Yo era instruida, bien educada, socialmente competente. Había leído mucho, tenía criterios mundanos y equilibrio mental. Era una esposa, una madre, y conocía el éxito en mi ambiente. Gozaba de la seguridad de pertenecer a la clase media, de la seguridad de estar casada, de la seguridad de estar bien situada. Vivía tranquilamente a salvo, a salvo, a salvo.
Mi marido se suicidó y, de la noche a la mañana, fui una nulidad, una presencia indecorosa sin ingresos ni posición, de la que se esperaba que tuviese la decencia de desaparecer sigilosamente de la vista. Pero yo me enorgullecía de tener valor y sentido práctico. Mi valor era el de la rata acorralada y mi sentido práctico el del animal doméstico sin otra alternativa que aceptar la traílla, a pesar de lo cual por unos días representé el papel de heroína, de madre tigresa con cachorros amorrados a sus mamas, de competente manipuladora de problemas, de indómita desafiadora de la suerte, caída en posición ambigua pero poseedora todavía de la altivez supra y de la certeza de los supra sobre el bien y el mal.
Billy me despojó de todo aquello en media hora. Le hice frente (o así lo pensé) aceptando con dureza lo inevitable, cediendo lo que debía ser cedido para que mis hijos vivieran en seguridad y no perdieran el respeto a sí mismos. Lo cierto es que claudiqué en todas las líneas porque no me atreví a hacer otra cosa, e improvisé una bonita mezcla de odio y desdén para apuntalar mi papel de sufriente heroína.
Me deseaba. Lo noté desde el principio, y fui lo bastante tonta para creer que ello me daría poder sobre él siempre y cuando no le permitiese poseerme. Era la psicología idiota absorbida de los seriales del triv. No fui yo quien le hizo bailar colgado de la punta de mis arteros dedos, sino él quien me acomodó gradualmente en mi lugar en la sociedad barriobajera, sin acercárseme nunca hasta estar seguro de que yo me veía a mí misma sin distorsión y también le veía a él como lo que era.
Su paciencia fue monástica. Y la potenciaba el amor, único impulso que yo no le hubiera reconocido; durante dos años de celibato supe que quería entrar en mi cama (entre otras muchas camas, según averigüé), sin soñar siquiera que deseara, necesitara, algo más. Yo no admitía en los infra la capacidad de amar. Peor aún, no admitía en mí la capacidad de amar a un infra. (¡A un infra que ya tenía una esposa y una familia, fundada hacía veinte años!). Cuando mi casta necedad se vino abajo, casi no me percaté de que ya la había perdido.
Nunca he entendido del todo a Billy. En el amor es considerado, afectuoso, infinitamente tierno, superior en energía y devoto de la participación. Atrapado en alguna debilidad, en alguna actividad tortuosa o, más doloroso aún, en alguna situación de desprestigio por falta de educación o de experiencia social, es infantil y rencoroso. Lejos de las personas que ama es un intrigante lleno de duplicidad, un ladrón, un camorrista, un espía y, estoy casi segura de ello, un asesino. Es también la personalización de la ley esencial en el área de Newport que le corresponde. Yo le amo. Dejemos sentado esto para una mejor comprensión.
¿Es Billy una variante de la humanidad salida de las fraguas exclusivas del mundo infra? ¿Hay más como él? ¿Son una raza contradictoria engendrada por las presiones de una cultura en decadencia?
La deserción de Teddy me hirió, pero él y yo nos habíamos visto claramente uno a otro la noche que murió su padre. Además, yo estaba todavía insensibilizada por el desastre, inmunizada contra las emociones. Billy, por su parte, se quedó perplejo, incapaz de comprender que las familias pueden desintegrarse cuando el mito del «afecto natural» es puesto a prueba; una familia infra es indivisible, es una tribu invulnerable a odios y distensiones internas. Teddy confirmaba su opinión de que los supra son esencialmente egocéntricos. No estaba del todo equivocado.
—Volverá —predijo—. Se ha marchado lleno de petulancia para plantarse frente al mundo, pero tú espera simplemente a que el mundo le remodele, y entonces volverá.
No. Yo podía imaginarle derramando lágrimas en solitario, pero no arrastrándose derrotado de regreso a casa. Era demasiado orgulloso para esto.
—Jodido orgullo —dijo Billy—. O se desgasta o te lo quitan a porrazos. Volverá a casa cuando vea las cosas claras.
El ver las cosas claras en el curso de tu vida, mezclado con la debilidad de engañarte a ti misma, es un componente de la condición de madre. No me hacía ilusiones tampoco respecto a Francis, que era un chico egoísta y falso, pero mi profunda insensatez confiaba en su debilidad para retenerle en casa, donde tenía seguridad y afecto. Sólo muy lentamente comprendí que la seguridad y el afecto eran un regalo de los infra cuya protección había comprado por unos dólares semanales.
Al principio interpreté su afecto por Francis como un punto flaco susceptible de explotación, una blandura de gatito en contraste con su amenaza de tigre. Le valoré mal en nuestros primeros tratos. Era un desdoro que había que tolerar, un vulgar sirviente mal pagado con unos pocos dólares, una incomodidad, pero alguien a quien podría manipular. ¡Qué vanidad! Me convencí a mí misma de que tenía empleado y dirigía a un peligroso malhechor ligado a mi hijo y a mí por un sentimiento no correspondido. Oh, sabía que Francis le adoraba, pero las pasiones de los colegiales se convierten pronto en humo. (Y en humo se convirtió la suya, Francis terminó con Billy, y también terminó conmigo. Pero eso fue más tarde).
Una se adapta con facilidad. Los años que empezaron en medio del terror y la soledad dieron paso a la rutina doméstica de alargar el presupuesto hasta fin de mes. Cuando recuperamos el placer de las pequeñas diversiones hubo tantos ratos buenos como malos, y fueron fruto de los cuidados de Billy; mientras que mi actitud hacia él fue deslizándose, casi imperceptiblemente, del airado disgusto a la tolerancia contenida, a la alegre cordialidad, a la franca dependencia, a…
… A la noche de las «palabras mayores». Ésta era su contundente descripción de lo que él consideraba una declaración de amor: la recuerdo con un vuelco del corazón, entre la exasperación y la risa. Así pues, llegaron las «palabras mayores» y yo me disolví en la pasión que había esperado al acecho a que se avivaran mis sentidos.
Billy creía que a Francis le había desagradado el compromiso; el chico no dijo nada, pero el vínculo entre ellos se aflojó. Esto era lo que Billy afirmaba. Yo, tonta como una colegiala en mi nueva adoración, me despreocupé de lo que Francis pudiera pensar; de que cediera, bajo mi punto de vista, una brizna del solaz de su corazón en favor del solaz del mío. A fin de cuentas, él tenía todavía que crecer.
Me asombro de mi amor por Billy, como si yo fuera una observadora exterior desconcertada ante mi propio gusto por caer entre los brazos de un infra. Un residuo de vieja aristocracia susurra: Nostalgie de la boue. Lo acepto. Fui feliz.
Esto es suficiente por lo que se refiere a mí. Es de Billy de quien necesito hablar.
Billy sabía tanto de lo que llamaba «el mundo real», refiriéndose a las torres, como tan poco de lo que había fuera de ellas. Consideraba la educación como una herramienta deseable, pero tenía escasa idea de lo que era o de cómo se utilizaba; a contrapelo llegó a entender que su acumulación de datos al estilo urraca no constituía una educación. Era duro para un hombre en la cuarentena enfrentarse a la idea de que mucho del esfuerzo realizado en favor de sí mismo y de los demás se fundamentaba en conceptos turbios. Que se sobrepusiera a su ira y a su resentimiento y acudiese a mí en busca de instrucción da la medida del hombre que pudo haber sido en circunstancias más favorables. (Los hombres infra no recurren a sus mujeres para estas cosas; mi posición en su vida, pues, era para los congéneres suyos que le observaban singular y cuestionable).
Al principio me serví de mis superiores conocimientos como de un bastón para castigar su complacencia; fue un milagro que no me pegase, y un milagro mayor aún que su devoción sobreviviera a la tentación de hacerlo. Su inflexible dominio de sí mismo me avisó a tiempo de que me soportaba porque necesitaba mis conocimientos como… (he estado a punto de escribir «como una flor necesita el sol», pero esto no liga con Billy) …como un perro necesita su comida: con hambre ciega.
