13
TEDDY
Años 2045-2047

I

Decir que los supra y los infra aprendieron a entenderse unos con otros sería desfigurar la verdad. Aprendimos a mezclarnos sin fricciones, pero a pesar de que algunas auténticas amistades, e incluso uno o dos idilios, se saltaron las barreras sociales, fueron excepciones, no más.

La insistencia de los tutores en que los componentes infra aprendieran a hablar correctamente y fueran capaces de pasar por supra en voz y maneras, les ofendía: no lo consideraban un progreso, y sólo bajo presión se hacían bilingües. (Lo cual, según se reveló más adelante, bastaba para empezar a socavar sus lealtades de clase).

Más curtidos en el sentido social estaban los periféricos, a quienes los infra consideraban falsos supra y los supra veían como contaminados de infra. Atrapados entre ambos, forzados a mirar arriba y abajo, nos dimos cuenta antes que los demás de cuán deliberadamente propiciaba el Estado tales actitudes. (Que la intención del Estado no era tanto estimular la división como preservar un estatus que económicamente manejable era una sofisticación que en aquellos momentos estaba todavía lejos de nuestras percepciones).

A través de todo este proceso, Nick persistió sin rencor en los entresijos de mi mente. Con la ilógica proclividad de los adolescentes hacia la pasión, eché muchísimo de menos la mano que pudo haberme aplastado pero nunca lo hizo. Una mala crisis de substitución de la imagen paterna.

Otros trastornos de la adolescencia afloraron. Carol y yo teníamos catorce años cuando ella me enseñó aquellos hechos de la vida que yo conocía sólo de una manera risiblemente teórica. Tuve la suficiente sensatez, o había desarrollado el suficiente respeto propio, para no preguntarle dónde los había aprendido. A continuación, durante un año, la dominó un complejo de ordenancismo perfeccionista, agobiantemente estricto en sus normas y reglas. Me dijo que yo me entregué a la interpretación de roles hasta tal punto que la gente me evitaba porque no estaba segura de quién iba a ser en un determinado momento, de lo cual ni yo mismo me había dado cuenta. Ambos sobrevivimos a nuestros respectivos períodos de sobrevaloración del ego, estábamos todavía unidos cuando pasaron, y nos revolcábamos dichosos en cualquier ocasión que nos permitiese un cierto grado de intimidad.

Una o dos veces intentó convencerme de que visitara mi casa, y estuvimos a punto de pelearnos. Ella aprendió a dejar al margen el tema, y yo asimilé mi sentimiento de culpa a medida que se acumulaban los años y aumentaba para mí la imposibilidad de cerrar la brecha. «Mamá, he vuelto a casa». «¿Por qué? ¿Hay algo que olvidaras llevarte?». No, no podría enfrentarme a aquello.

Oí decir que Kovacs se había trasladado y vivía con mi madre; parecía imposible, degradante. Ahora sé que aquella información me fue deliberadamente filtrada y que Nick estaba, en la sombra, en el origen de la filtración. Brindaba una sólida razón para acusarla de traición (¿contra quién?, ¿contra mí?) y endurecer mi corazón más todavía. Siendo los corazones lo que son, el mío sólo maldecía y se apenaba.

También se filtraron noticias de cómo se ganaba la vida Francis; llegadas a mí de una forma que hacía hincapié en sus aspectos criminales, me parecieron satisfactoriamente rastreras.

Si el campamento había trastornado nuestras creencias juveniles, la Escuela de Investigación las destruyó. Allí nos restregaron las narices con hechos que todo el mundo conoce, pero que, como son calamidades que afectan a otras personas, no reciben ninguna atención; por ejemplo, que las dos terceras partes de la población mundial pasan hambre aunque no sería difícil, con una pequeña ayuda, evitarlo.

En nuestras mentes nunca habíamos ubicado correctamente aquellos hechos tan remotos. ¿Por qué hacerlo? Al ser educados como supra, desde la cuna nos habían apuntalado contra los horrores, y era deber de los padres desviar nuestro pensamiento del abismo. Si nuestra estirpe era infra, desde la cuna nos habían enseñado que podíamos disponer del cupo que nos asignaba el Estado (una ración frugal, pero científicamente calculada) y de nada más; que vivir significaba sacar el máximo provecho de muy poco; que no existía una vía de salida de las torres infra (falso) y que la preservación del Estado dependía de que reconociéramos cuál era nuestro sitio y no sacudiéramos el bote. ¿Por qué, pues, inquietarnos por cosas tan ajenas?

Aprendimos, extrañados ante lo obvio, que el Estado no se limitaba a fomentar aquellos consejos de resignación, sino que los promulgaba activamente. Los más brillantes estudiantes de historia observaron con decorosa sorpresa que tanto la Iglesia como el Estado habían predicado aquella doctrina del sitio predeterminado en el esquema de las cosas dos siglos atrás. Nuestro mundo había retrocedido un paso. Oí el sarcástico Nick inquirir una vez más cuál era el significado del concepto «progreso».

El resultado fue la indignación del equipo tutorial. El tutor del día escuchó, frenando extravagantes protestas acá y allá, pero en general coincidiendo con nosotros. ¡Estaba allí sentado reconociendo que un Estado monstruoso mantenía el orden por medio de mentiras y fraudes! Su aquiescencia nos hizo callar más deprisa que el autoritario restallar de un látigo, hasta que una única voz quedó, gritando: «Pero…» y sumiéndose luego en el silencio general.

—Pero… —repitió Larry. Era un policía que nos trataba con genial tolerancia y accesos de histriónica desesperación—, ¿pero qué, coléricos papanatas políticos? ¿Qué haríais vosotros para cambiarlo?

