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CAPITÁN NIKOPOULOS
Año 2044

Teddy Conway pasó de ser un pequeño bribón, duro e inteligente, a ser un hombre inteligente y duro. No el hombre que lleva consigo contratiempos e inconvenientes (al cual normalmente se maneja con facilidad), sino aquel a quien no hay forma de echar mano porque el exterior de su mente está liso y pulido.

Nunca desespero de comunicarme con un rapaz (los extras pueden ser más aviesos que la mayoría de los rapaces), pero me costó más tiempo del que habría sido razonable darme cuenta de que las claves para llegar hasta Teddy estaban en aquel segundo informe. De hecho, mi penetración en el Teddy interior empezó cuando le llamé para la entrevista reglamentaria, poco después de haberlo dictado.

Como algunos de sus compañeros, entró en la tienda simulando dominio de sí mismo, pero no podía contener la curiosidad (pensando que no se le notaba) de inspeccionar los muebles y enseres.

No había alumno que no empezara creyendo que las tiendas de los tutores eran una fachada que ocultaba el mobiliario y las instalaciones adecuados a una vida de orgía. No iban a dejarse engañar por las camas de tablas iguales a las suyas ni por los escritorios de sencilla madera, sin otros aparatos encima que la grabadora y el intercomunicador. Todo apariencias, razonaban. Tenía que haber pantallas, micrófonos, terminales de acceso directo… Sólo gradualmente aceptaban que los tutores vivían poco más o menos como los alumnos. ¿De qué otra manera habríamos podido inculcarles la noción del trabajo ininterrumpido día tras día?

Le dejé que se asegurara de que no había indicios olvidados para que se abalanzara sobre ellos, y después dije:

—Has estado peleando.

Él sabía que no aceptaría su silencio hosco, pero el también hosco «Sí» no me bastaba.

En tono fatigado, porque con Teddy aquello era una pugna constante, corregí:

—Sí, señor.

—Sí, señor.

¿Por qué no Sí bastardo y terminar de una vez?

—¿A propósito de qué fue la pelea?

Explicar un acceso de ira ciega nunca es fácil: murmuró que era una cuestión privada.

—No lo era. Lo que ocurre en clase es público. Tu profesora de arte escénico lo cree así. ¿Se equivoca?

—Supongo que no… señor.

—Yo también lo supongo. Repito, ¿a propósito de qué fue la pelea?

¿Cómo cargas las culpas a la pasión y la ignominia que hervían buscando una vía de escape, que le hicieron cometer un error, y que de todos modos eran desproporcionadas a la causa?

De mala gana, empezó:

—Estamos preparando Macbeth

—Lo sé, y sé que la clase de arte dramático te gusta. Ve al meollo del asunto.

Cuadró su macizo cuerpo y miró fijamente a la nuez de mi garganta como si planease algún daño.

—Era la escena de la daga: «¿Es una daga lo que veo ante mí?». Hubo una discusión.

Calló de repente, necesitado de ayuda. Yo dije:

—Siempre las hay en relación con esa escena. Siempre hay alguien que querría una daga auténtica flotando en el aire, plateada y amenazadora. Para sobresaltar a las personas de mal gusto.

¡Oh, astuto Nick! Se apuntaba un tanto al leer en aquellos ojos la sorpresa de que un palurdo autoritario conociese suficientemente a Shakespeare como para conversar sobre su obra. Dado que ahora hablábamos ambos el mismo lenguaje, insistí:

—¿Y por qué no? El fantasma de Banquo aparece más adelante, encarnado por un actor; entonces, ¿por qué no una daga de verdad?

Su lengua se movió obedientemente, reviviendo la discusión en clase:

—Pero eso es porque en tiempos de Shakespeare un fantasma podía ser real. Macbeth ve a Banquo aunque nadie más le vea: los fantasmas hacen cosas así. Es decir, la gente cree que las hacen. Pero la daga está sólo en la mente de Macbeth. Y él ni siquiera la ve con claridad, por ello pregunta: «¿Es una daga…?».