Sin embargo, conocía y comprendía cosas que habían estado durante años ante mis narices sin que yo las viese. Tal fue el caso de los noticiarios.
El tema surgió una noche, mientras él descansaba entre mis brazos. Debido a que pasaba mucho tiempo ausente, dedicado a negocios que yo prefería ignorar, la mayoría de nuestras conversaciones íntimas tenían lugar en la cama, donde aquel macho dominante gustaba de ser mimado. Un psicólogo podría extraer de ello alguna consecuencia.
Era una noche en las secuelas de una marejada tempestuosa que había hecho retroceder el río varios kilómetros. Las calles más bajas quedaron sumergidas un día entero, castigadas por peligrosos remolinos y corrientes opuestas, y los Jefes de Torre habían trabajado hasta el límite durante cuarenta horas en la organización y el rescate. Los muy jóvenes y los muy viejos representaban una gran responsabilidad en época de inundaciones.
Como siempre que su cuerpo y su mente habían sido puestos a prueba más allá de la resistencia razonable, necesitaba un período de relajación antes de dormirse, como si sólo descansara en condiciones de equilibrio anímico. Hablaba de salvamentos en el último segundo, de lamentables deserciones, de almadías improvisadas libradas del naufragio en condiciones inverosímiles, de un niño que flotaba en una cuna calafateada y de una abuela que lo seguía dando traspiés y chillando, no porque le preocupase la suerte de la criatura, sino aterrorizada porque el padre la despellejaría viva por su descuido.
En un momento determinado, dijo:
—A pesar de todo, estamos mejor que los de la Costa del Oro, allá en el norte. Ellos tienen ciclones, monstruos enormes que giran como locos y pueden partir una torre por la mitad y matar a cientos de infelices en un instante.
—Eso ya no ocurre —respondí yo.
Torció el cuello para mirarme.
—¿Que no ocurre?
—Los especialistas en el control del clima encontraron la manera de reducir la potencia del viento antes de que los ciclones alcanzaran la intensidad máxima.
—¿Cuándo fue eso?
—Oh, hace años. Recuerdo haberlo leído… Dominar los ciclones aumentó la interferencia con los frentes lluviosos, pero era un mal menor.
—¿Estás segura?
—Por supuesto. ¿Crees que no puede ser verdad?
Con la mejilla apoyada en mi pecho dijo que nunca se podía tener la certeza con aquellos bastardos que hacían y deshacían las noticias según su conveniencia.
—Como los incendios del chaparral. ¿Cuándo ves en el triv noticias sobre los incendios del chaparral? ¿Sobre granjas enteras que desaparecen y centros rurales que se convierten en cenizas? Y la mayoría son centros infra. ¿Cuándo has visto esas cosas por última vez? ¿Y cuándo verás en el triv la inundación de hoy, cuándo te dirán el número de ahogados o de personas que han perdido hasta el último miserable trasto que poseían porque ya no existe el servicio de socorro? ¿Cuándo verás cómo curamos los huesos rotos en los corredores de las torres porque los servicios médicos del Estado no pueden atenderlos? ¡Nunca!
Pensé con inquietud y sorpresa que todo aquello era cierto. En el País Afortunado no ocurrían desastres. Es decir, no ocurrían para el público. Sufríamos incidentes, había en el chaparral incendios que estaban «controlados», algún torrente desbordado «reducía su nivel» y los efectos de las sequías «eran mínimos». Otros continentes vivían en permanente catástrofe, amenazados por las calamidades, azotados por el hambre y la muerte colectiva, mientras los ecosistemas arruinados se desmoronaban bajo unas condiciones climáticas sin norma que anegaban o quemaban al azar, cualquiera que fuese la estación del año. El hemisferio septentrional, se nos decía, sufría más que el meridional. Esto había sido siempre así, declaraban los paleontólogos. Y en el hemisferio meridional nosotros seguíamos siendo el País Afortunado.
¿Era así? ¿Era realmente así?
Billy dijo:
—Cualquiera con dos dedos de frente sabe que las noticias están amañadas… cualquiera que todavía tenga un triv que funcione, naturalmente. Vosotros, los supra, no lo pensáis porque no os lo permiten. A vosotros hay que manteneros tranquilos para que administréis el Estado… o creáis que lo administráis. Para vosotros no debe haber sobresaltos por causa de la gente que muere innecesariamente, no debe existir la desesperación ante la muerte ni ante la falta de seguridad, de alimentos, de cobijo. No debéis conocer la verdad porque entonces empezaríais a pensar y la mitad os moriríais de miedo.
Como de costumbre, me había sorprendido con una posibilidad y a continuación la había desarrollado con exageraciones. Ahora estábamos en la teoría de la conspiración, el viejo espantajo.
—Alguien ha de conocer la verdad —dije—, por lo menos para suprimirla. Y se filtraría.
—Se filtra. Rumores. Oye, ¿te has enterado de…? Enseguida se olvidan, porque nadie está al corriente de todos los hechos. Si sólo es charlatanería no importa que algún fragmento de la verdad se escape. ¿Quién lo notará?
—No podría hacerse.
Me mordisqueó un pecho con cierto rencor.
—Hitler lo hizo y Stalin lo hizo, y Churchill, y Nixon, todos en el mismo siglo, únicamente en el espacio de unos pocos años.
¡Sus condenadas lecturas picoteadas acá y allá!
—Quizás ellos lo hicieron, pero no es como para decir…
¿Para decir qué? ¿Por qué las noticias eran siempre buenas o, como máximo, sólo trivialmente preocupantes?
—¡Sí es para decir, Allie! Los supra pagan impuestos y hacen que el Estado funcione todo lo bien que un armatoste destartalado puede funcionar, y por lo tanto el Estado les deja creer que cuida de ellos. Cuéntales lo mal que están todos los demás y no causarán molestias a sus protectores, ¿entiendes? Lo mismo pasa con los infra: hazles ver que no es bueno sublevarse para conseguir más, porque, simplemente, no hay más, y en todo caso ellos están mejor que los pobres bastardos de la India o de Siberia. ¡Dificultades y conflictos por todas partes, menos en casa! Puedes apostar a que los demás países hacen exactamente lo mismo.
El sueño le venció al fin, de forma bastante repentina, y yo me quedé quieta, pensando que lo que había dicho era tan difícil de refutar como de creer. Como posible prueba de que tenía razón en la esencia, si no en el detalle, cuando yo también me adormecía se me ocurrió que todo aquello apenas importaba ya: nosotros habíamos hecho este mundo y era el único que teníamos. A este respecto nada había que añadir. Fred le habría creído: él había muerto de una sobredosis de verdad.
Por un instante sentí un inmenso terror. Después vino el sueño.
Como ocurría con frecuencia en aquellas charlas de alcoba, una cosa curiosa que Billy había dicho se perdió entre el resto de las palabras, pero por la mañana emergió mientras preparaba el té y tostaba unas rebanadas del pan apelmazado que los hornos estatales fabricaban con Dios sabe qué para que «diera más de sí».
Billy churrupeteaba su taza (nunca conseguí corregírselo) en calzoncillos, mientras Francis, pulcramente vestido para ir a la escuela, bebía y desaprobaba en silencio. Detestaba el desaliño matinal de Billy, pero yo era lo bastante insensata, y supongo que estaba lo bastante enamorada, como para considerar sus escrúpulos una muestra de la fase «yo soy mejor que tú» de la adolescencia.
A decir verdad, Billy no es por la mañana una visión apta para personas sensibles. Holgazanea miserablemente, semidesnudo, hasta que el té y las tostadas le «ponen a punto» y queda listo para afeitarse y vestirse. Su metabolismo rehúsa depositar más que una mínima cantidad de grasa y sus músculos penden como glóbulos de un armazón. Si con la ropa puesta parece pulido, desnudo es como una figura improvisada con el juego infantil de construcción. El cabello lacio cae sobre su angosta faz para encontrarse con la sombra negra de una barba que crece rápidamente, y yo imagino que pienso, como otras mil mañanas: Dios sabe que es feísimo… y que yo soy una mujer tremendamente afortunada.
Aun así, su desaseada presencia me permitía creer que comprendía cómo vivían los pobres. Nosotros, por supuesto, estábamos mucho mejor. Teníamos cuanto necesitábamos… Y fue en este punto cuando me vinieron a la mente las palabras que me intrigaban. Pregunté:
—¿Qué querías decir anoche cuando hablaste de la gente que todavía tiene un triv que funcione?
