Los alumnos sabían que todas las clases eran grabadas para posterior debate de los tutores. Nacidos en una sociedad recopiladora de datos (lo cual significa una sociedad vigilante, por muy elegantemente que se disfrace), todos daban por sentado el hecho, y sin embargo las sesiones podían ser tan animadas y espontáneas como una charla en familia. Porque la familia, si uno se para a pensarlo, es en alto grado una sociedad vigilante.
En los doce meses de campamento, que los tutores llamaban «las estaciones del Vía Crucis», se procuraba ofrecer indicadores útiles para que los chicos reflexionaran básicamente por su cuenta. Las pruebas y las composiciones escolares no sirven para esto; están sometidas a demasiadas consideraciones y tienden demasiado a producir respuestas previsibles. Yo prefería señalar un tema de disertación, permitir unos minutos de reflexión y acto seguido plantar al alumno frente a su grupo para que sacase las conclusiones que pudiera. Para unos era una tortura de los nervios, para otros una ocasión de exhibirse.
El tema «¿Cuán buenos fueron los Buenos Tiempos Pasados?» constituyó para Conway un peculiar ejercicio privado que en la posterior conferencia de tutores fue definido como la obra de un condescendiente, histriónico e intelectual pequeño mierda. Definición bastante exacta.
Pero había más que aquello en el chico, y nuestra posterior sesión particular, mano a mano, nos condujo mucho más adelante. No tenía aquella noche su actitud insolente, sino que me sostenía mansamente la mirada, con el vislumbre de una sonrisa tímida, con la esperanza de congraciarse. Yo había visto tantas veces aquella expresión en alumnos que esperaban que sus discursos fueran triturados, que casi no me di cuenta de que en él era insólita: generalmente afrontaba las sesiones críticas con decisión y sin asomo de arrepentimiento.
—Déjalo correr —le dije.
Mostró perplejidad y sorpresa, que reprimió al instante, una ligera contorsión de incomodidad y una «voz de estudiante» que protestaba con primorosa corrección:
—No comprendo, señor.
—Nunca te he pegado, Conway, ¿verdad?
Aquello interrumpió su actuación. La idea era inconcebible.
—¡Por supuesto que no!
Sobresaltado, desafiante y sin «señor».
—Tendrá que haber una primera vez. ¿A qué juegas?
Se recobró enseguida, sin creerme (sin percatarse de que debería haberme creído), y respondió con grandilocuencia que estaba «explorando».
—¿Explorando qué?
—Cómo piensan… el resto del grupo.
—¿Respecto a mí?
Era un flagrante descaro, pero interesante.
—Le tienen miedo. Es decir, se lo tienen algunos. Yo quería ser uno de ellos, averiguar qué se sentía.
—¿Y qué se siente?
—No estoy seguro. Una especie de falta de coraje.
—¿No confundirás la falta de coraje con, simplemente, buenos modos?
—Creo que no.
—¿Y no me tienes miedo?
Esperando un brusco «No», me resigné a esperar mientras él consideraba el asunto. La respuesta fue fascinante:
—No le tengo miedo a usted, sino a lo que podría hacer si quisiera. En eso consiste la autoridad, ¿no? ¿El poder de infundir miedo a la gente?
Como muchas definiciones de la actividad humana, aquélla era válida a medias, o era errónea a medias. Le aguijoneé:
—Describes la autoridad como algo de lo que podríamos prescindir.
—No. —A los trece años escasos ya se le arrugaba la frente cuando se concentraba—. En ocasiones, una persona tiene que dar órdenes y todas las demás deben obedecerlas, incluso si no quieren.
—¿Si no quieren exponerse a un castigo?
—Eso es lo que está mal. Por discrepar no deberían castigarte.
—No creo que tal cosa sea frecuente. —En el campamento no lo era, pero en la mayor parte de aquel mundo que se desintegraba y que sólo permanecía unido por la fuerza despótica, ocurría, ocurría, ocurría—. Se te castiga por llevar a la práctica la discrepancia hasta convertirte en un estorbo, quizás en una amenaza. ¿Es eso malo?
—Supongo que no… Sí, es malo. Autoridad no debería significar solamente amenaza de un castigo.
Buen chico.
—¿Qué debería ser?
—Comprensión. Corrección. Benevolencia. Algo de lo que se tiene necesidad.
En aquel momento estuve absolutamente seguro de su futuro.
—Algún día —le dije— te recordaré tus propias palabras.