¡Qué no habríamos hecho! El aire hervía de utopías y de fórmulas para neutralizar los errores filosóficos del Estado. Al final, Larry dijo:

—Este estallido de necedades bien intencionadas tiene lugar cada año en este punto del programa de estudios. Vosotros no sois ni mejores ni peores que la mayoría, sólo sois más ruidosos. —Se sentó en un ángulo del escritorio, balanceando una pierna y contemplándonos con una ceja enarcada, signo de que se estaba desilusionando rápidamente—. Cada uno de vosotros prepara un esquema para la solución del problema planetario del hambre. Si consideráis que el principal problema son las fluctuaciones del clima, al que debemos enfrentarnos perfeccionando la meteorología, estableciendo pequeñas estaciones de control del tiempo y mejorando la administración de las explotaciones agrícolas, quedad advertidos de que no será así. Vuestras preocupaciones deben ser la salinización, la educación, la financiación, el transporte, la religión, la política internacional y el egoísmo. Como documentación recomiendo los Procedimientos Gubernamentales y los Anuarios de los principales países. Vais a tener sorpresas. Podéis iros.

Cuando ya nos marchábamos se le ocurrió otra cosa:

—Si al cabo de una semana alguno de vosotros desespera de terminar el ejercicio, lloraremos juntos pero no habrá rebaja de puntuación. Esto, sin embargo, no os absuelve de intentarlo.

Nos empantanamos en un lodo más profundo de lo que habíamos soñado en nuestras lucubraciones. Transcurrido el plazo, nadie había completado la tarea; lo que encontramos en aquellos textos recomendados expulsó de nosotros la necedad por simple y escueto terror. El Servicio de Investigación Policial obtuvo una gran victoria sobre los condicionantes sociales. Empezamos torpemente a pensar.

Larry opinaba que cuando las palabras explicitaban la ignorancia, quedaba espacio libre para que empezara a entrar la información, del mismo modo que el problema de la superpoblación procedía, obviamente, del de los alimentos. De hecho, lo sucedía al día siguiente.

El grupo coincidió en que era, básicamente, un problema de los gobiernos nacionales. Cuando se ha nacido en el seno de un sistema de los calificados Estado Providencial, que asume la responsabilidad de todo, la tendencia general suele ser dejarlo todo a su cargo. La natalidad afecta a la comunidad entera, de modo que el Estado debería…

¿Debería qué?

Larry subrayó los intentos que se habían hecho en el pasado: esterilización reversible e irreversible, decretos limitando el tamaño de la familia, concesión selectiva del derecho a procrear, castigos salvajes a la concepción ilegal, exhortaciones de líderes carismáticos y aberraciones tan grotescas como la segregación de los sexos o el estímulo a las relaciones homosexuales.

Las dos últimas las veíamos claramente como rechazos de la genética heterosexual.

—¿Las otras no? —preguntó Larry.

Bien, sí, las otras también… pero algún tipo de restricción era necesario…

—¿Restricción aplicada por quién?

Vaya, ejem, pues por los procreadores en perspectiva. La contracepción era, a fin de cuentas, libremente asequible.

—Una actitud moral muy respetable para una clase cuya intensidad sexual combinada no produciría ni un aliento a la puerta de un burdel. ¿Qué pasa con las consecuencias de denegar la paternidad?

Nosotros las conocíamos por referencias, a través de lecturas. Evaluadas a lo largo de tres generaciones de pruebas por todos los países importantes, implicaban la quiebra de la unidad familiar, el incremento de la violencia callejera y doméstica, la apatía, la depresión mental, la evasión de responsabilidades y, lo más grave desde el punto de vista del Estado, las inquietudes que se manifestaban a través de la destrucción de propiedades, la disensión política y la franca insurrección.

—Eliminad el núcleo de la actividad sexual, la procreación, y la energía emocional buscará otra vía de escape. La alternativa a la creación es la destrucción. La gente quiere hijos.

La adolescencia puede ser una edad generadora de cinismo, así que no fue una sorpresa que una voz dijese:

—Los pobres sí.

La voz pertenecía a un chico a quien llamábamos Arry[3] en vez de Harry porque había elegido responder a este nombre en lugar de rechazarlo por reflejo de sus orígenes infra; un exceso de susceptibilidad habría desencadenado más peleas de las que un luchador del arroyo habría podido soportar sin sucumbir. Además, era flaco y desmañado y no demasiado bueno para nada, excepto ciertos ejercicios gimnásticos y las carreras de fondo. A mí me caía bien de una manera informal, casi contra mi voluntad, pero lo suficiente para ponerme de su parte cuando necesitaba apoyo y no molestarme cuando no me daba las gracias por ello. Supongo que a mí se me notaban todavía los posos de la vanidad, porque él era el único infra que se me acercaba sin reservas.

Los chicos supra de nuestro grupo no discutieron su afirmación respecto a los pobres porque Arry era pobre, mientras que los infra sabían exactamente a qué se refería. La historia respaldaba lo que había dicho: la pobreza había sido siempre un paridero, y en el corazón de los problemas de nuestra época estaban los pululantes e improductivos pobres.

A Larry le tenían sin cuidado los supra o los infra o los sentimientos de unos y otros.

—Cierto —dijo—, ¿por qué?

—Hábito —respondió Arry, un tipo lacónico.

—¿De veras?

—Si lo pierdes te conviertes en una especie en vías de extinción.

—¿Y eso es todo?

—Necesitas una distracción cuando tienes mucho tiempo libre.

Larry frustró nuestro regocijo diciendo:

—Eso es literalmente cierto. Un rasgo de la pobreza inactiva es la incapacidad de desarrollar los recursos internos. Los pobres necesitan diversiones que no les cuesten nada. —Ante el rumor de siseos contenidos, añadió—: Si hay que pagar por ello es que no lo mereces.

Aquello provocó entre las chicas un revuelo de protestas contra los desconsiderados varones que las trataban como objetos sexuales.

—¿Queréis decir que deberían pagaros por ello? Bien por vosotras, pero decidme, ¿cómo tratáis vosotras a los varones?

¿Eh? Oh, como compañeros, como posibles partícipes de una vida en común.

—Y a veces —dijo Carol, para cuyo sentido del humor no había favoritos—, como objetos sexuales.

—¿Sólo a veces?

Ella no se dejó arrastrar; llevar más lejos la traición al clan femenino le habría deparado una temporada en el infierno por parte de las otras chicas. Cuando las cosas se calmaron, alguien preguntó algo que debió haber sido preguntado antes:

—Pero ¿por qué falla la educación contraceptiva?

Larry expresó en su rostro la imperturbable inocencia del mentiroso que rehúsa ser interrogado.