—¿Dije eso? Pues es exactamente lo que quería decir.
—Todo el mundo tiene una pantalla en casa. Es obligatorio por ley, como las ventanas y el agua corriente y el alcantarillado.
—¿Y qué? —Se rascó el vientre como si con ello contribuyera a aclarar las cosas, y Francis miró delicadamente en otra dirección—. ¿Qué pasa cuando el triv se estropea?
—¿Qué pasa?
—Sí. No hay más pantalla, o no hay más agua corriente y te asfixia la peste del caga… del cuarto de baño. Salvo que en tu torre tengas a un reparador eficiente.
—Pero si lo único que tienes que hacer…
Me interrumpí al recordar ciertas cosas que había oído contar, sin prestarles créditos, en mis días de supra.
Billy abrió mucho los ojos y me imitó burlonamente:
—Lo único que tienes que hacer es llamar a Averías y te enviarán un técnico en cuanto haya alguno disponible.
—He llamado, y el técnico ha venido antes de una hora.
—Eso ocurría cuando eras supra y tu marido pagaba impuestos, que le daban derecho a obtener servicios. Para los infra no hay técnicos, la pantalla se queda a oscuras y tienes que ver el triv en casa del vecino, hasta que a él se le avería también. Pero el técnico nunca viene.
No dije nada, porque una casa sin pantalla me asustaría. Demasiadas cosas dependían de aquellas pantallas y de sus terminales auxiliares, a pesar de que la nuestra actual no estaba completamente equipada. Me había preguntado con frecuencia cómo se las habría arreglado la gente antes de que existiese el triv.
Francis, joven y truculento, preguntó:
—¿Y qué hay del cuarto de baño? Quiero decir, cuando el desagüe no funciona.
No tendría objeto protestar de que el tema fuera impropio de la mesa del desayuno: Billy cuidaba de que Francis recibiera siempre las respuestas necesarias. Ambos hablaron prescindiendo de mí.
—Aguantan hasta que se obstruyen unos cuantos más y la peste se hace insoportable. Entonces Averías atiende las quejas y envía a un operario. Y yo tengo que asignarle una escolta protectora.
—¿Tienen miedo de una epidemia?
—No sé nada de epidemias, pero no les gusta cuando a todos les da la cagarrina y se extiende.
Dejé mi tostada con una revulsión que era secuela de mi decoro perdido, e incluso Francis, con su repulsiva pedantería particular, le corrigió:
—Contraen diarrea.
—¡Vaya si la contraen! —Billy me sonrió—. Conforme, diarrea.
Debía parecerle que la palabra era más adecuada a los estómagos débiles. Estaba orgulloso de su habilidad para adecuar su forma de hablar a la compañía en que se encontraba, desde el infra profundo a la «clase alta», pero el estilo se le embrollaba penosamente.
A Francis no se le disuadía con facilidad.
—¿Por qué esperan tanto? ¿Y por qué no reparan los trivs? Donde vivíamos antes se reparaba todo. Incluso aquí…
El hecho nos sobresaltó a ambos en mitad de la frase: nunca habíamos tenido a un operario en nuestra actual vivienda porque nunca habíamos cursado una reclamación. Pequeñas cosas se estropearon, pero, o bien Billy las reparaba con una especie de entusiasmo de «hombre de su casa», o bien se llevaba el utensilio averiado y lo reemplazaba (mejor no averiguar cómo) o lo hacía reparar.
Billy fruncía el entrecejo, como Francis, ante el trabajo doméstico, sugiriendo que sus habilidades entraban en una zona de incertidumbre.
—Reconocemos que faltan personas preparadas.
—Se podrían preparar miles en seis meses.
—Habría que pagarles salarios.
—Naturalmente.
—¿Con qué? ¿Con qué se pagarían? Si hubiera dinero para pagar lo que la gente necesita no existiría un solo infra. El Estado está arruinado. Yo diría que el mundo entero está arruinado. Si estuviera a mi alcance el tipo de información que los supra tienen, pronto lo sabría y podría sacar las consecuencias. ¿No lo sabes tú, Allie?
Sí, yo lo sabía, pero nunca había visto la necesidad de organizar el conocimiento según una pauta de causa y efecto. El planeta había sido insolvente desde hacía más de una generación: hubo el repudio de las deudas del Tercer Mundo, las horribles consecuencias de los cambios climáticos, la bancarrota de una masa de desempleados que subsistían de las migajas de la vida… Yo lo sabía, pero era un conocimiento de algo remoto: yo no pasaba hambre. Se remediaría sólo porque en alguna parte los mejores economistas mundiales retorcían las teorías del dinero y los recursos para darles formas nuevas y hacer que el círculo del crédito (es decir, el aprovechamiento de las ganancias de otros) rodara y rodara simulando que hacía el trabajo de las inexistentes reservas nacionales.
Todos los supra lo sabían. El mundo estaba planificando su salida de una mala época; habría todavía años duros, quizá décadas, pero también habría un final para ellos. Eso no era ningún secreto, y sin embargo Billy lo ignoraba, no podía acceder a la información.
Comprendí al fin lo que significaba ser infra. (Así lo pensé, porque estaba sólo empezando a comprenderlo). Los infra, la mayor parte de la población, eran mantenidos en la ignorancia, condicionados a vivir en el infierno y no preguntar por qué. No se les decía nada que pudiera turbarles, confundirles, inducirles a pensar…
¡Buen Dios, ya estoy en la teoría de la conspiración! Tan perdida como el mismo Billy. Vuelve a tierra, hija, antes de que la paranoia rabiosa te muerda.
Francis estaba incorporando a su vocabulario una expresión que no le era familiar.
—¿Sería una persona preparada un infra capaz de hacer el trabajo de los operarios de Averías?
—Eso es exactamente, chico. Tengo cinco en mi banda… en mi grupo. Mi torre es la mejor del distrito.
Raramente hablaba de su «grupo», y la mención de los técnicos alteró la vaga idea que yo tenía de sus funciones, aunque seguí pensando que «banda» sería la palabra más adecuada.
Francis preguntó:
—¿Dónde aprendieron?
Billy sonrió ferozmente.
—Son supra que perdieron sus empleos y cayeron entre los infra. Los hay de todas clases. Tengo uno que repara los trivs si le conseguimos las piezas necesarias.
Quería decir que robaban las piezas, pero le gustaba guardar las apariencias con nosotros, que constituíamos la faceta elegante de su vida. ¡Dios le ayude! Muchas veces he necesitado llorar por Billy, pero nunca me he reído de él. Destroza el corazón ver que alguien contempla con envidia los harapos de nuestra perdida sofisticación.
Pocos días después de aquello, el sistema mundial de cambio se derrumbó. Todo el dinero fue retirado de la circulación. Fue una suerte de golpe de mano perpetrado por las grandes potencias, otra apuesta en el juego de mantener el planeta en débil movimiento.
Me encontraba sola en casa cuando la noticia fue difundida en un informativo especial rebosante de afirmaciones tranquilizadoras, intrascendente y cotidiano, que incluía detalladas explicaciones sobre la manera en que las nuevas normativas sobre asignación de cupones y presupuesto familiar harían menos complicada la vida. Yo me senté y lloré, sin saber exactamente por qué. ¿Sería por el desorientado presentimiento de que aquello era el final de todas las cosas? Tras perder el tiempo sin objeto, opté por concentrarme en la rutina doméstica de limpiar nuestras habitaciones, que en el fondo significaba preservar la normalidad ante la faz de lo desconocido.
La pareja de ancianos, con quienes había llegado a establecer una distante relación social, llamó a la puerta, entró en casa y dio rienda suelta a su congoja expresando temores no menos imprecisos que los míos. Su único recurso era Billy y tenían puestas sus esperanzas en que yo intercediese en favor de ellos. El señor Billy, balbuceaban, sabría lo que había que hacer.
El señor Billy no tenía la menor idea sobre lo que había que hacer, ni tampoco tenía una idea clara de lo que representaba la muerte del dinero. La confundía con el comunismo, que las doctrinas infra equiparaban a la peste negra. Me costó una noche entera de explicaciones, cada vez más confusas a medida que sus preguntas ponían al descubierto mi ignorancia, ahuyentar aquel fantasma.
