Carol estaba en el cuadro de arena; me esperaba siempre, practicando los saltos mortales y las contorsiones que se iban refinando hasta convertirse en líneas matemáticas y espirales llenas de gracia. ¿Cómo habían llegado a producirse aquellas esperas? El recuerdo no lo dice; habían surgido sigilosamente entre nosotros, como suele ocurrir con estas cosas.
Le conté toda la entrevista. La única cosa que yo tenía en común con mi hermano Francis era el talento propio de los actores (no de todos, sin embargo) para rememorar al pie de la letra. Al final dije llanamente que no le había creído.
—No malgastarán a los extras con los infra.
Carol estaba menos segura.
—Si Nick lo dice…
No podía negarse. Lo que Nick decía siempre terminaba siendo cierto. Éste era uno de sus rasgos más sobresalientes: sus ideas más extravagantes, con el tiempo, tenían sentido; sus ofensivas aseveraciones se condensaban en verdades que uno tenía que tragar.
—Quizá no se refería a todos nosotros —añadió Carol, pensativa—. Yo no podría ir allí. No podría fingir.
Ciertamente, no. Era una pésima actriz, se movía y hablaba como si el significado no se hubiera inventado. Y Nick no había dicho todos, había dicho tú, refiriéndose a mí.
—Podrían ser sólo los que han optado por el Servicio de Investigación.
—Entonces también me incluiría a mí. Y yo no sería capaz. Tú sí, porque eres un buen actor.
Había tocado mi vanidad. La situación se invirtió sola, y de pronto me vi a mí mismo como alguien extremadamente útil, poseedor de un don especial que me permitía alcanzar lo que para otros era imposible. En un momento de exaltación hice lo que había dicho que no podría hacer y me introduje en la mente del único infra sobre el cual sabía alguna cosa, estirando mi cuerpo de serpiente a lo largo de la cerca, mascando mientras contemplaba a la imprudente mujer y a sus niños que entraban en mi mundo, calculando cómo podría engatusarla, valorándola mientras mi lengua bífida seleccionaba el punto donde atacar… Sentí en mí las ropas sucias y la roñosa miseria, la piel tensa sobre mi cara angosta, el tascar de mis quijadas y el alma aguda y cortante presta a la caza…
Aquello era lo que Nick me había prometido. Lo inaceptable se glorificaba a sí mismo hasta hacerse necesidad. Se me había planteado el desafío de revolcarme en la inmundicia y salir inmaculado y yo era el único que podía conseguirlo. A su manera aguijoneante y socavadora me había prometido el uso más extremo de mis cualidades. Le vi como lo que era, un hábil fustigador de la mente que desprendía de ésta la corteza encallecida para dejar al descubierto el interior palpitante.
Que todo esto contribuyese al ejercicio de una vanidad halagada importaba muy poco. De ser mi oponente, Nick había pasado a ser mi cómplice.
La alianza se marchitó al nacer. Varios años pasaron antes de que volviese ni siquiera a verle.
Mientras yo me emperejilaba con el descubrimiento de mí mismo, Carol difundía los chismes sobre mí de tienda en tienda, donde eran recibidos con diversos grados de credulidad, incredulidad, carcajadas tolerantes y franco pavor, según los casos. Por la mañana, cuando se reunieron los grupos, provocaron preguntas nerviosas dirigidas a los tutores. Las preguntas generaron una confusión de respuestas embarazosas, conflictivas, recursos para ganar tiempo, que culminó en una imprevista conferencia de tutores a mediodía. Después, Nick desapareció silenciosamente y otro ocupó el cargo de jefe de estudios. Fue generalmente admitido que mi ligereza de lengua había precipitado la caída de Nick (los tutores hablaban solamente de relevo rutinario) y yo adquirí entre los grupos una notoriedad efímera de hombre contra el que había que precaverse, de iconoclasta a quien no convenía oponerse a la ligera.
Los tutores me observaban con cara de palo y simulaban que no había ocurrido nada fuera de lo normal.
Al finalizar el curso (bronceados, crecidos, eufóricos, rebosando salud) nos trasladaron de regreso a Melbourne, donde nos dispersamos con destino a los diversos escenarios de la última etapa de nuestra educación. Carol y yo, con una docena más de compañeros, fuimos conducidos a la Escuela de Reclutamiento del Servicio de Investigación Policial, y allí experimentamos la primera y turbadora sorpresa al descubrir que no constituíamos más que la mitad del cuadro.
La otra mitad se componía de infra.
Nuestra presencia los trastornó tanto como la suya nos desmoralizó a nosotros. Nos escrutamos mutuamente a través de una barrera de incredulidad social. Ni una ni otra mitad comprendían, porque no habrían sido hasta entonces capaces de comprenderlo, que aquello era el clímax del largo proceso de socavado de nuestros prejuicios.
Una cosa que nosotros, los supra, descubrimos muy pronto fue la razón de los anteriores doce meses de vida dura: habían servido para que alcanzáramos la plenitud de nuestro vigor y nuestra forma física. Los chicos infra eran ya veteranos de las peleas callejeras cuando nosotros jugábamos aún en el parvulario.