Es maravilloso cómo un poco de entusiasmo puede llenar de vida la cara de una mula testaruda.

—¿Y bien?

—No hay una daga en escena. Él la representa, y al hacerlo consigue que uno la vea. Una especie de ilusión.

Si la explicación cojeaba, la idea, en cambio, era válida. Pregunté:

—¿Cómo debe hacerlo? —No era una pregunta honesta, y lo fue menos cuando pedí—: ¡Enséñamelo!

Beth Castle había dicho que la habilidad del muchacho era considerable, pero ponerse en situación en una clase de arte dramático, con todos los presentes en armonía y el aire impregnado ya de las esencias de otro mundo, es muy diferente que hacerlo partiendo de cero en una calurosa tienda y con un fulano con ojos como barrenas que te desafía a que pruebes tu tesis. Pronunció la primera fase y se quedó cortado, perdido en ese terrorífico vacío total de la memoria que es la pesadilla de los actores.

Yo salí de detrás del escritorio, me situé delante y adopté el papel de Macbeth, una mano extendida para apartar el horror, los ojos fijos en un rincón de la tienda.

—¿De esta forma? —pregunté, y me lancé a recitar—: «¿Es una daga lo que veo ante mí?».

Mi voz tenía, naturalmente, los timbres huecos y altisonantes de rigor. Debió de ser penosísimo, pero él me dejó continuar el recitado hasta «Y en tu hoja y tu empuñadura gotas de sangre», antes de interrumpirme sinceramente ultrajado:

—¡No, no, así no, Nick!

Aquello era de lesa majestad, pero la ocasión no se prestaba a que me mostrase quisquilloso.

—¿Qué he hecho mal?

Frunció el entrecejo y me fulminó con una mirada que recogía la indignación de todos los grandes directores desde Stanislavsky.

—Usted actúa todo el rato. El público ha de estar buscando la daga con la mirada, ¡no observándole a usted! La mirada de la gente ha de seguir la suya, hacia fuera. Usted debe permanecer lo más quieto posible. —Estaba completamente entregado, situando su técnica al alcance de un desmañado ignorante—. Puede moverse cuando dice: «Mis ojos han puesto en ridículo a los demás sentidos». Aquí puede volver la espalda a la visión, pero en la nueva dirección, allí está otra vez. Usted dice: «Todavía te veo», pero ahora en ella hay sangre y no desaparecerá porque es su mente la que la mantiene allí. Eso es lo que usted dice: «No existe tal cosa; es la sangre vertida lo que te da forma ante mis ojos». Por lo tanto, no es posible utilizar una daga real.

Una bella lección, Teddy, pero ahora volvamos a tocar el suelo con los pies, volvamos a la tienda y al ogro tiránico.

—¡Muéstramelo!

Me lo mostró, ya lo creo, pronunciando el discurso con un mínimo de movimiento corporal, excepto por aquel único giro, y hablando no con voz fuerte, sino como un hombre que habla distraídamente consigo mismo. No era la actuación de un gran artista (los niños no son grandes artistas), pero revelaba lo suficiente para hacerme reflexionar. Él veía realmente la maldita daga.

El dístico final le venció, como ha vencido a tantos Macbeths a lo largo de siglos, porque no hay forma de recitarlo que no quiebre la magia.

Le expresé mi aplauso asintiendo con la cabeza, sin cumplidos extravagantes, y le pregunté:

—¿Es así como lo hiciste en clase?

La hosquedad volvió con toda su fuerza.

—No… señor.

—¿Cómo, entonces?

El jovenzuelo se tomó la revancha con rostro inexpresivo:

—Más bien como lo ha hecho usted, señor. —El señor salió con facilidad, como un alarde de desfachatez—. No había tenido ocasión de prepararlo.

—Pero hoy has dedicado tiempo a prepararlo. ¿Por qué?

—Porque anoche lo entendí mal.