Después de tantas lágrimas y temores no ocurrió nada devastador. La planificación había sido excelente. Nos adaptamos a los nuevos métodos de gestión y contabilidad y llegamos a creer que eran una mejora. Se nos hicieron habituales. Los hábitos son seguros y cómodos y los adquirimos con rapidez.
El mundo siguió rodando fatigosamente cuesta abajo.
A mi memoria le falla el sentido del orden. Intento fijar aquellos años y sólo consigo rastrear incidentes dominados por Billy, a pesar de que en muchas cosas se autopostergaba y adoptaba una actitud casi mendicante. Yo era para él ramera y madre, y él era para mí sátiro y niño, embrollo satisfactorio para ambos. El hecho de que tuviera una esposa y una familia consistente no interfería con mi satisfacción; la conciencia mira hacia donde desea mirar, no hacia donde debería mirar. Mi inclinación al alcohol pudo haber sido la manifestación material de una culpa disimulada e ignorada.
No, no, no me di a la bebida a lo grande ni me convertí en una de esas arpías empapadas en aguardiente, pero esperaba con fervor el momento de compartir con Billy una botella de vino, al anochecer, cuando en otro tiempo habría preferido una honesta taza de té. Algún que otro paquete de té de Ceilán venía incluido en el lote de la señora Parkes, pero el té de importación no se conseguía fácilmente, ni siquiera por la vía de sus corruptos tentáculos; en cambio, una botella de vino de calidad era un regalo mucho más frecuente.
No bebíamos hasta que Francis se había retirado por la noche a su habitación, porque él miraba las botellas con recelo: tenía la mente llena de seriales del triv que presentaban a los infra sumidos en el estupor de la embriaguez. La insistencia de Billy en que las borracheras eran más corrientes entre los supra que entre los infra (porque éstos raramente podían conseguir otra cosa que «cerveza casera») no le convencía.
Nos dijimos uno a otro que se estaba haciendo hombre, que navegaba por los difíciles años entre la adolescencia y la edad adulta. Pero su creciente actitud introspectiva no nos previno de que no sólo estaba muriendo en él la confianza, sino también el amor.
La señora Parkes era generosa; sería ingratitud decir que nos faltaban las cosas importantes. Nos proporcionaba alimentos de calidad, ropas de repuesto, prendas de vestir especiales e incluso las pequeñeces que marcan la diferencia entre la subsistencia y un cierto goce de vivir. Lo que no nos facilitaba eran los artículos básicos y baratos, tanto de vestir como de comer, que podían obtenerse con los cupones oficiales. Esto era razonable, pero anunciaba un gran cambio en mis costumbres.
Cuando murió el dinero me dirigí a nuestra oficina de Correos, a pocas manzanas de distancia, para retirar la primera serie de los nuevos cupones, y me sumé a una larga cola de rostros que reconocía pero no podía nombrar: los periféricos son un grupo humano insociable.
La mayoría recibían sus cuadernillos con el mismo ánimo mortecino que traslucían sus caras, pero también se oía alguna que otra exclamación marcada por el miedo. Una mujer gritó: «¡No, yo no podré comprar allí!», y le dio un ataque de histeria, y un inesperado agente de policía, que estaba presente, la condujo a la calle. Yo pensé: Así que incluso los establecimientos donde hemos de comprar han sido predeterminados, y me encolericé, hasta que comprendí que para el adecuado racionamiento de las cantidades asignadas aquella organización era inevitable.
Obtuve mi cuadernillo de cupones. La cubierta llevaba estampada la indicación NE4, que era el código de la tienda donde tenía que proveerme. Consulté el mapa colgado en la pared, que los demás miraban también para descubrir qué deprimente tienda les había correspondido. Un hombre a quien conocía de vista se volvió para marcharse, y cuando nuestras miradas se cruzaron me habló por primera vez:
—No es necesario consultar nada: toda la calle ha de ir al mismo sitio. Ya estamos clasificados.
No le creí hasta verlo. Sin embargo, era cierto.
Me sentí atemorizada. Me rehice enseguida, pensando que Billy lo arreglaría; que mi Billy no permitiría nunca…
Pero es preciso, antes de seguir, que exponga la verdad respecto a Billy como manipulador, mediador y componedor de dificultades.
Sus intimidades rufianes mantenían un orden peculiar en el área de su torre por métodos que la policía no podía emplear sin arriesgarse a una guerra civil y a la matanza de sus agentes; a cambio, se le hacía copartícipe de ciertos «contactos» y podía confiar en que se cerrarían los ojos a sus errores de juicio. En otras palabras: mi Billy mantenía el orden en su torre aplicando una despiadada justicia privada. Operaba a veces en secreta cooperación con la policía y era, en términos crudos, un soplón. Sus soplos se limitaban, más o menos, a informar a la policía sobre cómo podría, con la ayuda de los soldados, montar una redada que estaba más allá de sus normales recursos, pero no tenía inconveniente en utilizar esto para dejar fuera de juego a un rival si sus propios medios fallaban.
Es indicativo de la habilidad humana para acallar su moralidad el hecho de que este estilo de protección privada se desarrolló a partir del muy efectivo sistema de Vigilancia del Vecindario propiciado por la policía en el siglo pasado.
No tiene sentido ponderar la moralidad infra. Soplón siempre ha sido una palabra sucia, aunque evidentemente existen situaciones donde únicamente el «soplo» puede evitar atrocidades. Cuando, en cierta ocasión, encontré el valor necesario para preguntar a Billy sobre sus métodos, me escuchó hasta el final y después me endosó un sermón sobre la supervivencia de los más aptos. Recuerdo sus últimas palabras:
—Los más aptos no son los más fuertes. Si yo dependiera de la fuerza, no duraría ni un día. Ser apto no es ser lo que se es, sino lo que uno hace con lo que es.
Es decir, resueltamente, ser un malhechor que es asimismo un servidor de la policía y un mandadero. Eso era; en cuanto a lo que hacía con lo que era: lo mejor que podía para su torre.
Yo no valoraba plenamente estas cosas cuando me lamenté de la imposibilidad, para mí, de ir a comprar a Nordeste Cuatro de Newport y él dijo secamente:
—Tendrás que ir si necesitas los suministros.
Estábamos en torno a la mesa del té y Francis se puso inmediatamente tenso al oírme mencionar el centro de distribución. Con la voz mansa que usaba cuando quería oponerme a Billy, repliqué:
—No puedo ir allí, y no iré.
—Entonces prescindirás del racionamiento.
Desesperadamente, sugerí:
—La señora Parkes…
—No utilizarás a la señora Parkes. Ni lo pienses.
Acobardada, debí mirar a Francis, porque súbitamente se puso a berrear, y no se me ocurre una expresión más gráfica:
—¡Yo no iría allá abajo! ¡No iría a ningún precio! —A borbotones contó una confusa historia sobre unos niños que mataban a otro a puntapiés en plena calle, y sobre sí mismo, salvado en última instancia por un hijo de Billy, el que había muerto en un altercado uno o dos años antes—. ¡Billy está enterado de esto!
Billy estaba enterado.
—Al niño no lo mataron, apenas le hicieron daño. Tú te asustaste, nada más.
Pero yo me había alterado hasta perder el buen sentido, y me lancé a despotricar contra él como una bruja, aduciendo que si esperaba que me aventurase…
Me hizo callar con un grito de cólera que debió petrificar de terror a los ancianos que vivían en la otra mitad de la casa.
—¡Qué leches, mujer, cierra ya la boca! ¡Déjame pensar! —Y luego añadió, malhumorado—: Tienes que aprender, eso es todo.
—¡Eso es todo! —repliqué furiosamente, y vi la cara que ponía y deseé no haberme ido de la lengua.
Se me había ocurrido que uno de sus hijos mayores podría recoger el suministro por mí, pero ya no tuve valor para proponerlo.
No hubo sexo aquella noche. Yo estaba asustada, resentida, humillada, y todo hasta extremos insoportables, y él se había impacientado ante algo que consideraba irracional. Continuó explicándome:
—Yo no soy Dios ni de lejos. No puedo hacer que se modifique la situación de la tienda donde has de comprar. Todo eso sale procesado de la Central de Datos sobre un mapa cuadriculado que no sabe nada ni de supra ni de infra. Lo único que sabe es qué tienda está más cerca de tu punto de residencia.
—¡Pretenden hacer de mí una infra! —protesté entre lloriqueos.
Pensé que iba a pegarme. Probablemente hubiera debido hacerlo.
