vida, pero ambos siguieron reuniéndose de vez en cuando.

Teddy necesitaba de otras relaciones menos comprometidas que le enseñaran la multiplicidad del género humano, y le demostraron que ser meramente uno mismo en un ego aislado no basta, y que el ego debe ser infinitamente elástico en un mundo en constante evolución. Como actor podía trabajar sin el más mínimo fallo a partir de un guión; eran las situaciones improvisadas las que hacían aflorar sus limitaciones.

Necesitaba de las personas.

Necesitaba el trabajo.

Necesitaba recordar que era yo quien había influido sobre su educación para hacer de él el instrumento cuya tosca forma vislumbré seis años antes.

La incursión del día de Navidad en Newport Veintitrés requería un nutrido equipo, en cuyo seno la presencia de unos pocos novicios no causaría daño, así que pedí que Teddy fuera incluido «para adquirir experiencia» y añadí otro par de muchachos para proporcionarle nerviosa compañía en su primera operación importante.