—La verdad es que no lo sé. Podría ser un tema interesante a investigar. Exponedme vuestras ideas dentro de una semana a contar desde hoy.

Una docena de voces inquirió:

—¿Referencias?

—El sexo no se investiga en la biblioteca. Intentad reflexionar… o lo que sea.

Había sido un buen lote de estímulos a asimilar en dos días, pero era viernes y la mayoría de los alumnos se irían a sus casas a pasar el fin de semana. El problema de la superpoblación se dejó cocer a fuego lento. Sigue cociendo a fuego lento todavía.

II

Los alumnos corrieron a ponerse sus ropas de calle, cogieron sus bolsas y se demoraron únicamente para el control reglamentario en la salida. A continuación, el pequeño grupo de los que por una u otra razón no nos marchábamos a casa nos acercamos al tablero de avisos para ver si había alguna novedad, y no encontramos ninguna.

En el tablero había, sin embargo, un mapa de calles, un mapa grande, con el Centro Urbano señalado en rojo y los nombres de los principales edificios indicados como referencia. Lo examiné con una punzada de la antigua fascinación, pues en nuestro cuarto año de estudios el Centro Urbano había sido declarado «libre» para nosotros, es decir, susceptible de ser visitado sin restricciones. (¡Permiso para ser adultos!).

De niños, habíamos hablado mucho del misterioso Centro Urbano y de sus fabulosos laberintos del poder. Más tarde supimos que era simplemente una joya de anticuario, con sus viejos edificios preservados por falta de dinero para derribarlos y reconstruirlos y que estaba plagado de planificadores, programadores y secretarios y mensajeros, pequeños supra que trabajaban a las órdenes de los grandes supra que tomaban las decisiones del Estado. Persistieron un tiempo los rumores sobre las bandas de ladrones infra que salían del alcantarillado; nosotros no llegamos a darles crédito, pero nunca se puede estar seguro…

Quienes habían visto el Centro en la actualidad decían que nadie en su sano juicio se acercaría a aquel mohoso lugar: «Caserones miserables donde no hay apenas un alma viviente». Probablemente era verdad, pero el atractivo no se había desvanecido para mí; en todo caso, quería comprobarlo personalmente.

Mientras contemplaba el mapa, una voz infra susurró junto a mi oído:

—¿Quiesí, Teddy? —Era Arry, quien en un abrir y cerrar de ojos podía olvidar su correcto inglés. En tono apologético y procurando expresarse con la elegancia que le habían enseñado, repitió—: ¿Quieres ir, Teddy?

Por supuesto que quería ir, pero para conseguir un pase de salida válido para el Centro Urbano era necesaria la ropa de calle, y no la tenía. La ropa con que había ingresado se me había quedado pequeña y no encontré manera de reemplazarla: el Estado no veía motivo para suministrar cupones de ropa corriente además de uniformes.

—No tengo ropa —dije escuetamente, disimulando mi vejación. Luego le traspasé la vejación a él—: ¿Y tú dónde encontrarás ropa de ciudad?

Los atuendos que vestían los infra cuando se iban a casa hubieran sido objeto de escándalo en el Centro. Pero Arry me lanzó una curiosísima mirada de soslayo, en la que se mezclaban la benevolencia y la complicidad.

—Puedo conseguirlas. Y que me presten algunas para ti.

No creí ni una palabra. Educados o no educados, los infra eran infra, es decir, falsos y tortuosos. Pero yo deseaba fervientemente visitar el Centro. Él tomó mi silencio por asentimiento, o simuló tomarlo.

—Veinte minutos —dijo—. En tu litera.

Tardó menos aún. Apareció en mi cubículo con dos equipos completos: pantalones, camisas, cinturones, gorras, dos pañuelos de cuello de los que aquel año estaban de moda y dos brazales que nos identificaban como cadetes. Reconocí las prendas que me dio y supe que me irían a la medida, como también supe que su propietario estaría dos días ausente y que era un presuntuoso supra de quien Arry jamás habría conseguido que le prestase nada.

—¿Una llave falsa?

—Un préstamo —insistió Arry, con una sonrisa de abierta conspiración—. Pero de alguien que no apreciaría que se lo agradeciéramos.

Tuve remordimientos.

Pero también tenía una ocasión de ver el Centro Urbano.

Me vestí de calle.

Lo mismo hizo Arry, con una diferencia. Cada vez que se ponía una prenda se estudiaba en mi espejo de pared, hechizado por la imagen de un extraño. Nunca en su vida había llevado ropa bien hecha y conjuntada.

Se previno a sí mismo con un murmullo:

—No tropala.

Yo lo traduje como: No debo estropearlas, o algo similar.

Luego recogimos nuestros pases en el control, y salimos.

La Puerta Sur del Centro Urbano estaba a media hora de camino, siguiendo la St. Kilda Road con sus árboles y sus céspedes y los edificios del Consorcio Nacional, cada uno con su placa descriptiva (Hospital, Cuartel de Policía, Hotel, Iglesia del Cristo Científico, ¿qué demonio sería esto?), hasta el Princes Bridge.

Era un día cálido y brillante, y todavía nos quedaban cuatro horas de luz para mirar y descubrir. Yo olvidé la incomodidad de la ropa «prestada» y, casi cantando, exclamé:

—¡El mundo es magnífico, Arry! —Luego, bromeando cordialmente—: Quiero decir Harry.

En sus labios se dibujó una angosta sonrisa.

—Arry es correcto. Así me bautizaron mis padres. No sabían más.

¿Padres? Estuve al borde de meter socialmente la pata. Uno no preguntaba por qué otro no se iba a casa los fines de semana. A mí me habría resultado imposible aclarar mis propias razones.

Él continuó como si hubiera oído lo que yo callé:

—Y cuando llegó el día en que pude habérselo dicho, ya habían muerto. —Aquello levantaba una barrera de cuestiones impreguntables, pero se aprestó espontáneamente a explicarlas como si supiera que yo necesitaba de sus confidencias antes de hacerle las mías—. A los siete años yo era un chico del arroyo. ¿Sabes lo que es eso? —Yo conocía el término, nada más—. Cuando la gente de las torres muere, los que sobran en un apartamento vienen y se apropian de todo. Y no siempre se ocupan de los niños, si los hay. Y a veces éstos se escapan por su cuenta. Yo me escapé: los que se instalaron en nuestro apartamento eran mierda.