—Sólo eres infra cuando tú crees que lo eres —dijo—. Yo he pasado allí toda mi vida y no soy infra.
Cuando le convenía proclamaba que era infra y que estaba orgulloso de serlo, pero en realidad, y con certeza, consideraba que pertenecía a un peldaño superior.
Más tarde, cuando me serené, procuró razonar conmigo:
—Tienes un concepto equivocado de los infra, basado en lo que tus padres te enseñaron y en las barbaridades que aparecen en el triv.
—¡Pero esas cosas ocurren! No me dirás que no.
—No constantemente ni por todas partes. Los supra son igual de malos detrás de sus puertas cerradas, salvo que no los ves. En las torres viven unos encima de otros y todo está a la vista. Está a la vista todo lo rastrero, lo feo, lo indigno que las personas se hacen unas a otras, y como lo tienes ante las narices, llegas a pensar que en la vida no hay otra cosa. Bueno, pues sí la hay. La mayoría de los infra son tan decentes como tú o como yo.
No me atreví a reír. Él prosiguió:
—No pensarán como piensas tú, pero eso no les hace peores.
—Entonces, ¿para qué tienes a tus guardianes?
—Para que el mal no se nos vaya de la mano.
Me volvió la espalda y no logré hacerle cambiar de actitud. Acostada allí, detrás de él, me sentí ignorante y un poco estúpida.
Por la mañana se marchó como de costumbre, sin una palabra sobre dónde estaría ni lo que haría, pero, insólito en él, con un lacónico:
—Volveré a eso de las once.
Volvió. El pobre Fred habría hecho un drama de tener que reorganizar su mundo para encontrar un poco de tiempo que dedicarme, pero Billy dijo tranquilamente, como si yo hubiera estado esperándolo:
—Cámbiate de ropa y te llevaré a la NE4.
Era terrorífico, aunque yo sabía que, si había reflexionado a fondo, tenía que suceder.
Dije estúpidamente:
—¿Cambiarme de ropa? ¿Para ir a un barrio infra?
—Ponte lo más viejo que tengas. Lo que llevas para hacer trabajos sucios.
Ensayé una broma:
—¿Aquellos pantalones viejos de Fred? ¿Los de las rodillas remendadas?
—Eso servirá. —Lo decía en serio—. No te maquilles, no te pongas ni polvos. Péinate sólo un poco, como una mujer infra que trata de lucir lo mejor posible sin tener nada con que ayudarse. —Luego, gozando con algo que sabía que me escandalizaba, precisó—: No te laves.
Mi resistencia de la noche anterior parecía no haber existido, lo cual significaba que mejor era no resucitarla. Así que me vestí como una maritornes, con los pantalones de un muerto (bien ceñidos a la cintura y con las perneras parcialmente arrolladas), un viejo blusón sin mangas, un par de zapatos gastados, y estuve segura de que había ido demasiado lejos (Allie la Puta Callejera con el Hombre Que la Perdió), pero él lo aprobó con un movimiento de cabeza. (Justo lo que un tipo esperaría de su chica).
Mis inmaculados capazos y bolsas de la compra eran suntuosamente inadecuados. Billy encontró y me entregó dos mugrientos sacos de papel, grandes, como los que suelen contener cemento. Yo deduje que llevar paquetes era tarea femenina.
—Vámonos —dijo.
—¿Y tú?
—¿Qué pasa conmigo?
—Tú vas vestido. Vas limpio y elegante, y yo disfrazada de trapero.
—Cierto, pero yo soy Billy Kovacs. Por esos barrios soy «alguien». Tengo que guardar las apariencias. Ya verás.
—¡Mientras yo paseo mis harapos! —insistí.
Dejó escapar el gran suspiro masculino que se ha transmitido de época en época, el suspiro dedicado a la estulticia de las mujeres.
—Las gentes de la NE4 no te conocen. Más adelante podrás vestirte un poco a la moda, pero primero tienen que acostumbrarse a ti. Si te toman por una supra presumida se pondrán en contra tuya… La dama supra que baja a los barrios infra a divertirse, ¿entiendes?
A disgusto, lo entendí.
En la calle me tomó del brazo y anduvo por el lado exterior de la acera. (Los infra tienen unas normas de educación olvidadas hace tiempo por las clases superiores). Me acompañaba con la formalidad de un paje. Yo procuré desde el principio mantener impasible el rostro, segura de que con un Jefe de Torre como escolta ningún mal podía alcanzarme.
Había poca gente en el extremo de la Periferia. Traté de ignorar que cuantos pasaban conocían a Billy por lo menos de vista y me examinaban con todo el detenimiento a que se atrevían sin que resultara ofensivo… para él, claro.
Una calle en la que yo nunca había puesto los pies llevaba cuesta abajo desde la Periferia hasta el corazón del Enclave infra. Hay veinticuatro torres en Newport, donde se alojan aproximadamente millón y medio de personas; un promedio de ocho por cada apartamento de tres habitaciones (diseño estatal), cifra que el pánico fundamental rehúye considerar que es abominable. La torre más próxima estaba a menos de trescientos metros de distancia, alzándose como una Babel hasta desesperante altura. Para llegar a ella teníamos que recorrer un pavimento reducido a pedruscos hacía muchos años.
Entonces pareció que, con una docena de pasos, hubiéramos traspuesto el invisible límite de la Periferia para entrar en el agitado vientre de una vasta e ignominiosa ciudad.
Los infra se despertaban tarde, pero una vez despiertos brotaban a raudales de sus atestadas madrigueras y salían a la luz. Cada torre comunitaria era un tallo romo que asaltaba el cielo y en torno a su base, como la falda de una bailarina, se extendía un desierto de cien metros de hormigón. De no haber existido aquellos amplios espacios, la gente se habría amontonado en las calles formando una masa inamovible.
¡La gente! Yo nunca había visto una humanidad tan densa. Las calles que hasta entonces había conocido como concurridas eran vías libres en comparación con aquel apelotonamiento de cuerpos. Ésta era la primera y opresiva imagen, que poco a poco permitía observar que la masa se movía con determinación y con la facilidad que da la costumbre. Con ello no perdía nada de su monstruosidad.
Porque además apestaba. A través de la anchura de la calle apestaba a cruda suciedad y a sudor. Con un pie en el bordillo, me habría detenido para retroceder aterrorizada ante el mito infra si la mano de Billy no me hubiera forzado a avanzar. Cruzamos la calzada ruinosa y pisamos la gran falda de hormigón de la torre.
Yo me sumergí en aquella condición de estupor mental en que los sentidos operan y el cuerpo siente, pero la voluntad está paralizada, enfrentada al espantajo de mi educación, la inimaginable presencia de los infra.
Advertí, sin entenderlo de inmediato, que en el apretado desierto de carne reinaba una especie de territorialidad. En el hormigón indistinto había cuerpos sentados o recostados, la mayoría de ellos bronceados y semidesnudos bajo el calor, como figuras que en una demencia contagiosa simulasen para sí mismas tomar baños de sol en alguna playa soñada. Entre ellos y en su derredor otros recorrían sendas que por un misterioso consenso permanecían abiertas: el rebaño en su redil, revolviéndose según su propio e inescrutable orden. Por añadidura, aquella masa sin nada que hacer ni nada que esperar no era un pantano semihumano de desaliento, moroso e inerte. Vivía. Su cuerpo común era vital y sus distintas mentes trabajaban.
La mía no. Si yo me movía en mi estupor, registrando con los ojos el entorno como una cámara inerte, era porque Billy Kovacs me obligaba.
La NE4 estaba en alguna parte más allá de la torre, en otra calle; tuvimos que atravesar el desierto de carne, en medio del nauseabundo hedor a humanidad, a ropas y a cuerpos impregnados de miseria. La multitud al pie de su torre era basura expulsada para contaminar el aire.
Mi único pensamiento coherente era que si alguno de aquellos habitantes harapientos me tocaba, chocaba conmigo al pasar, gritaría de pánico. No ocurrió. Los grupos se dividían, se hacían a un lado; el contacto se evitaba. Me fui dando cuenta de que nos cedían el paso personas que conocían a Billy, que le saludaban a cada momento y abrían camino al Jefe de Torre y a su… lo que fuere que pensaran de mí. Porque algo pensaban. Todos los ojos me escudriñaron. Debió ser aquel escrutinio lo que me hizo reaccionar porque, de forma bastante súbita, mi terror se aplacó, se redujo a tensión nerviosa y fui sensiblemente capaz de captar lo que veía.