—¿Y se burlaron de ti?

Si, como dicen, las miradas matasen…

—Sí… señor.

—En consecuencia, arremetiste contra los dientes que tenías más cerca.

Sin asomo de remordimiento:

—Sí, señor.

—Que pertenecían al alumno Graves.

—Sí, señor.

—¿Un enemigo?

—No, señor.

—Simplemente el que estaba más cerca.

—Sí, señor.

—Naturalmente. ¿Quién ganó?

Se enfurruñó.

—Nadie. Nos separaron.

¡Oh, válgame el cielo, cuidado con la próxima vez, Graves!

—Si no os hubieran separado, ¿quién habría vencido?

—Habría vencido yo. —Consciente de que podía parecer una baladronada, rectificó—. Yo soy más fuerte que él.

—Quizá, pero cuando pegaste a quien tenías más cerca, ¿qué habría pasado si hubiera sido tu tutora, la señorita Castle? ¿Tendría ahora un labio partido?

Viendo la fosa cavada a sus pies, admitió de mala gana:

—No, señor. Me habría contenido.

—Pegar a un tutor no está permitido, ¿pero un puñetazo en los dientes a Graves sí lo está?

La humillación consiste en cavar tu propia fosa y después verte obligado a meterte en ella.

—No… señor.

Señor, so bastardo.

—Pero la violencia prohibida es una golosina, ¿verdad? —Había llegado el momento de poner en práctica un plan que tenía preparado para él y para otro par de exaltados—. A partir de la semana próxima asistirás a un curso nocturno adicional. Tres veces por semana. Judo.

Su cara me dijo que nunca había oído aquella palabra. ¿Por qué debía oírla? La enseñanza de las artes marciales llevaba prohibida treinta años. (Pero el Servicio de Inteligencia las enseña. Muy avieso).

—Es un curso sobre la filosofía de la no-violencia aliada al arte de la defensa propia. Aprenderás cómo protegerte, lo cual es esencial para un policía, pero también hasta qué punto la violencia puede ser autodestructiva. Recibirás un adiestramiento mental para que reprimas la violencia en ti mismo. ¿A qué crees que conducirá todo esto?

No era lerdo.

—Al autocontrol, señor.

—Yo seré tu instructor.

Mi anuncio no fue bien acogido, de modo que pasé al siguiente tema, donde esperaba encontrar fuerte resistencia.

—Tu madre quiere que la visites.

Puso cara de asesino: no se me ocurre otra manera de describir su expresión. Me chocó tanto que por un momento perdí el dominio de la situación y dije algo que no sólo era falso sino estúpido:

—Y lo mismo quiere tu hermano.

Replicó sin reservas:

—No le creo.

Poco le importaba cuál pudiera ser mi reacción. No estaba enfadado; estaba asustado y luchaba por su libertad. Aprovecharme de un chiquillo me produjo una sensación extraña: yo había irrumpido en sus secretos con excesiva precipitación, comprometiéndome demasiado para hacer ahora marcha atrás.

Pero tuve la suerte que favorece a los desatinados; él mismo me ayudó:

—Ese desgraciado no me miraría ni aunque estuviera muriéndome.

La frase eliminaba a Francis.

—Tu madre…

Me interrumpió, no tanto por rudeza natural como para prevenir apremios indeseados:

—Ella sabe que no volveré.

Las cartas que la mujer había escrito al Departamento indicaban otra cosa.

—¿Te dijo eso?

Me miró cara a cara, con descaro juvenil.

—Se nota. Siempre se nota.

—Siempre se nota lo que a uno le gustaría notar.

—Quizá.

Contundente, desafiante, también cerraba de golpe aquella puerta.

—¿Acaso te pegaba?

—No. —Luego, con inclemente despecho—: Me pegó una vez. Sea como sea, no volveré.

—No hay nada que te lo impida —dije, y a ciegas di en el blanco.

—Sí lo hay —respondió—. Kovacs.