—¿Y cómo viviste?

—No del todo mal. Hay miles de ellos en las calles. Duermen en cualquier parte: en los corredores, fuera, sobre el hormigón si no llueve, en cualquier parte. Te unes a una banda, mendigas, robas.

Apenas comprensible.

—Pero ¿cómo te las arreglas con la comida, con la ropa cuando está demasiado estropeada, o cuando caes enfermo?

Su respuesta inició, según creo, mi comprensión de la subcultura infra, del orden bajo la inmundicia y la violencia.

—El Jefe de Torre cuida de los suyos. Procura que tengan lo que se supone que deben tener. —Su voz conservaba el recuerdo de su confianza en aquel sistema inverosímil. El golfillo infra había aprendido a hablar, pero no se había desprendido de su crianza.

Yo dije impulsivamente:

—Conozco a un Jefe y es una bestia asesina.

Arry no se sorprendió.

—Todos lo son en ocasiones cuando tienen que serlo. El jefe lucha para ser jefe y lucha para seguir siendo jefe y lucha por su gente, ya que nadie más lo hará. No puedes imaginar cómo son las torres.

Verdad. Yo no estaba en condiciones de decir sobre ellas una sola palabra inteligente, sólo podía preguntar cosas como:

—¿Hay allí escuelas?

—Ya no. Pero sí maestros.

—Bien, ¿cómo…?

Su permanente sonrisa empezaba a afectarme un poco.

—Las máquinas dejan a los supra sin empleo y muchos supra instruidos van a parar entre los infra. Enseñan porque es para lo único que sirve la mayoría de ellos. Los jefes procuran conseguirlos para los chicos espabilados. Yo tuve uno que había sido maestro de verdad en las escuelas.

—Pero si no hay escuelas ni, por lo tanto, registros de calificaciones, ni historiales, ¿cómo os seleccionan para el Test?

—Los maestros avisan al jefe de la Torre cuando creen que tienen un buen alumno y él resuelve lo del Test.

Aquello era sorprendente porque implicaba una interacción entre las torres y el Estado. Uno pensaba en las torres como en el limbo, algo marginal, ignorado.

Con un punto de impaciencia, dije:

—Das a entender con eso que los jefes son servidores del Estado.

Consideró la idea, serio y pensativo.

—No, pero hay una cierta comunicación a través de la pasma, una especie de toma y daca en el que ambas partes saben lo que pueden hacer.

—No funcionaría.

—Funciona —dijo Arry escuetamente—. Ha sido organizado por ambos, la pasma y los jefes. El Estado dicta las normas para que todo el mundo esté alojado y alimentado, hasta cierto punto, digamos, pero el verdadero trabajo de administrar las torres lo hacen la pasma y los infra. No se trata de leyes y burocracia, sino de saber hasta dónde puedes llegar en un sitio y cómo tienes que desempeñarte de manera distinta en otro.

—Sigo pensando que no es posible.

—Nadie lo explica detalladamente, pero así es. Se prueba, se equivoca uno, se vuelve a probar. ¿Cómo encaja en esto el jefe que conoces?

—Es sólo un ladrón, un intrigante, un bastardo.

—¿Te parece que si no lo fuera podría gobernar aquellas pocilgas de docenas y docenas de pisos? ¿Cómo se llama?

—Kovacs.

—¿Billygoat? —Estaba impresionado, lo cual me irritó—. Todo el mundo le conoce. Es de la vieja escuela… Aporréales primero la cabeza, luego diles cómo deben comportarse y sigue pateándoles el culo hasta que aprendan. Los jóvenes, los nuevos son diferentes… Casi dirías que han sido adiestrados.

De aquella forma tan simple, sin darse cuenta de lo que hacía, reveló con todo detalle cuál era la carrera que Nick había planeado para mí, lo que explicaba toda su paciencia y todos sus enojos, todo lo que había dicho y hecho. Mejor era que nuestros caminos se hubieran separado… A mí no iba a entregarme a los infra un magnánimo benefactor cualquiera.

En la Puerta Sur expulsé a Nick y a Kovacs de mis pensamientos mientras mostrábamos nuestras muñequeras al control electrónico y se nos franqueaba el paso al Centro Urbano.

III

Desde la entrada del puente contemplamos el perfil de los edificios contra el cielo como si nunca lo hubiéramos visto desde el otro lado de la barrera. Se decía que no había cambiado desde los años noventa, cuando el primer derrumbe de la base financiera había sacudido la industria de la construcción, viejo barómetro de la estabilidad fiscal. Aquella recesión fue un hito histórico, el principio del final de la era antigua, pero nosotros nunca habíamos entendido del todo las explicaciones académicas de la erosión de un sistema económico que había perdurado a lo largo de milenios. Veíamos la ingenuidad del concepto básico de que la expansión estaba limitada únicamente por los recursos naturales, aunque no comprendíamos cómo los antiguos economistas se habían dejado embaucar por ello. Sus teorías no habían incluido una para detener la descomposición.

Aquellos viejos edificios no eran altos en comparación con las torres comunitarias; muchos eran estrechos y planos; algunos habían sido forrados de vidrio (vanidad estúpida) que se rompió acá y allá y fue apedazado con materiales más prácticos que te miraban como ojos ciegos, aunque unos pocos todavía brillaban esplendorosos al sol de la tarde. La mayoría eran de un gris sucio o estaban manchados por la contaminación y la humedad, plantados como centinelas zarrapastrosos junto a los cañones tendidos a sus pies.

Arry dijo:

—Te hace pensar.

—¿Pensar en qué?