Me había preparado para encontrar monstruos y allí no había ninguno. Si se les lavaba, se les peinaba y se les vestía decentemente, ¿quién distinguiría un infra de un supra? Sus rostros eran los de hombres y mujeres, afanosos o reservados, inteligentes o lerdos, nada menos, nada más. Sus bocas abiertas contaban otra historia, no sólo por el tosco dialecto del que yo apenas entendía alguna palabra dispersa, sino por los colmillos parduscos, raigones de dientes y labios deprimidos sobre encías desnudas. ¡Pero si la odontología es gratuita! El horror replicaba: Éstos no son los desposeídos; son los abandonados. Para ellos el odontólogo no existe.
Me sorprendió el número irracional de personas extremadamente viejas, decrépitas, arrugadas y vacilantes; sin duda centenarios que habían vivido hasta alcanzar semejante decadencia física. Luego recordé cómo los supra ancianos eran cuidados, conservados por métodos antidecrepitantes y medicina cosmética: aquellas hordas de vejestorios infra no eran tan viejas, estaban simplemente más allá del costoso amor del desventurado Estado. Eran lo que yo sería dentro de una o dos décadas. Aparté de ellos la mirada.
Entre las personas más jóvenes había enorme barullo, vocerío, un torbellino de bromas bastas, algunos juegos. Pero también había música, canciones que yo no había oído nunca, dedicadas a grupos que escuchaban y aplaudían; acompañadas por instrumentos, la mayoría de ellos desafinados y de fabricación casera, aunque los había asimismo caros (¿robados?) y tocados con el talento natural que reclamaba tutela y enseñanza. Existía el sentimiento completamente vivo, de una cultura establecida; no me refiero a un arte, sino a una manera de vivir aceptada y comprendida, que desafiaba la suciedad y la bajeza.
Cada cosa que veía me convencía de mi ignorancia de todo un mundo que, como las demás personas de mi clase, alimentadas de charlatanería, había dado por sabido; un mundo tenido en cuarentena por el miedo de los supra, la conveniencia del Estado y las diferencias de cuna y circunstancias. Pero el envolvente hedor y la protectora mano de Billy me recordaron que no basta con ver. Bajo las apariencias se ocultan auténticos demonios. La faceta intrigante de su personalidad era uno de ellos.
Más allá de la falda de hormigón, en lo que era propiamente la calle, la congestión se duplicaba y reduplicaba; la masa se movía, se contorsionaba allí, demasiado espesa, sin la ligereza y elasticidad que se daban en la falda. Mis temores volvieron en forma de irresistibles y cobardes impulsos de echarme atrás cuando Billy asió con más fuerza mi codo para conducirme a través del gentío con una decisión que yo no habría tenido nunca, aterrorizada ante el posible ataque de alguna bruja enfurecida o el simple empellón de un distraído. Finalmente, el gran rótulo de la NE4 se cernió sobre mi cabeza, y observé que muchos de sus trazos se habían deteriorado o desprendido. Pasamos por debajo y entramos en el local.
Grande como un bloque de casas… dividido en corredores por los anaqueles llenos de artículos… diez veces mayor que un supermercado supra… atestado de compradores como ningún recinto supra lo había estado nunca… atestado, opresivo.
Mi instinto me exigía huir de la presión del sudor y de los cuerpos, pero Billy me llevó a una de las diez o doce colas formadas para entrar en el área de ventas, donde, a través de un punto de control, sólo una persona pasaba cada vez que otra salía. El ruido ensordecedor, oprimido entre paredes y techo, se convertía en un clamor uniforme que apagaba incluso el estruendo de las bandejas que, desde lo alto, iban rellenando los anaqueles que constantemente se vaciaban. El hedor humano era insoportable. Mi imaginación vaciló al pensar en aquel mundo de tuberías herrumbrosas, desagües obturados y operarios que jamás acudían a reparar nada.
—¡Voy a vomitar! —dije.
—¡De ningún modo!
Era una orden y una amenaza. Me causó dolor contener las náuseas. Y digo dolor: quienquiera que lo haya hecho me entenderá.
Avanzando centímetros a centímetro, entramos en la caverna de los suministros racionados. Mi estúpida aprensión supra contra una turba forcejeante, pugnando con salvaje determinación por arrancar de manos del vecino el artículo codiciado, era sólo esto: una idiotez supra. Los compradores se movían lentamente, fijos los ojos en los anaqueles, estirándose para coger o pedir algo mientras seguían el paso de la monótona fila. Una especie de fláccida acomodación parecía ser la regla, el hábito, menos deliberada que la cortesía, menos positiva que la ley. Nadie se desplazaba contra corriente; quien olvidaba un artículo o no se fijaba en él, allá quedaba el artículo. Mi mente observó, anotándolo como en un espasmo, que allí donde la anarquía habría sido instantáneamente catastrófica, se había generado de manera natural una específica norma de conducta.
Entonces, ¿qué había de los seriales del triv y de los chismorreos sobre la fiera perversidad de los infra? Caminando laboriosamente en aquella cola interminable, me vino entre nubes a la memoria el hecho de que la ley de la selva es una suma de comportamientos prácticos. Animales de una docena de especies distintas se congregan a la puesta de sol en el abrevadero, cada uno en su grupo protector, sin conflictos ni temores; durante el día, predadores y presas se reúnen a la vista unos de otros hasta que llega el momento en que una de las presas, sólo una, es apartada y muerta. Existe un orden. La NE4 era el abrevadero. Fuera… mejor no dar gratuitamente por sentado el orden.
Las mujeres situadas delante de mí me lanzaban miradas por encima del hombro: me sentí desnuda, medida, evaluada. Les habría dicho algo estúpidamente ofensivo, de no ser porque Billy clavó sus ojos en los míos e hizo con la cabeza un signo negativo casi imperceptible.
A mis espaldas, dos mujeres calculaban los totales y el número de cupones-puntos requeridos para un artículo u otro, y me avergonzó que aquellas simples y fatigadas criaturas me dieran mil vueltas, a mí y a la mayoría de las supra, en aritmética mental. En una tribu sin calculadoras portátiles, era un factor de supervivencia.
Yo estaba aprendiendo, aprendiendo, aprendiendo, casi olvidada de mi propósito: comprar lo que necesitaba para mi hogar. Procuré escudriñar los anaqueles y aplicarme en mis sumas y restas. A paso de caracol avanzamos pasillo adelante, doblamos la esquina, volvimos pasillo abajo, explorándolo todo. Mis compras de aquel día fueron un embrollo incompetente, en parte porque no sabía lo que habría disponible (poco, y elemental) ni dónde encontrarlo entre los inacabables anaqueles, y en parte por mi falta de preparación general. A medida que pasaba el tiempo, por lo menos, la peste se hizo menos aparente, o mi nariz se rindió a ella.
La gente se mostraba abiertamente curiosa respecto a mí, casi siempre con miradas cautelosas dedicadas a Billy. Él se distendió sólo una vez, para susurrarme al oído:
—Cuanto más se acuerden de ti, mejor.
Cuanto más se acordaran de que estaba bajo protección, naturalmente. Mi galante escolta, sin embargo, no transportaba los paquetes de su dama. Ella llevaba en la mano el saco no lleno todavía, y el otro colgado del hombro con una soga. El macho se pavoneaba a su lado.
En el punto de control (control por ojo mágico, puertas automáticas, sin intervención de manos humanas) los sacos fueron vaciados y vueltos a llenar mientras yo temblaba ante la casi certeza de que mis pocos fiables cálculos habrían sobrepasado el valor de los cupones. Mi cálculo fue erróneo, pero por debajo, no por encima, pero en cualquier caso yo debería haber supuesto que Billy llevaba su propia cuenta y no me habría permitido comprometer su reputación poniéndome en ridículo públicamente.
Fuera, luchamos por abrirnos camino entre la presión, yo con un pesado saco colgado del hombro y otro entre los brazos, él empujando y apartando con aire señorial para dar paso a su bestia de carga. Nunca habría creído yo que la compra de la semana pudiera ser de tan difícil manejo.