Dando por cancelado el tema, y mientras él todavía digería su sorpresa, oprimí la tecla de la grabadora para reproducir los pasajes más belicosos de su disertación escolar:
«La fábula es una cosa, la historia es otra. La fábula hace la historia más apetecible porque la embellece: la historia auténtica es sólo suciedad, miseria, hambre y plagas. La leyenda de los Buenos Tiempos Pasados ha sido siempre una manera de justificar que algo no nos gusta. —La voz grabada tenía una cualidad de certidumbre condescendiente, un tono de superioridad protectora que se apartaba de su malhumor habitual—. Si nos acercamos a los tiempos presentes encontraremos el mismo afán de idealizar…».
Corté.
—¿Qué demonios pensabas que hacías? ¿Preparar un discurso político? ¿Un manifiesto?
Ante cualquier reto, Teddy Conway diría siempre la verdad:
—Me dirigía a una sala llena de gente… la Academia de la Historia o algo así.
En suma, había representado un papel.
—¿Por qué?
—Porque de este modo resulta más fácil. —Se tomó tiempo para encontrar la expresión exacta. Yo había ya aprendido a esperar—. Fue a causa del tema… No se prestaba a hablar más que de cosas obvias. La clase de cosas que, cuando el grupo las oiga, sabrás de antemano cómo va a reaccionar. Me refiero a que el tema necesitaba un poco de vida.
—¿Para tus compañeros?
—Para mí.
Bien, ¿no consiste en eso la representación de un papel?
—Entonces, adoptaste la personalidad de un conferenciante autoritario, con prestigio para dar peso a tus palabras, por ligeras que fueran, y con un lenguaje provocativo para completar la imagen.
—Más o menos.
Ahora correspondía un toque de crueldad:
—¿Cómo suena el discurso fuera de la sala de la Academia, abarrotada de un público hechizado? ¿Cómo suena dedicado únicamente a ti y a mí?
Se ruborizó.
—Una mierda. Pretencioso.
—Bien dicho. Procura intercalar un «señor» de vez en cuando.
—Sí, señor.
Aquello seguía ocurriendo en cada sesión.
Volví a poner la grabación en marcha.
«… como le pasaba a mi padre, que vivía atado a un pasado color de rosa. Tenía un automóvil, una reliquia de la era del estatus personal, del que no quería desprenderse aunque sus averías hicieron añicos nuestro presupuesto. Su pasado era el paraíso y todas las cosas nuevas eran abominables. Si viviera hoy proclamaría que el nuevo sistema de cupones terminará por provocar el colapso total de la moneda (tu padre atinaba más de lo que crees, querido Teddy: dentro de dos años, o de tres, o de cinco…) y se empeñaría en convencernos de que era mejor cuando uno se pasaba el día calculando cuánto interés tendría que pagar, comprobando el saldo de su cuenta y estudiando los cargos por servicios y preocupándose por la extensión de la hipoteca y temeroso de gastar porque su techo financiero podría caérsele encima».
Como a su padre le cayó el suyo. Estaba repitiendo lo que decían las cuñas de propaganda estatal del triv, el confortante discurso de que el sistema de cupones es más sencillo, más seguro, y no se deteriorará; de hecho, la apelación a una población aborregada que sólo quiere que la descarguen de sus problemas. Y casi tenía razón.
«Sin embargo, en el curso de su vida, las calles infestadas de peligros se hicieron seguras y se pudo pasear por ellas en paz, las redes de datos pusieron la información al alcance del mundo entero en cuestión de segundos, la estatura media aumentó cinco centímetros, la duración de la vida diecisiete años y el índice de inteligencia seis puntos. Escuchándole, se hacía evidente que el buen tiempo pasado era sólo nostalgia en las mentes de personas descontentas que no recordaban con propiedad».
Detuve la grabación.
—¿Bien?
Fue prudente al emitir su juicio:
—La expresión verbal es buena. —Para su edad, sí—. Creo que suena un poco… inflado. —Sonaba, en realidad, desdeñoso e inexorable, como si alguien tuviera que sufrir por ello. Concluyó—: Pero la idea es correcta.
—¿Lo es, de veras? ¿Opinas todavía, después de todas tus clases de historia, que puedes hacer con el pasado borrón y cuenta nueva porque fue un fiasco? Estamos aquí, ¿no es cierto? ¿Cómo lo hemos conseguido? No lo hemos conseguido nosotros. Nos han situado aquí nuestros sucios y estúpidos antepasados.
De nuevo la pausa y un breve, insatisfecho suspiro.
—Quizá debería rehacer el discurso, señor.
—No, simplemente borraremos la grabación. —Así lo hice—. Tu lista de valores contemporáneos elogia diversas actividades sin mencionar su calidad.