—En por qué edificaron tan alto y después pusieron las torres todavía más altas. —Su lenguaje, lejos de la clase de sintaxis, tendía a hacerse confuso—. Sabían que no estaba bien. El siglo pasado los llamaron rascacielos para obreros, y no daban más que problemas. —No me pareció que aquello justificase la cólera que de pronto le acometía. Su voz se hizo chillona—. Encerraron a la gente como gallinas en una granja avícola, salvo que no ponían huevos. —La frase sonaba como tomada de un libro, y se lo dije, pero él insistió—: Fracasaron una vez, pero volvieron a empezar, ahora con edificios de setenta pisos, y encajonaron en ellos a nueve millones de personas. Aquellas personas vivían allí como cerdos, pero siguieron construyendo. ¿Por qué? —Su flaco cuerpo se estremeció, y su lengua resbaló de nuevo hacia la jerga infra—: ¿Poré, Teddy? ¿Poré nosieron eso?

¿Qué puedes decir ante una angustia que no comprendes? Él sorbió desdeñosamente y, con un toque de salvajismo infra que casi me hizo reír, poniendo tanto cuidado como si hablara en clase, repitió:

—¿Por qué nos hicieron eso a nosotros?

Quería una sofisticada respuesta supra que pudiese devolverme tergiversada, pero yo prefería la paz.

—Supongo que no fueron capaces de pensar en otra cosa mejor. Tú has visto en el triv imágenes de Calcuta y Shanghai y Sudamérica y África… Todo chozas y gente esquelética, sin cloacas, sin grifos de agua, sin manera de distribuir comida, sólo calles enfangadas para caminar. —Así me encontré defendiendo un Estado que todos sabían era un fracaso—. Hicieron lo mejor que pudieron.

—¡Y todavía somos el País Afortunado!

Aquella expresión había sido nuestro fantasma en el discurrir de los años, significando al parecer que nosotros escapábamos siempre de las peores congojas del mundo gracias a la suerte o a la distancia, pero en boca de Arry era una maldición infra.

Desde el puente eché una mirada al río, una corriente sucia, parda de basuras, que se deslizaba a la altura de la ribera, a pocos metros bajo mis pies, transportando ramas y botellas y animales muertos y manojos de restos sin nombre. Probablemente se desbordaban también las cloacas. No podía decirse que apestara, pero despedía un olor parecido al de Kovacs el día que le vi por primera vez, que era la acritud de la podredumbre infra.

El río tenía la anchura de un campo de fútbol, cubría los andenes de la estación ferroviaria en desuso que había en una de sus riberas, lamía los muros de la abandonada sala de conciertos en la orilla opuesta y se extendía hasta perderse de vista entre las calles desérticas de Melbourne Sur.

Arry leyó el marcador de nivel prendido en el soporte de una farola.

—Cuatro metros de crecida. El triv dirá que llueve en las colinas.

Aquéllos eran los años en que Victoria soportaba su porción de tiempo loco, cuando se fundía la capa de hielo antártica, enfriando las principales corrientes y alterando sus cursos; cuando cambiaron los gradientes de temperatura y la línea de los vientos predominantes, anegando desiertos incultivables bajo aguas inútiles mientras los antiguos bosques eran tostados y desnudados por la crueldad del sol; cuando un año daba y el siguiente expoliaba, y los pastos se convertían en yesca y llovía donde no debía llover y se contaminaban las aguas de los ríos.

Arry fue al grano:

—Tu Kovacs se estará mojando el culo. Newport está justo al nivel del río. A estas horas ya tendrán dos pisos inundados.

—Jolgoriosa idea —dije yo.

Pero, con aquel sentimiento de culpa superfluo respecto al cual nada podía hacer, pensaba en mi madre. Su casa se encontraba a suficiente altura para escapar a la riada. ¿O no era así? Yo no lo sabía. Esperaba, en una confusión de plegaria e ira, que Kovacs estaría ganándose sus miserables dólares, no encogiendo sus huesudos hombros y marchándose con la espalda vuelta al infortunio.

No podía marcharse: vivía allí. Mi súbito sentimiento enfermizo de que debía tragarme el orgullo y volver a casa se desvaneció en el olor de Kovacs y del río. ¿Qué te trae a casa, querido Teddy? Tu mamá está a salvo conmigo. ¡Lárgate, pequeño supra!

Arry me devolvió al mundo inmediato:

—¡Los supra viven en Balwin Heights y en las zonas altas, pero los malditos infra morirán ahogados!

El abandono, sin embargo, nada tenía que ver con la casta. Sólo vagamente podíamos imaginar los miles de millones que costaría contener las crecidas de los ríos y el ascenso del nivel del mar, aunque sí sabíamos sin ninguna vaguedad que el Estado se hallaba en bancarrota.

Cruzamos el puente para entrar en el Centro.

Caserones miserables donde no hay apenas un alma viviente. Años atrás, las empresas se trasladaron a los suburbios porque, al quebrar el transporte público, la gente dejó de desplazarse a un trabajo que ya no existía. Ahora tampoco existían las empresas. En el Centro Urbano, los viejos edificios alojaban departamentos estatales que empleaban a las tres cuartas partes de la fuerza de trabajo, de modo que podía haber un cuarto de millón de personas en los cuarenta bloques del conjunto.

No vimos a muchas; estaban dentro, administrando el Estado, y aparecían brevemente en la calle cuando cambiaban los turnos. Las pocas que distinguimos tenían algo que hacer, se dirigían por obligación de un punto a otro; para ellas no había nada que mirar, nada que las demorase.

Las calles estaban limpias, cuidadas por robots rodantes que patrullaban por las calzadas y efectuaban incursiones en las aceras cuando sus sensores les indicaban que no iban a encontrar a nadie. Nos divertimos obligándolos a regresar a la calzada, plantándonos delante de ellos cuando detectaban algún resto de basura y se dirigían hacia él; incluso les pedíamos perdón, e intercambiábamos burlonas especulaciones sobre si las máquinas podían sentirse frustradas. Los escasos transeúntes no nos prestaron atención: nuestros brazales decían quiénes y qué éramos, y seguramente estaban hartos de ver a cadetes extras exhibiendo su ingenio en horas de permiso.

Había pocas tiendas. Podías comprar revistas y comidas ligeras, pero únicamente en un par de establecimientos vendían ropa, localidades de teatro o artículos que no fueran de inmediata utilidad. Al Centro se iba, no se vivía en él. Era inerte.