En la relativa libertad de la falda de hormigón entramos cómodamente en la comunidad de los que estaban sentados o recostados, los que cantaban, los que murmuraban, los que jugaban, los que estaban absortos en sí mismos. Y fue allí donde Billy montó una grotesca demostración. (Más tarde me diría que había elegido un lugar donde varios de sus amigos y de sus matones se encontraban lo bastante cerca para ver y oír). Se detuvo, se volvió hacia mí con calculada formalidad, cogió el saco que yo llevaba entre los brazos y dijo en voz muy alta, empleando la jerga infra que raramente le oía:
—T’echaré una mano, shata.
Las cabezas giraron en nuestro entorno. Enseguida reemprendimos la marcha, ahora dejando una estela de murmullos. Dios sabe cuántos presenciaron nuestro avance y anotaron los puntos de buena crianza de la públicamente proclamada hembra de Billy Kovacs.
Pon fin a la pesadilla y termina tu angustia.
—¿Y bien? —preguntó Billy cuando dejamos las torres atrás.
Yo fui capaz de simular una especie de balance juicioso:
—No ha sido lo que esperaba.
Él no se dejó engañar.
—No podía serlo, ¿verdad? ¿Asustada?
—¡No! —Guardó silencio—. Está bien, pues… a ratos. —Me había asustado tontamente. Para probar mi serenidad de espíritu, dije—: Me ha parecido ver a un grupo que representaba unas escenas, una especie de teatro callejero. Me habría gustado verlo mejor.
—Otra vez será. Siempre hay algo del mismo estilo. Si nos hubiéramos parado hoy, se habrían amontonado todos. Para mirarnos.
—¿A mí porque estaba contigo? —¡Gran noticia! Su sonrisa era ofensiva—. Cualquiera se da cuenta de que eres un hombre importante.
—No un vulgar rufián, ¿eh?
—Eso no es justo. Ya sabes a lo que me refiero.
—¿Sí? Bien, pues soy un rufián. Es, simplemente, que soy un rufián importante. Para ellos, claro está. —Una expresión ceñuda se sobrepuso como una máscara a su cara angosta—. No pareces darte cuenta de lo que significa ser un gran hombre en las torres.
Hizo que me sintiera inadecuada y desatenta. Intenté salir del paso con una broma:
—Entonces, ¿por qué no eres rico?
—Lo soy —dijo—. Tengo respeto y autoridad y gente que depende de mí y contactos que me permiten cuidar de mi gente. Eso es ser rico, ¿no? Tú también eres rica, pero no lo entenderás mientras pienses como una supra.
Me hablaba de un país extranjero, forzándome a cambiar la visión que yo tenía del mundo. Continuó:
—Vendré contigo dos veces más. Eso lo hará oficial. Después, actuarás por tu cuenta. No vayas a ninguna parte que no sea la tienda y no pasará nada.
¡Como si pudiera! Llegué a casa reflexionando con melancolía sobre el futuro de aquella aventura semanal.
Él se dispuso enseguida a marcharse de nuevo. Gimoteando un poco, le pregunté:
—¿Tienes que salir?
Sacudió la cabeza con aquella media sonrisa que significaba que yo no hacía uso de mi buen sentido.
—¿Cuántas personas viven en esta calle, todas ellas gente de la Periferia que hoy va por primera vez a un barrio infra?
Mi histeria de la noche anterior le había inducido a organizar un nuevo estilo de operación. Tenía a cincuenta hombres y mujeres forcejeando entre el gentío, hora tras hora, instruyendo a los aterrorizados periféricos para que se calmasen sus temores. Conspirador, ladrón, embustero, soplón, lujurioso, quería sin embargo ganarse el respeto que se le debía y en que el orden y la corrección eran responsabilidad de quienes podían crearlos o imponerlos. Su moralidad estaba fuera de mi alcance. Durante años me costó creer que hombres y mujeres existían con una necesidad innata de preservar la humanidad esencial, sin que importase el coste en trabajo y riesgo.
El coste moral confundió los principios que me habían sido inculcados respecto a la santidad de una determinada actitud o la inviolabilidad de cierta convención hasta que Billy dijo:
—Los supra te expulsaron porque de pronto te encontraste en la pobreza, ¿no es así? Ésa fue la única norma que violaste. ¿Dónde está la moralidad?
Y en otra ocasión:
—Quienes te dan consejos morales son solamente personas que no han visto el mundo tal como es.
—El mundo no puede ser completamente perverso.
—Es peor. Es estúpido.
Yo sugerí, para aguijonearle:
—La violencia es estúpida.
—Eso no prueba nada, por descontado, pero sólo es estúpida cuando te perjudica. Entonces quiere decir que has planificado mal las cosas.
No se puede derribar a un tentetieso.
La tercera semana, unos cuantos hombres me saludaron cuando cruzábamos la falda de la torre. A duras penas entendía sus palabras, enmascaradas por el pesado acento. Lo que sonaba como «Bueniora, Billy» llegué a dilucidar que quería decir «Buenos días, señora Billy». Me dio risa la extravagancia de «Señora Billy», hasta que descubrí que no era extravagante para Billy, quien me dijo rígidamente:
—La señora Kovacs es otra persona.
La existencia de aquella otra persona no era algo que él me recordara con frecuencia.
Dentro de la NE4, algunas mujeres me hicieron con la cabeza un signo de distante acogida. Dos o tres murmuraron el saludo ritual, y yo repliqué como se me había enseñado: «Bunias». No era preciso que conociera sus nombres, salvo que ellas mismas me los hubieran dicho; el sistema tasaba a los extraños gradualmente. Las costumbres deben ser aprendidas.
La cuarta semana fui sola. Tenía el corazón en la garganta, pero bien pudo haberse quedado en su sitio: no fui violada, ni robada, ni sometida a la menor indignidad. Mi camino había sido allanado con tanta precisión que pronto respondí a los saludos con un sentimiento casi de alegría.
En la tienda observé que un chico de unos dieciséis años, flaco y de cara angosta, no se alejaba mucho de mí en todo el rato. Nunca había visto a los hijos de Billy, pero sospeché que él había delegado en un aprendiz de la familia aquella discreta vigilancia. El muchacho en ningún momento me miró de frente, pero tampoco me perdió de vista. En una ocasión se detuvo para hablar con una inmensa jalea de mujer, una de esas desdichadas que en la edad madura se hunden en la exuberancia del peso de sus brazos y muslos elefantinos. Debió de ser bonita en su juventud, pero su presunta belleza se había desvanecido en el cabello grisáceo y en los ojillos que brillaban sumidos en sus gruesas mejillas. Iba comparativamente mejor vestida que otras mujeres de su estilo, menos remendada, menos desteñida… y limpia. Lo mismo ocurría con el chico. Miró al frente cuando nos cruzamos, yo patrullando el pasillo en una dirección, ella en la contraria, pero estuve segura de que me veía e inventariaba cada centímetro de mi persona. Si hubiese habido algún lugar donde ocultarse, allí habría ido yo corriendo sin titubear.
Aquella noche, ya tarde, mientras jugaba a ser un niño pequeño y me restregaba el pecho con su puntiaguda nariz, Billy dijo:
—Hoy has visto a Vi.
Era la primera vez que yo oía su nombre: Vi… Violeta. ¡Aquella montaña de mujer! Era una injusticia del destino.
—Se me ha ocurrido que podía ser ella. Seguro que me odia.
—¿Por qué?
No había ni levantado el rostro para mirarme. Mera curiosidad.
—Cualquier mujer me odiaría.
—¿Eso crees? —Estaba rumiando, no burlándose de mí—. Vive la mar de bien. Tiene cuanto necesita… Bueno, casi. Una posición, una familia. ¿Por qué habría de importarle?
¿Se hacían las cosas de manera distinta en las torres? ¿O era Billy totalmente insensible? No, no lo era. Lo fuera o no, yo no tenía intención de rendírselo a su esposa. Su concepto de la moralidad se tornaba para mí más inteligible: es algo que practicas cuando puedes permitírtelo, y yo no podía permitirme un lujo como la moralidad.
Sí le importaba. Invadió nuestra casa un día, en un arrebato de cólera asesina, y no tuve el coraje de enfrentarme a ella. Billy llegó (mi miserable caballero andante) cuando ella desvariaba entre bramidos y yo reculaba intimidada, y la echó de allí con malos modos. Me gustaría borrar el recuerdo de mi cobardía; sentirte culpable tiene estas consecuencias.
Acaso yo representé su última protesta contra lo que el tiempo y las incontrolables glándulas le habían hecho, pues todo lo que oí referente a ella a partir de entonces la mostraba como una persona inteligente y reservada.