Yo tenía noticias de su aversión, pero no de la intensidad de la misma.

—¿Billy Kovacs?

Le sorprendí.

—¿Le conoces?

—Sé cosas de él.

Lo que yo supiera no le preocupaba, pero a nadie le gusta enterarse de que la Autoridad está manoseando su vida privada.

—Es pura mierda.

—Eso sólo significa que a ti no te cae bien.

—Es un criminal.

—¿Puedes probarlo?

—Le quita el dinero a mi madre. Un repugnante chulo infra.

—Cuida de tu madre y de Francis.

—Por diez dólares semanales cada uno.

—Lo que hace los vale.

Al borde de las lágrimas, preguntó:

—¿Usted qué sabe?

—Saberlo es mi trabajo. Todo lo que concierne a los Conway es de mi incumbencia; por lo tanto, sé que cuida de ellos.

Se enfurruñó.

—Nadie se lo pidió.

—De no ser por él, os habrían asaltado, os habrían robado todo lo que tenéis, os habrían dejado tirados en cualquier basurero. Tiene sus dólares bien ganados.

Cambió de terreno con un leve gemido.

—Está constantemente colgado de Mamá. Constantemente. Constantemente allí.

¿Así era? Mi información no incluía aquel dato, y bien merecía un tiro al azar.

—¿Tienes miedo de que te eche?

—No. Ella no le dejaría.

De modo que persistía un resto de confianza.

—Sí, eso es muy propio de las madres. Lo perdonan todo. En cualquier caso, deberías estarle agradecido a Kovacs.

—Apesta.

Lo decía en sentido literal, y casi con seguridad sería cierto, pero me brindaba la ocasión de clavar una púa.

—En las torres no siempre se consigue agua suficiente. Si la gente se lava, tendrá que ponerse ropas sudadas porque el agua disponible no alcanzará para lavar también las ropas. A lo que Kovacs huele no es necesariamente lo que Kovacs es. Y ha sido bueno contigo.

—Es pura mierda infra.

Me habría complacido aporrearle la cabeza, y lo más fuerte posible.

—Esa forma de hablar es fruto de tus prejuicios. Él podría enseñarte mucho.

—¿Para qué necesito aprender las guarradas infra?

—Necesitas conocerlas como futuro oficial de Investigación. Las nueve décimas partes del Estado son infra.

Aquél era un hecho del cual las mentes supra rehusaban obstinadamente ocuparse; no sólo porque sus implicaciones eran demasiado oscuras, sino porque, debido a su adiestramiento social, los infra les resultaban a los supra casi invisibles. La idea de que pudiese haber extras entre los infra nunca se le ocurriría a un supra, e incluso sobre los habitantes de la Periferia habría tenido dudas. Decirle que noventa y seis chicos infra ocupaban un campamento similar en otro lugar del Estado habría desorganizado su pensamiento, porque los términos serían contradictorios.

Teddy expuso su propia racionalización:

—Eso no significa vivir con ellos.

—¿Por qué no?

Estuvo a punto de decir: «Porque es imposible», dado que era esto lo que creía y sentía, a mi entender; pero dejó vagar la mirada por la tienda, como si buscase algo, una escapatoria ante la idea de que, a fin de cuentas, quizá sí sería posible; luego soltó un largo y desesperado suspiro y dijo:

—Yo no puedo.

En realidad quería decir que no podía ir a casa, porque había adoptado una determinada actitud y no sabía cómo desprenderse de ella.

Abandoné el tema por aquella noche. Despacio, despacio… Pero su adolescente subida al Calvario no había terminado aún. Le pregunté:

—¿Quién es aquí tu mejor amigo?

Movió los hombros adelante y atrás casi imperceptiblemente. Me fastidiaban ya aquellos encogimientos, aquellas vacilaciones, aquellas evasivas, y me daba cuenta de que provocaban en mí un enojo creciente. Pero una vez has empleado algo tienes que encontrar una u otra forma de llegar al fin.