Encontramos, no obstante, cosas que ver. La antigua biblioteca pública se había conservado, y en una cultura de grabaciones magnéticas y bancos de datos su contenido era fabuloso. Más de un millón de libros reunidos en un determinado lugar era algo difícil de creer; creer que todos ellos merecían ser conservados era más difícil aún. La mayoría seguramente no valían ni una ojeada, y mucho menos la atención reverente del personal de la biblioteca, pero una insinuación en este sentido hizo que los labios del anticuario se fruncieran en una mueca de desdén. No había otros miembros del público más que nosotros; entonces, si nadie se servía de los libros, ¿para qué conservarlos? ¿Porque ya estaban allí?

La historia estaba allí, ensombreciéndose inútilmente en la calle.

—Está todo muerto —dijo Arry—. Las personas que vemos también están muertas.

A despecho de su apariencia mohosa, empero, al Centro se iba, no sólo se lo cubría para la desinteresada posteridad por una capa de polvo. Encontramos una cafetería, aunque la comida estaba en el altísimo nivel de cupones reservado a empleados con bonificaciones generosas. Yo habría dado media vuelta, pero Arry dijo:

—Te invito.

—¿Con qué?

Me mostró por un instante un fajo de cupones azules lo bastante grueso para empachar a un glotón, que rápidamente volvió a ocultar en el bolsillo.

—¡Robados!

Debí parecerle un campeón de la mojigatería, un modelo de probidad escandalizada, pero los chicos supra habíamos sido educados en la creencia de que robar era impropio. Buena panda de imbéciles salimos.

—Mi Jefe de Torre me los envió.

Tuve la poca generosa visión de un Jefe de Torre sobornando anticipadamente a un extra que con el tiempo podía serle útil. No concedí al hombre el beneficio de creer que estaría orgulloso de su patito feo y arriesgaría la libertad para cuidar de él; sólo gruñí desairadamente que debieron ser robados en uno u otro momento.

Arry me explicó con paciencia ejemplar que los cupones eran una moneda de cambio esencial, que la policía los pasaba en compensación de «favores» recibidos. Pagos por información y traiciones, refunfuñó mi educación de «soy mejor que tú», mientras mi estómago pensaba únicamente en la comida expuesta en los mostradores.

—Ser infra tiene algunas ventajas —declaró Arry—. No muchas, pero algunas.

Encargamos una cena propia de los magnates del Estado que aparecían en los seriales del triv. La moralidad se estremeció, pero engulló hasta hartarse.

Después de aquello encontramos, justo en el límite oriental, un viejo edificio cuya decorativa fachada transpiraba épocas de esplendor: el Princess Theatre. Su correspondiente placa decía que fue construido en el siglo diecinueve y todavía seguía en uso. La Sociedad de Cinematografía Primitiva proyectaba un ciclo de películas que nunca habíamos oído mencionar, así que gastamos unos cuantos cupones más de la reserva de Arry.

Fue una peculiar experiencia contemplar lo que había hecho gozar a nuestros bisabuelos, quienes probablemente lo consideraban la última palabra en tecnología de impacto. Eran películas cortas que cubrían un siglo o más de «arte» cinematográfico, si era así como lo llamaban. Todas eran bidimensionales, anteriores al triv; algunas no tenían color y otras no tenían sonido, como dibujos animados donde los muñecos eran doblados por actores. La mayoría eran casi ininteligibles, porque la forma de actuar había cambiado y los criterios dramáticos se habían hecho más sofisticados. Sólo las cómicas más primitivas, payasadas sin diálogo, eran enteramente comprensibles, aunque primarias e idiotas, pero Arry se desternilló de risa e insistió en ver el programa completo. Yo decidí que los infra debían crear la mayor parte de sus propias diversiones, lo cual no propiciaba la sensibilidad artística. Cuando salimos de nuevo a la calle, había oscurecido.

Paseamos por los cañones iluminados a medias. Brillaban las ventanas allí donde trabajaban los turnos de noche (¿qué harían entre las pilas de ordenadores y las operaciones automatizadas?), pero la mayoría estaban a oscuras; los pisos altos desaparecían en un cielo cubierto de nubes que amenazaban lluvia. Las aceras se hallaban iluminadas a ahorrativos intervalos: una farola encendida de cada tres, un corredor de sombras. En el complejo entero reinaba tal silencio que los pequeños ruidos se identificaban en la distancia como pasos, como el roce de trozos de papel impulsados por la brisa, e incluso como discretas conversaciones entre fantasmas situados en lugares invisibles.

Descendimos rápidamente por Bourke Street. En aquel momento yo quería regresar ya a nuestros cuarteles, alejarme de las aceras vacías, de las negras calles y callejuelas que entre edificios se sumían en los bloques silenciosos. Casi silenciosos. Unas voces chirriaban en la oscuridad.

—Infra —dijo Arry.

Recordé los rumores que sobre las bandas de las cloacas circulaban entre los estudiantes.

—¿Qué hacen?

—Buscan cosas aprovechables en las basuras.

—¿Y la policía no…?

—Ninguna ley impide a los infra venir al Centro o ir a donde sea, pero aparece por aquí descalzo y medio enseñando el culo y te expulsarán en un abrir y cerrar de ojos por vagancia o por lo que se les antoje. De noche, no. De noche es diferente. Toma y daca. La pasma mira hacia otro lado.

—¿Atracadores?

Arry se echó a reír.

—¿En el Centro? ¡Qué ideas tenéis los supra! Los Jefes de Torre no lo tolerarían; tendrían que estar compensando continuamente a la pasma, quizás entregándoles los atracadores para que se quedaran quietos. Vienen a rebuscar.

La imagen acumulativa del mundo infra como una cultura destartalada con una jerarquía y unas normas y una especie de sucia protección del orden empezaba a operar sobre mi mente.

Arry me asió del brazo.

—¡Fíjate!

Lo único que se movía en la calle era una hilera de robots limpiadores, una docena, que avanzaban en dirección a nosotros, desplegándose, pensé yo, para un nuevo barrido.

—¿Fijarme en qué?

—Los limpiadores.

El robot que iba en cabeza subió a la acera frente a la boca de un callejón, abrió la compuerta de su depósito y expulsó la totalidad del contenido de éste, que formó una pila de desechos de oficinas, de cafés y de la propia calle; luego retrocedió un poco y se detuvo, como en espera de acontecimientos.