A continuación, Francis se marchó de casa con una mentira en los labios, y no regresó. Billy trató de consolarme. Pobre, desmañado Billy. No solía ser torpe, pero había dado amor a Francis y sabía que el consuelo no era posible. Un rechazo insospechado puede ser degradante y devastador.
Lloré por mi fracaso como madre. Con el tiempo dejé de preocuparme. Esto no es cierto: la preocupación no cesa, únicamente cae entre el montón de desechos del subconsciente, y allí se pudre.
«Invierno» se había convertido en una palabra que designaba las pocas semanas del año en que transpirábamos por el esfuerzo físico, no por la humedad, y en las que el gentío de la NE4 olía, no mejor, porque esto nada hubiera podido lograrlo, pero sí menos intensamente. A medida que la temperatura del globo se arrastraba hacia arriba una fracción de grado por año, nuestro Estado, en otro tiempo templado y ahora subtropical, fluctuaba entre extremos de sequía y lluvias torrenciales. Los cultivos fueron arruinados por ambas.
Los infra medían el desastre por el suministro de alimentos. Súbita escasez de cereales u ocasional plétora de patatas, desaparición del azúcar durante más de un mes, racionamiento de leche en mitad del verano o, lo que más enfurecía a la gente, ensayos de substitución de productos básicos por sucedáneos que no sustituían nada ni tenían el menor atractivo.
«Invierno» significaba cálidos aguaceros que anegaban el Estado como si la atmósfera empachada hubiera aliviado de golpe sus repletas tripas. En los aledaños de las torres los niños bailaban bajo la lluvia, mientras sus mayores murmuraban con conocimiento de causa a propósito del Invernadero, como si la palabra equivaliese a comprensión. Luego el río creció y una marejada de aguas sucias se desbordó por sus riberas. Cuando había tempestades marinas, el río y la marea competían en las calles y en las viviendas de las plantas bajas. Yo evocaba mi delicioso mar azul de los veranos de gloria; lo evocaba ocasionalmente con alguna lágrima inútil.
Una noche, después de haberse marchado mi hijo y con Billy ausente por algún negocio no mencionado y quizás inmencionable, dormí sola mientras la lluvia tabaleaba y el viento aullaba en torno a mis sueños, aunque los sueños fueran de brillante arena amarilla como una franja de oro bajo un sol sonriente y una niña pequeña casi desnuda se abandonase en éxtasis a las acariciantes olas.
A una incierta hora de la noche, el mar subió del delta para lamer el umbral de mi puerta, pero mi sueño, batido por el viento, no lo registró. Nunca antes había subido tan arriba, ni siquiera en el asediado Newport.
Por la mañana descubrí que la lluvia había cesado y brillaba el sol; me hice una taza del té de la señora Parkes y me senté a beberlo, a medias preocupada porque Billy no había vuelto a casa, a medias gozando de no tener que afanarme en prepararle el desayuno. Desde la pantalla fija en la pared, el boletín de noticias hablaba de la confluencia de una marea insólitamente alta impulsada por vientos de galerna y una riada relámpago potenciada por los aguaceros caídos en los Montes Baw Baw. Los pisos bajos de las torres, pensé, serían un hediondo revoltijo de lodo y basura, donde los infortunados habitantes tratarían de salvar lo que pudiesen de aquel nuevo asalto de su recurrente miseria. Algunos de ellos serían personas a quienes yo conocía superficialmente. No estarían nadando como locos (¿cuál de mis hijos tuvo esta obscena fantasía?), sino reconstruyendo amargamente sus vidas tras la décima o duodécima inundación.
La puerta de entrada crujió y se cerró de golpe, y apareció Billy, desaliñado y sucio, el cabello como colas de rata, las ropas arrugadas y desgarradas, los zapatos colgados del cinturón, los pantalones arrollados hasta las rodillas y los huesudos pies impregnados de barro negro que chorreaba sobre mi limpio suelo. Estaba pálido de fatiga, próximo al agotamiento.
Se dejó caer en una silla, sin hablar, y yo le di té, sosteniendo la taza ante su boca, y luego lavé y sequé sus enfangados pies y piernas. Cuando al fin habló fue para preguntar:
—¿La casa bien?
Asentí, y él cerró los ojos. Fue un trabajo duro desnudarle, y más duro todavía llevarle al dormitorio y a la cama.
—¿Te has hecho daño? —inquirí—. ¿Tienes alguna herida?
Movió negativamente la cabeza.
—Cansado.
Pensé que se dormiría inmediatamente, pero se enderezó para decir:
—Día de compra, ¿no?
¡En medio del desastre se acordaba de aquello!
—Sí.
Casi dormido, habló en el dialecto infra, pero entendí que la NE4 había sido devastada, que no quedaban tiendas ni almacenes. En una casa amparada por la señora Parkes ello no era una gran tragedia, pero para los miles de infelices que calculaban hasta la última comida de la semana…
Preguntándome qué habría hecho toda la noche en las aguas desbordadas, mi inexperiencia imaginaba sólo escenas sentimentales de niños salvados de ahogarse y de ancianos ayudados a subir a los pisos altos, no la organización y el trabajo tenaz que habían consumido hasta la última gota de su energía. Las manchas de barro en el suelo me provocaron incluso un ramalazo de fastidio porque no se hubiera limpiado los pies antes de entrar.
Desde la puerta principal vi la causa. Durante la noche, el agua se había deslizado en mi tan ambicioso como frágil jardincillo y aplastado bajo el barro negro pensamientos, claveles y caléndulas. El barro cubría las tablas bajas de la galería y empapaba el felpudo de la puerta; de haber subido un centímetro más, habría rebasado el umbral y entrado en el pasillo. El agua nunca había amenazado mi casa anteriormente. Pensé que nunca más volvería a sentirme segura.
Pero las riadas relámpago se van tan deprisa como llegan, y el enemigo estaba ya en retirada. Caminé pesadamente por el barro hasta la esquina de la calle para ver a menos de veinte metros de distancia su borde en retroceso. La suave pendiente de la calzada había desaparecido bajo un lago de aguas pardas, rielantes ante la promesa de un día sin nubes. Las casas situadas unas pocas puertas más abajo de la nuestra, escasos centímetros más abajo de la pendiente, habían sufrido la invasión de aquella especie de albañal que cubrió el suelo y que, más abajo todavía, había dejado su marca hasta la altura de los alféizares de las ventanas.
Avancé chapoteando en medio metro de agua sucia, horrorizada al ver arruinados los pequeños jardines, las cercas rotas, los vecinos perdiendo el tiempo desalentados en medio de la degradación de lo poco y casi único que poseían. Allá donde las torres se erguían bajo el sol esplendente, pisos enteros debían estar sumergidos aún, mientras la riada refluía dejando sus huellas en paredes y techos.
El muchacho de cara angosta a quien conocía de la tienda apareció repentinamente a mi lado. Con la meticulosidad de quien practica un idioma extranjero, dijo:
—No vaya allá abajo, señora, no podrá usted hacer nada. —Renunció al esfuerzo y revertió a su lengua habitual—: ¿Stá mi par’hí?
No estuve segura de haberle entendido, pero respondí:
—Sí, está durmiendo.
Asintió.
—Queó’odido.
Me dio unas graves instrucciones (probablemente de parte de su madre) que únicamente pude traducir por asociación y deducción. Le dije:
—Cuidaré de él, por supuesto.
Me pareció que lo comprendía, porque me dedicó una sonrisa idéntica a la de su padre, se volvió y chapoteó calle abajo para reunirse con un compañero que le esperaba en una almadía improvisada con bidones metálicos. Antes de alejarse me hizo descaradamente un corte de mangas, gesto que me había indignado hasta que descubrí que era el saludo normal de moda en las torres.
Le imaginé informando a Vi de que la mujer de la Periferia cuidaría bien de papá, así que no debía preocuparse, y me quedé plantada como una tonta, hundida en el agua hasta las rodillas, perpleja ante la implícita aceptación de las cosas tal como eran. No sé el tiempo que pasé allí, helada bajo el cálido sol, obsesionada por mi ignorancia del mundo del desastre sin fin.
Una vocecita susurraba insistentemente en el fondo de mi conciencia que, mientras el nivel de los voraces océanos subiera año tras año, la verdadera catástrofe estaba todavía por llegar. Y más allá oía asimismo la cobarde plegaria de la humanidad de todas las épocas:
—Por favor, no en mi tiempo.