—¿Quiere decir que la gente era más feliz entonces, que realmente el pasado era mejor?
—¿Cómo voy a saberlo? Yo no estaba allí. El pasado reciente puede parecer peor que el tiempo presente, pero las personas que vivieron en aquella época quizá no lo admitirían. Era diferente. La gente saca el mejor partido de lo que tiene y es feliz o no es feliz. Nuestros padres amaban la vida y el mundo y dejaron muchos testimonios que lo prueban.
Capté el titubeo que significaba que me iba a dar una réplica contundente.
—¿Qué pensarían de eso los infra?
Contundente, sí, pero que le dejaba a mi merced.
—¿Te parece que ellos no son felices?
—Desdichados.
Desdichados infra era una expresión de uso común.
—Lo serán por sus circunstancias materiales, en comparación con las tuyas. Esto no afecta a sus corazones, porque en conjunto no son infelices. —Su aire de paciente tolerancia me irritó. Él sabía que los infra no podían en absoluto ser felices como… como las personas—. Nunca has estado entre ellos.
—¿Cómo podría? Pero se nos dice…
—Quienes lo dicen tampoco han estado entre ellos. Hay alegría y risas en las torres, hay incluso contento y satisfacción. Tanto, por lo menos, como entre los supra, lo cual quizá no sea demasiado.
Me di cuenta de que no progresaba. Mis palabras estaban en contradicción con un credo fundamental.
—No estoy seguro de entenderle —dijo él, descaradamente para ganar tiempo.
Respondí con brusquedad:
—Algún día lo verás por ti mismo.
Aquello fue una estupidez por mi parte, y tendría que pagarlo. Era demasiado pronto para tal información, pero ya no podía echarme atrás.
—¡Señor!
Más que resistencia a comprender, lo que en él había era enérgico rechazo.
—Digo que lo verás por ti mismo.
—¡Ir yo a mezclarme con ellos! ¿Qué tengo que hacer allá abajo?
Allá abajo…
—El trabajo que has elegido. Reunir información.
Era la venganza por todas las frustraciones que me había deparado. (¡Oh, los delirantes seriales del triv, donde los agentes secretos se infiltraban en las selvas del Tercer Mundo, saltaban en paracaídas sobre la secreta China protegidos por pantallas portátiles antidetección o se arrastraban por el fondo del océano hasta los puertos de los Estados del Golfo!). ¡Entre los infra! ¡Vaya trabajo!
Debería haberme avergonzado, pero no fue así. Tras once meses de progreso seguía siendo un crío insoportable.
—¿Qué se puede averiguar de ellos? —resopló.
—Si, quién sabe, el presente es mejor que el pasado. —Había llegado el momento de terminar—. Buenas noches, Teddy.
Se resistió a la despedida.
—Pero ¿cómo… cómo?
La idea, pues, había producido un pequeño impacto.
—Con dificultad al principio. Transformándote mentalmente en uno de ellos. Una tarea propia de un actor.
—Yo sólo puedo representar lo que conozco —protestó—. Los infra no son como nosotros. Son… —previó el desastre, pero ya no podía contener la lengua— animales. No sé cómo representar un animal.
Esperó cautelosamente que estallara la tormenta, pero yo me limité a decir:
—Sí sabes. Todos sabemos. Piénsalo.
Una vida entera, hasta entonces condicionada, se rebeló:
—Yo no sería la clase de animal que son los infra: sucios, criminales, ignorantes.
Necesitaba un golpe bajo que burlara sus defensas.
—Cambia tu manera de pensar respecto a ellos. Por ejemplo: si el Test para los extras hubiera empezado a aplicarse treinta años antes, podría ser Billy Kovacs quien se sentara en mi lugar y tratase de inculcarte sentido común. Su cerebro, desperdiciado, es probablemente tan bueno como el tuyo.
Lo que debería haber sido indignación afloró como una mohína queja:
—De una manera u otra, usted siempre va a parar a él.
—Lo mismo harás tú algún día.
—¡No!
Explosivo, furioso.
—Sí. Con el tiempo. Buenas noches, Teddy.
—Quiero que…
—Buenas noches.
Su repentina calma no fue una capitulación. Su encogimiento de hombros decía: No llegaré a ninguna parte con este estúpido, y su mirada: Pero no hemos terminado.
—Buenas noches.
—Señor.
—¡Señor!
Me dejó solo con mis errores. Aquella conversación habría circulado antes de medianoche por todos los grupos y un día o dos después yo sería seguramente reprendido por mi salida en falso del plan de estudios. Tanto peor para el instructor de frío intelecto, siempre en cabeza de las innovaciones.