Los basureros surgieron del callejón y se pusieron a revolver los desperdicios. Desde el otro lado de la calle y a cincuenta metros de distancia, nosotros no podíamos ver demasiado bien en la escasa luz, pero era obvio que ellos sabían lo que querían y trabajaban con método. En cuestión de minutos el montón quedó reducido a un tercio de su tamaño y el material extraído pasó por una cadena de manos a la oscuridad. Una figura semidesnuda manipuló un control en la estructura del robot; éste avanzó, aspiró la basura que había sobrado y se alejó camino del vertedero a que estaba destinado. Otro robot ocupó su lugar.

—¿Qué es lo que recogen?

—Todo lo aprovechable. Botellas, latas, trozos de metal, agujas, pinzas y harapos, pero principalmente papel.

—¿Papel? Estará escrito o hecho una mierda.

—Si está escrito sólo por una cara, las mujeres lo planchan para que se pueda escribir en la otra. El resto, envoltorios o lo que sea, lo hacen pulpa, lo empastan y lo prensan para los moldeadores. Se pueden hacer muchas cosas con papel, incluso ciertos muebles.

¿Cuánto durarían un aparador o una alacena de papel? ¿Qué importaba, si podías hurtar los materiales para uno nuevo?

Arry dijo:

—En la basura de las cocinas hay comida, restos, trozos. Lo hierven todo y lo mezclan con el rancho.

Repugnante rancho. Pero la ración del Estado estaba calculada… Allá en la Periferia, Kovacs había dicho que los infra robaban a los infra, los fuertes a los débiles, hasta los adultos a los niños… Siempre habría alguien necesitado de alimento, hambriento entre los hartos… No podría evitarlo ni el más implacable de los jefes de Torre. Sentí la nauseabunda vergüenza de no haber padecido hambre nunca, de haber sabido toda mi vida que existía otra cara del mundo, sin sentir por ella más que repulsión; y en aquellos momentos, de no alcanzar a comprender la mentalidad de Arry, que lo sabía mejor aún que yo y en gran parte lograba contener su ira.

Al otro lado de la calle, el contenido de los limpiadores era seleccionado con el metódico proceder de una operación estatal. Interferencia con la propiedad del Estado… Mi conciencia seguía estando con la ley.

—¿No lo impide la policía?

—Sigues sin entenderlo, ¿verdad? La pasma programa los limpiadores para que se detengan en los puntos de recogida cuando están llenos.

En mi mente, la estructura de la sociedad cambió de nuevo. Vislumbré en la media luz la picaresca sonrisa de Arry.

—Si podemos aprovechar lo que los supra tiran, ¿por qué no? —añadió—. Los pasmas son unos bastardos, pero no estúpidos. Y en las torres, una cosa ha de estar completamente, absolutamente machacada para que se la dé por definitivamente inservible.

Dos hombres se separaron del grupo de basureros y cruzaron la calle un poco más abajo de donde estábamos nosotros. Casi desaparecieron en la sombra de una veranda.

—Nos han visto —dije.

—Nos han visto desde que llegamos aquí. ¿Y qué?

—Se nos acercan entre las sombras.

—Sólo pueden acercarse entre las sombras. Pero no se esconden.

Así era: andaban rápida y abiertamente.

—¿Qué querrán?

Un encogimiento de hombros.

—Ya lo dirán.

Se pararon a unos metros. El más próximo a nosotros era relativamente bajo de estatura, musculoso, pero yo no podía ver mucho de su rostro porque llevaba una espesa barba. (Afeitarse, si te detienes a pensarlo, es un lujo caro).

Con voz suave, el barbudo dijo:

—¿Arry?

Mi desolada reacción fue pensar que el infra Arry me había arrojado a sus lobos infra. Acepté la traición al instante como un hecho indiscutible, sin mayor razón que el hecho de que la desconfianza de clase tarda en morir. El rictus del pánico me inmovilizó. Yo era novato, estaba vacío de experiencia, todo intelecto y ningún recurso. Más adelante aprendería a desenvolverme en las encerronas, a aplicar mis instrumentos mentales o a estallar en acción, según lo requiriese el caso, pero aquella noche era un completo inútil. Como un conejo hipnotizado me quedé allí, mientras a mi lado fluía la jerga infra más deprisa de lo que era capaz de captar. Hasta que Arry dijo:

—¿No le reconoces, Teddy? Nick Nikopoulos.

La juventud es estúpidamente adaptable. Un hombre más viejo, como yo mismo hoy, por ejemplo, con conocimiento práctico del mal y la violencia, se habría distendido con franco alivio al desaparecer la amenaza. Yo, con quince años e infinitamente elástico en ignorancia y rapidez de recuperación, sólo moví la cabeza para asentir y dije:

—No le había reconocido por la barba.

Él vino con la mano tendida, y capté su hedor infra, sudor bruto y desagües. Una caracterización perfecta. Estrechó mi mano con el vigor de un hermano de sangre y dijo:

—Era hora de que te echase una mirada.

Como un idiota, pude únicamente replicar:

—¿Para qué?

Cierta mueca detrás de la barba fue quizás una sonrisa.

—Para ver si ya has crecido.

El segundo infra permanecía perfectamente inmóvil, fuera del alcance de nuestras voces, pero no distanciado. ¿Un refuerzo? ¿Un guardaespaldas? Algo por el estilo.

Yo dije que me parecía que lo hacía bastante bien.

—Pero todavía no has ido a casa.

Era una afirmación, no una pregunta, formulada con falsa espontaneidad.

Le puse a prueba:

—¿Cómo está mi madre?

—Bien. Envía su cariño.

Recurrir a ella, y que su perdón pudiera aún, a aquellas alturas, angustiarme, era tan indecente como un golpe bajo. Liberé abruptamente mi orgullo herido y mi sentimiento de culpa:

—No he pedido cariño.

—Imagino que no, pero ella no deja que tu deserción influya en sus afectos.

—Ya tiene a Kovacs —gruñí.

—¿Preferirías que Kovacs la abandonase a sus propios recursos? Él la quiere también.

Aquello no mejoraba las cosas.

—Y tiene una esposa infra.