—¿No tienes un buen amigo?

Volvió a jugar su baza de atacar en lugar de ceder:

—¿Es necesario que tenga favoritos?

—No. Tampoco lo es que despiertes la aversión general.

Otra vez su maldito encogimiento de hombros.

—De eso, que se preocupen ellos.

—¿Teddy sólo necesita a Teddy?

Si me hubiera desafiado con un sí, le habría pegado y al diablo con las consecuencias; pero respondió pulcramente:

—No se acepta a los periféricos.

—Hay periféricos en otros grupos que se han integrado.

Evitó, como siempre, colocarse en posición defensiva:

—¿Por qué he de unirme a la masa? ¿Para eso sirve ser extra?

—Unirte a la masa, no; sumarte al equipo, sí. El Servicio de Información no favorece al lobo solitario, al superhombre que combate el crimen a solas. Entre los lobos solitarios, el número de bajas es demasiado alto.

Más enfurruñamiento de su parte.

—No se comportan como personas inteligentes. Todavía son unos críos.

—Y tú también. Ninguno de vosotros se comportará como una persona inteligente hasta que trascurran uno o dos años. Borra de tu astuta mente la idea de que puedes mirar a los demás desde arriba. Eres un extra de grado B, no estás en la cima del montón.

Esto le conmovió seriamente. Rara vez comunicábamos a los alumnos sus grados, porque ello fomentaba las élites internas, pero aquí la necesidad lo justificaba. Fue cruel, pero no gratuitamente cruel. Él no sabía que, si bien ocasionalmente teníamos que prescindir de algún alumno, luchábamos con la mayor dureza por impedir que una mente bien dotada fuera a pudrirse en los infiernos. Los extras fracasados tendían a terminar en las torres, convertidos en mascadores amodorrados.

El golpe abrumó su capacidad de absorción: el concepto que tenía de sí mismo era el de la mente más madura del grupo. (De alguna manera no del todo grata posiblemente lo era, dependiendo de cómo definiera uno la madurez). Era sólo un chico afligido cuando hizo la pregunta obvia:

—¿Quiénes son los de grado A?

¡Nombra a mis competidores!

—No te lo diré. Recuerda solamente que cerca de ti hay mentes mejores que la tuya que, sin embargo, prefieren no rebajarse a la categoría de cerdos buscando la manera de emular tus rabietas y tus miserables mamporros.

Tuve que reconocer su flexibilidad. Con verdadera dignidad preguntó:

—¿Me marcho ya?

—¿Puedo marcharme ya, señor?

Repitió las palabras, pálido y enfurecido. La diferencia entre nosotros residía en que yo disimulaba mejor.

—No, no puedes. Tengo algo más que decirte. Una inteligencia mediocre puede descollar sobre las que son mejores que ella si utiliza su máxima capacidad. Tú no eres mediocre, pero hay otros mejores que tú. Las mentes privilegiadas pueden caer en la trampa de lucubraciones estériles, mientras otras más modestas investigan para saber lo que son capaces de llevar a término. Tú tienes talento para el idioma y las artes dramáticas. Piensa en ello. Tienes además un «ábrete, sésamo» hacia la experiencia de la vida que la mayoría de tus compañeros no tienen, y algún día irás a tu casa y te pondrás a estudiar a Billy Kovacs.

Era pronto aún para determinar cuánto había penetrado en su conciencia, pero algo había penetrado, porque Teddy Conway estaba deshaciéndose en un mar de las poco seductoras lágrimas de los doce años, las lágrimas moqueantes de un niño pequeño sin pañuelo en el bolsillo que no podía hacer otra cosa que aguantar firme y desafiante.

—Buenas noches, Teddy.

Salió de la tienda sin responder, y yo no le volví a llamar; uno puede quedar harto de aquella clase de minúsculas pruebas de fuerza. Por otra parte, mi papel no había sido precisamente una hazaña digna de ser anotada en mi hoja de servicios ni de la cual pudiera envanecerme.