—Entre otras. Su nombre de pila es Istvan… Stephen, pero es más conocido como Billygoat. —Ante mi franca zozobra, dijo suavemente—: Arry, ¿todavía no le has enseñado nada?

—No ha habido muchas ocasiones —respondió Arry.

—Saca de Arry toda la información que puedas sobre los infra. Aprende las palabras, practica el acento hasta que seas capaz de pensar en su lengua.

La implicación me pareció amenazante.

—No estoy a cargo de usted.

—Cuando llegue el momento lo estarás.

—Porque ya ha sido determinado, ¿no? ¿Quién lo dice?

Pasó por alto mi tono de mofa.

—Ha sido determinado, en efecto.

—¿A pesar de…?

—A pesar de que perdí la calma contigo y de que ello me costó el relevo. Tú eres mío, Teddy. Os escogí a ti y a un par más y quiero teneros a todos.

—Eso le parecerá a usted un cumplido, so bastardo —dije yo.

—Lo es.

—No voy a pasarme la vida escarbando entre los infra.

—No la vida entera: sería desperdiciarla.

—Ni siquiera una parte. Ya no me siento orgulloso de ser extra, pero no quiero ir a trabajar a las torres.

—¿Ni aunque fuese para localizar y seleccionar a los pobres gusanos que no tendrían una oportunidad si alguien con simpatía no los sacara de allí y los incluyese en las listas de candidatos al Test? Necesitamos personas que puedan representar su papel a fondo y ser infra sin olvidar nunca que son supra. Éste es tu caso, Teddy.

—¿Ahora halaga mi vanidad?

Se echó a reír.

—Ciertamente, ciertamente. ¿Cómo sientan mis halagos?

Más que dotes para halagar tenía inteligencia, la suficiente para saber que mi actitud en el campamento había encubierto la confianza y la necesidad de atraer su frío interés. Yo había rechazado a mi padre, reaccionado con desprecio contra Kovacs y dado a él, Nick, sólo el resentido servicio de los coaccionados, añorando todo el tiempo y en silencio a alguien que me inculcase sentido común y afecto. Él sabía aquellas cosas porque su trabajo consistía en volver a los chicos del revés y conocerles, mientras que yo sólo confusamente me percataba de que quería trabajar con él y que él se enorgulleciera de mí… pero de acuerdo con mis condiciones, no con las suyas.

—Encárguele a Arry que haga la selección —dije—. Él conoce el terreno.

Arry murmuró:

—No salí de allí precisamente para volver.

—Arry está destinado a otro trabajo. Tiene cualidades poco comunes.

—¿Quiere decir que no me queda opción?

—Puedes intentar que te transfieran a una especialidad fuera de mi alcance. A la rama administrativa, digamos, donde te pasarás la vida pulsando teclas.

Era de alguna manera una extorsión, el cebo disfrazado de escarnio. Un cebo lo bastante atractivo para que yo refunfuñase que me preocuparía de ello cuando llegase la hora, sin comprometerme.

—¿Estás preparado ya para volver a tu casa, en Newport? —preguntó.

—No.

—Como prefieras. Seguiremos en contacto. Buenas noches, Arry.

Se alejó pausadamente, y su guardaespaldas con él.

Yo tenía ganas de pelea.

—¡Esto lo habías preparado tú, Arry!

Arry no manifestaba el menor signo de arrepentimiento.

—Fue Nick quien lo dispuso… Yo sólo tenía que buscarle. Mejor será que regresemos a los cuarteles.

Insistí:

—¿Qué eres tú, el espía oficial de nuestro curso? ¿Informas a Nick? ¿O a otras personas?

Suspiró.

—No seas tan condenadamente estúpido. Él sólo quería verte. No le juzgues por debajo de lo que vale, Teddy, es un gran tipo.

—¡Una mierda es! ¿Y el que le acompañaba? ¿Otro pasma que juega al escondite?

—Quizás. O quizás alguien de su familia de la torre. —Atento al efecto de sus palabras, añadió—: El padre de Nick es mi Jefe de Torre.

Aquello me frenó como una bofetada en el rostro. Sin embargo, adquirió cierto sentido cuando dio paso a la grotesca y humillante idea de que, de las tres personas más allegadas a mí, Carol era una periférica y las otras dos eran infra. Un psicólogo pudo haber interpretado que yo las había elegido según la inclinación de mis instintos. Mi cólera se disolvió mientras mi mente reflexionaba sobre el significado de aquella paradoja.

—Allí deben saber que Nick es un policía.

—¿Los infra? Algunos lo saben.

—Siempre me habían dicho que la pasma no podía entrar en las torres.

—Y a mí me decían que la pasma capturaba a los niños infra para violarlos en grupo.

—O que los infra secuestraban a las muchachas.

Mi dócil sociólogo asintió juiciosamente.

—En todo ello debe de haber un fondo de verdad… Cosas que ocurrieron y que sirvieron de base a exageraciones… bien o mal intencionadas…

—El caso es que la policía sí puede entrar en las torres.

—No exactamente. Pueden entrar determinados agentes, pero ninguno que vista uniforme se arriesgaría. Si fuera solo no volvería a salir.

Nada, al parecer, era blanco o negro.

—Unos pueden, otros no pueden. Hay anarquía y hay orden. Hay abundancia, hay escasez. Es imposible que funcione así.

—Funciona. El padre de Nick dice que la historia se corrige a sí misma para volver a empezar.

—Mierda.

—Fertilizante —convino Arry—, y todos metidos en ella.

A veces se comportaba como un vulgar presuntuoso. Finalmente, tuve que preguntarle lo más esencial:

—Así pues, ¿qué hace Nick de vuelta allí?

—No pensarás que me lo ha dicho, ¿eh? ¿Por qué ha de hacer algo? Puede haber ido a visitar a su padre. O quizá se trate simplemente —intentó recordar una frase que habría leído, pero la recordó mal— de la evocación de la inmundicia.

Se puso a llover antes de que alcanzáramos el control de entrada. Quedamos empapados y pasamos la mayor parte del domingo limpiando la ropa «prestada».

Yo experimentaba vagamente la necesidad de un castigo mayor que aquél. Había empezado a considerar la ignorancia como un crimen.